Capítulo 17

Aquella noche tras dejar a Vanesa en casa de Susana, y la madre de ésta asegurarle que no se preocupara de nada, se marchó con Patricia y el italiano. Primero a Neptuno a celebrar el triunfo de su equipo y luego a tomar unas copas. Adrian se desmarcó con un ligue. Durante la noche y con un par de copichuelas de más, al final el italiano consiguió su propósito y la besó. Marta se dejó. Necesitaba sexo… se lo pedía el cuerpo.

«Debo aprovechar esta rana. Debo recordar eso de: de rana en rana. Y este espagueti es una buena opción para lo que yo necesito con urgencia» pensó Marta al sentir sus manos recorriéndole la espalda.

Por ello fue Marta quien se lanzó. Quería ser una chica mala. Malísima. Estaba caliente. Necesitaba sexo. No podía quitarse de la cabeza lo ocurrido con aquel estirado conde en aquella habitación. ¡Maldita rana inglesa!

Su excitación era tal, que cogiéndole de la mano al italiano, se lo llevó al servicio de caballeros, le metió en uno de los aseos, y para regocijo de él, se le echó encima dispuesta a devorarle. Sin querer pensar en nada más cerró los ojos e imaginó que aquel que le comía los labios era el inglés, incluso permitió que le levantara la falda y la tocara. Ardía porque la tocara. Pero de pronto algo en ella se encendió. Aquel que le recorría los muslos no era el trajeado que la ponía cardiaca y antes de que aquello fuera a más, le sacó del baño como pudo, y tras despedirse de Patricia y su ligue, sin que el italiano la viera, se marchó dejándole colgado y solo.

Tras pagar al taxista, que la dejó enfrente de su casa, entró en su portal, se quitó los tacones y subió a su piso. Nada más entrar sonó el portero automático con insistencia.

«Joerjoer… que no sea el italiano» pensó horrorizada.

Pero al mirar la pantalla de su video portero jadeó al ver allí a Philip. El conde. De nuevo su cuerpo volvió a arder y aunque no quería abrirle, y no debía dejarle entrar, su dedo traicionero apretó el botón y le abrió el portal. Dos minutos después el ruido del ascensor le hizo saber que él había llegado. Abrió la puerta y le miró.

Philip sin pararse a saludar, ni decir nada, fue hasta ella, y como un toro, la embistió y la metió dentro de la casa. Una vez en la intimidad de su hogar la tomó en sus brazos y la besó. La devoró con ansia. Marta cerró los ojos y se dejó llevar. Lo que más deseaba en ese momento era eso. Sexo. Sexo salvaje. Sexo ardiente y pasional con él. Le importaba un pimiento el resto. Volvió a enroscar su húmeda lengua en la de aquel y sin separarse ni un milímetro le quitó el abrigo que quedó tendido en el suelo, luego la chaqueta del esmoquin y por último le sacó la camisa blanca de entre los pantalones.

Sin tiempo para pensar y con una mirada salvaje, Philip se quitó la pajarita, la tiró a un lado y le susurró al tomarla en brazos:

—Llevo esperándote horas frente a tu portal. Mi deseo por ti ha crecido como no te puedes imaginar.

«Madre mía… solo con oírle me excito».

Con una sensual sonrisa, ella le besó y asintió. La entrada de su casa era toda de espejos, y verse reflejada en aquella actitud tan ardorosa la calentó aún más. Le mordió el labio inferior mientras le desabrochaba la camisa y le pasaba las manos por aquel terso estómago.

«Uff… este chocolate es mejor que el Suchard» pensó al tocar aquella dureza.

De pronto sintió que este la apoyaba sobre el mueblecito de la entrada. Las llaves cayeron al suelo y su mirada azulada la hizo vibrar. Nunca imaginó que unos ojos claros consiguieran aquel efecto en ella y jadeó.

Philip arrebatado por la pasión que ella le hacía sentir la hizo gritar cuando le separó los muslos, le subió la falda y se arrodilló ante ella. Con la mirada velada por la lujuria Philip le cogió las piernas y se puso una en cada hombro para finalmente agarrar el tanga y arrancarlo.

—No… no me rompas la ropa —jadeó ella. Aquello le hizo gracia a Philip, que al verla acalorada y excitada le murmuró: —Te regalaré más.

Y poniéndole las manos en su trasero con posesión, la atrajo hacia él y abriéndola a su antojo, se lanzó a su sexo húmedo y caliente. Le posó su boca allí donde más ella anhelaba y él deseaba, y Marta aguijoneada por el morbo que aquello le ocasionó se le entregó.

Dispuesta a disfrutar de aquella locura, se arqueó y se abrió para él sin ningún recato. Solo quería gozar y aquello era espectacular. Philip al sentir su apasionamiento, chupó, lamió, y exploró su sexo con verdadero ardor. Le gustó escuchar sus gemidos a intervalos, y sus ronroneos mimosos cada vez que le tocaba el clítoris.

Marta con los ojos vidriosos por la lujuria, la exaltación y el frenesí, se veía reflejada en el espejo de enfrente. Solo ver aquella imagen de ella abierta de piernas y él agachado con su boca entre ellas le estimulaba. La espalda y los brazos de Philip, como presupuso el primer día que lo vio, eran fuertes y musculosos, y movida por su deseo se apretó contra su boca al sentir que le venía un nuevo orgasmo devastador.

Con delicadeza y ceguera Philip con una mano le abría los pliegues de su sexo para lamer aquel maravilloso, suave y embriagador bultito hinchado llamado clítoris. Lo cogía entre sus dientes, tiraba de él y lo absorbía con fervor hasta que una y otra vez la mujer que tenía entre sus manos gemía y enloquecía. Le gustaba aquello. Le encantaba. Pero cuando no pudo más, se levantó y la besó. Cogió su esmoquin del suelo, sacó su cartera y la abrió. Tomó un preservativo y rasgando con los dientes el envoltorio se lo colocó y le susurró haciéndola sonreír.

—Te prometo, honey, que la siguiente vez será más larga. Molesta por aquel nombre, le susurró entre jadeos.

—No soy Honey. Me llamo Marta.

Philip la miró y con una sonrisa peligrosa que le puso la carne de gallina le susurró al oído en un tono ronco y sensual:

—La palabra honey, en inglés, es un apelativo cariñoso. Es como decir cariño, en español.

Ella asintió hechizada por aquella sonrisa. ¡El trajeado sabía sonreír! ¡Su rana sonreía! Sentada en el recibidor de su entrada los grandes dedos masculinos de aquel condujeron su pene hasta la cueva húmeda de ella, y la penetró de una estacada haciéndola jadear.

—Así te gusta —le susurró a escasos centímetros de su boca.

Aquello era lo más erótico que le había pasado en su vida. Estaba comportándose como una chica mala, y le gustó.

—Sí…

—Rodéame con las piernas —pidió este. Ella obedeció.

Philip comenzó a entrar y salir una y otra vez, mientras ella gemía y él la observaba. El calor que sus cuerpos desprendían hizo que los espejos de la entrada se comenzaran a empañar, mientras Philip temblaba con cada embestida al sentir como la vagina de ella se contraía y Marta jadeaba de lujuria al sentirse penetrada. De pronto ella arqueando su cuerpo le hizo saber que había llegado al clímax, y él, soltando un brusco gruñido, se dejó llevar y cayó agotado sobre su hombro.

Sin moverse del recibidor y respirando con dificultad ambos se mantuvieron durante unos minutos en silencio. Marta apoyada en su hombro miraba la imagen del espejo de enfrente. No podía quitar su vista del trasero duro y blanquecino de aquel.

—Tienes una marca en tu nalga derecha, ¿qué es?

Al escuchar aquello Philip se movió y se separó de ella. Se volvió y vio el enorme espejo que tras él había y sonrió. Luego la miró y tras besarle los labios hinchados dijo:

—Según decía mi madre, una fresa. Una noche se le antojaron fresas, y como no las pudo tomar, nací con una fresa en el trasero.

—Uf… pues menos mal que no te salió en la nariz.

Aquello le hizo sonreír y agachándose se quitó el preservativo, le hizo un nudo, y tras coger un kleenex que Marta le dio, se limpió y se subió su boxer negro de Calvin Klein, y el pantalón del esmoquin.

—¿Te vas? —Preguntó Marta sin apartar la vista de él y aún sentada sobre el mueble del recibidor.

—¿Quieres que me vaya? —dijo Philip con aquella mirada glacial y su sensual tono de voz.

Convencida de lo que quería, negó con la cabeza y bajándose del mueblecito sin tacones comprobó lo pequeña que se veía al lado de aquel. Pero sonriendo le tomó de la mano y señaló:

—No. No quiero que te vayas. Quiero repetir lo que acabamos de hacer en mi cama. ¿Qué te parece la idea?

Philip con una ponzoñosa sonrisa la atrajo hacia él y murmuró cerca de su boca.

—Me parece una idea estupenda.

«Dios… qué mono está cuando sonríe» pensó al sentir que su bajo vientre se volvía a deshacer.

Philip la cogió en brazos y mientras entraba en el salón ella se separó unos milímetros de él y mirándole a los ojos susurró:

—Pero que quede claro que esto es solo sexo. Algo sin importancia entre tú y yo. Nada de relación. Nada de exclusividad ni reproches. Ambos somos personas adultas y libres para hacer lo que queramos, ¿hay trato?

Al escucharla él la miró. Clavó sus imperturbables ojos en ella. Aquello era el mejor ofrecimiento que le habían hecho nunca. Dispuesto a disfrutar de lo que tenía entre sus brazos asintió besándola.

—Trato hecho, honey.