Cuatro días después, de vuelta en Madrid, en la tienda de Lola Herrera hablaban y comentaban lo bien que lo habían pasado en la feria. Lola estaba muy feliz. Las reseñas que habían salido en los periódicos acerca de sus vestidos eran todas estupendas. Mientras sonreía por el éxito obtenido, Lola observó a través del escaparate que Patricia y Marta llegaban junto a Vanesa. Con alegría se levantó y gritó:
—Pero si aquí viene mi preciosa princesita.
Vanesa al escuchar a Lola, abrió los brazos y la abrazó. Quería muchísimo a aquella mujer. Se profesaban un amor incondicional.
—Ven, tesoro. En la trastienda tengo algo para ti.
—¡Molaaaaaaaaaa! —aplaudió la adolescente.
Marta, dejó los cascos encima de la mesita.
—Hagamos apuestas. ¿Qué crees que le ha comprado esta vez? —suspiró Marta mirando a Patricia.
—No sé. Pero espero que no sea un caballo o no entráis en el piso.
Al escuchar aquello ambas rieron mientras se unían a Adrian, que junto al resto del grupo admiraba las fotos de la feria.
Tras una mañana en la que la locura se instaló en la tienda, Marta se marchó en su moto para hacer unas gestiones en los bancos. Prometió regresar con comida a mediodía. Sobre la una de la tarde la puerta del local se abrió. Y dejando a Adrian y Patricia boquiabiertos apareció un impoluto y bien vestido Philip Martínez. El guiri.
«Uf… cómo está el trajeado» pensó Patricia.
—… qué morbo me da el tío este —susurró Adrian haciéndola reír.
—Philip, qué sorpresa. No te esperaba —saludó con encanto Lola.
El hombre, tras esbozar una agradable sonrisa, se acercó hasta ella.
—Ya lo sé. Pero estaba en Madrid por negocios y mi padre me encargó entregarte un sobre.
Sorprendida por aquello Lola murmuró:
—Ven, pasemos a mi despacho.
Philip, tras mirar a Patricia y a Adrian, y reconocerles como los chicos que conoció en Sevilla, les saludó con la cabeza, y con curiosidad miró a ver si veía a la otra. A la problemática. Pero, al no verla, se dio la vuelta y siguió a Lola.
Media hora después Philip salió del despacho de Lola con unos documentos en la mano. Mientras se despedía de ésta apoyado en el mostrador, la puerta del local se abrió y entró Marta cargada con una bolsa y el casco de la moto en su mano derecha.
—¡Ya estoy aquí! —gritó atrayendo su atención—. He regresado cargada de carbohidratos, grasas saturadas y todo lo necesario para no guardar la línea y ser lo más opuesto a la espectacular y siempre sexy Beyoncé ¿Quién quiere un bocata de chistorra?
—Yo —gritó Adrian corriendo hacia ella—. Ay, nena, eres mi salvación. I love you.
—I love you yo también —se mofó dándole el bocata—. Pero suéltame cuatro eurazos, que este mes ando algo pelada para llegar a fin de mes y me llega el seguro de la moto.
—¿Has traído patatas fritas? —preguntó Patricia.
—Por supuesto —sonrió sin percatarse de que la observaban—. He traído tres raciones de ricas, crujientes y grasientas patatas, rojiblancas. He pasado cerca del bar de Julián el del Atleti y no me he podido resistir.
—Oh, Dios, Marta ¡eres mi heroína! —aplaudió Adrian encantado. Ella sonrió.
Desde el mostrador Philip miró a la recién llegada. Aquella muchacha vestida con vaqueros y una cazadora de cuero negra era la misma que noches atrás llevó vestida de flamenca y hecha un desastre hasta la casa de Lola. Con curiosidad observó a la muchacha. Verla en su ambiente y tan desinhibida le hizo sonreír. No debía de tener más de treinta años y realmente se la veía encantadora.
—Ojú, siquillos. Pasaros a la trastienda —regañó Lola con cariño al ver como todos se tiraban a por la bolsa que Marta llevaba en sus manos. Mientras pensaba inquieta en el extraño sobre que Philip le había dado de parte de su padre y que no podía abrir hasta que él se marchara.
Marta, al mirar hacia Lola, reconoció al tipo que la miraba. «Tierra trágame, ¡el guiri!», pensó. Pero, como si no le hubiera reconocido, se marchó hacia la trastienda con la bolsa en las manos, seguida por sus compañeros. Philip se quedó desconcertado porque ella ni siquiera le había saludado.
—Aquí tienes tu taller también, ¿verdad? —preguntó a Lola.
—Sí. Este es un local bastante grande y lo utilizo de tienda y taller al mismo tiempo —respondió al ver como miraba hacia la puerta del fondo.
—Ah… qué interesante.
Tras un extraño silencio entre los dos, Lola preguntó:
—¿Quieres que te lo enseñe?
Sin perder un segundo, Philip dejó su maletín y asintió. Mientras, al fondo del taller, sobre una enorme y larga mesa, sacaban las cosas que Marta había comprado.
—¿Has visto quien está con Lola? —preguntó Patricia.
—¡El conde! —cuchicheó Adrian.
—Sí. El hombre rana —respondió Marta quitándole importancia.
—¡Benditas ranas! Por cierto, esta tiene unas ancas ¡increíbles! —rió Adrian.
Al verle, le gustara o no, Marta no pudo evitar recordar lo ocurrido la última noche en Sevilla, y sintió morir. ¿Cómo había podido pillarse semejante cogorza?
—Uis nena. Me estás dando que pensar —se mofó Adrian al verla esconderse.
—¿Ocurrió algo que no nos has contado cuando te llevó a casa? —preguntó Patricia.
Marta al escucharles les miró boquiabierta y se apresuró a negarlo.
—No… no flipéis. Me llevó a casa y punto. Vosotros me despertasteis en el sillón, sola y vestida con la misma ropa maloliente con la que debí quedarme dormida. Por lo tanto, no hubo nada de nada —aclaró mirándoles—. Bueno sí… el tacón roto de mis mejores zapatos, un moratón en el trasero y un vestido de flamenca destrozado.
—Qué pena de zapatos. Con la buena imitación de Gucci que eran —dijo Adrian, atacando su bocata de chistorra—. Por Cierto, ¿os habéis fijado en lo impresionante que está con ese traje oscuro?
Marta negó con la cabeza mientras se metía una patata rojiblanca en la boca. Le avergonzaba pensar en la opinión que tendría de ella. Sus encuentros no se podían calificar de cordiales. Más bien de desastrosos. Y el último, vergonzoso.
—Como poco es un Armani —prosiguió Adrian—, la chaqueta, nena, parece que flota y todo.
Pero Marta solo tenía ojos para su hija que comía patatas y sonreía junto a Lolo, un joven aprendiz que trabajaba con ellos.
—No… no me he fijado —respondió—. Ya sabes que los trajeados no son mi tipo.
En ese momento la puerta de la trastienda se abrió y Lola entró junto a aquel tipo. Todos les miraron, pero continuaron comiendo. El hambre apretaba y tenían mucho día por delante. Lola recorrió junto a aquel las dependencias del local. Le enseñó donde tenían las telas para los vestidos, la zona de prueba, la maquinaria y, finalmente, la zona de cosido y Corte de patronaje, que era justamente donde estaban comiendo, entre risas y jolgorio.
Marta al ver que aquel en un par de ocasiones miró hacia Pila, se soltó el pelo y se lo echó a la cara intentando que no la reconociera.
—¿Qué haces mamá? —preguntó Vanesa.
—Pssss, calla hija. Luego te lo explico.
Una vez Lola le hubo mostrado las distintas dependencias, Philip se paró cerca de ellos y dijo en tono grave:
—Que aproveche.
Todos le miraron con una sonrisa y le dieron las gracias menos Marta. Eso le hizo gracia. Aquella descarada que le había mandado a paseo y le había tratado con los peores modales en otras ocasiones, ni le miró. Pero él no estaba dispuesto a que ella se saliera con la suya.
—Marta, ¿estás hoy mejor? —le preguntó para su sorpresa.
«Mierda… mierda… y más mierda, ¿por qué se tiene que acordar de mi nombre?» pensó al sentir como todos la miraban. Finalmente resopló y levantando la cabeza esbozó una prefabricada y forzosa sonrisa.
—Sí, gracias, señor… señor…
«Joer… cómo se llamaba este tío» pensó con rapidez. —Rana. Para ti, Señor Rana —se mofó él al recordar cómo le llamó.
Lola, al escucharle, se sorprendió. Conocía a Philip desde hacía años y nunca había destacado precisamente por su sentido del humor. Al revés. Demasiado recto e inglés para su gusto. A diferencia de su padre, que siempre sonreía.
Marta, horrorizada por como todos la observaban en espera de explicaciones, y la primera su hija, contestó para zanjar el tema:
—Discúlpeme señor. Creo que la otra noche en Sevilla la bebida me traicionó. En fin, le agradezco su ayuda… y eso… pues que gracias por llevarme a casa de Lola.
—No fue nada —rió aquel al verla roja como un tomate.
Pero de pronto la voz de la joven que estaba junto a ella captó su atención.
—¿Habías bebido? Mamá, ¿desde cuándo bebes? ¿Y qué es eso de que este guiri te llevó a casa de Lola?
«Trágame tierra ¡pero ya!» suplicó Marta al oír a su hija.
«¡¿Mamá?!» pensó Philip al escuchar a la muchacha.
Incrédulo por lo que había escuchado, Philip pasó su mirada de la joven que conocía, a la muchacha que la acababa de llamar mamá. ¿Cómo podía ser aquella su hija?
—No bebo, cariño. El otro día…
Pero Vanesa no la dejó terminar.
—¡Esto es increíble, mamá! Te pasas media vida dándome la tabarra para que no beba en las fiestas de mis amigos y que no me deje acompañar por ningún chico. Y ahora voy yo y me entero que bebes y que te acompaña a casa un desconocido. ¡Oh, genial mamá! Genial.
Philip, sin entender absolutamente nada, decidió salir en defensa de Marta, y mirando directamente a los ojos a la muchacha preguntó:
—Disculpa jovencita, ¿cómo te llamas?
Al ver la mirada que aquella le dedicó, Philip se convenció, «es su hija».
—Vanesa —respondió con descaro.
Philip, sin amilanarse, clavó su imperturbable mirada sobre ella.
—Encantado de conocerte Vanesa, pero creo que te estás confundiendo. Tu madre no bebió. Un camarero le tiró encima una bandeja de copas y Lola me pidió que la acompañara a su casa. No hubo nada más. No sé de dónde has sacado que ella bebió y que mi compañía fue algo más que un simple favor. Por cierto, ¿cuántos años tienes, jovencita?
—Dieciséis. En pocos días diecisiete, ¿por qué?
Cada vez estaba más sorprendido de que aquella fuera hija de la mujer que le miraba con gesto agradecido.
—Porque quería decirte que me parece muy bien que tu madre te aconseje en referencia a la bebida y los chicos. Eres demasiado joven y estas en edad de merecer los consejos de tus padres. En especial de tu madre —le dijo.
Lola, al escuchar aquello, no dijo ni mú. ¿Qué era eso de que Philip había acompañado a Marta a su casa? Pero, consciente de cómo Vanesa miraba a aquel, decidió intervenir antes de que la muchacha soltara alguna de sus frases reivindicativas adolescentes.
—Muy bien dicho, Phil. Nuestra Vanesa necesita que alguien le diga las cosas y su madre lo único que hace es aconsejarla —y mirando a la muchacha señaló—. Creo, miarma, que le debes una disculpa a tu madre por haberte precipitado, ¿no crees?
La muchacha, al escucharla, torció el gesto y resopló. Estaba harta de que siempre todos la aconsejaran. Pero, tras mirar a su madre, sonrió y con pocas ganas susurró delante de todos:
—Vale. Lo siento, ¿me perdonas?
—Claro que sí, mi amor. Siempre —dijo abrazándola.
—Ay, nenas… me encantan estos momentazos —susurró conmovido Adrian con lágrimas en los ojos.
Sorprendido por aquel descubrimiento Philip contempló cómo se abrazaban. Ahora que se fijaba más en ellas, vio el razonable parecido. Ambas eran igual de altas, morenas, pero la más joven tenía los ojos más claros, mientras que su madre los tenía oscuros como la noche.
—Bueno, me tengo que marchar al aeropuerto —murmuró Philip mirando el reloj.
—Te acompaño hasta la puerta —dijo Lola caminando a su lado.
Marta, incapaz de moverse de donde estaba, levantó la mano como el resto del grupo y se despidió. Sabía que debía de agradecerle varias cosas, pero tras ver como había mirado a su hija, pensó que era mejor no moverse. Ya se lo agradecería si volvían a coincidir.
—¿Quién es ese trajeado? —preguntó Vanesa al verle desaparecer.
—¡Un conde! —cuchicheó rápidamente Adrian. —Y un tipo que está muy, pero que muy bien —asintió Patricia.
—Y también forrado de euros y glamour —apostilló Adrian.
Marta al escucharles sonrió, y mirando a su hija dijo:
—Es el hijo de uno de los clientes de Lola. Sé poco más.
—También era tu rana. Por cierto, si no la quieres, ¡me la pido! —se mofó Patricia.
—¡¿Rana?! Uiss nenas, pues yo quiero una rana así para mi uso y disfrute. Y sin dudarlo con una calabaza como la que conducía, ¡qué morbazo de tío! —exclamó Adrian.
—¿Tu rana? ¿Calabaza? ¿Pero de qué habláis? —preguntó Vanesa con picardía.
—Tonterías de tus tíos, cariño. Tú, ni caso. Ya sabes que están como dos auténticas chotas —respondió Marta haciéndoles reír.
Pensar en que un hombre como aquel se fuera a fijar en ella era una utopía. No había que ser muy listo para saber que aquel se codeaba con otro tipo de mujer. Como rana momentánea podría haber estado bien. Ella no quería nada serio y él tampoco. Pero aquel tema quedaba zanjado. Era lo mejor.
—Vamos a ver, nenas. O pincháis patatas rojiblancas o me las ventilo yo sólito en un santiamén —dijo Adrian.
Tras aquello todos pincharon del plato y continuaron bromeando y riendo.