La noche en Sevilla se volvió más fresca. El grupo de Lola tras pasar por la casa de ésta, ver a Vanesa, que al final se marchó a dormir con una de las amigas y cambiarse de vestidos, llegó de nuevo al Real dispuesto a pasarlo en grande. Para la noche Marta se puso un vestido en color azulón con topos grandes blancos y una flor blanca en la cabeza. Para aplacar la bajada de temperatura se echó un precioso mantón de manila en tono blanco por los hombros. Estaba preciosa.
Nada más llegar a la caseta del amigo de su jefa, los hombres de la noche anterior las sacaron inmediatamente a bailar. A las tres de la madrugada estaban agotadas y con los pies destrozados.
—Creo que es hora de tomarse un caldito con su hierbabuena. ¿Os apetece, niñas? —preguntó Lola a las muchachas.
Asintieron, agotadas y derrengadas de tanto bailesito. Adrian y Lola se levantaron, quedando ellas dos solas en las sillas.
—Dios… el juanete del pie derecho me va a explotar —se quejó Patricia.
—Calla… que la tirilla del tanga, me está dando una noche fina —rió Marta.
Pero de pronto Patricia murmuró:
—No me lo puedo creer, la madre que lo parió…
—¿Qué pasa?
Con gesto risueño Patricia exigió con rapidez:
—¡Sonríe! ¡Sonríe!
—¡¿Cómo?!
—Dientes… dientes, ¡pero ya!
Rápidamente Marta se calzó una de sus maravillosas sonrisas pero volvió a preguntar:
—¿Me puedes decir qué narices pasa?
—Uis Marta. No mires para la puerta. El impresentable del Musaraña acaba de llegar agarrado del brazo de una churri de lo más barriobajero.
«Mi ex, ¿aquí?» pensó Marta volviéndose hacia la puerta. Y casi gritó cuando le vio saludando a uno de los amigos de Lola. En los años que habían sido novios, él había asistido con ellos a la feria de abril y le conocía.
—La madre que lo parió —dijo Adrian uniéndose a ellas con tres vasitos de caldito. Lola se había quedado en la barra hablando con unos amigos—. ¿Habéis visto quién ha llegado con un grupo de cutrosos?
—Sí, hijo sí. El Musaraña —asintió Patricia con gesto grave.
Marta volviéndose con gesto de horror miró a sus amigos.
—¿Por qué? ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Qué hace él aquí?
—Uis nena, está claro. Aprovecharse de los contactos que hizo cuando estaba contigo. Gracias a ello le han dejado pasar a esta caseta, ¡será caradura!
—… de momento no te ha visto. Pero no creo que tarde mucho —susurró Patricia—. Si se acerca a ti, por favor, dale una patada donde más duele o se la daré yo. Te lo juro.
Eso hizo reír a Marta, quien tras retirar el caldito con hierbabuena de su lado bebió del rebujito que tenía delante para calmarse. Diez minutos después reía con sus amigos mientras la música y el calor de la caseta hacía que todos los asistentes bailaran y bebieran como cosacos.
—¡Te acabas de beber mi JB! —acusó Adrian.
—Lo sé… lo sé, pero es que lo necesito —sonrió Marta.
—¡Ehhhh, Marta nuestra canción! ¿Vamos a bailar? —gritó Patricia muerta de risa.
Sonaba la rumbita «Lloraré las penas» del rubio Bisbal y como locas comenzaron a mover el esqueleto junto a dos morenazos de muy buen ver que las sacaron a bailar.
Marta suspiró. Su ex no le quitaba ojo. Estaba tan guapo como siempre y aunque una parte de ella deseó correr hacia él, ni se movió. Ese impresentable se la volvería a jugar como ya había hecho en otras ocasiones.
—Ni le mires, que te ha visto —murmuró Patricia.
—Sí, ya me he dado cuenta —asintió Marta bebiéndose de golpe un nuevo rebujito que Adrian le acercaba—. Pero para mí ya sabes que está más muerto que el pescaíto frito que nos cenamos ayer. Por lo tanto, muerto y enterrado.
—No te quita ojo el muy ladrón —espetó Adrian.
Con una sonrisa picaruela, Marta se volvió en un requiebro y tras mover los hombros al mejor estilo rumbero dijo tras mirar a su exnovio.
—Que mire… que mire y vea lo que ha perdido —y con un simpático gesto gritó tras trincarse la cerveza de Adrian—. |Qué viene el estribillo, canta conmigo!
Y junto a varias personas más cantaron:
«Lloraré las penas de mi corazón enamorado. Sufriré el lamento de este corazón ilusionado. Pero no te voy a perdonar. Yo sé que no volveré a pecar. Esas viejas trampas no funcionaránnnnnnnnnnnnn».
Durante el resto de la noche Marta se divirtió junto a sus compañeros. Por suerte para ella, su ex ni se le acercó. Se limitó a lanzarle las típicas miraditas made in Musaraña, pero al final al ver que aquella no se le acercaba, se marchó con el grupo que había llegado. Incluida la rubia que sujetaba por la cintura.
Con varias copas de más Marta y Patricia, sentadas al fondo de la caseta hablaban de sus cosas.
—¿De verdad le dijo eso a Vanesa?
—Sí. El muy merluzo se tomó la licencia de darle ¡a mi niña! un paquetito con hachís para que se lo llevara al hermano de un amigo que ella iba a ver. ¿Te lo puedes creer? Pero le trinqué por la pechera y le eché de mi casa. ¡Mi casa! —asintió Marta achispada—. Y si no es por Vanesa, te juro que le habría pateado el culo allí mismo. Es un desgraciado y no se merece que desperdicie un solo minuto más de mi tiempo pensando en él.
—Tienes razón —asintió Patricia.
—Y si prefiere a esa rubia tintada antes que a mi moreno natural ¡que le den morcilla! —dijo tras acabar con su Bacardi con Coca-cola.
—Totalmente de acuerdo, pero oye… yo soy castaña tintada también.
Marta al escucharla sonrió, y dijo a modo de disculpa:
—Sí, Patri, pero tu color es más natural, ¿dónde va a parar?
—Tienes razón, ¿dónde?, ¿dónde va a parar? —respondió Patricia divertida.
En ese momento Marta se llevó las manos a la cabeza y murmuró tras un lamentoso quejido:
—Lo malo de todo es que el Musaraña era tan monooooooooooooooooo. Me gustaba salir con él los domingos a hacer rutas con las motos y… y…
Pero Patricia no la dejó terminar y tras dejar con rapidez su rebujito a un lado y abrazarla le susurró al oído:
—Vamos a ver. Cuantas veces nos hemos dicho la una a la otra que ningún tío se merece nuestras lágrimas.
—Muchas… Demasiadas, creo.
—No seas tonta. Olvídate de él, y que se busque otra víctima. Tú ya lo has sido durante muchísimo tiempo. ¡Acaso has olvidado cómo ese chuleta de pacotilla te dijo que se iba de viaje de trabajo y luego nos lo encontramos en la terraza del Buda! O cuando tú habías planeado todo el viaje para ir a la quedada de Pingüinos y él te dejó tirada y se fue con un grupo suyo de amigos. ¡Oh! Por favor, ¡despierta ya!
Marta, al recordarlo, se secó las lágrimas y asintió, pero Patricia continuó:
—O la vez que te llamó para decirte que no te podía acompañar a la fiesta de carnaval porque estaba en Bruselas, y el muy… muy desgraciado estaba en Canarias, en los carnavales con sus amigotes.
—Sí, la verdad es que he hecho el tonto con este tío como nunca en mi vida —murmuró al recordar aquello.
—Por eso querida mía, debes hacer lo que yo siempre hago: «A rey muerto, rey puesto» y aquí, esta noche, hay una cantidad de reyes increíbles.
—¿Qué me estás queriendo decir con eso?
—Que te lances. Que te desmelenes. Que dejes de lamentarte. Que no dejes para mañana lo que puedas disfrutar hoy.
Que el idiota del Musaraña no es el único hombre en la tierra que te hará tener un orgasmo alucinante. Que hay otros hombres mucho mejores que ese y que estoy segura de que estarán encantados de conocerte.
—Pero Patricia —resopló Marta—, lo que menos me apetece es volver a conocer a nadie y mucho menos volver a contar mi vida. ¡Es patética!
—No es patética. Pero me lo parecerá si vuelves a decirlo, ¿entendido?
—Vale.
—Creo que debes de dejar de buscar al príncipe azul, ¿aún no te has dado cuenta que el mundo está lleno de ranas?
—Y sapos, que es peor —asintió Marta cogiendo el rebujito de su amiga.
—Exacto… ranas y sapos ¿Cuál es la diferencia?
—Prefiero las ranas. El sapo me da más asquito.
—Perfecto. Pues a partir de ahora jugaremos al juego de la rana.
Sorprendida por aquello, Marta dio un trago del rebujito y con una sonrisa preguntó:
—¿Cuál es el juego de la rana?
Con una pícamela sonrisa en los labios contestó Patricia:
—Como el de la oca. Pero esta vez se dice: de rana en rana y busco otra porque me da la gana.
—Ah… pensé que era de rana en rana y me tiro otra porque me da la gana.
—Mujer… pretendía ser más flaca y elegante —se carcajeó aquella.
—El problema Patri, es que yo no soy así. Soy rematadamente decente y tonta.
—Pues tienes que intentar ser algo indecente, principalmente por ti. Necesitas pasarlo bien, sin exclusivas y sin compromisos. Y eso, querida, solo lo lograrás buscando una rana que te haga sonreír y no un principito celeste que te quite to er sentío común.
Al decir aquello ambas se carcajearon y fueron a la barra a pedir otro rebujito.
—Mira, allí están Adrian y Lola. Vayamos con ellos. Marta asintió.
—Sí, pero antes tengo que ir al baño. Tengo el desagüe a rebosar.
Medio achispada, Marta se dirigió hacia el baño de la caseta. Como era de esperar, una enorme fila de mujeres esperaban su turno. Juntando sus piernas, se apoyó en la pared y pidió la vez.
«Uf… qué habré bebido» pensó al sentirse mareada.
Diez minutos después, aquello no se había movido y no podía aguantar más. Por ello sin importarle nada, se dio la vuelta y abrió la puerta del servicio de caballeros. Con cuidado miró. No había nadie. Entró a toda prisa y se encerró en uno de los aseos.
«Qué me meo… que me meo… Uf… ¡qué asco de tíos! Todos apuntan fuera» pensó al ver el baño sucio.
Escaló al retrete como pudo. Se subió el vestido de gitana y se bajó las medias y el tanga, y haciendo equilibrismos se puso de cuclillas. Pero claro, estaba tan incómoda que el chorrillo se desvió, y terminó bajándole por la pierna.
—¡Mierda… mierda! —gritó molesta.
Con rapidez se bajó de la taza y, sacando de su bolso un kleenex, se limpió.
«¿Por qué me tiene que pasar ahora esto? Lo odio» pensó molesta. Cuando iba a salir, la puerta se abrió y oyó a dos hombres hablar. Volvió a encerrarse en el aseo para intentar que no la pillaran.
—¿Cuándo irás para Bruselas?
«Vaya, otro que va a Bruselas» pensó Marta con una sonrisilla tonta.
—Al final, dentro de dos semanas. Jonas y McKerrigan han pospuesto la reunión. Por lo visto tenían problemas con la fabricación de una de las piezas y primero querían resolver el problema.
—Casi nos viene mejor, Phil. Por cierto, ¿qué tal se quedó tu padre en Londres? Sé lo importante que para él es la feria.
Tras cruzar una mirada más que expresiva entre ambos, el otro comentó:
—Se quedó gruñendo. Sigue convaleciente de su operación de rodilla. Se empeñó en venir, pero no se lo permití. Ya vendrá el año que viene.
Tras un momento de silencio entre ellos, dijo:
—Me alegro que por fin rompieras lo tuyo con Juliana.
—Lo sé, Marc. Pero prefiero no hablar de ello.
Bastante tenía con verla en la prensa todos los días hablando de su ruptura.
—Lo entiendo. Pero he oído que…
—Sí. Está embarazada. Pero no es mío y estoy tranquilo. Como era de esperar, una más que quiere que sea el padre de su hijo por dinero.
Al decir aquello se le erizaron los pelos. Sabía que Juliana sacaría esa noticia en portada y pronto todos los periódicos ingleses publicarían aquella mentira. Algo que le molestaba. No era la primera que le acusaba de dejarla embarazada siendo mentira.
Aquello llamó la atención de Marta y abrió un poquillo la puerta para cotillear. Quería ver quién era el que tenía acento extranjero. La voz le sonaba.
«No me lo puedo creer, ¡el guiri otra vez!» pensó incrédula.
—Vamos a ver, ¿qué tienes tú para que estén todas deseando pescarte?
Philip le miró y lavándose las manos aclaró en tono jocoso:
—Dinero, ¿te parece poco?
Ambos rieron y el más rubio dijo:
—Lo malo de todo esto es que conocemos a Juliana, Phil. Ella intentará volver contigo.
—Lo sé. Pero esta vez no hay vuelta atrás. Mi nivel de transigencia con ella ha rebosado. La perdoné en otras ocasiones, pero hace meses que lo nuestro acabó. Siete años juntos son muchos años para saber que odio el engaño y la mentira. Y más aún una mentira tan terrible como la de su embarazo. Por ello, amigo —dijo con una sonrisa divertida, mientras se lavaba las manos—, creo que lo mejor es seguir utilizando mi agenda de contactos y pasarlo bien con otras, sin compromiso alguno. Me lo merezco, ¿no crees?
—Excelente idea. Ya sabes de oca a oca… —rió Marc dando al botón del secador.
Segundos después aquellos dos desaparecieron del baño y Marta, abriendo la puerta del aseo, salió y mirándose en el espejo pensó «Vaya… otro jugador. Él de ocas y yo de ranas».
Cuando salió del baño de los hombres, Marta miró a su alrededor hasta que localizó al jugador de ocas. Dirigiéndose directamente hacia la barra, pidió otro rebujito mientras le escaneaba con disimulo por detrás. Era alto, rubio y, por como se le ajustaba la americana a la espalda, intuía que debía machacarse de lo lindo en el gimnasio.
«Bien, lo opuesto a mí. Odio los gimnasios y los rubios», pensó mientras le observaba. Tenía largas piernas y por su forma de apoyarse en la barra, intuía que no era bailón.
—Venga… venga… guiri date la vuelta que ahora que no me miras quiero verte —murmuró dando sorbos a su rebujito.
Como si la hubiera oído, aquel se volvió para sonreírle a una chica y Marta exclamó satisfecha.
—Vaya… eres una rana más mona de lo que recordaba. Aunque no lo suficiente como para que yo me cuelgue por ti.
—¿Con quién hablas? —preguntó Patricia que en ese momento fue hasta ella.
Marta, con una mirada divertida y achispada le señaló el hombre y dijo:
—Creo que he encontrado mi primera rana.
Patricia, siguiendo el dedo de aquella, se sorprendió al ver al hombre que le indicaba.
—¡Guau, pedazo de rana! Aplaudo tu decisión. Es más, si no la quieres tú, la quiero yo —pero al fijarse en él susurró—: Oye… pero ese no es el tipo con el que discutiste la noche que… el que se parecía a Ronan Keating…
—El mismo que viste y calza —asintió divertida.
Boquiabierta, Patricia miró a su amiga.
—Vamos a ver, alma de cántaro, ese tipo tiene todo lo que no te gusta en un hombre. Rubio, trajeado, incluso parece culto, algo que, perdóname, pero dista mucho de lo que es el Musaraña. ¿Por qué él?
—Porque es diferente —sonrió satisfecha—. Justo lo que necesito.
Patricia, sorprendida por cómo le miraba, dándose la vuelta dijo a su amiga:
—Ese tío está cañón… pero cañonazo, y a ti te gustan más desgarbados y latinos. Joder, Marta, ¡ese pollo está buenísimo!
—Lo sé. Demasiado bueno y almidonado para mí —suspiró, al reparar en el traje, la corbata y su pelo perfectamente peinado.
Al ver la sonrisa de aquella, que no planeaba nada bueno, Patricia preguntó:
—¿Realmente crees que es lo más recomendable para este momento?
Marta le contó lo que había escuchado en el baño y su amiga dijo con rotundidad:
—A por él. Pásalo bien y ya sabes… de rana en rana y…
Pero no pudo terminar, Lola se acercó hasta ellas y al ver a Marta preguntó:
—Ojú mi arma ¿Has bebido de más?
—¡Qué va… cuatro copichuelas de nada! —contestó esta.
Apreciaba mucho a aquella mujer. Siempre se había comportado como una madre, y sin ella, sin su inestimable ayuda, nunca habría podido salir adelante.
—Ay, mi niña. Me ha dicho Adrian que el impresentable de tu ex ha aparecido por aquí ¿es cierto o nuestro Adrian también está afectadillo? —preguntó la mujer.
—No, Lola… no está cogorza. Ese innombrable ha tenido la poca vergüenza de venir hasta aquí y dejarse ver —cuchicheó Patricia.
Tras maldecir y entender el porqué de cómo se encontraba Marta, Lola dijo con cariño:
—Recordarme que para el año que viene, deje dicho que a ese impresentable se le excluya de la caseta donde nosotras vayamos a estar.
Al escucharlas Marta sonrió. Aquellas dos mujeres la conocían como nadie y sabían lo mucho que había luchado por aquella relación.
—Bueno… bueno… dejad de cotillear como dos cotorras y pasémoslo bien. ¡Esto es una fiesta! ¿No? —dijo Marta comenzando a bailar como una descosida.
—Por cierto, jefa ¿conoces al rubiales almidonado del traje gris marengo? Nos suena pero no sabemos quién es —preguntó Patricia ante la reprochadora mirada de su amiga.
Lola, colocándose las gafas que llevaba colgadas al cuello lo miró y dijo:
—Ese es Philip Martínez. El hijo de un buen amigo.
—¿Philips? ¿Se llama cómo las pilas alcalinas? —preguntó Patricia haciendo reír a Marta.
—Philip… niñas… Philip. Felipe en español, aunque él es inglés —rectificó Lola—. Su madre, que en paz descanse, era inglesa. Por cierto una mujer monísima y con un estilo increíble.
—Mmmmm, tiene nombre de aburrido —sonrió Marta—. ¡Me encanta!
Lola la conocía muy bien y mirándola indicó.
—A ti no te gustan los rubios, corazón mío, y beber nunca te sentó bien, miarma.
—No, Lola, no ha bebido… ha absorbido —se guaseó Patricia.
Pero Marta no las escuchaba.
—Mmmmm… es todo lo opuesto al Musaraña. Alguien con el que me aburriré hasta la saciedad y del que nunca me enamoraré por soso y encorsetado. El candidato perfecto para cuatro polvetes, ¿no crees, Lola?
—Ojú, ¿pero qué dices? Patricia, tenemos que sacar de aquí a Marta ahora mismo, ¿tú has visto como está? —murmuró la mujer escandalizada.
Pero Patricia no la escuchó y algo achispada también por los rebujitos respondió a su amiga.
—Déjame decirte, guapa, que ese tiene de soso lo que yo de monja. Seguro que le despeinas, le quitas el traje y sale de él una fiera increíble.
—¡Virgencita! Callad las dos, os puede oír alguien —sonrió Lola—. Patricia, busca a Adrian y llevad a Marta a mi casa. En su estado no puede seguir aquí.
—Lola… Lola… ¿Qué estado? Pero si estoy fantásssssticcccaaaaaa —rió Marta como una boba.
Patricia asintió de inmediato y se fue en busca de Adrian. Lola cogió a Marta del brazo y la hizo sentar en una silla, con tal mala suerte que chocó con uno de los camareros y se le cayó directamente encima la bandeja repleta de bebidas. Su primera reacción fue maldecir como una posesa por como aquel le había puesto, pero al ver la cara de susto del camarero y su vestido de flamenca empapado de rebujitos, comenzó a reír atrayendo las miradas de todo el mundo.
—Lo siento… de verdad —se disculpó el camarero.
—No pasa nada hombre, esto lo meto yo en la lavadora ¡y listo!
Lola la miró con gesto de horror y cogiendo unas servilletitas de la barra comenzó a limpiarla.
—Oh, cariño, te has puesto fina.
—Tranquila, Lola —se carcajeó Marta—. Pero no enciendas una cerilla, o exploto por la cantidad de alcohol que llevo dentro y fuera del cuerpo. Maldito Musaraña, ¿por qué? ¿Por qué ha tenido que venir aquí?
En ese momento la voz varonil y con acento extranjero que Marta ya había escuchado en otras ocasiones se acercó hasta ellas. El hombre, muy caballeroso, con rapidez se quitó la americana y se la tendió.
—Tome, señorita. Está empapada. Póngase mi chaqueta.
—Anda mi madre ¡si eres tú! —chilló cómicamente Marta al verle.
—Sí, señorita. Soy yo —respondió aquel ante la mirada expectante de Lola.
Con una sonrisa divertida, Marta le miró.
—Mejor no me dejes tu carísima chaqueta hombre rana o arderá conmigo. En este momento estoy en fuerte peligro de inflamación.
Eso le hizo sonreír, aunque no entendió eso de «hombre rana». Lola, mirándole, dijo con gesto contrariado:
—Discúlpala, Phil. Ella no bebe. Pero hace poco rompió con su novio y…
—Cierra ese piquito de oro, Lola, o te lo grapo yo. Mis miserias no le interesan a nadie y menos a este guiri… —regañó Marta con una mirada vidriosa.
—Vale… vale. Tesoro, él es Philip Martínez.
La muchacha con guasa le miró y él con elegancia dijo:
—Encantado de volver a conocerla, señorita.
Desconcertándole, Marta saltó para horror de Lola.
—No digas tonterías hombre por Diosssssss, ¿cómo puedes estar encantado de volver a conocerme con estas pintas? No mientas, rana con nombre de pila —rió tontamente mientras pensaba «… qué acabo de decir para que me mire así».
Philip, al escuchar cómo le había llamado, la miró extrañado. ¿Rana con nombre de pila? Pero tras cruzar una mirada con Lola que le pidió que las dejara a solas, se volvió, se puso su americana y siguió hablando con su amigo Marc.
—¡¿Qué he dicho?! —preguntó extrañada.
—Ay, niña. Le has llamado ¡rana con nombre de pila! —se carcajeó Lola sin poder evitarlo—. Si la prensa lo escuchara, no quiero ni pensar los titulares.
—¿La prensa? ¿Qué tiene que ver la prensa en todo esto?
Lola mirando a ambos lados observó que nadie las escuchaba y dijo:
—Philip es hijo de un amigo mío y una difunta condesa inglesa.
—¿El guiri es conde?
—Pssss…, calla miarma…, calla.
Boquiabierta, Marta miró en su dirección y se sorprendió al ver que aún la observaba. Con rapidez se llevó la mano la cabeza y con un gesto cómico resopló:
—Ostras… ¡No me digas!
En ese momento llegaron hasta ellas Adrian y Patricia. —Vamos a ver, nena ¿desde cuándo bebes para afuera en vez de para adentro? —le dijo Adrian chasqueando la lengua. Todos rieron hasta que Lola indicó:
—Creo que debéis llevarla a casa. Yo me quedo un ratito más. Estoy hablando con alguien que nos interesa para el negocio.
—¿Sabéis? —cuchicheó Marta mirando a sus amigos—. El guiri, el rubiales ese con el que siempre discuto… ¡es conde!
Al escuchar aquello Adrian lo comprendió todo. Le conocía de haberle visto en las revistas del corazón.
—Es verdad… ya sé quién es. Ese tío le vi en… —comenzó a decir.
Pero Lola no le dejó acabar y empujándoles con delicadeza les hizo salir de la caseta. Cinco minutos después Marta, Adrian y Patricia salían del Real. Llegaron hasta una parada de taxis y, como suele ocurrir cuando se necesitan, no había ni uno.
—Gracias a Dios que Vanesa hoy no duerme en casa de Lola —susurró al recordar a su hija. Hubiera sido vergonzoso que la encontrara así.
—Uf, nena… estás verde y con una toña de no te menees —dijo Adrian mirándola.
Marta, asintió. Por cómo se sentía debía de estar de todos los colores. ¿Pero qué había bebido?
—Menos mal que no estamos en Madrid y no tienes la moto. Tal y como vas, no hubieras podido llevarla de vuelta —señaló Patricia.
—Uf… calla… calla ¡Menudo garrafón que nos han dado en esa caseta! —boqueó esta sintiéndose cada vez peor.
—¿Garrafón? ¿Qué nos han dado garrafón? —rió Patricia—. No, cariño… es que has bebido esta noche como una auténtica cosaca. Tan pronto bebías rebujitos como JB con coca-cola… entre otras cosas.
En ese momento se escuchó el suave motor de un coche. Ante ellos paró un increíble Porsche 911 gris biplaza.
—Buenas noches, ¿necesitan ayuda?
Los tres se agacharon para ver quién hablaba y se sorprendieron al ver que aquel era Philip Martínez. ¡El conde! Pero antes de que ninguno pudiera decir nada, Marta se dio la vuelta y metiendo la cabeza casi en la papelera que había al lado de la parada de taxi, vomitó.
—Uy, nena… que desperdicio de JB —señaló Adrian.
Al ver aquello Philip paró el coche. Miró a ver si había prensa alrededor y, tras comprobar que no, salió del vehículo. Se paró frente a una pálida y desconchada Marta y dijo en tono burlón:
—Vaya, vaya, nunca había ocasionado esta reacción en una mujer.
—Vete a paseo, gracioso —gritó ella desde su posición.
Patricia, horrorizada, miró a Adrian que se encogió de hombros. Los tres permanecieron frente a Marta hasta que ella pareció recuperar el color en el rostro y, enfadada como en sus mejores momentos, se volvió hacia el hombre que le tendía un pañuelo.
—¡¿Qué pasa contigo?! ¡¿Te gusta ver lo que estoy haciendo?!
Sorprendido por aquello, la miró y dijo:
—No, señorita. Solo pensé que le podría venir bien un poco de ayuda. —Respondió mientras ella se limpiaba la boca con uno de los volantes blancos del vestido sin querer coger el pañuelo.
Patricia reaccionó con celeridad. Sacó el móvil de su bolso, aunque ni siquiera había sonado, y ante la mirada de todos, gritó como una loca:
—¡¿Que Oscar está en el hospital?!… Ahora mismo vamos Adrian y yo para allá.
Adrian, sin entender nada, miró a Patricia, que levantaba la mano para detener el único taxi que apareció por allí, y sin dejarle hablar le dijo a Philip apresuradamente:
—Por favor, acércala a casa de Lola ¿sabes dónde es? —Este asintió, aunque no estaba muy seguro—. Tenemos que ir de urgencias al hospital. Un primo segundo mío se ha caído por unas escaleras y está muy grave.
—Pero, nena… —protestó Adrian. ¿Qué estaba diciendo?
Pero Patricia le empujó al interior del taxi y tras guiñarle el ojo a su amiga, que la miraba incrédula y boquiabierta, se marchó.
Parada en la acera, vestida de flamenca y con la flor caída en medio de la frente Marta miró el taxi y después al hombre que frente a ella la observaba con cara de malas pulgas. Tras cerrar los ojos y resoplar, se enfrentó a él.
—Vamos a ver, señor Rana. A mí me apetece tan poco como a ti que me acompañes, por lo tanto, métete en tu preciosa calabaza que yo sólita sé buscarme un taxi, ¿entendido?
—No.
—¡¿Que no?! —gritó ella.
Y antes de que pudiera decir nada más, él abrió la portezuela del coche, la metió dentro y la cerró. Una vez él se sentó en su asiento, se inclinó sobre ella para ponerle el cinturón y arrugó la nariz. Olía fatal.
«Oh, Dios… qué bochorno ¡doy asco! Debo oler a Eau de Alcohol» pensó al ver el gesto de aquel. Sin querer decir nada, comenzó a tocar todos los botones de su puerta, hasta que la ventanilla se abrió y entró el aire.
—¿Dónde te llevo? —preguntó con seriedad.
Retirándose con enfado la flor de en medio de la frente, le miró ofendida y gritó.
—¡A casa de Lola! ¿Dónde si no? ¿A la tuya, abusón?
Philip la miró molesto. Eso sería lo último que haría.
—Nada más lejos de mi intención.
Aquella gruñona era realmente desagradable y, tras abrir la ventanilla de su lado para que corriera el aire, dijo:
—Si eres tan amable de recordarme la dirección, mi calabaza y yo te llevaremos hasta allí. ¿Te parece bien?
«Oh Dios… soy patética,» pensó horrorizada.
Sin querer mirarle y demasiado mareada para continuar discutiendo, le dio la dirección, y, descansando su cabeza en el reposacabezas de cuero del coche, cerró los ojos y dejó que el aire le diera en la cara. Poco después, y antes de lo que a ella le hubiera gustado, el coche se paró.
—Ya hemos llegado.
Abriendo los ojos de golpe, Marta asintió al ver la urbanización de Lola. Abrió la puerta del coche para salir, pero por más que lo intentaba, algo la sujetaba.
—¡Joder!… No puedo salir.
—Si te estás quieta un segundo te desabrocharé el cinturón de seguridad antes de que lo estalles o te cortes el cuello —protestó él.
«Madre mía, madre mía… que melopea por todo lo alto que llevo» caviló.
Tras resoplar horrorizada, se sentó recta en el asiento y él, dando a un botón, hizo saltar la seguridad del cinturón y por fin quedó libre. Marta salió del coche con torpeza peleándose con el vestido de flamenca. Cuando fue a cerrar la puerta, metió un tacón en un agujero de la alcantarilla y chilló al caer de culo contra el suelo.
«Por Dios, qué mujer más torpe», pensó Philip que paró el motor del coche para salir a ayudarla.
Pero cuando rodeó su coche y la vio muerta de risa en el suelo, con el zapato roto en la mano, el vestido de volantes destrozado y la flor entre los ojos, no pudo por menos que sonreír. Y, apretando el mando de su coche, lo cerró y dijo:
—Anda, venga. Te llevaré hasta el piso de Lola. Estoy seguro de que si te dejo aquí, hoy no llegas a ningún lado.
Sin poder parar de reír y a saltitos por la falta de tacón, llegaron hasta su portal donde tras intentar varias veces abrir, fue finalmente Philip quien le quitó las llaves y abrió. En el ascensor ella se apoyó en el cristal y éste, al ver que se escurría, la sujetó al momento, aunque terminó tomándola en brazos.
—Mmmm. ¡Hip! Qué bien hueles —susurró apoyando la cabeza en su cuello. Olía a hombre, a una esencia muy varonil.
Tras mirarla durante unos segundos con su fría mirada azul, él respondió:
—Lo siento, pero no puedo decir lo mismo de ti.
Al escuchar aquello Marta levantó de golpe la cabeza, le miró con ojos vidriosos y gruñó.
—Eres una rana muy… muy desagradable, ¿lo sabías?
—No. Nunca me lo habían dicho —y frunciendo el ceño preguntó—. ¿Por qué me llamas continuamente rana?
—Porque para mí eres una rana. Ni más, ni menos.
Phil encogiéndose de hombros aún con ella en brazos finalmente asintió.
—Bueno. Podría ser peor.
—Sí ¡Hip!… Podrías haber sido una rata. De esas que corren por las cloacas.
Conteniendo la risa Phil cuchicheó:
—Entonces me siento halagado de pertenecer a la familia de la rana Gustavo.
Cuando el ascensor paró, Philip dejó a Marta en el suelo para abrir la única puerta que había en aquel descansillo. De pronto una extraña bola de pelo negro apareció y comenzó a ladrar.
—Oh… Feo, no ladres, por favor. ¡Me va a explotar la cabeza! —protestó Marta al oírle.
—¿Feo? ¡¿El perro de Lola se llama Feo?! —rió el hombre al ver aquel perro negro, con más lana que una oveja, y realmente feo.
—No es de Lola. Es mi perro. Y sí… ¡Hip!… se llama Feo ¿algo que objetar?
Levantando las manos a modo de disculpa, contestó:
—No… no, por favor. Nada más lejos de mi intención.
Tras mirar de nuevo al animal que movía el rabo sin cesar sonrió y, ayudándola a llegar al sofá para sentarla, dijo devolviéndole las llaves de la casa:
—Bueno, creo que aquí estarás sana y salva. Por lo tanto, adiós. Me voy a buscar mi calabaza para regresar a mi casa.
Marta, sin importarle nada de lo que hiciera, se tumbó en su sofá con el vestido de flamenca enrollándosele en el cuerpo y, antes de que él pudiera darse la vuelta se hizo un ovillo y se durmió. Incapaz de dejarla así, vio una especie de colcha de color pistacho sobre un sillón azul. Lo cogió y se la echó por encima. Con expresión divertida, miró a Marta dormir y, de camino a la puerta, dijo a la mata de pelo negro que le observaba:
—Adiós, Feo. Ha sido un placer conocerte.
Dicho esto, cerró la puerta de la casa y se marchó.