Capítulo 5

—Las noches en Sevilla son una maravilla. Eso dice el dicho, ¿no? —murmuró Adrian mirando a su jefa, Lola, y a sus dos amigas cuando salían del Palacio de Congresos y Exposiciones de Sevilla. Diluviaba.

—Oh… qué hartón de lluvia, por Dios —se quejó Lola abriendo el paraguas.

—Como tú dices «enguachinaos» estamos —rió Marta mirando a su jefa.

—No os quejéis que por lo menos hoy no ha nevado —señaló Patricia.

En ese momento una limusina blanca e impresionante paró frente a ellos.

—Guau… ¡Qué calabaza! ¿Estará mi príncipe azul dentro? —preguntó Adrian divertido.

—Lo dudo. Es Hugo Silva que ha venido a buscarme —se mofó Marta, quien no sabía quién era pero calló como llevaba tiempo haciendo.

—No… no. Es mi Clooney ¿qué os habéis creído? —murmuró Patricia, mientras Lola sonreía por las ocurrencias de aquellos.

La puerta de la limusina se abrió y para decepción de los tres descendió un señor de unos setenta años, de espesa cabellera canosa, que mirándoles, dijo:

—Creo que no es una noche especialmente preciosa para pasear. Aunque estemos en la mágica Sevilla. ¿Les puedo llevar hasta la fiesta?

Los cuatro se miraron, pero fue Lola quien con una increíble sonrisa señaló.

—Muchachos os presento a Antonio Martínez. Un buen amigo y exportador de nuestros trajes al extranjero a través de su compañía EyE. ¿La recordáis?

Al escuchar aquel nombre y en especial el de la empresa todos asintieron.

—Encantada señor Martínez —saludó Marta con una grata sonrisa—. Yo suelo ser la que habla con Alicia, su secretaria, para resolver algunos asuntos.

—Encantado de conocerla señorita —y tras mirar a Lola añadió—. Nunca me dijo su encantadora jefa que su equipo contaba con una estupenda bailaora. Nos ha dejado a todos extasiados con su arte.

Marta sonrió al escucharle y, quitándole importancia al asunto, dijo:

—Gracias… pero no es para tanto. Hice lo que pude para salvar una situación y, en confianza y ahora que nadie nos oye… no era yo la que debería haber bailado.

Lola divertida con todo aquello apremió:

—Venga… venga, entrad en la limusina muchachos. Si seguimos bajo el aguacero nos saldrán branquias.

Veinte minutos después, la limusina paró frente a un local de moda de Sevilla. Una vez dentro, Lola y Antonio, se desmarcaron de los más jóvenes, y estos fueron directos a la barra.

—En serio, Marta. Has estado sensacional —insistió Adrian.

—De verdad, ¿no se ha notado mi inseguridad?

—Para nada, chata —señaló Patricia—. Al bailarín te lo has zampado con tu gracia. Por cierto, ¿siempre pones ese gesto de fiera cuando bailas sevillanas? Porque hija mía… ¡estabas de un sexy y un racial que tiraba para atrás!

—¿De verdad? —rió Marta bebiendo de su copa.

Uis, nena y tan de verdad. Es más, te juro por mi madre la Avelina, que es lo que más quiero on the world, que mientras te observaba bailar y mirar al bailarín con esa cara de loba ardorosa, ¡me has excitado!

Al escuchar aquello Patricia y Marta se echaron a reír divertidas cuando sonó una canción.

—Ay, Dios, como me gusta esta canción y sus intérpretes —dijo Marta.

—¿Cuál es? —preguntó Patricia.

—«Que yo no quiero problemas» de Chenoa y David de María ¡me encanta!

—Dos segundos después Marta comenzó a mover las caderas como una descosida y a cantar la canción a sus amigos.

—Que yo no quiero problemas… que los problemas amargan… sí estoy contigo a tu vera… los problemitas se marchan… Que yo no quiero intereses… ni conveniencias fingidas… me he dado cuenta mi niña… que está la vida muy mala…

Pero al moverse hacia la izquierda sin querer empujó a quien estaba detrás y este protestó.

¡Oh, my God!… Mire lo que hace. Me acaba de echar toda la copa encima.

Al escuchar aquello Marta dejó de cantar y se dio la vuelta con rapidez para disculparse. Pero entonces sus ojos quedaron frente al nudo perfecto de la corbata de un hombre. Sin moverse echó la cabeza hacia atrás para mirarle y sin pestañear murmuró al trajeado que estaba frente a ella.

—Ay, Dios… discúlpeme por favor. Madre mía… madre mía qué torpe soy. De verdad, ha sido sin querer —con rapidez cogió varias servilletas y comenzó a secar el líquido que aún le chorreaba por la solapa.

El hombre se quedó parado. ¿De qué le sonaba aquella muchacha? Dos segundos después lo supo y dando un paso atrás para alejarse de ella, dijo con gesto serio:

—No se preocupe. No hace falta que lo limpie. Ya lo hago yo.

Pero Marta sabía que la culpable de aquel desastre había sido ella y dando un paso al frente cogió nuevas servilletas y volvió a secarle el estropicio.

Esta vez no se movió. Dejó que la muchacha secara su traje y cuando vio que daba por terminada su acción le señaló.

—Gracias, señorita pluriempleada.

«Qué dice este tío» pensó Marta mirando a aquel enorme tío de pelo claro que la traspasaba con su azulada mirada.

—¿Pluriempleada? —le preguntó.

Tras mirarla durante unos segundos que para Marta se hicieron eternos él asintió y contestó:

—Usted trabaja para Lola Herrera ¿verdad?

—Sí.

El trajeado, junto a otros hombres la miraban de arriba abajo. Marta odiaba que la miraran así. Le hacía sentir un objeto sexual. Algo que odiaba.

—¿Cuál es su trabajo exactamente, preciosa? —preguntó aquel con un extraño acento extranjero en la voz.

Al escuchar aquello, y ver como los hombres se miraban y sonreían, ella se retiró el pelo de la cara y frunciendo el ceño espetó.

—¿Le he preguntado yo a usted, precioso, si se ha cambiado de gayumbos hoy?

Aquello dejó sorprendidos a los tíos, que sin poder evitarlo se carcajearon todos, menos el ofendido, que clavándole una inquisidora mirada señaló:

—No, darling. Pero si eso la hace feliz, usted misma lo puede comprobar.

Patricia y Adrian, al escuchar aquello, tuvieron que sonreír, y Marta con una mirada retadora, respondió:

—¿Sabes, darling? Si lo sé, te limpia el traje tu prima la del pueblo.

—Yo no se lo he pedido, señorita. Usted ha insistido.

«Joder… tiene razón y encima me llama de usted» pero dispuesta a ser quien dijera la última palabra, como siempre, espetó:

—Insistí, porque soy educada ¡no como otros! —y levantando el mentón finalizó—. Ahora, si no le importa, hagamos como que no nos hemos conocido, ¿le parece?

Sin darle tiempo a responder, Marta se dio la vuelta y tras mirar a sus amigos que la miraban con la boca abierta escuchó tras ella.

—¿Educada? ¿Usted se considera educada? Oh, my God!

Dándose la vuelta furiosa levantó el dedo y señalándole gritó:

—Vamos a ver, guiri de pacotilla, que como dice la canción, ¡qué yo no quiero problemas! ¿Qué parte de mis palabras no ha entendido?

Este con gesto ofuscado observó a aquella guapa pero horrible mujer que se le enfrentaba. Miró el dedo con el que le señalaba. Odiaba ese gesto. Y aunque deseó bajárselo, se contuvo y le preguntó en tono neutro:

—¿No se acuerda usted de mí?

—Pues no. ¿Debería recordarlo por algo especial?

—Piense.

—Pensar no siempre es bueno.

Sorprendido por aquella respuesta, con su imponente altura, se acercó a ella y poniendo un brazo a cada lado de la barra, la atrapó en el centro y le ladró ante su cara.

—Está cerrado. ¡Son las tres y cuarto de la tarde y hasta las cinco no se abre…! ¿Lo recuerda, preciosa?

Marta al oír aquello, parpadeó y recordó de lo que hablaba. Sin poder evitarlo sonrió y preguntó:

—¿Era usted, precioso? —él asintió con gesto tosco y ella sentenció—. Y me habla usted de educación, cuando me dejó con la palabra en la boca.

Incrédulo por la poca vergüenza de aquella descarada señaló:

—En ese momento la traté con la educación que se merecía.

Cansada de ver a los otros hombres reír y darse codazos, se empinó, acercó su boca al oído de aquel y le susurró en tono amenazante:

—Escucha una cosa, precioso. Si no quieres que te trate como te mereces en este momento, retira tus manitas de guiri de mi alrededor o te juro que tus amiguitos trajeados se van a destrozar de risa cuando te vean espatarrado en el suelo tras la patada en los huevos que te voy a dar. ¿Me has entendido o te lo repito más despacio?

La miró boquiabierto durante unos segundos y alejando sus brazos de ella indicó:

—Es usted muy desagradable, señorita.

—Ya somos dos —se mofó ella y mirándole dijo—. ¿Sabe una cosa?

Sin amilanarse por el carácter de aquella descarada la miró.

—Dígame, señorita.

—Me encanta ser así de desagradable. En especial con los Idiotas estirados y trajeados como usted que se creen alguien ante los currantes mileuristas como yo.

«Pero, ¿de qué está hablando esta mujer?» pensó Philip sin entenderla.

Dispuesto a perderla de vista se dio la vuelta y la ignoró. Ella diría su última palabra, pero él sería quien le haría el último desprecio.

—Vámonos de aquí, antes de que le tenga que dar su merecido al guiri —dijo Marta cogiendo su copa ofuscada ante las carcajadas de los amigotes de aquel.

Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Adrian, acalorado, murmuró:

—Uf, Martita de mis amores ¿tú has visto como estaba ese pedazo de guiri? Por cierto, me suena su cara y no sé de qué.

—¡Es un cañonazo de tío! —murmuró Patricia y de pronto abriendo los ojos descomunalmente dijo—: Ay, Dios… pero no es Ronan Keating. El cantante.

Los tres volvieron la mirada hacia aquel que continuaba hablando con los mismos hombres.

—Tiene sus hechuras, pero no es él. Pero os digo nenas que yo a ese macizorro le he visto en algún lado —indicó Adrian mirándole.

—Vamos a ver, ¿quién es ese Ronan Keating? —preguntó Marta curiosa.

—Un cantante. Excomponente del grupo inglés Boyzone —Marta puso cara de no conocerle—. Sí, hombre, sí… es el que canta la canción principal de la película Notting Hill… ¡Oh, Dios! ¡¡Está que cruje!! Cuando vayas a mi casa te lo enseño que tengo la peli y sale el vídeo de él cantando mientras está sentado en un banco en el parque.

—En dos palabras IM-PREZIONANTE —murmuró Adrian.

Marta, incrédula por la cantidad de tonterías que decían los dos, se volvió hacia aquel que ni la miraba y torció el gesto.

—Rubio, trajeado y guiri ¡qué horror! Para vosotros. No es mi tipo. Además, como dice la canción… Que yo no quiero problemassssssssssss —dijo justo antes de empezar a bailar.

El resto de la noche lo pasaron estupendamente. Bailaron, cantaron y cuando llegaron a la cama cayeron desplomados.