Al llegar a casa Marta deseó tirarse en el sofá, quitarse los zapatos y descansar. Le esperaban cuatro días de auténtica locura. Pero su hija, como siempre, no estaba dispuesta a ponérselo fácil. Su perro salió a recibirla.
—Hola, Feo —saludó tocando la cabeza del peludo y oscuro animal—. Debes estar quedándote sordo, hijo —y gritó—. ¡Vanesa baja la música!
Entró en la cocina. Necesitaba beber agua. Allí se encontró la primera sorpresa. La basura sin bajar.
«Dios… dame paciencia porque a veces esta niña me saca de mis casillas» pensó caminando hacia la habitación de su hija. Al abrir la puerta de su habitación, se encontró a aquella bailando y cantando a voz en grito en medio de la habitación con la música a todo meter.
«Ella ella eh eh, eh,… Under my umbrella, ella ella eh eh eh…». Sin pararse a pensar, Marta entró como un vendaval y apagó el equipo de música. Su hija la miró y gritó.
—Mamá, ¡que es Rihanna!
«Rihanna para el pelo te daba yo a ti» pensó al ver su cara de incredulidad.
—Por mí como si es perico el de los palotes, —y levantando la bolsa de basura dijo— ¿esto quiere decir que no has sacado a pasear a Feo?
La niña, al ver la basura, miró al perro y llevándose las manos a la boca se disculpó.
—Ostras, mamá, se me ha pasado el tiempo volando. No me he dado cuenta.
Con rapidez le quitó la bolsa de las manos y se puso su cazadora bomber de camuflaje.
—Vamos, Feo. Salgamos a tirar la basura, antes que alguien se enfade —dijo ante la cara que le ponía su madre.
Cuando Vanesa cerró la puerta de la calle, Marta sonrió y encendiendo el equipo de música fue ella quien bailó y cantó:
«Ella ella eh eh eh,… Under my umbrella, ella ella eh eh eh…».
Marta era una joven morena de complexión normal de treinta y dos años. Y si algo le hacía gracia era que cuando decía que tenía una hija, todo el mundo pensaba que era una niña pequeña. Pero no. Marta tenía una hija de dieciséis años, que tuvo a la temprana edad de quince. Y aunque ambas tenían claro que eran madre e hija, la mayoría de las veces se trataban como amigas. Para Marta no fue fácil criar una niña. Ella misma era una cría cuando la tuvo. Pero gracias a su fuerza y su determinación consiguió que ambas salieran adelante.
Media hora después, Vanesa subió de la calle con un alegre y vivaz Feo. Un perro sin raza específica. Era un híbrido entre un cocker y un perro de aguas. Se lo encontraron una noche herido junto a los contenedores de basura, y pasó a ser uno más de aquella familia. Vanesa, sentándose al lado de su madre, esperó pacientemente a que terminara de hablar por teléfono.
—Consuelo, te agradezco mucho que te quedes con Vanesa este fin de semana. Y ya sabes, cuando quieras darte una escapadita con tu churri, me dejas a Susana y os vais cuando queráis. De verdad, gracias.
Una vez colgó el teléfono, miró a su hija y dijo:
—¡Solucionado! He hablado con la madre de Susana y mañana cuando salgáis del colegio os recogerá. Alégrate ¡Vas a pasar varios días con tu mejor amiga! Feo se quedará con la señora Eulalia.
La cría sonrió y tras abrazarla le susurró al oído:
—Eres la caña de España, mamá. Gracias.
Marta al escuchar a su hija rio y dijo:
—Eso sí. Pórtate bien ¿vale? Yo te llamaré todas las noches desde Sevilla, y no quiero oír ni una sola queja de que te portas mal, ¿de acuerdo?
—Sí, mami. Por cierto ¿podemos hablar del piercing y el tatuaje?
—¡Ni lo sueñes, cielo! Olvídalo.
—Jo, mamá.
—Ni jo… ni ja.
La muchacha, sin dar su brazo a torcer, sacó del bolsillo de su pantalón un papelito y se lo entregó. Desde que Vanesa era pequeña tenían un juego. Se entregaban vales canjeables por deseos o regalos. Aquellos vales eran muy importantes para ellas. Marta sin leerlo sonrió y aclaró.
—Este vale mío, no sirve para lo que pides. Por lo tanto, olvídalo.
—Pero, mami, Alicia y Sara llevan piercing en la ceja y en la lengua. Y Laura un tatuaje en la espalda.
«Por Dios, qué grima un piercing en la lengua» pensó Marta y con gesto de desagrado dijo:
—Me da igual donde los lleven ellas. Mientras yo pueda impedirlo, no te lo harás, ¿entendido?
Marta miró a su hija. Le parecía increíble que aquella cosita diminuta que un día le hizo pasar tanto dolor, ya fuera casi una mujer. Y para hacerla sonreír preguntó:
—¿Qué te parece si llamamos a Telepizza y nos zampamos para cenar una doble con queso y beicon?
—¡Guay! —aplaudió la muchacha.
Tres cuartos de hora después las dos como dos crías, junto a Feo, cenaban sentadas en el sofá, mientras veían la gala de Gran Hermano. Un programa que les encantaba.