Hermanas, hilad la tela de la muerte;
Hermanas, parad, que la obra está hecha.
THOMAS GRAY
Una vez más, intentaba orientarse en el laberinto de callejones sumidos en la niebla y, aunque Darrow (en el sueño nunca era capaz de recordar su nuevo nombre) había andado a tientas varios kilómetros por entre las calles y pasajes, que serpenteaban uniéndose unos con otros para terminar, más de una vez, sencillamente en muros infranqueables, seguía sin haber logrado encontrar una calle lo bastante ancha como para hacer pasar por ella una carreta y mucho menos aún el espacioso y concurrido pavimento de la calle Leadenhall. Finalmente se detuvo y oyó, como oía siempre en esa parte del sueño, un golpeteo lento e irregular, perdido en la espesa niebla que le rodeaba y, uno o dos segundos después, pisadas que se le aproximaban.
—Oiga —dijo con cierta timidez y luego, más confiado, con mayor fuerza—, ¡eh, oiga! Quizá usted pueda ayudarme a encontrar el camino.
Las pisadas se fueron acercando y los ecos, apagados al principio, resonaron más claramente sobre la húmeda y sucia superficie de los adoquines. Lo que antes había sido solamente una mancha oscura entre la niebla, se hizo reconocible como la silueta de un hombre cubierto de harapos.
Como siempre, Darrow retrocedió con la mente paralizada por el terror al reconocerle como Brendan Doyle.
—¡Jesús, Doyle! —gritó—. Lo siento, por favor, no se me acerque, oh, Dios mío…
Habría echado a correr por el callejón, pero sus piernas se negaban a moverse.
Doyle sonrió y levantó un dedo hacia la niebla, como señalando algo.
Sin poder evitarlo Darrow miró hacia arriba… y todas sus fuerzas y su voluntad se concentraron en lanzar tal alarido que se despertó de golpe.
Se quedó inmóvil, hecho un ovillo en la cama, dejando pasar el tiempo hasta que, con un alivio más que considerable, fue reconociendo los muebles en la penumbra de la habitación y comprendió que se hallaba en su propio lecho. Una vez más, había sido sólo un sueño. Alargó la mano y sus dedos se cerraron sobre el cuello del frasco de coñac que había en la mesita de noche. Con un gesto brusco lo invirtió, haciendo caer al suelo el tapón de cristal tallado, y antes de que el licor pudiera salir del frasco se lo llevó a los labios.
La puerta de la habitación de Claire se abrió con un seco chirrido y ella cruzó a toda prisa el dormitorio hasta llegar a la cama de Dundee, el rostro embotado por el sueño y la cabellera revuelta.
—¿Qué diablos pasa, Jacob?
—Un tendón… en mi espalda.
Dejó caer nuevamente el frasco de licor sobre la mesa con un golpe seco.
—¡Tú y tus tendones! —Claire tomó asiento en la cama—. Soy tu esposa, Jacob y no hace falta que me cuentes mentiras. Sé que ha sido una pesadilla. Siempre gritas «¡Lo siento, Doyle!», cuando te despiertas de ese modo. Venga, háblame del sueño… ¿quién es Doyle? ¿Tuvo alguna relación con el modo en que llegaste a conseguir tu fortuna?
Dundee tragó una bocanada de aire y la expelió muy despacio.
—No son más que calambres, Claire. Lamento haberte despertado.
Claire frunció los labios.
—¿Se te ha pasado ya el calambre?
Dundee tanteó el suelo en busca del tapón y volvió a colocarlo en el frasco.
—Sí. Puedes volver a la cama.
Ella se inclinó sobre el lecho y le rozó el rostro con los labios.
—Quizá sería mejor que me quedara un rato contigo.
—Creo que… —empezó a decir él a toda prisa, siendo interrumpido por unos golpes en la puerta del salón.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó alguien con voz queda.
—Sí, Joe, no pasa nada —dijo Dundee—. Es que no podía dormir.
—Si lo desea puedo traerle una taza de café con algo de ron, señor.
—No, Joe, gracias, yo… —Dundee vaciló mirando a su mujer, y luego añadió—: Está bien, Joe, gracias… Sí, puede que me ayude.
Se oyeron unos pasos alejándose por la alfombra al otro lado de la puerta y Claire se puso en pie.
Sabiendo que ahora no estaría dispuesta a quedarse en el dormitorio, Dundee arqueó las cejas y dijo:
—Pensaba que te ibas a quedar un rato.
Los labios de Claire, muy apretados, formaban una línea recta de enfado.
—Ya sabes lo que pienso de Joe.
Fue hasta su habitación y cerró la puerta.
Dundee se levantó, apartándose el cabello de la frente con dedos que parecían más bien garras y fue hasta la ventana. Corrió la cortina y contempló la curva trazada por la calle Saint James y las elegantes fachadas iluminadas con un pálido resplandor ambarino por los faroles callejeros. El cielo ya no estaba tan negro por el este y pronto amanecería; un despejado domingo de marzo…
«Sí, querida —pensó abatido—, ya sé lo que piensas de Joe. Pero no puedo explicarte las razones de por qué me hace falta y debo tenerle siempre junto a mí. Pero me encantaría que se buscara un nuevo cuerpo, para que me fuera posible decirte que le he despedido y he contratado en su lugar a otro tipo…, por desgracia le gusta el cuerpo de Maturo, y no me atrevo a presionarle para que lo deje. Después de todo, va a ser mi socio mucho, mucho tiempo después de que tú hayas muerto de vieja, cariño…, después de que yo haya escogido al mejor de nuestros hijos, y luego al mejor de nuestros nietos y después al mejor de nuestros tataranietos, haciéndome cada vez más rico, comprando más y más propiedades y acciones durante cada una de mis estancias sucesivas en los cuerpos de mis descendientes, hasta que, cuando llegue otra vez el año mil novecientos ochenta y tres, sea el propietario secreto de las más importantes corporaciones y negocios del mundo. Poseeré ciudades enteras…, quizá países. Y después de mil novecientos ochenta y tres, cuando el viejo J. Cochran Darrow haya desaparecido, podré abandonar mi anonimato y echaré a un lado esa pantalla de figurones, hombres de paja y corporaciones unidas entre sí y en ese instante, sin exagerar, podré decir que me he convertido en el maldito amo del mundo.
»Si puedo tener contento a Joe.
»Por lo tanto, mi pobre esposa desde hace dos meses (tiempo durante el cual he sido incapaz de consumar el matrimonio y empezar los trabajos preparatorios para la segunda generación de la línea Dundee) debes comprender que tu persona no es imprescindible…, en tanto que la de Joe sí lo es».
El hombre más rico de Londres lanzó un suspiro, dejó que la cortina tapara otra vez la imagen de la calle y se dejó caer en su cama, esperando su taza de café con ron.
Joe, el mayordomo, estaba en la cocina. Había trepado a uno de los estantes pues, aunque podía tocar el suelo desde que había abandonado la práctica de la magia de alto nivel hacia nueve años y ello no le ocasionaba ya ningún dolor, le seguía pareciendo que pensaba mejor cuando se encontraba en una posición ligeramente elevada. Sus dedos removían lentamente un cuenco lleno de un polvo verde grisáceo.
«He aprendido mucho del joven y algo apocado caballero que tengo por amo —pensó—. He aprendido que tener montones de dinero es mucho más divertido que no tener ni un penique y que cuando has conseguido una buena cantidad inicial de dinero, éste tiende a propagarse y aumentar por sí mismo, igual que un incendio.
»Él tiene montones de dinero. Y además tiene una esposa muy guapa, y tan joven que casi podría pasar por su hermana, y a la cual no le gusta ni pizca el modo en que la mira el viejo Joe…, aunque tengo la impresión de que, desde luego, alguien debería mirarla e, incluso, hacer algo más que mirarla. De lo contrario, le ocurrirá como a los vinos que no están bien tapados con un corcho; se convertirá en vinagre.
»Sí, joven Dundee, si no fuera por mi aún serias un anciano a punto de morir, ¿y qué he conseguido a cambio de mi ayuda? He conseguido trabajo como mayordomo. Desde luego, no es justo, la contrapartida no ha sido la que merecía. Pero tengo una solución a los problemas de todos nosotros justamente aquí, en el interior de este pequeño cuenco. El apuesto marido de la señorita Claire se volverá de pronto mucho más afectuoso, y el pobre y viejo mayordomo Joe se suicidará. Todo el mundo será feliz.
»Excepto, claro está, quien se encuentre dentro del cuerpo de Joe cuando éste se estrelle contra el pavimento».
Tendió la mano hacia otro estante y cogió un frasco de canela en polvo, echando un buen pellizco de ésta dentro del primer cuenco. Volvió a dejar el frasco de la canela en el estante y removió la mezcla con los dedos, vertiéndola luego en un tazón al que añadió una buena dosis de ron. Bajó de un salto al suelo, cogió la cafetera ya preparada y acabó de llenar el tazón con el humeante brebaje negro y espeso.
Mientras cruzaba el vestíbulo y subía la escalera, fue removiendo el tazón con una cucharilla. Cuando llamó respetuosamente a la puerta de Dundee, éste le dijo que entrara y que lo dejara sobre la mesa. Joe hizo tal y como le decía y retrocedió un par de pasos con expresión respetuosa.
Dundee parecía preocupado y en su lisa frente se distinguía un leve fruncimiento.
—Joe —le dijo, mientras cogía el tazón con un gesto absorto—, ¿te has dado cuenta de que cuando te cuesta mucho conseguir algo, luego, cuando lo tienes, empiezas a pensar que quizá no valía la pena tanto esfuerzo?
Joe meditó unos instantes sobre la pregunta.
—Bueno, siempre es mejor eso que no esforzarse mucho para no conseguir nada.
Dundee tomó un sorbo de café, dando la impresión de no haber oído las palabras de Joe.
—Todo se reduce a cansancio y fatiga, todo es agotador. Para cada acción se da una cantidad igual de estupefacción. No, eso quizá fuera soportable dentro de todo…, la estupefacción es mayor que la acción. ¿Qué le has metido al café?
—Canela. Si no le gusta siempre puedo preparar otra taza.
—No, está bien.
Joe esperó unos segundos en silencio, pero Dundee no parecía tener más cosas que decirle, así que abandonó el dormitorio cerrando la puerta a su espalda sin hacer ruido.
—¡Eh, Snapp! ¿Eres tú?
Jacky miró a su alrededor y vio a un hombrecillo moreno y corpulento, que venía corriendo desde el otro lado de la calle.
—¿Quién eres tú? —le preguntó Jacky, al parecer sin demasiado interés.
—Soy Humphrey Bogart, ¿recuerdas? Adelbert Chinnie, Doyle —el hombrecillo sonreía con bastante nerviosismo—. Llevo andando arriba y abajo por esta condenada calle desde hace más de una hora, intentando encontrarte.
—¿Para qué?
—¡Mi cuerpo… mi auténtico cuerpo…, lo he descubierto! ¡El tipo que lo lleva se ha dejado crecer el bigotillo y se viste y camina de forma diferente…, pero soy yo!
Jacky suspiró.
—Humphrey, todo eso ya no importa. El tipo que cambiaba de cuerpo fue descubierto y le colgaron hace tres meses, de modo que incluso si esa persona a la que has descubierto se encuentra realmente en tu viejo cuerpo, lo cual me parece condenadamente improbable, ya que jamás falló por dos veces seguidas a la hora de eliminar un cuerpo inservible…, bueno, entonces no hay ningún modo de que puedas volver a tu viejo cuerpo. Ya no queda nadie por aquí capaz de realizar ese truco. —Jacky sacudió la cabeza en un gesto de cansancio—. Lo siento. Y ahora, si tienes la bondad de disculparme…
La sonrisa se había esfumado del rostro de Chinnie.
—¿Está muerto? ¿Le…, le mataste tú? Maldita sea, me habías prometido que…
—No, no fui yo quien le mató. Fue un grupo de gente en una taberna del East End. Me enteré al día siguiente.
Jacky empezó a marcharse.
—Espera un momento —dijo Chinnie con voz desesperada—. Dices que te enteraste al día siguiente. ¿Lo sabe mucha gente?
Jacky se detuvo y le dijo, con voz exageradamente paciente:
—Sí. Lo sabe todo el mundo… menos tú.
—¡Claro! —replicó Chinnie, poniéndose nervioso otra vez—. Si yo fuera ese tipo que va cambiando de cuerpos haría exactamente lo mismo.
—¿A qué te refieres?
—Oye, ¿recuerdas lo que te dije… eso de que iría buscando salones para depilarse? ¿Esos sitios donde te quitan el pelo para que no vuelva a crecer nunca más? Bueno, pues me enteré de que había uno en la calle Leadenhall donde te lo podían quitar realmente, es algo que tiene relación con la electricidad, no sé… El salón cerró en octubre pasado, pero eso no quiere decir que el proceso se haya perdido. Diablos, puede que ese tipo que cambia de cuerpos haya comprado el salón… De todos modos, si estuviera en su lugar y ahora que podría quedarme en un cuerpo sin que me convirtiera rápidamente en orangután, yo dejaría que me reconocieran, que me atraparan y luego, justo cuando me encontrara cayendo por la trampilla del patíbulo, ocuparía otro cuerpo. Dejaría que todos creyeran que estoy muerto y de ese modo la cacería habría terminado.
Jacky volvió, caminando muy despacio, hacia el lugar en el que Chinnie se había detenido.
—Correcto —dijo en voz baja—, de momento la idea me gusta. Pero ¿qué relación guarda todo esto con tu viejo cuerpo? Ya había salido de él… cuando le ahorcaron era un viejo saco de huesos.
—No lo sé. Puede que metiera a otra persona en mi cuerpo para tenerlo ocupado de ese modo, mientras iba a que le ahorcaran y luego se volviera a meter dentro de él. O quizá…, sí…, quizá está metiendo a gente rica de edad avanzada en cuerpos jóvenes a cambio de enormes cantidades de dinero. O quizá…, no sé, cualquier cosa es posible. El poseer ese truco con el cual eliminar el pelo hace que cualquier cosa resulte posible.
—Ese tipo que ocupa tu viejo cuerpo —dijo Jacky—, ¿a qué se dedica? ¿Cuál es su posición social?
—Vive a lo grande. Tiene las oficinas en la calle Jermyn y una casa enorme en Saint James, con criados y todo lo demás.
Jacky asintió, notando como en su interior volvía a removerse la vieja emoción de la caza.
—Eso encaja bastante bien con tu idea. Puede que un anciano le pagara a Cara-de-Perro Joe para que le hiciera otra vez joven y saludable…, o puede que sea Joe en persona. Vamos a echarle un vistazo a esa mansión en Saint James.
—Pero, pero… —tartamudeó el portero, más bien desconcertado—, señor, usted dijo que pasaría como mínimo una hora antes de que le hiciera falta el carruaje. Yustin se acaba de marchar a comer algo. Claro que estará de vuelta dentro de…
—Yustin queda despedido —le respondió secamente Dundee.
Su rostro iluminado por la linterna parecía tan seco y marchito como el de un anciano. Dio media vuelta y se alejó por la acera, haciendo sonar los tacones de sus elegantes botas sobre las losas como el cansado engranaje de un viejo reloj.
—¡Señor! —gritó el portero al verle marchar—. ¡Es muy tarde para andar solo por las calles! Si espera unos minutos…
—No me pasará nada —respondió Dundee por encima del hombro sin detenerse.
Metió la mano en el interior de su gabán y acarició con los dedos la culata de una de las minúsculas pistolas de bolsillo, que se había hecho fabricar especialmente por Joseph Egg, el armero de Haymarket. Aunque apenas si alcanzaba el tamaño de una pipa tipo «bulldog» a la cual se le hubiera amputado la varilla, cada una era capaz de disparar un proyectil del calibre 35 mediante una carga detonada, por lo que Dundee llamó cartucho de percusión y que había dibujado personalmente ante los fascinados ojos del armero.
Siguiendo un impulso repentino, giró hacia la izquierda una manzana antes de lo que tenía por costumbre.
«Iré hasta la mitad del bloque —pensó—, y luego cruzaré el callejón usado por los carros del servicio para llegar a la calle Saint James. Apareceré justo delante de mi casa y, si el maleante que he visto antes sigue rondando por ahí, me limitaré a cogerle por el pescuezo y exigirle una buena explicación…, y si intenta cualquier tontería será el primer hombre de la historia que muere a causa de un cartucho todavía no inventado».
La niebla había convertido los faroles en borrosas manchas amarillas y el bigotillo de Dundee empezó a cubrirse con minúsculas gotas de humedad. Dundee se lo rascó con una mueca de irritación, pensando que en los últimos días le hacía falta muy poco para perder los estribos.
«Ese pobre diablo, al que le pegaste cuatro gritos en la sala de conferencias, es muy probable que no vuelva a hacer ningún negocio contigo, y ahora te quedarás sin todas las patentes e inventos que podía venderte y que resultarán condenadamente útiles dentro de una o dos décadas. Oh, qué diablos…, espera y podrás comprárselas a sus herederos».
Al llegar al callejón se detuvo.
«Bueno —pensó—, ya que deseas obrar con cautela, será mejor no quedarse a medio camino».
Se quitó las botas, cogiéndolas con la mano izquierda, y entró sin hacer ruido alguno en el callejón. Su mano derecha no se apartaba de la culata de su pistola Egg.
Y de pronto Dundee se quedó helado… porque había oído un murmullo ante él.
Sacó el arma de su minúscula funda y avanzó de puntillas, sosteniendo la pistola por delante como si quisiera perforar la niebla con el cañón.
Dos pisos por encima de su cabeza alguien hizo ruido con el pestillo de una ventana y le faltó muy poco para disparar. Unos segundos después, el arma estuvo a punto de resbalar entre sus dedos pues, de pronto, con una fuerza avasalladora y sin el menor aviso previo, recordó la última parte de su eterna pesadilla, la parte que nunca había sido capaz de recordar cuando despertaba. Con una claridad casi fotográfica había visto la cosa que en su pesadilla era la causante de aquel rítmico golpeteo que podía oírse entre la niebla, la cosa a la cual señalaba el dedo del cadavérico Doyle.
La cosa era el cuerpo de J. Cochran Darrow colgado de una soga atada alrededor de su cuello; sus pies calzados con botas golpeaban el muro como una campana infernal y su cabeza, retorcida en una mueca que sólo podían componer los ahorcados, le contemplaba con una rígida sonrisa, que dejaba al descubierto todos y cada uno de sus dientes amarillentos.
La mano que sostenía el arma estaba temblando y, de pronto, notó con mayor agudeza la pegajosa frialdad del aire, como si se hubiera quitado el gabán. Ante él se veía una mancha de luz amarillenta, pues se encontraba a muy poca distancia de la calle Saint James y ante la boca del callejón, a sólo unos metros, se alzaba un farol.
Oyó nuevos susurros ante él y distinguió dos siluetas confusas pegadas al muro del callejón.
Alzó el arma y, articulando cuidadosamente las sílabas, dijo:
—Estense quietos los dos.
Las siluetas lanzaron una exclamación de sorpresa y saltaron fuera del callejón. Dundee salió de éste para no perderles de vista y dejó caer sus botas al suelo para sacar la otra pistola.
—Si vuelven a dar un salto así les mató a los dos —dijo con voz serena—. Ahora, quiero una explicación rápida sobre lo que están haciendo aquí y las razones de que…
Había estado mirando al más joven de los dos harapientos merodeadores, pero en ese instante sus ojos se dirigieron hacia el otro.
Y sus rasgos se volvieron blancos como el papel, cubriéndose instantáneamente de un sudor frío como la niebla, pues había reconocido el rostro de ese hombre. Era Brendan Doyle.
Y en ese mismo instante Chinnie comprendió quién estaba detrás de las pistolas.
—Al fin nos encontramos cara a cara —susurró apretando los dientes—. Tú y yo vamos a cambiar de posición, amigo…
Y dio un paso hacia Dundee.
El estampido fue ahogado por la niebla hasta convertirse en un ruido semejante al de quien golpea un muro de ladrillos con un tablón. Dundee se echó a llorar unos segundos antes de que Adelbert Chinnie diera un paso hacia atrás y resbalara lentamente hasta quedar sentado en el suelo.
—¡Santo Dios, Doyle, lo siento! —gimoteaba Dundee—. ¡Pero debías haberte quedado entre los muertos!
La segunda pistola se movió con cierta vacilación hasta Jacky, pero antes de que pudiera cubrirla, Jacky dio un salto hacia adelante y con el filo de la mano golpeó duramente la muñeca de Dundee. La diminuta pistola se estrelló con un tintineo metálico en el suelo y Jacky se lanzó sobre ella.
Dundee, distraído de su reciente histeria por el agudo dolor que sentía en la muñeca golpeada, se lanzó sobre él.
Jacky logró coger el arma en el mismo instante en que el peso de Dundee le hacía caer de rodillas y su antebrazo derecho le rodeaba el mentón, mientras con la otra mano buscaba a tientas su muñeca, aunque sin mucha fuerza en sus movimientos, ya que el golpe debía habérsela debilitado bastante.
Desde el otro lado de la calle les llegó el ruido de una ventana rompiéndose, pero los dos combatientes se encontraban demasiado ocupados para alzar la vista. Jacky intentaba liberar sus piernas y conseguir que una razonable cantidad de aire siguiera entrando por su garganta, pese al brazo de Dundee, y éste, utilizando una fuerza considerablemente superior, luchaba para impedir que consiguiera ninguna de las dos cosas. A Jacky le resultaba imposible levantar el arma sin verse arrojada de bruces al suelo y sentía latir su cabeza con unos dolorosos redobles, que le recordaban los golpes de un zapapico sobre el suelo congelado.
—Haciendo que los muertos me encuentren, ¿eh, chico? —murmuraba con voz ronca Dundee—. Me encargaré personalmente de que cruces ese río…
En el último y desesperado gambito, Jacky torció bruscamente el brazo y se impulsó en una contorsión, que mandó su cuerpo rodando hacia la izquierda. Durante un segundo la mano que sostenía el arma quedó libre y Jacky la hizo girar hacia Dundee, que había caído de espaldas y que, al verla, intentó agarrarla, pero falló; sus dedos se cerraron sobre el cuello de su camisa, apretando con todas sus fuerzas, mientras mandaba hacia Jacky un feroz rodillazo. Pero el golpe, que estaba destinado a dar en la ingle de su adversario, haciéndole doblarse sobre sí mismo en una agonía que le imposibilitara prestar atención a nada salvo a su dolor, sólo consiguió provocar en Jacky un respingo y no impidió que apretara el rechoncho cañón del arma contra la nariz de Dundee y que su dedo oprimiera el gatillo.
El disparo se oyó todavía menos que el anterior. Dundee soltó bruscamente la camisa de Jacky, evidentemente decidido a concentrar toda su atención en emitir algo que se parecía confusamente al cascabeleo de un crótalo enfurecido. Un segundo después su cuerpo se aflojó bruscamente y sus ojos desorbitados se clavaron en Jacky, como si no creyeran que entre ellos acababa de abrirse un pequeño agujero de bordes muy limpios. Una pequeña curva de sangre reluciente fue acumulándose en su parte inferior y unos segundos después empezó a resbalar sobre la frente formando hilillo.
—¡Bastardos presumidos! —gritó entonces una voz al otro lado de la calle. Jacky logró sentarse a duras penas en el suelo—. Habéis ganado, hijos de perra sin corazón —gritó la voz entre la neblina y a Jacky le pareció que no sonaba en el calle, sino desde un punto más elevado—. Habéis logrado llevar al viejo Joe hasta un punto en el que prefiere estar muerto para no verse obligado a soportar durante más tiempo vuestra rastrera conducta… ojalá eso atormente la poca conciencia que os queda y…
—¡Joe! —exclamó otra voz, bastante más tranquila—. ¿Estás borracho? ¿Qué diablos estás gritando? ¡Cállate ahora mismo!
Jacky sabía muy bien que debía empezar a correr antes de que el escándalo llamara la atención de algún policía pero, además de sentirse todavía bastante débil, sentía una gran curiosidad por saber qué drama invisible se estaba desarrollando al otro lado de la calle.
—He roto la ventana, señorita Claire —dijo la voz masculina—. Y supongo que le costará un poco hacer que limpien la acera mañana por la mañana. Haga la factura de todo y mándemela al infierno, ¡zorra asquerosa!
—Joe —dijo la voz, que ahora Jacky reconoció como perteneciente a una mujer, casi gritando—. Te ordeno que…, ¡oh, Dios mío!
«¿Habrá saltado?», se preguntó Jacky un segundo antes de oír el seco estruendo de algo que chocaba contra la acera.
Y un instante después toda la atención de Jacky se concentró en el cadáver de Dundee.
Porque su cadáver acababa de sentarse en el suelo del callejón. Los ojos pestañeaban incapaces de ver y en el rostro cubierto de sangre empezaba a formarse una expresión de horror y desánimo. Una de las manos de Dundee se alzó hacia su rostro con un movimiento indeciso y torpe, como una puerta que apenas puede girar sobre sus goznes enmohecidos. Por un instante pareció que iba a intentar levantarse, pero el cuerpo se estremeció levemente y se derrumbó de nuevo en el suelo del callejón; el último aliento que surgió de sus labios pareció durar una eternidad.
Jacky se puso en pie y echó a correr.