13

Cuando la gran tragedia hubo concluido y el último estertor se apagó junto a Bab-el-Azaba, el médico italiano de Mohammed Alí intentó felicitarle, pero el Pachá no le respondió. Pidió algo de beber y apuró la copa de un sorbo.

G. EBERS

A unos doce kilómetros de distancia por el valle del Nilo, calcinado por el sol de mediodía, las pirámides se recortaban claramente en el horizonte y, aparentemente sólo un poco más cerca, aunque en realidad estuvieran a tres kilómetros del muro de la Ciudadela sobre el que se encontraba el observador, se veían las orillas del Nilo, rodeadas por un cinturón de verdor, extendiéndose como una tira de acero pulido de norte a sur. Humaredas oscilantes, que parecían trazadas con un lápiz, emanaban de lo que ahora sabía era la isla de El Roda, aunque desde tal distancia no se viera como una masa separada de tierra, y podía distinguir las palmeras, los minaretes y las ventanas de los edificios del barrio viejo de El Cairo en la orilla más lejana. Pensó que quizá en esos mismos instantes algunos de los invitados, como por ejemplo los Bahritas, podían acercarse por esas calles. No le cabía duda de que su desfile debía resultar espléndido; todos los chiquillos se habrían escapado de sus trabajos para contemplarles y los perros estarían ladrando sin cesar, mientras que los encajes mashrebeeyeh de todos los segundos pisos de cada harén brillarían con los ojos ennegrecidos por el kohl, que se clavarían en los altivos señores de la guerra pasando a caballo por debajo de ellos. Muy pronto la enjoyada procesión saldría del barrio viejo y se empezaría a ver por el antiguo camino de losas, que parte en dos el desierto entre el viejo Cairo y la Ciudadela.

El doctor Romanelli se estremeció levemente, pese al calor, y se volvió hacia el norte, entornando los ojos para contemplar el espinoso laberinto de muros encalados y cúpulas de esmaltes multicolores de la parte nueva de la ciudad, crecida como un lujuriante brote de vegetación alrededor de la carretera llamada la Mustee, que conectaba la Ciudadela con el antiguo puerto de Boolak.

Le pareció distinguir un parpadeo lejano, como el del sol reflejándose en la punta de una lanza o en un casco pulido.

«Hace doscientos años —pensó—, el ejército de ex esclavos, llamado los Mamelucos, tenía un propósito, pero en el Egipto de hoy son sólo una molestia que está estrangulando lentamente al país, imponiendo un régimen impositivo salvaje, sostenido únicamente por la fuerza, sobre cualquier persona que parezca tener algo de dinero; y la potencia de sus armas es suficiente como para no hacerles reconocer otra ley que no sea la de sus caprichos. No podíamos dejar que conservaran esa clase de poder, especialmente ahora, con Mohammed Alí al mando y con los ojos del mundo observándonos para calibrar cuáles serían sus respuestas a nuestros actos. La independencia se halla muy cerca de nuestras manos por primera vez en miles de años, y no podemos dejar que se ponga en peligro por un grupo local de bandoleros. ¡Cuán afortunados hemos sido al conseguir que Alí, por mediación mía, considere al Amo como su principal consejero!

»Si regreso a Inglaterra —pensó, mientras se daba la vuelta y contemplaba cómo los sudorosos esclavos cargaban el cañón de señales—, entonces será para disolver toda la historia de esa nación, de tal forma que en el presente…, en un nuevo presente, se vea reducida a la nada, probablemente a ser una mera posesión de Francia, a la cual luego también sabremos detener. Todo lo que nos hace falta es redescubrir el conocimiento que murió con el ka llamado Romany…, y eso lo conseguiremos antes de que pase mucho tiempo, ya sea contemplando nuestros cálculos o, lo que aún resulta concebible, sacándole algún dato vital al desgraciado ka de Brendan Doyle, que pudimos fabricar antes de que se nos escapara.

»Claro que eso tendrá que esperar bastante tiempo», pensó con amargura, recordando el interrogatorio de la noche anterior mientras bajaba por los angostos peldaños hacia la callejuela recalentada por el sol, que se encontraba junto a la puerta de El-Azab.

El ka había sido conducido fuera de su celda del sótano por primera vez en, como mínimo, un mes entero y, durante media hora, ni tan siquiera pareció capaz de oír las preguntas que le hacía el Amo, limitándose a permanecer sentado en el balcón, mordisqueándose la punta de su asquerosa barba y apartándose con gemidos guturales de lo que, evidentemente, eran insectos imaginarios. Finalmente había hablado aunque no para responder a ninguna de las preguntas.

—Sigo intentando detenerles —musitó—, intento impedir que suban a la moto, ¿saben? Pero siempre es demasiado tarde y se meten en la carretera antes de que pueda atraparles y yo me aparto porque no deseo verlo… Pero lo oigo…, el estruendo de la caída, el chirrido que hacen al resbalar… y el golpe del casco explotando contra el pilar…

—¿Cómo lograste entrar en la corriente del tiempo? —le preguntó el Amo por cuarta vez.

—Jacky me sacó —replicó el ka—. Tiró una red sobre los hombrecillos y luego me hizo subir a una canoa…

—No, me refiero a la corriente del tiempo. ¿Cómo lograste entrar y salir luego de ella?

—Todo es un río y los postes que indican los kilómetros son las páginas del calendario. Si tus pies son ágiles y ligeros puede que te baste con una vela… El río está cubierto de hielo, ¿entiende?…, quizá no escuchaba cuando Darrow lo explicó…, pero hay un bote con rostros pintados en las ruedas y es capaz de navegar sobre el hielo…, el bote puede cobrar vida y matarte…, es un bote negro, más negro que la oscuridad…

En ese momento el Amo había sufrido un ataque de ira que le había hecho perder el control, viéndose obligado a usar uno de los ushabti, que había en el fondo de la esfera para poder hablar.

—Lleváoslo —graznó la voz de la estatua—, y que no entre más comida en su celda… No lo necesitamos.

Sí, haría falta mucho tiempo y sería difícil…, pero la posibilidad seguía existiendo. Después de todo, en sus delirios había un par de puntos interesantes, que parecían bastante racionales.

«En cualquier caso —reflexionó Romanelli, mientras abría una puerta que no tardaría en quedar cerrada y atrancada—, puede que ni tan siquiera nos hagan falta las Puertas de Anubis. Habrá otros osados golpes políticos, como el que va a tener lugar esta tarde, y con un líder tan fuerte como Mohammed Alí aceptando los consejos del Amo puede que logremos colocar de nuevo a Egipto en el poder sin que nos haga falta escribir de otro modo la historia. Los asuntos de cómo disponer un asesinato secreto y la sustitución por un ka bien dócil pueden esperar como mínimo unos cuantos años…».

Antes de entrar en el vestíbulo miró a uno y otro extremo del callejón emparedado entre los grandes muros; estaba vacío.

«Qué silencio hay aquí ahora», pensó.

La Mustee se hallaba más bien atestada a la una de la mañana. Camellos pesadamente cargados se abrían paso con expresión estólida a través del gentío. Los gritos de las mujeres cubiertas con velos, que vendían naranjas, formaban una ensordecedora cacofonía, que casi dominaba el sonsonete del hombre que atrapaba ratas, y que llevaba en su sombrero de ala ancha seis ejemplares perfectamente entrenados de su presa habitual, cada uno de ellos tocado con un pequeño sombrero propio y formando una pirámide, más los gritos de los que vendían leche o pescado y el incesante canturreo de los mendigos que rezaban. Pero la multitud se apresuró a ceder el paso a los implacables cascos del cortejo, que se aproximaba por el centro del camino sin apresurarse pero, obviamente, sin la menor intención de parar ante un obstáculo, fuera el que fuese.

Esperando recibir algo al final del trayecto, un chico se había impuesto servir como sais, o mensajero que abre la marcha, pese a que en este caso era más bien innecesario.

—¡Riglak! —gritaba para avisar a un mercader rubio, que ya había apartado los pies del camino antes de que el chico gritara. Segundos después chillaba—: ¡Uxrug! —volviéndose hacia dos damas de un harén que ya se habían pegado a la pared más próxima y protestaban con voces estridentes e indignadas ante tal usurpación del camino.

Pero todos estaban tan ansiosos de ver el cortejo como de cederle el paso; los effendis británicos daban la vuelta a sus sillas de mimbre, instaladas en la acera ante el Café Jawiyah, para observar con cierta inquietud el paso del cortejo, mientras sorbían con más lentitud de lo habitual sus bebidas, ya que el desfile de los beys mamelucos se acercaba con toda la pompa y el lujo de las ocasiones más importantes. El cálido sol destellaba sobre las piedras preciosas engastadas en el pomo de sus espadas y en las culatas de sus armas, mientras que sus abigarradas túnicas, sus turbantes emplumados o sus cascos relucientes hacían que el resto de la calle pareciera apagada y monótona en comparación. Sin embargo, pese a la grandeza que le daban las armas enjoyadas, la riqueza de los tejidos y la suntuosidad de las armaduras, que protegían a los finos caballos árabes, el aspecto más impresionante de todo el desfile estaba en los rostros morenos, de rasgos aquilinos y huesos delgados, así como en los ojos entrecerrados, que nunca se rebajaban a contemplar la muchedumbre.

Y entre todos aquellos rostros, uno de los más impresionantes llevaba barba negra y se cubría con un casco; pertenecía a un impostor. Aunque muchos de los que se apartaban presurosos del camino, o atisbaban por las ventanas, conocían a Eshvlis el remendón, que hacia sus negocios en una hornacina situada en el muro de una mezquita a dos manzanas de distancia, ninguno de ellos pudo reconocerle bajo la armadura dorada del mameluco Bey Ameen.

Y ninguno de ellos sabía tampoco que, incluso en su diaria rutina de arreglar zapatos, Eshvlis era también un impostor y que, antes de elegir ese nombre y teñirse el pelo y la barba de negro, había sido conocido como Brendan Doyle.

Durante los últimos meses Doyle se había acostumbrado a ser Eshvlis, pero no confiaba demasiado en el papel que había asumido hoy y apartaba la mirada cada vez que veía a uno de sus clientes entre la multitud. La suplantación a la que tan alegremente había accedido esa mañana empezaba a ponerle nervioso…, ¿sería un crimen asistir al banquete del Pachá disfrazado como uno de los invitados? Probablemente. Si su amigo Ameen no hubiera estado firmemente convencido de que el engaño iba a tener éxito, Doyle habría picado espuelas apartando su montura prestada del cortejo y, despojándose de su espada, sus dagas y sus magnificas vestiduras, habría regresado con el mayor sigilo posible a su hornacina de remendón para gozar del espectáculo desde una distancia mucho más cómoda.

Miró a su hornacina cuando pasaron ante ella y, aunque había adquirido pasaje para salir del país en un barco que mañana levaría anclas, le sorprendió y le irritó bastante ver que ya había otro remendón en su sitio, rodeado de zapatos colgando de un hilo.

«Basta que faltes una mañana —pensó con amargura—, para que la competencia se lance sobre tu sitio como ratas».

Más adelante se encontraba la plaza donde había visto por primera vez a su amigo Ameen. Doyle sonrió sin gran alegría, recordando esa cálida mañana de octubre, que había empezado a ir mal cuando la hebilla de Hassan Bey se rompió durante una cita con el gobernador británico.

La humillante desgracia había traído consigo la inmediata cancelación de la cita y Hassan, acompañado por sus cuñados Ameen y Tai había salido de la Ciudadela y vuelto al galope hacia su bote anclado en Boolak. Pero en la plaza situada junto al Mustee había ocurrido otro desastre; el corpulento mendigo conocido como Eshvlis, cuyo gran letrero encuadrado en madera le proclamaba como sordomudo, fue un poco lento a la hora de apartarse del camino de los mamelucos y un clavo, que sobresalía levemente de su cartel, se enganchó en un pliegue de la túnica bordada de Hassan, causándole un gran desgarrón y dejando al descubierto el muslo del ofendido mameluco.

Hassan rugió una espantosa maldición, se volvió en redondo y, desenvainando su espada con empuñadura de marfil, la movió con la velocidad del rayo para trazar un arco casi invisible que habría hendido el torso del mendigo.

Pero Doyle se había dejado caer a cuatro patas sobre el polvo con idéntica velocidad, de tal modo que la hoja partió su letrero y pasó inofensivamente sobre él (fallando por varios centímetros la punta de su cabeza); antes de que el sorprendido mameluco fuera capaz de alzar nuevamente su arma, Doyle saltó sobre él, se apoderó de una de sus dagas y logró parar con ella el siguiente golpe de la gran espada blandida por el jinete, más débil a causa de lo incómodo de su posición.

Fue entonces cuando Tai se movió con una mezcla de indolencia y rapidez, inmovilizando a su caballo bruscamente y llevándose el rifle a la altura del flanco. Justo cuando los ojos de Ameen se desorbitaban levemente al comprender lo que Tai pensaba hacer y se lanzaba hacia adelante con un grito, Tai apretó el gatillo.

Con un estampido que resonó por toda la plaza, el rifle, que Tai ni se había tomado la molestia de sacar de la funda, salió despedido de ésta por el retroceso. El caballo de Tai, entrenado para el combate, permaneció inmóvil, pero sacudió la cabeza y se estremeció levemente ante la súbita nube de humo. Doyle dio una admirable voltereta, que finalizó en el pavimento, y el reluciente agujero rojizo, que había aparecido en la parte trasera de su albornoz, no tardó en esfumarse bajo un torrente de sangre que empapó la tela.

—¡Villanos! —gritó entonces Ameen—. Era un mendigo.

Y su tono de voz dejó bien claro que un mendigo no sólo era, como oponente, indigno de que se desenvainara la espada sino que además, desde el punto de vista musulmán, era un auténtico representante de Alá, al que se le había encargado el trabajo de pedir las limosnas que todo verdadero creyente estaba en la obligación de dar.

La calle torcía ahora a la izquierda y, más allá de un edificio medio sumido en la penumbra, Doyle pudo ver, todavía a un kilómetro y medio de distancia, los minaretes y los pétreos muros sin ningún adorno, que formaban la Ciudadela, alzándose hasta medio camino del cielo sobre la agreste colina de Mukattam; aunque los mamelucos acudían a la fortaleza básicamente por un motivo social, el imponente aspecto del gran edificio hizo que Doyle sintiera cierta alegría al ver que tanto él como sus compañeros iban tan bien armados.

Ameen le había asegurado aquella mañana que el arresto en masa que esperaba, y del que se preparaba para huir en secreto, no tendría lugar durante aquel banquete.

—Cálmate un poco, Eshvlis —le había dicho a Doyle, mientras cerraba el último de sus arcones y miraba por la ventana a los camellos cargados de bultos y equipaje que esperaban en la calle—. Alí no está loco. Aunque pronto, creo yo, pondrá freno al desmedido poder de los mamelucos, nunca se atreverá a intentar el arresto de cuatrocientos ochenta beys a la vez, y menos mientras estén armados. Creo que el auténtico propósito del banquete es contar a sus enemigos y asegurarse de que todos están en la ciudad; esto le permitirá que, en algún momento de la noche, antes de que llegue el amanecer, pueda capturarlos borrachos y desarmados, sacándoles de sus lechos con cualquier pretexto. No es que merezcamos un tratamiento distinto, como tú mismo serías el primero en afirmar, gracias a tu cicatriz de bala, de no ser por lo muy cortés que siempre has sido. Pero voy a partir hacia Siria esta tarde y tú volverás a tu identidad de Eshvlis, justo después del banquete, y abandonarás El Cairo mañana por la mañana, con lo que tanto tú como yo podremos huir de la red.

Ameen había logrado que todo pareciera perfectamente seguro, y Doyle le debía la vida, pues había sido Ameen quien dio la orden de que llevaran su cuerpo ensangrentado al Moristán de Ka’aloon para que recibiera atenciones médicas y, dos meses después, había hecho que empezara con buen pie en el segundo negocio de remendón exigiendo que Hassan le pagara cien piezas de oro por la reparación de la hebilla rota. Jamás se había vuelto a mencionar la túnica desgarrada y Hassan consideraba, probablemente, que eso había quedado pagado con los dos agujeros, uno de entrada y otro de salida, que la bala había abierto en el flanco del remendón.

Doyle frunció el ceño y, por un breve instante, se preguntó por qué razón no se hacía ni tan siquiera alusión a tales acontecimientos en la biografía de Ashbless escrita por Bailey. Después de todo, eran justo el tipo de cosas que podían darle interés a la biografía de un poeta: una breve carrera como mendigo, un tiro en el flanco recibido a manos de un belicoso mameluco, la asistencia a un banquete real disfrazado, y luego sonrió pues, naturalmente, no podía contarle todo eso a Bailey teniendo en cuenta que Doyle iba a leer la biografía algún lejano día en el futuro.

«Y en tal caso —se preguntó—, ¿te habrías acercado a esa plaza de haber sabido que en ese día te iban a disparar justamente allí?

»Bueno, por lo menos sé que Ashbless se marcha de Egipto mañana por la mañana a bordo del Fowler, con destino a Inglaterra. Aunque no llegue a conocer demasiado El Cairo de mil ochocientos once, no creo que haya muchas más sorpresas que me olvidara de contar a Bailey. Por ejemplo, supongo que no volveré a ser capturado por Romanelli, de quien he oído decir que se ha establecido como médico personal de Mohammed Alí. De todos modos, no creo que pudiera reconocerme con el pelo teñido de negro, el bronceado intenso y el montón de arrugas y surcos nuevos, la herencia que me ha dejado una larga convalecencia y la falta de anestesia. Por lo menos este cuerpo sigue teniendo las dos orejas…».

En el espacio abierto que había ante la Ciudadela, las filas de los mamelucos de alto rango se vieron incrementadas por las de los beys Bahritas. Durante quince ardientes minutos (en los que Eshvlis permaneció sudando bajo la increíblemente lujosa túnica que le había prestado Ameen, dejando que el caballo de éste siguiera al de Tai, que iba justo delante de él), todos menos uno de los cuatrocientos ochenta beys mamelucos, que en un tiempo fueron esclavos y ahora dominaban de forma absoluta el país y sólo en los últimos años habían caído un poco de ese cenit de poderío, desfilaron en todo su pintoresco y bárbaro esplendor bajo el azul cielo de Egipto.

La ágil y poderosa yegua de Ameen, «Melboos», avanzaba con paso orgulloso, agitando las crines de vez en cuando y, en general, haciendo que su jinete pareciera bastante competente, cosa que no era. Era un animal estupendo y había sido el bien más preciado de Ameen, que estaba orgulloso de ella, pero el engaño había exigido que no se la pudiera llevar consigo.

De pronto, a Doyle se le ocurrió que sentiría cierta nostalgia de Ameen, la única persona de todo El Cairo enterada de que Eshvlis no era realmente un sordomudo. Educado en Viena, el joven bey había logrado descubrir otras metas y perspectivas además de las tradicionales para los mamelucos, la guerra y la gloria; durante muchas tardes aparentemente interminables, Ameen había permanecido sentado junto a la hornacina del remendón, hablando con Doyle en inglés de historia, política y religión, aunque siempre había tenido buen cuidado de interrumpir la conversación si un cliente se acercaba lo bastante para oírles, ya que Ameen había oído ciertos comentarios sobre que el Pachá ofrecía una recompensa por cualquier información que pudiera dársele de un fugitivo corpulento y que hablaba inglés.

En ese momento aparecieron varias hileras de mercenarios albaneses del Pachá, temiblemente erizados de espadas, mazas y pistolas, así como de rifles más largos que un hombre; parecían algo ridículos, al menos para Eshvlis, con sus faldas plisadas de color blanco y sus enormes turbantes.

Los albaneses bajaron por un corto tramo de peldaños, que llevaba a una callejuela por la que se subía a la Ciudadela, y las filas de los mamelucos les siguieron; en el otro extremo de la callejuela la puerta de Bab-el-Azab giraba lentamente para abrirse.

Pese a que ahora no había nadie para verles, los mamelucos mantuvieron su paso lento y majestuoso, por mucho que los albaneses se lanzaran al galope hacia la puerta.

Doyle contempló con cierta curiosidad el foso de unos seis metros e inclinación bastante pronunciada por el que ahora desfilaban; estaba claro que formaba parte de las fortificaciones de la Ciudadela, pues en los sólidos muros de piedra que lo flanqueaban había unas cuantas puertas muy reforzadas y las ventanas, aunque abundantes, eran solamente hendiduras verticales, donde sólo había el espacio necesario para deslizar el cañón de un fusil.

A unos cuarenta y cinco metros por delante de ellos, los mercenarios albaneses, lanzados al galope, habían llegado ya a la puerta de Bab-el-Azab… y los ojos de Doyle se abrieron enormemente por la sorpresa al ver que, cuando el último de ellos se encontró dentro de la Ciudadela, la puerta empezó a cerrarse.

Se aupó en su silla para mirar hacia atrás y vio que la distante entrada a la callejuela amurallada estaba cerrada por más mercenarios. Mientras les observaba, la primera fila de mercenarios puso la rodilla en tierra y cada uno de ellos levantó su largo rifle para apuntar hacia los mamelucos.

En el mismo instante en que Doyle tragaba aire para lanzar un grito de alarma retumbó un cañón, que manchó con una humareda grisácea el azul del cielo, y, un segundo después, la callejuela pareció estallar en una ensordecedora e interminable descarga de fusilería, que venía tanto de atrás como de delante, así como de las ventanas parecidas a troneras. El aire resonaba a cada segundo con el silbido y el rebote de centenares de balas, que arrancaban pedazos de piedra de los muros, mientras una acre humareda hacía arder los ojos y las gargantas, impidiendo distinguir al enemigo.

Las filas de los mamelucos se desintegraron como una hilera de farolillos japoneses bajo el impacto de una manguera de incendios. La mayoría de los beys fueron derribados de sus monturas en el primer momento, incluso los que lograron blandir sus armas carecían de enemigo visible al que atacar, salvo el grupo de albaneses situado al otro extremo del callejón. Pero los escasos mamelucos que intentaron cargar sobre ellos (y Doyle, aturdido, vio entre ellos a Hassan) fueron abatidos por la incesante rociada de plomo antes de que hubieran podido andar cinco pasos.

Aunque sintió varios tirones en su túnica, después de cuatro segundos de tiroteo, Doyle seguía sin haber recibido ninguna herida y, a juzgar por el modo en que «Melboos» saltó sobre un montón de cadáveres al estallar una parte del muro junto a su flanco, estaba claro que tampoco la yegua había sido herida.

El grito de Doyle, «¡Santo Dios, yegua…, salta la pared!», se perdió en el tumulto, pero la yegua saltó hacia adelante, pisoteando el montón de cadáveres que se estremecían a cada nuevo impacto de bala. Un proyectil rebotado, que casi no llevaba ya velocidad, le propinó un buen golpe sobre la oreja izquierda y, mientras se tambaleaba en la silla de montar, tres disparos le acertaron casi al mismo tiempo: uno le arañó el bíceps derecho, otro le abrió una herida bastante profunda en el muslo izquierdo y el tercero resbaló sobre su vientre, ayudándole a no caer de la silla al hacer que todo su cuerpo se doblara sobre el cuello de la yegua… y un instante después «Melboos» estaba escalando la montaña de cuerpos que habían formado la vanguardia del cortejo; una vez en lo alto, saltó hacia el final del muro que, por desgracia, se encontraba todavía a unos dos metros y medio de distancia.

Doyle sintió el increíble poder de su salto, como si le hubieran disparado por una catapulta, y sus ojos irritados por el humo vieron acercarse el borde del muro para ver, durante un casi ingrávido instante, su parte superior en el apogeo del salto. Sabía que una fracción de segundo después la gravedad les haría caer de nuevo en mitad del fuego cruzado, pero la yegua, ágil como un felino, logró apoyar sus cascos delanteros en el muro y, con otro esfuerzo, puso después los cascos traseros. Un momento después Doyle y su yegua empezaron a caer, sí, pero fuera del callejón.

La yegua se desplomó con la cabeza por delante y Doyle se vio impulsado hacia atrás, después de haber distinguido fugazmente el foso, que se encontraba unos quince metros más abajo; empezó a desplomarse, sin ningún punto de apoyo, parpadeando aterrado al ver cómo el foso parecía subir a su encuentro con estremecedora velocidad.

La duración de la caída fue toda una tortura; por dos veces durante el trayecto, Doyle vació sus pulmones y volvió a llenarlos con aire fresco, con la esperanza de retenerlo, pero el impacto final le dejó sin aliento por mucho que se hubiera preparado para él; tanto sus manos como sus rodillas se estrellaron contra el fondo rocoso. Al rebotar por la fuerza del choque logró dirigir sus pies hacia abajo y con un gran esfuerzo movió las piernas, impulsándose hacia lo alto a través de casi ocho metros de agua, que parecía hervir con las burbujas de su caída.

Emergió en la superficie, como un trozo de carne despedido desde lo más hondo de una olla de agua en ebullición, y empezó a nadar débilmente hacia el borde del foso, donde un hombre, al que obviamente había interrumpido mientras orinaba en el agua, se le quedó mirando unos segundos; se arregló a toda prisa el albornoz y salió corriendo.

—¡Sucio cobarde! —sollozó Doyle viéndole huir.

Apenas el remendón fugitivo logró sacar su tembloroso y ensangrentado cuerpo del foso, ahora más sucio que nunca, se quitó las armas y las ropas de Ameen y las arrojó en todas direcciones, confiando en que los mendigos callejeros se encargarían de hacerlas desaparecer; sólo conservó la espada, que enrolló con el turbante. Luego encontró una extensión de tierra polvorienta y reseca por el sol y, desnudo con excepción de su taparrabos, rodó por ella hasta quedar seco, si bien no precisamente muy limpio, pensando que el bulto de la espada envuelta en tela tendría que pasar como una muleta heredada de algún antepasado enfermo.

—¡Melboos! —exclamaron un par de comerciantes, que le habían estado observando.

Hasta que Doyle no logró recordar que la palabra significaba revestido de dignidad y se aplicaba a los que habían enloquecido viendo la imagen de Alá, creyó que, de modo inexplicable, conocían el nombre de la yegua, que había logrado salir del foso y era contemplada ahora con ojos avariciosos por unos cuantos miembros de los ragharin, los gitanos de Egipto.

—¡Sí, cogedla! —exclamó Doyle con voz más bien ronca—. ¡Avo, chals!

Aunque hacía calor, temblaba cuando echó a correr por el camino y torció por un callejón, pasando a través de zonas sombreadas, que luego cedían paso nuevamente al sol, y que eran creadas por las cuerdas con ropa tendidas ocasionalmente de un edificio a otro. Sólo cuando se dejó caer en un portal bastante protegido, y se tapó el rostro con las manos, se dio cuenta que había estado llorando desde que se arrastró fuera del foso. Alzó la cabeza e intentó contener el llanto.

Superpuestas, como en una foto mal revelada, a la luminosa escena callejera que se desarrollaba ante él, veía constantemente las imágenes de los doce segundos transcurridos en el callejón de Bab-el-Azab, que ahora parecía exigir casi a gritos toda su atención. Entonces fue cuando vio por primera vez, ya que su cerebro se había limitado antes a conservar la imagen sin examinarla, el chorro de sangre, polvo y fragmentos de tela que brotaba de un caballo con su jinete, que habían quedado atrapados por el fuego cruzado en un instante particularmente encarnizado; los dos habían muerto, pero seguían en pie y temblaban como si estuvieran aún vivos bajo el diluvio de proyectiles que caía de cada lado del callejón, un atisbo fugaz de un rostro tranquilamente absorto en realizar bien un trabajo de moderada dificultad, un bey mameluco, ciego y agonizante a causa de un disparo, que le había entrado por una sien saliendo luego por la otra, en pie y dando furiosos mandobles a un trozo desnudo de pared durante los escasos segundos que separaron la muerte de su montura de la suya.

Doyle lanzó un gemido y apretó la frente contra la áspera piedra del umbral, provocando otro «Melboos» en boca de un chico, que venía por el callejón con un odre de agua.

Doyle no podía oír gran cosa por encima del zumbido constante de sus tímpanos, pero vio al chico aplastarse contra una pared y un instante después doce mercenarios albaneses aparecieron al galope por el callejón, ataviados con sus faldas blancas, observando atentamente a cada persona que se les cruzaba. Cuando pasaron por su lado todos clavaron la mirada de sus duras pupilas en el viejo mendigo, increíblemente sucio, que sollozaba agarrado a un fardo de tela en el portal, con feas llagas cubiertas de barro en el brazo, la pierna y el vientre. Un par de los mercenarios se rieron y uno le arrojó al desgraciado una moneda, pero ninguno se detuvo.

Cuando hubieron desaparecido tras la siguiente esquina, Doyle recogió la moneda, se puso en pie y le hizo un gesto al chico, que se acercó al trote y le permitió tomar un sorbo de agua directamente de su odre hecho con piel de cabra. Aunque caliente y fétida, el agua borró de su boca el sabor a pólvora e hizo que los espantosos recuerdos aún recientes, que colmaban su cabeza, se alejaran lo bastante como para permitirle pensar en algo más.

«Bien, Ameen —pensó medio aturdido—, acertabas en dos cosas: desde luego Alí tenía la intención de poner freno con bastante dureza al incontrolable poder de los mamelucos y, desde luego, no intentó arrestar a cuatrocientos ochenta beys mamelucos armados hasta los dientes, pero te equivocabas creyendo que, debido a eso, se podía asistir con seguridad al banquete».

Aún estaba temblando y cubierto de sudor; su brazo seguía sangrando tan profusamente como en el momento de ser herido.

«Necesito ropas y cuidados médicos —pensó—, y quizá un poco de venganza».

Nilo abajo existía una casa veraniega propiedad de Mustafá Bey, un mameluco, en la que sus hijos y esposas estarían pasando el día sin hacer nada en particular. Doyle se puso en marcha hacia allí. Tenía que darles unas cuantas noticias y pensaba hacerles una proposición.

Aunque el sol se había ocultado hacía poco rato tras las colinas Mukattam y la luna se recortaba sobre el terciopelo azul oscuro del este como la huella de un penique cubierto de cenizas, las puntas de las pirámides, en el otro lado del valle, seguían ardiendo con la luz rojiza del sol que daba de pleno en ellas. Las linternas multicolores de la maltrecha carretera, que salía del barrio viejo de la ciudad, resultarían durante la hora siguiente más un adorno que una necesidad.

Las alegres cintas y campanillas, con las que estaba profusamente adornada la carreta, no casaban demasiado bien con las expresiones de los seis hombres que iban en ella; sus rostros de labios apretados mostraban las duras líneas del cansancio, la pena y, por encima de todo, una rabia demasiado profunda como para que fuera posible aliviarla mediante palabras o gestos de cualquier tipo. Y pese a su aire festivo, un centinela del palacio que hubiera tenido ojos lo bastante agudos habría detenido la carreta, pues las ruedas traseras, que estaban recubiertas por guirnaldas entrelazadas, dejaban sobre el polvo unas huellas sorprendentemente profundas, mientras las ruedas delanteras casi resbalaban sobre él y la gran alfombra, que sobresalía en la parte trasera de la carretera para colgar hasta el suelo, daba la impresión de estar ahí para ocultar algo, pero ningún centinela la vería, pues los seis caballos uncidos a la carreta torcieron a la derecha por el viejo sendero en dirección al Karafeh, la necrópolis, y no hacia la izquierda y el nuevo camino que conducía a la Ciudadela.

Yeminak —dijo el hombre que iba en la parte trasera de la carreta, junto al bulto escondido por la alfombra; el hombre de las riendas hizo girar obedientemente a los caballos hacia un sendero que se apartaba del camino principal hacia la derecha—. Ahora, despacio. Lo reconoceré cuando lo vea —añadió, observando con atención las tumbas y lápidas esparcidas al azar sobre las pequeñas elevaciones del terreno—. Ahí —dijo por fin—, ese lugar de la cúpula. Y tal como te había dicho, Tewfik, no parece haber centinelas. Estoy seguro de que esperan represalias de los mamelucos sobrevivientes pero no las esperan aquí.

—Habría preferido atacar la Ciudadela, profesor —gruñó el hombre de las riendas—. De ser posible, me habría gustado que la cabeza de Alí reposara para siempre en los retretes… Pero sé que sus órdenes vienen de ese hombre mágico y lo reconozco. A él sí que me gustaría matarlo, y eso haremos.

—Espero que estés en lo cierto —dijo Doyle—, y tengo la esperanza de que Romanelli esté presente en ese lugar.

—Sí —dijo Tewfik contemplando el edificio achaparrado que apenas si se distinguía en la creciente penumbra a unos noventa metros de distancia—. ¿Aquí?

—De estas cosas sabes más que yo. Yo diría que lo mejor es que nos pongamos lo bastante cerca para entrar al galope una vez la puerta haya volado.

—Pero no tanto como para que nos vean prepararnos. —Tewfik movió la cabeza con expresión decidida—. Aquí.

Doyle se encogió de hombros y bajó de la carreta con mucho cuidado, pues llevaba un brazo en cabestrillo. Miró hacia el edificio, situado un poco más arriba de ellos, y se quedó helado al ver al portero, probablemente el mismo al que había golpeado cuatro meses antes, inmóvil ante él y observándolos.

—Aprisa —dijo en voz baja—. Nos están viendo.

—No importa desde tan lejos —dijo Tewfik, cogiendo un largo palo que estaba encajado en una ranura de los maderos. Le quitó las cintas que lo adornaban y después arrancó de un tirón la enorme máscara con el rostro de un bebé que tenía al final; el palo terminaba ahora en un grueso disco de madera—. Ya está cargado, sólo le hace falta que le den un buen apretón a la pólvora. —Echó hacia atrás la alfombra que cubría el centro de la carreta, y dejó al descubierto el agujero de un cañón; metió el palo con el disco de madera hasta el fondo y golpeó por dos veces con todas sus fuerzas el proyectil situado al final—. Bien.

Sacó el palo dando tres rápidos tirones y lo dejó caer al suelo, volviéndose luego hacia sus cuatro compañeros y dando unas secas instrucciones en árabe.

Uno de ellos encendió un puro con la linterna, que se balanceaba en la parte trasera de la carreta, y luego se alejó emitiendo grandes nubes de humo, aparentemente embelesado por el espectáculo de la Ciudadela, un kilómetro y medio al norte. Otro de los jóvenes mamelucos apartó la alfombra que aún tapaba la cureña del cañón y empezó a darle enérgicas vueltas a una manivela, que fue levantando muy despacio la cureña e hizo bajar a la vez el cañón. Doyle miró hacia el edificio, intentando ver qué hacia el portero al respecto, y distinguió su silueta metiéndose en el edificio y cerrando a toda prisa la puerta.

—Rápido —dijo Doyle.

El hombre de la cureña dejó la manivela y le dijo algo al hombre del puro.

—¡Rápido, maldita sea! —murmuró Doyle.

El suelo había empezado a vibrar como si un gigantesco órgano subterráneo hubiera emitido una nota demasiado grave para ser audible y el frío aire del anochecer se llenó repentinamente de un olor acre, que recordaba al de la basura fermentada. Agachándose, Doyle empezó a desabrocharse a toda prisa uno de sus zapatos prestados.

El hombre del puro echó a correr hacia el cañón, pero cayó al suelo derribado por un haz verdoso que partió de lo alto de la cúpula y le dio de lleno. En ese mismo instante, la punta del cañón, todavía medio cubierto por la alfombra, empezó a doblarse hacia arriba con un lento chirriar.

Doyle se quitó el zapato, lo tiró lejos y sacó un cuchillo. Cuando el haz luminoso brilló de nuevo, ahora dirigido hacia el cañón, Doyle se clavó la punta del cuchillo en el talón y golpeó el suelo con el pie.

Y un segundo después se encontraron bañados en una débil y enfermiza radiación verde, tosiendo y ahogándose ante el pestilente olor de la vegetación putrefacta, y Tewfik y los otros tres jóvenes mamelucos cayeron al suelo como fardos.

Notando que el aire oponía resistencia a todos sus movimientos, Doyle tendió la mano hacia adelante y la dejó caer sobre el cañón, cada vez más caliente; éste, con un chirrido aún más fuerte y aumentando progresivamente su ya elevada temperatura, empezó a inclinarse nuevamente hacia abajo. Moviéndose con mucha lentitud, Doyle fue hacia la cureña, pasó sus dedos cubiertos de ampollas por el cañón y, teniendo gran cuidado de no separar su pie ensangrentado del suelo («mantén la conexión —se repetía a sí mismo, pese a su aturdimiento—, mantén la conexión»), cogió una de las linternas de colores y la aplastó sobre el orificio hecho en el metal, por el que asomaban unos granitos de pólvora.

La linterna de papel se prendió en una súbita llamarada que duró sólo un par de segundos, apagándose casi en seguida. Luego un trocito de pabilo al rojo vivo cayó en el interior del agujero.

Y un instante después Doyle se encontró contemplando el cielo nocturno, preguntándose por qué estaba tendido de espaldas y por qué sentía tal escozor en el rostro, deseando que alguien tuviera la amabilidad de responder por lo menos a un par de los doce teléfonos que no paraban de sonar a la vez. Volvió la cabeza y contempló lo que unos segundos antes había sido Tewfik. En el confuso bulto de ropas se veía todavía algo, pero casi todos los relucientes pedazos de carne parecidos a cangrejos en que se había escindido su cuerpo habían desaparecido ya, arrastrándose sin rumbo por encima del polvo tras escapar de sus ropas. Doyle se apartó en una convulsión aterrorizada y se incorporó bruscamente, agazapándose contra la carreta, gimiendo y buscando con dedos temblorosos la empuñadura de la espada que le habían prestado, mirando enloquecido en todas direcciones.

Del cañón brotaba todavía un hilillo de humo y el arma, una vez medio destruida la carreta por la explosión, resultaba claramente visible. La silueta del edificio había cambiado; la gran curva de la cúpula se había roto por arriba como un huevo al que se le quiebra la cáscara. Doyle creyó oír gritos, pero dado el estado de sus oídos le resultaba imposible estar seguro de ello.

Desenvainó su espada y echó a correr torpemente hacia la puerta del edificio y, cuando ésta se abrió, se encontraba sólo a unos metros de distancia y cubriendo terreno con rapidez. Chocó fuertemente con el hombre que había aparecido en el umbral y, en su aturdimiento, ni tan siquiera le sorprendió que la cabeza y el brazo derecho del hombre se desprendieran limpiamente de su cuerpo; cuando cayeron al suelo con un golpe sordo, se dio cuenta de que el hombre era una estatua de cera.

Tres hombres de cera más se encontraban al otro lado del umbral, y dos de ellos se tambalearon al rebotar en sus cuerpos la inutilizada masa de su compañero. Doyle logró parar la estocada que le lanzó el tercero y respondió con un fuerte golpe de la empuñadura en el rostro de cera, arrancándole la nariz y aplastando una mejilla. Vio que en el cuello de la figura había aparecido una grieta casi invisible y golpeó nuevamente su rostro, esta vez con mayor fuerza, y también la cabeza de esa estatua de cera se separó del cuello para caer rodando al suelo.

Las dos figuras que no habían sufrido daños retrocedieron un paso alzando sus armas, mientras las otras dos tanteaban a ciegas el suelo buscando sus cabezas. En lo alto de la escalera se oyó un grito de pánico y palabras que no parecían pertenecer al idioma árabe, y los dos hombres de cera, que aún estaban enteros, se volvieron en redondo y empezaron a subir pesadamente por la escalera.

Doyle les siguió. Ahora se oían más gritos en lo alto de la escalera y éstos sí eran en árabe; la voz que los emitía parecía más angustiada y exculpatoria que asustada por ella misma. Doyle logró distinguir las palabras «no lo sé», «inmune» y «magia».

Cuando hubo llegado al inicio de la escalera se quitó el otro zapato y empezó a subir en silencio, manteniendo la espada de Ameen ante él. Por encima de su cabeza pudo oír jadeos y gruñidos de esfuerzo, así como pies que iban presurosos por encima de un suelo de gravilla; con cierta tardanza, comprendió cuál debía de ser la emergencia.

Entrecerró los ojos y una breve sonrisa ahondó todavía más los surcos de sus mejillas.

«Sí —pensó—, veamos si somos o no capaces de ello, veamos si le podemos quitar los derechos exclusivos a Neil Armstrong».

Una vez en lo alto de la escalera, miró cautelosamente, más allá de la esquina, por el corto pasillo que conducía hasta el balcón de la cúpula. Todo era tal y como había esperado; la única luz de la estancia era la apagada claridad grisácea que penetraba por el boquete de la cúpula. El sudoroso portero estaba a la derecha del balcón, cuya parte izquierda había sido alcanzada por el disparo del cañón y ahora se balanceaba en el vacío, atando a toda prisa una soga alrededor de un barrote metálico. La pared izquierda del pasillo se había derrumbado y Doyle pudo ver a los dos hombres de cera, tendidos en el suelo e inclinándose muy cerca del borde para mirar hacia la cúpula; mientras Doyle les observaba, las dos figuras de cera se inclinaron hacia el vacío, donde antes había estado la pared este de la cúpula, y empezaron a tirar hacia arriba de algo que, evidentemente, deseaba subir.

Una vez asegurada la cuerda, el portero empezó a tirar de ella por el otro extremo, que se encontraba bajo él y a su izquierda, luchando claramente contra una resistencia más que considerable, y anudando en el barrote metálico toda la cuerda libre que iba logrando reunir. Era evidente que intentaba reducir al máximo la longitud de la cuerda, comprendió Doyle.

Esperó hasta que el hombre hubiera logrado reunir otro metro de cuerda y, antes de que pudiera hacerle el nudo, saltó sobre él por detrás y, pasando su mano libre por el cinturón del portero, le alzó en vilo y le arrojó por encima del balcón. Durante un segundo el sorprendido portero logró agarrarse a la cuerda mientras caía, provocando un chirrido metálico en los barrotes del balcón, pero un momento después se le escapó de entre los dedos y su cuerpo se estrelló en el suelo de la cúpula ahora cubierto de cascotes. La cuerda quedó tensa. Doyle oyó un grito ahogado bastante cerca de él y vio un diván vacío que resbalaba velozmente por la pared curvada de la cúpula para caer estrepitosamente sobre los escombros del suelo.

Doyle se volvió en redondo y salió al tejado por el boquete abierto en la pared. Ignorando por el momento la cosa que no paraba de agitarse suspendida al extremo de la soga, casi horizontal, mandó con una patada y un pinchazo de su hoja a las dos figuras de cera por encima del borde para que cayeran también en el suelo de la cúpula.

Sin ganas de encararse por ahora con el hombre al que debía matar, contempló por unos instantes el suelo de la cúpula. El portero había logrado sentarse y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, apretándose la pierna que, al parecer, se había roto en la caída. Los dos hombres de cera, uno de los cuales había perdido la cabeza (lo que no sorprendió demasiado a Doyle), se arrastraban lentamente sobre los cascotes sin saber adónde ir. Doyle supuso que por ahí abajo habría alguna puerta, pero con un poco de suerte estaría enterrada bajo los fragmentos de lo que antes había sido la pared este de la cúpula.

—¡Ah, Doyle! —dijo una voz a sus espaldas, en un tono cortés, que seguramente debía estar poniendo a prueba el dominio de quien así hablaba—. ¡Tenemos muchas cosas que discutir!

El Amo se balanceaba de un lado a otro a unos quince metros de él, sostenido por una cuerda que le pasaba bajo los brazos, pero ahora colgaba en posición horizontal, con la cuerda más o menos paralela al techo. Tras él, Doyle pudo ver la luna, aún bastante baja sobre el horizonte oriental. El Amo tuvo que tensar la cabeza para mirar hacia Doyle, que estaba «por encima» de él. El efecto resultante era parecido al de una cometa con forma humana en un día fuerte de viento, o como si él y Doyle se vieran a través de un espejo inclinado 45 grados.

—No tenemos nada que discutir —dijo Doyle con frialdad.

Alzó con una mano la espada de Ameen por encima de su cabeza y la dirigió cuidadosamente hacia la tensa cuerda.

—Puedo hacer que Rebecca vuelva —dijo el Amo en voz baja, pero perfectamente inteligible.

Doyle dejó escapar todo el aire de sus pulmones como si le hubieran golpeado en el estómago… y, retrocediendo un paso, bajó la espada.

—¿Qu-qué has dicho?

Aunque su posición debería resultar bastante dolorosa, el Amo sonrió ampliamente mientras su cuerpo iba girando con lentitud en el extremo de la cuerda.

—Puedo salvar a Rebecca, puedo evitar que muera. Mediante los agujeros del tiempo que yo abrí y que Darrow descubrió. Puedes ayudarme. Entre los dos impediremos que suba a esa motocicleta.

La espada cayó con un ruido metálico sobre las baldosas del suelo y Doyle se dejó resbalar lentamente hasta quedar de rodillas. Ahora su rostro estaba al mismo nivel que el del Amo, a unos quince metros de distancia, y sus ojos se clavaron con indefensa fascinación en las pupilas del viejo, que parecían arder con una negrura intensa y terrible.

—¿Cómo…, cómo sabes lo de… Rebecca? —jadeó.

—¿No recuerdas el ka que fabricamos a partir de tu sangre, hijo? ¿Esa sangre que cayó en el recipiente? A partir de ella hicimos un duplicado tuyo. No nos ha servido de mucho hasta ahora, en cuanto a obtener alguna información coherente o lógica, parece que está loco, lo cual puede significar que en ti hay una tendencia a la locura, aunque quizá no sea así, pero de un modo lento y fragmentario hemos logrado aprender mucho sobre ti.

—Es una mentira, un farol —dijo Doyle con cautela—. No puedes cambiar la historia. Ya he podido comprobar que eso es cierto. Y Rebecca… murió.

—Quien murió fue su ka. No fue la auténtica Rebecca la que cayó de esa moto. Iremos al futuro y obtendremos un poco de su sangre, haremos crecer un ka y luego lo pondremos en su lugar en algún momento dado, dejando que el ka muera tal y como tú recuerdas, mientras la auténtica Rebecca puede volver aquí contigo y… —El Amo sonrió nuevamente—… cambiar su nombre por el de Elizabeth Jacqueline Tichy.

Ashbless meneó lentamente la cabeza, asombrado.

«Creo que lo haré, de veras —pensó—. Creo que acabaré cogiendo esa cuerda y salvándole… Dios mío, pensaba que sólo me ofrecería dinero».

—Pero ya existe una Elizabeth Jacqueline Tichy… en algún sitio.

—Muere y es reemplazada por Rebecca.

—Oh, claro.

Doyle agarró el extremo de la cuerda.

«Lo siento, Tewfik —pensó—. Lo siento, Byron. Lo siento, señorita Tichy. Lo siento, Ashbless, pero al parecer tendrás que pasar el resto de tu vida como esclavo de esta criatura. Y, Becca, lo siento…, bien sabe Dios que no habrías querido elegir todo esto si hubieras podido».

Con bastante más facilidad que el portero, Ashbless dio un tirón y recogió un metro de cuerda. Mientras intentaba hacer el nudo con una sola mano, miró una vez más hacia el Amo y la sonrisa que vio en su rostro no sólo era una mueca triunfante, despectiva y vanidosa… era, también, la mueca de un idiota babeante.

Este fugaz atisbo de imbecilidad en el Amo, supuestamente capaz de saberlo todo, fue como un chorro de agua fría sobre una frente febril.

«Jesús —pensó Doyle—, ¿acaso iba realmente a comprar el regreso de mi Rebecca mediante la muerte de esa pobre Tichy, a la que jamás he llegado a ver?».

—No —dijo sin alzar la voz.

Soltó la cuerda y ésta volvió a tensarse con un chasquido casi musical y una sacudida evidentemente dolorosa, que hizo estremecer los hombros del Amo.

—Doyle, estarás salvando la vida de Rebecca —graznó el Amo, con el rostro fruncido en una mueca de dolor—. Y salvarás también tu propia cordura, te estás volviendo loco, lo sabes, y aquí no existen instalaciones demasiado cómodas para los orates, debes recordarlo…

Ashbless le dio la espalda, cogió la espada y, coincidiendo con el grito del Amo y el alarido que salió de su propia boca, hizo girar el acero en un golpe tan feroz que no sólo partió la tensa cuerda, sino que consiguió romper una baldosa del techo y hacer pedazos la espada.

Gritando incesantemente, el Amo se fue perdiendo de vista en la lejanía como si hubiera estado tendido en un camión invisible, que ahora intentara batir el récord actual de aceleración, pasando de cero a cien kilómetros en el menor tiempo posible. Un segundo después se encontraba más allá del tejado y adquiría cada vez mayor velocidad, silueteado por la luna, de tal forma que Ashbless podía verle claramente incluso en la creciente oscuridad.

—¡Espero que lo pases bien en tu apestoso manicomio, Doyle! —rugió una voz bajo los pies de Ashbless—. Comerás excrementos y recibirás las palizas de los enfermeros, chico, ¡eso es lo que te espera! ¡Es cierto, Romanelli saltó al futuro y lo vio todo! Y, escúchame, ya hemos rescatado a Rebecca, Romanelli la tiene, pero ahora no sirve de nada, no podemos hacer ningún trato con ella, y te diré lo que ella puede esperar en el futuro…

Mientras la voz seguía delirando enfurecida, Ashbless comprendió que era el Amo hablando por boca del único hombre de cera que aún seguía conservando la cabeza.

Ahora el Amo era sólo un puntito en el rostro pálido de la luna, más pequeño a cada segundo que pasaba. Después de uno o dos minutos la voz del suelo de la cúpula, que aún seguía extendiéndose sobre las iniquidades y humillaciones que le aguardaban a Rebecca y sobre lo mucho que llegarían a gustarle con el paso del tiempo, se convirtió en un gemido ahogado y luego se calló. O la estatua de cera se había deformado hasta el punto de quedarse muda, o el Amo se encontraba ya a una distancia excesiva para emitir.

Ashbless atravesó con paso vacilante el agujero de la pared y bajó tambaleándose por la escalera. Cuando hubo llegado al vestíbulo vio una silueta asomando de un umbral en tinieblas a su derecha; la silueta, al oír que se acercaba, desapareció nuevamente en la oscuridad, pero Ashbless ni tan siquiera se tomó la molestia de echar un vistazo a la habitación cuando pasó ante ella.

Una vez fuera del edificio miró a su alrededor. Los caballos habían sufrido la misma desintegración que había afectado a los hijos de Mustafá. Ashbless, descalzo, emprendió la marcha, dispuesto a recorrer los nueve kilómetros que le separaban del puerto de Boolak. Su barco no zarpaba hasta el amanecer, así que no importaba lo muy lentamente que caminara, o el que de vez en cuando se detuviera para alzar la mirada con temor hacia la luna llena que brillaba en el cielo.

Unos minutos después de que Ashbless se hubiera perdido en la oscuridad, un rostro sucio y barbudo de ojos febriles asomó por el umbral y contempló pestañeando la negra llanura, convertida ahora en un cementerio.

—¿Viste lo que has conseguido, Darrow? —murmuraba el hombre—. ¡Dijiste que era perfectamente seguro! Recuerdo muy bien cómo lo decías. «Es perfectamente seguro, Doyle». Diablos, bien podrías haber dejado que viniera Treff, no creo que hubiera podido empeorar las cosas… Tengo que volver al río, tengo que comprobar si es posible volver nadando a un lugar donde todo esté bien.

Y el ka de Ashbless abandonó de puntillas el edificio, para quedarse inmóvil bajo la fresca brisa nocturna y contemplar lo que le rodeaba con incertidumbre, pues en esos instantes no era capaz de recordar con exactitud dónde estaba el río ni cuál era su nombre, aunque sí recordaba haber visto muchos de sus afluentes y canales. Luego recordó que se podía llegar a él desde cualquier sitio y, escogiendo una dirección al azar, se puso en movimiento con una sonrisa algo rígida pero llena de confianza en los labios.