Oh, muerte ¿dónde está tu victoria?
Primera epístola de Pablo a los Corintios
Con la guerra contra Francia todavía en curso, y su cortejo de embargos, mercado negro y rumores sobre la invasión de Inglaterra que pensaba realizar Napoleón, la situación mercantil y financiera en la calle Threadneedle variaba de un instante a otro. Un hombre que se encontrara en el sitio adecuado en el momento justo, y tuviera una cantidad suficiente de dinero, podía hacerse rico en cuestión de horas, mientras una fortuna, que en otras épocas habría tardado décadas en perderse, podía acabar evaporada en una sola mañana en la Bolsa. Y, aunque sólo alguien que no perdiera de vista el mercado y además tuviera muy buen ojo podría notarlo, existía un especulador que andaba metido en todas y cada una de las áreas de comercio y que, de modo invariable, se las arreglaba para encontrarse a cada sorpresa, desastre o cambio brusco en el lado de los ganadores.
Jacob Christopher Dundee, tal y como se hacía llamar ahora J. Cochran Darrow, había empezado su carrera como inversor el veintidós de octubre, pero en un mes había logrado aumentar su capital inicial de un modo tremendo, mediante una inspirada serie de especulaciones y maniobras en las que muy posiblemente había implicado cambios de divisas realizados fuera de la ley. Y pese a que sus antecedentes eran más que vagos, tan grande era el encanto del apuesto y joven Dundee que el cinco de diciembre el London Times anunció su compromiso con «Claire, hija del magnate de las importaciones Joel Peabody».
En su oficina, situada sobre un ahora difunto salón para depilaciones de la calle Leadenhall, Jacob Dundee agitó irritado la mano para disipar la nube de humo que emanaba de la pipa de su compañero, de edad algo más avanzada, y luego volvió a leer con el ceño fruncido las líneas del Times.
—Bueno, al menos parecen haber sido capaces de escribir todos los nombres correctamente —dijo—, aunque creo que podrían haber prescindido de esa referencia al astuto recién llegado del mercado bursátil londinense. En este tipo de trabajo es vital no llamar la atención…, ya hay unas cuantas personas que no me quitan el ojo de encima y que se guían por mis especulaciones.
El otro hombre se volvió con cierta curiosidad hacia el periódico.
—¿Es guapa la chica?
—Es adecuada para mis propósitos —replicó Dundee con impaciencia, agitando la mano para apartar otra nube de humo.
—¿Sus propósitos? ¿Puedo preguntar de qué propósitos se trata?
—Tener un hijo —respondió Dundee en voz baja—. Un chico al que le pueda dejar una buena fortuna ya hecha, un lugar donde crecer sin problemas y una salud perfecta. Mis médicos dicen que Claire es tan saludable e inteligente, que no podré encontrar nada mejor entre las jóvenes casaderas de la Inglaterra actual.
El hombre de mayor edad sonrió.
—La mayoría de los jóvenes que acaban de comprometerse tienen en la cabeza algo no tan filosófico, pero sí más divertido, ¿no es cierto? Además, he oído decir que la belleza de esa tal Peabody no es lo que se dice despreciable…, claro que no me cabe duda de que ya se habrá encargado de hacer unas cuantas averiguaciones discretas y que, por decirlo así, ya habrá corrido un poco por esa pista para… familiarizarse con el terreno, ¿verdad?
Dundee se ruborizó levemente.
—Bien, yo… no, no pretendo ningún tipo de…, maldita sea, no soy joven…, quiero decir que sí soy joven, pero que todo ese tipo de cosas deberán… —Tosió un par de veces—. Maldita sea, ¿es necesario que siempre fume esa cosa? ¿Cómo cree que cogí yo el cáncer? Si tanto necesita la nicotina, entonces confórmese con masticar tabaco cuando esté delante de mí, ¿vale?
—Vale —dijo el otro hombre—. Vale, vale, vale. —Hacía poco que había aprendido esa palabra y todavía parecía sentir un placer especial cada vez que la utilizaba—. De todas formas, ¿por qué preocuparse? Parte del trato fue un cuerpo nuevo cada vez que fuera necesario.
—Ya lo sé. —Dundee se frotó los ojos y luego se pasó los dedos por entre su rizada cabellera castaña—. Es como tener un coche nuevo, eso es todo… —murmuró—. Hasta que recibe la primera abolladura siempre te andas preocupando.
—Para ser un joven tan robusto y saludable creo que tiene un aspecto bastante cansado —observó el otro hombre, dejando su pipa de arcilla negra en el suelo y alargando la mano hacia la botella de coñac, de la que tomó un sorbo francamente considerable.
—Sí, no duermo demasiado bien —admitió Dundee—. Tengo sueños constantemente y…
—Amigo, debe apartarse de esos sueños, debe poner algo de distancia entre ellos y usted. Supongo que yo debo pasarme rato soñando, y si alguna vez se me ocurriera prestarles atención, estoy seguro de que me habría vuelto loco en unos segundos. Lo que yo hago es…, bueno, pongo a un lado un trocito de mi mente para observar los sueños y de esa forma no debo preocuparme más de ellos.
—Parece un truco muy saludable —dijo Dundee, agitando la cabeza con cierta desesperación—. Sí, parece un truco saludable y estupendo.
Su compañero, que no había percibido la ironía de Dundee, movió la cabeza complacido consigo mismo.
—Vale, ya se irá acostumbrando a ello. Cuando haya dado otros dos saltos le hará tanto caso a los sueños como al polvo que sus botas van dejando por la calle.
Dundee se sirvió un poco de coñac, le añadió algo de agua que había en un jarro cercano y tomó un sorbo.
Movió vagamente la mano hacia su interlocutor y le dijo:
—¿Ha decidido ya adónde irá después de…, de éste?
—Sí. Creo que desahuciaré al señor Maturo…, su Señor Anónimo. Cena allí con bastante frecuencia y no creo que sea un problema demasiado grande deslizar las hierbas que aflojan las bisagras de la mente en su estofado una noche, dentro de una semana o algo así.
—¿Maturo? ¿El tipo que le hace ahorcar? Por lo que dice el Diario de Robb, da la impresión de tener unos cincuenta años de edad.
—Ésa es su edad, cierto, y no pienso quedarme en él más de una semana, que es lo mínimo…, pero voy a gozar de tal modo con la expresión que habrá en su rostro un segundo antes de que aparte el barril de una patada, cuando se encuentre él mismo de pie con la soga alrededor del cuello y yo esté dentro de su cuerpo sonriéndole…
Dundee se estremeció.
—Que Dios nos conserve la alegría, caballeros —dijo en voz alta.
Por la acequia relativamente libre de nieve que corría por el centro de la calle avanzaba un hombre de no mucha estatura, trotando enérgicamente y emitiendo nubecillas blancas que hacían pensar en una máquina de vapor, mientras se esforzaba por mantener la caja de pesas en equilibrio, con sus casi cinco kilos de peso. Tras unos veinte pasos, se cambió la caja de mano y agitó la que había quedado libre para desentumecerla. La solidez de sus hombros y el que en su paso no hubiera señales de fatiga parecían demostrar que el ejercicio físico no era una repentina manía de aquella tarde.
Faltaban sólo cinco días para la Navidad y, pese a la nieve, la calle se veía bastante concurrida; los paseantes iban bien envueltos en abrigos, sombreros y bufandas y un par de niños y un perro se divertían con un pequeño trineo. De vez en cuando pasaba el carro de algún vendedor callejero, con un tintineo de arneses y un hilillo de humo brotando de la pipa del vendedor, acompañado por el vapor que emitían los ollares del caballo, y el hombre de la caja se veía obligado a cederle el paso apartándose a un lado. Cuando venían por detrás de él nunca parecía oírlos hasta que se encontraban prácticamente encima, y le habían gritado ya tantas veces que se apartara, que al oír un nuevo grito a su espalda se limitó a echarse a un lado sin volver la mirada.
Pero el grito se repitió.
—¡Eh, Doyle!
El hombre miró por encima de su espalda y redujo el paso hasta quedarse inmóvil, pues había visto a un chico delgado y con bigote que le hacía señas y avanzaba con dificultad por entre la nieve hacia él.
—¡Doyle! —exclamó el chico—. ¡He logrado encontrar a tu William Ashbless! ¡Esta semana publicó un poema en el Courier!
El hombre esperó hasta que el chico hubo llegado a su altura.
—Me temo que te confundes de hombre —dijo—. No me llamo Doyle.
El chico pestañeó, sorprendido, y retrocedió un poco.
—Oh, lo siento, yo… —Ladeó la cabeza y le examinó atentamente—. Estoy seguro de que eres Doyle.
—Pues soy el más indicado para saber si lo soy o no, ¿cierto? Y no lo soy.
Jacky le contempló durante unos segundos, con expresión dubitativa, y acabó diciendo:
—Pido disculpas si me equivoco, pero… ¿no tienes una cicatriz de cuchillo que te cruza el pecho debajo del esternón?
La reacción del hombre le pareció a Jacky bastante peculiar.
—¡Espera un momento! —jadeó y luego se apretó el pecho con las manos—. ¿Conoces a este hombre?
—¿Quieres decir que si te conozco… a ti? —preguntó Jacky con voz vacilante—. Sí. ¿Qué ocurre…, has perdido la memoria?
—¿Quién es?
—Es…, eres Brendan Doyle y una vez…, una vez fuiste miembro de la guilda de mendigos de Copenhague Jack. Oye, ¿quién te piensas tú que eres?
El hombre observó a Jacky con cautela.
—Adelbert Chinnie.
—¿Cómo, el espadachín? Pero, Brendan, es mucho más alto y más joven…
—Hasta hace dos meses yo era más alto y más joven. —Arqueó una ceja y contempló a Jacky con dureza—. Por casualidad… ¿ese Doyle tuyo no será un mago?
Jacky había estado observándole atentamente y su respuesta, pronunciada en voz algo temblorosa, fue:
—Mírate los zapatos.
El hombre hizo tal y como se le decía, aunque alzó la mirada al oír una exclamación ahogada. El chico había palidecido y por alguna razón desconocida parecía a punto de llorar.
—Dios mío —murmuró Jacky—, ya no estás calvo.
Esa vez le tocó al hombre el turno de sorprenderse.
—Yo…, no…
—Oh, Brendan. —Un par de lágrimas resbalaron por las mejillas de Jacky, enrojecidas a causa del frió—. Pobre, inocente hijo de perra…, tu amigo Ashbless llegó demasiado tarde.
—¿Cómo?
—No estaba hablando contigo —resopló Jacky, limpiándose luego la cara con la punta de la bufanda—. Supongo que realmente eres el Admirable Chinnie.
—Sí, lo soy… o lo fui. ¿Te parece eso… creíble?
—Pues me temo que sí me lo parece. Oye, tú y yo tenemos que comparar nuestras respectivas historias. ¿Tienes tiempo para beber algo?
—Apenas le haya entregado esto a mi jefe tengo tiempo para cenar. Está al otro lado de la esquina: la tahona de Malk, en Saint Martin’s Lane. Ven conmigo.
Jacky fue trotando junto a Chinnie, que había reemprendido sus ejercicios. Torcieron a la izquierda, por Saint Martin’s Lane, y no tardaron en llegar al establecimiento. Chinnie le dijo a Jacky que le esperase y luego se abrió paso a través del grupito de chiquillos que habían sido atraídos por el cálido olor del pudding de pasas para congregarse ante el escaparate, y desapareció en el interior de la tienda.
Unos instantes después apareció nuevamente.
—Hay una taberna en Kyler Lane donde suelo tomarme una pinta. Son gente amable, aunque me tienen por un tipo algo raro.
—¡Ah, el Admirable! —dijo con expresión alegre el propietario, identificable por su mandil, al verles empujar la puerta de la taberna y entrar en su relativa penumbra—. Y veo que trae a su amigo, «Caballero» Jackson.
—Dos pintas de negra, Samuel —dijo Chinnie, llevando a Jacky hacia un reservado de la parte trasera—. Me emborraché una vez en este local —murmuró—, y fui lo bastante idiota como para revelarles mi secreto.
Una vez hubieron llegado las jarras de cerveza, y los dos hubieron tomado un sorbo a modo de prueba, Jacky le miró y dijo:
—¿Cuándo y cómo tuvo lugar el intercambio de cuerpos?
—El cuándo fue un domingo hace dos meses… el catorce de octubre. El cómo… —Bebió un poco más de cerveza—. Bueno, yo tenía una competición en el establecimiento de Angelo y, justo cuando me estaba preparando para un truco particularmente hábil…, me encontré de pronto en el fondo del Támesis sin aire en los pulmones.
Jacky sonrió con amargura meneando la cabeza.
—Sí, es su estilo. Dejándote en tal situación me imagino que no le hizo falta masticarse la lengua antes de largarse. —Contempló al hombre sentado al otro lado de la mesa con cierto respeto—. Debes ser Chinnie…, jamás te habría dejado de esa forma si hubiera existido alguna probabilidad de que sobrevivieras.
Chinnie apuró su jarra y pidió otra con una seña.
—Maldita sea, a punto estuve de no conseguirlo. A veces, cuando estoy tendido en mi catre junto al horno de la tienda, siento deseos de no haberlo conseguido. —Miró a Jacky con un brillo acerado en los ojos—. Ahora, habla. ¿Quién es ese del que hablas todo el rato? Me refiero a tu amigo, a ese Doyle… ¿Se encuentra en mi auténtico cuerpo?
—No, me temo que Doyle está muerto. Es obvio que recibió el mismo tratamiento que tú, pero no consigo imaginármelo subiendo a nado desde el fondo del Támesis. No, creo que se trata de un mago conocido como Cara-de-Perro Joe, que puede ocupar el cuerpo de otras personas a voluntad y que debe de hacerlo con frecuencia pues, por alguna razón que no conozco, apenas se encuentra en un cuerpo nuevo empieza a crecerle el vello por todas partes.
—¡Sí, exacto! —dijo Chinnie con voz nerviosa—. Cuando salí del río estaba lleno de pelos…, tenía pelos hasta entre los dedos de los pies y de las manos. Una de las primeras cosas que hice fue comprar una navaja y afeitarme casi del todo. Gracias a Dios, parece que no vuelve a crecer…
—Supongo que se debe a no estar ya Joe dentro de tu cuerpo. Yo…
—Así que ese mago anda paseándose dentro mi cuerpo. Voy a encontrarle.
Jacky meneó la cabeza.
—Me temo que no podrás hacerlo una vez pasados esos dos meses. Yo llevo cierto tiempo intentando encontrarle y nunca se queda en un cuerpo más de una semana o dos.
—¿A qué te refieres? ¿Qué hace con los cuerpos?
—Lo mismo que le hizo al pobre Doyle cuando empezó a salirle el pelo, les coloca en una situación tal que sólo les falten segundos para morirse, y luego cambia al cuerpo de otra persona, que puede encontrarse a kilómetros de distancia, y se larga tan tranquilo dentro de su nuevo cuerpo, mientras que el hombre a quien ha expulsado muere antes de que tenga el tiempo necesario para averiguar ni tan siquiera quién es. Los que han sido expulsados de su cuerpo nunca viven demasiado y creo que debes de ser probablemente el único que ha logrado sobrevivir.
El patrono le trajo a Chinnie otra jarra de cerveza negra.
—G-gracias —dijo Chinnie y, cuando el hombre estuvo otra vez tras el mostrador, miró a Jacky con los ojos que habían pertenecido a Doyle—. No —añadió con firmeza—, no creo que se limitara a dejar tirado mi cuerpo. Escucha, nunca he sido vanidoso, pero yo tenía un…, un vehículo estupendo, para utilizar su propio vocabulario. —Chinnie estaba manteniendo la compostura al precio de lo que, estaba claro, le resultaba un esfuerzo considerable—. Apuesto, joven, fuerte, ágil…
—… y peludo como un mono.
—Entonces tendrá que afeitarse, ¿no? —gritó Chinnie, consiguiendo que todos los presentes de la taberna se volvieran hacia ellos.
Cuando vieron de quién se trataba hubo unas cuantas risitas tolerantes.
—De acuerdo, Admirable —dijo el posadero—, por mi puedes afeitarlos hasta que parezcan un huevo…, pero nada de jaleos, ¿de acuerdo?
—Y —prosiguió un sonrojado Chinnie en voz bastante más baja— ¿verdad que hay sitios donde la gente va a quitarse el pelo? ¿Quién dice que no ha ido a un sitio de ésos?
—No creo realmente que en ninguno de esos lugares…
—¿Lo sabes? ¿Has estado allí? Pues deberías ir, créeme, porque ese bigote parece un… —había empezado a levantar nuevamente la voz, pero de pronto se quedó callado y se frotó los ojos—. Lo siento, chico. Este asunto me pone muy nervioso.
—Ya lo sé.
Estuvieron callados durante unos segundos, bebiendo cerveza.
—¿Dices que le has estado buscando? —preguntó Chinnie—. ¿Por qué?
—Mató a mi prometida —respondió Jacky en un susurro.
—¿Y qué harás si lo encuentras?
—Le mataré.
—¿Y si está en mi viejo cuerpo?
—Pienso matarle igual —dijo Jacky—. Oye, amigo, debes entenderlo; no vas a recuperar tu viejo cuerpo.
—No…, no me he resignado todavía a ello. Si le encuentro, si te digo dónde vive…, ¿a cambio, me ayudarás a… invertir el cambio que hizo?
—No se me ocurre cómo podría hacer eso.
—No te preocupes de ello. ¿Me ayudarías?
Jacky suspiró.
—Si puedes encontrarlo y si puedes arreglarlo todo…, claro, siempre que tenga la seguridad de que luego podré matarlo.
—Muy bien. —Chinnie alargó la mano y estrechó la de Jacky—. ¿Cómo te llamas?
—Jacky Snapp; vivo en el ciento doce de la calle Pye, cerca de la catedral de Westminster. ¿Qué nombre estás usando?
—Humphrey Bogart. Lo oí en un sueño que tuve la primera noche que pasé dentro de este cuerpo.
Jacky se encogió de hombros.
—Quizá ese nombre tuviera algún significado para Doyle.
—¿A quién le importa eso? De todos modos, puedes localizarme en la tienda de Malk, en Saint Martin’s Lane. Y si le encuentras tú, ¿me lo dirás?
Jacky vaciló. ¿Para qué aceptar un compañero en su empresa? Naturalmente, un compañero fuerte podía resultar útil y Joe estaría con toda seguridad ya en otro cuerpo, con lo que la preocupación de Chinnie por el bienestar de su antiguo domicilio físico no resultaría nada molesta… y, desde luego, nadie podría presentar un argumento mejor para que le permitiera compartir su venganza.
—De acuerdo —acabó diciendo—. Te acepto como compañero y como socio.
—¡Buen chico! —Se dieron nuevamente la mano y luego Chinnie miró el reloj de la taberna—. Será mejor que me ponga en movimiento —dijo, levantándose y dejando caer unas monedas sobre la mesa—. La levadura debe estar ya a punto y el tiempo y la masa del pan no esperan a nadie.
Jacky terminó su cerveza y se levantó también.
Salieron juntos del local y, unos segundos antes de que se fueran, el propietario le dio a Chinnie un golpecito en el hombro, haciéndole detenerse, y le dijo:
—Tenías razón en cuanto al bigote de ese Jackson. Si no puedes convencerle de que se afeite, te aconsejo que le des un puro de esos que explotan.
Las carcajadas de los clientes les siguieron hasta la calle.
El día de Nochebuena la sala principal de La Zorra y el Conejo, en Crutchedfriars, estaba ya bastante llena a las tres y media de la tarde. Aromáticas tazas de ponche humeante se entregaban gratis a cada recién llegado, una vez se había sacudido la nieve del sombrero, dejaba colgado el gabán o la capa en uno de los ganchos que había a lo largo de la pared sur y, tembloroso, conseguía llegar hasta el mostrador.
El propietario, un hombre de aire afable, que se estaba quedando calvo, llamado Bob Crank, acababa de servir ponche a los dos últimos clientes que habían entrado y ahora, apoyado en el mostrador, le daba un sorbo a su tazón de café enriquecido y contemplaba la habitación. La gente parecía alegre, tal y como debía ser el día de Nochebuena, y los leños de la chimenea habían sido colocados con tal liberalidad, que el fuego ardía perfectamente y no haría falta cuidarlo por lo menos en una hora. Crank conocía a casi todos los presentes y el único que le inspiraba cierta desconfianza era el viejo que estaba sentado solo cerca de la chimenea y que, pese a su posición más bien cálida, llevaba la camisa abrochada hasta el cuello. Sus manos, que sostenían el vaso con cierta rigidez, estaban cubiertas por gruesos guantes.
La puerta principal se abrió con un chirrido, dejando entrar una ráfaga de nieve en el vestíbulo. Crank había llenado ya la taza de ponche antes de mirar y la tenía en la mano unos segundos antes de reconocer al recién llegado.
—¡Doug! —exclamó al ver entrar en la estancia a un hombre corpulento de cabellos grises—. Hace frío fuera, ¿no? Deja que te ponga un poco de refuerzo en el vientre —añadió, bajando la voz y tendiéndole la taza.
Descorchó una botella de coñac y, escondiéndose detrás del mostrador, llenó la taza hasta el borde con licor puro.
—Muchas crankias, Crankie.
Los dos se echaron a reír y Crank fue el primero en parar.
—Tus amigos andan por ahí —dijo, señalando hacia la chimenea.
—Ah, muy bien. —Doug Maturo apuró la taza de ponche y la dejó caer con un tintineo sobre el mostrador—. Luego me envías un coñac, ¿quieres, Crank?
—Perfecto.
Maturo fue hacia la mesa que le habían indicado y se instaló en ella, respondiendo con una sonrisa y un gesto a los más bien ebrios saludos de sus amigos.
—Eh, vagabundos —dijo, agarrando una jarra de cerveza que aparentemente no tenía dueño, a la espera de que llegara su coñac—. ¿Quién se ocupa de la tienda?
—La tienda puede cuidar de sí misma, señor Doug —murmuró uno de los hombres sentados a la mesa con voz algo estropajosa—. Nadie tiene ganas de robar en Nochebuena.
—Tienes toda la razón, maldita sea —le apoyó otro—. Y mañana es igual, por Dios que sí. ¡Por la Navidad!
Todos levantaron sus vasos, pero quedaron inmóviles en el aire cuando el viejo de la mesa contigua dijo, en tono bastante alto:
—La Navidad es para los imbéciles.
Maturo se volvió para verle mejor y arqueó una ceja con cierto desprecio al ver que el viejo llevaba guantes, igual que las mujeres. Pero Crank acababa de llegar con su coñac, así que se limitó a encogerse de hombros y volverse nuevamente hacia sus compañeros. Murmuró algo que les hizo reír a todos, y luego se tomó un buen trago de coñac, mientras la momentánea tensión del ambiente volvía a relajarse.
—Es una fiesta que celebra lo más débil y poco realista que existe en la maldita cultura occidental —prosiguió el viejo levantando aún más la voz—. Muéstrenme a un hombre que celebra la Navidad, y yo les mostraré a un idiota de ojos vacuos, que sigue deseando cada noche la llegada de su mamaíta para que le arrope en la cama.
—Oiga amigo, ponga todo eso por escrito, fírmelo como «Iconoclasta» y mándelo al Times —le aconsejó Maturo por encima del hombro—. Ahora, haga el favor de callar y échese un buen trago en esa bocaza suya, antes de que alguien le haga callar de un modo menos agradable.
El viejo le sugirió a Maturo un modo bastante obsceno de hacerle callar.
—Realmente, no tengo ningunas ganas de jaleo el día de hoy —suspiró Maturo, echando su silla hacia atrás y poniéndose en pie. Fue hasta el viejo y le agarró por el cuello de la camisa—. Óigame, viejo repugnante; por esta zona hay montones de tabernas, en las cuales se encargarán de proporcionarle la pelea que está buscando, así que, por qué no lleva sus viejos huesos a otra parte, ¿eh?
El viejo había empezado a incorporarse, pero perdió el equilibrio y se derrumbó otra vez en su silla. La camisa se le rompió y uno de los botones salió despedido y cayó en el interior de su taza de ponche.
—Ahora supongo que me pedirá que le pague la camisa —dijo Maturo con irritación—. Bueno, pues puede… —Se quedó callado y clavó los ojos en el pecho del viejo, ahora al descubierto—. Santo Dios, ¿qué clase de…?
El viejo se levantó bruscamente, aprovechando que Maturo había aflojado su presa, y echó a correr hacia la puerta.
—¡Detenedle! —rugió Maturo con tal pasión que incluso Crank olvidó su regla de no meterse jamás en los asuntos de la clientela y lanzó una cazuela de pies de cerdo en adobo a las piernas del viejo.
La cazuela se hizo pedazos con un considerable estruendo y el viejo resbaló sobre los tablones mojados, cayendo pesadamente de costado y derribando uno de los taburetes del bar. Maturo se lanzó sobre él en un segundo y le hizo levantarse a la fuerza. El viejo jadeaba.
—¿Qué ha hecho, Doug? —le preguntó Crank con cierta preocupación.
Maturo cogió al viejo por el brazo y empezó a retorcerlo hasta que le obligó a ponerlo sobre el mostrador.
—Abre el puño, bastardo —siseó.
El puño siguió cerrado durante unos instantes, pero cuando Maturo empezó a ejercer presión sobre el codo se abrió rápidamente.
—¡Jesús, Doug, pero si no tiene nada en la mano! —exclamó Crank, cada vez más nervioso—. Le hemos tirado al suelo y resulta que no había cogido na…
—Sácale el guante.
—Maldita sea, hombre, ya hemos hecho bastante…
—Sácale el guante.
Con una mueca de resignación, Crank pellizcó la tela del guante por el pulgar y el índice y se lo arrancó de un tirón.
La pálida y arrugada mano del viejo estaba totalmente cubierta de pelo.
—Es Cara-de-Perro Joe —proclamó Maturo.
—¿Cómo? —gimió el cada vez más atónito Crank—. ¿El hombre lobo de esas historias para chavales?
—No es un hombre lobo. Es el peor asesino que ha caminado jamás por las calles de esta ciudad. Pregunta a Broc qué le pasó a su Kenny; vive en Kenyon Court. O pregúntale a la señora Zimmerman…
—Fue el que se cargó a mi hermano —dijo un joven, que estaba sentado en una mesa del rincón, poniéndose en pie—. Frank era sacerdote y un día salió corriendo de la rectoría, y cuando logré encontrarle no me reconoció; cuando le dije quién era yo se echó a reír. Pero le seguí hasta donde vivía y una semana después dijeron que algo parecido a un mono había saltado desde el tejado de esa casa. El cuerpo estaba hecho pedazos en la calle, cubierto de pelos, pero cuando le miré los dientes vi uno que le había mellado a Frankie cuando jugábamos de niños con unas espadas de madera.
El cautivo del mostrador se rió.
—Le recuerdo. Me lo pasé bastante bien dentro de su cuerpo…, aunque me temo que dejé bastante maltrecho su voto de castidad.
El joven saltó hacia adelante con un puño levantado y lanzando un grito inarticulado, pero Maturo le hizo retroceder.
—¿Qué piensas hacer…, pegarle? —le preguntó Maturo—. Debemos hacer justicia.
—¡Sí, traed a la policía! —gritó alguien.
—Eso no sirve de nada —respondió Maturo—. Para cuando llegue su juicio ya se habrá largado, dejando en su cuerpo a un pobre diablo inocente. —Miró al joven y luego a los demás clientes de la taberna—. Tiene que ser ejecutado —dijo con lentitud—… ahora.
Cara-de-Perro Joe empezó a debatirse ferozmente y, en aquel mismo instante, varias personas se levantaron de un salto, gritando que no pensaban participar en un asesinato.
Crank agarró a Maturo por la manga y le dijo:
—Aquí no, Doug, nada de hacerlo aquí dentro.
—No —admitió Maturo—. Pero ¿quién piensa ayudarme?
—John Carroll te ayudará —dijo el joven, dando un paso hacia adelante.
—Yo también te ayudaré —dijo una matrona de aspecto corpulento—. En Gravesend pescaron a uno de esos monos, que flotaba en el río, y el anillo de mi Billy estaba metido en un dedo, tan cubierto de pelo que no pudieron sacárselo… y tampoco se lo habrían podido poner una vez que le hubiera crecido ese pelo.
Uno a uno, tres clientes más avanzaron hasta unirse a John Carroll y la mujer.
—Bien —dijo Maturo, volviéndose hacia la mesa que había abandonado—. ¿Alguno de vosotros, chicos?
Sus amigos, que habían recobrado de golpe la sobriedad, menearon la cabeza.
—No pensamos dejarte en la estacada, Doug, y nunca lo hemos hecho… —dijo uno en tono implorante—, pero ayudar a que se cometa un crimen a sangre fría…, tenemos familias y…
—Claro —Maturo desvió la mirada—. Que se vayan todos los que deseen marcharse. Y si os parece que debéis hacerlo, llamad a un agente de policía…, pero antes pensad en la clase de criatura que pondréis en libertad. Recordad las historias que os han explicado este chico y esta mujer y luego recordad también las historias que, estoy seguro, todos habéis oído contar.
Casi todos los presentes salieron por la puerta principal, aunque otros dos hombres se quedaron para unirse al grupo de Maturo.
—Acabo de comprender que pensaba largarme con las manos limpias, aunque me alegraba mucho de que se hiciera justicia —dijo uno de ellos—. No puedo irme así como así.
Maturo tapó con la mano la boca de Cara-de-Perro Joe y luego, volviéndose hacia Crank, le dijo en tono despreocupado:
—¿Sabes, Crankie? Creo que he cambiado de opinión…, me limitaré a llevarle a la policía, después de todo. ¿Me entiendes? Lo último que oíste decir fue que me lo llevaba con vida para entregarlo a las autoridades.
—Lo he comprendido —dijo Crank, algo pálido, sirviéndose una generosa ración de coñac puro—. Gracias, Doug.
Maturo, ayudado por sus compañeros, se llevó al viejo hacia la puerta trasera, pese a sus intentos de resistencia.
—Esto… Doug —dijo Crank con voz nerviosa—. ¿Vas a…, a salir por la puerta trasera?
—Así nos iremos con más discreción.
Los nueve miembros del grupo se llevaron a su cautivo, medio a rastras medio caminando, hacia el pequeño patio trasero de la taberna y, una vez en él, Maturo examinó el lugar; estaba cubierto de nieve y en una de las esquinas había tanta que casi había enterrado a un viejo carro en muy mal estado, que había servido para transportar cerveza. Una parte de la pared había sido derribada, sin duda por un descuido del operario que manejaba la pequeña grúa de la forja adyacente al patio. No se veía a nadie en la forja y la sombra de la grúa, ahora sin nadie que la manejara, se proyectaba sobre la puerta trasera de la taberna.
—Tú —dijo Maturo, señalando a uno de los hombres—, mira si hay un poco de cuerda junto al carro. Y… ¿dónde está John Carroll? Ah, estás ahí…, ¿crees que puedes trepar por esa grúa?
—Si alguien me presta unos guantes lo haré.
A Cara-de-Perro Joe se le quitó sin miramientos el otro guante, Carroll los pilló al vuelo y unos instantes después atravesaba el montón de cascotes cubiertos de nieve donde había cedido la pared.
—Hay una cuerda atada al yugo —gritó el hombre que Maturo había enviado para inspeccionar el carro—. Está congelada pero creo que podré soltarla.
—Cuando lo consigas reúnete con nosotros en la forja —le contestó Maturo. Se volvió hacia la mujer y le dijo—: Creo que podremos hacer las cosas tal como deben hacerse en vez de limitarnos a retorcerle el pescuezo.
Unos minutos después, los nueve se hallaban formando un semicírculo alrededor de un barrilete de clavos sobre el cual se encontraba Cara-de-Perro Joe, con el cuello bien estirado y sosteniéndose de puntillas, pues la cuerda había resultado ser un poco corta y, si dejaba que los pies se apoyaran normalmente en el barrilete, el nudo corredizo que le rodeaba el cuello le apretaba excesivamente.
—Si me bajáis de aquí —dijo Joe con voz ronca, inclinando al máximo la cabeza para poder verles por encima de la curva de sus pómulos—, os haré ricos a todos…, ¡tengo dinero de todos los cuerpos en los que he estado! ¡Es una fortuna y dejaré que os la quedéis toda!
Retorció frenéticamente sus manos, atadas por una bufanda.
—Eso ya lo has dicho antes —le replicó Maturo—, y ya te dijimos que no. Reza alguna oración, Joe, porque pronto estarás en camino.
Maturo no parecía demasiado seguro de lo que iba a hacer, y no dejaba de alzar la mirada hacia su cautivo con cierta suspicacia.
—No me hacen falta oraciones —dijo Joe—. Mi alma está en buenas manos. —Pero sus confiadas palabras debían de ser meramente un farol, pues un instante después lanzó un grito desesperado y gimoteó—: ¡Esperad un minuto! ¡Soy D…!
El ruido interrumpió bruscamente sus palabras, pues Maturo había derribado el barrilete de una patada tan potente que lo mandó rodando sobre el suelo cubierto de nieve, mientras el viejo se balanceaba en el extremo de la cuerda, súbitamente tensada al máximo, con el rostro ennegreciéndose por segundos, los ojos congelados en una expresión suplicante y la boca formando palabras que ya no tenía el aliento necesario para pronunciar.
Maturo, que parecía más tranquilo una vez terminado todo, aguardó con una leve sonrisa en los labios hasta que el horrible péndulo hubo girado sobre sí mismo, dando la espalda a sus verdugos para encarar el patio, el sol que colgaba ya sobre el horizonte y el barrilete que aún rodaba, cada vez más despacio, en el suelo cubierto de nieve. Luego, de un salto, se encaramó a la espalda del hombre ahorcado como si pretendiera jugar al caballito.
El chasquido de las vértebras al romperse resonó con toda claridad en el silencio helado de la forja, y John Carroll se dio la vuelta para vomitar sobre la nieve.
Doug Maturo entró en el maltrecho edificio, sobre cuya puerta todavía podían distinguirse débilmente las letras pintadas que anunciaban el SALÓN DEPILATORIO, cerró la puerta detrás de sí, cruzó la estancia pisando las barras de luz grisácea que penetraban por las rendijas de los postigos y dejó atrás el mostrador cubierto de polvo para dirigirse hacia el oscuro vestíbulo y la escalera. Cuando se encontraba a medio camino empezó a oír voces en el piso superior y recorrió el resto del camino intentando no hacer el menor ruido.
—… en la calle Jermyn, cerca de la plaza Saint James —estaba diciendo Dundee—. El alquiler que piden es exorbitante, pero tal y como señalaste el otro día, necesito un sitio mejor donde vivir.
—Realmente lo necesitas, Jake —replicó una joven voz de contralto—. ¡Y me gusta la idea de verte preocupado por un alquiler! ¿Cuánto dijiste que ganabas al día?
—En estos momentos un promedio de novecientas libras, pero se trata de una progresión geométrica ascendente…, cuanto más tengo, más gano. A finales de mil ochocientos once no habrá modo de calcularlo… el tiempo necesario para realizar las operaciones matemáticas sería tal, que las cifras perderían toda validez antes de que pudieras obtenerlas.
—¡Me voy a casar con un mago! —exclamó la joven, sonriendo a juzgar por el tono de su voz. Luego hubo unas cuantas risitas y murmullos cariñosos y unos instantes después añadió, con cierta burla—: Aunque no es demasiado afectuoso, me temo.
La risa de Dundee le sonó algo forzada al hombre que permanecía inmóvil en el vestíbulo con una sonrisa burlona en los labios, y no había demasiada convicción en su voz al responderle.
—Cuando estemos casados habrá tiempo más que suficiente para eso, Claire. Estaríamos… estaríamos traicionando la confianza que tu padre ha puesto en nosotros si… si nos comportáramos mal aquí y ahora.
El hombre del vestíbulo retrocedió silenciosamente hasta la escalera, golpeó varias veces con intensidad creciente el último escalón y luego, andando ya normalmente, fue hasta la puerta de Dundee y llamó.
—¿Sí? —dijo Dundee—. ¿Quién es?
El hombre abrió la puerta y entró, haciéndole una seña con la cabeza a Dundee y sonriendo ampliamente a la delgada muchacha rubia.
—Aquí está nada menos que Chispeante Hal, el Hombre Inmortal —dijo con voz alegre.
Dundee contempló sin demasiada alegría al corpulento intruso. Jamás había visto aquel rostro más bien rojizo, con ojos que parecían pedernales y áspero cabello gris, pero sabía muy bien quién era.
—Ah…, hola —dijo—. Veo que… que todo fue bien.
—Cierto, no hubo ningún, ningún, ningún problema. A decir verdad, me he pasado todo el camino hasta aquí dando saltos y haciendo carreras, y he decidido que no está del todo mal…, creo que me quedaré un cierto tiempo, si lo permiten sus ingenios electro-mata-pelos. Pero ¿quién tenemos aquí?, ¿qué preciosa criatura veo?
Hizo una reverencia más bien teatral.
—Eh…, Joe —dijo Dundee, levantándose del diván—, es Claire Peabody, mi prometida. Claire, éste es uno de mis socios.
Joe sonrió, dejando al descubierto una dentadura blanca y casi perfecta.
—Encantado de conocerla, señorita Claire.
Claire frunció el ceño algo inquieta y no demasiado complacida ante la evidente y exagerada atención con que la observaba el recién llegado.
—Encantada de conocerle, Joe —dijo.
Al darse cuenta de que Joe estaba mirando sus pechos frunció un poco más el ceño y se volvió hacia Dundee con una expresión suplicante en los ojos.
—Joe —dijo el joven—, quizá podrías…
—¿No le parece magnífico que los dos nos sintamos tan…, tan encantados? —le interrumpió Joe, sonriendo más ampliamente que nunca.
—Joe —repitió Dundee—, quizá deberías esperar en tu habitación. Luego hablaré contigo.
—Claro, Jake —dijo Joe volviéndose hacia la puerta y deteniéndose ante ella unos instantes—. Feliz Navidad, señorita Claire.
No recibió contestación alguna y, al cerrar la puerta, Joe rió tan suavemente que casi no se le pudo oír.
Jacky pagó su penique en el mostrador y se unió a la fila de los que aguardaban.
Después de unos minutos, mientras se iba acercando paso a paso hacia la puerta trasera y el hombre que, de pie junto a ella, gritaba de vez en cuando «De acuerdo, ya lo han visto, ahora denle su oportunidad a otra persona», le tocó el turno de cruzar el umbral y reunirse con la multitud que colmaba el patio trasero. La nieve había sido pisoteada hasta convertirse en un lodazal.
Jacky no pudo ver nada salvo las anchas espaldas del hombre que tenía delante, pero la fila iba moviéndose y no tardó demasiado en encontrarse, junto con otras personas, ante un agujero que se abría en el muro de ladrillos y daba a un patio más grande con el suelo pavimentado. Ahora podía ver la grúa y la soga. En la calle contigua alguien estaba cantando fragmentos de villancicos con una voz de barítono algo alcoholizada.
«Bueno, ¿qué hago ahora? —se preguntó—. ¿Vuelvo a casa? ¿Vuelvo a mi pequeño hogar en Romford, a los estudios y, con el tiempo, a los brazos de algún ansioso y prometedor joven empleado en un banco para hacer de él mi esposo? Sí, supongo que eso haré…, ¿qué otra cosa puedo hacer? Aquello por lo cual viniste a Londres ya está hecho, aunque haya sido otra persona quien se ha encargado de llevarlo a cabo. ¿Será eso lo que te hace sentir tan… tan inútil, tan a la deriva y tan…, sí, mejor enfrentarse a ello…, tan asustada? Ayer tenías un propósito, una razón por la cual vivir de este modo; hoy ya no. No tienes ninguna razón para seguir siendo Jacky Snapp, pero no eres tampoco Elizabeth Jacqueline Tichy…, al menos, no del todo… ¿En qué te has convertido, muchacha?».
Rebasó por fin la última curva de la hilera de personas que iban moviéndose y pudo ver la escena con claridad. Había una soga atada a la grúa y de su extremo colgaba un muñeco con la cabeza de saco, a cuyo rostro, manos y pies habían cosido retazos de piel apolillada; la fría brisa hacía que se balanceara lentamente de un lado a otro.
—Sí, amigos —dijo el encargado de la fila hablando casi en un murmullo—, aquí se hizo justicia por fin con el temido hombre lobo Cara-de-Perro Joe. La efigie que tenéis ante vosotros fue cuidadosamente construida para que todos pudierais ver exactamente la escena con que se encontró la policía la noche anterior.
—Tal como lo he oído contar —le dijo en voz baja el hombre que estaba ante Jacky a su compañero—, no tenía tanto pelo en el cuerpo, era sólo como una barba de dos días…
—¿De veras, milord? —le preguntó cortésmente el otro hombre.
La fila fue avanzando hasta dejar atrás el muñeco, que había dado una vuelta sobre sí mismo, dejando ver ahora un buen desgarrón en el fondillo de sus pantalones por el que asomaba un poco de heno. Algunos se rieron y Jacky oyó cómo alguien especulaba en un murmullo sobre las circunstancias en que había sido capturado Cara-de-Perro Joe.
Jacky sintió que en su interior empezaba a nacer una cierta histeria.
«¿Lo has visto bien, Colin? —pensó—. ¿Puedes ver este…, este espectáculo de feria barata? Has sido vengado al fin. ¿No es maravilloso? ¿Y no te parece maravilloso que toda esta gente quiera contemplar tan magnífico monumento a la ejecución? ¿No lo encuentras noble, elevado y satisfactorio?».
Se encontró llorando antes de darse cuenta; el hombre corpulento que tenía delante la cogió por el codo, la apartó de la fila y la acompañó hasta la salida, una puerta que llevaba a la calle donde estaba la entrada principal de la taberna.
Una vez se encontraron fuera del solar el hombre dijo:
—Parker, mi petaca.
—Sí, milord —dijo el otro hombre, que les había seguido dócilmente fuera del patio.
Sacó de su gabán una petaca de peltre, desenroscó el tapón y se la ofreció.
—Toma, chico —dijo el hombre corpulento—, bebe un trago. En ese tonto espectáculo no hay nada por lo que valga la pena llorar en esta hermosa mañana de Navidad.
—Gracias —dijo Jacky, resoplando y limpiándose la nariz con la manga tras devolverle su petaca—. Creo que tiene razón y supongo que, en realidad, no hay nada por lo que valga la pena llorar. Otra vez, gracias.
Se llevó la mano a la gorra en un gesto de saludo y luego, metiendo las manos en los bolsillos, se alejó con paso decidido, pues había un largo trecho hasta volver a la calle Pye.