11

Nada podía ser más horrible. Su cabeza y sus hombros se hicieron visibles, volviéndose primero a un lado y luego a otro con un movimiento solemne y espantoso, como si le impresionara algún aterrador secreto de los abismos, que le había hecho emerger de su tumba acuática para ser así finalmente revelado. Imágenes como aquella se hicieron luego frecuentes y apenas si transcurría un día sin que los muertos acudieran para contemplar a los vivos, hasta que finalmente, ya cansados de ellos, dejaron de suscitar su curiosidad.

E. D. CLARKE

Al amanecer del diez de octubre, Doyle se despertó, medio aturdido, y se dio cuenta de que estaba en cubierta… y de que los maderos que rozaban su barbuda mejilla estaban calientes. Abrió los ojos y la brillante luz del sol los hirió, obligándole a cerrarlos de nuevo. Unos instantes después oyó voces, aparejos que crujían y el suave roce del agua contra el casco que oscilaba levemente; el viento había cesado.

—Puede que haya un dique seco en algún sitio —estaba gruñendo uno de los hombres—, pero desde luego no será en este maldito lugar olvidado del mundo.

Otra voz dijo algo sobre Grecia.

—Claro, siempre que llegue a Grecia. Entra agua por todas partes, las velas están hechas pedazos y los condenados mástiles…

La segunda voz, que Doyle reconoció ahora como la casi idéntica a la del doctor Romany, le hizo callar secamente con unas palabras que Doyle no logró entender.

Doyle intentó sentarse, pero lo único que logró fue rodar sobre sí mismo, pues se encontraba fuertemente atado con unas gruesas sogas que olían a brea. No piensan correr ningún riesgo conmigo, pensó, y luego sonrió un poco al darse cuenta de que el objeto agudo que se le estaba clavando en la rodilla era su improvisada daga de madera, que había logrado escapar al escrutinio de quien le hubiera atado.

—Menos mal que le atamos en seguida —dijo la voz más áspera—. Desde luego tiene una buena constitución… habría apostado a que la droga le tendría dormido como mínimo hasta la tarde.

Aunque el movimiento hizo que las sienes le dolieran todavía más, Doyle alzó la cabeza y contempló lo que le rodeaba. Junto a la borda estaban dos hombres, mirándole: uno parecía ser una versión del doctor Romany anterior a su salto temporal (pensó que sería Romanelli, el original) y el otro era evidentemente el capitán del barco.

Romanelli iba descalzo y cuando se acercó a Doyle sus pasos resonaron levemente sobre la cubierta.

—Buenos días —dijo, agachándose junto a él—. Es posible que desee hacerte alguna pregunta y creo que no encontraremos a nadie que hable inglés, así que pienso quitarte la mordaza. De todos modos, si deseas ponerte a gritar y armar un escándalo, siempre podemos colocarla de nuevo y disimularla bajo un albornoz.

Doyle apoyó nuevamente la cabeza sobre la cubierta, cerró los ojos y esperó a que las dolorosas pulsaciones de sus sienes se calmaran un poco.

—De acuerdo —dijo abriendo de nuevo los ojos y contemplando el despejado cielo azul, que aparecía entre la masa de aparejos, mástiles y velas arriadas—. ¿Estamos en Egipto?

—En Alejandría —dijo Romanelli moviendo la cabeza—. Te llevaremos a la costa en un bote de remos y luego habrá que ir por tierra hasta el canal de Rosetta; desde allí subiremos por el Nilo hasta llegar a El Cairo. Goza del paisaje. —El hechicero se incorporó con un fuerte chasquido de sus articulaciones y una mueca de dolor, que no logró reprimir del todo—. Vosotros —gritó con irritación—, ¿está listo ya el bote? Entonces, sacadle del barco y empecemos.

Doyle fue levantado a pulso y transportado por encima de la borda. Unos instantes después hicieron pasar un gancho por la cuerda que le sujetaba los brazos y le bajaron, como si fuera una alfombra enrollada, hasta un bote que oscilaba sobre las aguas golpeando suavemente el casco de la otra embarcación, unos seis metros más abajo. Un marinero, que ya se encontraba en el bote, se encargó de cogerle por los tobillos y le guió hasta dejarle sentado en uno de los bancos; mientras, Romanelli bajaba usando una escalerilla de cuerda y, tras balancearse durante casi un minuto al final de ésta, agitando el pie y lanzando maldiciones, medio bajó medio se desplomó en el bote. El marinero le ayudó a sentarse en otro de los bancos y, unos segundos después, el último pasajero apareció por la escalerilla, haciéndola oscilar salvajemente: era la Suerte de Surreyside en persona, el doctor Romany casi devorado por el tiempo, con dos grandes clavos metálicos atados a sus zapatos para darle algo más de peso. Tras haber situado a la sonriente criatura, que no dejaba de parpadear, en la proa, donde encorvó el cuerpo hasta parecerse sorprendentemente a un cormorán amaestrado, el marinero se limpió las manos y se instaló con expresión impasible, frente a Romanelli y Doyle, para coger los remos y ponerse a trabajar.

Doyle se vio impulsado inmediatamente contra la borda y, desde esa posición, vio cómo el casco de la nave iba deslizándose junto a ellos hasta acabar desapareciendo, una vez rodeada la gran proa, para dar paso a la imagen de Alejandría, a casi un kilómetro de distancia por encima de la reluciente superficie del agua.

La ciudad le decepcionó bastante; esperaba encontrarse con el laberinto oriental sobre el que había escrito Lawrence Durrell, pero todo lo que pudo ver fue un pequeño amasijo de edificios blancos en bastante mal estado, que se cocían al sol. No había más barcos en la bahía y junto a los atracaderos sólo se veían unos cuantos botes pequeños.

—¿Eso es Alejandría? —preguntó.

—Ya no es lo que era —gruñó Romanelli en un tono que no invitaba demasiado a seguir conversando.

El hechicero estaba acurrucado al otro lado de Doyle, respirando con lentos jadeos asmáticos. Los restos de Romany seguían inmóviles en la proa, lanzando una risita de vez en cuando.

El hombre de los remos dejó que la corriente les fuera llevando hacia la izquierda y al este de la ciudad y, en una elevación arenosa, Doyle distinguió finalmente unas siluetas; tres o cuatro personas vestidas a la usanza árabe, que se cobijaban a la sombra de una palmera algo polvorienta, mientras algunos camellos permanecían inmóviles alrededor de un pedazo de muro en ruinas. Doyle no se sorprendió demasiado cuando el marinero enfiló el bote en aquella dirección, haciendo que la proa apuntara en línea recta a la palmera.

Romanelli agitó la mano y gritó: ¡Ya Abbas, sabah ixler!

Uno de los hombres se estaba dirigiendo hacia la orilla.

—¡Saghida, ya Romanelli! —respondió a gritos, agitando también la mano.

Doyle contempló durante unos instantes el flaco rostro de aquel hombre, que daba la impresión de haber sido tallado a golpes de cincel, y con cierto nerviosismo intentó imaginarle en alguna agradable actividad doméstica, como por ejemplo acariciar a un gato. Le resultaba imposible lograrlo.

Cuando el bote estuvo a unos metros de la orilla, el timón rechinó sobre el fondo arenoso, haciendo detener con cierta brusquedad a la pequeña embarcación y lanzando a Doyle sobre los maderos.

—Ay —murmuró al rozar sus labios la borda, que estaba fría y tenía un sabor salado a causa del movimiento de los remos.

Un instante después Romanelli le incorporó de un tirón.

—¿Te ha dolido? —preguntó la criatura agazapada en la proa fingiendo preocupación—. Diiiiime…, ¿te ha dolido o fue un vahído?

El hechicero se había puesto en pie y ya estaba ladrando instrucciones a los árabes en su misma lengua; dos de los hombres que habían estado bajo la palmera fueron rápidamente hasta el agua, mientras el primer hombre ya la cruzaba chapoteando. Romanelli señaló con el dedo a Doyle.

Taghala aghaya nisilu —dijo, y un segundo después unos brazos morenos y flacos se extendieron por encima de la borda para sacar a Doyle del bote.

Doyle fue atado a lomos de un camello y, pese a las varias paradas para repostar agua y descansar, cuando llegaron a la aldea de El Hamed, junto al Nilo, sus piernas se habían convertido en dos distantes columnas entumecidas, que sólo podía reconocer como suyas de vez en cuando, al ser atravesadas por tales pinchazos de dolor que le hacían rechinar los dientes. Tenía la impresión de que su espina dorsal se había convertido en el tallo de una planta secada por el sol, que unos niños hubieran utilizado repetidamente como proyectil para una diana. Cuando los árabes le desataron y le llevaron a bordo del dahabeeyeh, un pequeño bote de un sólo mástil con una minúscula cabina en la popa, estaba casi delirando y no dejaba de murmurar: «Cerveza…, cerveza…». Afortunadamente, parecieron reconocer la palabra y le trajeron una jarra de lo que, gracias al cielo, era inconfundiblemente eso: cerveza. Doyle acabó con ella en un par de tragos y se derrumbó sobre la cubierta, profunda e instantáneamente dormido. Estaba anocheciendo.

Despertó en una oscuridad casi completa cuando el bote chocó levemente contra alguna estructura de madera y se detuvo con un último balanceo. Sus captores le hicieron levantarse y luego, una vez sentado en el muelle, pudo ver unas luces situadas a doscientos metros a su izquierda.

Un hombre que llevaba una linterna apareció en el muelle.

Is salam ghalekum ya Ronanelli —dijo sin alzar la voz.

Wi ghalekum is salam —respondió Romanelli.

Doyle había estado temiendo otra cabalgata a lomos de camello, y lanzó un suspiro de alivio al distinguir la silueta de un auténtico carruaje estilo inglés en el camino que había a espaldas del recién llegado.

—¿Estamos en El Cairo? —preguntó.

—La hemos dejado atrás —respondió secamente Romanelli—. Ahora vamos hacia el interior, hacia el Karafeh, la necrópolis que se halla bajo la Ciudadela.

Empezó a ladrarles nuevas órdenes a los árabes y éstos, obedientemente, levantaron a Doyle por los tobillos y los hombros y le transportaron por unas viejas escalinatas de piedra hasta el camino, metiéndole luego en el interior del carruaje.

Unos instantes después se le unió Romanelli, la criatura que había sido Romany, uno de los árabes y el hombre que les había recibido en el muelle. Se oyó un chasquido de riendas y el carruaje inició una marcha algo traqueteante.

«La necrópolis —pensó Doyle con cierta inquietud—, estupendo».

Apretó sus rodillas una contra otra, doblado en el suelo del carruaje, y sintió el bulto de su daga casera, tranquilizándolo un poco. No había sido consciente de los olores tropicales que emanaban del río hasta que éstos fueron desapareciendo, para ser sustituidos por el más leve, pero también más áspero, olor a piedra reseca del desierto.

Tras haber recorrido unos cuantos kilómetros por el camino, que no estaba en muy buen estado pero aún era practicable, el carruaje se detuvo y Doyle fue bajado de él para encontrarse contemplando un edificio sin iluminación, la meta de su viaje, situado en el centro del desierto. La linterna le mostró un dintel en forma de arco, flanqueado por grandes columnas; el muro del edificio era totalmente liso con la excepción de un par de agujeros, que quizá hubieran sido concebidos como ventanas, aunque eran demasiado pequeños para que nadie pudiera meter la cabeza por ellos. Encima del edificio pudo distinguir vagamente una gran cúpula silueteada por las estrellas.

Romanelli hizo una seña y el árabe que había viajado con ellos desde el bote sacó de su albornoz una daga curva que brillaba como un espejo, y cortó las sogas que rodeaban las piernas de Doyle. Al segar aquellas cuerdas un diluvio de soga cayó sobre el suelo polvoriento, dejándole libre de cintura para abajo; Doyle apartó las cuerdas con un par de patadas.

—Nada de correr —le dijo Romanelli con voz cansada—. Abbas puede atraparte y le he dado instrucciones de que en tal caso te corte un tendón de Aquiles.

Doyle asintió, dudando de que fuera capaz ni tan siquiera de caminar.

El marchito ka se había quitado sus zapatos lastrados y, agarrándose a las hebillas, caminaba ahora sobre sus manos con las piernas oscilando en el aire, como las cintas utilizadas para indicar la posición de las rejillas de ventilación.

Miró a Doyle, obsequiándole con una sonrisa invertida, y dijo:

—Ya es hora de ver al hombre de la luna.

—Cállate —le dijo Romanelli y, volviéndose hacia Doyle, añadió—: Por aquí, sígueme.

Doyle avanzó cojeando hacia la puerta, acompañado por el ka; cuando habían cubierto la mitad de los veinte pasos que les separaban de ella, oyó un chasquido ahogado y la puerta giró hacia el interior para revelar a una figura encapuchada, que sostenía una linterna y les hacía señas. Romanelli indicó con cierta impaciencia a Doyle y al ka que entraran en el enorme vestíbulo de piedra y luego le hizo una pregunta al hombre encapuchado, que estaba cerrando la puerta y pasando nuevamente la cancela, en un lenguaje que esta vez no parecía árabe.

El hombre, con un gesto despectivo, le contestó brevemente en el mismo lenguaje, al parecer sin sorprender a Romanelli y sin complacerle demasiado.

—No se encuentra mejor —le murmuró el ka mientras abría la marcha.

El hombre de la linterna les siguió, y las sombras que se balanceaban a su paso hicieron que los bajorrelieves de los muros, y hasta las columnas de jeroglíficos del Viejo Reino, parecieran moverse. Doyle vio que el vestíbulo terminaba a unos diez metros de distancia en un muro de ladrillos que tenía forma curva y sobresalía hacia ellos en un ángulo bastante pronunciado de tal forma que el suelo llegaba mucho más lejos que el techo, dándole la impresión de que al otro lado hubiera una piscina situada por encima del nivel del suelo.

—¿Esperabas oír acaso que había empezado a preparar sus vacaciones veraniegas, o qué? —preguntó el ka, caminando todavía sobre las manos.

Romanelli no hizo caso de sus palabras y, pasando por una arcada que se abría en la pared izquierda, empezó a subir unos escalones. En la parte más alta de la escalera se veía luz al otro lado de la curva y el hombre con la linterna se quedó inmóvil ante ella, sin subir; a Doyle le pareció que estaba más bien contento por esto. Los tres subieron por la escalera hasta encontrarse en otro vestíbulo, éste mucho más pequeño que el de abajo, terminado en un balcón que daba a la superficie interior de la cúpula. El trío avanzó hacia la barandilla.

Y Doyle se encontró contemplando una enorme esfera, que tendría aproximadamente unos veintitrés metros de diámetro, iluminada por una lámpara que colgaba justo en su centro, al mismo nivel que el balcón, suspendida por una larga cadena que terminaba en la parte superior de la cúpula. Se inclinó sobre la barandilla y miró hacia abajo, quedando algo sorprendido al ver a cuatro hombres inmóviles en el interior de una especie de corral con muros de piedra, situado en el suelo de la estancia circular.

—¡Saludos!, mis pequeños amigos.

El graznido, casi inaudible, venía del otro extremo de la esfera y, por primera vez, Doyle se dio cuenta de que allí había un hombre, un viejo increíblemente retorcido y arrugado, que se encontraba sobre un diván unido por una conexión invisible a la pared, a medio metro de la negra línea horizontal que parecía ser el ecuador de la estancia. El hombre estaba tendido sobre el diván sin mover un músculo, y éste se encontraba igualmente en línea recta con el muro, casi perpendicular, siendo tal la ilusión de que estaban sostenidos así por la gravedad que Doyle, de forma automática, se encontró buscando el borde del espejo que, ineludiblemente, debía encontrarse allí…, pero en la cara interna de la cúpula no había interrupción alguna. El diván y el hombre colgaban sencillamente de la pared, como si fueran un adorno mural de gusto más bien dudoso… Y, cuando Doyle empezaba a pensar en cómo podía reposar, con tal apariencia de comodidad, el viejo en aquel diván, evidentemente clavado en la pared, y en dónde se colocaría la escalera que le había permitido subir hasta ahí, se oyó un rechinar de engranajes y el diván ascendió un poco más.

El anciano lanzó un gemido y luego se acercó al borde del diván para mirar al «suelo»; ahora, el diván se encontraba justo sobre la línea del ecuador.

—Está saliendo la luna —dijo con voz cansada. Se tendió nuevamente en el diván y miró hacia el balcón—. Veo a los doctores Romanelli y Romany, este último un claro mentís a mi habilidad para fabricar un ka decente; creía que habrías durado como mínimo un siglo antes de alcanzar tal punto de ingravidez y deterioro. Pero ¿quién es nuestro gigantesco visitante?

—Tengo entendido que su nombre es Brendan Doyle —dijo Romanelli.

—Buenas noches, Brendan Doyle —dijo el hombre de la pared—. Me… me disculpo por no ser capaz de acercarme hasta ahí y darte un buen apretón de manos, pero, dado que me he visto obligado a renunciar a la tierra, ya no gravito hacia ella sino… hacia otro sitio. Se trata de una posición incómoda y espero ponerle remedio antes de que pase mucho tiempo. Y bien —prosiguió—, ¿qué relación guarda el señor Doyle con nuestra debacle actual?

—¡Fue él quien la causó, Señoría! —graznó el ka—. Logró sacar al ka de Byron del hechizo de obediencia al que le teníamos sometido, hizo que los yags se volvieran locos y después de eso, cuando salté al mil seiscientos ochenta y cuatro, me siguió hasta allí y alertó a la Hermandad de Anteo sobre mi presencia en ese año… —Había soltado sus zapatos para enfatizar más su discurso con todo tipo de gestos y empezaba a flotar con los pies hacia arriba; su cuerpo fue detenido por el murete de ladrillos que rodeaba la parte superior del balcón, rodó más allá de él y empezó a subir hacia lo alto de la cúpula—, y sabían que un arma ensuciada con tierra o barro podía hacerme daño, y me volaron media cara con una pistola que estaba llena de fango y…

—¿Aaalto ñomilchecientos chocuatro? —farfulló el Amo con un diluvio de saliva.

Romanelli, Doyle y el ka, que se habían agazapado junto a la cadena que sostenía la lámpara, se le quedaron mirando sorprendidos.

El Amo se frotó los ojos y la boca hasta conseguir cerrarlos y los abrió unos segundos después.

—¿Un salto hasta el año mil seiscientos ochenta y cuatro? —dijo, articulando cuidadosamente las palabras.

—Creo que es cierto, señor —se apresuró a decir Romanelli—. Usaron las puertas que creó Fikee…, viajaron de puerta a puerta, pero a través del tiempo, ¿me comprendéis? Este ka —señaló con la mano hacia lo alto de la cúpula—, se encuentra obviamente en un estado demasiado caduco para haber pasado sólo ocho años en acción, y las partes de su historia que he podido reconstruir me parecen consistentes.

El Amo asintió lentamente.

—Hubo algo peculiar en el fracaso de nuestro plan con Monmouth en mil seiscientos ochenta y cuatro.

El diván ascendió un par de palmos más y, aunque los dientes del Amo se apretaron en una silenciosa mueca de dolor, entre las figuras del suelo se oyó un gemido semejante a un eco. Sobresaltado, Doyle miró de nuevo hacia abajo y no quedó muy tranquilo al ver que eran estatuas de cera. El Amo abrió nuevamente los ojos.

—Viaje por el tiempo —murmuró—. ¿Y de dónde vino el señor Doyle?

—De alguna otra época —dijo el ka—. Él y un grupo de gente aparecieron por una de las puertas; le conseguí atrapar, aunque sus compañeros se fueron por donde habían venido. Tuve un poco de tiempo para interrogarle y… escuchadme bien, sabe dónde se encuentra la tumba de Tutankhamón. Sabe montones de cosas.

El Amo asintió y en sus labios floreció una horrenda sonrisa.

—Es posible que en esta época postrera y estéril hayamos dado por accidente con la herramienta más poderosa que hemos tenido nunca en las manos. Romanelli, sácale algo de sangre a nuestro invitado y construye un ka, uno en plena madurez, que sepa cuanto él sabe. No debemos correr riesgos en cuanto a lo que contiene su cabeza; podría suicidarse o contraer unas fiebres. Hazlo ahora mismo y luego enciérrale durante la noche. Los interrogatorios empezarán por la mañana.

Pasaron diez minutos intentando capturar al ka de Romanelli desde el balcón, pues a éste le resultaba tan imposible bajar por la cúpula como a un hámster le habría sido trepar por la superficie de una bañera. Finalmente lograron cogerle con una cuerda y Romanelli hizo bajar a Doyle por la escalera.

Una vez en el piso de abajo entraron en una habitación débilmente iluminada por una lamparilla, a cuya luz se podía distinguir al encargado de la puerta removiendo cuidadosamente una gran cuba, que contenía un fluido cuyo olor recordaba al pescado.

—¿Dónde está la…? —empezó a decir Romanelli, pero el encargado de la puerta le interrumpió señalando una mesa que había pegada al muro—. Ah. —Romanelli fue hasta ella y con gran cuidado alzó la tapa que cubría una copa de cobre—. Toma —le dijo a Doyle—. Bebe esto y nos ahorrarás el problema de atarte y metértelo luego por entre los pocos dientes que te queden.

Doyle aceptó la copa y olisqueó el líquido, no muy convencido. Su aroma era bastante acre, como el de ciertos productos químicos. Recordándose con fervor que no debía morir hasta el año mil ochocientos cuarenta y seis, alzó la copa hasta sus labios agrietados por el viaje y apuró el contenido de un solo sorbo, conteniendo las náuseas.

—Dios santo —resopló luego, devolviéndole la copa a Romanelli e intentando no llorar a causa del dolor.

—Ahora vamos a tomarte unas cuantas gotas de sangre —prosiguió Romanelli, sacando un cuchillo de sus ropas.

—No es más que sacarle el corcho a una vena, nena —afirmaron con regocijo los restos del doctor Romany.

El ka había agarrado una vez más las hebillas de sus zapatos lastrados y volvía a caminar sobre las manos.

—¿Sangre? —preguntó Doyle—. ¿Para qué?

—Ya has oído cómo el Amo nos dijo que hiciéramos un ka tuyo —respondió Romanelli—. Ahora voy a liberarte las manos, pero no cometas ninguna estupidez.

«No seré yo quien la cometa —pensó Doyle—; según la historia, saldré de Egipto dentro de cuatro meses, cuerdo y con todos los miembros intactos. ¿Para qué correr el riesgo de ganarme una conmoción o un brazo dislocado?».

Romanelli cortó las sogas que ataban las muñecas de Doyle.

—Acércate a esa cuba —le indicó—. Te haré un pequeño corte en el dedo.

Doyle dio un paso hacia adelante, extendiendo un dedo y contemplando con cierta curiosidad el líquido perlino que había en la cuba.

«Bueno —pensó—, ahí es donde harán un duplicado exacto de mí…

»Oh, Dios mío, ¿y si quien consigue huir es el duplicado y acaba volviendo a Inglaterra para morir allí en mil ochocientos cuarenta y seis? Podría morir aquí sin causarle ningún trastorno a la historia…».

Su tenue optimismo se extinguió de golpe. Doyle cerró sus dedos sobre la muñeca de Romanelli, que se acercaba blandiendo el cuchillo, y aunque recibió un profundo corte en una mano logró sujetar con la otra el antebrazo de Romanelli, y con la fuerza que da el pánico le hizo perder el equilibrio y caer hacia la cuba de líquido. Pese a todo, Doyle vio, desesperado, cómo varias gotas caían de su mano herida para hundirse en el fluido perlino.

Seguro de que Romanelli caería en la cuba, Doyle se volvió en redondo, agazapándose, sacó la daga de madera de su pantalón y se lanzó con un salto salvaje contra el ka, que flotaba cabeza abajo. La criatura lanzó una especie de mugido de alarma y soltó las hebillas de sus zapatos, pero antes de que pudiera ascender hasta el techo, el cuchillo de madera de Doyle penetró en su frágil torso.

Doyle recibió una ráfaga de aire frío y maloliente en el rostro y el ka salió despedido hacia atrás, alejándose del cuchillo y encogiéndose visiblemente a medida que el aire fétido salía con un silbido de su interior. Tras navegar durante unos segundos por la habitación rebotó en una pared, empezó a subir en línea recta hacia el techo y luego, perdiendo velocidad, acabó por quedarse inmóvil en el aire.

Romanelli estaba debatiéndose con el rostro retorcido por el dolor en el suelo, al otro lado de la bañera; había logrado dar una voltereta en el aire, pasando por encima de ella sin caer dentro.

—Cógelo —logró graznar.

El hombre que había estado removiendo el líquido se encontraba entre Doyle y la puerta de la habitación; Doyle se lanzó en línea recta sobre él, blandiendo el cuchillo y rugiendo con toda la potencia de que eran capaces sus pulmones.

El hombre se apartó de un salto, pero no fue lo bastante rápido; Doyle le dio en la cabeza con el extremo sin afilar de su arma y el contrincante se desplomó como un fardo en el suelo, mientras las pisadas de Doyle se iban alejando veloces hacia el vestíbulo.

Romanelli seguía luchando por interponer la protección de sus zapatos entre él y la tortura del suelo cuando, haciendo un ruido casi tan inaudible como el de la hoja muerta que cae sobre una charca, la piel y las ropas que habían pertenecido al doctor Romany fueron a la deriva lentamente, movidas por el aire, hasta caer al suelo, donde quedaron inmóviles.

Los mendigos de la calle Támesis no se acercaron al hombrecillo que apareció andando por ella en ese frío anochecer, pues sus ropas de pésimo aspecto, su pálido y sonriente rostro y la desordenada melena grisácea, que parecía servirle de marco, indicaban a las claras que no llevaba encima ni un penique y bien podía estar algo loco. Sólo un mendigo, un hombre sin piernas, que se desplazaba en una plataforma con ruedas, frenó de golpe en mitad de su camino y, tras dar la vuelta, fue detrás del hombrecillo durante unos metros hasta detenerse de nuevo, menear la cabeza en un gesto de incertidumbre y volver lentamente hacia su puesto habitual.

El hombrecillo cruzó por Billingsgate, rodeó el pequeño escenario de Punch y Judy y oyó la vocecilla aflautada de Punch exclamando:

—¡Ah, uno de los Hermanos del Dolor, apostaría a que…!

La voz se extinguió bruscamente en un gruñido de sorpresa y el hombrecillo clavó sus ojos en el muñeco.

El hombrecillo permaneció inmóvil y sonrió.

—¿Puedo hacer algo por ti, Punch? —preguntó.

El muñeco le devolvió la mirada durante varios segundos.

—Esto…, no —dijo por fin—. Por un momento creí que…, no.

El hombrecillo se encogió de hombros y siguió andando hacia el atracadero. Poco después, los gastados tacones de sus botas resonaron sobre el maltrecho entablado de madera y sólo se detuvo cuando se encontraba a unos centímetros del borde.

Sus ojos contemplaron la oscura superficie del gran río y las primeras luces, aún escasas, que brillaban en la otra orilla. Luego rió quedamente y murmuró:

—Vamos a probar tu…, tu aguante, Chinnie.

Se agazapó, inclinándose hacia adelante y luego, con los brazos por encima de la cabeza, saltó del atracadero en una larga parábola que terminó en el agua. El ruido de su zambullida no fue demasiado fuerte y no había nadie cerca para oírlo.

Las ondulaciones del agua empezaban a desaparecer cuando su cabeza emergió en la superficie a unos seis metros de distancia. Sacudió la cabeza para apartarse el pelo mojado de la cara y luego removió el agua durante unos segundos, respirando en rápidos y agudos jadeos.

—Fría como el agua de la hora final —murmuró—. Ah, bueno…, jerez y ropas calientes dentro de unos pocos minutos.

Empezó a nadar utilizando un estilo de braza bastante bueno y tomándose breves descansos de vez en cuando para flotar de espaldas en el agua, y contempló las estrellas hasta que se encontró en el centro del río, muy lejos de las escasas barcazas y botes que se movían esa noche por el agua.

Luego expelió todo el aire de sus pulmones en un lento silbido y, cuando su cabeza desapareció bajo las aguas, el silbido se convirtió en un reguero de burbujas.

Durante casi un minuto las burbujas siguieron alzándose hacia el solitario centro del río para disolverse lentamente. Cuando no hubo más burbujas, la superficie del río cobró de nuevo su plácido aspecto de costumbre, liso e inmóvil.

La competición había sido bastante igualada, pero desde su ventajosa posición en la ventana, el viejo Harry Angelo vio que, al fin, su primer pupilo empezaba a colocar a su oponente en la posición necesaria para la estocada que Angelo le había recomendado contra un espadachín zurdo.

Llevaban ya cinco minutos sin que ninguno de los dos hubiera sido tocado y Richard Sheridan, que se había acercado con una copa de coñac en la mano para unirse al pequeño grupo de espectadores, le había comentado en voz baja al pugilista «Caballero» Jackson que era la mejor exhibición de esgrima que había presenciado desde que Angelo tenía su salle en la Casa de la Ópera, en Haymarket.

El pupilo de Angelo, el espadachín conocido como el Admirable Chinnie, había logrado evitar repetidamente una finta hacia la línea exterior de la sixte, para pasar a una estocada en la línea quarte, al otro lado de la hoja de su oponente, estocada que su oponente había logrado parar con bastante facilidad en cada ocasión, aunque nunca había logrado responder convenientemente a Chinnie.

A los cincuenta y cuatro años, Harry Angelo era el maestro de esgrima indiscutible de Inglaterra desde que su legendario padre se retiró un cuarto de siglo antes; y ahora podía leer las intenciones de su pupilo tan claramente como si Chinnie las hubiera anunciado en voz alta: otra finta en la sixte y después el ataque, ya esperado a esas alturas…, pero esta vez no iría en línea recta hacia la guardia de su oponente en la línea quarte, sino que subiría por debajo de su guardia para acabar en su cadera, ahora desprotegida.

Angelo sonrió al ver la finta… y luego frunció el ceño, pues la punta del arma, protegida por una bolita metálica, osciló en el aire. El oponente empezó con la tradicional parada en quarte, se dio cuenta de que la espada de Chinnie no se movía y, con cegadora velocidad, lanzó una estocada que terminó con su propia hoja doblándose como un sacacorchos sobre el estómago de Chinnie, protegido por su chaqueta acolchada.

Angelo dejó escapar el aliento en una maldición apagada. Un segundo después el Admirable Chinnie se tambaleó y estuvo a punto de caer; varios espectadores se lanzaron hacia él para sostenerle. El oponente de Chinnie se arrancó de un tirón la máscara y la dejó caer, junto con su arma, sobre el duro suelo de madera.

—¡Dios mío, Chinnie! ¿Te hice daño? —exclamó.

Chinnie se quitó la máscara, se irguió con cierta dificultad y meneó la cabeza como intentando despejarla.

—No, no —dijo con voz ronca—. Me cuesta un poco respirar, es todo. Estaré bien dentro de un segundo, habré forzado demasiado algún músculo…, esa postura rara.

Angelo arqueó sus cejas canosas. En tres años de instrucción muy intensa era la primera vez que oía al Admirable Chinnie describir la posición en garde como rara.

—Bueno, está claro que no podemos dar por bueno un tanto conseguido cuando te encontrabas mal —afirmó el oponente de Chinnie—. Cuando estés listo volveremos a empezar con el marcador a cero.

Aunque sonreía ampliamente, Chinnie meneó la cabeza.

—No —dijo—, luego. Ahora lo que necesito es… aire fresco.

Richard Sheridan le ayudó a llegar hasta la puerta, con Angelo pisándoles los talones, mientras que los demás se encogían de hombros y recogían máscaras y floretes; dos parejas se encaminaron hacia los dos extremos de la piste pintada en el suelo.

—Espero que se encuentre bien —murmuró alguien.

Una vez en el vestíbulo, Chinnie les indicó a los dos hombres con una seña que se fueran, mientras que en la salle se reanudaba el choque metálico de las armas.

—Volveré en un instante —dijo.

Pero una vez que volvieron a entrar en la sala, no de muy buena gana, Chinnie bajó corriendo la escalera que llevaba a la calle, abrió de un manotazo la puerta y se alejó a toda prisa por la calle Bond.

Cuando hubo llegado a Piccadilly permitió que su paso se fuera convirtiendo en una zancada más lenta y aspiró hondas bocanadas del frío aire otoñal. Una vez en el Strand miró a la derecha, hacia el río, y murmuró:

—¿Qué tal te va, viejo Chinnie? Fría, ¿verdad?

Otro hombre, que iba por la acera, había empezado a dirigirse hacia él como si le conociera, pero se quedó inmóvil y luego se apartó, desconcertado, cuando Chinnie empezó a reírse como un maníaco y dio unos inexpertos pero veloces pasos de baile.

Fue riéndose todo el rato desde la calle Fleet hasta Cheapside.

—¡Ja! —exclamó en un momento dado con una ágil pirueta—. Éste es tan bueno como Benner. ¡Mejor aún! No sé por qué no se me había ocurrido antes ir a comprar en el West End…

La primera parte del sueño carecía de horror y Darrow nunca logró recordar, hasta haberse despertado, que ya había pasado muchas veces por ella con anterioridad.

La niebla era tan espesa que le resultaba imposible ver más allá de unos pocos metros, y los húmedos muros de ladrillo, que tenía a cada lado, sólo podían distinguirse gracias a su claustrofóbica proximidad. El callejón estaba silencioso, salvo por un golpeteo irregular que sonaba entre la niebla, por delante de él, como si algún postigo no asegurado oscilara a impulsos de la brisa.

Había seguido por un atajo que debía terminar en la calle Leadenhall, pero llevaba perdido por lo que ya parecían horas en un laberinto de patios, callejones y pasajes zigzagueantes. No había encontrado ni un alma, pero de pronto oyó una tos en la penumbra y se detuvo.

—Oiga —dijo, sintiendo inmediatamente cierta vergüenza ante la tímida cautela que había en su voz—. ¡Eh, oiga! —dijo en voz más alta—. Quizá usted pueda ayudarme a encontrar el camino.

Oyó pasos que se arrastraban lentamente por los adoquines y distinguió una silueta oscura emergiendo del muro neblinoso. Unos instantes después la silueta se le aproximó lo bastante como para que pudiera verle el rostro… y ese rostro era el de Brendan Doyle.

Una mano cogió a Darrow por el hombro y un instante después se encontró sentado en su cama, apretando los dientes para contener el grito desesperado, que en el sueño brotaba de sus labios para hacerse rápidamente inaudible, ahogado por la atmósfera saturada de niebla.

—¡Lo siento, Doyle! ¡Dios mío, lo siento!

—Caramba, jefe —dijo el joven que le había despertado—, no quería darle un susto, créame. Pero me ordenó que le despertara a las seis y media…

—Está bien, Pete —graznó Darrow, sacando los pies de la cama y frotándose los ojos—. Estaré en la oficina. Cuando aparezca el tipo que te he descrito mándale aquí, ¿quieres?

—Claro, claro.

Darrow se puso en pie, se pasó las manos por su canosa cabellera y luego cruzó el vestíbulo hasta su oficina. Lo primero que hizo fue servirse una buena copa de coñac y apurarla de un solo trago. Dejó la copa sobre la mesa, se instaló en su asiento y esperó a que el licor fuera diluyendo las imágenes del sueño, que todavía rondaban por su cabeza.

—Ojalá esos condenados sueños desaparezcan junto con el cuerpo —murmuró, extrayendo con gestos torpes un cigarrillo de una cajita y encendiéndolo con la llama de su lámpara.

Dejó que el humo fuera penetrando hasta lo más hondo de sus pulmones, se reclinó en el asiento y luego lo expulsó en una bocanada hacia la hilera de archivadores que tenía en un estante junto a la mesa. Estuvo pensando en revisar un poco su ya complicada red de inversiones, pero acabó descartando la idea. Estaba enriqueciéndose otra vez con bastante rapidez, y resultaba bastante irritante verse obligado a trabajar sin computadoras ni calculadoras.

No pasó demasiado tiempo hasta que pudo oír dos pares de botas que subían por la escalera y, un momento después, alguien llamó a la puerta de su oficina.

—Pase —dijo Darrow, intentando con gran esfuerzo que su voz sonara tranquila y confiada.

La puerta se abrió para dejar entrar a un joven de elevada estatura, que exhibía en su apuesto rostro recién afeitado una brillante sonrisa.

—Aquí lo tiene, excelencia —dijo, dando una burlona pirueta en el centro de la habitación.

—De acuerdo, estese quieto. El médico le verá dentro de unos minutos, pero antes quería echarle un vistazo en persona. ¿Qué sensación se tiene al caminar?

—Flexible y fuerte como ese nuevo acero de los franceses. ¿Sabe lo que me ha sorprendido más? ¡Todos los olores que he encontrado viniendo hacia aquí! Y tengo la impresión de que nunca había sido capaz de ver tan bien…

—De acuerdo, ya nos encargaremos de que tenga uno bueno para usted. ¿Nada de dolores en el estómago o la cabeza? Lleva años ganándose la vida en las competiciones.

—Ni el más mínimo.

El joven se sirvió una copa de coñac, la apuró de un trago y volvió a llenarla.

—Tenga cuidado con la botella —dijo Darrow.

—¿Con la botella? ¿Por qué?

—Con la botella, con el beber…, me refiero al coñac. ¿Es que quiere proporcionarme una úlcera?

Con una expresión algo ofendida, el joven dejó la copa y se llevó la mano a los labios.

—Y no se muerda las uñas, por favor —añadió Darrow—. Oiga… ¿ha sido capaz alguna vez de…, de captar pensamientos del viejo inquilino, algo que se haya quedado atrás como…, no sé, como ropa olvidada en los armarios después de que uno se muda? Quiero decir…, ¿siguen los sueños antiguos en el cuerpo o no?

Avo…, quiero decir sí, sí, excelencia… creo que sí. No es el tipo de cosas al cual presto demasiada atención, pero a veces me encuentro soñando con lugares que nunca he visto, y creo que eso son fragmentos de las vidas de los tipos por cuyos cuerpos he ido pasando. Claro que no hay forma de estar seguro. Y —hizo una pausa frunciendo el ceño—, a veces, cuando estoy a punto de cruzar la frontera que separa el estar despierto del sueño, oigo…, bueno, imagínese que está en el castillo de proa de un barco lleno de emigrantes, ya sabe, y es de noche y todos están durmiendo en sus catres, como estanterías de libros a lo largo de las paredes… Y suponga además que cada uno de esos hombres está hablando en sueños…

Darrow alargó la mano hacia la copa de coñac y la apuró de un trago.

—Esta úlcera ya no importa —dijo, echando el asiento hacia atrás y poniéndose en pie—. Sígame, vayamos al médico.

El joven Fennery Clare, con los pies descalzos cosquilleándole todavía al haber estado durante un rato metido en la piscina de agua caliente, que había junto al taller de chapas metálicas en Execution Dock, se alejó de los atracaderos, dando un rodeo para no cruzar el Agujero de Limehouse e intentó recordar las señales orientadoras que había estado memorizando aquella mañana. Pero estaba oscureciendo a cada minuto que pasaba, y las dos chimeneas al otro lado del río eran ya completamente invisibles, mientras que la grúa del tercer muelle, río abajo, parecía haber sido trasladada a otro lugar desde la última vez que la había visto. Y aunque la marea no iba a ser demasiado alta, ya le estaba llegando a la cintura y, como la mayoría de Pájaros del Barro, no sabía nadar.

«Maldita pandilla de chavales irlandeses —pensó—. Si no hubieran estado rodando por el Agujero esta mañana, me habría limitado a recoger el saco y me lo habría llevado sin problemas. No hay nadie aquí capaz de hacerme frente… Pero esos comepatatas me lo habrían quitado, claro, y un golpe de suerte como éste es de los que sólo tienes una vez en toda tu vida; una gran bolsa de tela, evidentemente perdida por alguno de los obreros que estaban reparando ese gran barco de la semana pasada, ¡totalmente llena con clavos de cobre!».

La sola idea del dinero que iba a sacar de esa bolsa en el chatarrero (por lo menos ocho peniques y era probable que incluso más de un chelín) hizo que al muchacho se le llenara la boca de saliva, y decidió que, si lograba encontrarla y luego no podía subir otra vez hacia la orilla, correría el riesgo de que se lo llevara la corriente antes que soltarla. El riesgo valía la pena, pues un chelín bastaría para garantizarle varios días de ocio total; y cuando esos días se hubieran terminado, ya estaría listo para dedicarse a su negocio habitual del invierno: robaría carbón en una de las barcazas de Wapping y se dejaría atrapar para que le mandaran al Correccional, donde le darían una chaqueta, zapatos y calcetines, por no hablar de las comidas a horas regulares durante varios meses. No, nada de ir medio desnudo por el barro helado durante las mañanas invernales…

Tensó el cuerpo y las comisuras de sus labios se alzaron en una leve sonrisa, pues los dedos de su pie izquierdo habían atravesado la capa inicial de barro y estaban tocando tela. Se volvió, intentando que su otro pie encontrara también la tela sin perder el equilibrio.

—¿Alguien… —graznó una voz débilmente a unos metros de distancia—, alguien puede… ayudarme?

El chico recobró el equilibrio una vez pasada la sorpresa inicial y, aunque algo tarde, se dio cuenta de que parte de los ruidos habituales del río, a los que había estado demasiado absorto para prestar atención, se debían a una persona que intentaba mantenerse a flote.

Una rociada de gotas; una cabeza empapada se había movido en el agua.

—¡Eh…, chico! ¿Estás ahí, chico? ¡Ayúdame!

—No sé nadar —respondió Fennery.

—Ahí haces pie, ¿verdad? ¿Está cerca la orilla?

—Sí, la tengo justo detrás.

—Entonces podré…, podré llegar yo solo. ¿Dónde estoy?

—Te lo diré si me ayudas a recoger esta bolsa de clavos.

El nadador se había dirigido lentamente hacia el chico y unos instantes después logró hacer pie en el lecho fangoso del río. Durante unos minutos se quedó inmóvil, con el cuerpo estremeciéndose por un incontrolable acceso de tos, vomitando grandes cantidades de agua. Fennery se alegró de encontrarse corriente arriba.

—Dios… —jadeó por fin el hombre. Se lavó la boca con un poco de agua y escupió—. Debo de haberme… tragado medio Támesis. ¿Oíste una explosión antes?

—No, señor —dijo Fennery—. ¿Explotó algo?

—Creo que fue una manzana de edificios en la calle Bond. En un momento dado yo me encontraba… —Su rostro se retorció en un acceso de náuseas y unos segundos después vomitó otra considerable cantidad de agua del río—. Aj, que el Señor me proteja… Estaba en una competición de esgrima y un instante después me encontré en el fondo del Támesis con los pulmones vacíos, sin aire. Creo que me costó cinco minutos llegar hasta la superficie…, creo que ninguna persona sin el entrenamiento de un atleta habría podido conseguirlo… y pese a que tenía los dientes bien apretados y a mi…, mi firme decisión de no hacerlo…, intenté respirar el agua del río durante toda la subida. Ni tan siquiera recuerdo haber llegado a la superficie…, creo que me desmayé y fue el aire frío lo que logró revivirme.

El chico asintió con la cabeza.

—¿Puede llegar hasta mi bolsa?

Aún algo aturdido el hombre se inclinó obedientemente, metió la cabeza en el agua y tras unos instantes de buscar a tientas logró sacarla del barro dando un tirón.

—Aquí tienes, chico —dijo una vez fuera del agua—. ¡Señor, qué débil me siento! A duras penas si he podido levantarla… y creo que me he destrozado los oídos, las voces me suenan muy raras… ¿Dónde estamos?

—En Limehouse, señor —dijo Fennery con voz alegre, dirigiéndose hacia la escalera.

—¿En Limehouse? Entonces el río me ha llevado mucho más lejos de lo que pensaba.

El agua le llegaba a Fennery solamente a las rodillas y, gracias a eso, fue capaz de sostener la bolsa y al mismo tiempo ayudar al agotado nadador, que se tambaleaba como si estuviera a punto de caerse.

—Señor, ¿es usted un atleta? —le preguntó el chico con cierta duda, pues el hombro que estaba ayudando a soportar le parecía más bien huesudo y flaco.

—Cierto; soy Adelbert Chinnie.

—¿Cómo? ¿El Admirable Chinnie, el campeón del florete? No puede ser…

—Ése soy yo.

—Vaya, pero si le vi una vez en el Covent Garden compitiendo con Torres el Terrible…

Habían llegado ya a la escalera y empezaron a subir por ella con bastantes dificultades y deteniéndose de vez en cuando.

—Eso fue hace dos veranos. Cierto, y además estuvo a punto de ganarme…

Cuando hubieron conseguido llegar con penas y trabajos a la calle, recorrieron un sendero polvoriento, que estaba casi oculto por un muro de ladrillos, durante una docena de pasos, y al llegar al final, doblaron hacia un solar cubierto de escombros, que parecía pertenecer a una industria. Empezaron a cruzarlo, guiándose por la luz de dos linternas que colgaban del muro de un almacén cercano.

Fennery se alegraba de verse tan impresionantemente escoltado en su vecindario, que era uno de los más peligrosos de Londres. Alzó la vista hacia su compañero… y se quedó inmóvil.

—¡Sucio mentiroso! —siseó Fennery, súbitamente asustado y deseoso de no hacer mucho ruido.

El hombre parecía tener bastantes dificultades para caminar.

—¿Cómo? —le preguntó distraídamente.

—¡No eres el Admirable Chinnie!

—Pues claro que lo soy. De todos modos, ¿qué diablos supones tú que ha podido pasar en el río? Tengo una sensación rara en todo el cuerpo, como si…

—Chinnie es más alto que tú, más joven y mucho más musculoso. Tú eres una especie de ruina humana…

El hombre lanzó una débil risita.

—Mocoso desvergonzado… Si hubo alguna ocasión en la que haya tenido el derecho de parecer una ruina humana, me parece que debe de ser ésta… ¿Qué aspecto supones que tendrías tú después de haber subido con los pulmones vacíos desde el fondo del río? Y soy más alto… cuando llevo zapatos.

El chico meneó la cabeza con incredulidad.

—Pues desde ese verano puedo asegurarte que te has estropeado un montón… Mira, vivo justo ahí, así que debo marcharme, pero si tomas por ese callejón te llevará a Ratcliff. Supongo que allí podrás encontrar algún carruaje…

—Gracias, chico.

El hombre empezó a dirigirse con paso tambaleante hacia donde le había indicado.

—Y cuídate, ¿eh? —gritó el chico—. ¡Y gracias por ayudarme con la bolsa!

Sus pies descalzos se perdieron casi sin hacer ruido en la oscuridad.

—De nada —murmuró el hombre.

¿Qué le estaba pasando? ¿Y qué había pasado antes? Ahora, con el tiempo suficiente para calmarse un poco, respirar hondo y considerar el problema, la idea de la explosión no tenía ningún sentido. ¿Le habrán atracado en el camino de vuelta a su casa, para echarle luego al río, y sería la conmoción culpable de haber borrado de su memoria todo lo ocurrido desde esa competición? Pero…, no, jamás salía del establecimiento de Angelo antes de las diez y el cielo no se había oscurecido del todo por el oeste.

Iba a doblar la esquina del almacén cuando vio una ventana encajada en los ladrillos, justo debajo de la linterna. Cuando pasaba junto a ella la miró, distraído… y se quedó helado. Retrocedió un par de pasos y clavó los ojos en ella.

Se llevó una mano a la cara y quedó horrorizado al ver que el reflejo de la ventana hacía lo mismo…, pues ese reflejo no era él. Ese rostro no era el suyo.

Dio un salto apartándose del cristal y contempló sus ropas…, no, claro, antes le había resultado imposible darse cuenta de nada. Un traje empapado se parece mucho a otro traje empapado, pero esta chaqueta y estos pantalones jamás habían sido propiedad de Adelbert Chinnie.

Durante un breve segundo de locura sintió el deseo de clavarse los dedos en el rostro y arrancarlo hecho jirones. Luego examinó concienzudamente la idea de que él no era, ni había sido jamás, el admirable Chinnie, sino meramente un…, sólo Dios sabía el qué, aparentemente un mendigo que lo había soñado todo.

Con un increíble esfuerzo de voluntad se acercó nuevamente a la ventana y se miró en ella. El rostro que le devolvió temerosamente la mirada desde el cristal era delgado y estaba surcado de arrugas; cuando inclinó un poco la cabeza hacia la luz, distinguió una intrincada red de surcos alrededor de sus ojos, dándole una cierta expresión de locura. Pese a que sus cabellos estaban aún empapados, se dio cuenta de que tenía un montón de canas y, cuando se los echó hacia atrás, estuvo a punto de echarse a llorar, pues su oreja derecha había desaparecido.

—Bueno, pues no me importa —dijo, con una voz parecida al chirrido de un cristal arañado por un punzón metálico. Estaba tan empapado y las sensaciones de su cuerpo le eran tan poco familiares que realmente era incapaz de averiguar si el agua, que había alrededor de sus ojos, era o no debida a las lágrimas—. No me importa —repitió—. Soy Chinnie.

Intentó sonreír con bravura, pero dejó rápidamente de intentarlo al verse en la ventana. Pese a todo, irguió lo más que pudo sus flacos hombros y se alejó con paso decidido hacia Ratcliff.