7

Juventud, Naturaleza y el clemente Júpiter para mantener mi llama en la dura lucha, pero tan fuerte era Romanelli que a los tres venció… y de un soplo la extinguió.

LORD BYRON (en una carta desde Patrás, 3 de octubre de 1810)

Doyle despertó en su lecho de paja el sábado por la mañana, y se dio cuenta de que al fin se había decidido; el pensar en lo que pretendía hacer le secó la garganta e hizo que las manos le empezaran a temblar, pero ese nerviosismo era sólo el de quien ha decidido emprender un viaje peligroso, y resultaba casi un alivio tras una semana pasada en las garras de la duda.

Ahora comprendía que había cometido un error depositando todas sus esperanzas en la intervención de Ashbless; aunque hubiera podido hallar al poeta, no dejaba de ser una fantasía su convicción de que Ashbless podría (o querría) hacer algo para ayudarle. El conflicto al que se enfrentaba era entre Doyle y el doctor Romany y sólo podía resolverse mediante una confrontación abierta. Cuanto antes lo hiciera, mejor sería, pues la salud de Doyle estaba yendo decididamente de mal en peor.

Le pidió a Kusiak el día libre y el viejo se alegró de dárselo, pues la tos de Doyle empezaba a ser tan mala que los clientes le miraban con inquietud, como si temieran hallarse ante el portador de una plaga. Doyle cogió sus míseros ahorros y compró con ellos el mejor seguro posible en sus circunstancias: una vieja pistola de apariencia muy maltrecha, que el propietario de la tienda juró enfáticamente que todavía era capaz de disparar, y con la cual Doyle pensaba afirmar que se mataría si el doctor Romany intentaba hacerle prisionero. Ayer, en el puente de Londres, Jacky le había contado lo ocurrido con Horrabin y el intento de asesinato, y en esos instantes Doyle deseó tener la píldora de veneno que el enano le había ofrecido a Jacky; resultaría mucho más fácil llevarla entre los dientes que no moverse con una pistola apuntada a su cabeza.

Comprendió que si debía estar mucho rato con la pesada pistola apuntando a su cabeza, el brazo no tardaría en cansarse, por lo que se quitó el cinturón, pasó un extremo por la guarda del gatillo y luego lo volvió a cerrar alrededor de su cuello. Con la chaqueta abotonada y un pañuelo cubriendo el cañón del arma, que ahora reposaba su frío peso justo bajo su mentón, lograba evitar que se fijaran en él, y al mismo tiempo tenía el arma en tal posición que le bastaba meter el pulgar por entre el segundo y el tercer botón de su chaqueta para llegar al gatillo y enviar una bala a través de su boca, su paladar, su cavidad nasal y su cerebro, hasta que viera la luz del sol, al salir exactamente en su coronilla.

En la calle Bishopsgate se encontró con uno de los mendigos del capitán Jack y, tras intercambiar un saludo, el hombre le dijo que el campamento gitano del doctor Romany se hallaba ahora en un campo situado al norte de Goswell Road, dedicado a predecir la fortuna de los aristócratas del West End y a vender filtros de amor y venenos a los habitantes de las zonas bajas de Golden Lane. Tras darle las gracias y transmitirle sus saludos para los demás mendigos, Doyle se marchó en dirección este por el antiguo muro de Londres. Mientras cruzaba la calle Coleman, pensando que en esos instantes se encontraba a una manzana de donde había nacido Keats, oyó un silbido en la acera norte de la calle.

El silbido (tres notas: aguda, grave, grave) era el inicio de Yesterday.

Y desde la otra acera de la calle Coleman, en respuesta, llegaron las siguientes nueve notas de la canción.

Esta vez no había duda posible. No era el único hombre del siglo XX en el año mil ochocientos diez. Con el corazón desbocado cruzó corriendo la calle y al llegar a la acera norte se detuvo, desorientado, mirando a su alrededor. Bastantes transeúntes estaban también mirándole, y Doyle examinó cada uno de los rostros, ya mostraran una expresión divertida o desaprobadora, esperando, sin saber muy bien cómo le sería posible hacerlo, reconocer en ellos algún anacronismo. Pero todos los rostros parecían pertenecer a nacidos en aquella época de la historia.

Había empezado a caminar con vacilantes pasos hacia el final de la calle Coleman, pero no se fijó en el carruaje parado junto a la acera. Tenía la ventanilla abierta, y Doyle pudo ver en el interior el borroso contorno de una silueta. Un segundo antes de que sus pies fueran arrancados del pavimento, vio el destello de una pistola dentro del carruaje, pero lo que oyó fue la detonación del arma que llevaba bajo la camisa al estrellarse el proyectil en el percutor y hacer que éste prendiera la pólvora. Tenía el cuerpo medio vuelto hacia un lado, y el cañón del arma estaba junto a su mandíbula y no bajo ella cuando se disparó; el proyectil, al rojo vivo, le arañó la mejilla, desgarrándole la oreja derecha en vez de levantarle la tapa de los sesos.

Se quedó tendido en el suelo, sin enterarse de la estrepitosa huida del carruaje. Era vagamente consciente de que algo había explotado y de que estaba herido, y cubierto de sangre. Le dolía terriblemente el pecho, pero cuando sus manos entumecidas lograron apartar los harapos quemados por la pólvora, y hubo tirado al suelo los restos humeantes de su pistola, no le pareció que hubiera ninguna herida mortal, sólo un montón de arañazos y quemaduras. Le zumbaban los oídos, el derecho mucho más que el izquierdo. A decir verdad, sentía todo el lado derecho de la cabeza tan anestesiado como si le hubieran dado una inyección de novocaína. Se lo palpó torpemente con la mano y notó que estaba cubierto de sangre, y una gran herida… pero no había oreja. En el nombre de Dios, ¿qué había pasado?

Intentaba ponerse en pie cuando varios paseantes se acercaron a él y, con algo rudas muestras de simpatía, le alzaron en vilo. Doyle comprendía a medias lo que decían:

—Eh, amigo, ¿vas a vivir?

—¿Cómo se te ocurre preguntarle eso, no ves que le han dado en la cabeza?

—El tipo del carruaje le disparó.

—Tonterías, yo lo vi todo… le explotó el pecho. Llevaba una bomba. Es uno de esos espías franceses de la plaza Leicester.

—Eh, mirad —exclamó uno—. Lleva un trozo de pistola colgando del cuello. —Hizo volver el rostro de Doyle hacia el suyo—. ¿Por qué demonios llevaba una pistola colgada ahí?

Doyle deseaba marcharse a toda prisa.

—Yo… acabo de comprarla —logró murmurar—. Pensé que sería un buen modo de llevarla hasta casa. Yo… supongo que se me disparó por accidente.

—Este hombre es idiota —afirmó el interrogador de Doyle. Luego se volvió nuevamente hacia él y añadió—: No creo que fuera una pistola demasiado buena, a juzgar por cómo ha quedado después de hacer un solo disparo. Ande, venga conmigo y le llevaré a un médico para que le remiende la cabeza.

—¡No! —Doyle era incapaz de recordar si en mil ochocientos diez ya se utilizaban los antisépticos y, aunque sabía que en esos momentos no pensaba con gran claridad, sabía igualmente muy bien que no estaba dispuesto a pillar una infección a causa de unos dedos sucios o un hilo de sutura en malas condiciones—. Sólo un… un poco de coñac, por favor. Que sea fuerte. O whisky…, algo que tenga mucho alcohol dentro.

—¡Lo sabía! —dijo con voz aflautada un viejo que no se había enterado realmente de lo ocurrido—. Es un timador; seguro que perdió la oreja hace años y ahora va fingiendo que se la acaba de volar una y otra vez por todo Londres, para que los tontos le paguen una copa.

—No —rebatió otro de los presentes—. Mire, ahí hay un trozo de oreja… ¡Eh, cuidado! ¡Parece que se está mareando!

Y, desde luego, Doyle se estaba mareando. Unos instantes después reunió las fuerzas suficientes para abrirse paso a través del grupo que había acudido en su ayuda, cada vez menos numeroso. Sin hacer caso a las miradas de curiosidad que llovían sobre él de todos lados, se quitó la chaqueta y con los restos de su camisa se vendó lo más fuerte que pudo la cabeza para detener la hemorragia, que goteaba sobre el pavimento y le manchaba las manos. Luego volvió a ponerse la chaqueta y, mareado por la conmoción y la pérdida de sangre, se alejó tambaleándose en busca de alguna taberna pues, aunque en esos instantes no se daba cuenta de casi nada, le consolaba un poco el saber que la compra de su pistola, uno de cuyos fragmentos colgaba aún de su cuello, le había dejado con dinero suficiente para dos coñacs: uno serviría para empapar su vendaje y el otro se iría rápidamente cuello abajo.

Dos días después oyó nuevamente la canción de los Beatles.

Cuando volvió a la fonda de Kusiak, la tarde del domingo, abrió de un empujón la puerta y entró tambaleándose en la sala principal. El viejo posadero apartó los ojos de un libro de cuentas que estaba examinando con una expresión de alarma, que se convirtió rápidamente en una mueca de ira. Interrumpió las nada coherentes explicaciones de Doyle con la seca orden de que le metieran en una cama y cuidaran de él «hasta que su alma salga volando por el techo, o sus malditos pies puedan llevárselo otra vez por la puerta de atrás». Dicho esto, uno de sus nudillos se materializó bajo el mentón de Doyle, y levantó su pálido rostro hacia él.

—Y no me importa qué camino escojas, Doyle, pero quiero verte fuera de aquí lo más pronto posible… ¿Me has entendido?

Doyle se había erguido todo lo posible y le había soltado una réplica llena de dignidad, que luego fue totalmente incapaz de recordar; después puso los ojos en blanco y cayó de espaldas como un árbol herido, por el hacha. Cuando su cuerpo se estrelló en el suelo, éste retumbó como un timbal y sus uñas, al arañar brevemente los tablones, hicieron un ruido semejante al de unas castañuelas.

Kusiak, sintiendo cierto alivio, le declaró muerto y ordenó que le sacaran de allí mientras aguardaban la llegada de la policía, pero apenas el fláccido cuerpo había sido arrastrado por dos pinches de cocina hasta la puerta trasera, Doyle se levantó como impulsado por un resorte, miró a su alrededor muy nervioso y dijo:

—Vuelo ocho, cero, uno a Londres… Se supone que me han reservado un billete. Lo paga… Darrow de EIID. ¿Qué está pasando? —dijo y volvió a desmayarse.

Kusiak le maldijo sin demasiado entusiasmo, así como a Jacky pese a no estar presente, y luego ordenó a los pinches que se llevaran a su nada bienvenido y delirante huésped al cuarto vacío más miserable que pudieran hallar, y que una vez en él le fueran echando un vistazo de vez en cuando hasta que tuviera la bondad de morirse.

Durante dos días Doyle estuvo languideciendo en una angosta cama, en un cuarto desprovisto de ventanas y de forma más bien peculiar, situado bajo la escalera de la fonda, alimentado por la excelente sopa de pescado de Kusiak, regada con cerveza negra, y durmiendo la mayor parte del tiempo. Hacia la tarde del martes logró levantarse de la cama y se presentó en la sala principal, donde le vio Kusiak, con su eterno delantal, y le dijo que si estaba lo bastante recuperado para abandonar su cuarto, entonces, maldita sea, se encontraba también lo bastante sano como para largarse inmediatamente de la fonda.

Una vez que Doyle se puso la chaqueta y hubo dado unos pasos más bien vacilantes por la calle oyó cómo algo rebotaba en los adoquines a su espalda. Se volvió y descubrió que Kusiak había arrojado por la puerta los restos de su pistola; Doyle volvió sobre sus pasos y los recogió, pensando que podrían proporcionarle unos cuantos peniques en cualquiera de las traperías, que parecían estar por todas partes y, dado el estado actual de cosas, conseguir tres peniques significaría doblar su fortuna.

«Desde luego está destrozada», pensó, mientras la recogía. El percutor había desaparecido, la culata se había partido y el retorcido cadáver de la bala, que se había estrellado en ella, resultaba claramente visible en el interior de la madera. Doyle se estremeció, recordando que si la pistola no hubiera estado en mitad de su camino la bala se habría hundido directamente en su pecho.

Entonces se le ocurrió examinar más de cerca la bala y vio que tenía la base plana de los proyectiles disparados con un cartucho fabricado a máquina, no la forma redonda de las balas corrientes en ese año.

«Bueno —pensó con nerviosismo—, esto lo confirma. Las balas de este tipo no se empezaron a usar hasta mil ochocientos cincuenta o por ahí. Hay más hombres del siglo veinte por aquí…, es decir, ahora…, y por una razón desconocida son hostiles. Me pregunto qué diablos tendrán contra mí.

»Y me pregunto quién diablos serán».

Había llegado a la calle Borough y a su derecha se alzaba la sombría masa del hospital de Santo Tomás, mientras que a su izquierda el puente de Londres erguía su silueta bañada por la luz del ocaso a caballo del ancho cauce del Támesis; en sus aguas de un gris metálico empezaban a relucir los primeros destellos rojizos del crepúsculo. Le pareció más prometedora la visión del otro lado del río y torció hacia la izquierda.

«Pero —se preguntó mientras iba andando por la orilla—, ¿a qué se debe que unos viajeros del tiempo visiten Londres en mil ochocientos diez? ¿Y, en nombre de Dios, por qué desean matarme? ¿Por qué no se limitan a llevarme de vuelta? ¿Acaso piensan que quiero estar aquí… ahora?

»Quizá se deba a que estoy buscando a William Ashbless —se le ocurrió de pronto—. Quizá habría aparecido en la cafetería Jamaica, pero ellos le han secuestrado, y viniendo yo del futuro me he dado cuenta de su ausencia, por lo cual desean evitar que le hable a nadie de ello».

Se detuvo unos instantes en el centro de la curvatura formada por el puente y se apoyó en el parapeto de piedra, aún caliente por el sol, contemplando el curso del río; en el oeste el cielo se oscurecía, dibujando aún la silueta de los cinco arcos de Blackfriars, a casi un kilómetro río arriba.

«Supongo que tendré que hacer otro intento para hablar con el doctor Romany; es probable que sea una causa perdida, pero debo intentar como sea volver a mil novecientos ochenta y tres. Suspiró, permitiéndose un segundo de autocompasión. Si sólo fuera por esta bronquitis, neumonía o lo que sea, podría quedarme aquí, intentar superarla y arreglármelas, para ganarme la vida en este año, pero cuando dos grupos evidentemente poderosos combaten por tu posesión, uno queriendo matarte, mientras que el otro se conforma meramente con torturarte, es difícil conservar un trabajo».

Se alejó del parapeto y empezó a caminar hacia el extremo norte del puente.

«Claro que podría irme de la ciudad —se dijo—. Podría ir a la costa, robar un bote y largarme en él, dejando que la corriente me llevara hasta Gravesend o donde fuera. Empezar una nueva vida…».

Cuando emergió por fin de sus ensueños se encontraba ya fuera del puente y cruzando la calle Támesis. Miró a uno y otro extremo de la calle, iluminada por sus faroles, recordando el día, hacía ya dos semanas y media, en que casi había dejado que ese falso ciego le llevara hasta Horrabin, y cómo fue rescatado en el último instante por «Patines» Benjamin.

Había poca gente por la calle esa noche de martes, y tanto las tabernas como las fondas dispersas por la calle Gracechurch estaban más bien silenciosas, aunque sus luces tiñeran de reflejos cálidos los adoquines. Doyle pudo oír el silbido a una buena distancia. Era otra vez Yesterday.

Una vez hubo pasado el primer momento de pánico irracional, Doyle sonrió con una amarga diversión al pensar en lo pavloviana que se había vuelto su respuesta a esa maldita canción de los Beatles; se había metido sin perder un segundo en el portal más próximo y, sacando el fragmento de pistola del bolsillo de su chaqueta, lo había levantado sobre su cabeza como si fuera una porra. Cuando se dio cuenta de que el silbido estaba por lo menos a una manzana de distancia, bajó el arma y respiró hondo, aunque su corazón siguió latiendo con el mismo ritmo frenético de antes. Asomó cautelosamente la cabeza fuera del portal, sin atreverse a salir de él por miedo a llamar la atención. Unos instantes después el silbido dobló la esquina de Eastcheap y empezó a sonar más cercano; venía por Gracechurch, en dirección a Doyle, pero por el otro lado.

El hombre que silbaba era alto y parecía estar borracho. Llevaba un sombrero de ala ancha, que le tapaba el rostro, y al caminar daba bandazos de un lado a otro de la acera, prorrumpiendo de vez en cuando en una torpe parodia de claqué, acelerando entonces el ritmo del silbido para acompañarse. Cuando estaba a punto de pasar junto al escondite de Doyle su cabeza osciló exageradamente a la derecha y el hombre pareció darse cuenta, por primera vez, de una taberna pequeña y mal iluminada que se llamaba El Remero Vigilante. El hombre dejó de silbar, se dio una palmadita en el bolsillo y, aparentemente tranquilizado al oír el tintineo de las monedas, le dio un empujón a la puerta provista de un ojo de buey y desapareció en el interior.

Doyle se dispuso a marcharse a toda prisa en dirección sur, hacia el río y Gravesend, pero apenas había dado unos pasos se detuvo y se volvió hacia la taberna.

«¿Puedes irte así como así? —se preguntó—. Este tipo parece estar solo, desde luego, y en este momento no da la impresión de ser particularmente peligroso. No seas idiota —protestó la parte más miedosa de su mente—, ¡lárgate de aquí!».

Doyle se quedó inmóvil durante unos segundos y luego, casi de puntillas, cruzó la calle y se aproximó a la gruesa puerta de El Remero Vigilante. El viejo letrero de la taberna chirriaba suavemente, colgado de sus cadenas por encima de su cabeza, mientras Doyle intentaba reunir el coraje suficiente para agarrar el picaporte en forma de S.

De pronto la puerta se abrió bruscamente desde el interior, evitándole el problema de tomar una decisión, y un hombre alto y fornido pareció materializarse en la calle como si le hubiera impulsado la oleada de aire caliente y cargado con los olores de la carne, la cerveza y las velas de sebo que salió de la taberna.

—¿Qué pasa, amigo? —dijo en voz alta el hombre—. ¿No tienes ni un penique para cerveza? Ten: cuando Morningstar bebe, todo el mundo bebe. —Dejó caer un puñado de monedas de cobre en la palma de Doyle—. Venga, adentro.

Morningstar apoyó una mano gigantesca entre los omoplatos de Doyle y, de un empujón, le metió en la taberna.

Doyle corrió hasta el largo mostrador que había en el otro extremo de la sala, apartando el rostro al pasar ante el grueso de las mesas y los reservados, y le pidió una cerveza al camarero, que parecía más bien aburrido. Luego se echó el pelo sobre la frente, alzó la pesada jarra de cerveza hasta sus labios y, con sólo los ojos al descubierto, le dio la espalda al mostrador y empezó a examinar lentamente la sala, mientras tomaba su primer trago.

Cuando estaba a mitad de su examen se quedó helado y estuvo a punto de atragantarse. El hombre que silbaba estaba sentado en un reservado, junto a la otra pared, con una cerveza delante; había dejado el sombrero junto a la jarra, y la vela que tenía sobre la mesa iluminaba claramente su flaco rostro y sus ojos algo nublados. Era Steerforth Benner.

Una vez se hubo convencido de que no era ni un error ni una alucinación, Doyle bebió un poco más de cerveza. ¿Por qué no había vuelto Benner con los demás? ¿Acaso alguien más había perdido el barco? Doyle se apartó del mostrador con su cerveza en la mano y fue hacia la mesa de Benner, con la otra mano en el bolsillo de su chaqueta agarrando el pedazo de pistola.

Doyle se quedó quieto ante él, pero Benner no le miró. Doyle, indeciso, apretó el pedazo de pistola contra la tela de su chaqueta, tensándola, y luego le sacudió por el hombro.

Y Benner alzó la cabeza, frunciendo sus cejas rubias en un ceño de irritación.

—¿Sí? —dijo. Luego, intentando articular con más precisión, añadió—: ¿Qué pasa?

Doyle se estaba impacientando. ¿Por qué tenía que estar borracho justo ahora?

—Soy yo, Steerforth. Soy Doyle. —Tomó asiento al otro lado de la mesa, dejando que el pedazo de pistola golpeara la madera con un estruendo metálico—. Tengo un arma —le dijo—, y te está apuntando al corazón. Ahora quiero unas cuantas respuestas a mis preguntas.

Benner le estaba mirando boquiabierto, con los ojos desorbitados por el horror.

—¡Jesús, Brendan, no me tortures más! —farfulló de modo casi ininteligible—. ¿Eres real? Quiero decir, estás aquí, no eres ningún fantasma, ni tengo delírium trémens. ¿Eres tú? ¡Di algo, maldición!

Doyle meneó la cabeza disgustado.

—Tendría que fingir que soy un fantasma sólo para ver cómo te pones histérico. Cálmate un poco. Soy real. ¿Es que los fantasmas beben cerveza? —Doyle tomó un sorbo como si estuviera haciendo un truco de magia, sin apartar los ojos de Benner—. Obviamente, sabes que me dispararon el domingo. Dime quién lo hizo y por qué… y quién más anda por ahí silbando Yesterday.

—Todos, Brendan —se apresuró a responder Benner—. Todos los que Darrow ha traído con él; es una especie de señal para reconocerse entre ellos, como la que utilizan los Jets en West Side Story.

—¿Darrow? ¿Está aquí otra vez? Pensé que el viaje de vuelta había salido bien.

—¿La vuelta del tuyo? Claro que salió bien. Todos volvieron perfectamente menos tú. —Benner meneó pesadamente la cabeza—. Nunca llegué a pensar que desearas permanecer aquí, Brendan.

—No lo deseaba. Me secuestró un gitano medio loco. Pero, entonces, ¿qué estás diciendo? ¿Dices que Darrow ha vuelto otra vez? ¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Encontró nuevos agujeros por los que saltar?

—No. ¿Qué falta le hacen? Mira, todo el discurso de Coleridge era una tapadera para financiar el auténtico proyecto de Darrow…, que era instalarse de modo permanente en el condenado mil ochocientos diez. Estuvo contratando tipos de mente abierta y bien enterados de la historia para que formaran su guardia personal… ése es el trabajo del cual no podía hablarte, ¿recuerdas? Y entonces se dio cuenta de que el viejo Coleridge estaba a punto de dar un discurso en Londres en el mismo período del agujero. Había estado empezando a tener problemas financieros y ésa era la solución…, conseguir un millón por cabeza de diez tipos raros, amantes de la cultura y deseosos de oír a Coleridge. Y entonces decidió que para ello necesitaba a un experto en Coleridge, y por eso te contrató. Pero durante todo ese tiempo el objetivo principal era volver aquí en persona, con su puñado de elegidos para quedarse a vivir. Así que cuando el grupo de Coleridge volvió a mil novecientos ochenta y tres, les metió a toda prisa en sus coches, preparó otro salto al mismo agujero de septiembre y volvimos. Pero esta vez llegamos en mitad del agujero, una hora o algo así después de que todos vosotros…, es decir, nosotros, hubiéramos ido a oír a Coleridge, limpiamos todas las trazas de nuestra llegada, y cuando los dos carruajes volvieron ya nos habíamos ido y esperamos a que el agujero se cerrara. Claro que en los carruajes faltaba un experto en Coleridge… —Benner sonrió—. Habría sido divertido ir hasta La Corona y el Ancla para echarnos un vistazo a nosotros mismos. ¡Dos Benner y dos Darrow! Darrow llegó a pensar en ello para impedir tu desaparición, pero decidió que cambiar la historia, aunque fuera en tan poco, estaba lleno de riesgos.

—Entonces, ¿por qué desea matarme? —le preguntó Doyle con impaciencia—. Y si a Darrow le preocupa tanto la inviolabilidad de la historia, maldición, ¿por qué ha secuestrado a William Ashbless?

—¿Ashbless? ¿Ese poeta chalado sobre el que andabas escribiendo? No hemos hecho nada al respecto. ¿Qué ocurre, ha desaparecido? —Benner parecía totalmente sincero.

—No —dijo Doyle—, sencillamente no ha aparecido. Y ahora deja de evitar el tema: ¿por qué Darrow desea verme muerto?

—Creo que su meta final es vernos muertos a todos —murmuró Benner contemplando su cerveza—. Ha estado prometiendo al personal que se le permitirá volver a mil novecientos ochenta y tres mediante un agujero en el año mil ochocientos catorce, pero estoy prácticamente seguro de que piensa matarnos uno a uno, a medida que deje de necesitarnos. Ha confiscado todos nuestros ganchos móviles y ya ha matado a Bain y Kaggs, los que habrían debido terminar contigo hace una semana. Y cuando esta mañana le oí dar la orden de disparar apenas me vieran, conseguí hacerme con una buena cantidad de dinero en efectivo y me largué, pero no me atrevo a rondar demasiado cerca de él. —Benner alzó la mirada con expresión cansada—. Verás; Brendan, no quiere a nadie más aquí enterado de las cosas del siglo veinte…, radio, penicilina, fotografía, todo ese tipo de asuntos. Le preocupaba mucho que fueras a patentar una máquina voladora más pesada que el aire, o que se te ocurriera publicar La playa de Dover con tu nombre, o algo parecido. Se sintió muy aliviado cuando yo…

Hubo un silencio que se fue alargando de modo cada vez más incómodo, mientras en los labios de Doyle aparecía una sonrisa feroz.

—Cuando le informaste de que me habías metido una bala en el corazón.

—Cristo —murmuró Benner con los ojos medio cerrados—, no me dispares, Brendan… Tuve que hacerlo en defensa propia. Habría ordenado que acabaran conmigo si no lo hubiera hecho. De todos modos, no lo conseguí. —Abrió los ojos y le miró—. ¿Dónde te dio la bala? Estoy seguro de que no fallé el tiro.

—No, el tiro fue excelente, justo en el centro de mi pecho. Pero yo llevaba algo bajo la chaqueta y eso detuvo el proyectil.

—Oh. Bueno, me alegro. —Benner sonrió ampliamente y se reclinó en su asiento—. ¿Has dicho que no desapareciste voluntariamente del viaje de regreso? Entonces, tú y yo podemos ayudarnos mucho el uno al otro.

—¿Cómo? —le preguntó Doyle con escepticismo.

—¿No quieres volver a mil novecientos ochenta y tres?

—Bueno…, sí.

—Bien. Yo también. Amigo, no sabes apreciarlo hasta que lo has perdido, ¿verdad? ¿Sabes lo que más echo en falta? Mi equipo estereofónico. Jesús, cuando estaba en casa podía hacer sonar las nueve sinfonías de Beethoven en un día si me venía en gana, y luego podía empezar con Tchaikovsky. ¡Y Wagner! ¡Y Gershwin o Janis Joplin! Demonios, era divertido hacer el trayecto hasta el Dorothy Chandler para oír los conciertos, pero cuando ésa es la única forma de escuchar música resulta más bien horrible.

—De acuerdo, Benner, ¿cuál es tu plan?

—Bueno…, toma un puro, Brendan, y… —agitó la mano hacia una camarera— vamos a tomar otra ronda y te lo explicaré.

Doyle aceptó el puro, tan largo como los que solía fumar Churchill, pero sin vitola ni envoltura de celofán y le dio un mordisco a la punta. Luego, sin apartar los ojos de Benner, cogió la vela y chupó hasta dejar el puro bien encendido. No sabía mal del todo.

—Bien —empezó Benner, encendiendo otro puro, una vez que Doyle hubo dejado la vela sobre la mesa—, para empezar debes saber que el viejo está chalado. Está loco. Es listo como el diablo, claro que sí, pero algo se le ha roto dentro del cuadro de fusibles. ¿Sabes qué hemos estado haciendo desde nuestra llegada? ¿Sabes lo que hemos estado haciendo en vez de…, no sé, de comprar billetes para Sutter’s Mill o el Klondike? Bueno, pues ha comprado una tienda en la calle Leadenhall y la ha equipado con todo lo necesario para…, ¿sabes para qué? Pues para la depilación, uno de esos salones a los que acudes cuando quieres quitarte el pelo… y además tiene a dos hombres en la tienda desde las nueve de la mañana hasta las nueve y media de la noche, continuamente.

Doyle frunció el ceño, sin saber qué pensar.

—¿Dijo…, dijo cuál era la razón de esa tienda?

—Claro que sí. —Entonces llegaron las cervezas y Benner tomó un buen sorbo de la suya—. Nos dijo que estuviéramos bien atentos en busca de un hombre que tuviera todo el cuerpo como tú tendrías la cara a las cinco de la tarde, y que pidiera un tratamiento completo. Darrow nos dijo que le disparásemos con una pistola tranquilizadora, que lo atáramos y que lo lleváramos arriba; no debíamos hacerle daño alguno aparte del tranquilizante, y sería mejor para nosotros si no le dábamos en la cara o en el cuello al dispararle. Y, Brendan, entiende bien esto, yo le pregunté qué aspecto tenía ese tipo…, quiero decir, aparte del pelo. ¿Sabes lo que me respondió Darrow? Dijo que no lo sabía y aun si lo supiera la descripción sólo iba a servir durante una o dos semanas. Y ahora, dime…, ¿son ésas las palabras y las acciones de un hombre cuerdo?

—Puede que sí y puede que no —dijo Doyle lentamente con las cejas arqueadas, pensando en que ahora sabía mucho más sobre los planes de Darrow que el propio Benner—. ¿Qué relación tiene todo esto con tu plan para llevarnos a casa?

—Bien…, dime, ¿tienes aún tu gancho móvil? Perfecto, Darrow sabe donde están todos los agujeros y cuánto duran; en estos momentos son bastante frecuentes y el de mil ochocientos catorce no es el más próximo. Haremos un trato con él, le pediremos que nos diga dónde se encuentra el más cercano, y cuando el campo se forme nosotros estaremos justo en el centro y… ¡bingo! Volveremos a encontrarnos en ese solar y en el Londres moderno.

Doyle le dio una buena calada al puro, que debía admitir estaba resultando excelente, y lo acompañó con un trago de cerveza.

—¿Y qué vamos a venderle?

—¿Hum? Oh, ¿no te lo he dicho? He descubierto a su hombre peludo. Apareció ayer, tal y como dijo el viejo que haría. Es un tipo pelirrojo, bajito y algo gordo; inconfundible, con todo el cuerpo sombreado. Cuando intenté coger la pistola tranquilizadora se asustó y salió corriendo, pero —sonrió con orgullo—, le seguí hasta el sitio donde vive. Esta mañana me dediqué a pegar el oído a la habitación de Darrow, intentando saber si estaba de humor para ofrecerle esta información a cambio de mi gancho y la localización del próximo agujero y…, ¡por Dios!, oí cómo Darrow le decía a Clitheroe que los muchachos debían pegarme un tiro nada más verme. Al parecer no confía en mí. Cogí todo el dinero que pude encontrar en la caja, salí corriendo y hablé en persona con el hombre peludo. He comido con él hace sólo unas horas.

—¿Comiste con él? —Doyle pensó que habría preferido comer con Jack el Destripador antes que con Cara-de-Perro Joe.

—Cierto. La verdad es que no es malo del todo; está algo loco y habla constantemente de la inmortalidad y los dioses egipcios, pero es listo y ha recibido una educación condenadamente buena. Le dije que Darrow estaba en condiciones de curar su problema de hipervellosidad, pero que deseaba hacerle algunas preguntas. Le dejé pensar que el viejo tenía intenciones de torturarle… y, por lo que yo sé, quizá las tenga, y que necesitaba un mediador, alguien que hiciera de portavoz para tratar con Darrow. Le dije que había estado con Darrow, pero que me había marchado cuando le oí hablar de las atrocidades que pensaba cometer con ese pobre infeliz. ¿Entiendes? Pero sigo teniendo ese problema con la orden que ha dado Darrow a sus chicos, de que me maten nada más verme. —Benner sonrió—. Por lo tanto, puedes convertirte en mi socio. Habla con Darrow, encárgate de negociar el trato y luego podrás compartir el premio… un viaje a casa. Creo que lo mejor será que le digas esto… —Se apoyó en su asiento y contempló a Doyle con una ceja arqueada—: «Mire, Darrow, le diremos al viejo King Kong que no acuda a verle hasta que reciba una carta nuestra. Y le daremos esa carta a un amigo…, conozco a una chica que será perfecta para eso, por cierto… con instrucciones de echarla al correo sólo cuando nos haya visto desaparecer por uno de esos agujeros. Así que denos un gancho y la localización de un agujero, y si nuestra chica ve cómo nuestras ropas vacías caen al suelo…, y piense que puede encontrarse a cien metros de distancia, en la copa de un árbol o en una ventana, así que le resultará imposible cogerla…, entonces su hombre peludo recibirá el mensaje de que acuda a Darrow».

Doyle había estado intentando interrumpirle.

—Pero, Benner —logró decir por fin—, te olvidas de que Darrow ha dado la orden de matar también a Doyle. No podré acercarme a él.

—Brendan, nadie anda detrás tuyo —le dijo Benner con paciencia—. Para empezar, todos creen que te maté, y para continuar te recuerdan como ese tipo algo gordito y de aire saludable que dio la conferencia sobre Coleridge. ¿Te has mirado a un espejo últimamente? Estás cadavérico y tienes la cara tan pálida como esos tipos que salen en los grabados de Fritz Eichenberg, aparte de que en tu cara hay algo así como cien arrugas nuevas… ¿quieres que siga? De acuerdo… además, ahora te has quedado decididamente calvo y, para colmo, tu maldita oreja parece haberse esfumado. ¿Cómo lo conseguiste? Ah, el otro día me di cuenta de que andabas de un modo raro. Francamente, pareces veinte años más viejo. Nadie te echará una mirada para pensar luego «ajá, es Brendan Doyle», así que deja de preocuparte. Lo único que debes hacer es entrar en ese salón para depilaciones y decir algo así como: «Hola, un amigo mío tiene el cuerpo cubierto de pelo, dejad que hable con vuestro jefe». Cuando hayas llegado hasta ahí puedes admitir que eres Doyle, no se atreverá a poner en peligro su única conexión con el gran gorila blanco.

Doyle asintió pensativamente.

—No está mal, Benner. Es complicado pero no está mal.

Doyle estaba bastante seguro de cuáles eran las intenciones de Darrow… y, dicho sea de paso, ahora comprendía la razón de que el viejo tuviera una copia del Diario de lord Robb.

«Es su cáncer —pensó—. No puede curarlo, pero apenas se ha familiarizado con el viaje temporal ha sabido que existe un tipo capaz de cambiar de cuerpo, por lo cual busca una copia del libro de lord Robb, dado que contiene la única mención del momento, el lugar y las circunstancias en que Cara-de-Perro Joe fue ejecutado… o, mejor dicho, linchado, en el año mil ochocientos once. ¡Es una buena información para usarla en un negocio como éste!».

—Maldita sea, Brendan, ¿me estás escuchando?

—Lo siento, ¿qué decías?

—Presta atención, es muy importante. Estamos a martes…, ¿qué te parece si el sábado estás en… conoces Jonathen’s, junto a la Bolsa al otro lado del río, subiendo por la orilla? Bueno, podríamos encontrarnos allí al mediodía. Creo que entonces ya podré tener arreglado el asunto de la carta con mi chica y habré hablado con el hombre peludo; luego podrás ir a ver al viejo. ¿De acuerdo?

—¿Cómo se supone que voy a vivir hasta el sábado? Me hiciste perder el trabajo que tenía al dispararme.

—Oh, lo siento. Toma. —Benner metió la mano en el bolsillo y arrojó cinco arrugados billetes de cinco libras cada uno sobre la mesa—. ¿Te las arreglarás con eso?

—Supongo que sí. —Doyle se los guardó y luego se puso en pie. Benner extendió la mano pero Doyle se limitó a contemplarla con una sonrisa—. No, Benner. Pienso cooperar contigo, pero no pienso darle la mano a un tipo que es capaz de matar a un viejo amigo sólo para librarse de un problema.

Benner cerró la mano con un leve chasquido y sonrió.

—Repite eso cuando te hayas encontrado en la misma situación que yo y hayas obrado de forma distinta, viejo…, puede que entonces me sienta avergonzado. Te veré el sábado.

—De acuerdo. —Doyle se dio la vuelta, disponiéndose a salir, pero luego se detuvo y miró nuevamente a Benner—. Un puro muy bueno. ¿Dónde lo has conseguido? Me he estado preguntando qué tal son los puros en mil ochocientos y creo que ahora puedo permitirme ese lujo.

—Lo lamento, Brendan. El puro es un Upmann del año mil novecientos ochenta y tres. Le robé una caja a Darrow antes de irme.

—Oh…

Doyle fue hasta la puerta y salió a la calle. La luna brillaba ya en el cielo, y las sombras de las nubes barrían la calle y las fachadas, como fantasmas huidizos que tuvieran mucha prisa por llegar al río. Un viejo estaba inclinado junto a la acera, y mientras Doyle le miraba, extendió la mano para recoger una maltrecha colilla de puro.

Doyle fue hacia él.

—Tenga —le dijo, extendiendo su puro— olvídese de esta porquería y tome este Upmann.

El viejo le contempló con expresión iracunda.

—¿Qué me tome qué?[1]

Demasiado cansado como para explicárselo, Doyle se marchó a toda prisa.

Siendo entonces lo bastante rico como para concederse ciertas comodidades, Doyle alquiló una habitación en el Hospitable Squires de Pancras Lane, dado que todas las fuentes concordaban en afirmar que allí había pernoctado William Ashbless durante sus dos primeras semanas de estancia en Londres. Aunque le sorprendió enterarse de que el encargado jamás había oído hablar de Ashbless, y que nunca le había alquilado una habitación a un hombre alto y rubio con abundante barba o sin ella, el problema planteado por la ausencia de Ashbless era mucho menos apremiante para Doyle ahora que se había comprometido con el plan de Benner.

Pasó los tres días siguientes descansando. Su tos no parecía empeorar (de hecho, daba la impresión de estar mejorando un poco) y la fiebre, que había estado soportando durante dos semanas, había sido evidentemente eliminada por la cerveza de Kusiak y su sopa llena de especias. Como aún temía a los hombres de Horrabin, y ahora también a los de Darrow, no se alejó mucho de su habitación, pero descubrió que desde su más bien angosto balcón resultaba fácil trepar por las tejas hasta lo alto del edificio; y en una zona totalmente plana, que se encontraba entre dos chimeneas, encontró una silla con la madera hinchada y algo agrietada por décadas de intemperie londinense. Estuvo sentado en ella durante las largas puestas de sol, contemplando la pendiente de las calles Támesis y Fish, que bajaban hacia el río, y los botes que zarpaban con la marea dando una impresión de tranquila falta de prisas. Solía dejar el tabaco y un chisquero en el amplio repecho de ladrillos de la chimenea, a su izquierda, y en el tejado, allí donde su mano derecha llegaba fácilmente, tenía una gran jarra de cerveza fría; dando chupadas alternas a su pipa y sorbos a su jarra, se dedicaba a contemplar el casi bizantino entramado de tejados, torres y columnas de humo dominado por la cúpula de la catedral de San Pablo, a la derecha, pensando con la cómoda seguridad de quien no debe tomar ninguna decisión por el momento, en que quizá lo mejor era, sencillamente, no ver a Benner y dedicarse a vivir su vida en esa mitad de siglo, que iba a verse dominada por las presencias de Napoleón, Wellington, Goethe y Byron.

Sus tres días de reposo se vieron empañados sólo por un acontecimiento desagradable; en la mañana del jueves, cuando Doyle volvía a su alojamiento tras visitar a un librero de Cheapside, un viejo espantosamente deforme se le plantó delante, impulsándose al parecer tanto con sus pies como con el incesante agitar de sus manos, que parecían ramas secas. La calva cabeza que emergía de sus viejas y abigarradas ropas, como un hongo creciendo en una pila de inmundicias, había sufrido en el pasado una tremenda herida, pues la nariz, el ojo izquierdo y una parte de la mandíbula habían desaparecido, dejando en su lugar una masa de retorcido tejido cicatricial. Cuando aquella vieja ruina se detuvo frente a Doyle, éste ya había metido la mano en el bolsillo sacando un chelín.

Pero la criatura no se dedicaba a mendigar.

—Usted, señor —graznó el viejo—, tiene el aspecto de alguien que amaría volver a su hogar. Y creo —le guiñó el ojo—, que su hogar está en un sitio hacia el cual no se puede señalar con el dedo, ¿eh?

Doyle miró a su alrededor, sintiendo una repentina oleada de terror, pero no vio persona alguna que pareciera estar aliada con aquel desecho humano. Quizá no fuera sino uno de esos omnipresentes lunáticos callejeros cuyo delirio, por puro azar, daba la impresión de hacer referencia a la situación actual de Doyle. Quizá estuviera hablando del Cielo o de algo parecido.

—¿A qué se refiere? —le preguntó Doyle cautelosamente.

—¡Je, je! ¿Piensa que el doctor Romany es el único enterado de cuándo y dónde se abrirán las puertas de Anubis? ¡Amigo mío, no se engañe! Yo las conozco, y hay una que podría llevarle hasta su presente. —Se rió con un sonido estremecedor, como canicas que rodaran por unos peldaños metálicos—. Está en el otro lado del río. ¿Quiere verlo?

Doyle estaba atónito. ¿Era posible que ese hombre supiera dónde se hallaba un agujero? Lo cierto, como mínimo, era que sabía de ellos. Y, teóricamente, los agujeros abundaban en esa época, era posible que hubiera uno abierto en Surreyside. Dios santo, ¿y si pudiera volver hoy mismo a su hogar? Con ello podría evitar a Benner, dejándole tirado…, aunque, desde luego, aquel bastardo no tenía ni el menor derecho a confiar en su lealtad. Y si se trataba de una trampa de Horrabin o Darrow, parecía innecesariamente complicada.

—Pero ¿quién es usted? —le dijo—. ¿Y qué sacará mostrándome cuál es el camino de vuelta a mi hogar?

—¿Yo? Solamente soy un viejo algo enterado de la magia. Y en cuanto a por qué deseo prestarle ese servicio —volvió a reírse—, quizá porque no soy exactamente un amigo del doctor Romany, ¿no le parece plausible? Podría llegar a decir que debo estarle agradecido a Romany por esto. —Su mano revoloteó en el aire señalando su rostro destrozado—. Bien, ¿le interesa? ¿Quiere venir a contemplar la puerta que le mandará…, o que le ha mandado, o que le está mandando a su hogar?

—Sí —dijo Doyle, sintiendo que se le iba la cabeza.

—Entonces, vamos.

El patético guía de Doyle se puso en marcha, lleno de energía, como si nadara al mismo tiempo que andaba, y Doyle empezó a seguirle, pero se quedó helado al darse cuenta de algo.

La acera estaba llena de hojas secas, pero cuando el viejo las pisaba no producían el menor crujido.

El viejo volvió su horrible rostro hacia Doyle al darse cuenta de que se había detenido.

—Aprisa, muchacho —le dijo.

Doyle se encogió de hombros, conteniendo un repentino deseo de persignarse, y lo siguió.

Cruzaron el río por Blackfriars sin decirse gran cosa, aunque el viejo parecía tan contento como un niño el día de Reyes al descubrir que habiéndose ido todos los mayores a misa, puede por fin entrar en el cuarto donde se amontonan los regalos. Llevó a Doyle por la calle Surrey, y luego le hizo torcer a la izquierda, por un callejón, hasta llegar a un alto muro de ladrillos que rodeaba un solar bastante grande. En el muro había una puerta de sólido aspecto; el viejo, con una sonrisa y un espantoso enarcar de cejas, le enseñó una llave de estaño.

—La llave del Reino —le dijo.

Doyle retrocedió un par de pasos.

—Este agujero de hoy… ¿está por pura casualidad tras una puerta de la que tiene una llave?

—He sabido de él… desde hace cierto tiempo…, ¡he sabido que estaba aquí! —dijo su guía con cierta solemnidad—. Y compré este lugar porque sabía que acabaría viniendo aquí.

—Pero ¿qué es? —le preguntó Doyle cada vez más nervioso—. Me está hablando de un agujero muy prolongado, pero entonces no me servirá de nada hasta que se cierre.

—Cuando llegue ahí encontrará una puerta, Doyle, de eso no tenga duda alguna.

—Oyéndolo da la impresión de que moriré ahí dentro.

—No morirá hoy —replicó el viejo—, ni en ningún día venidero.

El viejo estaba haciendo girar la llave en la cerradura, y Doyle retrocedió dos pasos más sin dejar de mirarle.

—Eso cree, ¿eh?

—Lo sé.

La puerta estaba ya abierta y el viejo la empujó.

Doyle no sabía demasiado bien lo que esperaba ver, pero desde luego no era el solar cubierto de hierba que se distinguía por el umbral, con el pálido sol de septiembre brillando sobre los montones de escombros y los ladrillos rotos. El viejo estaba ya dentro, y avanzaba por entre la hierba; Doyle hizo acopio de valor, apretó los puños y cruzó de un salto el umbral.

Aparte de ellos dos y los restos de viejas paredes, que asomaban por entre la hierba, el solar estaba completamente vacío. El viejo le estaba guiñando su único ojo, algo sorprendido por la brusca aparición de Doyle.

—Cierre la puerta —le dijo al fin, concentrándose nuevamente en algo que había estado removiendo entre la tierra.

Doyle cerró la puerta cuidando de que el pestillo no se encajara y fue hasta su extraño guía.

—¿Dónde está la puerta? —le preguntó con impaciencia.

—Mire esos huesos. —El viejo había quitado un trozo de lona que cubría un montón de huesos, aparentemente muy viejos, algunos de los cuales estaban ennegrecidos como por el fuego—. Aquí hay un cráneo —dijo, sosteniendo entre los dedos una maltrecha esfera de marfil de la cual colgaban, a punto de caerse, los huesos del pómulo y la mandíbula.

—Dios mío —dijo Doyle con cierta repugnancia—, ¿a quién le importa eso? ¿Dónde está la maldita puerta?

—Compré este lugar hace muchos años —dijo el anciano, ensimismado contemplando el cráneo, como si le estuviera hablando—, para poder enseñarle un día estos huesos.

Doyle dejó escapar su aliento en un largo silbido.

—Aquí no hay ninguna puerta, ¿verdad? —dijo con voz cansada.

El viejo lo miró, y si en su rostro cubierto de cicatrices había alguna expresión en particular, a Doyle le resultó imposible averiguar cuál era.

—Encontrará una puerta y espero que cuando la encuentre sienta tantos deseos de cruzarla como los siente ahora. ¿Quiere llevarse estos huesos con usted?

Doyle pensó que después de todo era sólo un lunático callejero, que tenía ciertos conocimientos sobre la jerarquía mágica de Londres.

—No, gracias —replicó y, dándose la vuelta, se abrió paso por entre la hierba.

—¡Búsqueme de nuevo cuando las circunstancias hayan cambiado! —le gritó el viejo mientras se iba.

Cuando Steerforth Benner entró a las doce en punto por las puertas de la cafetería Jonathen’s, Doyle, al verle, agitó la mano señalando hacia la otra silla vacía que había en la mesa, donde ya llevaba sentado media hora. Las botas de Benner repiquetearon en el suelo de madera al cruzar la sala. Apartó la silla con un golpe seco y se instaló en ella.

Una vez sentado, miró a Doyle con una dureza que parecía ocultar bastante incertidumbre.

—¿Has llegado temprano, Doyle, o es que no he recordado bien la hora de nuestra cita?

Doyle logró atraer la atención de un camarero y señaló su taza de café, indicando luego al recién llegado Benner. El camarero asintió, mientras subían los escalones que llevaban a su sala principal.

—Llegué temprano, Benner. Dijiste que al mediodía, de acuerdo.

Examinó más atentamente a su compañero de mesa, y le pareció que sus ojos estaban algo extraviados, como si le costara enfocar la mirada.

—¿Te encuentras bien? —inquirió—. Parece… como si tuvieras resaca o algo parecido.

Benner le miró con suspicacia.

—¿Resaca, dices?

—Cierto. ¿Estuviste bebiendo anoche hasta muy tarde o qué?

—¡Ah, sí! —El camarero acudió con su taza de café humeante y Benner se apresuró a pedir dos pasteles de riñón—. No hay nada mejor que un poco de comida cuando se te ha ido la mano, ¿eh?

—Claro —dijo Doyle sin demasiado entusiasmo—. Creo que deberás tener un poco de cuidado cuando volvamos…, no sólo has cogido el acento de la época, sino que empiezas a hablar de un modo algo raro.

Benner rió sin demasiada alegría.

—Bien, claro está. He tenido la intención de fingirme…, fingirme un auténtico indígena de este viejo período histórico.

—Creo que te has excedido, pero eso no importa. ¿Lo tienes todo listo?

—Oh, sí, sí, claro; no he tenido ningún problema.

Doyle pensó que Benner debía de estar muy hambriento, pues no dejaba de mirar a un lado y a otro con impaciencia, aguardando el regreso del camarero.

—¿La chica está de acuerdo? —preguntó Doyle.

—Naturalmente que lo está, y lo hará espléndidamente. ¿Dónde diablos está ese camarero con nuestros pasteles?

—A la mierda los malditos pasteles —dijo Doyle con impaciencia—. ¿Qué ha pasado? ¿Has tenido algún problema o qué? ¿Por qué estás actuando de un modo tan extraño?

—No ha pasado nada —dijo Benner—. Sencillamente, tengo hambre.

—Bueno, ¿cuándo tengo que ver a Darrow? —le preguntó Doyle—. ¿Hoy, mañana?

—No tan pronto, debes esperar unos cuantos días. ¡Ah, nuestros pasteles! Gracias. Venga, Doyle, no debes dejar que se enfríe.

—Puedes quedarte el mío —dijo Doyle, que nunca había podido soportar la idea de comer riñones—. Bien, ¿por qué debo esperar unos días? ¿Has perdido a tu hombre peludo?

—Cómete ese maldito pastel. Lo he pedido para ti.

Doyle alzó los ojos al techo, cada vez más irritado.

—No intentes seguir cambiando de tema. ¿A qué viene esa espera?

—Darrow estará fuera de la ciudad hasta… hasta la noche del martes. ¿Prefieres quizá algo de sopa?

—No quiero nada, muchas gracias —dijo Doyle levantando un poco la voz—. Entonces, ¿voy a verle el miércoles por la mañana?

—Sí. Ah, también me preocupa algo un tipo que da la impresión de haber estado siguiéndome. No tengo ni idea de quién puede ser; es bajito y lleva barba negra. Creo que le perdí al entrar en la cafetería, pero me gustaría estar seguro. ¿Te importaría salir fuera y ver si aún ronda por ahí? Si anda por la calle no quiero que se dé cuenta de que le he visto.

Doyle lanzó un suspiro pero se levantó, fue hasta la puerta y, una vez en la acera, miró a uno y otro extremo de la soleada calle Threadneedle. Había mucha gente, pero Doyle, poniéndose de puntillas, agachándose luego y murmurando montones de «perdóneme», no logró distinguir a ningún hombre bajito con barba negra. Alguien estaba chillando a su derecha y las cabezas empezaban a volverse en esa dirección, pero Doyle no tenía el menor interés en saber a qué se debía el tumulto. Entró nuevamente en la cafetería y tomó asiento ante la mesa.

—No le he visto —dijo. Benner estaba removiendo con la cuchara una taza de té que no había estado allí antes—. ¿Cuánto lleva siguiéndote? ¿Y dónde le notaste por primera vez?

—Bueno… —Benner sorbió su té haciendo bastante ruido—. Diablos, aquí dan un té estupendo. Pruébalo.

Le ofreció la taza a Doyle.

Los gritos del exterior empezaban a ser cada vez más fuertes, y Doyle tuvo que acercarse a Benner para que éste pudiera oírlo.

—No, gracias. ¿Quieres responder a lo que te he preguntado?

—Sí, te responderé. Pero antes prueba un poco de té; es realmente magnífico. Y estoy empezando a pensar que te consideras demasiado superior a mí como para beber o comer en la misma mesa.

—Oh, Benner, por el amor de Dios… —Doyle aceptó la taza y la levantó con un gesto de impaciencia hasta sus labios, y justo cuando abría la boca para tomar un sorbo, Benner alargó la mano y empujó el fondo de la taza, con lo que Doyle tragó una sustanciosa porción del líquido. Estuvo a punto de atragantarse y tosió—. Maldito seas… —logró farfullar una vez hubo tragado el té—, ¿estás loco?

—Sencillamente, quería hacerte tomar un buen sorbo para que lo paladearas —le dijo Benner sonriendo ampliamente—. ¿A que es bueno?

Doyle se pasó la lengua por los labios. El té sabía excesivamente a especias y no habían colado muy bien las hojas; le hizo pensar en un vino tinto que contuviera un exceso de tanino, tan seco que ahora sentía los dientes pegajosos.

—Es horrible —le dijo a Benner y entonces se le ocurrió una idea de lo más inquietante—. Hijo de perra…, quiero ver cómo bebes un poco de ese té.

Benner se inclinó hacia él con una mano formando bocina en la oreja.

—¿Qué has dicho? Perdona, pero creo que hay un…

—¡Bebe ahora mismo!

Doyle casi gritaba para conseguir que le oyera por encima del estruendo que llegaba de la calle.

—¿Supones acaso que deseo envenenarte? ¡Ja! Mira. —Ante el considerable alivio de Doyle, Benner vació el resto de la taza sin la menor vacilación—. Doyle, resulta evidente que no entiendes ni lo más mínimo de tés.

—Supongo que no. ¿Qué infiernos crees que está pasando ahí fuera? Déjalo, será mejor que sigas hablándome de ese tipo barbudo que…

De pronto se oyeron unos gritos de pánico en el interior de la sala, detrás de Doyle, en la puerta, y antes de que pudiera volverse hubo una explosión y un estruendo metálico; la ventana había saltado en fragmentos. El altercado callejero subió instantáneamente su volumen. Doyle se levantó de un salto, y por el rabillo del ojo vio que Benner, sin inmutarse, se levantaba también sacando una diminuta pistola de su levita.

—¡Matadle! —gritaba alguien—. ¡Creo que va hacia la cocina!

Doyle pudo ver un remolino de gente en el lado de la sala que daba a la calle, y distinguió trozos de sillas rotas que giraban en el aire como si fueran porras, pero durante los primeros y tensos segundos no logró percibir lo que se hallaba en el centro del remolino; luego un camarero salió despedido por los aires y cayó al suelo, arrastrando con él a media docena de personas. En ese fugaz instante Doyle vio un mono con el pelaje tan rojizo como el de un setter. Aunque era más bajo que casi todos sus oponentes, era tal su ferocidad que logró pasar por el espacio que había despejado el camarero catapultado por los aires, y en dos saltos cubrió la distancia que le separaba de la mesa de Doyle y Benner. Antes de que la pistola de Benner detonara casi junto a su cabeza, Doyle tuvo el tiempo suficiente para ver que el pelaje del mono estaba salpicado de sangre y que la mayor parte de la sangre parecía venir de su boca.

Doyle sintió que el aire se agitaba junto a su cara, y vio aparecer de pronto un chorro de sangre en el pecho del mono cuando el proyectil le hizo saltar por los aires. Su vuelo terminó a unos tres metros de distancia y por un segundo, antes de caer convertido en un fláccido montón de carne y pelo, el mono se inmovilizó en mitad de su vuelta de campana, apoyándose sobre su cabeza.

En el instante de silencio que siguió al disparo, Benner cogió a Doyle por el brazo y le empujó a toda prisa hacia la cocina y, tras cruzar la puerta trasera, a un minúsculo y sombrío callejón lateral.

—Vete —dijo Benner—. Por aquí se llega a Cornhill.

—¡Espera un minuto! —Doyle estuvo a punto de caer al enredarse los pies en una carretilla rota, que había logrado escapar a los siempre vigilantes saqueadores y traperos—. Ése era uno de los de Cara-de… ¡Uno de los despojos del hombre peludo! ¿Por qué vino a…?

—No importa. Ahora, quieres…

—¡Pero eso quiere decir que ahora está en un nuevo cuerpo! ¿No entiendes que…?

—Lo entiendo mucho mejor que tú, Doyle, créeme. Todo está controlado y luego ya te lo explicaré.

—Pero…, oh, de acuerdo. ¡Eh, espera! Maldita sea, ¿cuándo te veré de nuevo? ¿Habías dicho… el martes, quizá?

—El martes resultará perfecto —dijo Benner con impaciencia—. ¡Corre!

—El martes…, ¿dónde?

—No te preocupes por eso, yo te encontraré. Oh, qué diablos… El martes aquí mismo a las diez de la mañana. ¿Te sientes mejor ya?

—Bien, de acuerdo. Pero ¿podrías dejarme algo más de dinero? No…

—Oh, cierto, cierto, no deseo que pases hambre, desde luego. Toma. No sé cuánto hay aquí pero debe de ser bastante. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de marcharte?

El camarero de pelo canoso había quitado ya los trozos de cristal y ahora, con su recogedor lleno de vidrios y la servilleta que se había atado alrededor de la cabeza como si fuera un turbante, tenía todo el aspecto de un gran visir en busca de un sultán al cual ofrecerle un montón de diamantes tallados al azar.

—Lo siento, hijo, pero la verdad es que todo estaba demasiado revuelto como para ponerme a cobrar en las mesas, ¿entiendes?

—Dejó caer el contenido del recogedor en el barril usado para la basura, y se dispuso a seguir barriendo.

—Pero ¿iba hacia dos hombres sentados a una mesa?

El camarero suspiró.

—O se dirigía a ellos o, más probablemente, intentaba huir en esa dirección.

—¿Y puede recordar algo más sobre el tipo que le disparó al mono?

—Sólo que era alto y rubio, como ya he dicho. Y el tipo que estaba con él era más bajito, moreno y flaco; parecía encontrarse algo enfermo. Ahora vete a tu casa, ¿de acuerdo?

No parecía que hubiera manera de conseguir más información en la cafetería, así que Jacky le dio las gracias al camarero y se marchó desanimada por los adoquines del callejón que llevaba a la Bolsa, donde varios hombres, con bastante repugnancia, estaban cargando en un carro el cadáver cubierto de vello rojizo de Kenny fuera-cual-fuese-su-nombre, abandonado hacía una semana por Kenny, y abandonado en el día de hoy por Cara-de-Perro Joe.

«Maldición —pensó Jacky—, ha cambiado su cuerpo y ahora no tengo ni la menor idea de en cuál puede estar».

Se metió las manos en los bolsillos de su enorme chaqueta y, abriéndose paso por entre los boquiabiertos mirones que rodeaban el carro se alejó hacia la calle Threadneedle.

Cuando ya estaba a medio camino de su alojamiento, Doyle empezó a temblar. Una vez instalado en su refugio del tejado, bebió a toda prisa una cerveza y luego se tapó el rostro con las manos y respiró hondamente, hasta que el temblor se calmó.

«Dios mío —pensó—, ése es el aspecto que tienen las malditas criaturas… No me extraña que Jacky se volviera un poco loco después de matar a una, y creyera que vio el alma de Colin Lepovre contemplándole desde los ojos de esa cosa agonizante. O, diablos, quizá sí estuviera ahí… —Doyle volvió a llenarse la jarra y bebió un trago—. Desde luego, mi única esperanza es que Benner sepa lo que hace y conozca la clase de fuego con la que está jugando».

Dejó la jarra en el tejado y contempló el horizonte, pensando con inquietud en dónde estaría ahora, en si el pelo ya había empezado a brotar en el nuevo cuerpo como una fina capa de polvo… y en si estaría ya buscando otro cuerpo del que apoderarse.

En el maltrecho umbral de piedra de una casita encalada, que estaría a unos tres mil kilómetros en dirección sureste del observatorio de Doyle, un hombre viejo y calvo estaba sentado con expresión aburrida fumando una larga pipa de arcilla, contemplando la hierba de un sucio color amarillento que terminaba en la playa de guijarros y el agua. El viento, cálido y seco, soplaba del oeste y en su largo camino agitaba levemente las inmóviles aguas del golfo de Patrás; cuando el viento se calmaba por unos instantes era posible oír el leve tintineo de los cencerros al pie de las colinas de Morea, detrás de él.

Por tercera vez durante ese largo atardecer, Nicolo, el chico, salió corriendo de la casa, ahora golpeando de modo efectivo (y no, como antes, sólo rozando) el brazo del médico, que estuvo a punto de perder la pipa. Y el chico ni tan siquiera se disculpó… El doctor sonrió fríamente, contemplando al bribonzuelo y jurándose que otra grosería más por parte de ese mocoso griego tendría como resultado una dolorosa, fea y prolongada agonía para su amado «padrone».

—Doctor —jadeó Nicolo—. ¡Venga! ¡El padrone se retuerce en la cama y habla con gente que no está en la habitación! ¡Creo que va a morir!

«No morirá hasta que yo se lo permita», pensó el doctor.

Miró hacia el cielo y vio que el sol ya empezaba a bajar por el occidente, finalizando su trayecto en el firmamento griego, siempre libre de nubes, y decidió que ya era hora de actuar. En realidad no importaba demasiado en qué momento del día lo hiciera, pero las viejas leyes muertas son tan pesadas como las supersticiones, y al igual que ni se le ocurriría pronunciar el nombre de Set en el vigésimo cuarto día del mes de Pharmuthi, y tampoco miraría a un ratón el doce de Tibi, no se sentía capaz de realizar magia negra en tanto que Ra, el dios del sol, estuviera aún en lo alto del cielo y pudiera verle.

—Muy bien —dijo el doctor, dejando su pipa y poniéndose trabajosamente en pie—. Iré a verlo.

—Yo también debo venir —afirmó Nicolo.

—No. Debo estar a solas con él.

—Yo vendré también.

El ridículo mocoso había puesto su mano derecha en el pomo de la daga curvada, que llevaba siempre en su faja escarlata, y el doctor estuvo a punto de reírse.

—Si insistes…, pero tendrás que salir del cuarto cuando le atienda.

—¿Por qué?

—Porque —dijo el doctor, sabiendo que su excusa convencería perfectamente al chico, aunque al milord anglais del interior le habría hecho salir corriendo en busca de sus pistolas— la medicina es magia, y la presencia de una tercera alma en el cuarto puede convertir las brujerías que curan en hechicerías malignas.

El chico pareció algo resentido, pero acabó murmurando un de acuerdo.

—Entonces, vamos.

Entraron en la casa y tras cruzar la sala llegaron a la habitación sin puerta del final; aunque los muros de piedra habían mantenido fresca la atmósfera del interior, el joven que yacía en el angosto lecho de armazón metálica estaba cubierto de sudor y su rizada cabellera negra se pegaba a su frente. Tal y como le había dicho Nicolo, no paraba de moverse y aunque tenía los ojos cerrados fruncía el ceño y murmuraba algo ininteligible.

—Ahora debes irte —le dijo el doctor al chico.

Nicolo fue hacia el umbral, pero se detuvo para contemplar con desconfianza los objetos que había sobre la mesilla de noche; una lanceta, un cuenco, líquidos de colores en botellitas de cristal y un aro metálico en el cual había insertada una cuenta de madera.

—Una cosa antes de que me vaya —dijo—. Mucha gente a la que ha tratado de esta fiebre acabó muriendo. El lunes ese inglés, George Watson, se le escapó de entre los dedos. El padrone —señaló al hombre de la cama— dice que usted es un pericolo…, un peligro mayor que la propia fiebre. Y por ello le digo…, le digo que si también él es uno de sus fracasos, entonces le seguirá al reino de la muerte ese mismo día. ¿Capisce?

En el viejo y arrugado rostro del doctor la diversión luchaba con el enfado.

—Déjanos solos, Nicolo.

—Tenga mucho cuidado, doctor Romanelli —dijo Nicolo.

Luego se dio la vuelta y se marchó.

El doctor llenó un vaso con el agua de una jofaina que había sobre la mesa, y luego cogió de una bolsita que llevaba en la cintura unos puñados de hierbas resecas, las metió en el vaso y removió con el índice. Después pasó el brazo por los hombros del joven que deliraba y, medio incorporándole en la cama, alzó el vaso hasta sus labios que no cesaban de murmurar.

—Bebed, milord —dijo en voz baja, inclinando el vaso. El enfermo bebió sin oponer resistencia, aunque con el ceño fruncido, y cuando el doctor Romanelli apartó el vaso, ahora vacío, tosió y meneó la cabeza como un gato que acaba de percibir un olor desagradable—. Sí, milord, ¿verdad que es amargo? Tuve que tomar un vaso igual hace ocho años y todavía recuerdo el sabor.

El doctor se puso en pie y fue rápidamente hacia la mesa, pues ahora cada segundo era importante. Romanelli prendió con su yesquero unas pajas que había en un platito, y una vez obtenida la llama, sostuvo sobre ella su vela especial hasta que en el pábilo se encendió una aureola de fuego. Después la colocó de nuevo en su soporte y la contempló con cierta ansiedad. La llama no iba hacia lo alto como habría ocurrido con cualquier vela normal, sino que se extendía por un igual en todas direcciones formando una esfera semejante a un diminuto sol amarillo, y su calor iba tanto hacia arriba como hacia abajo, proyectando pequeñas olas de aire caldeado, que hacían removerse los jeroglíficos del soporte, como caballos de carreras esperando su partida.

Y ahora…, ¡si su ka de Londres estaba haciendo correctamente su parte!

Miró la llama y dijo:

—¿Romany?

Una voz casi inaudible le respondió desde la llama.

—Todo listo aquí. La bañera de maná está bien y la temperatura es la adecuada.

—Bien, eso espero. ¿Está listo el camino para él?

—Sí. Se ha pedido audiencia con el rey Jorge y han dado permiso hace unos días.

—Muy bien. Entonces, pongamos en marcha el canal.

Romanelli se volvió hacia el aro metálico, que estaba firmemente unido a un bloque de madera muy resistente, y lo golpeó con una varilla también metálica. El golpe produjo una prolongada nota musical, que un segundo después fue contestada por otra nota idéntica en el interior de la llama.

Pero el tono de la respuesta no le pareció del todo igual, así que hizo subir la cuenta de madera un par de centímetros por el aro y volvió a golpear; esta vez las dos notas fueron totalmente iguales, y por un instante la bola de fuego pareció desaparecer, aunque ardió de nuevo con normalidad al apagarse los dos sonidos musicales.

—Creo que ya lo hemos conseguido —dijo con voz tensa—. Ahora, repitamos.

Las dos notas, una producida en Londres y la otra en Grecia, sonaron de nuevo sin que fuera posible distinguirlas, y la llama se convirtió en una diminuta esfera de tenue claridad grisácea; y cuando el metal del aro todavía vibraba por el golpe, Romanelli movió con cautela la cuenta de madera, haciéndola subir un milímetro por el aro. Las notas eran totalmente iguales, y allí donde antes ardía la llama se veía ahora un agujero en el aire, a través del cual podía distinguirse un suelo cubierto de polvo. Mientras las dos notas se desvanecían en el silencio, la extraña llama esférica apareció de nuevo.

—Lo tengo —dijo Romanelli con voz nerviosa—. Pude ver bien a través del agujero. Golpea de nuevo cuando yo te lo diga y lo mandaré.

Cogió un plato y luego, acercándose al hombre inconsciente del lecho, alzó una de sus fláccidas manos, hizo un corte en un dedo con su lanceta y recogió las gotas de sangre en el plato. Cuando tuvo un par de cucharadas de sangre en el plato dejó caer su mano nuevamente en el lecho y se volvió hacia la vela.

—¡Ahora! —dijo, golpeando el aro con su varilla. Una vez más la nota tuvo respuesta y, cuando la llama se convirtió de nuevo en un agujero, dejó caer la varilla, metió los dedos en el plato con la sangre y, agitándolos, envió por el agujero una docena de gotas rojizas—. ¿Ha llegado? —preguntó, preparado para repetirlo todo si fuera necesario.

—Sí —respondió la voz desde el otro lado, mientras las notas se desvanecían y la llama ardía de nuevo—. Cuatro gotas justo en la bañera.

—Excelente. Morirá apenas me entere de que todo ha salido bien.

Romanelli se inclinó hacia adelante y apagó la vela de un soplido.

Luego tomó asiento y contempló pensativamente el inquieto sueño del joven. Encontrarle había sido todo un golpe de suerte; era perfecto para sus propósitos. Un par del reino, pero con una historia personal oscura, y en más de un momento cercana a la pobreza y, quizá debido a su defecto físico, tímido e introvertido, con pocos amigos. Durante sus días en Harrow había publicado una sátira que ofendió a un gran número de personas influyentes de Inglaterra, incluyendo a su mecenas, lord Carlisle, con lo que todos estarían dispuestos a creer en el tremendo crimen que Romanelli y su ka inglés harían ver que había cometido.

—El doctor Romany y yo te sacaremos de la oscuridad —dijo en voz casi inaudible Romanelli—. Haremos famoso tu nombre, lord Byron.

Bajo la notablemente plácida sonrisa de la cabeza de Teobaldo, que había sido colocada en una hornacina del muro, el payaso Horrabin y el doctor Romany permanecían inmóviles ante una bañera llena de maná, que relucía débilmente; en su interior se veían las gotas de sangre, ahora negra y solidificada, hundidas en medio del maná, que empezaban a producir una fina red de hebras que se unían rápidamente entre sí.

—En doce horas ya se le podrá reconocer como un hombre —dijo Romany, tan inmóvil que ni siquiera sus zapatos con suelas de resortes le hacían balancearse como de costumbre—. Dentro de veinticuatro horas debería ser capaz de hablar con nosotros.

Horrabin se agitó levemente sobre sus zancos.

—Un auténtico lord británico —dijo con voz pensativa—. El Castillo de las Ratas ha tenido muchos visitantes distinguidos, pero el joven Byron, aquí presente, será el primer par del reino.

Aun a pesar del maquillaje, Romany pudo ver su sonrisa burlona. El doctor Romany también sonrió.

—Te he introducido en los círculos más elevados.

Hubo un silencio que duró unos segundos y luego el payaso, con voz algo quejosa, le miró y dijo:

—¿Debemos poner en práctica el proyecto mañana por la noche, sin haber dormido nada? Necesito pasar diez horas en mi hamaca o tengo unos terribles dolores de espalda y, desde que mi maldito padre —movió la mano hacia su cabeza cercenada— me hizo caer al suelo, el dolor se ha hecho dos veces más fuerte.

—Lo haremos por turnos y dormiremos cuatro horas de cada ocho —le recordó con cierto cansancio el doctor Romany—. Eso debería bastar para mantenerte con vida. Sería mejor que tuvieras compasión de él —añadió, indicando con la cabeza la bañera llena de maná—. Durante todo ese tiempo estará despierto y aguantará los gritos.

Horrabin suspiró.

—Entonces, ¿acabaremos pasado mañana?

—Probablemente hacia la tarde. Antes nos ocuparemos de él por turnos durante toda la noche de mañana y el día siguiente; supongo que hacia la tarde ya no le quedará ni pizca de voluntad propia, y después de haberle paseado por ahí durante dos días, le daremos sus instrucciones, esa pistola en miniatura y le soltaremos. Después de eso, mis gitanos y tus mendigos se pondrán en acción y, más o menos una hora después, mi hombre del Tesoro anunciará que una quinta parte de todos los soberanos de oro existentes en el país son falsos, en tanto que otros se ocuparán del Banco de Inglaterra. Y para cuando nuestro joven Byron se haya encargado de su truco, ¡el país entero se habrá puesto de rodillas! Si Napoleón no se encuentra en Londres para la Navidad me llevaré una gran sorpresa.

Sonrió con satisfacción.

Horrabin seguía removiéndose sobre sus zancos.

—¿Estás…, estás seguro de que eso representará una mejora? No me importa darle una buena zurra al país, pero sigo sin estar muy convencido de que sea inteligente acabar con él.

—Los franceses son fáciles de manejar —dijo Romany—. Lo sé…, he tratado con ellos en El Cairo.

—Ah. —Horrabin se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes para contemplar el interior de la bañera y las hebras rojizas que empezaban a formar el contorno de un esqueleto humano—. Imagínate, nacer de una bañera llena de barro sucio…

Agitando su cabeza, que hacía pensar en una tienda de feria, abandonó la habitación.

El doctor Romany, ahora solo, se volvió hacia la bañera llena de sustancia brillante.

—Oh —dijo en voz baja—, hay cosas peores, Horrabin. Dentro de un mes podrás decirme si ya has sido capaz de averiguar en qué consisten.

En la mañana del martes veinticinco de septiembre, Doyle contemplaba la hilera de frascos de la Tienda de Tabacos Wassard, intentando descubrir algo que se pudiera fumar en aquellos días en que aún no se conocían los humidores y el tabaco turco superior, mientras, poco a poco, se iba dando cuenta de la conversación que se mantenía a su lado.

—Pues claro que es un lord genuino —dijo uno de los comerciantes de mediana edad que había en la tienda—. Está borracho como una cuba ¿no?

Su compañero rió levemente, pero no parecía del todo convencido.

—No sé, no sé. Parecía más bien enfermo, o quizá… loco, eso es.

—Lo cierto es que sabe vestirse.

—Sí, a eso me refiero; es como un actor vestido para interpretar a todo un lord, metido en una función de saltimbanquis. —Meneó la cabeza—. Si no fuera por todos esos soberanos de oro que anda repartiendo a su alrededor pensaría que es…, no sé, algún tipo de truco para llamar la atención sobre algún espectáculo. Dices que has oído hablar de ese lord…, ¿cómo se llama, Brian?

—Byron. Sí, escribió una obrita en la que se burlaba de todos los poetas modernos, incluido Little, por el que siento debilidad. Ese Byron es uno de los nuevos «universitarios», ya los conoces…

—Ya; jóvenes bastardos que siempre andan con muchos humos.

—Exacto. ¿Te fijaste en su bigote?

Doyle, atónito, se acercó a ellos.

—Disculpen, pero ¿están diciendo que han visto recientemente a lord Byron?

—Cierto, amigo, nosotros y la mitad del distrito de los negocios. Estaba sentado en La Pérgola de Gimli, en la calle Lombard, vergonzosamente borracho… o fuera de sus cabales —añadió, mirando a su compañero—, y les estaba pagando a los clientes una ronda de bebidas tras otra.

—Quizá tenga tiempo de ir allí y tomarme algo —dijo Doyle sonriendo—. ¿Lleva alguno de ustedes reloj?

Uno de los hombres sacó un reloj de oro del bolsillo de su chaleco y lo examinó.

—Las diez y media.

—Gracias.

Doyle salió a toda prisa de la tienda.

«Aún falta hora y media para mi encuentro con Benner —pensó—. Tengo tiempo suficiente para ver a ese impostor que pretende ser Byron y enterarme de qué tipo de fraude está planeando».

Mientras caminaba pensó que Byron era una buena identidad para un estafador, pues el auténtico Byron seguía siendo bastante desconocido en mil ochocientos diez; sólo la publicación de Las peregrinaciones de Childe Harold, dentro de dos años, le haría famoso, y el hombre de la calle ignoraba que en esos momentos Byron se encontraba haciendo turismo por Grecia y Turquía. Pero ¿qué clase de estafa podía ser tan colosal, como para que justificara el «ir repartiendo» soberanos de oro a diestra y siniestra sólo como preparativo?

Fue en dirección sur hasta la calle Lombard, y no tuvo dificultad alguna en localizar la taberna; en su entrada había un considerable grupo de gente. Doyle fue hacia allí e intentó ver algo por encima de las cabezas del gentío.

—No empuje, amigo —gruñó un hombre bastante gordo al verle—. Tendrá que esperar su turno, como todos.

Doyle se disculpó y fue hacia una de las ventanas; pegó la nariz al cristal, ahuecando las manos alrededor, y trató de ver algo.

La taberna estaba a rebosar y durante medio minuto todo lo que Doyle pudo ver fue a gente que gritaba y parecía muy ocupada vaciando sus vasos o agitándolos, ya vacíos, ante camareros desbordados de trabajo. Entonces hubo una brecha momentánea en el tumulto, y vio a un joven de oscura y rizada cabellera, que fue cojeando hasta el mostrador y, sonriendo, dejó caer un montón de monedas sobre la pulida madera. Su gesto hizo que la multitud lanzara tal grito que Doyle pudo oírlo perfectamente, pese al grueso del cristal, y el joven se perdió nuevamente tras un mar de brazos que se agitaban.

Doyle se abrió paso nuevamente hacia la calle y se apoyó en el poste de un farol. Aunque en la superficie su mente estaba tranquila, podía sentir cómo en sus entrañas se iba extendiendo una presión helada, y supo que cuando aquella ola de frío irrumpiera en su conciencia, como un submarino que emerge del agua, podría reconocerla fácilmente como pánico. Intentó calmarse, meditando muy despacio en lo que había visto.

«Byron está en algún lugar de Grecia o Turquía —se dijo con toda firmeza—, y el que ese tipo se parezca tan condenadamente a todos los retratos que he visto de él, no es más que una coincidencia. Y una de dos, o este impostor resulta que también es cojo, o ha estudiado tan concienzudamente a su modelo que no ha pasado por alto el detalle de imitar la cojera de Byron…, aunque prácticamente nadie en mil ochocientos diez prestaría demasiada atención a tal detalle. Pero ¿cómo explicar el bigote? Byron se dejó crecer el bigote en el extranjero, es algo que pude ver en el retrato de Phillips, pero, aunque un impostor hubiera podido enterarse de ello, resultaba bastante difícil que decidiera valerse de tal bigote para engañar a gente que, si había visto al Byron original, le había visto siempre afeitado. Y si el bigote es sólo un descuido, algo que el impostor no sabía que Byron no llevaba durante sus últimos días en Inglaterra, ¿entonces a qué se debía el toque final de la cojera?».

El pánico o lo que fuera seguía creciendo.

«¿Y si es Byron —pensó—, y si no está en Grecia, tal y como afirma la historia? ¿Qué diablos está pasando? Ashbless debía estar aquí, pero no ha llegado y Byron no debía estar aquí, pero sí está. ¿Acaso Darrow nos metió en un mil ochocientos diez alternativo, un año a partir del cual la historia va a desarrollarse de un modo distinto al que conocemos?».

Empezaba a sentirse mareado y le alegró tener el apoyo del farol, pero sabía muy bien que no le quedaba más remedio que entrar en esa taberna y averiguar si ese joven era o no el auténtico Byron. Con un esfuerzo se apartó del farol y avanzó un par de pasos, pero se detuvo al darse cuenta de que el miedo que sentía en su interior, cada vez más fuerte, era demasiado primario e incontenible para ser causado por algo tan abstracto como la pregunta de en qué ramal del tiempo se encontraba. Algo le estaba ocurriendo, algo que su mente consciente era incapaz de percibir, pero que estaba haciendo agitarse su parte subconsciente igual que una bomba removería el agua de un pozo si explotara en el fondo.

La multitud y el edificio que tenía delante perdieron de pronto todo su relieve y casi todas sus tonalidades de color, de tal modo que le pareció estar contemplando una pintura impresionista, una escena en la que sólo se hubieran utilizado marrones y amarillos.

«Alguien ha bajado el volumen de golpe», pensó aturdido.

Unos instantes antes de que la luz y el sonido se desvanecieran por completo y su mente, sin ningún soporte al que aferrarse, cayera en la inconsciencia, como el cuerpo de un hombre que se desploma por la trampilla del cadalso, tuvo el tiempo suficiente para preguntarse si eso era lo que uno sentía al morir.

A veces saltando, pero más a menudo arrastrándose sobre un pie y las dos manos; como una cucaracha a la que han pisoteado sin matar del todo, pues su pierna izquierda había desarrollado una nueva y dolorosa articulación, Doyle avanzó jadeando y sintiendo fuertes deseos de vomitar a lo largo del asfalto mojado por la lluvia, sin ni tan siquiera ver cómo los coches oscilaban violentamente ante él, por efecto de los frenos pisados violentamente, y sin enterarse de los chirridos de los neumáticos torturados.

Distinguió una silueta inmóvil tendida en la gravilla, con aquel aspecto desordenado que adquieren los objetos arrojados violentamente cuando ya no tienen ninguna utilidad, y aunque se estaba arrastrando agónicamente hacia la silueta para ver si se encontraba bien, sabía que no era así, pues ya había vivido todo aquello una vez en la vida real y varias veces en sus sueños. Su mente ardía a causa de la ansiedad, el miedo y la esperanza pero, al mismo tiempo, sabía perfectamente lo que iba a encontrar.

Pero esta vez todo sucedió de un modo distinto. En vez de la confusa mezcla de sangre, huesos y fragmentos multicolores del casco que tan bien recordaba, esparcida sobre el cemento y el pilar de la autopista, la cabeza de la silueta hacia la cual se arrastraba seguía intacta y unida a los hombros. Y el rostro no era el de Becky…, era Jacky, el joven vagabundo.

Retrocedió un poco, sorprendido, y entonces vio, pero sin que ello le causara la menor sorpresa, y aunque era incapaz de explicar a qué se debía tal falta de sobresalto, que no se encontraba en la autopista. Estaba en una pequeña habitación, con una ventana desprovista de cristales en donde se agitaban lentamente unas cortinas muy sucias. La ventana cambiaba continuamente de forma; a veces era redonda, hinchándose y contrayéndose como un extraño esfínter arquitectónico, desde el tamaño de una mirilla empotrada en una puerta hasta el del rosetón que había en la catedral de Chartres, mientras que otras veces decidía caprichosamente adoptar un contorno rectangular. También el suelo parecía indeciso; en un instante dado se hinchaba de tal forma que le obligaba a encogerse para no golpear el techo, y un segundo después se desplomaba como un trampolín que hubiera perdido toda voluntad de seguir erguido, dejándole en el fondo de un pozo, desde el que tenía que levantar la vista para seguir contemplando la ventana y su peculiar danza del vientre. Desde luego, debía reconocer que era una habitación muy entretenida.

Sentía la boca entumecida y aunque el dentista, que llevaba puestas dos máscaras de cirujano, por lo que Doyle sólo podía ver sus ojos relucientes, le había ordenado que no se la tocara, Doyle se llevó disimuladamente una mano cubierta de vello a los labios y le aterró el vivo color rojo de la sangre tiñendo su vello dorado. «Vaya dentista», pensó, y aunque con un esfuerzo de voluntad logró abandonar aquella visión para volver al pequeño cuarto, aún llevaba los guantes cubiertos de vello y la boca le seguía sangrando en abundancia. Encogió el cuerpo, luchando contra otra punzada de dolor en el estómago, y la sangre manchó el plato, el cuchillo y el tenedor que alguien había dejado en el suelo.

Le enfureció ver que, fuera quien fuese, no era capaz ni de recoger sus platos sucios, pero entonces recordó que estaba contemplando los restos de su propia cena. ¿Sería ella la causante de su entumecimiento y del continuo flujo de sangre? ¿Habría pedazos de cristal en lo que había comido? Cogió el tenedor y removió los restos de comida que aún quedaban en el plato, temiendo ver algún destello escondido, pero después de unos instantes llegó a la conclusión de que no había ningún cristal.

De todos modos, ¿qué era esa comida? Olía vagamente a curry pero, al parecer, era una especie de estofado hecho de hojas y algo que se parecía a los kiwis, pero era más pequeño, más duro y estaba cubierto de pelitos. Su mente empezó a divagar, intentando encontrar una rima que combinara adecuadamente las palabras curry y kiwi, moviéndose en un ruidoso circuito sin final, que hacía pensar en una moneda atascada en un aspirador; la evidente relación existente entre las dos palabras había cautivado su atención y le impedía pensar en nada más. Una eternidad después logró apartar su mente de la rima, y sufrió un instante de gélida lucidez al reconocer la fruta exótica que estaba en el plato. La había visto antes, en los Jardines Foster de Nuuanu, en Hawai, colgando de un gran árbol cuyo nombre científico todavía recordaba: Strychnos Nux Vomica, la fuente natural más rica en estricnina que existe.

Había estado comiendo estricnina casi pura.

El agua tenía un olor terrible, que hacía pensar en un charco de marea atrapada en la playa, lleno de peces muertos desde hacía varios días, y algas en avanzado estado de putrefacción, pero la calzada estaba llena de gente alegre que se paseaba con trajes de baño multicolores, y a Doyle le alegró bastante ver que en el Yoho Snack Stand no había cola. Se acercó a la angosta ventana y golpeó con su moneda el mostrador de madera para atraer la atención del camarero. Éste se volvió y Doyle quedó muy sorprendido al ver que era J. Cochran Darrow con un delantal y un gorro blanco de papel. Al final lo ha perdido todo, comprendió Doyle con tristeza, y ahora no le queda más remedio que encargarse de un maldito puesto de helados y bocadillos congelados.

—Tomaré un… —empezó a decir Doyle.

—Hoy sólo servimos batidos de carbono activado —le interrumpió Darrow, inclinando la cabeza para verle mejor—. Ya se lo había dicho, Doyle.

—Oh, claro. Entonces, uno de ésos.

—Tendrá que hacérselo usted mismo. Tengo que coger un bote que va a hundirse dentro de diez minutos.

Darrow extendió la mano por la ventanilla y cogió a Doyle por el cuello. De un potente tirón le arrastró hacia él, hasta que el marco de la ventanilla chocó con sus hombros.

Dentro no había luz y una nube de cenizas, que flotaba en el aire, hizo toser a Doyle. Logró soltarse y cayó al suelo, viendo que había metido la cabeza en la minúscula chimenea del cuarto.

«Dios mío —pensó— estoy teniendo una alucinación detrás de otra… ¿Es que la estricnina te hace delirar o qué? ¿Será posible que haya logrado consumir dos venenos distintos? Pero Darrow estaba en lo cierto. Lo que ahora necesito es una buena dosis de carbono, en la forma que sea… y rápido».

Recordó haber leído sobre un tipo que se tomó una dosis diez veces fatal de estricnina, y que logró expulsarla mediante polvo de grafito, sin tener que sufrir ningún efecto demasiado grave después. ¿Cómo se llamaba? Touery, eso era.

«¿Dónde voy a conseguir yo un poco? Siempre puedo llamar al servicio de habitaciones y pedirles que me suban unos quinientos cartones de esos cigarrillos que tienen el filtro de carbono activado… Un momento —pensó—, justo delante tengo una buena cantidad; todos esos montones de madera quemada en la chimenea. Puede que no esté activado, pero seguirá teniendo miles de millones de poros microscópicos… para absorberte mejor, mi querida estricnina».

Tras unos instantes de búsqueda halló un cuenco y una estatuilla de algún dios egipcio, que tenía cabeza de perro, y los utilizó a modo de almirez y mortero para pulverizar los negros pedazos de madera incinerada. Mientras iba haciéndolo se dio cuenta de que tanto sus manos como sus antebrazos parecían haber desarrollado una espesa capa de vello dorado, y decidió atribuir el fenómeno, con cierto nerviosismo, a sus alucinaciones.

Mientras tanto, otra posible explicación del fenómeno aguardaba, pacientemente, a ser tomada en cuenta en lo más hondo de su mente.

Y la sangre fluía constantemente de su boca, cayendo de vez en cuando sobre el montón de polvo negro, aunque le parecía que el flujo había disminuido un poco; y en ese momento tenía cosas mucho más importantes de las cuales preocuparse. Mientras iba fabricando el polvo negro se preguntó cómo diablos se suponía que iba a consumirlo…

Empezó tragándose todos los pedazos que tenían el tamaño aproximado de comprimidos y luego, usando el agua que había en una jofaina del rincón, hizo bolitas con el polvo negro y logró tragarse varias docenas.

Mezclado con algo de agua, el polvo resultaba bastante maleable y unos minutos después dejó de consumirlo y empezó a usarlo para fabricar una figurilla con forma humana. Le sorprendió su habilidad y decidió conseguir, a la primera oportunidad que se le presentara, algo de arcilla para empezar una nueva existencia como escultor; se había limitado a moldear durante unos segundos las extremidades entre sus dedos antes de unirlas al tronco, pero al hacerlo se dio cuenta de que tanto el grosor de los distintos músculos como los ángulos de la rodilla y el codo eran impecables, y los rápidos arañazos que había hecho con la uña en la parte delantera de la cabeza habían logrado crear, sin que supiera muy bien cómo, un rostro parecido al Adán dibujado por Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Tendría que conservar esa estatuilla; en algún tiempo futuro sería exhibida reverentemente en el Louvre, o en algún lugar parecido, como la Primera obra de Doyle.

Pero ¿cómo había podido pensar ni por un segundo que ese rostro se parecía al de Adán? No, era el rostro de un viejo, de un hombre espantosamente anciano… Y los miembros estaban retorcidos y secos, como los gusanos muertos que se pueden encontrar en la acera un día de lluvia, cuando el sol aparece por fin entre las nubes. Aterrado, se disponía a destruir su obra cuando la estatuilla abrió de pronto los ojos y le sonrió ampliamente.

—¡Ah, Doyle! —graznó con voz ronca—. ¡Tenemos muchas cosas que discutir!

Doyle lanzó un grito y retrocedió a rastras por el suelo, alejándose de aquel horrible objeto que le sonreía. Le costó un poco hacerlo, pues el suelo del cuarto había empezado nuevamente con sus trucos de subir y bajar. Oyó un lento tronar que venía de lejos y, cuando enormes gotas de ácido empezaron a formarse en las paredes y, una vez rota su tensión superficial, resbalaron hacia él, se dio cuenta demasiado tarde de que la casa era un organismo vivo y que estaba a punto de digerirlo.

Despertó tendido en el suelo, exhausto y deprimido, contemplando sin el menor interés las gotas de sangre seca que parecían flotar ante sus ojos. Le dolía la lengua como si fuera una muela infectada, pero no le pareció que ese dolor fuera demasiado grave o apremiante. Sabía que había logrado sobrevivir al envenenamiento y las alucinaciones, y también sabía que, con el tiempo, acabaría alegrándose de ello.

Le escocía el rostro y alzó la mano para rascarse… y se quedó inmóvil con la mano a mitad de trayecto. Aunque las alucinaciones habían desaparecido, su mano seguía cubierta por un vello dorado.

Y bastó un segundo para que esa explicación, oculta en lo más hondo de su mente, se le impusiera con una fuerza innegable, convenciéndole de que era la única posible. Su depresión aumentó un poco, pues significaba aún más trabajo una vez reuniera las energías necesarias para levantarse y empezar la dura labor de ocuparse de las cosas reales. Se tocó el rostro, meramente para confirmar lo que ya sabía. Sí, tal y como había sospechado, también su rostro estaba cubierto de vello. «Justo lo que necesitaba», pensó con amargura.

Obviamente, se encontraba en el último cuerpo desechado por Cara-de-Perro Joe, y ahora Joe se encontraba sólo Dios sabía dónde, con el cuerpo de Doyle.

«¿Y de quién puede ser el cuerpo en el que estoy metido? Naturalmente, el de Steerforth Benner».

Benner mencionó que había comido con el viejo Joe hacía una semana, y Joe debió de darle alguna mezcla de hierbas alquímicas capaz de aflojar los tornillos que sujetan el alma de la gente y luego, el sábado, hizo el cambio.

«Por lo tanto —razonó Doyle—, era Cara-de-Perro Joe, con el cuerpo robado de Benner, el que me encontré el sábado en Jonathen’s. No me extraña que pareciera algo raro…, como si no fuera él del todo. Y, naturalmente, por esto estaba tan ansioso de que bebiera o comiera algo allí; tenía que darme una dosis de ese brebaje para intercambiar las almas, y cuando no quise tomar nada tuvo que mandarme fuera para buscar a un hombre indudablemente ficticio, para pedir de esta manera una taza de té donde meter sus repugnantes hojas, y luego no paró hasta conseguir que me la bebiera».

Pese a su cansada apatía, Doyle se estremeció al ocurrírsele repentinamente que el mono rojo, muerto de un tiro ese día, era el mismísimo Benner, pobre hijo de perra, implacablemente atrapado en el último cuerpo de Cara-de-Perro Joe.

«Y ahora —pensó Doyle— tiene mi cuerpo y está libre para encontrar a Darrow y hacer un trato con él, sin tener que repartir con Benner o conmigo para nada».

Doyle logró sentarse en el suelo con un gran esfuerzo. Su boca, su nariz y su garganta estaban cubiertas de sangre seca, y notaba un espantoso sabor a óxido; sintiendo algo parecido a una vaga diversión, comprendió que el buen Cara-de-Perro Joe debía darle una larga sesión de mordiscos a su propia lengua antes de abandonar un cuerpo, para asegurarse de que el nuevo inquilino fuera incapaz, en el corto espacio de tiempo necesario para que el veneno hiciera su efecto, de explicar algo que pudiera hacer sospechar a quienes lo encontraran.

Se puso en pie, sintiendo un cierto mareo a causa de su actual estatura, y miró a su alrededor. No le sorprendió demasiado encontrar unas tijeras, una brocha, una navaja de afeitar y una pastilla de jabón grisáceo en un estante junto a la cama; probablemente Cara-de-Perro Joe compraba una navaja nueva cada semana. Había también un espejo en el suelo, y Doyle lo cogió, sintiendo cierta aprensión, para echarse una mirada.

«¡Dios mío! —pensó, tan asustado como atónito—, me parezco al hombre lobo… o a Chewbacca… o al tipo que salía en esa película francesa de La Bella y la Bestia… o, no, ya lo tengo, al León Cobarde de Oz».

Espesas guedejas de vello dorado caían por su mentón y sobresalían en sus mejillas para dar la impresión de unas enormes patillas; el vello se rizaba a lo largo de su nariz hasta unirse a la cascada de lujuriante pelo dorado, que empezaba en los arcos supraciliares para seguir luego, carente de todo freno, ascendiendo por su cabeza y bajando luego hasta cubrirle los hombros. Incluso el cuello y la parte escondida por el mentón se encontraban abundantemente cubiertas de vello.

«Bueno —pensó, cogiendo las tijeras y agarrando con dos dedos un mechón—, no sirve de nada que lo vaya retrasando. Clic. Un puñado de pelos menos; espero que pueda recordar cómo se usan esas navajas de barbero».

Una hora más tarde se había despejado la frente (vigilando de no eliminarse las cejas), así como su nariz y mejillas; y antes de enfrentarse a la difícil tarea de afeitarse las manos decidió echarse una mirada en el espejo. Apoyó el espejo en la pared, en un ángulo distinto al anterior, retrocedió un par de pasos y lo contempló arqueando la ceja.

Y de pronto sintió un hueco en el pecho, tan profundo, que el acelerado latir de su corazón resonó como los golpes sobre un tambor. Después del asombro inicial empezó a pensar nuevamente, y estuvo a punto de reírse ante la nítida claridad con que todo encajaba.

«Naturalmente, había ido a la cafetería Jamaica el martes día once, recordó maravillado, y también era cierto que escribió (o, al menos, copió de memoria) Las Doce Horas de la Noche en ese local. Y estuve alojado en los Hospitable Squires de Pancras Lane. Y este cuerpo mató a uno de los Monos Danzarines el sábado, en Jonathen’s. Así que, después de todo, no hubo ningún secuestro, ni me encuentro en un mil ochocientos diez alternativo».

Ya que, desde luego, Doyle había reconocido el rostro en el espejo. Era el rostro de Benner, naturalmente, pero con aquella melena leonina y la barba de profeta del Antiguo Testamento, y las arrugas aún recientes que habían surcado la frente y las mejillas, o la algo extraviada lucidez de sus ojos era también, sin duda alguna, el rostro de William Ashbless.