6

La otra noche, tras la celosía,

Me encontré a un hombre que no existía…

Balada tradicional

La mañana del martes, dos días después, amaneció nublada y amenazando lluvia, pero en las cafeterías que rodeaban la Bolsa los cambistas y los agentes se dedicaban a sus negocios con el mismo vigor de siempre.

Doyle, algo atontado por el hambre y la falta de sueño, estaba sentado en un rincón de la cafetería Jamaica, viendo cómo una docena de comerciantes pujaban por un cargamento de tabaco rescatado de una nave que había logrado fondear a duras penas en el Támesis; la subasta se hacía mediante el Dedo de Vela, y la última puja ofrecida antes de que se hubiera extinguido la llama de la corta vela, de donde le venía ese nombre, era la aceptada. La vela estaba a punto de apagarse y las pujas se sucedían cada vez más aprisa y casi gritando. Doyle decidió tomar otro sorbo de su café tibio, obligándose a que el sorbo fuera breve, pues si lo terminaba tendría que pagar otro para conservar la mesa, y la compra de sus ropas actuales (pantalones marrones y chaqueta negra, una camisa blanca y botas negras, todo de segunda mano pero limpio y en bastante buen estado) le habían dejado solamente con un chelín, y deseaba poder invitar con una taza de café al poeta en cuanto éste llegara.

Sentía un fuerte dolor en el hombro, y empezaba a temer que el coñac usado para empapar su vendaje no hubiera sido capaz de acabar con la infección de la cuchillada.

«Tendría que habérmelo bebido, pensó. Le lloraban los ojos y le escocía la nariz, pero aparentemente su cuerpo había olvidado cómo estornudar. Date prisa, William —pensó—, que tu biógrafo se muere».

Se volvió para mirar el reloj de la pared y vio que eran las diez y veinte. Ashbless debía aparecer dentro de diez minutos.

«Al menos he conseguido llegar vivo hasta aquí —pensó—, aunque hubo momentos en que no lo habría asegurado. Me han dado una cuchillada, me han disparado y estuve a punto de ahogarme la noche del sábado. Y un poco más tarde me capturó ese gitano».

Sonrió con cierto asombro al contemplar su taza de café, al recordar el encuentro. Le había dado las gracias a Jacky y se había despedido del joven, tras acordar que se encontrarían al mediodía del viernes en mitad del puente de Londres. Le estaban presentando al jefe de los establos de Kusiak cuando había entrado a toda prisa el gitano, pidiendo cambiar tres caballos agotados por tres frescos. El jefe de los establos se había negado en un principio, pero cambió de parecer cuando el gitano, con un ademán impaciente, sacó un puñado de soberanos de oro de una bolsa y se los ofreció. El más bien distraído interés de Doyle se convirtió bruscamente en pánico al reconocer en ese hombre al mismo gitano que había permanecido impasible viendo cómo le torturaba el doctor Romany hacía una semana. Doyle se apartó silenciosamente del círculo de luz arrojado por la lámpara, y se volvió, disponiéndose a huir, pero cuando llegó a la puerta lateral también él había sido reconocido. Doyle salió corriendo por un callejón, y luego torció hacia el este en dirección al puente de Londres, pero el viejo gitano era más rápido, y las pisadas que sonaban a espaldas de Doyle fueron aumentando de volumen hasta que, de pronto, una mano le agarró por el cuello haciéndole caer al suelo.

—Pronuncia la primera sílaba de cualquier hechizo, perro del Negro, y te aplastaré la cabeza en el pavimento —había dicho el gitano, agazapado sobre él y casi sin jadear, pese a la carrera.

—Adelante —replicó Doyle—. Jesús, ¿por qué no podéis dejarme en paz? —Estaba empezando a recobrar el aliento—. Y si conociera algún hechizo, ¿crees que habría salido corriendo? No, demonios, habría conjurado alguna maldita especie de… no sé, una carroza alada o algo parecido. Y te habría convertido en un montón de estiércol para luego tener el gusto de echarte a paletadas en una carretilla.

Para sorpresa de Doyle el gitano sonrió al oírle.

—¿Te has enterado, mono? Quiere convertirnos en estiércol. La mayoría de estos chals dedicados a la magia quieren convertir las cosas en oro, pero el viejo Jadeos, aquí tendido, no es tan ambicioso. —Hizo levantar a Doyle de un tirón—. Vamos, hombre del Negro, alguien quiere hablar contigo.

Un par de siluetas se perfilaban junto a la puerta por la que Doyle había salido huyendo, y una de ellas gritó algo con voz enfadada, por lo que el viejo gitano le hizo tirar por una calle más alejada del río, y luego le hizo torcer nuevamente, con lo cual se acercaron a la entrada principal de Kusiak. Doyle iba delante.

Cuando estuvieron frente a una taberna, dos edificios más allá de la posada de Kusiak, Doyle se detuvo.

—Si estás llevándome otra vez con ese lunático, que intentó quemarme el ojo la última vez —dijo Doyle con voz algo vacilante—, entonces necesito tomarme antes dos cervezas. Por lo menos dos… Y dado que tienes tanto oro, amigo, creo que bien puedes invitarme.

—Una idea muy kushto —dijo el gitano desde detrás suyo tras un momento de silencio—. Adree, vamos.

Entraron en la taberna y atravesaron la habitación de techo muy elevado, donde se encontraba el mostrador, hasta llegar a una estancia más pequeña, separada por dos escalones en la que había unas cuantas mesas dispuestas sin mucho orden. El gitano clavó sus negros ojos en una mesa del rincón y Doyle asintió. Fueron hacia allí y se sentaron para calentarse luego las manos sobre la vela que ardía en un plato.

Una vez que la chica se había ido con el pedido, cerveza para Doyle y vino para el gitano, éste le dijo:

—Me llaman «Detestable» Richard.

—¿Oh? Bueno, encantado de… no. Esto…, yo me llamo Brendan Doyle.

—Y éste es mi compañero —dijo el gitano, sacando de su bolsillo un mono tallado en madera. Doyle recordó que se lo había visto ya a Richard la noche del sábado pasado—. Mono, éste es Doyle. Doyle es el gorgio que el rya ha estado tan ansioso de encontrar, y el rya estará muy contento con nosotros por haberle encontrado. —Miró a Doyle y le dirigió una radiante sonrisa—. Y esta vez te llevaremos a un sitio donde no haya prastamengros para oírte gritar.

—Oye…, esto, «Detestable» —dijo Doyle en voz baja pero llena de ansiedad—, si finges no haber podido encontrarme, te convertiré en un hombre rico. Te doy mi palabra de que…

Y Doyle estuvo a punto de caer al suelo, pues el gitano se había movido con la rapidez de una ratonera al cerrarse, y sus nudillos se habían estrellado con dureza en el puente de su nariz.

—Todos los gorgios pensáis que nosotros, los romani, somos idiotas —observó Richard.

En ese instante llegaron el vino y la cerveza, y Doyle hizo esperar a la chica mientras consumía su jarra en dos largos tragos, que le dejaron la garganta más bien ardiendo. Luego, medio atragantado, pidió otra pinta.

Richard le estaba mirando fijamente.

—Supongo que no pasará nada si te llevo borracho. —Contempló a la chica con cierto anhelo—. Un poco de cerveza fría no me vendría mal después de tanto correr.

Sorbió su vino sin demasiado entusiasmo.

—No es mala. Toma un poco.

—No…, la cerveza era la bebida favorita de mi Bessie, y desde que se enfrió no he tomado ni gota.

Acabó su vino de un solo trago, se estremeció levemente y cuando la chica le trajo a Doyle su segunda jarra, pidió otro vaso de vino.

Doyle tomó un poco de cerveza y meditó durante unos segundos.

—Mi Rebecca… —dijo con cautela—, bueno, a ella le gustaban casi todos los licores y desde que se… se enfrió me he dedicado a beber lo suficiente para los dos. Como mínimo.

Richard escuchó sus palabras con aire pensativo, frunció el ceño y acabó moviendo la cabeza en un gesto de comprensión.

—Es la misma idea que tengo yo —dijo en tono solemne—, eso evita que se las olvide.

Cuando la chica acudió nuevamente a su mesa, pidió algo de dinero, lo obtuvo y a cambio de él les dejó en la mesa una jarra de cerveza y una botella. Con una lentitud algo melancólica los dos hombres volvieron a servirse.

—Por las damas muertas —dijo «Detestable» Richard.

Doyle levantó su jarra. Un instante de silencio interrumpido por ruidos de líquido al ser tragado, y luego los dos volvieron a dejar sobre la mesa jarra y vaso, ahora vacíos. Un momento después, los llenaron con gesto ceremonioso.

—¿Cuánto… cuánto hace que murió Bessie? —preguntó Doyle.

Richard se bebió medio vaso antes de responder.

—Hace diecisiete años —dijo por fin en voz baja—. La arrojó al suelo un caballo cerca del bosque de Crofton. Siempre fue kushto con los caballos, pero esa noche estábamos huyendo de los prastamengros, y el suyo metió la pata en un agujero. La caída… Se rompió la cabeza.

Doyle volvió a llenar su jarra y luego alargó la mano hacia la botella de vino, llenando de nuevo el vaso del gitano.

—Por las damas muertas —dijo en un susurro.

Vaso y jarra quedaron vacíos y volvieron a llenarse.

Doyle descubrió que podía seguir hablando con claridad si lo hacía despacio y escogía sus palabras tan cuidadosamente como el jugador de golf, que selecciona sus palos para un golpe difícil.

—Rebecca también se rompió la cabeza —le dijo al gitano—, a pesar del casco. El casco se partió también…, se dio contra una columna de la autopista. Yo conducía y ella iba detrás. —El gitano movió la cabeza con lentitud—. Íbamos en una vieja Honda cuatrocientos cincuenta y las calles estaban demasiado mojadas para llevar un pasajero; yo lo sabía pero teníamos demasiada prisa y, qué diablos, llevaba casco y yo había estado usando motos desde hacía años. Estaba cambiando de carril, porque cuando llegas a la autopista de Santa Ana desde la playa acabas en el más rápido, quieras o no. Yo intentaba pasarme a uno más lento, y al inclinarme hacia la derecha y pasar por entre esos pequeños desniveles que marcan la división entre los carriles, noté que la moto… bueno, que patinaba. Es una sensación horrible, como un terremoto, ¿entiendes? Es un… un movimiento totalmente inesperado y letal. Y entonces perdí el control y la vieja cuatrocientos cincuenta era demasiado pesada, demasiado metal delante y… se cayó. —Tragó un enorme sorbo de cerveza—. Rebecca salió despedida por la derecha y yo me deslicé por el asfalto como una peonza. Mi chaqueta de cuero ardió como si fuera de papel… Si el asfalto hubiera estado seco, me habría dejado sin piel ni carne, con las costillas al descubierto. Los coches lograron frenar sin atropellarme y entonces me puse en pie y volví cojeando hacia ella…, me había roto el tobillo, entre otras cosas…, volví hasta donde estaba ella. Su… su cabeza estaba…

El tintineo de cristal sobre cristal le arrancó de sus recuerdos. Richard le estaba volviendo a llenar la jarra.

—No hace falta que me lo expliques —dijo Richard, dejando la gran jarra de cerveza sobre la mesa—, yo vi lo mismo que tú. —Levantó su vaso—. Por Rebecca y por Bessie.

—Que descansen en paz —dijo Doyle.

Una vez que hubieron terminado de beber, «Detestable» Richard miró a Doyle fijamente.

—No eres un hechicero, ¿verdad?

—Dios, ojalá lo fuera.

—Pero alguno de tus compañeros debía serlo…, yo mismo vi los carruajes desaparecer de ese campo como pulgas en el dorso de tu mano.

Doyle asintió sin demasiado entusiasmo.

—Sí. Se fueron, dejándome aquí.

El gitano se puso en pie y dejó caer un soberano sobre la mesa.

—Cógelo —le dijo—. Les contaré que estuve persiguiendo a un chal que se te parecía, y que llegué a pillarlo, pero que no eras tú y tuve que invitarle a una copa y convencerle de que no fuera a por los prastamengros.

Se volvió, dispuesto a irse.

—Estás… —farfulló Doyle. El gitano se detuvo y le contempló con una expresión indescifrable—. ¿Vas a dejar que me vaya? ¿Sólo porque has tomado una copa conmigo? —sabía que lo mejor era callarse, no hablar, pero también sabía que le resultaría imposible vivir con ese enigma—. ¿Has creído que mi oferta de hacerte rico era mentira?

Gorgio, tú eres el estúpido —dijo «Detestable» Richard.

Con una sonrisa, se dio la vuelta y salió de la habitación.

La vela parpadeaba en un charco de cera medio derretida; la subasta había terminado. El vencedor se puso en pie para encargarse del papeleo, parecía un poco más sorprendido que alegre por haber sido el último en pujar.

Doyle miró el reloj y sintió un estremecimiento helado en sus entrañas; eran las diez y treinta y cinco. Sus ojos examinaron la habitación pero no había ningún gigante rubio en ella, con o sin la profusa barba que Ashbless había utilizado siempre.

«Maldita sea —pensó Doyle—, ese hijo de perra llega tarde… ¿Es posible que le haya pasado por alto durante los últimos minutos? No, se supone que no va a limitarse a meter la cabeza en la habitación y largarse; se supone que va a sentarse aquí mismo y escribir sus malditas “Doce horas de la noche”. ¿Qué son, como doscientas líneas?».

Tenía el rostro ardiendo y en la boca un sabor desagradable y febril. Pensando que no podía permitirse el lujo de sufrir un desmayo en ese lugar, pidió una pinta que le costaría la preciosa cantidad de dos peniques. Cuando llegó su pinta, según el reloj faltaban veinte minutos para las once y aunque intentó beberla con lentitud, tal y como convenía a su estado, cuando en el reloj hubo sonado el tercer cuarto de hora su jarra estaba vacía, y Doyle sentía el alcohol a punto de explotar en su bóveda craneal; no había comido en veinticuatro horas y Ashbless aún no había llegado.

«No pierdas la calma —pensó—. Café, basta de cerveza. Así que anda un poco retrasado… Bueno, los informes y relatos que hay sobre su llegada tenían más de un siglo de antigüedad cuando los leíste, y estaban basados en los recuerdos del propio Ashbless, tal y como fueron recogidos por Bailey en mil ochocientos treinta, así que cierta imprecisión no debería resultar tan sorprendente. Quizá llegara a las once y treinta… tenía que ser a las once y treinta».

Se recostó en su asiento, dispuesto a seguir esperando. Tres tazas de café cuidadosamente dosificadas más tarde, y el reloj dio las once y media; seguía sin haber señal alguna de William Ashbless.

Los cambistas y comerciantes seguían con sus negocios. En un momento dado, un caballero de aspecto distinguido, que había vendido una plantación en las Bahamas con unos beneficios increíbles, pidió una ronda de ron para todos los presentes y Doyle, agradecido, vertió el brebaje por su garganta cada vez más reseca.

Y a partir de entonces empezó a enfadarse. Tenía la impresión de que aquel retraso era un auténtico descuido por parte del poeta, una falta de atención hacia sus lectores. «Qué arrogancia… afirmar que había estado allí a las diez y media, cuando en realidad no se había tomado la molestia de llegar hasta… veamos…, casi las doce. ¿Qué le importa tener a la gente esperando? —pensó Doyle algo confuso—. Es un poeta famoso, un amigo de Coleridge y Byron».

Doyle se lo imaginó, y la fiebre y el cansancio se combinaron para darle a su visión una claridad casi digna de una alucinación: los anchos hombros, el rostro curtido, con su melena leonina y su barba de vikingo… Hasta ahora ese rostro, como el de Hemingway, le había parecido básicamente dotado de humor y sociable, aunque algo adusto, pero ahora había solamente en él una altiva y distante crueldad.

«Lo más probable es que esté fuera —pensó Doyle—, esperando a que yo me caiga muerto al suelo antes de que se digne entrar a escribir su maldito poema».

De pronto, se le ocurrió una idea y llamó a un chico para pedirle un lápiz y unas cuantas hojas de papel. Cuando llegó lo que había pedido empezó a escribir, de memoria, el texto completo de «Las Doce Horas de la Noche». Al componer su primer artículo sobre la obra de Ashbless y luego, mientras escribía la biografía, había tenido que leerlo centenares de veces, y pese a su aturdimiento actual, no tuvo ninguna dificultad para recordarlo palabra por palabra. A las doce y media estaba garabateando sus últimas ocho líneas.

Murmuró: «Y un río yace

entre el ocaso y los cielos del alba,

y las horas son la distancia imposible

que se extiende entre esas mareas nocturnas…

Demasiado perdidos para temer, libres ya de todo afán,

los viajeros se hunden en la negrura

donde la oscuridad brilla como un fuego deslumbrante

a través de las Doce Horas de la Noche».

«Ya está —pensó, dejando caer el lápiz sobre la mesa—. Cuando ese malnacido acuda por fin a cumplir con sus compromisos históricos, me limitaré a entregarle esto y diré: Si estas líneas le despiertan la curiosidad, señor William Desgraciado Ashbless, puede ponerse en contacto conmigo en la posada de Kusiak, en Fickling Lane, Southwark. Ja, ja».

Dobló las hojas de papel y volvió a reclinarse en su asiento con una sonrisita de satisfacción, dispuesto a esperar.

Cuando empezaron a sonar los alaridos, Jacky echó a correr por el callejón hacia Kenyon Court, notando cómo la vieja pistola que llevaba en su bolsa rebotaba dolorosamente a cada zancada en su hombro izquierdo. Lanzó un juramento, segura de que ya era demasiado tarde. Cuando emergió del callejón al solar lleno de escombros e inmundicias un disparo resonó entre las casas cubiertas de mugre y hollín.

—Maldición… —jadeó sin aliento.

Sus ojos medio ocultos por el flequillo iban de un lado a otro, intentando ver una silueta cualquiera, desde un chiquillo hasta una vieja, saliendo del lugar. En especial, alguien que se moviera con excesiva despreocupación…, pero todo el mundo se dirigía corriendo hacia la casa de donde había partido el disparo, gritando, preguntando qué pasaba a los ocupantes del edificio, pegando el rostro en las ventanas cubiertas de polvo y vaho.

Jacky se lanzó hacia adelante, agachándose y usando los codos para abrirse paso a través de la multitud hasta llegar a la puerta principal de la casa. Descorrió el pestillo, abrió la puerta y se metió dentro, cerrándola a su espalda y pasando el cerrojo interior.

—¿Quién demonios eres? —gritó una voz bastante cercana a la histeria.

Un hombre corpulento con un delantal manchado de cerveza estaba en el primer peldaño de la escalera, en el otro lado de la habitación. La pistola, que humeaba en su mano derecha, no parecía algo que le llamara particularmente la atención, como no la habría llamado una gota de mostaza en el bigote; en esos instantes la pistola era sólo un peso, que servía para impedir que aquella mano imitara los gestos nerviosos y sin objeto a que se entregaba la mano izquierda.

—Sé lo que ha matado —jadeó Jacky con voz apremiante—, y hace tiempo maté a una criatura igual, pero eso ahora no importa… ¿Falta algún miembro de su familia, alguna otra persona? ¿Salió alguien de la casa durante los últimos minutos?

—¿Cómo? ¡Arriba hay un maldito mono! ¡Acabo de matarlo! ¡Dios mío! ¡Gracias a todos los santos en la casa no hay nadie de mi familia! Mi mujer se habría vuelto loca, puede que yo me acabe volviendo loco y…

—Muy bien. ¿Qué estaba haciendo el… el mono? ¿Qué hacía cuando usted le disparó?

—¿Era suyo? ¡Hijo de perra, haré que le metan en la cárcel por dejar suelta semejante bestia!

Empezó a bajar los escalones con paso vacilante.

—No, no era mío —dijo Jacky alzando la voz—, pero he visto otro parecido. ¿Qué estaba haciendo?

El hombre agitó las manos y la pistola golpeó contra el muro.

—Estaba… ¡Jesús!…, estaba gritando como si se quemara, y por la boca le salían litros de sangre, y estaba intentando meterse a rastras en la cama de mi hijo Kenny. Maldición, sigue ahí…, el colchón habrá quedado…

—¿Dónde está Kenny ahora? —le interrumpió Jacky.

—Oh, le faltan aún horas por volver. Tendré que…

—¡Por el amor de Dios, dónde está Kenny! —gritó Jacky—. ¡Corre un terrible peligro!

El hombre se quedó boquiabierto.

—¿Es que los monos van detrás de Kenny? Sabía que acabaría pasando algo parecido. —Al ver que Jacky abría la boca para soltar otro exabrupto se apresuró a interrumpirla—. Está en El Ladrido de Ahab, al otro lado de la calle, en los Minories.

Jacky salió corriendo por la puerta, y volvió por el callejón que había tomado antes, pensando que para el pobre desgraciado sería una bendición no llegar a saber nunca que, muy probablemente, a quien había disparado era a su Kenny, atrapado a la fuerza en un cuerpo velludo y lleno de veneno, que no le era nada familiar y con el que intentaba meterse a rastras en su lecho.

Los Minories estaban medio bloqueados por una hilera de carros, que llevaban telas procedentes del viejo mercadillo situado en Cutler para desembarcarlas en el muelle de Londres. Jacky corrió hacia el carro más próximo, subió a su pescante y desde esa posición privilegiada miró a uno y otro extremo de la calle. Allí estaba, un letrero que se balanceaba, con un viejo que parecía salir del Antiguo Testamento pintado en él, con la cabeza hacia atrás y la boca formando una «O». Bajó de un salto del pescante, justo cuando el cochero de atrás empezaba a gritar algo sobre ladrones, y fue tan aprisa como pudo hacia El Ladrido de Ahab.

Aunque la puerta estaba abierta y una ráfaga de brisa hacía revolotear las cortinas amarillentas por el humo que colgaban de los ventanales, el lugar olía fuertemente a ginebra barata y cerveza de poca calidad. El propietario alzó la mirada, con cara de pocos amigos, desde detrás del mostrador ante la entrada algo ruidosa de Jacky, que jadeaba visiblemente, pero cambió su expresión por una sonrisa algo vacilante cuando el recién llegado de ojos desorbitados y respiración ruidosa le dejó media corona sobre la madera del mostrador.

—¿Hay un chico llamado Kenny bebiendo aquí? —preguntó Jacky—. Vive en Kenyon Court.

«Joe, por favor, tienes que estar aquí, no puedes haberte ido todavía».

En la mesa que había detrás de ella se oyó un carraspeo.

—¿Eres de la bofia o qué?

Jacky se volvió para contemplar a los cuatro jóvenes no muy bien vestidos que ocupaban la mesa.

—¿Tengo cara de serlo, amigo? No es ningún asunto legal…, su padre tiene problemas, no sé muy bien cuáles, y me ha mandado a buscarle.

—Oh. Bueno, puede que Kenny ya lo supiera porque se puso en pie y salió corriendo de aquí hace unos cinco minutos, como si acabara de recordar que se había dejado algo al fuego.

—Cierto —dijo otro de los jóvenes—. Yo estaba entrando en ese mismo instante, y me apartó de un empujón, sin ni tan siquiera mirarme, y no perdió el tiempo ni para saludar con un «hola» a un tipo que lleva casi diez años siendo amigo suyo.

Jacky aflojó los músculos con desaliento.

—¿Hace cinco minutos?

«Podía estar ya a un kilómetro de distancia —pensó—, y no tenía ni idea de en qué dirección. No podía conseguir una buena descripción de Kenny, y no sabría reconocerle si le encontraba; y aun si le encontrara, no podría pegarle un tiro entre ceja y ceja, porque estoy casi segura de que Kenny murió de un disparo en su propia cama, y que ese cuerpo está ocupado ahora por el viejo Cara-de-Perro Joe, pero no lo estoy del todo. Tendría que interrogarle, engañarle, conseguir que se delatara a sí mismo… Puede que antes hubiera sido capaz de matarle con las mismas pruebas que tengo ahora, pero ya no soy capaz…, no después de que casi le hago un agujero en el cráneo al pobre Doyle».

Pese a todo logró una buena descripción de Kenny: bajito, más bien grueso, y pelirrojo. Luego se fue de la taberna, pensando que al menos ése iba a ser su aspecto durante una o dos semanas.

«A juzgar por las áreas en que habían aparecido hasta el momento los “monos”, le gusta el East End, probablemente porque las desapariciones no son algo demasiado raro aquí, y resulta más fácil huir de la persecución en el enloquecido laberinto de callejones, patios y tejados de estos tugurios. Además, por muy rara que sea cualquier historia que se cuente aquí, lo más probable es que la achaquen a la bebida, el opio o la locura. Bueno, durante las próximas dos semanas registraré las fondas más mugrientas de Whitechapel, Shoreditch y Goodman’s Fields en busca de un joven bajito, rechoncho y pelirrojo, que no tendrá ningún amigo, será un poco lento de entendederas y hablará de la inmortalidad con cualquiera dispuesto a escucharle, alguien que quizá necesite un buen afeitado en la frente y en las manos…, pues está claro que el pelo empieza a crecer por todo el cuerpo apenas lo ha ocupado. Me pregunto qué clase de criatura es y de dónde habrá llegado».

Dominando un escalofrío, se alejó con paso cansado hacia una posada que conocía en Crutchedfriars Road, donde podría estar tranquilamente sentada durante un buen rato ante un coñac doble. Jamás se había acercado tanto a su presa, y las enloquecidas palabras del padre del pobre Kenny le habían hecho recordar vívidamente su encuentro con uno de los cuerpos desechados por Cara-de-Perro Joe.

«También ese cuerpo sangraba por la boca, pensó, preguntándose si les ocurriría igual a todos los cuerpos y, en tal caso, a qué se debería. Y de pronto se detuvo, palideciendo. Claro —pensó—. Al viejo Joe no le gustaría ni pizca que las personas, a las que va metiendo en sus cuerpos inútiles, pudieran decir algo antes de que el veneno terminara con ellas. Antes de abandonar su cuerpo, aparte de tomar una dosis fatal de veneno, debe masticarse la lengua hasta tal punto que el nuevo inquilino de ese cuerpo no sea capaz de hablar…».

Jacky, que había leído y admirado la obra de Mary Wollstonecraft, despreciando la afectada languidez que estaba de moda entre las mujeres, comprobó con cierto enfado que le bastaba pensar en ello para que le entraran ganas de caer desmayada.

La cafetería Jamaica cerraba a las cinco, y a esa hora Doyle fue expulsado de ella sin demasiada cortesía. Vagabundeó sin rumbo fijo por el callejón, y estuvo durante un rato en la acera de la calle Threadneedle, contemplando, sin verla, la impresionante fachada del Banco de Inglaterra al otro lado de la calzada, aún muy concurrida, mientras las páginas del manuscrito se agitaban a impulsos del viento, olvidadas entre sus dedos.

Ashbless no había aparecido.

Por cien veces durante ese día interminable, Doyle había revisado mentalmente las fuentes históricas en las cuales se basaba su certeza de que Ashbless llegaría; la biografía de Bailey afirmaba, sin duda alguna, que el lugar era la cafetería Jamaica, a las diez y media de la mañana del martes once de septiembre de 1810…, claro que la biografía de Bailey se fundamentaba en los recuerdos de Ashbless, pero Ashbless entregó el poema al Courier a principios de octubre, y Doyle no sólo había leído la carta con que lo acompañó, sino que había llegado a tenerla en sus manos. «Escribí “Las Doce Horas de la Noche” el martes, día once del pasado mes —había explicado Ashbless— en la cafetería Jamaica, junto al callejón de la Bolsa, y el Motivo de tal poema surgió durante mi reciente y largo viaje…».

«¡Maldita sea —pensó Doyle—, quizá hubiera podido recordar mal la fecha diez o veinte años después, pero era bastante difícil que se equivocara cuando sólo había transcurrido un mes! ¡Y especialmente cuando hablaba con tal precisión del día y de la fecha concreta!».

Un joven pelirrojo y no muy alto le estaba contemplando con atención desde la esquina de la Bolsa, y Doyle, que había llegado a sentir cierta cautela ante todo escrutinio por parte de gente desconocida, se dirigió con paso decidido hacia el este y la calle Gracechurch, que le llevaría hasta el puente de Londres y, una vez cruzado el río, al establecimiento de Kusiak.

¿Habría estado mintiendo Ashbless intencionadamente? Pero ¿cuál podía ser el motivo para tal mentira? Doyle miró disimuladamente hacia atrás, pero el joven pelirrojo no le estaba siguiendo.

«Será mejor que te calmes un poco —pensó— si cada vez que alguien te mira a la cara empiezas a suponer que es uno de los mendigos de Horrabin… Bueno —se dijo, concentrándose nuevamente en el enigma—, el próximo acontecimiento, del que creo estar seguro, en la cronología de Ashbless es que se le vio disparando a uno de los Monos Danzarines en una cafetería, cerca de la Bolsa, el sábado veintidós de este mismo mes, pero no puedo esperar una semana y media más. Es probable que para entonces mi neumonía esté demasiado avanzada, y ni tan siquiera la medicina del siglo veinte me ayudaría. Tendré que…, santo Dios, tendré que acudir al doctor Romany. La sola idea bastó para marearle. Quizá si me cuelgo una pistola del cuello con una cinta, paso el dedo por el gatillo y le digo: “O hacemos un trato o me vuelo la cabeza, y entonces no se enterará de nada” ¿Se atrevería entonces a desafiarme para ver si sólo era un farol? ¿Me atrevería yo a que sólo fuera un farol?».

Pasaba junto a un callejón en Aldgate y alguien, en uno de los puentecillos que unían los tejados, estaba silbando. Doyle se detuvo a escucharle. La melodía le resultaba familiar, tan melódica y llena de nostalgia que, por unos instantes, le pareció el acompañamiento perfecto para su solitario paseo de ese largo anochecer.

«¿Cómo diablos se llama esa canción? —pensó distraídamente, mientras reanudaba su marcha—. No es Greensleeves, tampoco es Canción de Londonderry…».

De pronto, se quedó inmóvil, como si le hubiera caído un rayo, con los ojos desorbitados. Era Yesterday, la canción de los Beatles escrita por John Lennon y Paul McCartney. Durante unos segundos permaneció ahí, incapaz de moverse, igual que Robinson Crusoe contemplando la huella de un pie en la arena.

Y luego echó a correr hacia el lugar donde había oído el silbido.

—¡Eh! —chilló al llegar al puentecillo, aunque ahora ya no había nadie en él—. ¡Eh, vuelva! ¡Yo también soy del siglo veinte! —Un par de transeúntes pasaron junto a él, obsequiándole con la mirada cautelosa que la gente decente reserva para los lunáticos callejeros, pero ninguna cabeza asomó por el tejado para contemplarle—. ¡Maldita sea… Coca Cola, Clint Eastwood, Cadillac! —gritó Doyle desesperado.

Entró corriendo en el edificio y subió tambaleándose la escalera, e incluso tuvo la suerte de hallar abierta la puerta que daba al tejado, pero no había nadie en él. Atravesó el puentecillo y bajó por el otro edificio, jadeando, pero cantando Yesterday a pleno pulmón en cada uno de los pasillos que recorría. Consiguió un buen número de quejas, pero al parecer nadie sabía de qué canción se trataba.

—¡Si no te largas de aquí ahora mismo, yo te daré un buen sitio donde esconderte, amigo! —gritó un anciano más bien furioso amenazándolo con los puños; parecía pensar que el comportamiento de Doyle tenía como único fin molestarle personalmente a él.

Doyle bajó corriendo el último tramo de escalera y abrió la puerta que daba a la calle, empezando a dudar de que hubiera oído realmente la canción.

«Es probable que haya oído claro algo que se le parecía —pensó, mientras volvía a cerrar la puerta de la calle— en mi ferviente deseo de que otra persona haya encontrado un medio de llegar a mil ochocientos diez logré convencerme de que era la canción de los Beatles».

El cielo brillaba con una claridad grisácea detrás de los tejados, pero la noche se estaba acercando. Doyle se dirigió apresuradamente hacia el sur y el puente de Londres.

«No me gustaría llegar tarde al turno de las seis y media en el establo de Kusiak… —pensó con tristeza—. Necesito este trabajo».

Las escasas hojas, que aún quedaban en los árboles de la plaza Bloomsbury, relucían con una luz rojo dorada aquella tarde de martes cuando Ahmed, el Mendigo Hindú, salió de la taberna de Paddy Corvan. Se quedó inmóvil durante unos segundos, contemplando con nostalgia los árboles y la hierba, pensando en su hogar, y luego se quitó cuidadosamente los últimos restos de espuma de su bigote y barba postiza para dirigirse con paso decidido hacia la izquierda, bajando por Buckeridge hacia la calle Maynard y el Castillo de las Ratas. Una leve brisa le daba en el rostro, surgida directamente del corazón de Saint Giles, llevando con ella el olor de las cloacas, las hogueras y las cosas que se cocinaban en ellas cuando mejor sería tirarlas a la basura, y hacía pedazos el frágil encanto campesino de la plaza Bloomsbury.

Jacky no había estado en el Castillo desde la noche, cinco días antes, en que había bajado corriendo la escalera hasta el muelle subterráneo, siguiendo los pasos del doctor Romany, decidida a terminar con Cara-de-Perro Joe. Su visita actual estaba motivada por el deseo que sentía de averiguar si se habían hecho algunos nuevos avances en cuanto a la localización de aquel peludo ser, capaz de cambiar de cuerpo.

Cuando torció hacia la derecha, para entrar en la angosta sima de oscuridad que era a esas horas la calle Maynard, un chico se asomó por una ventana del tercer piso de un almacén abandonado de la esquina, aprovechando que las tablas usadas para asegurarla estaban medio sueltas. Sus vacuos ojos de pez, medio ocultos por un gigantesco sombrero de tres picos digno de un pirata, siguieron atentamente la silueta de Ahmed el Mendigo hindú, y los delgados labios tras los cuales apenas si se escondía algún diente formaron una sonrisa.

—Ahmed —murmuró el chico—, eres mío.

En el tejado, tres pisos más arriba, una cuerda seguía pendiendo de la polea oxidada; el que siguiera así podía atribuirse a que estaba demasiado separada del muro para que fuera posible asirla desde alguna ventana, y sus extremos se encontraban a demasiada altura como para que se pudiera llegar a ellos, aunque fuera subiéndose a la espalda de alguien. Atraído por la inmensidad de la recompensa ofrecida por Horrabin, el chico se subió al repecho de la ventana y de un salto atravesó el vacío que le separaba de la cuerda.

La polea estaba tan oxidada que resultaba imposible que se moviera, y la cuerda pasaba por ella con gran dificultad, por lo que, pese a recibir unos cuantos golpes contra la pared durante el descenso, no se rompió las piernas al aterrizar en el suelo, tres pisos más abajo. Se quedó inmóvil durante unos instantes, y luego se fue incorporando lentamente, rodeado por un diluvio de cuerda sucia que se estrelló contra los adoquines y le golpeó el sombrero, calándoselo hasta la nariz. Una vez recuperado, se levantó de un salto y salió en persecución de Ahmed, justo cuando un trío de viejas aparecía por una escalera de un sótano cercano y empezaba a pelearse por la propiedad de la cuerda. Ahmed estaba pasando junto a un muro no muy alto y el chico se encaramó a él, corriendo agazapado por los ladrillos hasta llegar a su altura; entonces saltó sobre el Mendigo Hindú, chillando como un mono enfurecido.

—¡He cogido al moro! —graznó—. ¡Buscad a Horrabin!

Atraídos por el ruido, varios hombres emergieron del portal ruinoso, que daba entrada al Castillo de las Ratas, y durante varios segundos permanecieron inmóviles, contemplando el prodigioso espectáculo de Ahmed debatiéndose ferozmente con un chico que no paraba de gritar y agitar las manos encaramado a su espalda. Luego, una vez pasado su estupor, se lanzaron sobre él cogiéndole de los brazos.

—¡Ahmed! —dijo uno de ellos con voz amable—. El payaso está muy nervioso, esperando la ocasión de hablar contigo…

Intentaron hacer que el chico soltara su presa, pero éste clavó todavía más sus uñas en Ahmed, y se dedicó a morder ferozmente todas las manos que intentaban separarle de él.

—Diablos, Sam —acabó diciendo uno de los hombres—, vamos a llevarles así. No creo que piense darle la recompensa a ningún mocoso.

«Si puedo meter mano en mi turbante —pensó Jacky, intentando no ceder ante el pánico—, quizá logre sacar la pistola, matar a uno de los hombres y luego sacarme de encima a esta pesadilla de crío, romperle la cabeza…».

Ahora ya sólo les separaban unos pasos del edificio. Jacky alzó la mano hacia el turbante, notó el bulto del arma y la sacó de un tirón, haciendo caer también el turbante, para clavarla en las costillas de uno de sus captores, apretando luego el gatillo. El percutor del arma se enredó en un pliegue de la tela, y aunque golpeó el cartucho, el único estallido fue una pequeña explosión de chispazos.

—¡Jesús, una pistola, quitádsela! —gritó el hombre.

Desesperada, Jacky apartó la tela, consiguió montar el percutor con una sola mano y apretó nuevamente el gatillo. Pero la pólvora se había escapado por el agujero del cartucho, y pese al nuevo estallido de chispazos el arma no se disparó; un segundo después un puño se estrelló duramente en el estómago de Jacky, y una bota le hizo saltar el arma de entre los dedos.

La pistola se estrelló sobre los adoquines con un golpe seco y el chico, evidentemente decidido a sacar todo el provecho inmediato de la situación y desdeñando riesgos futuros, saltó de su espalda, se apoderó de ella y escapó a toda velocidad. Los dos hombres cogieron al encogido y jadeante Mendigo Hindú, comentando entre ellos lo poco que pesaba, y le llevaron al interior del edificio.

Horrabin había regresado al Castillo de las Ratas unos segundos antes, y estaba una vez más en su columpio de cuerdas, mientras que Dungy se encargaba de recoger el escenario de Punch, cuando los hombres entraron en la habitación con Ahmed.

—¡Ah! —exclamó el payaso—. ¡Buen trabajo, chicos! El hindú fugitivo, por fin… —Dejaron a Jacky en el suelo ante el columpio de Horrabin, y éste se inclinó hacia adelante, sonriendo—. ¿Adónde llevaste ese americano la noche del sábado?

Jacky, jadeante, todavía no era capaz de hablar.

—Nos amenazó con un arma, Señoría —explicó uno de los hombres—. Tuve que darle un buen porrazo en la barriga.

—Ya veo… Bien, entonces… ¡Dungy! ¡Tráeme mis zancos! Vamos a meterle en las mazmorras. El doctor Romany tiene muchas preguntas que hacerle y —el payaso hizo una pausa y rió levemente—, además, él posee unas técnicas de interrogatorio mucho más enardecedoras que las mías.

El cortejo que recorrió cuatro tramos de escalones, y luego caminó cien metros por un pasillo subterráneo, que bien podría haber sido excavado antes de que los romanos llegaran a Inglaterra, era francamente peculiar: Dungy, el enano jorobado, avanzaba cojeando en primer lugar, con una antorcha en la mano, seguido por los dos hombres que medio empujaban medio arrastraban a un Ahmed enredado en sus ropas de brocado y cuyo rostro, escondido por la barba y el bigote postizos, mostraba una cierta tonalidad grisácea, causada por el miedo, pese a su maquillaje marrón. Finalmente, iba Horrabin, con la espalda encorvada para que su sombrero no rozara las losas del techo, cerrando la marcha con el golpeteo de sus zancos.

Por fin atravesaron una arcada que terminaba en una gran estancia. La antorcha de Dungy iluminó las viejas y húmedas piedras del techo y la pared más cercana, pero el fondo de la estancia, si es que existía, quedaba oculto por la más impenetrable oscuridad. A juzgar por los ecos el lugar era enorme. El cortejo se detuvo después de unos cuantos pasos y Jacky oyó a lo lejos un gotear de agua y, de ello estaba segura, unos susurros casi inaudibles, pero llenos de nerviosismo.

—Dungy —dijo Horrabin, y en esos momentos incluso en la voz del payaso había una cierta inquietud—, el cuarto de invitados más cercano…, quita el pestillo. Y date prisa.

El enano avanzó cojeando y los demás miembros del cortejo quedaron abandonados en la oscuridad. Tras recorrer unos diez metros se detuvo y levantó una pequeña placa metálica, dejando al descubierto un agujero en el suelo. Se agazapó junto a él, intentando acercar la antorcha lo máximo posible al agujero sin prenderle fuego a su grasienta cabellera.

—No hay nadie en casa —anunció.

Luego metió la antorcha en un hoyo que había entre las losas del suelo, rodeó con los dedos una barra metálica hundida en su cavidad, plantó cuidadosamente los pies sobre las losas y dio un tirón. Una losa, evidentemente montada sobre bisagras, giró hacia arriba revelando un agujero circular que tendría un metro escaso de ancho; la piedra se detuvo tras recorrer un trayecto de noventa grados y Dungy retrocedió, limpiándose el sudor de la frente.

—Tus aposentos te esperan, Ahmed —dijo Horrabin—. Si te agarras bien con las manos y luego te dejas caer verás que apenas si hay unos dos metros hasta el suelo. Puedes escoger: o haces eso o te tiramos dentro.

Los dos hombres soltaron a Jacky después de haberla llevado hasta el agujero, y retrocedieron un par de pasos. Jacky, con un gran esfuerzo, logró sonreír.

—¿Cuándo se sirve la cena? ¿Debo vestirme de algún modo especial?

—Puedes hacer los preparativos que más te plazcan —le respondió fríamente Horrabin—. Dungy vendrá a buscarte sobre las seis. Ahora, adentro.

Jacky contempló a sus dos escoltas, calculando si sería capaz de escabullirse por entre ellos, pero los hombres se dieron cuenta de su mirada y retrocedieron un par de pasos, extendiendo los brazos. Jacky, desesperada, contempló nuevamente el agujero que se abría a su espalda y de pronto, para que su humillación fuera aún más completa, descubrió que estaba llorando.

—¿Hay…? —tragó saliva—. ¿Hay ratas ahí abajo? ¿O… o serpientes?

«¡Soy una mujer!» quería gritar, pero sabía muy bien que tal grito no haría sino aumentar las penalidades que ya le esperaban.

—No, no —dijo Horrabin con voz tranquilizadora—. Si alguna rata o serpiente logra llegar hasta ahí abajo es devorada en seguida por los residentes habituales. Bueno, Sam, parece que no lo hará por su voluntad propia; dale un empujón.

—Un momento. —Jacky, moviéndose con cautela, se dejó caer junto al agujero, y sus pies calzados con sandalias colgaron en la oscuridad. Su única esperanza era que nadie viera los temblores que sacudían sus piernas cubiertas de brocado—. Ya me voy, no necesito vuestra… vuestra amable ayuda.

Se inclinó hacia adelante, agarrándose al borde de las losas. Tragó aire y luego se dejó resbalar por el borde, y todo su cuerpo se hundió en el agujero, sosteniéndose únicamente con sus dedos. Miró hacia abajo y no pudo ver nada, sólo las tinieblas más impenetrables y sólidas que jamás hubiera contemplado. El suelo podía estar a unos centímetros de sus pies, pero no le hubiera costado ningún esfuerzo creer igualmente que se encontraba a centenares de metros.

—Dadle una patada en los dedos —dijo Horrabin, pero Jacky se soltó antes de que su orden pudiera ser obedecida.

Tras caer durante un segundo muy largo, aterrizó con las rodillas dobladas sobre el suelo de consistencia fangosa y, pese a la violencia de la caída, consiguió no darse con las rodillas en el mentón al aterrizar. Algo escurridizo se apartó de ella en el suelo fangoso. Miró hacia arriba y vio la parte inferior de la losa enrojecida durante unos segundos por la luz de la antorcha; luego, con un golpe ensordecedor, la losa cayó nuevamente a su posición inicial. Durante unos segundos pudo distinguir un tenue cuadrado de líneas luminosas sobre su cabeza pero cuando volvieron a colocar la placa metálica se encontró sumida en una impenetrable oscuridad, dentro de la cual no había forma humana de orientarse.

Aunque se encontraba tan tensa como un reloj al que le han dado cuerda en exceso, permaneció inmóvil, respirando tan silenciosamente como podía por la boca y escuchando. Cuando cayó al suelo, los ecos de su aterrizaje la habían convencido de que la estancia no podía tener más de unos cinco metros de ancho, pero tras un millar de inspiraciones y espiraciones silenciosas estuvo segura de que era mucho más grande, y de que en realidad no era una habitación sino una colosal llanura subterránea. Le pareció oír un suspiro del viento en una arboleda lejana, y de vez en cuando le llegaba un eco de cánticos distantes, como si un coro melancólico vagabundeara sin rumbo fijo por la llanura en tinieblas… Empezó a no estar muy segura de si realmente había un techo de piedra sobre su cabeza; no, debía de ser el cielo eternamente oscuro, en donde toda estrella visible era, como quizá lo había sido siempre, sólo fugaces destellos carentes de significado, que ardían en sus retinas…

Empezaba a preguntarse si el murmullo que oía a lo lejos no sería simplemente el suave rugido de su propia respiración, convertido en una corriente de agua en movimiento, sabiendo muy bien que aún le quedaban dudas y pérdidas mucho más fundamentales por descubrir, cuando un ruido innegable la hizo salir de esa insondable espiral de pensamientos sin objeto. El ruido, un leve chirrido, resultaba sorprendentemente fuerte en lo que hasta ese momento no había sido más que un abismo silencioso, y gracias a él las dimensiones de su celda volvieron a ser las mismas que al principio.

Le había parecido el ruido que hacía la placa metálica al ser descorrida, pero cuando alzó la mirada no pudo distinguir nada, ni tan siquiera una zona donde la oscuridad fuera menos densa. Pero un instante después pudo oír el ruido de una respiración, y luego un murmullo sibilante que no logró entender.

—¿Quién está ahí? —preguntó Jacky cautelosamente.

«Tiene que ser Dungy con mi cena», se dijo desesperada.

El murmullo se convirtió en una leve risita ahogada.

—Déjanos entrar, cariño —oyó de pronto con toda claridad—. Deja que mi hermana y yo entremos.

Jacky sintió que las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas; se arrastró hacia un muro y pegó la espalda a él.

—No —sollozó—. Marchaos.

—Tenemos regalos para ti, querida…, oro y diamantes que se han perdido hace mucho, mucho tiempo en las alcantarillas. Serán para ti a cambio de dos cosas que nunca más te harán falta, como dejaron de hacerte falta tus muñecas cuando te convertiste en una joven dama.

—¡Tus ojos! —dijo un nuevo murmullo, más ronco.

—Sí, justamente —siseó la primera voz—. Sólo tus ojos, para que mi hermana y yo podamos tenerlos, y de ese modo nos sea posible subir por todas las escaleras hasta coger un barco que nos lleve a Haymarket, para que allí podamos bailar bajo el sol.

—Muy pronto —graznó la segunda voz.

—Oh, sí, querida, muy pronto, pues la oscuridad se está haciendo cada vez más espesa, como el fango al secarse, y queremos estar muy lejos de aquí cuando se haya hecho tan dura como las piedras.

—Y no queremos estar dentro de ella —dijo la voz ronca.

—No, queremos estar fuera de ella…, ¡mi linda hermana y yo no debemos quedar aprisionados en esas piedras de noche endurecida! Por lo tanto, abre la puerta.

Jacky se agazapó contra la pared, llorando en silencio, esperando que la losa de piedra hubiera quedado sólidamente encajada en su sitio y fuera imposible abrirla.

Entonces oyó un ruido lejano y las voces parecieron consternadas.

—Uno de tus hermanos se acerca —dijo la primera voz—. Pero volveremos… muy pronto.

—Muy pronto —dijo la segunda voz.

Después hubo un sonido como el de las hojas secas arrastrándose sobre el suelo de piedra. La mirilla se abrió, y a través de ella Jacky pudo distinguir una tenue claridad rojiza, y luego oyó a Dungy, silbando nerviosamente la estúpida canción que Horrabin siempre le obligaba a cantar.

Unos instantes después la antorcha y el rostro de Dungy aparecieron por el agujero.

—¿Cómo has logrado mover de su sitio la placa? —le preguntó el enano.

—Oh, Dungy —dijo Jacky, poniéndose en pie y yendo hacia el agujero, sintiendo que en esos instantes cualquier compañía humana era bienvenida—, no fui yo. Dos cosas que afirmaban ser hermanos la movieron y luego me ofrecieron tesoros a cambio de mis ojos.

Vio cómo el enano se erguía y miraba inquieto a su alrededor. Jacky, recordando las dimensiones de la estancia superior, comprendió hasta qué punto era inútil su escrutinio.

—Sí —acabó diciendo—, aquí abajo hay criaturas como ésas. Experimentos fallidos de Horrabin…, diablos, puede que todavía anden por aquí algunos de los míos. —Miró nuevamente hacia la celda—. El doctor Romany y Horrabin creen que eres miembro de algún grupo que trabaja contra ellos. ¿Es cierto eso?

—No.

—Eso pensaba yo. De todos modos, basta con que a Horrabin se lo parezca. —El enano pareció vacilar—. Si…, si te dejo salir de aquí, ¿me ayudarás a matarlo?

—Me encantaría, Dungy —le respondió Jacky con toda sinceridad.

—¿Me lo prometes?

En esos instantes el enano habría podido pedirle cualquier precio y Jacky se lo habría pagado.

—Sí, lo prometo.

—Bien. Pero si vamos a trabajar juntos debes saber que mi nombre es Teobaldo, y no llamarme más Dungy. Puedes llamarme Tay.

El rostro del enano desapareció y Jacky oyó un gruñido de esfuerzo; unos segundos después la losa de piedra se levantó. El enano metió la cabeza por el hueco y Jacky pudo ver que en la mano tenía un palo bastante grueso, en cuyo centro había enrollada una cuerda.

—Espero que seas capaz de trepar por una cuerda —dijo Teobaldo.

—Claro que sí —le replicó Jacky.

«Al menos —pensó— ahora descubriremos si soy capaz o no».

El enano dejó el palo perpendicularmente sobre el agujero y metió la cuerda por él. El sobrante se acumuló a los pies de Jacky que, tragando aire, se acercó a la cuerda que colgaba en la oscuridad, agarrándose tan arriba como le fue posible, y luego empezó a subir por ella, una mano después de la otra. En un par de segundos los dedos de una mano se cerraron sobre el palo, y un instante después se les unieron los de la otra.

—Agárrate a los bordes —dijo Teobaldo— para que pueda quitar el palo. Entonces podrás salir.

Jacky descubrió también que le era posible hacer tal y como le decían. Unos instantes después se encontró fuera del agujero y contempló con aire sombrío a su salvador, pues ahora recordaba dónde había oído anteriormente el nombre de Teobaldo.

—Antes eras el jefe de esto —dijo en voz baja.

El viejo enano la miró, mientras recogía la cuerda y la iba enrollando rápidamente entre sus dedos.

—Así es.

—Yo… había oído decir que eras bastante alto.

El enano dejó la cuerda en el suelo y se acercó a la losa de piedra. Flexionó los músculos de los brazos y dijo, no de muy buena gana:

—Ayúdame a empujar, ¿quieres? Intentaré frenar la caída y dejar la losa en su sitio sin hacer ruido. Se supone que te he traído la cena y debería limitarme a tirarla por la mirilla, así que como oigan caer la losa vendrán aquí corriendo.

Jacky se apoyó en el bloque de piedra, plantando sólidamente sus sandalias en una rendija del suelo, y empujó.

El enano recibió la piedra en sus manos extendidas, y dejó que su mismo peso le fuera doblando hacia el suelo. Aspiró el máximo de aire posible y luego, levantando un poco la losa, se apartó con una pirueta, y cuando ésta caía la cogió al vuelo. Sus labios estaban retorcidos en un rictus de esfuerzo, y Jacky pudo ver cómo el sudor cubría su frente a medida que iba bajando la losa, con los brazos temblorosos; finalmente la soltó y la sólida piedra encajó en su sitio no haciendo más ruido que el de una puerta al cerrarse.

Tay se dejó caer al suelo, jadeando.

—Muy… muy bien —logró decir—, no…, no habrá podido oírlo. —Luego, con un visible esfuerzo, se puso en pie—. Hubo un tiempo en que fui alto. —Cogió la antorcha y miró a Jacky, que seguía inmóvil al otro lado de la losa—. ¿Sabes hacer magia?

—Me temo que no.

—Bueno, pues le engañaremos. Ahora subiré de nuevo y le diré que quieres hablar, pero no con el doctor Romany porque él te mataría. Le diré que deseas comprar tu libertad contándole a Horrabin tales secretos que será igual a… no, qué diablos, más fuerte que Romany. Le diré que posees Palabras de Poder. En los ocho años que lleva siendo la mano derecha de Romany, Horrabin ha llegado a convertirse en un hechicero bastante bueno, pero siempre está intentando que el viejo le revele una o dos Palabras de Poder. Romany nunca lo ha hecho. Le diré que tu grupo lo sabe todo sobre los planes de Romany en Turquía, porque ésa es otra cosa que tiene muy preocupado a Horrabin; Romany no le cuenta nada, salvo lo que necesita saber para manejar los asuntos corrientes en Londres. Sí —dijo el enano con expresión cansada—, estoy seguro de que morderá el anzuelo. Me preguntará cómo pudiste dejar que te capturaran conociendo tales trucos, pero le contestaré que…, no sé…, bueno, que en estos momentos las estrellas andan muy torcidas para ese tipo de cosas. ¿Te parece bien esa respuesta?

—Supongo que sí, pero ¿para qué una historia tan complicada? —le preguntó Jacky con nerviosismo, arrepintiéndose de haberle prometido su ayuda en una empresa tan peligrosa.

—Para hacer que baje aquí solo —le respondió secamente Tay—, sin sus centinelas. No querrá dejarles oír las Palabras de Poder, y menos aún querrá tenerles al corriente de que está haciendo tratos con los enemigos del doctor Romany.

—¿Y qué haremos cuando venga aquí? ¿Matarle por las buenas? —Aunque contenta por haber salido de su celda subterránea, Jacky se encontraba tensa y empezaba a tener la sensación de que algo no andaba bien en su cuerpo—. ¿Tienes un arma?

—No, pero eso no serviría de nada contra él; uno de los hechizos que le ha dado el doctor Romany desvía las balas. He visto una pistola disparada a quemarropa en su pecho y el proyectil no llegó a tocarle; lo único que hizo fue romper una ventana que tenía al lado. Y por dos veces he visto cómo los cuchillos se quedaban inmóviles a un centímetro de su cuerpo para romperse luego en fragmentos, como si hubiera estado cubierto de vidrio muy grueso. La única vez que le vi herido fue hace un par de años, cuando acudió a Hampstead Heath para explicarles las costumbres de la ciudad a los gitanos; por aquel entonces creía que se les podía utilizar en la organización de robos a gran escala, y a un gitano que no estaba de acuerdo se le ocurrió que Horrabin era el Negro en persona…, es la palabra que usan para referirse al demonio, según me han dicho. Ese gitano se levantó de un salto, cogió uno de los palos que usan para sujetar las tiendas y se lo clavó al payaso en el muslo. Y ni se desvió ni se detuvo a un centímetro de su cuerpo, sino que le entró bien hondo, y el payaso empezó a sangrar como un odre de vino agujereado, y estuvo a punto de caerse de los zancos. Si el gitano hubiera podido darle un segundo golpe habría borrado a Horrabin del mapa para siempre…

Jacky asintió, no muy convencida.

—¿Qué había de especial en esa estaca?

—¡La tierra, claro! —replicó Tay con impaciencia—. Antes de que el doctor Romany hiciera de él un hechicero, el payaso no tenía que andar todo el día en zancos. Pero cuando decides consagrarte a la magia, entonces…, entonces te prohíbes todo contacto con el suelo, con la tierra o con el polvo. Tocar la tierra es terriblemente doloroso para todos los que practican la magia, y por tal razón Romany lleva esos zapatos con resortes, y Horrabin camina sobre zancos. Su magia no tiene efecto sobre la tierra, y por eso la estaca cubierta de fango atravesó sus hechizos como si fueran sólo telarañas. —El enano sacó un cuchillo del interior de su harapiento gabán y se lo tendió a Jacky—. Entre las losas del suelo hay montones de fango y polvo; extiende una buena cantidad sobre la hoja del cuchillo y luego escóndete en las sombras. Cuando se incline sobre el agujero para mirar, yo le haré caer y entonces tú vendrás corriendo y se lo clavarás. El muelle subterráneo está en el otro lado de ese arco y podemos huir por el río. ¿Lo has comprendido todo?

—¿Y por qué no huimos ahora mismo? —dijo Jacky con una sonrisa algo trémula—. Quiero decir… ¿para qué correr el riesgo de intentar matarle?

Tay frunció el ceño, irritado.

—Bueno, para empezar porque lo has prometido…, pero te daré unas cuantas razones aún mejores. Por el canal subterráneo hay unos veinte minutos hasta el Támesis, y si no vuelvo en seguida arriba mandará hombres aquí para ver lo que ocurre y, en cuanto lo sepa, mandará a toda prisa hombres en dirección al sur, por las cloacas, para que se adelanten y nos corten el paso…, pero si le matamos, especialmente si ha dejado órdenes de que no se le moleste, y si además escondemos el cuerpo…, bueno, puede que no le echen en falta hasta que hayan pasado horas.

Jacky asintió con aire algo miserable y, agachándose, cogió un buen puñado de fango y lo extendió por los dos lados del cuchillo.

—Muy bien. Escóndete por ahí. —A regañadientes, Jacky avanzó cautelosamente por la traicionera superficie de las losas hasta encontrarse a unos quince metros del enano—. No, aún puedo verte. ¡Más lejos! Sí, un poquito más lejos aún sería mejor… Bien, creo que ahí será suficiente.

Jacky estaba temblando y no dejaba de mirar con temor las sombras impenetrables que la rodeaban. Cuando el enano se volvió hacia la arcada no pudo contener un grito.

—¡Espera! —graznó—. ¿No piensas dejar la antorcha aquí?

El enano meneó la cabeza.

—Parecería sospechoso. Lo siento…, pero sólo será por unos minutos y tienes el cuchillo.

Luego desapareció a través del arco y Jacky, paralizada por el miedo, pudo oír sus pasos alejándose por el pasillo, mientras sus ojos, clavados en la silueta del arco, el único punto aún iluminado del lugar, velan cómo ésta iba oscureciéndose lentamente. Unos segundos después de que las tinieblas se hicieran completas, Jacky oyó un ronco susurro cerca de ella: «Mientras esté sola…». Y luego hubo un ruido, como el de una tela rígida arrastrándose por el suelo hacia ella.

Conteniendo un grito, Jacky corrió en la dirección que parecía corresponder a la abertura del arco. Después de haber dado diez pasos rebotó en una pared de ladrillo y, aunque lo primero en chocar con ella fueron su rodilla y su hombro, el impulso le hizo golpearse la cabeza un segundo después, y se encontró, medio aturdida, sentada en el suelo. Sacudió la cabeza, intentando despejarse y detener el zumbido que sentía en los oídos. Estaba claro que se había equivocado en cuanto a la situación del arco, pero ahora, ¿estaba a la izquierda o a la derecha de ella? ¿Había dado media vuelta, o quizá una vuelta completa al chocar con la pared? ¿Se encontraba a medio metro de ella, detrás o a un lado?

De pronto algo le tocó el ojo y Jacky, sollozando, movió el cuchillo hacia adelante y sintió cómo su punta rasgaba algo parecido a un globo que, al reventar, le inundó la mano y el brazo con un fluido bastante frío. Luego se oyó un grito muy agudo, pero medio sofocado, que hizo estremecer el aire húmedo con un zumbido semejante al que podría causar un insecto gigantesco frotando sus élitros. Jacky se incorporó de un salto y echó a correr, tambaleándose sobre los desniveles del suelo, pero sin llegar a caer nunca del todo, sollozando desesperada y acuchillando a ciegas la oscuridad con su arma. De pronto, el suelo se hundió bajo sus pies en un brusco cambio de nivel, y aunque logró mantener el equilibrio durante unos cuantos pasos, acabó perdiéndolo y cayó de bruces, aterrizando sobre manos y rodillas pero sin soltar el cuchillo.

«De acuerdo, venid —pensó con furia desesperada—, al menos sé que os puedo hacer daño. Supongo que he salido de la primera habitación y ahora me he metido en un túnel, que no había visto antes y en donde nunca entrará un rayo de luz, pero al menos haré pedazos a unos cuantos monstruos antes de que puedan acabar conmigo…».

Cerca de ella oyó unos cautelosos susurros y una voz murmuró algo. Jacky sólo entendió la palabra, «muerta».

—Aún tiene sus ojos —dijo otra voz casi inaudible—, puedo sentir el viento que hacen al parpadear.

—Apoderaos de sus ojos —gimoteó una voz parecida a la de una vieja—, pero mi hijo necesita su sangre.

Jacky se dio cuenta de repente que podía oler el agua del río, y oyó el débil ruido del agua al lamer las piedras. Parecía estar detrás de ella. Se volvió… y quedó muy sorprendida al darse cuenta de que podía ver.

Bueno, no era exactamente ver, pues para ello hace falta luz; en la oscuridad sus ojos percibieron una mancha de oscuridad aún más profunda, una negrura que parecía brillar con la ausencia y la negación de la luz, y supo entonces que si ese objeto, que se acercaba a ella por el río, emergía alguna vez a la superficie de la tierra, incluso el sol más brillante quedaría tragado y oscurecido por sus negros rayos. Cuando lo tuvo más cerca, pudo ver que el objeto era un bote.

Otro pedazo de intensa oscuridad se alzó detrás de él, dibujando a su paso la orilla opuesta del río; parecía tener la forma de una gran serpiente, y Jacky pudo oír un áspero eco metálico a lo largo del agua a medida que la forma se iba extendiendo, como desenroscándose.

Las voces que susurraban a su alrededor se estremecieron, aterradas.

—¡Apep! —exclamó una—. ¡Apep viene!

Y Jacky oyó el murmullo de sus perseguidores huyendo a toda velocidad. Jacky echó a correr detrás de ellos.

Cuando el suelo ascendió nuevamente de nivel hasta desembocar en la estancia principal, Jacky vio la luz auténtica, una claridad rojo anaranjada, y gracias a ella distinguió las siluetas del payaso sobre sus zancos y del enano, que emergían en ese instante por la arcada. Las dos figuras, una extrañamente alta y la otra extrañamente corta, se detuvieron para mirar en su dirección. Jacky se encogió todo lo que pudo, aunque estaba segura de que no podrían verla, oculta entre las sombras.

—Me pregunto qué les ha puesto tan nerviosos —dijo Horrabin.

—Tus condenados errores —dijo Tay inquieto—. El hindú se quejó de que le habían estado hablando a través de la mirilla.

Horrabin se rió, pero su alegría sonaba algo forzada.

—¿No te gusta la compañía, Ahmed? Pues da gracias de que no vayamos a incapacitarte para disfrutar de ella.

Horrabin y Tay avanzaron hacia el centro de la estancia y se detuvieron. Jacky pensó que habrían llegado hasta el agujero, donde había estado prisionera. Apretó con más fuerza la empuñadura del cuchillo y se puso en movimiento; había perdido sus sandalias en la confusión anterior y sus pies descalzos no hacían ni el más mínimo ruido sobre las piedras.

Cuando se encontraba a unos quince metros de distancia y ya empezaba a pisar el suelo teñido por la claridad de la antorcha, Horrabin se inclinó hacia adelante (una visión más bien sorprendente, pues para ello debía echar los zancos hacia atrás).

—¡Deja que te vea, Ahmed, y dime cuál es tu oferta! —dijo.

El enano se persignó y luego apoyó las manos en los zancos de Horrabin y dio un fuerte empujón.

Con un agudo grito de temor el payaso se derrumbó hacia adelante, intentando desesperadamente controlar sus zancos sin conseguirlo, y se estrelló en el suelo, mientras Jacky dejaba atrás los últimos metros. El payaso rodó sobre sí mismo, con la cabeza echada hacia atrás y los dientes amarillentos al descubierto, en una mueca de agonía; Jacky saltó sobre su estómago contorsionado por el dolor y hundió el cuchillo en su garganta pintada de blanco.

La hoja se partió, como si hubiera intentado clavarla en una de las losas, y mientras los fragmentos metálicos tintineaban en el suelo, los ojos surcados por venas rojizas del enano se volvieron hacia ella, y aunque los dientes estaban marcados de sangre y dos hilillos rojizos fluían de sus orejas pintadas, la boca del payaso se había curvado en lo que era inconfundiblemente una sonrisa.

—¿Qué hay en su mano, Señoría? —murmuró Horrabin.

Jacky sintió que algo se debatía entre sus dedos y, con un gesto de repugnancia, arrojó bien lejos lo que debería ser la empuñadura de su cuchillo, pero que era un puñado de enormes abejas negras, grandes y oscuras como pasas. Una le picó en la mano antes de que lograra apartarla, y las demás empezaron a girar en un furioso enjambre alrededor de su cabeza, mientras que Jacky se apartaba del payaso y rodaba por el suelo.

Tay estaba en la arcada que daba al muelle, sosteniendo aún la antorcha.

—¡Tenemos que salir corriendo! —le gritó a Jacky—. ¡Vamos, corre antes de que consiga levantarse!

Jacky echó a correr hacia el arco, perseguida por las abejas, y mientras ella y Tay se lanzaban hacia el muelle oyeron a Horrabin gritar detrás de ellos.

—¡Te cogeré, Padre! ¡Y te convertiré en algo que sólo pueda vivir dentro de una cuba de cristal!

Los dos fugitivos encontraron una balsa, subieron a ella y soltaron sus amarras.

—¿Qué le sucedió al barro del cuchillo? —preguntó Tay, como si en realidad no le interesara gran cosa saberlo.

—Tuve que usarlo con una de esas cosas de ahí abajo —jadeó ella, aplastando a una persistente abeja sobre la madera de la balsa hasta convertirla en pulpa—. Parecía tener agua fría en vez de sangre. Supongo que eso quitó el barro de la hoja.

—Ah, ya… De todos modos, lo intentamos.

El enano cogió una bolsa de cuero, que llevaba en la cintura, sacó una píldora y se la tragó. Se estremeció levemente, y luego le ofreció otra píldora a Jacky.

—¿Qué es?

—Veneno —dijo Tay—. Tómalo…, es una muerte mucho mejor de la que tendrás si te coge con vida.

Jacky se quedó atónita.

—¡No! ¡Y tú tampoco deberías tomarla! Dios mío, quizá puedas vomitarla. Creo que…

—No, no. —Tay metió la antorcha entre dos maderos de la balsa y se tendió sobre ella, contemplando el techo de piedra—. Había decidido morir esta mañana. Me dijo que debía prepararme para una actuación de gala esta noche…, falda, peluca, barniz de uñas. Decidí que… no, me era imposible hacerlo otra vez. Decidí que intentaría matarle, y con eso también yo habría muerto, ¿entiendes? Hace unos cuatro años creó… ¿cómo lo llamaba?…, un lazo en un solo sentido. Paparruchas mágicas. Quiere decir que cuando él muera yo también moriré. Pensó que eso le protegería de mí. Quizá hubiera bastado, si no me viera obligado a interpretar continuamente esos malditos números de cante y baile… Dios, qué sueño tengo. —Sonrió apaciblemente—. Y no se me ocurre un modo mejor para pasar mis últimos minutos que éste: un agradable paseo en balsa con una joven dama.

Jacky pestañeó, sorprendida.

—¿Lo… lo sabes?

—Ah, muchacha, siempre lo he sabido. Eres Jacky, con su bigote postizo. Oh, sí.

Y cerró los ojos.

Jacky contempló la silenciosa figura del enano, aterrada y fascinada a la vez. La balsa giró en el agua entrando por el canal. Cuando creyó que estaba muerto, en voz muy baja, le preguntó:

—¿Eras realmente su padre?

Y estuvo a punto de dar un brinco cuando el enano le respondió.

—Sí, muchacha —dijo con voz casi inaudible—. Y en realidad no puedo culparle demasiado por su forma de tratarme. No merecía nada mejor. Cualquier hombre capaz de… de alterar a su propio hijo, sólo para que el chico fuera un mendigo más eficiente…, ah, sí, realmente todo ha sido culpa mía. —En los labios de Tay floreció una débil sonrisa—. ¡Oh, sí, y el chico me lo devolvió todo con creces! Se apoderó de mi ejército de mendigos… y luego me encerró en el hospital del sótano… muchas, muchas veces…, sí, fui alto en tiempos.

Lanzó un suspiro y su pie izquierdo repiqueteó varias veces sobre los maderos de la balsa. Ahora Jacky ya había visto morir a dos personas.

Al recordar la predicción de Tay, sobre los hombres que serían enviados por las alcantarillas para interceptarles, Jacky no esperó hasta llegar a uno de los atracaderos y se metió en el agua. Estaba bastante fría, pero dado que el río subterráneo había disminuido bastante su caudal desde su último remojón la noche del sábado, también la intensidad de ese frío había disminuido bastante. Jacky se quedó durante unos segundos agarrada a los maderos.

—Descansa en paz, Teobaldo —dijo, aflojando luego su presa.

Una vez se hubo quitado sus empapados atuendos de Ahmed no le costó casi nada avanzar contra la corriente, y muy pronto dejó la balsa (y la antorcha) bastante atrás, nadando contra corriente en la oscuridad. Pero ya no era amenazadora y Jacky supo, instintivamente, que aquel otro río más hondo, aquel sobre el cual había «visto» el bote, no tenía ninguna conexión con este canal, y quizá ni tan siquiera con el Támesis.

Oyó ecos de voces flotando sobre las aguas.

—¿Quién demonios dijo que era?

—El viejo Dungy y ese hindú.

—Bueno, los chicos de Pete les detendrán en el muelle que hay bajo el Covent Garden.

Gradualmente una claridad amarillenta empezó a teñir el agua, las paredes y el techo que tenía delante. La corriente dobló una curva y Jacky empezó a nadar lo más silenciosamente que pudo, viendo a lo lejos el muelle en donde habían subido a la balsa. Sobre el muelle había varios hombres, todos con antorchas, aunque Horrabin no parecía estar presente.

—Deben de estar locos —comentó uno de ellos, su voz claramente audible por todo el túnel—. O quizá creyeron que la magia del hindú era mejor. Será interesante oír lo que cuentan… ¡Ay!, maldita sea, ¿cómo ha podido llegar una abeja hasta aquí?

—¡Jesús, otra! Venid, aquí no hay nada que hacer. Vayamos arriba y veremos cómo les traen. Será divertido: el payaso ha ordenado abrir el hospital.

Los hombres se fueron a toda prisa y el túnel se oscureció: por un instante la arcada relució con una claridad anaranjada y luego, a medida que las antorchas desaparecieron por el pasillo, acabó desvaneciéndose en la negrura general. Jacky nadó lentamente hacia esa última imagen entrevista, intentando con mucho cuidado no desviar la cabeza, ni tan siquiera cuando notó la barba postiza resbalando de su rostro para marchar a la deriva por la corriente. Después de nadar unos minutos notó en la mano los maderos del muelle, y logró izarse para quedarse luego inmóvil, jadeando. Estaba desnuda, salvo por sus pantalones cortos, y al apartarse el cabello de la cara, se dio cuenta de que había perdido el bigote además de la barba.

Pensó que con su atuendo actual no le resultaría demasiado fácil pasar desapercibida en el Castillo de las Ratas.

Avanzó cautelosamente por el arco, deseando tener aún el cuchillo; en el silencio pudo oír el lejano zumbido de una abeja. El pasillo estaba vacío, y Jacky caminó por él, deteniéndose con frecuencia para escuchar si había algún ruido indicativo de que la persiguieran, y prestando especial atención a su espalda.

Trepó por unos escalones y, mientras buscaba a tientas para descubrir su continuación, encontró una puerta de madera. Ni en la rendija ni por entre los tablones se percibía la más mínima luminosidad; o la habitación al otro lado de la puerta estaba oscura como la escalera, o se trataba de una puerta anormalmente gruesa.

Empujó la puerta, descubrió que no estaba cerrada, y la entreabrió un par de centímetros. Por el hueco no entró ningún rayo de luz. Jacky se apresuró a entrar y cerró la puerta a su espalda.

Aunque se hubiera atrevido no tenía ningún medio para encender una luz, y tuvo que examinar la habitación a tientas, siguiendo los cuatro muros hasta encontrar nuevamente la puerta, y luego andando cautelosamente en diagonal. Encontró una cama más bien angosta y con la ropa lista, una cómoda con un par de libros encima, una mesa en la que sus dedos, tanteando cautelosamente, descubrieron una botella y un vaso (lo olió: ginebra, y muy seca) y, finalmente, en un rincón, una silla sobre la cual había un vestido corto, una peluca, un pequeño equipo de maquillaje y unas viejas sandalias de cuero. Mientras iba identificando los objetos con cierta dificultad, Jacky le fue dando gracias a Dios por su hallazgo.

«El que haya topado con todas estas ropas es un milagro y de los grandes», pensó, y unos instantes después recordó que el viejo Teobaldo había recibido la orden de actuar esa noche con atuendo de gala; ésa debía de ser su habitación, y él debía de haber colocado el vestido y lo demás sobre la silla antes de, tal y como lo había expresado, decidirse a morir. Aunque era incapaz de ver nada, sus ojos fueron de un lado a otro del cuarto y, presa de una súbita curiosidad, pensó que ojalá hubiera un modo de saber qué libros había sobre la cómoda.

Len Carrington estaba sentado en la habitación y, sin importarle quién pudiera verle, estaba tomando un buen sorbo de su petaca. Le habría gustado saber por qué razón se le había nombrado de repente segundo al mando y, mientras meditaba sobre ello, evaluaba sus posibilidades de aplacar al furioso doctor Romany a medida que le iban llegando, a intervalos de unos cuantos minutos, los nada satisfactorios informes del equipo encargado de atrapar a los dos fugitivos. ¿Cómo podía hacer todo eso y, al mismo tiempo, tranquilizar al enfurecido Horrabin, que no paraba de gemir en su hamaca, evidentemente cubierto de quemaduras bastante dolorosas, y asegurarle que se estaba haciendo todo lo posible para remediar el problema? Carrington ni tan siquiera entendía cuál era el problema. Había oído decir que el enano bailarín había intentado matar al payaso, huyendo luego por el río subterráneo en compañía de un hindú, nada menos…, pero, si eso era lo ocurrido, entonces ¿por qué diablos lo único que parecía interesar al doctor Romany era hablar con ese hindú?

Alguien estaba subiendo por la escalera del sótano. Carrington pensó brevemente en levantarse y luego rechazó la idea.

Por la escalera apareció una mujer. Su cabellera parecía el nido de un roedor y su vestido colgaba informe sobre su cuerpo, como una lona mojada en una estaca, aunque su rostro, medio tapado por el colorete y el carmín, era bastante agradable.

—Me dijeron que buscara a Horrabin abajo —dijo ella, con tanta calma como si una mujer en el Castillo de las Ratas no fuera algo tan inaudito como un caballo en la catedral de Westminster—, pero no le he visto.

—No —dijo Carrington poniéndose en pie—. Está…, está de mal humor. ¿Qué diablos haces aquí?

—Me envía Katie Dunningan, la encargada de todos los burdeles de Piccadilly. Se supone que debo hacer los arreglos para una conferencia con ese Horrabin, que está interesado en adquirir parte del negocio.

Carrington pestañeó. Por lo que él sabía, de momento el payaso no se había metido en el negocio de la prostitución, pero desde luego era algo que convenía muy bien a su estilo, y además resultaba inconcebible que una mujer joven pudiera acudir al Castillo a no ser por una razón semejante. Se relajó, convencido que no estaba relacionada con los dos fugitivos en lo más mínimo.

—Bueno, pues me temo que ahora no podrás verle. Será mejor que te marches…, ¡y la próxima vez dile a esa Dunnigan que mande un hombre! Tendrás suerte si no te violan una docena de veces antes de que te hayas ido.

—Entonces, préstame un cuchillo.

—¿Qué has… Y por qué te lo iba a prestar?

Jacky le guiñó el ojo.

—¿Vas a Piccadilly de vez en cuando?

En los labios de Carrington fue apareciendo lentamente una sonrisa. Luego extendió la mano hacia Jacky.

—No, no, yo no —se apresuró a decir ella—. Tengo…, esto…, tengo una enfermedad. Pero en Piccadilly tenemos chicas muy limpias. ¿Te interesa saber la contraseña para conseguir una gratis o no?

Carrington había retrocedido un par de pasos al oír lo de la enfermedad, pero acabó metiendo la mano en su chaqueta y sacó un cuchillo en una funda de cuero.

—Toma —le dijo—. ¿Cuál es la contraseña?

Jacky pronunció la palabra más fea que había oído en toda su vida.

—Ya sé que te parecerá estúpido, pero ésa es. Sólo tienes que entrar en cualquier sitio de ésos, ve al tipo corpulento de la puerta principal y se lo dices al oído.

Y unos instantes después Jacky, andando sin prisa, salió del Castillo de las Ratas, limpiándose sin ningún disimulo las uñas con el cuchillo.