Y a la aldea fue apretando el paso,
Para encontrarse solamente con un payaso.
Balada tradicional
Aunque el mercado de Billingsgate de esa época consistía nada menos que en todo el lecho dejado por el antiguo curso del río, llamado ahora calle del Támesis, las carretas de los vendedores, cargadas de cebollas, zanahorias, lechugas y coles se apretaban rueda contra rueda a lo largo de la calle, y por el este llegaban hasta Tower Stairs, junto al blanco castillo medieval, en cuyas cuatro torres ondeaban las banderas; seguían por el oeste más allá de la fachada helénica de las Aduanas y rebasaban los ocho muelles abarrotados hasta llegar al mercado de Billingsgate y, más allá, hasta la parte oeste del puente de Londres. El estruendoso torbellino del comercio llenaba toda la calle, desde los callejones que morían en ella por el norte hasta el lugar en que la calzada desaparecía para unirse unos metros más abajo al curso del río, ceñido por plataformas de madera, junto a las que se alineaban los botes de los pescadores de ostras. Un laberinto de planchas y escalerillas unía las bordas de los botes a la tierra, formando una pequeña calle más bien precaria, llamada por los comerciantes del mercado calle de las ostras.
Doyle, apoyado en una esquina del cobertizo donde se guardaba el pescado, estaba seguro de que durante esa mañana había recorrido cada metro de ese paisaje. Bajó la mirada con disgusto hacia su cesta de cebollas y sintió el deseo algo tardío de no haber cedido a la tentación e intentado saciar su considerable apetito con una de ellas. Se acarició el bolsillo para asegurarse de que no había perdido los cuatro peniques ganados hasta ahora.
—Puedes quedarte todo lo que hagas una vez hayas superado el chelín —le había dicho Cris la última vez en que Doyle y Sheila pasaron por el bote—. Ahora ya debes orientarte bien y puedes hacer unas cuantas rondas solo —había añadido.
Le había tendido a Doyle una cesta llena de lo que parecían ser las cebollas más feas de todo el cargamento, mandándole luego en una dirección y a Sheila en sentido opuesto. La chica, siempre interesada en lo morboso, no había sido una compañía muy agradable, pero ahora la echaba de menos.
«Y un chelín son doce peniques —pensó con desesperación—. Nunca conseguiré ganar ni tan siquiera uno con estos malditos tubérculos, y es todavía más imposible que me gane lo que ellos llaman un bulto para que me sirva de paga».
Se apartó de la pared de madera y caminó de nuevo y más cansado hacia la Torre, sosteniendo su cesta ante él.
—¡Cebollas! —iba gritando sin mucho entusiasmo—. ¿Quién desea comprar estas magníficas cebollas?
Sheila se había encargado de enseñarle la letanía.
Una carreta vacía pasó ruidosamente ante él y su ocupante, un hombre ya maduro y de aspecto evidentemente próspero, miró a Doyle y se rió.
—Amigo, ¿a eso le llamas cebollas? Yo creo más bien que son cagadas de rata.
La broma hizo reír a unos cuantos, y un chico de rostro ceñudo se apresuró a correr hacia Doyle para darle una ágil patada a su cesta, haciéndola saltar de sus manos y derramando un diluvio de cebollas a su alrededor. Una cebolla le dio justo en la nariz y las risas se hicieron aún más estruendosas.
El hombre de la carreta frunció el ceño, como si no hubiera deseado provocar tales resultados.
—No eres un tipo muy afortunado, ¿verdad? —le dijo a Doyle, que se había quedado inmóvil contemplando el improvisado partido de fútbol que los muchachos de la calle habían empezado a celebrar con sus cebollas—. Ten…, aquí tienes dos veces lo que valían. ¡Maldita sea, cógelo y espabila!
Dejó caer dos peniques en la mano que Doyle extendió automáticamente, y luego obligó a trotar de nuevo a su caballo.
Doyle se guardó las monedas y miró a su alrededor. La gente había perdido su pasajero interés en él. No se veía ninguna cebolla y la cesta también había desaparecido. Pensó que no sacaría nada si seguía en esa dirección y volvió por el camino del río con paso cansino, sintiéndose vencido.
—¡Ah, aquí tenemos a uno de los Hermanos Dolorosos! —trinó una vocecilla extrañamente aguda, que recordaba a la del ratón Mickey—. Vuestras cebollas acaban de ser pisoteadas hasta convertirse en Sopa de Calzada, ¿no es así, caballero?
Sorprendido y más bien incómodo, Doyle alzó la mirada y vio que su interlocutor era un muñeco pintado en colores chillones que se encontraba en un pequeño escenario de madera con unas imágenes pintadas aún más chillonas, de dragones y hombrecillos. Ante el escenario había unos cuantos niños harapientos y un par de vagabundos derrumbados en el suelo; el muñeco le hizo un gesto de invitación a Doyle y los espectadores se rieron.
—Ven aquí y deja que el viejo Punch te anime un poco —graznó el muñeco. Doyle meneó la cabeza, notó que empezaba a enrojecer y siguió andando, pero el muñeco alzando la voz, añadió—: Quizá pueda decirte un modo para ganar dinero de verdad, ¿eh?
Doyle se detuvo.
Los ojos del muñeco estaban hechos de un cristal reluciente y parecía que eran realmente capaces de verle. El muñeco agitó nuevamente el brazo.
—¿Qué podéis perder, señoría? —le preguntó con su voz de pájaro—. Ya se han reído de vos… y Punch nunca busca hacer bromas de segunda mano.
Doyle fue hacia el escenario, y compuso con gran cuidado una expresión de escepticismo. ¿Le estaría realmente ofreciendo un empleo de titiritero escondido tras la madera? No podía permitirse el lujo de pasar por alto tal oferta sin echarle una mirada antes. A un par de metros del escenario se detuvo, y se cruzó de brazos.
—¿En qué estás pensando, Punch? —le preguntó, casi gritando.
—¡Ah! —exclamó el muñeco, aplaudiendo con sus manecitas de madera—. ¡Un forastero! ¡Excelente! Pero no se puede hablar con Punch hasta después del espectáculo. Señoría, tened la bondad de sentaros… —Su mano señaló las piedras del suelo—. Se ha reservado un sitio para vos y para vuestra compañera.
Doyle miró a su alrededor.
—¿Mi compañera? —preguntó, empezando a sentirse como la víctima de una comedia de enredos.
—¡Oh, sí! —trinó el muñeco—. Creo haber reconocido a la Dama Ruina, ¿hum?
Doyle se encogió de hombros y se dejó caer en el suelo, calándose la gorra hasta las cejas.
«Qué diablos —pensó—, se supone que debo volver al bote a las once y no deben de ser todavía ni las diez y media…».
—¡Muy bien, pues! —exclamó el muñeco, irguiéndose y paseando sus asombrosamente vivos ojos por su más bien escaso y miserable auditorio—. Ahora, habiendo llegado por fin su señoría, empezaremos con «El Dominio del Hechizo Secreto, o la Nueva Ópera de Punch».
Un melancólico organillo empezó a sonar detrás del escenario, rechinando y jadeando a medida que de sus entrañas surgía una melodía que, quizá en tiempos lejanos, hubiera sido una alegre pieza de baile; entonces, Doyle se preguntó si había más de un hombre detrás del escenario, pues un segundo muñeco acababa de aparecer en él y, lógicamente, haría falta una mano para manejar el organillo.
El nuevo muñeco era, por supuesto, Judy, y Doyle, medio aturdido por el hambre y el cansancio, contempló cómo los dos intercambiaban todo tipo de amenazas verbales y golpes de porra. No entendía demasiado bien por qué el espectáculo había sido presentado como «La Nueva Ópera de Punch», ya que el argumento absurdo y feroz parecía ser el mismo de siempre: Punch era abandonado con el niño que lloraba, empezaba a cantar para que se callara y finalmente le estrellaba la cabeza contra la pared, arrojándolo luego fuera del pequeño escenario. Luego confesaba su fechoría a Judy, y cuando ésta le golpeaba, Punch se enfurecía y acababa matándola. Doyle bostezaba continuamente con la esperanza de que el espectáculo no fuera demasiado largo. El sol logró abrirse paso a través de la calina grisácea que llenaba el cielo y su calor empezaba a notarse en su viejo traje de pana; emanaba de él un molesto hedor a pescado rancio.
El siguiente muñeco en aparecer fue Joey el Payaso, pero en esta versión su nombre era distinto y Doyle no pudo entenderlo, aunque le pareció algo así como «Horrible», y andaba sobre zancos. «Una sátira de lo más tópico, está claro», pensó Doyle, ya que en el curso de la mañana había visto varias veces por el mercado a un payaso en zancos y este muñeco era un duplicado suyo, y llegaba al extremo de imitar los más bien inquietantes dibujos de pinturas con que se cubría el rostro. El payaso, con una especie de burlona tozudez, le estaba preguntando a Punch lo que pretendía hacer tras haber asesinado a su pobre esposa y a su niño.
—Caramba, pues supongo que iré a la policía y me dejaré encerrar —replicó con voz triste Punch—. Un canalla asesino como yo debe ser ahorcado.
«¿Qué es esto? —pensó Doyle—. ¿Un Punch con sentido moral? Toda una innovación».
—¿Quién ha dicho tal cosa? —preguntó el payaso, consiguiendo liberar un brazo que se le había enredado en el zanco correspondiente, y apuntando con él a Punch—. ¿Quién ha dicho que deban ahorcarte? ¿La policía? ¿Acaso te gustan los policías? —Punch meneó la cabeza—. ¿Los magistrados? ¿Acaso son algo más que una pandilla de viejos gordos e imbéciles, cuyo único deseo es impedir que te diviertas? —Tras arduas reflexiones Punch admitió que eso eran—. Entonces, ¿es Dios? ¿Algún gigante barbudo que mora en las nubes? ¿Acaso le has visto alguna vez, o le has oído decir que no debes obrar según te venga un gana?
—Bueno…, pues no.
—Entonces, ven conmigo.
Los dos muñecos empezaron a caminar sin moverse de sitio, y unos momentos después apareció un muñeco uniformado anunciando que tenía una orden de arresto «para el señor Punch». Punch pareció muy abatido al oírlo, pero el payaso sacó un diminuto y reluciente cuchillo de la manga y se lo clavó al policía en el ojo. Los niños que rodeaban a Doyle saludaron su caída con aplausos y vítores.
Punch, claramente complacido, empezó a bailar.
—Señor Horrabin —le dijo al payaso—, ¿puede conseguirnos algo para comer?
El espectáculo volvió entonces a su argumento acostumbrado: Punch y el payaso robaron una ristra de salchichas y una sartén de la residencia de un noble, aunque Doyle no recordaba que en la versión normal se incluyera también el asesinato del noble.
Punch, cada vez más contento, estaba ejecutando una serie de piruetas y saltos con la ristra de salchichas cuando apareció un muñeco sin cabeza, también bailando, con el muñón de su cuello oscilando a un lado y a otro a medida que la música del organillo se hacía cada vez más rápida. La nueva aparición aterró a Punch, hasta que Horrabin le explicó que se trataba solamente de su amigo, Scaramouche, y le preguntó si acaso no resultaba divertido tener por amigos a tipos de los cuales todo el mundo se horrorizaba. Punch meditó sobre tales palabras con su puntiagudo mentón apoyado en los nudillos, luego rió, dijo que sí lo era y se puso nuevamente a bailar. Ahora, también el muñeco llamado Horrabin estaba bailando y Doyle se quedó bastante asombrado al pensar en las contorsiones que el titiritero se vería obligado a realizar para mantener a los tres muñecos en danza sin que el organillo dejara de sonar.
Y en ese instante un cuarto muñeco hizo su entrada en el escenario: era una mujer con el tipo de silueta exageradamente voluptuosa que los niños pequeños suelen dibujar con tiza en las paredes, pero su pálido rostro de grandes ojos negros y los largos velos blancos que la cubrían dejaban bien claro que representaba a un fantasma.
—¡Judy, mi dulce criatura! —exclamó Punch, mientras seguía bailando—. ¡Ahora estás mucho más hermosa que antes!
Punch bailó hasta la parte frontal del escenario y de pronto la música se detuvo y a sus espaldas cayó un telón, aislándolo de los otros muñecos. Dio unos cuantos pasos más con cierta vacilación y luego se detuvo, pues acababa de aparecer un nuevo muñeco, una sombría figura cubierta con un capuchón negro que tiraba de un cadalso en el cual oscilaba una pequeña soga.
—¡Jack Ketch! —exclamó Punch.
—Cierto, Jack Ketch —dijo el recién llegado—, o el Señor Cogelotodo, o la Muerte en persona. No importa el nombre que me des, Punch. He venido a ejecutarte por orden de la Ley.
La cabeza de Horrabin asomó entonces por entre el telón.
—Ya veremos si puedes hacerlo —dijo, y volvió a esfumarse.
Punch empezó a dar palmadas de contento y luego, parloteando sin cesar, confundió de tal manera a Jack Ketch que le hizo ajustarse la soga en su propio cuello, sólo para ver cómo debía hacerse, y cuando la tuvo bien apretada Punch tiró de ella y alzó por los aires al muñeco vestido de verdugo, cuyas flacas piernas pataleaban con gran realismo. Punch se rió y encaró al público, abriendo los brazos en un gesto de alegría.
—¡Hurra! —gritó con su voz de dibujo animado—. ¡Ahora la Muerte ha muerto y todos podemos hacer lo que nos venga en gana!
El telón que había a su espalda se levantó de golpe y la música empezó a sonar nuevamente, ahora a un ritmo enloquecido, en tanto que los muñecos bailaban frenéticamente alrededor del cadalso, mientras Punch le daba la mano al espectro de Judy. Un par de niños y uno de los vagabundos se pusieron en pie y se alejaron del escenario; el viejo vagabundo meneaba la cabeza disgustado.
Punch y el espectro de Judy fueron bailando hasta la parte frontal del escenario y cuando el telón volvió a caer y la música se detuvo los dos muñecos quedaron separados de los demás.
—Ésa, damas y caballeros —trinó Punch—, fue la nueva versión corregida de la ópera de Punch. —La cabeza del muñeco giró lentamente para contemplar a su público, que había quedado reducido a sólo dos viejos vagabundos, tres niños y Doyle. Luego hizo una pirueta y le propino un obsceno pellizco al espectro de Judy—. Horrabin le ha enseñado a vuestro humilde servidor un buen par de trucos, amigos —dijo—, y quien sienta interés en ellos puede venir detrás del escenario y hablar conmigo.
Sus ojos de cristal se clavaron con sorprendente intensidad en Doyle y luego otro telón surgió de los laterales del escenario, escondiendo al muñeco. El espectáculo había terminado.
Uno de los viejos y un niño pasaron junto a Doyle para dirigirse hacia la parte trasera del pequeño escenario, y el muñeco, que parecía ahora muy pequeño al asomar el hueco del telón, les hizo una seña de invitación.
—¡Mis admiradores! —graznó Punch—. Uno por uno… y su señoría el Forastero el último.
Sintiéndose como un tonto, Doyle se puso detrás del chico, que obviamente era algo retrasado, mientras el viejo vagabundo desaparecía en el interior del escenario. «Parece que vayamos a confesarnos», pensó con cierto desaliento, y al oír los murmullos interrogativos y las respuestas susurradas que llegaban del escenario la idea se le impuso aun con más fuerza.
Doyle no tardó en darse cuenta de que entre la multitud que llenaba el mercado había unas cuantas personas que le contemplaban de un modo raro: un hombre bien vestido, que tenía a un niño cogido de la mano, le miró con una mezcla de piedad y desprecio; un hombre ya mayor y bastante corpulento le dirigió una fugaz mirada de clara envidia y un agente de policía, para alarma de Doyle, le contempló con el ceño fruncido y cierta suspicacia, como si estuviera pensando en arrestarle allí mismo. Doyle bajó los ojos hacia los viejos y medio rotos zapatos que Chris y Meg le habían dado a cambio de sus elegantes botas.
«Sea lo que sea —pensó—, si hay dinero a ganar y no es demasiado ilegal, lo aceptaré…, al menos durante un tiempo, sólo el necesario para orientarme un poco en este maldito siglo».
El vagabundo emergió nuevamente del escenario y se fue, sin dirigir ni una mirada a Doyle o al chico. Doyle, viéndole esfumarse entre la multitud, no supo adivinar si el viejo estaba contento o decepcionado. El chico había entrado ya en el escenario, y unos instantes después se le oyó reír alegremente. Un segundo después apareció de nuevo y se alejó dando saltos con una brillante moneda de un chelín en la mano y, según notó Doyle, un círculo hecho con tiza dentro del cual había una cruz, dibujado en la espalda de su viejo y enorme gabán. Doyle estaba seguro de que esas marcas no habían estado allí antes de entrar en el escenario.
Miró nuevamente hacia el telón y se encontró con la voluptuosa mirada del muñeco que representaba a Judy contemplándole.
—Ven a jugar conmigo —le susurró, guiñándole un ojo.
Doyle recordó que el chico había conseguido un chelín y dio un paso adelante, pensando que siempre estaría a tiempo de comprobar si había marcas de tiza en su ropa.
Judy desapareció en el interior del escenario un segundo antes de que Doyle apartara el telón y entrara en él. El lugar estaba muy oscuro pero logró distinguir un pequeño taburete y tomó asiento en él.
Y a medio metro de él vio una silueta confusa, una cabeza ataviada con un gran sombrero puntiagudo y cuyo torso estaba cubierto con una levita de hombreras grotescamente hinchadas; la silueta se movió hacia adelante y Doyle supo que estaba en presencia de su anfitrión.
—Y ahora, el extranjero arruinado —dijo una voz aflautada—, intentando instalarse y hacer fortuna en una tierra desconocida. ¿De dónde vienes?
—De… de América. Y estoy arruinado… no tengo ni un penique. Si tuviera algún tipo de trabajo que ofrecerme yo… ¡aaah!
El panel que tapaba la parte frontal de una linterna sorda fue bruscamente descorrido y su luz reveló la silueta de un payaso con el rostro horriblemente embadurnado de rojo, verde y blanco. Sus ojos parecían arder, enmarcados en una cruz negra, y una lengua sorprendentemente larga asomaba por entre sus hinchadas mejillas. Era el mismo payaso que había visto antes andando con sus zancos por el mercado, el que había servido de modelo para el muñeco llamado Horrabin.
La lengua desapareció y los rasgos se suavizaron levemente, pero incluso en reposo la pintura que cubría el rostro hacía imposible adivinar su expresión o a qué se parecían realmente. El payaso estaba sentado, con las piernas cruzadas, en un taburete algo más alto que el de Doyle.
—Me doy cuenta de que se os ha terminado la leña —dijo el payaso—, y que de un momento a otro empezaréis a usar las sillas y las cortinas, y puede que incluso los libros, para alimentar la chimenea. Es una suerte que me hayáis encontrado hoy…, mañana o pasado mañana no creo que hubiera quedado ya gran cosa de vos.
Doyle cerró los ojos e intentó calmar el galope desbocado de su corazón. Le alarmó notar que incluso esa burlona muestra de simpatía había estado a punto de hacerle llorar. Lanzó un hondo suspiro y luego abrió de nuevo los ojos.
—Si hay alguna oferta —dijo en voz baja—, háblame de ella.
El payaso sonrió, revelando una hilera de dientes amarillentos que parecían torcerse en todas direcciones a la vez, como las lápidas de un viejo cementerio en ruinas.
—Ah, así que no habéis tenido que arrancar todavía las planchas del suelo —observó con cierta aprobación—. Bien, bien. Caballero, veo que tenéis un rostro inteligente y sensible, y me parece evidente que habéis sido bien criado, y que esas sucias ropas con las cuales os cubrís, no son aquellas que usáis normalmente. ¿Os han interesado alguna vez las artes dramáticas?
—Bueno… no, no en especial. Cuando estudiaba actué en un par de obras.
—¿Creéis, quizá, que seríais capaz de aprender un papel, de juzgar el humor del público y de alterar vuestro parlamento para acomodarlo a sus gustos y convertiros en el tipo de personaje hacia el cual puedan sentirse más inclinados a simpatizar?
Doyle estaba más bien sorprendido, pero empezaba a sentir también los tímidos comienzos de una esperanza.
—Supongo que sí podría. Claro que si antes pudiera conseguir una cama y algo de comida… Estoy seguro de que no me da miedo el escenario, es algo que ya he comprobado, porque…
—La pregunta —le interrumpió el payaso—, es más bien si os da miedo la calle. No estoy hablando de hacer monerías en un lindo teatro.
—Oh… Entonces, ¿se trata de actuar en la calle? Bueno…
—Sí —dijo el payaso con voz paciente—, se trata de la más sutil forma de actuar que puede realizarse en la calle…, se trata de mendigar. Os escribiremos un papel y entonces, dependiendo de… bueno, de los sacrificios que estéis dispuesto a hacer, es posible llegar a ganar hasta una libra al día.
El comprender que las palabras anteriores del payaso, que había tomado por una muestra de aliento y compasión, no eran sino una cínica evaluación de la pena que podía llegar a inspirar en la gente, fue para Doyle como una bofetada en el rostro.
—¿Mendigar? —La súbita oleada de ira casi le aturdió—. Bueno, pues muchas gracias —replicó con irritación, poniéndose en pie—, pero ya tengo un trabajo honesto vendiendo cebollas.
—Sí, ya había notado lo capacitado que estáis para ello. Bien, seguid vuestro camino…, pero cuando cambiéis de parecer, preguntadle a cualquiera del West End dónde actúa en esos momentos el espectáculo de Punch y Horrabin.
—No cambiaré de opinión —dijo Doyle, saliendo del escenario.
Se alejó a grandes zancadas y no se volvió a mirar hasta haber llegado al final del largo muelle, que iba paralelo a la calle. Horrabin, nuevamente sobre sus zancos, desaparecía ya entre la multitud, tirando de un carrito que aparentemente era el escenario hábilmente plegado. Doyle se estremeció y giró hacia la izquierda, en dirección a los atracaderos, buscando el bote de Chris y Meg.
El bote había desaparecido. Ahora los atracaderos que se internaban en el río estaban casi vacíos y el agua estaba puntuada por las siluetas de los botes que se alejaban hacia el este y el oeste.
«¿Qué pasa —pensó Doyle con preocupación—, estarán cerrando ya el mercado? Imposible, estamos sólo a media mañana…».
Y entonces vio un bote a unos cien metros de él, un bote que podría haber sido el que buscaba y las siluetas de cuyos ocupantes le parecieron las de Chris, Meg y Sheila.
—¡Eh! —gritó, descubriendo con cierta vergüenza lo débil que sonaba su voz.
A duras penas le habrían podido oír en el atracadero contiguo.
—Muy bien, ¿qué ocurre?
Doyle se volvió en redondo, y se encontró con el agente de policía que le había estado mirando con expresión poco amistosa unos minutos antes.
—Señor, por favor, ¿qué hora es? —le preguntó al policía, intentando pronunciar las vocales con el acento nasal que todo el mundo utilizaba allí.
El agente extrajo una cadena de un reloj del bolsillo de su camisa, lo contempló arqueando una ceja y volvió a guardarlo.
—Casi las once. ¿Por qué?
—¿Por qué se van todos?
Doyle señaló con la mano hacia los botes que cubrían la superficie del río.
—Pues porque ya casi son las once —replicó el agente de policía, articulando las palabras muy lentamente, como si pensara que Doyle estaba borracho—. Y, por si le interesa saberlo, es domingo.
—¿Quiere decir que el mercado cierra los domingos a las once?
—Muy bien expresado. ¿De dónde viene? Su acento no es de Surrey ni de Sussex.
Doyle suspiró.
—Soy de América…, de Virginia. Y aunque… —se pasó la mano por la frente— aunque todo se arreglará en cuanto un amigo mío llegue a la ciudad, por el momento me hallo en mala situación. ¿Hay alguna institución benéfica donde puedan darme cama y comida hasta que… hasta que ponga en orden mis asuntos?
El policía frunció el ceño.
—Junto a los mataderos de la calle Whitechapel hay un taller en el que podrán darle comida y alojamiento si trabaja curtiendo pieles y limpiando los despojos.
—Ah, un taller… —dijo Doyle, recordando cómo solía describir Dickens tales sitios—. Gracias.
Se dio la vuelta y empezó a irse con los hombros encorvados.
—Un momento —dijo el policía—. Si lleva algún dinero encima, déjeme verlo.
Doyle metió la mano en el bolsillo, sacó los seis peniques y se los enseñó.
—Muy bien, ahora ya no hace falta que le arreste por vagancia. Pero quizá volvamos a vernos por la noche. —Se llevó la mano a la visera del casco—. Buenos días.
Al volver a la calle Támesis, Doyle se gastó la mitad de su fortuna en un plato de sopa de verduras, al que añadió un cucharón de puré de patatas. Tenía un sabor maravilloso, pero le dejó casi tan hambriento como antes, así que gastó sus tres últimas monedas en otra ración. El vendedor le dejó tomarse un vaso de agua fría para ayudar a tragar la comida.
Agentes de policía iban y venían por la calle gritando que ya era hora de cerrar, que eran las once, día de descanso, hora de cerrar. Doyle, convertido ahora en un auténtico vagabundo, se mantuvo cuidadosamente apartado de ellos.
Un hombre, que tendría aproximadamente su misma edad, caminaba por la calle con una cesta llena de pescado en un brazo y una chica bastante guapa cogida del otro. Doyle, pensando «sólo por esta vez», se obligó a interponerse en su camino.
—Discúlpeme, señor —se apresuró a decir—, pero me encuentro en una situación que…
—Al grano, amigo, al grano —le interrumpió el hombre con impaciencia—. ¿Mendigando, no?
—No. Me robaron la noche pasada y no tengo un penique y… soy norteamericano y todo mi equipaje y documentos han desaparecido y… me gustaría pedir algún empleo, o si pudiera dejarme algo de dinero…
La muchacha lo contempló con ojos compasivos.
—Dale algo a ese pobre hombre, Charles —dijo—. Ya que no vamos a la iglesia…
—¿En qué barco ha llegado? —le preguntó él con cierto escepticismo—. Su acento no se parece a ninguno que haya oído antes.
—En el… en el Enterprise —respondió Doyle.
En su apresurada búsqueda de un nombre plausible había estado a punto de responder «en la nave espacial Enterprise».
—¿Ves, querida? Miente —dijo Charles con tono orgulloso—. Puede que exista un Enterprise, pero ningún barco con ese nombre ha llegado aquí recientemente. Resultaría bastante verosímil que hubiera algún yanqui con problemas, que hubiera llegado a bordo del Blaylock la semana pasada pero, claro —se volvió hacia Doyle y le preguntó con voz burlona—, el nombre que ha dicho no era ése, ¿verdad? No debería intentar ese tipo de estafas con alguien metido en el negocio marítimo. —Charles miró hacia el extremo de la calle, cada vez más vacía—. Por aquí hay montones de policías. Estoy tentado de llamar a uno y denunciarle.
—Oh, déjale —suspiró la chica—. Ya andamos algo retrasados y resulta bastante claro que se encuentra en algún tipo de apuro.
Doyle le hizo una seña de agradecimiento y se fue a toda prisa. Su siguiente intento fue con un hombre ya mayor, y tuvo buen cuidado de afirmar que había llegado en el Blaylock. El hombre le dio un chelín y añadió a la limosna el consejo de que si algún día Doyle se hallaba en una posición acomodada debería mostrarse igualmente generoso con otros mendigos. Doyle le aseguró que eso haría.
Unos instantes después, cuando Doyle estaba apoyado en los ladrillos de una posada, discutiendo consigo mismo si era capaz de apaciguar un tanto sus temores y dudas gastando parte de su recién adquirida fortuna en un vaso de cerveza, un tirón en la pernera de sus pantalones le sobresaltó y estuvo a punto de soltar un grito al mirar hacia abajo y contemplar a un hombre de tupidas barbas, sin piernas e instalado en una plataforma con ruedas que le estaba mirando.
—¿En qué sitio andas trabajando y con quién estás? —le preguntó el hombre con una voz grave, digna de un tenor de ópera.
Doyle intentó marcharse, pero el hombre le agarró con más fuerza de sus pantalones de pana y durante unos segundos la plataforma rodó tras Doyle, arrastrada por sus pasos como un pequeño remolque. Cuando Doyle se detuvo al notar que le estaban empezando a mirar, el hombre repitió su pregunta.
—¡No trabajo en ningún sitio y no estoy con nadie —murmuró Doyle irritado—, y si no me sueltas echaré a correr por el muelle hasta que lleguemos al río!
—Pues venga —dijo riéndose— te apuesto a que nado mejor y más de prisa que tú. —A juzgar la anchura de sus hombros, ocultos por la chaqueta negra del lisiado, Doyle tuvo la desalentadora impresión de que estaba en lo cierto—. Te vi acercarte a esos dos, y sé que al segundo le sacaste algo. Puede que seas un nuevo recluta del capitán Jack o puede que estés con Horrabin… o puede que vayas por libre. ¿Cuál de las tres cosas?
—No sé de qué me estás hablando, pero… suéltame o llamo a un policía. —Una vez más, Doyle sintió unos enormes deseos de echarse a llorar, imaginando ya claramente que esa criatura sin piernas jamás iba a soltarle, y que durante el resto de su vida la tendría pegada, rodando con expresión furibunda detrás de él—. ¡No estoy con nadie!
—Eso me parecía —dijo el lisiado moviendo la cabeza—. Aparentemente eres nuevo en la ciudad, así que me limitaré a darte un buen consejo. Los mendigos que van por libre pueden intentarlo al este o al norte de aquí, pero Billingsgate, la calle Támesis y Cheapside son zona de los chicos de Copenhague Jack, o de ese circo de alimañas dirigido por Horrabin. Al oeste de San Pablo encontrarás acuerdos similares. Bueno, ahora ya has sido advertido por «Patines» Benjamin y si te vuelvo a ver en las calles principales del East End…, bueno, chico, francamente —dijo «Patines», no sin cierta amabilidad—, entonces, no podrás obtener ningún otro empleo excepto el de mendigo. Lárgate, vi que te daban algo de plata y debería quitártela… y no empieces a decir que no podría, o me obligarás a demostrarte que sí podría…, pero tienes aspecto de necesitarla. ¡Largo!
Doyle se fue apresuradamente en dirección oeste, hacia el Strand, rezando para que las oficinas de los periódicos no cerraran tan pronto como el mercado de Billingsgate, y que en una de ellas hubiera alguna plaza libre y, caso de haberla, que pudiera dominar por un tiempo su creciente agotamiento y estupor para convencer a un editor de que era una persona educada y lo bastante inteligente. Se frotó el mentón y pensó que al haberse afeitado hacía menos de veinticuatro horas la barba aún no era ningún problema, pero le habría ido muy bien tener un peine.
«Oh, no te preocupes tanto por tu aspecto —pensó sin demasiada coherencia—. Conseguirás labrarte una posición sólo con tu elocuencia y la fuerza de tu personalidad». Se irguió todo lo que pudo e intentó caminar con algo más de viveza.