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En esta corriente siempre en movimiento y dentro de la cual no hay punto alguno de referencia, ¿qué les sucede a las cosas fugaces a las cuales en tan alto aprecio tiene el hombre? Quien eso haga es como si decidiera enamorarse de un gorrión que pasa volando sobre él para perderse de vista en un segundo.

MARCO AURELIO

Cuando el conductor pegó el BMW a la valla con un frenazo rápido pero suave y apagó las luces, Brendan Doyle se inclinó un poco hacia adelante en el asiento trasero y contempló el terreno que había delante. Estaba cegadoramente iluminado y no muy lejos podía oírse ruido de maquinaria pesada en funcionamiento.

—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó sin mucho convencimiento.

El conductor bajó ágilmente del coche y le abrió la puerta de atrás. El aire nocturno era más bien frío.

—Porque aquí se encuentra el señor Darrow —le explicó—. Deme, yo llevaré eso —añadió, cogiendo la maleta de Doyle.

Durante los diez minutos de trayecto desde el aeropuerto de Heathrow, Doyle no había pronunciado ni una palabra, pero en ese instante el nerviosismo venció a su decisión de no confesar todo lo que ignoraba respecto a su situación actual.

—Yo…, bueno, yo había creído entender por mi contacto inicial con esos dos hombres en Fullerton…, es decir, en California…, tenía entendido que este trabajo está relacionado con Samuel Taylor Coleridge —explicaba con no mucha seguridad mientras los dos avanzaban hacia la puerta que se abría en el centro de la valla metálica—. ¿Sabe… sabe exactamente de qué se trata?

—Estoy seguro de que el señor Darrow se lo explicará todo —dijo el conductor, que parecía mucho más tranquilo una vez terminado su papel en el asunto—. Creo que guarda cierta relación con una conferencia.

Doyle se paró de golpe.

—¿Una conferencia? ¿Me ha hecho recorrer más de siete mil kilómetros, me ha hecho venir a toda prisa hasta Londres —y, añadió mentalmente, me ha ofrecido veinte mil dólares—… sólo para dar una conferencia?

—Señor Doyle, realmente lo ignoro. Ya le he dicho que él se lo explicará…

—¿Sabe si tiene algo que ver con el trabajo que le ofreció recientemente a Steerforth Benner? —insistió Doyle.

—No sé nada del señor Benner —replicó con voz animada el conductor—. Venga, señor, ya sabe que no tenemos precisamente mucho tiempo.

Doyle suspiró y siguió andando; no le tranquilizó demasiado ver el alambre de espino que coronaba la valla. Al examinarlo con más atención vio que entre el alambre asomaban de vez en cuando pedacitos de papel en los que había algo garabateado y tallos de lo que quizá fuera muérdago. Empezaba a creer que los rumores sobre las Empresas de Investigación Interdisciplinaria Darrow eran ciertos después de todo.

—Probablemente debería haberlo mencionado antes —le dijo medio en broma al conductor—, pero no sé cómo funcionan los tableros ouija.

El hombre dejó la maleta en el suelo y apretó un botón que había junto a la puerta.

—No creo que sea necesario, señor —replicó.

Al otro lado de la valla apareció un hombre de uniforme, que se dirigió hacia ellos con paso rápido y decidido.

«Bueno —pensó Doyle—, ya estás metido en el asunto. Al menos puedes quedarte con el cheque de cinco mil dólares, incluso si rechazas su oferta…, sea la que sea».

Cuando la azafata le despertó una hora antes para avisarle de que se abrochara el cinturón, Doyle se lo había agradecido porque estaba soñando de nuevo con la muerte de Rebecca. Durante la primera parte del sueño él siempre era un extraño que sabía lo que iba a ocurrir, intentaba desesperadamente encontrar a Brendan y Rebecca Doyle antes de que se fueran en la moto o, al menos, antes de que Doyle enfilara la vieja Honda por la rampa que llevaba de la avenida Beach a la autopista de Santa Ana y siempre fracasaba, siempre doblaba con un chirrido de neumáticos la última esquina con el tiempo justo para ver, atormentado, como la vieja moto aceleraba, se inclinaba en la curva y desaparecía. Normalmente lograba despertar con un esfuerzo en ese momento, pero había tomado varias copas de whisky anteriormente y esta vez quizá no hubiera podido conseguirlo.

Se irguió en su asiento y pestañeó contemplando la amplia cabina del aparato y los ocupantes de los demás asientos. Las luces estaban encendidas y por la ventanilla sólo se distinguía una negrura con algún que otro destello luminoso: ya era otra vez de noche aunque recordaba haber visto el amanecer sobre unas llanuras heladas hacia sólo unas cuantas horas. Viajar en un reactor confundía a Doyle lo suficiente como para verse obligado, además, a lidiar con los saltos polares, que no te permitían saber con seguridad ni en qué día estabas. En su último viaje a Inglaterra había hecho escala en Nueva York pero, naturalmente, Darrow tenía demasiada prisa para ello.

Se estiró todo lo que pudo en su asiento y un libro y algunos papeles resbalaron de la bandeja plegable que había ante él y cayeron al suelo. Una señora que estaba sentada al otro lado del pasillo dio un leve respingo, sobresaltada, y Doyle le dirigió una incómoda sonrisa de disculpa mientras se inclinaba a recogerlos. Mientras los clasificaba, se dio cuenta de la cantidad de interrogantes que había garabateado en ellos y se preguntó con cierto desánimo si incluso en Inglaterra (pues estaba francamente decidido a sacar provecho de ese viaje gratis y proseguir con sus propias investigaciones) sería capaz de encontrar algún dato nuevo sobre el poeta cuya biografía definitiva llevaba ya casi dos años intentando escribir.

«Coleridge era fácil —pensó mientras guardaba los papeles en la cartera que sostenía entre los pies— pero William Ashbless es un condenado enigma».

El libro que se le había caído al suelo era la Vida de William Ashbless, de Bailey. Al caer se había abierto y algunas de las páginas oscurecidas por el tiempo se habían roto. Las fue alisando cuidadosamente y luego cerró el libro con delicadeza, limpiándose el polvo de los dedos y contemplando el volumen que de tan poco le había servido.

Con cierto desconsuelo, pensó que calificar la vida de Ashbless como escasamente documentada era sólo un pálido reflejo de la verdad. William Hazlitt había escrito en 1825 un breve ensayo sobre su obra y, de pasada, daba ciertos detalles sobre el autor y el amigo más íntimo de Ashbless, James Bailey, a quien se debía la cautelosa biografía que, a falta de otra cosa mejor, solía utilizarse normalmente. Doyle había logrado añadir a eso unas cuantas cartas y diarios interesantes, así como ciertos informes policiales, pero en la vida pública del poeta quedaban todavía muchos huecos.

Por ejemplo, ¿en qué ciudad de Virginia vivió Ashbless desde su nacimiento hasta 1810? En una ocasión, Ashbless dijo que era Richmond y en otra, Norfolk, pero de momento en ninguna de las dos se habían encontrado registros de su nacimiento. Doyle tenía la hipótesis de que el siempre inquieto poeta había cambiado de nombre al llegar a Londres, y había logrado encontrar los nombres de varios naturales de Virginia que desaparecieron en el verano de 1810 a la edad de veinticinco años. La época que había pasado Ashbless en Londres resultaba bastante fácil de seguir, aunque la biografía de Bailey, siendo más que nada la versión del propio Ashbless en cuanto a su vida, resultaba de valor algo dudoso y su breve viaje a El Cairo en 1811, aunque inexplicable, era al menos conocido.

«Lo que falta —pensó Doyle—, son todos los detalles».

Algunas de esas áreas de las que no se conocían detalles atormentaban su curiosidad. Estaba, por ejemplo, su posible relación con lo que Sheridan había bautizado para siempre como la Locura del Mono Danzarín: el sorprendente número de criaturas cubiertas de pelo (seis, según los informes más dignos de confianza, según los más desatados, trescientas) que aparecieron en Londres y sus alrededores de 1800 a 1810. Era evidente que se trataba de seres humanos, y la conmoción causada por sus enloquecidas contorsiones palideció ante su rápida muerte en un violento paroxismo de dolor. Madame de Stael había escrito que en una ocasión, Ashbless, borracho, le había dicho que él sabía mucho más de lo que osaba decir sobre esa plaga peculiar, y era prácticamente seguro que había matado a una de esas criaturas en un café cercano a la calle Treadneedle una semana después de su llegada a Londres… Pero ahí terminaba el rastro, para disgusto de Doyle. Ashbless, al parecer, jamás volvió a emborracharse lo suficiente como para narrarle a Madame de Stael el resto de la historia (ya que de haberlo hecho ella no habría dejado de escribirlo en su diario) y, naturalmente, la biografía de Bailey no hacía ni la menor referencia a todo el asunto.

¿Y cuáles fueron, exactamente, las circunstancias de su muerte? Sólo Dios lo sabe, pensó Doyle, ya que Ashbless había pasado toda su vida ganándose enemigos, pero ¿quién había acabado con él, probablemente el 12 de abril de 1846? Su cuerpo fue hallado en los pantanos en el mes de mayo, descompuesto pero aún identificable, y se pudo determinar también que la causa de su muerte había sido una estocada en el vientre.

«Demonios —pensó Doyle mientras contemplaba con desánimo el libro que sostenía en el regazo—, pero si sabemos más cosas sobre la vida de Shakespeare».

¡Y Ashbless era contemporáneo de alguien tan concienzudamente estudiado como Lord Byron! De acuerdo, era un poeta menor y su obra, poco abundante y más bien difícil de leer, habría sido absolutamente olvidada de no ser por algunos comentarios insultantes hechos por Hazlitt y Wordsworth, en lugar de reaparecer, como ahora, de vez en cuando en las antologías más concienzudas del periodo, pero, aun así, su vida tendría que haber dejado más señales en la historia.

Al otro lado del pasillo vio centellear las luces de Londres a medida que el gigantesco aparato se inclinaba hacia un costado para iniciar el viraje que le llevaría al aeropuerto, y decidió que la azafata no le traería otra copa cuando faltaba tan poco para tomar tierra. Miró a su alrededor y luego sacó del bolsillo interior de su chaqueta una petaca con todo el disimulo de que fue capaz, desenroscó el tapón y vertió un dedo de Laphroaig en el vaso de plástico con el que le habían servido su última bebida. Luego guardó la petaca y se relajó, deseando que también le fuera posible cortar la punta de uno de los puros Upmann que guardaba en el bolsillo y fumárselo.

Tomó un sorbo del cálido licor y sonrió, el Laphroaig seguía siendo condenadamente bueno aunque ya no fuera la maravilla sin comparación que había sido en los primeros tiempos de su producción. De hecho, pensó, los nuevos puros Upmann de la República Dominicana tampoco eran tan buenos ahora como cuando los liaban a mano en las Islas Canarias.

Y ninguna de las chicas con las que había salido después de Rebecca le habían interesado lo más mínimo.

Abrió de un manotazo el libro y contempló el grabado de la primera página, hecho siguiendo el busto de Thorwaldsen: los ojos hundidos en sus cuencas, el poeta, aparatosamente barbudo, le contemplaba desde la página, con su colosal talla y anchura de hombros sugeridas hábilmente por el arte del escultor. ¿Qué tal eran las cosas en tu tiempo, William? ¿Eran acaso los puros, las mujeres y el licor mejores que ahora?

Por un instante, Doyle imaginó que la mueca levemente burlona de Ashbless iba dirigida justamente a él. Y entonces, en un segundo de vértigo tan potente que casi dejó caer su vaso, teniendo que agarrarse a los brazos del asiento, le pareció que Ashbless estaba realmente mirándole con despectiva diversión desde el otro lado de esa imagen, cruzando un abismo de ciento cincuenta años.

Doyle meneó la cabeza con brusquedad y cerró nuevamente el libro.

«Así se da uno cuenta que está cansado —pensó—, cuando un tipo que lleva un siglo muerto parece estar guiñándote el ojo desde un grabado. Algo que nunca me pasó con el viejo Coleridge».

Guardó el libro en su maletín, junto con la obra que había traído para que le sirviera de credenciales: era El invitado nocturno, una biografía de Samuel Taylor Coleridge escrita por Brendan Doyle. Había tenido la intención de escribir a continuación un amplio estudio sobre los Poetas del Lago, pero las criticas del Invitado, así como sus ventas, habían hecho que su editor, Publicaciones Universitarias Devriess, le sugiriera proseguir, tal y como lo había expresado, en un territorio no tan bien explorado. He admirado sumamente —siguió diciendo el editor— sus dos artículos, donde intentaba con cierto éxito sacar algo en claro de los nebulosos versos de William Ashbless. Quizá una biografía de ese poeta tan raro fuera capaz de sorprender a los críticos y a los bibliotecarios de las universidades como algo más arriesgado y valioso.

«Bueno —pensó Doyle mientras cerraba su maletín—, a menos que me dedique a la ficción pura y simple tengo la impresión de que será un trabajo condenadamente corto».

El avión estaba empezando a bajar y cuando bostezó sintió un chasquido en los oídos. Mejor que olvidara a William Ashbless por el momento. Sea cual sea la razón por la que Darrow quiera pagar veinte mil dólares, estar relacionada con Samuel Coleridge.

Tomó otro sorbo de licor y deseó fervorosamente que el trabajo no estuviera relacionado con tableros ouija, posos de té o cualquier otro tipo de tontería similar. Una vez había visto un libro de poemas, teóricamente dictados por el fantasma de Shelley a través de una médium, y tenía ciertas sospechas de que el trabajo de Darrow pudiera tratarse de una empresa similar. También sentía curiosidad por saber si veinte mil dólares serían capaces de hacerle abandonar su integridad profesional y participar en ello. Acabó el contenido de su vaso cuando el avión parecía ya a punto de tomar tierra.

Desde luego, resultaba una coincidencia bastante rara que en los últimos tiempos oyera hablar tanto de Darrow. Hace un mes le habían ofrecido un trabajo como profesor a Steerforth Benner, el mejor estudiante de literatura inglesa que Doyle había tenido en toda su vida. Doyle recordaba que le había sorprendido un poco enterarse a través de Benner de que Darrow seguía con vida. Doyle conocía la compañía, claro está: desde unos comienzos más bien modestos en los años treinta se había convertido bajo la astuta guía de su pintoresco fundador en un pilar de la industria científica norteamericana capaz de rivalizar con la IBM y la Honeywell. Habían tenido un importante papel en el programa espacial y en la explotación submarina, y durante los años sesenta Doyle recordaba que siempre patrocinaba obras de Shakespeare en la televisión sin ningún tipo de pausas comerciales. Pero la compañía había dejado de llamar la atención del público durante los años setenta y Doyle había leído en alguna parte (creía que en el National Enquirer) que J. Cochran Darrow había descubierto que tenía cáncer y tras agotar todas las posibilidades científicas de una cura había concentrado todos los recursos de Darrow hacia lo oculto, en la esperanza de hallar un remedio dentro de los más bien dudosos confines de la magia. Newsweek se había limitado a recalcar que Darrow estaba despidiendo a la mayor parte de su personal y cerrando sus centros de producción, y Doyle recordaba un artículo de Forbes donde se comentaba la súbita pérdida de valor de sus acciones.

Y entonces entraron en contacto con Brenner y le ofrecieron un trabajo muy bien pagado aunque algo nebuloso. Tomando una jarra de cerveza, una noche Benner le explicó a Doyle todas las pruebas que había estado pasando para conseguir el puesto: pruebas para evaluar su capacidad de reacción en condiciones de fatiga y sometido a distracciones continuas, resistencia física y agilidad, comprensión rápida de complejos problemas lógicos… e incluso unas cuantas pruebas que Doyle encontró más bien de mal gusto y desagradables, cuyo propósito aparente era medir hasta qué extremos podía llegar la dureza moral de Benner y su capacidad para hacer cosas no muy confesables. Benner las había superado todas y, aunque luego le dijo a Doyle que le habían aceptado, logró escabullirse, sin perder la buena educación, a la hora de contestar cualquier pregunta sobre en qué consistía exactamente el trabajo.

«Bueno —pensó Doyle mientras oía las ruedas del avión al chirriar débilmente sobre la pista a través del aislamiento de la cabina—, puede que esté a punto de saber todo lo que Benner no quiso contarme».

El guardia abrió la puerta y tomó la maleta de Doyle de manos del conductor: éste movió la cabeza con un ademán cortés y se encaminó nuevamente hacia el BMW, que le aguardaba con el motor ronroneando. Doyle aspiró una honda bocanada de aire y atravesó la puerta, esperando mientras el guardia volvía a cerrarla detrás de él.

—Me alegra tenerle con nosotros, señor —recitó el hombre, subiendo la voz para hacerse oír sobre el rugido de los motores Diesel—. Si quiere seguirme, por favor…

El terreno era mucho más amplio de lo que le había parecido desde la calle, y el guardia le guió por un camino que no paraba de zigzaguear a través de un montón de obstáculos. Grandes tractores pintados de amarillo iban y venían de un lado a otro, aplastando piedras grandes como cabezas de hombre bajo sus inmensas ruedas de goma, y armando un jaleo infernal mientras iban levantando grandes montones de cascotes y tierra que luego empujaban hasta hacerlos desaparecer en la oscuridad. Doyle se dio cuenta, por el agudo olor de la tierra y los bordes afilados de las piedras que relucían entre ella, de que los cascotes eran muy recientes. El lugar también estaba lleno de gente que iba de un sitio a otro extendiendo gruesos cables eléctricos, mirando a través de sus teodolitos y gritándose números unos a otros mediante sus transmisores. El círculo de luces brillantes hacía que cada objeto proyectara media docena de sombras.

El guardia medía uno ochenta de estatura y andaba a largas zancadas; Doyle, no tan alto, se veía obligado a un trotecillo ocasional para no quedar atrás y no tardó en jadear un poco. «¿Por qué esa maldita prisa?», pensó con cierto enfado; al mismo tiempo se prometió que desde la mañana siguiente empezaría a practicar algunos ejercicios gimnásticos al levantarse.

Un viejo remolque de aluminio más bien maltrecho se encontraba casi en el extremo del perímetro iluminado, conectado a todo el torbellino de actividad mediante cables eléctricos y líneas telefónicas; muy pronto quedó claro que el remolque era su destino. El guardia subió de un salto los tres peldaños que llevaban a la puerta y, tras llamar en ella, alguien en el interior del remolque gritó; «¡Adelante!». El guardia bajó los peldaños con un nuevo salto y le indicó a Doyle que se acercara.

—El señor Darrow hablará con usted dentro del remolque.

Doyle subió los peldaños, abrió la puerta y entró en el remolque. El interior estaba literalmente repleto de libros y mapas, algunos parecían lo bastante viejos como para haber sido sacados de un museo, y algunos otros eran claramente nuevos. Pero estaba claro que todos habían sido utilizados: los mapas estaban cubiertos de indicaciones hechas a lápiz y tenían clavados multitud de alfileres de varios colores; los libros, incluso los más viejos y de apariencia más frágil, aparecían descuidadamente abiertos por cualquier página y subrayados abundantemente con rotulador.

Un hombre de edad avanzada se incorporó junto a uno de los estantes más altos de libros y a pesar suyo Doyle quedó algo impresionado al reconocer al J. Cochran Darrow de un centenar de fotos en revistas y periódicos, publicados a lo largo de los años. Doyle había estado dispuesto a seguirle la corriente a un hombre muy rico, muy enfermo y seguramente en algún aspecto ya senil, pero tales ideas se evaporaron inmediatamente al enfrentarse al gélido humor que ardía en los penetrantes ojos del anciano.

Aunque tenía el cabello más blanco y algo más escaso que en las últimas fotos vistas por Doyle, y sus mejillas parecían un tanto más hundidas, no tuvo dificultad alguna en creer que se hallaba ante el pionero de un sinfín de campos científicos, que Doyle ni siquiera conocía de nombre y que, surgido de una minúscula fábrica dedicada a surtir de chapa metálica a un pueblecito, había construido un imperio financiero al lado del cual J. Pierpont Morgan parecía meramente un negociante afortunado.

—Espero que sea usted Doyle —le dijo.

Su famosa voz grave no había sufrido el menor deterioro.

—Sí, señor.

—Bien. —Darrow se estiró levemente y bostezó—. Discúlpeme, pero llevo trabajando demasiado tiempo seguido. Siéntese donde pueda. ¿Coñac?

—Perfecto.

Doyle se instaló en el suelo, junto a una pila de libros que le llegaba a la rodilla y sobre la cual, un instante después, Darrow colocó dos vasos de papel y una botella de Hennessy en forma de pera. El anciano tomó asiento cruzando las piernas al otro lado de la pila de libros, y Doyle sintió cierta humillación al darse cuenta de que Darrow no había tenido que esforzarse para evitar un gruñido al agacharse. «Haré muchos ejercicios gimnásticos cada mañana», se prometió.

—Supongo que habrá estado interrogándose sobre la naturaleza de su trabajo —dijo Darrow mientras servía el coñac—, y deseo que se olvide de todas las conclusiones a que haya podido llegar. No tiene nada que ver con ninguna de ellas. Tome. —Le entregó uno de los vasos a Doyle—. Conoce a Coleridge, ¿verdad?

—Sí —respondió Doyle con cierta cautela.

—¿Y conoce también su época? ¿Lo que estaba ocurriendo entonces en Londres, en Inglaterra y en el mundo?

—Creo que dentro de unos límites razonables, sí.

—Hijo mío, cuando digo conocer no me refiero a si en su casa tiene libros sobre todo ello o si sabría dónde buscarlos en la biblioteca de la Universidad de California. Me refiero a si los tiene dentro de la cabeza, lo cual resulta mucho más fácil de transportar que todo lo anterior. ¿La respuesta sigue siendo sí?

Doyle movió la cabeza, asintiendo.

—Hábleme de Mary Wollstonecraft. De la madre, no de la que escribió Frankenstein.

—Bueno, fue una de las primeras feministas y escribió un libro llamado…, déjeme pensar. Sí, creo que era Vindicación de los derechos de la mujer, y…

—¿Con quién se casó?

—Con Godwin, el suegro de Shelley. Murió durante el parto…

—¿Es cierto que Coleridge plagió a Schlegel?

Doyle pestañeó.

—Eh… sí. Obviamente, sí. Pero creo que Walter Jackson Bate acierta más echándole la culpa a…

—¿Cuándo empezó con el opio?

—Creo que cuando estaba en Cambridge, a principios de la década de mil setecientos noventa.

—¿Quién era el…? —empezó a decir Darrow, pero fue interrumpido por el zumbido de un teléfono.

El anciano lanzó un juramento, se puso en pie y una vez junto al teléfono cogió el auricular para reanudar lo que obviamente era una discusión ya iniciada sobre partículas y revestimientos de plomo.

Tanto por cortesía como por desinterés en el tema, Doyle empezó a curiosear ostentosamente una pila de libros cercana… y un instante después su medio fingido interés se hizo totalmente genuino. Con los ojos algo desorbitados por el asombro, cogió muy cuidadosamente el libro que estaba encima de la pila.

Lo abrió y su medio incrédula sospecha se vio confirmada: era el Diario de Lord Robb; para conseguir sólo una fotocopia del ejemplar, Doyle había pasado un año mendigando vanamente al Museo Británico. Resultaba imposible saber cómo había llegado a conseguirlo Darrow, pero aunque Doyle jamás había visto el libro, sí había leído descripciones de él y conocía su aspecto. Lord Robb había sido aficionado a la criminología y su diario era la única fuente accesible sobre algunos de los crímenes más pintorescos (y, en muchos casos, inverosímiles) de 1810 a 1820: entre sus historias de ratas entrenadas para matar, venganzas de ultratumba y hermandades secretas de ladrones y mendigos, contenía la única descripción pormenorizada de la captura y ejecución del semilegendario asesino londinense conocido como Cara-de-Perro Joe, de quien el populacho creía que era un licántropo y poseía la reputación de ser capaz de ocupar el cuerpo de cualquier persona que deseara, pero era incapaz de escapar con ello a la maldición de la licantropía. Doyle había querido encontrar alguna conexión entre esa historia y la Locura del Mono Danzarín, por lo menos para permitirle redactar el tipo de nota a pie de página, entre veraz y especulativa, cuyo propósito principal consiste en demostrar lo bien que el autor del libro ha sabido hacer sus deberes de redacción.

Cuando Darrow colgó el teléfono, Doyle cerró el libro y volvió a ponerlo en lo alto de la pila, haciéndose el firme propósito mental de pedirle luego una copia al anciano.

Darrow volvió a instalarse junto al estante de libros que sostenía el vaso de papel y la botella, reanudando su interrogatorio justo donde lo había dejado. Durante los veinte minutos siguientes sometió a Doyle a un fuego graneado de preguntas, saltando de un tema a otro y casi nunca dándole el tiempo suficiente para extenderse en sus respuestas, aunque de vez en cuando le pedía todos los detalles que conociera sobre un punto en concreto. Las preguntas iban desde las causas y los efectos de la Revolución Francesa hasta la vida amorosa del príncipe regente, pasando por aspectos muy sutiles de la moda y la arquitectura o las diferencias entre los dialectos regionales. Gracias a la buena memoria de Doyle y a sus recientes investigaciones sobre Ashbless, logró responder a casi todas.

Finalmente, Darrow se inclinó con cautela hacia atrás, apoyándose en la pila de libros, y extrajo de su bolsillo un paquete de cigarrillos con filtro.

—Y ahora —dijo, encendiendo uno y aspirando una honda bocanada de humo—, quiero que se invente una respuesta.

—¿Qué me invente una respuesta?

—Correcto. Digamos que nos encontramos en una habitación llena de gente y que unos cuantos de los presentes es probable que sepan más sobre literatura que usted, pero le han presentado como el experto local y por lo tanto debe dar al menos la impresión de que lo sabe todo. Y alguien le pregunta… veamos… «Señor Doyle, ¿hasta qué punto Wordsworth estuvo influido por la filosofía de las obras poéticas de… no sé…, Sir Arky Malarky?». ¡Rápido!

Doyle arqueó una ceja.

—Bueno, yo pienso que es un error simplificar de tal modo la obra de Malarky: a medida que se sigue la maduración de su pensamiento van emergiendo distintas filosofías. Sólo sus últimos esfuerzos literarios pudieron atraer en cierto modo a Wordsworth. Y, tal y como han señalado Fletcher y Cunningham en su Concordium, no hay pruebas concretas de que Wordsworth llegara a leer realmente a Malarky. Creo que si intentamos determinar las filosofías que afectaron a Wordsworth resultaría más productivo considerar… —Se detuvo y sonrió con cierta cautela a su interrogador—. A partir de ahí podría seguir divagando indefinidamente sobre la influencia que tuvo sobre él todo eso de los Derechos del Hombre y la Revolución Francesa.

Darrow asintió, entrecerrando los ojos a causa del humo de su cigarrillo.

—No está mal —admitió—. Esta tarde tuve aquí a un tipo…, Nostrand de Oxford, el que está editando una nueva antología epistolar de Coleridge… y la sola idea de inventarse una respuesta le pareció insultante.

—Evidentemente, Nostrand posee un mayor sentido de la ética que yo —dijo Doyle con voz algo envarada.

—Evidentemente. ¿Se calificaría a sí mismo de cínico?

—No. —Doyle estaba empezando a sentir cierta irritación—. Mire, me ha preguntado si podría apañármelas con una pregunta de ese tipo y es lo que he intentado hacer, pero no tengo la costumbre de proclamar que sé cosas cuando realmente las ignoro. Tanto en mis escritos como en mis clases siempre he estado dispuesto a reconocer que…

Darrow se rió levemente y alzó una mano.

—Tranquilo, hijo, no pretendía insinuar nada. Nostrand es un idiota y esa respuesta inventada me gustó. Lo que intentaba saber es si era usted cínico. Esto es, ¿tiende a rechazar las nuevas ideas cuando se parecen a ideas antiguas que considera unas idioteces?

«Aquí vienen los tableros ouija», pensó Doyle.

—Me parece que no —respondió con lentitud.

—¿Qué pasaría si de pronto alguien afirmara que posee pruebas incontrovertibles de que la astrología funciona, o de que hay un mundo perdido en el interior de la Tierra, o que cualquiera de las cosas que una persona inteligente sabe muy bien que son imposibles… fuera posible? ¿Le escucharía usted?

Doyle frunció el ceño.

—Depende de quién lo afirmara. Con todo, puede que no.

«Oh, bueno… —pensó—, después de todo sigo teniendo los cinco mil y el billete de vuelta».

Darrow asintió, aparentemente complacido.

—Ha dicho lo que piensa y eso me gusta. Un viejo timador con el que hablé ayer habría estado dispuesto a jurar que la Luna es una de las pelotas que se le perdieron a Dios jugando al golf si yo se lo hubiera dicho. Estaba realmente ansioso de echarle mano a los veinte mil. Bien démosle una oportunidad: no ando sobrado de tiempo y me temo que usted es la mejor autoridad sobre Coleridge que podremos conseguir. —El anciano suspiró, pasándose los dedos por su algo rala cabellera, y luego clavó en Doyle sus austeros ojos—. El tiempo —enunció con voz solemne—, es comparable a un río que fluye bajo una capa de hielo. Nos rodea como si fuéramos algas, desde la raíz a la punta del tallo, desde el nacimiento a la muerte, y hace enroscarnos alrededor de las rocas o los tocones que aparecen en nuestro camino. Nadie puede salir del río porque está cubierto de hielo y nadie puede retroceder ni un solo segundo en su corriente.

Hizo una pausa y aplastó su colilla en una vieja encuadernación de marroquinería.

Doyle estaba un poco decepcionado al ver que se le estaba endilgando una sarta de lugares comunes cuando había esperado ver su credulidad puesta a prueba por una increíble revelación. Al parecer, después de todo, en la cabeza del viejo sí había algunos tornillos que empezaban a aflojarse.

—Ya… —dijo, con la sensación de que se esperaba algún tipo de respuesta por su parte—. Una idea interesante, señor.

—¿Idea? —Ahora le había tocado el turno de enfadarse a Darrow—. Muchacho, yo no trato con ideas. —Encendió otro cigarrillo y habló con voz mesurada, pero en la cual se traslucía la irritación, como si conversara consigo mismo—. Dios mío, en primer lugar agoto toda la estructura de la ciencia moderna…, intente entender eso…, y luego me paso años enteros exprimiendo las pocas gotas de verdad que contienen ciertos… ciertos textos antiguos, comprobando los resultados y sistematizándolos; y en segundo lugar me veo obligado a luchar, presionar y en dos casos incluso chantajear a los chicos de mis cronolaboratorios en Denver…, la Teoría Cuántica, chicos, por el amor de Dios, la que se suponía era la más radicalmente brillante y elástica de todas las empleadas hoy en día por los científicos… Tengo que obligarles a que tomen en consideración la extraña pero condenadamente empírica evidencia que les ofrezco y por fin lo hacen, después de que les haya azotado para que le den alguna forma práctica, algo para lo que hizo falta todo un nuevo lenguaje, en parte geometría no euclidiana, en parte cálculo de tensores y en parte símbolos alquímicos y obtengo mis resultados, descubro el resultado más condenadamente importante de toda mi carrera, o de cualquier otra carrera científica desde mil novecientos dieciséis, consigo hervir todo el asunto hasta quedarme con una sola frase más bien sencilla y le hago a un jodido profesorcillo el favor de hacer que la escuche… y él piensa que he dicho «La vida es sueño» o «El amor todo lo puede».

Dejó escapar una columna de humo con un largo siseo de irritación.

Doyle sintió que estaba empezando a ruborizarse.

—He estado intentando ser cortés, señor Darrow, y…

—Tiene razón, Doyle, no tiene usted nada de cínico. Sencillamente, es un idiota.

—Oiga, señor, ¿por qué no se va al cuerno? —dijo Doyle en un tono de voz cuidadosamente controlado—. ¿Por qué no se larga hasta ahí patinando en su condenado río de hielo, eh? —Se puso en pie y bebió de golpe el coñac que le quedaba en el vaso—. Y puede quedarse con los cinco mil pero me llevo el billete de regreso y quiero que me conduzcan gratis al aeropuerto. Ahora mismo. —Darrow tenía el ceño aún fruncido, pero la piel parecida al pergamino que rodeaba sus ojos empezaba a cuartearse en minúsculas arrugas. Pero Doyle estaba demasiado enfadado como para volver a sentarse—. Fiche al viejo Nostrand y guarde para él todo eso de las algas y el resto de tonterías.

Darrow alzó la cabeza para mirarle.

—Nostrand estaría totalmente seguro de que me he vuelto loco.

—Pues entonces no deje de conseguir su ayuda…, sería la primera vez que acierta en algo.

El anciano estaba sonriendo.

—Por cierto, me aconsejó que no entrara en contacto con usted. Dijo que sólo servía para sistematizar lo que habían descubierto otros.

Doyle abrió la boca dispuesto a soltar un exabrupto, pero en vez de ello se limitó a suspirar.

—Oh, infiernos… —dijo—. Bueno, entonces decir que está usted loco sería su segundo acierto.

Darrow rió encantado.

—Sabía que no me equivocaba con usted, Doyle. Siéntese, por favor.

Ahora, con Darrow llenando por segunda vez el vaso de Doyle, éste tuvo la impresión de que cometería una grosería yéndose e hizo lo que le indicaban, sonriendo con cierta mansedumbre.

—Sabe cómo hacerle perder los estribos a una persona —observó.

—Soy un viejo que lleva tres días sin dormir. Tendría que haberme conocido hace treinta años. —Encendió otro cigarrillo—. Bueno, ahora intente imaginárselo: si pudiera salir del río del tiempo… digamos que si pudiera llegar a una especie de orilla y mirar a través del hielo… bueno, entonces podría subir corriente arriba y vería Roma y Ninive en sus días de apogeo. Si fuera corriente abajo podría ver lo que nos reserva el futuro.

Doyle asintió.

—Así que subiendo quince kilómetros por el río vería cómo acuchillan a César y unos diecisiete kilómetros río arriba le vería nacer.

—¡Correcto! Del mismo modo que si nada contra la corriente podrá llegar al final de las algas antes que a sus raíces. Ahora… preste atención porque ésta es la parte importante del asunto… En algún momento hubo algo que hizo agujeros en esa metafórica capa de hielo. No me pregunte cómo pudo ocurrir, pero a lo largo de aproximadamente unos seiscientos años hay… bueno, como si hubieran disparado una perdigonada sobre el hielo y en esos agujeros ciertas reacciones químicas totalmente normales no pueden ocurrir, la maquinaria más complicada no funciona… Pero los viejos sistemas que llamamos mágicos funcionan. —Contempló a Doyle con cierta beligerancia—. Inténtelo, Doyle, inténtelo.

Doyle asintió.

—Siga.

—Así que en uno de esos agujeros la televisión no funciona, pero un filtro mágico adecuadamente preparado puede hacer que una persona se enamore de otra. ¿Me sigue?

—Oh, sí. Pero ¿nadie se ha dado cuenta de esos agujeros?

—Naturalmente que sí. Estos archivadores que hay junto a la ventana están llenos de recortes de periódico y noticias varias que llegan hasta mil seiscientos veinticuatro y todos mencionan ocasiones en las cuales la magia ha funcionado de modo aparentemente documentado. Y desde principios de siglo suele haber en el periódico de ese mismo día una noticia sobre un corte de energía o una interferencia radiofónica en la misma zona. Hoy en día existe una calle del Soho que algunas personas siguen llamando el Cementerio de los Coches, porque durante seis días del año mil novecientos cincuenta y cuatro los coches que entraban en ella se estropeaban y tenían que ser sacados de allí, ¡mediante caballos! En la calle de al lado, funcionaban perfectamente. Y una médium de tercera categoría que vivía en esa calle celebró durante esa semana la última de sus sesiones vespertinas de té e invocaciones… Nadie sabrá nunca lo que ocurrió, pero las damas que asistieron fueron encontradas muertas, frías como el hielo cuando sólo llevaban muertas una hora y estaban en una habitación caldeada y, según tengo entendido, en cada uno de sus rostros había la más increíble expresión de terror que pueda usted imaginarse. La historia no tuvo mucha repercusión en la prensa y el asunto de los coches fue atribuido a, cito, «una acumulación de electricidad estática», fin de la cita. Y hay cientos de ejemplos similares.

»Y ahora llegamos al momento en el que estaba…, bueno, intentaba conseguir algo que la ciencia no había logrado, e intentaba descubrir si, cuándo y dónde podía funcionar la magia. Descubrí que esos campos de magia-sí-maquinaria-no se hallan todos dentro de Londres o en sus alrededores, y en la historia se encuentran esparcidos siguiendo una curva en forma de campana, que alcanza su ápice aproximadamente de mil ochocientos a mil ochocientos cinco: es evidente que durante esos años hubo muchos casos, aunque tendieron a ser breves en su duración, y localizados en áreas pequeñas. Se amplían en el espacio y se hacen menos frecuentes lejos de tales años. ¿Me sigue aún?

—Sí —replicó Doyle con voz mesurada—. ¿Ha dicho que los casos llegan hasta mil seiscientos? Entonces los agujeros tenían que ser poco frecuentes, pero cuando tenían lugar se prolongarían bastante, y se fueron acortando y aumentando en número hasta que…, digamos que en mil ochocientos dos debían ser tan frecuentes como el chasquido de un contador Geiger, y luego se fueron frenando para hacerse más amplios. ¿Han tendido a desaparecer por completo en el otro extremo de la curva, o no?

—Buena pregunta. Sí. Las ecuaciones indican que el primero tuvo lugar en mil quinientos cuatro, por lo que la curva alcanza unos trescientos años en cada dirección, digamos que unos seiscientos en total. De todos modos, cuando me di cuenta del trazado estuve a punto de olvidar mi propósito original: el asunto me pareció fascinante e intenté poner a mis chicos de investigación al frente de ese rompecabezas. ¡Ja! Conocían muy bien un caso de senilidad cuando lo tenían delante y hubo un par de intentos para quitarme de en medio. Pero logré huir de sus redes y les obligué a continuar, a que programaran sus computadoras con los principios de Bessonus, Midorgius y Ernestus Burgravius y al final supe en qué consistían los agujeros. Eran agujeros… en el muro del tiempo.

—Agujeros en el hielo que cubre el río —dijo Doyle moviendo la cabeza.

—Correcto, imagine unos agujeros en esa capa de hielo y ahora, si una parte de ese tallo de hierba que tiene unos setenta años de longitud y que es usted mismo, si estuviera por casualidad bajo uno de esos agujeros, es posible abandonar la corriente del tiempo en dicho punto.

—¿Y adónde se iría? —le preguntó cautelosamente Doyle, intentando que en su voz no hubiera ningún asomo de burla o compasión.

«Bueno —pensó— puede que al País de Oz, al Cielo o al Reino de los Vegetales sin Aditivos».

—A ninguna parte —le replicó Darrow con impaciencia—, a ningún tiempo en particular. Lo único que se puede hacer es volver a entrar en el río a través de otro agujero.

—Y acabar en el Senado Romano viendo cómo asesinaban a César. No, perdón, me equivoco: los agujeros sólo llegan hasta mil quinientos en el pasado…, bueno, pues viendo cómo arde Londres en mil seiscientos sesenta y seis.

—Correcto… si es que hay algún agujero en ese año y en ese lugar. No se puede entrar de nuevo en puntos arbitrarios, solamente a través de un agujero ya existente. Y —añadió con algo que se parecía al orgullo del descubridor—, es posible apuntar a un agujero en particular, con preferencia a cualquier otro, todo depende de la cantidad de… bueno, de propulsión que haya sido utilizada para salir por el primer agujero. Y es posible localizar los agujeros en el tiempo y en el espacio. Irradian de su fuente siguiendo un dibujo matemáticamente predecible, y su fuente, haya sido lo que haya sido, se encuentra a principios de mil ochocientos dos.

Doyle se sintió incómodo al darse cuenta de que tenía las palmas húmedas de sudor.

—Esa propulsión que ha mencionado —le preguntó, pensativo—, ¿es algo que puede producir?

Darrow sonrió ferozmente.

—Sí.

Doyle estaba empezando a pensar que el terreno cubierto de escombros podía tener un propósito, al igual que también podían tenerlo todos esos montones de libros, e incluso su propia presencia en el lugar.

—Así que puede viajar por la historia. —Sonrió con cierta inquietud al anciano que tenía delante, intentando imaginar a J. Cochran Darrow, incluso viejo y enfermo, suelto en algún siglo del pasado.

«Miedo me das, viejo marinero», pensó.

—Sí, eso vuelve a traernos al asunto de Coleridge… y a usted. ¿Sabe dónde se encontraba Coleridge la noche del domingo uno de septiembre de mil ochocientos diez?

—Santo Dios, no. William Ashbless llegó a Londres una semana después. Pero ¿Coleridge? Sé que por aquel entonces vivía en Londres…

—Sí. Bien. La noche del domingo que he mencionado, Coleridge dio una conferencia sobre los Aeropagitica de Milton en la taberna La Corona y el Ancla, situada en el Strand.

—Oh, sí, cierto. Pero el tema era Lycidas, ¿no?

—No. Montagu no asistió a ella y su referencia es equivocada.

—Pero la carta de Montagu es el único sitio donde se menciona tal conferencia. —Doyle ladeó la cabeza para verle mejor—. Esto…, ¿no lo es?

El anciano sonrió.

—Cuando Darrow emprende un trabajo de investigación, hijo, siempre lo hace a conciencia. No, dos de los hombres que asistieron a ella, un empleado de una editorial y un maestro de escuela, dejaron escritos diarios que han ido a parar a mis manos. El tema era los Aeropagitica. El maestro de escuela incluso logró copiar una buena parte de la conferencia en taquigrafía.

—¿Cuándo lo descubrió? —se apresuró a preguntar Doyle.

«¡Una conferencia de Coleridge jamás publicada con anterioridad! Dios —pensó con una repentina punzada de envidia—, si la hubiera tenido en mis manos hace dos años, mi libro habría obtenido unas críticas completamente distintas».

—Hace más o menos un mes. Los primeros resultados concretos del equipo situado en Denver llegaron en febrero, y desde entonces Darrow ha estado buscando todos los libros y diarios que hacen referencia a Londres en mil ochocientos diez.

Doyle extendió las manos hacia su interlocutor.

—¿Por qué?

—Porque uno de esos agujeros se encuentra justo al lado de Kensington, a unos ocho kilómetros del Strand, en la noche del uno de diciembre de mil ochocientos diez. Y, a diferencia de casi todos los agujeros situados en mil ochocientos diez, éste dura cuatro horas.

Doyle se inclinó hacia adelante para servirse un poco más de coñac. La excitación que empezaba a dominarle era tan intensa que intentó calmarla recordándose que estaban hablando de algo imposible, por muy fascinante que pudiera ser. «No te largues —se aconsejó—, aunque sólo sea por los veinte mil, y quizá tengas una posibilidad de echarle las manos encima al diario de Robb o a ese cuaderno de notas del maestro de escuela». Pero la verdad era que no lograba engañarse a sí mismo… quería participar en esto.

—Y, por supuesto, aquí y ahora hay otro agujero.

—Desde luego está aquí pero no ahora mismo. Estamos… —Darrow consultó su reloj— unas cuantas horas corriente arriba de él. Su tamaño es el normal para uno situado tan lejos de la fuente: el borde superior se encuentra situado en esta noche y el borde de la corriente inferior, más o menos al amanecer de pasado mañana. Apenas Denver logró encontrarlo, compré toda el área que cubrirá el campo y empecé a nivelarla. No queremos llevar al pasado cualquier edificio, ¿verdad?

Doyle pensó que en esos momentos su sonrisa debía parecer tan cargada de secretos y conspiraciones como la de Darrow.

—No, claro que no.

Darrow lanzó un suspiro de alivio y satisfacción. Cogió el teléfono justo cuando éste empezó a sonar.

—¿Sí? Deje libre la línea y póngame con Lamont, rápido. —Terminó su vaso y volvió a llenarlo—. Llevo tres días viviendo a base de café, coñac y tabletas de chocolate —le dijo a Doyle—. No resulta malo una vez que tu estómago se… ¿Tim? Deja de buscar a Newman y Sandoval. Bueno, llama por radio a Delmotte y dile que dé la vuelta ahora mismo y lo deje otra vez en el aeropuerto. Ya tenemos a nuestro experto en Coleridge. —Colgó el auricular y dijo—: He vendido diez entradas, a un millón de dólares cada una, para asistir a la conferencia de Coleridge. Daremos el salto mañana a las ocho. Habrá una sesión de últimas instrucciones a las seis y media para nuestros diez invitados y, naturalmente, para eso necesitamos una reconocida autoridad en Coleridge.

—Yo.

—Usted, sí. Pronunciará un breve discurso sobre Coleridge y responderá a cualquier tipo de preguntas que nuestros invitados puedan hacer sobre él, sus contemporáneos o su época, y luego acompañará al grupo durante el salto y una vez realizado éste, irá con ellos hasta la taberna junto con unos cuantos guardias bien entrenados para asegurarse de que ningún alma romántica siente la tentación de escabullirse. Tomará notas durante la conferencia y después, cuando haya vuelto al hogar y a mil novecientos ochenta y tres, dará un breve comentario sobre la conferencia y responderá a cualquier pregunta que pueda surgir. —Arqueó una ceja, contemplando con expresión inflexible a Doyle—. Se le pagan veinte mil dólares para ver y oír algo que esas diez personas van a costearse pagando un millón de dólares cada una. Debería sentirse agradecido ante el fracaso de nuestros esfuerzos para obtener una autoridad más eminente sobre Coleridge.

Doyle pensó que la frase no resultaba demasiado elogiosa, pero daba igual.

—Sí, claro… —respondió. Y entonces se le ocurrió una idea—. Pero… ¿y su… y el propósito original de todo, eso que la ciencia había fracasado en conseguir, la razón que le hizo descubrir esos agujeros? ¿Ha dejado de intentarlo?

—Oh. —Aparentemente, Darrow no deseaba hablar del tema—. No, sigo intentándolo. Durante los últimos tiempos he estado enfocando el problema desde un par de ángulos nuevos, pero no tienen nada que ver con este proyecto.

Doyle asintió, aún pensativo.

—¿Hay más agujeros…, bueno, corriente abajo?

Aunque Doyle no pudo encontrar razón alguna para ello el anciano estaba empezando a irritarse otra vez.

—Doyle, no creo que…, oh, qué diablos. Sí. Hay uno que dura cuarenta y siete horas en el verano del año dos mil ciento dieciséis y, cronológicamente hablando, es el último.

—Ya. —Doyle no tenía la intención de provocarle, pero sí pretendía saber por qué al parecer Darrow no tenía entre sus proyectos inmediatos el hacer lo que a él le parecía tan obvio—. Pero, entonces, ¿no podría ése… no podría ser factible sin demasiados problemas eso que usted busca en dicho año? Quiero decir que si la ciencia casi puede hacerlo en mil novecientos ochenta y tres, bueno, entonces en el año dos mil ciento dieciséis…

—Doyle, resulta bastante fastidioso dejar que alguien le eche una breve mirada a un proyecto en el cual uno lleva trabajando duramente desde hace mucho para que, de repente, se le ocurran ideas brillantes en cuanto a lo que se debería hacer, ideas, que, de hecho, ya tomé en consideración y descarté como inútiles hace mucho tiempo. —Dejó escapar un chorro de humo entre los dientes ferozmente apretados—. ¿Cómo podía saber, antes de llegar, si el mundo del año dos mil ciento dieciséis es algo más que un montón de cenizas radioactivas? O, por ejemplo, ¿cómo puedo saber si no está dominado por algún horrible tipo de estado policial, eh? —El cansancio y el coñac debían de haber hecho estragos en la habitual reserva de Darrow, porque ahora había un brillo peculiar en sus ojos que se intensificó con sus siguientes palabras—. E incluso si pudieran hacerlo y estuvieran dispuestos a ello, ¿cuál sería su opinión al tener delante a un hombre que viene del pasado? —Arrugó con un gesto brusco su vaso de papel y un hilillo de licor le resbaló por la muñeca—. ¿Qué sucedería si me trataran como a un niño indefenso?

Incómodo, Doyle se apresuró a llevar nuevamente la conversación hacia Coleridge.

«Pero debe de ser eso, por supuesto —pensó—: Darrow lleva tanto tiempo siendo el amo de su barco, que preferiría hundirse con él antes que aceptar el regalo de una curación y una nueva vida arrojados desde la nave de un buen samaritano, especialmente si esa nave es más grande que la suya».

Y también Darrow pareció ansioso por llevar otra vez la charla hacia el terreno de los negocios.

El cielo empezaba a palidecer por el este cuando Doyle fue llevado por otro conductor a un hotel cercano, donde durmió hasta bien entrada la tarde, cuando un tercer conductor apareció para llevarle de vuelta al terreno vallado.

El lugar había sido totalmente nivelado para entonces y todos los tractores se habían esfumado: se veía todavía a unos cuantos hombres con palas y escobas que limpiaban el suelo de excrementos de caballo. El remolque seguía ahí, ahora con un aspecto desolado, pues los cables telefónicos y eléctricos habían desaparecido. Otro remolque, bastante más grande, se encontraba a su lado. Cuando Doyle bajó del coche vio cables y poleas colocadas a intervalos regulares a lo largo de la valla, así como una gigantesca lona enrollada a lo largo de todo el perímetro.

«Vaya —pensó con una sonrisa—, así que el viejo es algo tímido».

Un guardia le abrió la puerta y le condujo hasta el nuevo remolque con la puerta abierta. Doyle entró en él y al otro extremo de su interior recubierto por paneles de nogal vio a Darrow, aparentemente no más agotado que la noche anterior, hablando con un hombre rubio de elevada estatura. Los dos iban vestidos según la moda anterior a la Regencia: levitas, pantalones ajustados y botas; vestían con tal naturalidad que, por unos instantes, Doyle se sintió algo ridículo en su traje de fibra y algodón.

—Ah, Doyle —dijo Darrow—. Creo que ya conoce a nuestro jefe de seguridad.

El hombre rubio se dio la vuelta y después de un instante fugaz, Doyle reconoció a Steerforth Benner. Su cabellera, antes más bien larga, había sido recortada y ondulada, y su bigote, que nunca había resultado aparatoso, se había esfumado.

—¡Benner! —exclamó Doyle complacido, mientras cruzaba la estancia—. Sospechaba que debías estar relacionado con el proyecto.

Su amistad con el joven se había enfriado un tanto durante los últimos dos meses desde que había sido reclutado por Darrow, pero le alegraba enormemente ver una cara familiar.

—Colegas por fin, Brendan —dijo Benner con su ancha sonrisa de costumbre.

—El salto tendrá lugar dentro de unas cuatro horas escasas —prosiguió Darrow—, y tenemos montones de cosas por hacer antes de eso. Doyle, le tenemos preparado un traje de la época y esas puertas que hay al final son los vestidores. Me temo que no gozará de mucha intimidad, pero es vital que todo el mundo se adapte perfectamente a su papel.

—Pero sólo estaremos ahí cuatro horas, ¿no? —preguntó Doyle.

—Doyle, siempre cabe en el reino de lo posible que uno de nuestros invitados se escape, por mucho que se esfuercen Benner y sus chicos. Si ello ocurre, no deseamos que haya prueba alguna de que viene de otro siglo. —Darrow levantó la mano con brusquedad, como si con ello pretendiera impedir la siguiente pregunta de Doyle de un modo físico—. Y no, hijo mío, nuestro hipotético fugitivo no sería capaz de explicarle a la gente cuál será el desenlace de la guerra, o cómo construir un Cadillac…, nada de eso. Cada uno de los invitados se tragará una cápsula antes de que partamos: la cápsula contiene algo que pienso llamar AntiTranscrono Trauma. ATCT. El contenido de la cápsula, y, Doyle, por favor, no empiece a chillar, consiste en una dosis fatal de estricnina, encerrada en una membrana que se disolverá dentro de seis horas, y cuando volvamos todos sus conductos digestivos serán saturados con una solución de carbono activado. —Su sonrisa era más bien gélida—. Naturalmente el personal no deberá tomarla, o de lo contrario no le estaría contando todo esto. Cada uno de los invitados se ha mostrado de acuerdo en cuanto a la cápsula, y creo que casi todos han comprendido perfectamente cuál es su propósito.

«Puede que no lo hayan entendido», pensó Doyle, y de pronto todo el proyecto volvió a parecerle una locura. Se imaginó en un día no muy lejano en la sala de un tribunal, intentando explicar la razón de que no hubiera informado a la policía sobre las intenciones de Darrow.

—Y aquí tiene el discurso que puede soltarles durante la reunión —prosiguió Darrow, entregándole una hoja de papel—. Tiene usted completa libertad para cambiarlo, ya sea en parte o del todo… y me gustaría mucho que lo supiera de memoria para el momento de la reunión. Ahora supongo que desearán estar a solas para comparar sus experiencias, así que me iré a mi remolque; tengo cosas que hacer. Al personal no se le permitirá beber durante la reunión, pero no creo que vaya a pasar nada grave si se toman un par de tragos ahora mismo.

Sonrió y salió del remolque, con una paradójica apostura de pirata gracias a su antiguo atuendo.

Una vez se hubo ido, Benner abrió una puertecilla que descubrió un pequeño armario para bebidas.

—Ajá —dijo—, te estaban esperando.

Sacó una botella de Laphroaig y, pese a todas sus preocupaciones, Doyle vio, complacido, que la botella de cristal claro era del viejo tipo, la que tenía el 91.4 de extracto seco.

—Por Dios, ponme un poco. Sin agua.

Benner le entregó un vaso y luego se preparó un Kahlua con leche para él. Tomó un sorbo y miró a Doyle, sonriéndole.

—Creo que un poco de licor es tan esencial como el revestimiento de plomo; no me expondría a todas esas radiaciones ni loco sin antes haberme calentado un poco las tripas.

Doyle había estado a punto de preguntarle dónde había un teléfono para llamar a la policía, pero sus palabras le hicieron olvidarse de ello.

—¿Cómo dices?

—El proceso de conversión taquiónica. ¿No te ha explicado cómo se hace el salto?

Doyle sintió un repentino vacío en el estómago.

—No.

—¿Sabes algo sobre Teoría Cuántica? ¿O sobre física subatómica?

Sin ninguna orden consciente por su parte, la mano de Doyle alzó el vaso y vertió un poco de licor en su boca.

—No.

—Bueno, yo tampoco sé gran cosa, pero básicamente lo que va a ocurrir es que todos nos pondremos en fila india para que nos suelten encima un montón condenadamente grande de radiaciones de alta frecuencia, muy por encima de los rayos gamma… Ya sabrás que los fotones carecen de masa, por lo que puedes mandar una hilera tras otra de fotones sin que nunca se pisen entre ellos… Y cuando esa oleada nos alcance, las extrañas propiedades del campo existente en el agujero harán que no suceda nada de lo que normalmente sucedería. No estoy muy seguro de lo que ocurriría normalmente, pero sí estoy seguro de que no nos gustaría ni un pelo. —Tomó un sorbo de su vaso con expresión alegre—. De todos modos, y dado que nos encontraremos en el agujero, lo que ocurrirá, el único modo en el cual la naturaleza puede apañárselas para reconciliar todas esas imposibilidades…, bueno, nos veremos elevados al rango de taquiones honorarios.

—Jesús —dijo Doyle con voz ronca—, nos convertiremos en fantasmas. Veremos a Coleridge, de acuerdo…, le veremos en el Cielo. —Un coche pasó a toda velocidad por la calle haciendo sonar la bocina, y ese ruido le pareció infinitamente lejano. Doyle se preguntó si iría conducido por alguien que lo ignoraba todo, y qué trivial dificultad momentánea le había impulsado a tocar la bocina—. Benner, escúchame bien, tenemos que salir de aquí e ir a la policía. Dios mío, pero si…

—La verdad es que todo el proceso es perfectamente seguro —le interrumpió Benner sonriente.

—¿Cómo puedes saberlo? Ese hombre es muy probable que esté loco de atar y…

—Brendan, cálmate un poco y escúchame. ¿Te parezco sano? ¿Crees que he perdido la chaveta, o sigo estando en mis cabales? Entonces, deja de preocuparte porque hice un salto en solitario hasta un breve agujero en mil ochocientos cinco hace sólo dos horas.

Doyle le miró con suspicacia.

—¿De veras?

—Lo juro por lo más sagrado. Me vistieron como… Oh, imagínate un hombre del Ku Klux Klan, a quien le gustan las túnicas metalizadas, y que no necesita agujeros en la capucha para mirar. Luego me hicieron subir a una plataforma situada junto a la valla, mientras sintonizaban sus máquinas infernales en el otro lado. Y entonces…, ¡whooosh! En un momento dado me encontraba aquí y en el día de hoy, y al siguiente me encontraba en una tienda situada en un campo cerca de Islington en el año mil ochocientos cinco.

—¿En una tienda?

En la sonrisa de Benner apareció un matiz de sorpresa.

—Sí. La verdad es que me pareció bastante raro, pero caí en una especie de campamento de gitanos. Lo primero que vi al quitarme la capucha fue el interior de la tienda; estaba lleno de incienso y antiguallas de aspecto egipcio. Me encontré con un viejo calvo y de aspecto cadavérico, que me contemplaba muy sorprendido. Supongo que me asusté un poco y salí corriendo de la tienda, lo cual no resultaba muy fácil dado mi atuendo, y entonces vi el típico paisaje inglés. No había postes de teléfono ni autopistas, así que supongo que estaba realmente en mil ochocientos cinco. Había un montón de caballos, tiendas y gitanos a mi alrededor, y todos me miraban fijamente, pero en ese mismo instante se acabó el agujero… Gracias a Dios no había corrido hasta salir del campo. El gancho móvil me trajo una vez más al presente y a este lugar. —Se rió en voz baja—. Me pregunto qué pensarían los gitanos al verme desaparecer, con el traje vacío y cayendo al suelo sin mí.

Doyle lo contempló fijamente durante unos segundos más bien eternos. Aunque siempre fácil de tratar, Benner nunca había sido muy digno de confianza… pero no estaba mintiendo. Era un pésimo actor y ese relato, especialmente el asombro que había sentido el viejo de la tienda, había sido narrado con una convicción totalmente carente de esfuerzo. Algo aturdido, Doyle se dio cuenta de que le creía.

—Dios mío —dijo con un susurro envidioso—, ¿a qué olía el aire? ¿Qué sensación tuviste al pisar ese suelo?

Benner se encogió de hombros.

—El aire olía muy bien y el suelo estaba cubierto de hierba. Y los caballos parecían eso, caballos. Los gitanos eran más bien bajitos, pero quizá los gitanos siempre tienden a ser bajitos. —Le dio una palmada a Doyle en el hombro—. Anda, no te preocupes más. Esas lavativas de carbono mantendrán a los invitados perfectamente sanos y no pienso dejar que ninguno de ellos se escape. ¿Sigues queriendo llamar a los polis?

—No.

«No, ciertamente —pensó Doyle con fervor—. Quiero ver a Coleridge».

—Discúlpame —dijo—. Tengo que empezar con el discurso.

A las seis y veinte Doyle decidió que ya había conseguido aprenderse de memoria el nuevo discurso. Se estiró lentamente en la pequeña oficina que Darrow le había permitido usar, suspiró y abrió la puerta que daba a la habitación principal.

Un grupo de personas bien vestidas se apiñaba en el extremo más lejano de la habitación, separadas de él por una docena de sillas vacías y una gran mesa. Los centenares de velas que colmaban los candelabros estaban encendidas y la luz amable y delicada de sus llamas arrancaba reflejos de la madera pulida y de las copas que había sobre la mesa. En la cálida atmósfera de la habitación le pareció distinguir un leve aroma a pimienta y carne asada.

—Benner —dijo sin levantar la voz.

Vio cómo el joven, apoyado con aspecto de cansancio en una pared cerca de la mesa en perfecta armonía con su atuendo actual, abría con un golpecito del pulgar su caja de rapé para llevarse un puñado de polvo marrón a las fosas nasales.

Benner alzó la mirada.

—Maldita sea, Brendan…, ¡atchiis!…, maldita sea, se supone que el personal ya debe estar vestido. No importa, los invitados están en los vestidores y puedes cambiarte en unos minutos. —Benner guardó su caja de rapé y contempló con el ceño fruncido por la impaciencia la ropa de Doyle mientras se le acercaba—. ¿Llevas puesto al menos tu gancho móvil?

—Claro. —Doyle se arremangó la camisa para enseñarle la banda de cuero con un pequeño cierre que le rodeaba el antebrazo, previamente rasurado—. Darrow en persona me lo puso hace una hora. ¿Quieres escuchar mi discurso? Conoces lo bastante el…

—No tengo tiempo, Brendan, pero estoy seguro de que será estupendo. Esos malditos tipos se creen como mínimo el maharajá del mundo cada uno…

Un hombre se les acercó con paso presuroso. Como Benner, iba vestido según la moda de principios del siglo XIX.

—Otra vez Treff, jefe —le dijo en voz baja—. Finalmente logramos que se desnudara, pero tiene una rodillera especial Ace en la pierna, y no se la quiere quitar; está claro que debajo esconde algo.

—Infiernos, sabía que alguno de ellos intentaría jugárnosla. ¡Ricos! Ven, Doyle, de todos modos tienes que ir hacia ahí.

Mientras cruzaban la estancia, la imponente silueta de Darrow apareció por la puerta principal y sus caminos se encontraron, justo cuando un hombre corpulento y más bien velludo, cubierto únicamente por una rodillera elástica, salió en tromba de uno de los vestidores.

—Señor Treff —dijo Darrow, enarcando sus gruesas cejas canosas. Su voz de barítono hizo callar instantáneamente a todas las otras—, resulta evidente que no ha comprendido usted cuál es la indumentaria precisa.

Al oírle hubo algunas risas y el rostro de Treff dejó de estar enrojecido para volverse de color púrpura.

—Darrow, la rodillera se queda, ¿entendido? Son órdenes de mi médico y le estoy pagando un condenado millón de dólares y ningún escapado de un asilo de lunáticos va a…

La única razón de que Doyle le viera sacar velozmente el estilete de su manga fue que en ese momento estaba mirando a Benner con una sonrisa azorada, pero cuando extendió la pierna hacia adelante, en un gracioso gesto de esgrima, y pasó la hoja metálica bajo el objeto de la disputa todos le vieron claramente. Benner se detuvo un fugaz segundo en una pausa algo teatral y luego, con un giro de la muñeca, atravesó limpiamente la rodillera de arriba abajo.

Un puñado de objetos brillantes rodaron estruendosamente sobre la alfombra. A la primera ojeada, Doyle reconoció entre ellos un encendedor Colibrí, un reloj de cuarzo marca Seiko, un minúsculo cuaderno de notas, una automática del calibre 25 y, como mínimo, tres onzas de oro sólido en delgadas placas.

—Así que pensaba sobornar a los nativos con cristalitos de colores, ¿eh? —dijo Darrow con una seña de agradecimiento a Benner, que había vuelto a su posición inicial junto a Doyle, tras esconder nuevamente el estilete en su manga—. Como sabe, con ello viola los términos de nuestro acuerdo… Se le devolverá el cincuenta por ciento de lo que pagó, y a partir de ahora los guardias no le perderán de vista. Le llevarán a un remolque fuera del terreno y allí se le mantendrá en un lujoso cautiverio hasta el amanecer. Y, preocupándome muy sinceramente su bienestar —añadió con la sonrisa más gélida que Doyle había visto en toda su vida—, le aconsejo fervorosamente que no cause más problemas.

—Bueno, al menos algo positivo ha resultado de todo esto —dijo Benner mientras Treff era escoltado, todavía desnudo, fuera de la habitación—. Ahora tenemos un vestidor libre. Adentro, Brendan.

Doyle, murmurando unas vagas disculpas a los presentes, se metió en el recién abandonado vestidor. En el interior había un guardia sentado en un taburete y al ver que el recién llegado no era Treff pareció más bien aliviado.

—Doyle, ¿verdad? —dijo poniéndose en pie.

—Sí.

—De acuerdo. Entonces, quítese la ropa.

Intentando esconder la tripa todo lo posible, Doyle se quitó la ropa obedientemente y la colgó con cuidado en la percha que le entregó el guardia. En la parte trasera del vestidor había una puerta y el guardia desapareció por ella con las cosas de Doyle.

Doyle se apoyó en la pared, con la esperanza de que no se olvidasen de él. Intentó rascarse bajo la banda de cuero que llevaba en el antebrazo, pero estaba demasiado tenso como para que pudiera introducir el dedo entre la piel y el cuero. Finalmente abandonó su intento y decidió que lo mejor sería ignorar el molesto escozor producido por la pequeña joya verde incrustada en el cuero, que rozaba continuamente su piel recién afeitada. Darrow se había referido a ella como un gancho móvil y había permitido que Doyle la examinara durante unos instantes antes de cubrirla con la banda de cuero. Doyle había sostenido el pequeño rombo verdoso entre sus dedos, y había visto los símbolos tallados: al parecer eran una mezcla de jeroglíficos y signos astrológicos.

—No lo mire con esa expresión despectiva, Doyle —le había dicho Darrow—. Esto le devolverá al año mil novecientos ochenta y tres. Cuando el agujero de mil ochocientos diez termine, esta cosa volverá como un resorte al agujero del que vino… es decir, al aquí y ahora, y mientras se encuentre en contacto con su piel usted vendrá con ella. Si la perdiera, vería cómo todos nos esfumamos y se quedaría abandonado en mil ochocientos diez; por esa razón debe estar bien segura.

—Entonces, ¿todos desapareceremos de allí pasadas cuatro horas? —le había preguntado Doyle a Darrow, mientras le enjabonaba el brazo y se lo afeitaba—. ¿Y si ha calculado mal la duración del agujero y desaparecemos en mitad de la conferencia?

—Imposible —había contestado Darrow—. Hay que estar dentro del agujero y en contacto con el gancho; el agujero se encuentra a unos siete kilómetros de la taberna adonde vamos. —Puso la piedra sobre el brazo de Doyle, cubriéndola luego con la banda de cuero—. Pero no hemos cometido ningún error de cálculo y tenemos un cómodo margen de tiempo para volver al campo del agujero después de la conferencia. Además, tenemos dos coches de caballos —le dijo mientras apretaba la banda de cuero asegurándola con el cierre—, por lo que no debe preocuparse.

Ahora, desnudo y apoyado en la pared del vestidor, Doyle se miró en el espejo y sonrió. ¿Cómo? ¿Preocuparme yo?

El guardia apareció nuevamente y le entregó un traje que era de suponer no provocaría ningún fruncimiento de ceño en 1810; también le dio instrucciones sobre cómo ponérselo y finalmente tuvo que ayudarle con el complicado nudo de la corbata.

—No hace falta cortarle el pelo, señor, ya que se lleva más o menos igual de largo que usted, pero se lo cepillaré un poco para dejarlo más bajo: una coronilla despejada no es algo de lo que deba avergonzarse. Justamente así, al estilo semibruto. Échese una buena mirada.

Doyle se volvió hacia el espejo, ladeó la cabeza y luego se rió.

—No está mal —dijo.

Llevaba una levita marrón con dos hileras de botones: por la parte frontal llegaba solamente hasta la cintura pero los faldones traseros casi le rozaban las corvas. Sus pantalones se ceñían a la pierna y calzaba unas botas de hessiano hasta el comienzo del muslo, con gruesas hebillas. La corbata de seda blanca que asomaba por entre las grandes solapas de su levita quizá no le hiciera irresistiblemente apuesto, pero a Doyle le pareció que, como mínimo, le confería cierta dignidad. Las ropas no tenían la rigidez de los tejidos nuevos: aunque limpias estaba claro que habían sido usadas con anterioridad, y eso tuvo el efecto de hacer que Doyle se sintiera cómodo y a gusto en ellas, y no como si le hubieran embutido en un atuendo para un baile de disfraces.

Cuando entró nuevamente en la habitación principal, los invitados se dirigían ya hacia la mesa sobre la que había expuesto un aparatoso surtido de platos, bandejas y botellas. Doyle llenó un plato y, recordando que pertenecía al personal, hizo un esfuerzo para no contemplar la abundante selección de vinos y cervezas, conformándose con un poco de café.

—Adelante, Doyle —dijo en voz alta Darrow, señalándole un asiento vacío junto al suyo—. Doyle es nuestro experto en Coleridge —les explicó a los comensales más próximos.

Todos sonrieron moviendo la cabeza mientras Doyle tomaba asiento y un hombre de cabellos blancos y sonrisa algo burlona dijo:

—Me gustó mucho El invitado nocturno, señor Doyle.

—Gracias —dijo Doyle.

Sonrió, muy complacido durante unos pocos segundos hasta que identificó a ese hombre como Jim Thibodeau, quien en los muchos volúmenes de su impresionante Historia de la Humanidad (escrita en colaboración con su mujer, a la que Doyle vio sentada a su lado) había reflejado en su capítulo dedicado a los poetas románticos ingleses tal profundidad erudita y soltura de estilo que Doyle no había podido sino quedar admirado y más bien envidioso. Pero su presencia aquí reforzaba todavía más la esperada excitación que había estado sintiendo desde que, por primera vez, oyó a Benner narrar su salto al año 1805. Si los Thibodeau se lo toman en serio, pensó, entonces debe existir una más que razonable posibilidad de que funcione.

La mesa y la comida habían sido apartadas y ahora las diez sillas formaban un semicírculo ante un estrado. Doyle, algo incómodo, le dijo a Benner que apartara el estrado y lo reemplazó con la silla que habría debido ocupar Treff.

Tomó asiento y miró sucesivamente a cada uno de los invitados. De los nueve presentes reconoció a cinco: tres, contando a los Thibodeau eran eminentes historiadores, uno era un famoso actor teatral inglés y en cuanto a la otra persona estaba casi seguro de que se trataba de una famosa médium y espiritista. «Será mejor que tenga cuidado con esos trucos mientras estemos en el agujero», pensó con cierta inquietud, recordando el relato de Darrow sobre la sesión celebrada en la calle del Cementerio de los Coches en 1954.

Aspiró una honda bocanada de aire y empezó su discurso.

—Es probable que se encuentren familiarizados con la vida y obra del hombre que engendró el movimiento romántico en la poesía inglesa, pero nuestro destino de esta noche bien merece que le demos un repaso. Nacido en Devonshire el veintiuno de octubre de mil setecientos setenta y dos, Coleridge no tardó en exhibir la precocidad y las amplias lecturas que fueron una constante de toda su vida, y que le convirtieron, aparte de en otras muchas cosas, en el conversador más fascinante de una época marcada por la presencia de Byron y Sheridan…

Mientras seguía hablando, ahora sobre la carrera universitaria del poeta, su adicción al opio bajo la forma del láudano, su desgraciado matrimonio, su amistad con William y Dorothy Wordsworth, y los prolongados viajes motivados por el horror que sentía hacia su esposa, Doyle observó cuidadosamente la reacción de su público. Parecían bastante satisfechos, frunciendo el ceño con aire dubitativo o asintiendo de vez en cuando, y de pronto comprendió que su presencia en este lugar era otro detalle más del ambiente, como los delicados platos de porcelana en los cuales se había servido la comida, cuando habría bastado con platos de papel. Era muy probable que Darrow hubiera sido capaz de pronunciar una breve conferencia sobre Coleridge tan cuidada como la suya, pero el anciano había deseado contar con una autoridad lo bastante reputada sobre Coleridge para que se encargara de ello.

Después de unos quince minutos de charla el discurso llegó a su fin. Luego vinieron las preguntas y Doyle logró responder a todas ellas sin problemas. Cuando hubo terminado, Darrow se puso en pie y se colocó junto a Doyle, convirtiéndose, sin el menor esfuerzo, en el nuevo foco de atención. Tenía en la mano una linterna y la movió señalando hacia la puerta.

—Damas y caballeros —dijo—, faltan cinco minutos para las ocho y nuestros carruajes nos están esperando fuera.

En un silencio algo tenso todos abandonaron sus asientos para ponerse sombreros, gorras y gabanes.

«Ciento setenta años —pensó Doyle—, es la distancia que nos separa de mil ochocientos diez. ¿Podría llegar hasta ahí con una vela? Sí, y sería capaz de volver».

Como si fuera un espectador lejano se dio cuenta de que el corazón le latía fuertemente y le costaba tragar aire.

Salieron en fila india de la habitación hasta el terreno despejado A unos metros del remolque había dos carruajes con dos caballos cada uno, y a la vacilante luz de sus lamparillas Doyle pudo ver que los vehículos, como las ropas de época que todos llevaban, estaban limpios y en buen estado, pero era evidente que habían sido utilizados con anterioridad.

—En cada uno de los carruajes cabrán cinco personas, aunque algo apretadas —dijo Darrow—, y dado que Treff no podrá acompañarnos yo ocuparé su lugar. El personal irá en la parte de arriba.

Benner tomó a Doyle por el codo mientras los invitados, con un cierto revuelo de sombreros que caían y chales que se enredaban, empezaban a instalarse en los carruajes.

—Nos toca el segundo —le dijo.

Dieron la vuelta por la parte trasera del carruaje más lejano y subieron hasta los dos pequeños asientos que emergían de la cabina, a la misma altura que el del conductor. El aire nocturno era frío y a Doyle le alegró sentir el calor que desprendía la lamparilla de la izquierda del carruaje, justo bajo su codo. Desde su elevada posición pudo distinguir unos cuantos caballos más, que eran conducidos hacia la parte norte del terreno.

El carruaje se balanceó sobre sus muelles cuando dos guardias subieron al pescante del conductor y, al oír un tintineo metálico cerca de él, Doyle miró hacia Benner y vio los extremos de dos pistolas que emergían de una faltriquera de cuero colgada junto a la mano izquierda de Benner.

Entonces oyó un chasquido de riendas y unos cascos resonando sobre el suelo polvoriento; el primer carruaje se había puesto en marcha.

—¿Adónde vamos? —preguntó al ponerse en marcha el suyo—. Quiero decir, adónde vamos en el espacio.

—Iremos a la parte de la valla en donde no han subido la lona. ¿Ves esa plataforma de madera no muy alta? Hay un camión pegado a la valla por la parte exterior.

—Ah —dijo Doyle, intentando que no se le notara demasiado todo el nerviosismo que sentía.

Miró hacia atrás y vio que los caballos de antes estaban siendo uncidos a los dos remolques y se los llevaban luego hacia la parte norte del terreno.

Benner movió la cabeza para ver hacia dónde miraba.

—El terreno debe quedar completamente despejado en cada salto —le explicó—. Todo lo que se encuentre dentro de él irá con nosotros.

—Entonces, ¿por qué tus tiendas y tus gitanos no vinieron hasta aquí?

—Lo que vuelve en el instante del regreso no es el campo entero sino sólo los ganchos y lo que esté en contacto con ellos. El gancho funciona igual que una banda de goma elástica en esas paletas a las que se ata una bola: hace falta energía para repeler la bola, y si una mosca se ha posado en la superficie de la paleta acompañará a la bola en su trayecto, pero sólo ésta volverá. Incluso los carruajes permanecerán ahí. De hecho —añadió, y las lamparillas daban luz suficiente como para que Doyle pudiera distinguir su sonrisa—, en mi salto pude darme cuenta de que tu ropa se queda allí también, aunque el pelo y las uñas se las arreglan para acompañarte, así que después de todo Treff ha conseguido un poco de la diversión que buscaba. —Se rió—. Ésa es probablemente la razón de que sólo le devuelvan la mitad de lo que pagó.

Doyle contempló la lona que circundaba el terreno y sintió un repentino agradecimiento ante su presencia.

Los dos carruajes se acercaron a la valla, y a través del enrejado metálico Doyle pudo distinguir el camión, que tenía uno de sus lados completamente abierto gracias a un panel móvil. Junto al camión se había instalado un estrado de madera, que mediría unos treinta centímetros de alto, pero hacia casi veinte metros de anchura y longitud y se encontraba pegado a la valla; cuando los cocheros hicieron avanzar los caballos para que los carruajes quedaran encima de él, la estructura retumbó como el estruendo de doce tambores golpeados al unísono. Varios hombres ataviados con monos de 1983, que les daban un aspecto curiosamente anacrónico, levantaron rápidamente unos postes de aluminio sobre la plataforma y luego colocaron sobre ellos una lona bastante gruesa, con lo cual los dos carruajes se encontraron en el interior de una gran tienda de forma cúbica. La tela brillaba débilmente a la apagada luz de las lamparillas y Doyle extendió la mano para tocarla.

—Una red de hilos de acero recubiertos de plomo —dijo Benner, con su voz más audible en el interior del recinto creado por la lona—. Es el mismo material con el que habían fabricado mi atuendo de esta tarde —añadió bajando el tono de voz—. El camión también está cubierto por tres lados.

Doyle estaba intentando impedir que Benner se diera cuenta de que le temblaban las manos.

—¿Hay algún tipo de explosión? —dijo, obligándose a mantener la voz firme—. ¿Sentiremos alguna sacudida?

—No, la verdad es que no se siente nada. Sólo…, bueno, como si te sacaran de un sitio muy deprisa para aparecer en otro.

Doyle oyó unos murmullos en la cabina que tenía debajo, y desde el otro carruaje le llegó la risa de Darrow. Uno de los caballos coceó el suelo despertando un sinfín de ecos.

—¿A qué están esperando? —musitó Doyle.

—Hay que darle tiempo a esos hombres para que lleguen a la puerta y salgan del terreno.

Aunque los carruajes permanecían inmóviles, Doyle estaba un poco mareado y el aceitoso aroma metálico de la extraña tienda se le estaba haciendo cada vez más insoportable.

—Lamento confesarlo —dijo—, pero ese olor es…

De pronto algo se desplazó violentamente sin que hubiera ningún movimiento perceptible, y todo lo que Doyle podía ver perdió su profundidad y dimensiones: ante sus ojos sólo quedó una oscuridad achatada en la cual nadaban manchas de luz imposibles de identificar. La barandilla del techo donde se aferraba era el único punto firme de apoyo que tenía; el norte y el sur habían desaparecido, igual que el arriba y el abajo, y de pronto se encontró otra vez en el sueño del que le había despertado la azafata la noche anterior, sintiendo cómo la vieja Honda patinaba horriblemente hacia un lado sobre el pavimento mojado, para luego dejarle caer en un aterrador movimiento horizontal, y oír el grito de Rebecca cortarse en seco con el primer golpe en el asfalto…

La plataforma de madera había cedido un poco y cuando los cuatro caballos y los dos carruajes se movieron se agrietó bastante. El suelo ya no era llano y los postes metálicos cedieron de pronto, enterrándolo todo un instante después bajo los pesados pliegues de la lona metálica.

Doyle casi agradeció el dolor causado por uno de los postes, que rebotó en el techo del carruaje y le dio en el hombro, pues ese dolor estableció de nuevo para él dónde y cuándo estaba. «Si me duele debo de estar en el mundo real», pensó algo aturdido, apartando de su mente el vívido recuerdo del accidente y la moto. El olor que tanto le había disgustado era ahora muy fuerte, pues una parte de la lona oprimía su cabeza contra el techo del carruaje. Pensó que quizá no hubiera nada capaz de unir tanto a una persona con su realidad circundante como el hecho de encontrarse fatal.

Pero justo cuando creía haber reunido la energía necesaria para vomitar un poco levantaron la cortina de plomo y el fresco aire nocturno hizo que repentinamente la idea le pareciera impropia y más bien ridícula. Doyle miró a su alrededor y vio que los carruajes se encontraban en un campo iluminado por la luna y rodeado de grandes árboles.

—¿Te encuentras bien, Brendan? —dijo Benner y Doyle se dio cuenta de que lo decía por segunda vez.

—Sí, claro. Me encuentro perfectamente. Jesús, vaya salto, ¿no? ¿Se encuentran bien todos los demás? ¿Y los caballos? —Doyle se sintió bastante orgulloso al encontrarse formulando preguntas tan adecuadas y concisas, aunque también deseara, al mismo tiempo, que le fuera posible no gritar tanto y dejar de mover la cabeza de un lado a otro.

—Cálmate un poco, ¿quieres? —dijo Benner—. Todo va bien. Toma… bebe algo.

Desenroscó el tapón de una petaca y se la tendió a Doyle.

Un instante después, Doyle pensó que el licor resultaba todavía más efectivo que el dolor físico (y, probablemente, que el vomitar) en cuanto a reconciliarle con la realidad.

—Gracias —le dijo con voz algo más tranquila, al devolvérsela.

Brenner movió la cabeza lentamente, se guardó la petaca y bajó de un salto a la plataforma rota, y se dirigió luego hacia los guardias que estaban cavando un hoyo en la tierra y plegando la lona. En un espacio de tiempo tan corto que Doyle estuvo seguro de que debían haberlo practicado antes, la lona quedó enterrada y los guardias ocuparon nuevamente su lugar en los carruajes.

—Tendrías que ver la plataforma —dijo Benner, casi sin jadear—. Cuando saltamos al fondo se le rebanaron sus buenos cinco centímetros. Si no hubiéramos estado sobre ella los caballos se habrían quedado sin herraduras y a todas las ruedas les faltaría un trozo.

Los cocheros hicieron chasquear las riendas y los carruajes avanzaron traqueteando; abandonaron los tablones medio rotos y se situaron sobre la hierba. Luego, sin apresurarse, empezaron a cruzar el campo.

Unos cuantos minutos después habían llegado a un macizo de sauces que les ocultaba del camino y uno de los guardias bajó de un salto y echó a correr hacia adelante. Agazapándose lo más posible miró a derecha e izquierda y con la mano les indicó que no se movieran; unos segundos después un carruaje abierto pasó rápidamente, de izquierda a derecha, por su campo visual, en dirección a la ciudad. Doyle se le quedó mirando fascinado, algo impresionado también al pensar que la pareja de aspecto alegre, que había distinguido fugazmente a través del ramaje de los sauces, estaría muerta muy probablemente un siglo antes de que él naciera.

Las riendas chasquearon nuevamente y los arneses tintinearon al ponerse en marcha nuevamente los caballos; después de unos cuantos esfuerzos y algún que otro resbalón, los carruajes llegaron finalmente al camino. Giraron hacia la derecha y reanudaron la marcha, ahora a buena velocidad, hacia el este, en dirección a Londres. Las lamparillas, que habían parpadeado vacilantes durante el algo difícil paso del campo al camino, se balanceaban ahora con regularidad sobre sus soportes, arrojando reflejos amarillentos sobre los flancos de los caballos y la brillante madera de los carruajes, pero su luz palidecía ante la luna que cubría de escarcha los árboles y convertía el camino que tenían delante en una pálida ruta de cenizas.

«Y si corres raudo sin vacilar —pensó Doyle—, con la luz de una vela podrás llegar».