12 de abril de 1846
Aún no es tarde para buscar un nuevo mundo. Hazte a un lado y, componiendo tu ánimo de nuevo, borra el ceño de tu frente; pues tengo por propósito navegar hasta más allá del ocaso y surcar las bahías de todas las estrellas que hay al occidente, hasta que llegue la hora de mi muerte.
ALFRED, LORD TENNYSON
Tras permanecer en su puerta durante casi un cuarto de hora con la vista clavada en los pantanos de Woolwich, que extendían sus grises jorobas durante varios kilómetros bajo el cielo que amenazaba lluvia, William Ashbless estuvo a punto de quitarse el gabán y volver adentro. Después de todo, el fuego ardía bien, sin hacer casi nada de humo, y la noche anterior no se había acabado del todo la botella de Glenlivet. Luego frunció el ceño, se caló la gorra por encima de su cabellera blanca como el hueso, acarició el pomo de la espada que se había procurado para la ocasión y cerró la puerta a su espalda.
«No, se lo debo a Jacky —pensó, mientras bajaba los escalones—. Hace siete años, ella supo enfrentarse a su propia cita… y lo hizo con mucho valor».
Durante los dos últimos años de soledad Ashbless había sufrido cierta inquietud al darse cuenta de que su recuerdo del rostro de Jacky había ido desapareciendo; los malditos cuadros tenían un aspecto magnífico cuando estaban recién pintados y ella estaba viva para complementar aquello que eran incapaces de dar, pero en los últimos tiempos le pareció que jamás habían logrado captar su auténtica sonrisa. De pronto, se dio cuenta de que hoy era capaz de recordarla tan claramente como si la hubiese visto esa misma mañana cogiendo un carruaje en Londres: su sonrisa afectuosamente sarcástica, la brusquedad ocasional de sus réplicas y esa belleza de chiquillo travieso, a lo Leslie Caron, que, en su mente, había conservado hasta morir de fiebre a los cuarenta y siete años.
«Probablemente —pensó, mientras cruzaba el camino y tomaba por el sendero que llevaba a los pantanos, un sendero que había estado mirando durante dos estaciones con una morbosa emoción, sabiendo que en el día de hoy iba a recorrerlo—, probablemente la recuerdo tan bien porque voy a reunirme con ella».
El sendero subía y bajaba sobre las pequeñas elevaciones del terreno, pero cuando el río se hizo visible tras diez minutos de andar con paso rápido, notó que aún era capaz de mantener la marcha y que no se le había acelerado la respiración en lo más mínimo, pues ya llevaba años ejercitándose en el estudio de la esgrima, ya que había decidido que el hombre enviado por el destino para terminar con él se llevaría como mínimo una buena herida en el combate.
«Esperaré aquí —decidió, deteniéndose en una loma del terreno que dominaba la orilla del Támesis, cubierta de sauces, a unos cincuenta metros de distancia—. Encontrarán mi cuerpo más cerca de la orilla, pero tengo ganas de echarle antes una buena ojeada a mi asesino.
»Y —se preguntó— ¿quién será ese asesino?».
Se dio cuenta de que estaba temblando. Decidió sentarse en el suelo y tragó varias bocanadas de aire con mucha lentitud.
«Cálmate, viejo —pensó—. Durante treinta y cinco años, que en su mayor parte fueron felices, has sabido que este día acabaría llegando».
Se echó un poco hacia atrás y contempló el cielo cubierto de turbulentas nubes grisáceas.
«Y también la mayor parte de tus amigos han muerto —pensó—. Byron se fue, a causa de otra fiebre en Missolonghi hace una veintena de años y Coleridge mordió el polvo en mil ochocientos treinta y cuatro».
Ashbless sonrió preguntándose, no por primera vez, cuántos de los últimos poemas de Coleridge, particularmente, «Limbo» y «Ne Plus Ultra», podían haber nacido de las experiencias confusamente recordadas, que tuvieron lugar en ese abril de mil ochocientos once. Había unas cuantas líneas que siempre le hacían sentir curiosidad, como: «No hay deleites más agradables en el Limbo, y encerrados en sus muros hacen sentir al espíritu seguro en su prisión, que la imagen de ese vacío de la Nada…» o «¡Sol Positivo de la Noche! ¡Enemigo y aborrecedor de la luz! Negrura confesada, tempestad de los abismos…».
Se frotó los ojos y se puso en pie y se quedó inmóvil, como paralizado, sintiendo que su pecho se convertía en un vacío helado, pues ahora en uno de los sauces vio la cuerda de un bote, que no había estado allí antes, y un hombre alto y corpulento ascendía por la orilla con una espada balaceándose junto a su flanco derecho.
«Interesante —pensó Ashbless con nerviosismo—, un zurdo, como yo.
»Bueno —se dijo—, ahora mantén la calma. Recuerda que sólo te encontrarán una herida en el vientre, así que no debes molestarte con cierto tipo de paradas para proteger los brazos, las piernas y la cabeza. Sólo debes evitar los golpes que vayan al cuerpo, sabiendo todo el rato, claro está, que uno de esos golpes no podrás pararlo».
Su mano derecha se agitó durante unos segundos sobre su estómago y se preguntó qué zona de esa piel, ahora tan saludable, se vería muy pronto hendida por varios centímetros de frío acero.
«Dentro de una hora todo habrá acabado —pensó—. Intenta ser tan valiente durante esta última hora como lo fue Jacky en la suya. Pues también ella sabía cuál era el futuro…, lo sabía desde esa noche en el año mil ochocientos quince, cuando te emborrachaste lo suficiente como para ceder a sus repetidas demandas de que la informaras sobre la hora y circunstancias de su muerte».
Ashbless irguió los hombros y empezó a bajar por la loma, hacia el sendero que llevaba hasta el río, dispuesto a encontrarse con su asesino a medio trayecto.
El hombre alzó la mirada y pareció sorprendido al ver cómo Ashbless se le aproximaba.
«Me pregunto qué motivará nuestra disputa —pensó Ashbless—. Al menos ya no es joven y su barba parece tan blanca como la mía. A juzgar por su bronceado, también él ha visitado tierras extranjeras, pero su rostro me parece ligeramente familiar».
Cuando aún se encontraban a unos diez metros el uno del otro, Ashbless se detuvo.
—Buenos días —exclamó, sintiendo cierto orgullo al comprobar lo firme que sonaba su voz.
El otro hombre pestañeó lentamente y cuando sonrió Ashbless se dio cuenta, con un escalofrío, de que estaba loco.
—Es usted —dijo el desconocido con voz algo quebrada—. ¿Verdad que lo es?
—Que si soy… ¿quién?
—Doyle. Brendan Doyle.
—Sí… —le respondió Ashbless en un tono que intentaba ocultar su sorpresa—, pero es un nombre que no he utilizado en treinta y cinco años. ¿Por qué? ¿Acaso nos conocemos?
—Yo sí le conozco —dijo, desenvainando su espada—. Y he venido a matarlo.
—Ya me lo suponía —le respondió Ashbless con voz tranquila, retrocediendo un paso y desenvainando su propia espada. El viento murmuraba entre la hierba—. ¿Sirve de algo preguntar por qué?
—Ya lo sabe —dijo el otro hombre, lanzando una cegadora estocada al mismo tiempo que pronunciaba ese sabe.
Ashbless logró pararla con un desesperado golpe en sixte, pero se olvidó de atacar a su vez.
—Realmente no lo sé —jadeó, intentando plantar los pies más firmemente en el suelo fangoso.
—La razón —dijo el hombre, mientras hacia una veloz finta seguida de un golpe, que Ashbless logró evitar a duras penas moviendo su hoja en una chirriante estocada circular— es que mientras usted viva —la espada de su enemigo logró eludir la suya y se lanzó hacia el pecho de Ashbless, obligándole a retroceder de un salto—, no puedo vivir yo.
Mientras recuperaba el equilibrio, su hoja rozó en un golpe lateral el antebrazo de Ashbless; éste sintió el filo atravesando su chaqueta y su camisa para desviarse con un crujido en el hueso.
Ashbless quedó tan asombrado que casi estuvo a punto de no parar la siguiente estocada.
«¡Pero esto es imposible —pensó atónito—, sé que no van a encontrarme ninguna herida en el brazo!».
Y un segundo después se rió, porque ahora lo entendía todo.
—Ríndete o morirás —le dijo Ashbless a su oponente, casi con alegría.
—Eres tú quien morirá —murmuró el hombre bronceado, iniciando una estocada y deteniéndose de pronto a mitad de ella para provocar en Ashbless una parada prematura.
Pero Ashbless no se dejó engañar y, atrapando la punta del acero de su oponente con la empuñadura del suyo, se lanzó hacia adelante con tal fuerza que su espada se dobló levemente sobre el estómago de su adversario para atravesarlo una fracción de segundo después. Ashbless sintió cómo la delgada hoja se hundía en sus entrañas hasta ser detenida por la espina dorsal.
El hombre se dobló sobre sí mismo hasta caer sentado en la hierba húmeda, agarrándose el vientre con manos ya cubiertas de sangre.
—Aprisa —jadeó, el rostro repentinamente lívido bajo su bronceado—, yo seré tú.
Ashbless permaneció inmóvil, mirándole, sintiéndose repentinamente agotado, desapareciendo su entusiasmo de hacia unos segundos.
—Venga —rechinó el hombre en el suelo, dejando caer su espada y empezando a reptar hacia él—. Haz el truco. Cambia.
Ashbless retrocedió un par de pasos.
Su adversario se arrastró un metro y medio sobre la hierba y luego se derrumbó de bruces en ella.
Pasaron varios minutos antes de que Ashbless se moviera. Cuando por fin lo hizo, se arrodilló junto al cuerpo, que ya había dejado de alentar, y posó su mano suavemente sobre el hombro del muerto.
«Si hay alguna recompensa tras la muerte para criaturas como tú —pensó—, apuesto a que te la has ganado. Sólo Dios sabe cómo lograste ir desde El Cairo hasta Inglaterra y cómo has podido encontrarme. Quizá eras atraído hacia mí como los fantasmas, según se cree, son atraídos hacia el lugar donde murieron. Bueno, al menos podrás compartir una parte de mi biografía; te encargarás de proporcionarles mi cadáver».
Un rato más tarde, Ashbless limpió su espada con un puñado de hierba que arrancó del suelo, y luego se puso en pie para envainarla de nuevo; después arrancó un trozo de su pañuelo y se lo anudó alrededor del antebrazo herido. La fresca brisa primaveral pareció aventar de su mente todos los recuerdos del pasado y, anhelando la aventura como no la había deseado en años, bajó por el sendero hasta el bote atracado en la orilla, dejando tras él, muerto, al ka que el doctor Romanelli había fabricado con su sangre hacía ya tantos años.
«Lo que me ocurra a partir de ahora es totalmente desconocido —pensó con una extraña alegría, mientras desataba la amarra del bote—. Ninguno de los libros que he leído puede darme la menor pista. ¡Es posible que logre hacer volcar el bote y que me ahogue dentro de cinco minutos, o puede que viva todavía veinte años más!».
Subió al bote, colocó los remos en su lugar y con tres fuertes golpes se encontró en mitad del río. Mientras iba remando hacia el auténtico destino final del hombre que había sido Brendan Doyle, Tom el Simple, Eshvlis el remendón y William Ashbless, fuera cual fuese ese destino, el hombre que ya no respondía a ninguna de tales identidades deleitó a las aves del río con todas las canciones de los Beatles que fue capaz de recordar, salvo Yesterday.