Thomas no pudo evitarlo: su primer instinto fue esperar que fuera ella, llamarla. Tenía la esperanza, contra toda posibilidad, de que estuviera allí, a tan sólo cien metros, aguardándole.
¿Teresa?
Nada.
¿Teresa? ¡Teresa!
Nada. El absceso que había aparecido cuando ella desapareció aún seguía en su cabeza, como una piscina vacía. Pero… pero podía ser ella. Tal vez era ella. Quizás algo le había pasado a su capacidad de comunicarse.
En cuanto la chica salió de detrás del edificio, o más bien de su interior, se quedó allí de pie. A pesar de no poder verla por hallarse oculta entre las sombras, algo en su postura dejaba claro que estaba de cara a ellos, mirándolos fijamente, con los brazos cruzados.
—¿Crees que es Teresa? —preguntó Newt, como si le hubiera leído la mente.
Thomas asintió antes de saber lo que estaba haciendo. Enseguida miró a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Por lo visto, no.
—Ni idea —dijo al final.
—¿Crees que era la que estaba gritando? —inquirió Fritanga—. Paró justo cuando ella salió de ahí.
Minho resopló.
—A lo mejor era ella la que estaba torturando a alguien. Probablemente la mató para que no sufriera más cuando nos vio venir —entonces, por alguna razón, dio una palmada—. Vale, ¿quién quiere ir a conocer a esa agradable jovencita?
Thomas no se explicaba cómo Minho podía tener tan buen humor en momentos como ese.
—Iré yo —contestó a voz en grito. No quería que resultara obvio lo mucho que deseaba que fuera Teresa.
—Estaba de broma, cara fuco —repuso Minho—. Vamos a acercarnos todos. Podría tener un ejército de ninjas psicópatas ocultas en esa casucha.
—¿Ninjas psicópatas? —repitió Newt con una voz que revelaba sorpresa, si no molestia, por la actitud de Minho.
—Sí. Vamos.
Minho comenzó a avanzar. Thomas siguió un repentino e inesperado instinto:
—¡No! —bajó la voz—. No. Chicos, quedaos aquí. Yo hablaré con ella. Quizá sea una trampa o algo por el estilo. Seríamos tontos si nos acercáramos y cayéramos todos en el engaño.
—¿Y tú no eres imbécil por ir solo? —espetó Minho.
—Bueno, no podemos pasar de largo sin comprobar quién es. Ya voy yo. Si pasa algo o resulta sospechoso, os pediré ayuda.
Minho hizo una larga pausa.
—Muy bien. Ve, pingajillo valiente —le dio una palmada bastante dolorosa a Thomas en la espalda.
—Es una gilipullez —interrumpió Newt, que dio un paso al frente—. Yo iré con él.
—¡No! —exclamó Thomas—. Es que… dejadme hacer esto. Algo me dice que debemos tener cuidado. Si me pongo a llorar como un bebé, venid a salvarme.
Y antes de que nadie pudiera discutírselo, se alejó caminando rápido hacia la chica y su edificio.
Salvó la distancia enseguida. Sus zapatos crujieron contra el suelo arenoso y las piedras, rompiendo el silencio. Inhaló los olores puros del desierto mezclados con un aroma lejano de algo que se quemaba, y cuando miró fijamente la silueta de la chica que había junto al edificio, de repente lo tuvo claro. Quizá fue por la forma de su cabeza o de su cuerpo. Quizá fue por su postura, por la manera de cruzar los brazos a un lado y sacar la cadera hacia el otro. Pero lo supo: era ella.
Era Teresa.
Cuando llegó a unos pasos de ella, justo antes de que la tenue luz por fin revelase su rostro, la joven se dio la vuelta y atravesó una puerta abierta para desaparecer en el interior del pequeño edificio. Era un rectángulo, con un tejado ligeramente inclinado en el medio, a lo largo. Por lo que veía, no tenía ventanas. Unos grandes cubos negros colgaban de las esquinas; unos altavoces, tal vez. Quizás hubieran emitido el sonido y se tratara de un engaño. Eso explicaría por qué lo había podido oír desde tan lejos.
La puerta, un gran trozo de madera, se abrió del todo y se apoyó en la pared. Dentro estaba incluso más oscuro que fuera.
Thomas se movió. Cruzó la puerta y, al hacerlo, se dio cuenta de lo imprudente y estúpido que podía ser aquello. Pero era ella. No importaba qué había pasado, no importaba el motivo de su desaparición ni que no hubiera querido hablar con él telepáticamente; sabía que no iba a hacerle daño. Ni hablar.
En el interior, el aire estaba más fresco, casi húmedo. Era maravilloso. Al dar tres pasos, se detuvo y escuchó en la oscuridad total. Podía oírla respirar.
—¿Teresa? —preguntó en voz alta, conteniendo la tentación de volvérselo a decir con la mente—. Teresa, ¿qué pasa?
No respondió, pero oyó una inhalación, seguida de un sollozo entrecortado, como si estuviera llorando, pero intentara ocultárselo.
—Teresa, por favor. No sé qué ha pasado o qué te han hecho, pero estoy aquí ahora. Esto es una locura. Dime…
Se calló cuando una luz se encendió con un rápido destello que se apagó hasta convertirse en una pequeña llama. Thomas clavó la vista en la mano que sostenía la cerilla. Observó cómo bajaba despacio, con cuidado, para encender una vela que había en una mesita. Cuando esta se prendió, y la mano sacudió la cerilla para apagarla, Thomas alzó por fin la mirada y la vio. Comprobó que estaba bien, después de todo. Pero la breve y casi aplastante emoción de ver a Teresa viva enseguida se cortó y fue sustituida por la confusión y el dolor.
Estaba limpia, de arriba abajo. Thomas se había esperado que estuviera sucia después de todo aquel tiempo en un polvoriento desierto. Que tuviera la ropa raída y hecha jirones, el pelo grasiento y la cara emborronada y quemada por el sol. Pero, en cambio, llevaba ropa nueva y el pelo limpio le caía en cascada sobre los hombros. Nada estropeaba la piel pálida de su rostro o sus brazos. Nunca la había visto tan guapa en el Laberinto ni tampoco en los turbios recuerdos que podía arrancar de lo recuperado tras el Cambio.
Pero sus ojos brillaban por las lágrimas; su labio inferior temblaba de miedo; sus manos se agitaban en los costados. Por su mirada supo que le había reconocido, que no se había olvidado de él, pero que detrás de todo aquello había un terror puro y absoluto.
—Teresa —susurró, angustiado en su interior—. ¿Qué pasa?
Ella no respondió, pero sus ojos se movieron hacia un lado y luego volvieron a mirarle. Brotaron un par de lágrimas, que rodaron por sus mejillas y cayeron al suelo. Le temblaron los labios aún más que antes y el pecho se le agitó por lo que únicamente podrían ser sollozos reprimidos.
Thomas dio un paso hacia delante y acercó las manos a ella.
—¡No! —gritó—. ¡Apártate de mí!
Thomas se detuvo; era como si algo enorme le hubiera golpeado las entrañas. Levantó las manos.
—Vale, vale. Teresa, ¿qué…?
No sabía qué decir o preguntar. No sabía qué hacer. Pero la terrible sensación de que algo se rompía en su interior y amenazaba con ahogarlo se intensificó conforme crecía en su garganta.
Se quedó quieto por miedo a alarmarla de nuevo. Lo único que podía hacer era mirarla a los ojos, intentar comunicarle cómo se sentía, suplicarle que le dijera algo. Cualquier cosa.
Pasaron un buen rato en silencio. La manera en que a ella le temblaba el cuerpo, el modo en que casi parecía resistirse a algo oculto… a Thomas le recordaba a… Le recordaba a cómo había actuado Gally justo después de que escaparan del Claro y entrara en la sala con la mujer de la camisa blanca. Justo antes de que todo se convirtiera en una locura. Justo antes de matar a Chuck.
Thomas tenía que hablar o iba a explotar:
—Teresa, he pensado en ti cada segundo desde que se te llevaron. Tú…
Ella no le dejó terminar. Con dos grandes zancadas enseguida estuvo delante de él, extendió las manos y le agarró por los hombros para acercárselo. Impresionado, Thomas la abrazó y la apretó contra su cuerpo, tan fuerte que de repente se preocupó por si podría respirar. Las manos de la chica encontraron su nuca, luego los laterales de su cara e hizo que la mirara.
Y entonces se besaron. Algo explotó en el interior de su pecho, algo que consumió la tensión, la confusión y el miedo. Consumió el daño de unos segundos atrás. Por un momento, sintió que ya nada le importaba. Que ya no importaría nada nunca más.
Pero en ese momento la joven se apartó. Retrocedió a trompicones hasta que chocó con la pared. El terror volvió a su rostro y la poseyó como un demonio. Y entonces habló con una voz susurrante, pero con urgencia:
—Apártate de mí, Tom —dijo—. Todos tenéis que apartaros… de mí. No discutas. Tan sólo vete. Corre —su cuello se tensó por el esfuerzo de soltar aquellas últimas palabras.
A Thomas nunca le había dolido tanto algo, pero le impresionó lo que hizo a continuación.
Ahora la conocía, la recordaba. Y sabía que estaba diciendo la verdad. Algo iba mal. Algo iba muy mal, peor de lo que él imaginaba al principio. Quedarse, discutir con ella, intentar obligarla a acompañarlo sería una bofetada a la increíble fuerza de voluntad que debía de haberle supuesto separarse de él para avisarle. Tenía que hacer lo que le pedía.
—Teresa —dijo—, te encontraré.
Las lágrimas ahora brotaban de sus ojos. Se dio la vuelta y salió corriendo del edificio.