SE cuenta —pero Dios conoce mejor los sucesos ocurridos a las naciones de lo pasado y a los pueblos de lo pretérito— que en un tiempo remoto y en una época lejana vivían en una ciudad del Jurasán persa, dos hombres que eran hermanos uterinos. Uno de ellos se llamaba Qasim, y el otro, Alí Babá. Al morir el padre de ambos les dejó una pobre herencia, y escasos bienes. A pesar de la pequeña cuantía del legado de su padre, se lo repartieron con equidad y justicia, sin querellas ni discusiones. Después de haber realizado la partición de la herencia de su progenitor, Qasim contrajo matrimonio con una mujer rica, dueña de fincas, jardines, viñedos y tiendas repletas de preciosas mercancías, de numerosos objetos de valor. Empezó a tomar y a dar, a vender y comprar, y su situación se fue haciendo cada vez más desahogada. Los hados le fueron favorables, y alcanzó renombre entre los comerciantes y rango entre las personas más acomodadas de la ciudad.
Alí Babá casó con una mujer pobre, que no poesía ni un dirhem ni un dinar, ni casas, ni tierras. En poco tiempo perdió todo lo que había heredado de su padre, con lo que llegaron la estrechez con sus angustias, la pobreza con su agobio, y las preocupaciones. Abatido por su situación, se veía incapaz de encontrar un medio con el que poder recuperarse y atender a sus necesidades. Era un hombre sabio, juicioso, instruido y educado. Recitó estos versos:
Me dice: «Gracias a tu ciencia, estás entre los seres humanos, como si fueras la noche de la luna llena».
Respondo: «Dejaos de habladurías, pues no hay ciencia sin poder».
Si me hipotecaran con toda mi ciencia, con todos mis cuadernos y el tintero por el sustento de un solo día, se rechazaría la hipoteca y me tirarían los cuadernos y el tintero.
La situación y la vida del pobre está llena de disgustos:
En verano no encuentra sustento; en invierno se calienta al lado del brasero.
Los perros se encaran con él en el camino, y los más viles lo rechazan.
No puede quejarse a nadie de su situación, pues en toda la tierra no se encuentra quien lo comprenda.
Si tal es la vida del pobre, lo mejor es que transcurra en el cementerio.
Cuando hubo terminado de recitar, meditó acerca de su situación, en el lugar en que debía buscar apoyo y a recapacitar en lo que debía hacer para atender a sus necesidades y en el medio con el cual iba a obtener su sustento. Se dijo: «Si compro, con el dinero que me queda, un hacha y un asno, me marcho al bosque y corto leña que después traigo y vendo en el mercado de la ciudad, tal vez consiga, con su precio, lo que ha de poner fin a mi miseria y lo que me ha de permitir atender a las necesidades de mi familia». Y como esta idea le pareció buena, decidió comprar el asno y el hacha. Al día siguiente llevaba tres asnos, cada uno de los cuales parecía una mula. Se dirigió al bosque, pasó el día entero cortando leña y haciendo hatos, y al llegar la tarde la cargó en los asnos, emprendió el camino de la ciudad y se dirigió al zoco. Vendió la leña, y con su importe atendió a sus necesidades y a las de su familia. Su tristeza se disipó, y su preocupación disminuyó. Dio gracias a Dios, lo alabó y se durmió con el corazón contento, tranquilo y confiado. Al día siguiente por la mañana fue de nuevo al monte e hizo lo mismo que el día anterior. Cada día, al amanecer, se dedicaba a este trabajo: se dirigía al monte, y al anochecer iba al zoco de la ciudad en el que vendía la leña, y con su importe atendía a las necesidades de su familia. Llegó a tomarle cariño a este oficio.
Siguió este estado de cosas hasta que cierto día, mientras estaba en el monte dedicado a hacer leña vio que se levantaba una nube de polvo que cubría el horizonte. Al disiparse vio unos jinetes que parecían fieros leones, cubiertos de armas, vestidos con cotas de malla, espada al cinto, lanza en ristre y arcos en la espalda. Alí Babá temió que le ocurriese algo, se aterrorizó, se asustó, corrió hacia un árbol muy elevado, se encaramó en él y se ocultó entre sus ramas para escapar de ellos, pues le habían parecido ladrones. Oculto entre las frondosas ramas clavó en ellos la pupila.
El narrador añade, al referir esta historia prodigiosa y este asunto impresionante, maravilloso: Una vez estuvo Alí Babá en la copa del árbol contempló a los jinetes con ojos expertos y se dio cuenta de que eran ladrones, salteadores de caminos. Los contó y vio que eran cuarenta, todos montados en magníficos corceles. El temor y la ansiedad de Alí Babá fueron en aumento, la yugular le palpitó, tragó saliva y no supo qué hacer.
Los caballeros se detuvieron, descabalgaron de sus corceles y les dieron de comer a cada uno de éstos un saco de cebada. Luego, cada uno cogió el saco, que llevaba atado a la grupa, y se lo cargó a la espalda. Todo esto ocurría bajo la mirada de Alí Babá, que los estaba contemplando desde la copa del árbol. El jefe se dirigió hacia un recoveco del monte. Había allí, en un lugar cubierto de vegetación, una puerta de acero, que no se veía por la gran cantidad de arbustos y espinas, de tal modo que Alí Babá ni tenía noticia de su existencia ni la había visto ni tropezado con ella jamás. Los ladrones se detuvieron al llegar a la puerta. El jefe dijo, con su voz más fuerte: «¡Sésamo, abre tu puerta!» En el mismo instante en que pronunciaba estas palabras, se abrió la puerta, y luego entró el capitán, seguido por los ladrones que llevaban los sacos. Alí Babá se admiró de lo que hacían, y empezó por deducir que aquellos sacos debían estar llenos de plata pura y de oro amarillo acuñado. Y así era, puesto que los ladrones constituían una pandilla de salteadores de caminos que asaltaban alquerías y poblachos vejando a sus habitantes. Cada vez que se apoderaban de una caravana o asaltaban una alquería, llevaban el botín a aquel lugar apartado, oculto y disimulado. Alí Babá siguió encima de la copa del árbol en que estaba escondido y no hizo movimiento alguno; al contrario, siguió con la vista fija en los ladrones y observando todo lo que hacían. Los vio salir, precedidos por su jefe, con las alforjas vacías, que ataron a la grupa del caballo respectivo, tal como la habían traído; luego les pusieron las riendas, montaron y se fueron por el mismo camino por el que habían llegado, corriendo sin cesar hasta alejarse y perderse de vista. Todo había ocurrido sin que Alí Babá rechistase; no bajó de la copa del árbol hasta que se hubieron alejado y perdido de vista. Refiere el narrador: cuando Alí Babá estuvo seguro de sus maldades, cuando se hubo tranquilizado y perdido el miedo, bajó del árbol, se acercó a la pequeña puerta y se detuvo ante ella, meditando y diciéndose: «Si digo: “¡Sésamo, abre tu puerta!”, del mismo modo que lo ha hecho el jefe de los ladrones, ¿se abrirá la puerta o no?» Se adelantó, pronunció aquellas palabras, y la puerta se abrió. Y esto ocurría porque aquel lugar había sido construido por los genios, por los marid, y estaba encantado y sujeto a grandes talismanes. Por ello, las palabras «¡Sésamo, abre tu puerta!», eran el conjuro que acababa con el encantamiento y abría la puerta. Alí Babá, al ver que se había abierto, entró. Apenas acababa de cruzar el umbral, la puerta se cerró detrás de él. Esto lo asustó, le aterrorizó y pronunció aquellas palabras que no hacen enrojecer a quien las dice: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» En seguida recordó la fórmula: «¡Sésamo, abre tu puerta!» y cedió el miedo y el pánico que se habían apoderado de él. Se dijo: «No me preocupa que se cierre la puerta, mientras conozca el conjuro para abrirla». Avanzó un poco, creyendo que todo estaría a oscuras, pero se encontró en una amplia e iluminada habitación de mármoles, bien edificada, sostenida por columnas, y de hermosa construcción. Había allí todos los guisos y bebidas que pudieran apetecerse. Desde esta sala pasó a una segunda, más grande y amplia que la primera, en que se encontraban tales riquezas, prodigios y maravillas, que quien las hubiera visto se habría quedado estupefacto. Los propios narradores se habrían cansado de describirlos, dadas las grandes cantidades de lingotes de oro puro, de plata, de dinares acuñados y de dirhemes, que contenía. Todo en montones, como si se tratase de arena o guijarros que no se pueden contar. Después de haber recorrido esta sala prodigiosa, descubrió otra puerta, que daba acceso a una tercera habitación, más hermosa y más linda que la segunda. Contenía los mejores trajes, y estaban representados los de todas las regiones y países; había además las piezas de algodón más caras y de mejor calidad; trajes de seda y de estupendo brocado. Pero no se trataba de una sola clase, sino que en aquel lugar se encontraban reunidas telas de todas las regiones de Siria o de los más remotos países de África, e incluso de China, del Sind, de Nubia y de la India. Después llegó a la sala de las gemas y de las piedras preciosas, en la que había perlas y pedrerías cuyo número no se podía evaluar ni contar, ya fuesen jacintos o esmeraldas, turquesas o topacios; las perlas formaban verdaderas montañas, los rubíes al lado del coral. Pasó luego a una sala, la última, que contenía especias, sahumerios y perfumes. Estos productos estaban representados en las mejores variedades y calidades. Se notaba el olor del áloe y del almizcle; el aroma del ámbar y de la algalia era fuerte; el de las especias y el ámbar gris, penetrante; el perfume de las colonias y del azafrán, intenso; el sándalo estaba abandonado como leña de quemar, y las raíces aromáticas, arrinconadas como madera sin valor.
Alí Babá, al ver tales riquezas y tesoros, quedó estupefacto y perplejo. Permaneció inmóvil y pensativo durante un rato, y luego se dedicó a examinar detenidamente las perlas, y tan pronto cogía las más hermosas como las dejaba por las gemas, al ver que eran mejores; otras veces apartaba pedazos de brocado o el brillante oro; ora se entretenía ante los juegos de lisa seda, ora en aspirar el aroma del áloe y los perfumes. Pensó que aunque aquellos ladrones hubiesen dedicado largos años en acumular aquellas riquezas, no era posible que hubieran logrado reunir ni siquiera una ínfima parte de las que allí se encontraban. No cabía la menor duda de que aquel tesoro era anterior incluso a la misma existencia de los ladrones, y a su hallazgo por éstos. Sea como fuere, lo poseían de modo ilegal e injusto. Si aprovechaba la ocasión y se apoderaba de una parte de aquellos bienes no cometería ningún delito ni podría ser censurado, y mucho menos siendo tales las riquezas que no podían contarse ni evaluarse, por lo cual no advertirían nada. Resuelto ya a ello, empezó a coger parte del oro y a llevar afuera sacos de dinares. Cada vez que quería entrar o salir decía: «¡Sésamo, abre tu puerta!» y la puerta se abría. Cuando hubo terminado de acarrear las riquezas, las cargó en sus asnos, cubrió las bolsas de oro con un poco de leña y guió los animales hacia la ciudad, hasta que llegó a su casa, lleno de alegría, con el pensamiento tranquilo. El narrador refiere: una vez en ella, Alí Babá cerró la puerta, para estar seguro de que no entraría la gente, ató los asnos en el establo y empezó a descargar un saco, lo subió hasta donde se encontraba su esposa y lo colocó delante de ésta; después bajó y regresó con otro, y así saco tras saco, hasta que los hubo subido todos. La mujer estaba perpleja al ver lo que hacía. Al tocar una de las bolsas y ver que estaba llena de dinares de color amarillo, se descompuso, pues creyó que su esposo había robado aquellos bienes. Lo increpó: «¿Qué has hecho, desgraciado? Para nada necesitamos lo que no es nuestro, ni hemos de apetecer los bienes de los demás. Yo estoy contenta con lo que Dios me ha concedido, y satisfecha de ser pobre y agradecida por lo que me ha dado. No apetezco lo de los otros, ni deseo poseer bienes ilícitamente». «¡Mujer! ¡Tranquilízate y alégrate, pues yo tampoco apetezco lo que está prohibido! Todas estas riquezas las he encontrado en un tesoro, y he aprovechado la ocasión, las he cogido y me las he traído.» Le explicó todo lo que le había ocurrido con los ladrones, desde el principio hasta el fin, pero de nada serviría volver a repetirlo. Después, cuando hubo terminado de contárselo, le recomendó que tuviese cuidado con la lengua y guardase el secreto. La mujer, al oír esto, se admiró muchísimo de ello, perdió el miedo, se le dilató el pecho y se puso alegre. Alí Babá vació las bolsas en medio de la habitación, y el oro formó una verdadera montaña. La joven quedó estupefacta y empezó a contar los dinares. Él le dijo: «¡Ay de ti! No acabarías de contarlos ni en dos días. Eso no sirve para nada ni es necesario hacerlo ahora. Me parece que lo mejor que podemos hacer es cavar una fosa y enterrar esta fortuna, pues temo que esto se descubra y se divulgue nuestro secreto». «Si no quieres contarlos, es en cambio necesario que los pesemos para saber aproximadamente su cuantía.» «Haz lo que te parezca, pero temo que la gente se entere de ello y que nos pese cuando de nada nos sirva el arrepentimiento.» La mujer no le hizo caso, ni se preocupó de sus palabras; al contrario: salió a pedir prestadas unas medidas pues ella, dada su pobreza y la insignificancia de su situación, no las tenía. Se dirigió a casa de su cuñada, la esposa de Qasim, para pedirle prestada una medida. «¡De mil amores!», le contestó. Cuando se levantó para ir a buscarla, pensó: «La mujer de Alí Babá es pobre, y no tiene costumbre de medir. ¡Quién supiera qué granos tiene hoy que necesita medirlos!» Quiso enterarse, y para ello colocó un poco de cera en el fondo de la medida, a fin de que quedasen pegados algunos granos. Luego se la entregó. La mujer de Alí Babá la cogió, dio las gracias a su cuñada por el favor que le hacía y se marchó corriendo a su casa. Al llegar a ésta, empezó a medir el oro y vio que había diez medidas. Se alegró mucho de ello e informó a su marido. Entretanto, éste había cavado una amplia fosa, enterró en ella el oro y la volvió a cubrir de tierra. La mujer de Alí Babá se apresuró a devolver la medida a su cuñada.
He aquí lo que hace referencia a la mujer de Qasim: Cuando se hubo marchado la mujer de Alí Babá, dio vuelta a la medida y descubrió un dinar, que había quedado pegado en la cera. Se maravilló mucho de ello, pues sabía lo muy pobre que era Alí Babá. Permaneció un rato perpleja, y cuando se convenció de que lo que habían medido era realmente oro, dijo: «¿Alí Babá pretende ser pobre y cuenta el oro con medidas? ¿De dónde ha sacado tales bienes? ¿Cómo ha podido hacerse con tan grandes riquezas?» La envidia entró en su corazón y le abrasó las entrañas. Cuando llegó su marido, la encontró abatida. Qasim tenía por costumbre el ir todos los días a su tienda y pasar en ella la tarde, ocupado en vender y comprar, tomar y dar. Aquel día su esposa creyó que se retrasaba, de tan grande como era su preocupación, pues la envidia la mataba. Finalmente, cuando cayó la tarde, y la noche desplegó sus tinieblas, Qasim cerró la tienda y se marchó a su casa. Al entrar vio a su esposa sentada, con el ceño fruncido y llorando. Como la quería mucho, le preguntó: «¿Qué te ha sucedido, alegría de mis ojos, fruto de mis entrañas? ¿Por qué estás triste y lloras?» «¡Tú eres corto, careces de valor! ¡Ojalá me hubiese casado con tu hermano, pues aunque aparenta ser pobre, se finge desamparado y pretende carecer de bienes, tiene riquezas cuya cuantía sólo Dios conoce, ya que sólo los cuenta por medidas! Tú, en cambio, pretendes vivir bien y desahogado y te vanaglorias de ser rico, cuando, en realidad, en comparación con él no eres sino un pobre, ya que cuentas tus dinares uno a uno, te contentas con pocos y dejas para él el mayor número.» Le refirió todo lo que le había ocurrido con la esposa de Alí Babá; cómo ésta le había pedido en préstamo una medida y cómo se la había dado, no sin antes poner en el fondo un poco de cera, a la cual había quedado adherido un dinar. Qasim, al oír aquello y ver con sus propios ojos el dinar pegado en el fondo de la medida, se convenció del bienestar de su hermano y no se alegró, antes al contrario, la envidia se apoderó de su corazón y lo inclinó hacia el mal, ya que el envidioso se parece a un negro malvado. Él y su esposa pasaron la noche preocupados, de tan grandes como eran su pena, su aflicción y su preocupación no pegaron el párpado ni el ojo. El sueño no se les acercó y no durmieron; todo lo contrario, permanecieron desvelados y dando vueltas toda la noche, hasta que llegó la mañana; hasta que aclaró y se hizo de día. Qasim, después de haber rezado la oración de la aurora, se dirigió a casa de su hermano y entró de improviso en ella. Alí Babá le dio la bienvenida y lo acogió de la manera más atenta, mostrándose alegre y afable. Lo hizo sentar en un lugar preferente. Qasim, cuando hubo ocupado el sitio, le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Por qué aparentas ser pobre y mísero, si posees riquezas que no las puede destruir el fuego? ¿Cuál es el motivo de tu aislamiento y de tu vida humilde, a pesar de que dispones de tantos bienes y puedes hacer mayores gastos? Las riquezas sólo tienen utilidad si el hombre las aprovecha. ¿Acaso no sabes que la avaricia está considerada como un defecto y un vicio, y es propia de las naturalezas más viles y censurables?» «¡Ojalá fuera como dices! Pero soy pobre, y todos mis bienes se reducen a mis asnos y mi hacha. Tus palabras me maravillan. Desconozco su causa y no comprendo nada.» «¡No vengas con argucias y mentiras! —replicó Qasim—. ¡No puedes engañarme, pues se ha descubierto tu asunto y hecho público lo que ocultabas!» Le mostró el dinar que había quedado pegado en la cera, y añadió: «Hemos encontrado esto en la medida que nos pedisteis. Si no fuesen muchos vuestros bienes, no la hubieseis necesitado ni contaríais el oro por medidas». Alí Babá comprendió que se había descubierto lo que ocultaba, a causa del poco conocimiento de su mujer, que se empeñó en medir el oro. Había obrado mal al hacerle caso, pero, ¿qué corcel no se cae?, y ¿qué espada india es la que nunca falla? No podía negar lo que por negligencia se había divulgado. En aquellas circunstancias lo correcto era revelar el misterio y explicar a su hermano lo que le había sucedido, máxime teniendo en cuenta que las riquezas eran tales que superaban la más desbordada fantasía, y que su parte no iba a ser menor aunque la dividiese con su hermano y asociado, pues no conseguirían agotarlo aunque vivieran cien años y gastaran sin cesar. Por ello, contó a su hermano la historia de los ladrones, y le refirió todo lo que le había ocurrido con ellos, cómo había entrado en el tesoro y cómo había transportado parte de la riqueza y todas las gemas y ropas que había querido. Luego añadió: «¡Hermano mío! Todo lo que traiga pertenecerá a los dos y lo repartiremos por igual. Si quieres mayor cantidad te la daré, pues tengo la clave del tesoro. Sacaré todo lo que me plazca, sin que haya quien se oponga o me lo impida». Qasim replicó: «Esta partición no me satisface. Quiero que me indiques el sitio en que está el tesoro y me enseñes el conjuro que lo abre, ya que me has intrigado y deseo verlo, entrar como tú y coger todo lo que me plazca. Iré, veré lo que hay y cogeré lo que me guste. Si no satisfaces mis deseos, te denunciaré al gobernador de la ciudad, lo informaré de toda tu situación y éste hará lo que no te ha de gustar». Alí Babá, al oír estas palabras replicó: «¿Por qué me amenazas con llevarme ante el gobernador de la ciudad? Yo no te contradiré y te enseñaré lo que quieras conocer. Mi única preocupación la constituyen los ladrones, ya que temo que te causen daño. Pero el que tú entres en el tesoro no me perjudica ni me favorece. Coge todo lo que te guste, pues aunque te cargases a reventar no te llevarías todo lo que contiene, y lo que en él quede será muchas veces mayor que lo que cojas». Le enseñó el camino del monte, el lugar en que se encontraba el tesoro, y las palabras del conjuro: «¡Sésamo, abre tu puerta!» Luego añadió: «¡Aprende bien estas palabras y procura no olvidarlas, pues temo que los ladrones te tiendan una trampa como consecuencia de este asunto!». Cuando Qasim conoció el lugar del tesoro, aprendió el camino y supo las palabras para abrirlo, se separó muy contento de su hermano, sin pensar más en sus consejos y advertencias. Regresó a su casa con el rostro sereno y lleno de alegría. Contó a su mujer lo que le había sucedido con Alí Babá, y añadió: «Mañana por la mañana, si Dios quiere, iré al monte y volveré a tu lado con riquezas mayores que las que trajo mi hermano, ya que tus reproches me han herido e intranquilizado. Quiero hacer algo que te satisfaga plenamente». Preparó diez muías, colocó encima de cada una de ellas dos cajas vacías y cargó los instrumentos y cuerdas que iba a necesitar. Se durmió con la intención de dirigirse al tesoro y apoderarse de todas las riquezas y bienes que contuviera, sin dar participación a su hermano. Al despuntar la aurora, se levantó, preparó sus muías y se echó a andar delante de ellas, hasta llegar al monte. Entonces se guió por las señales que le había descrito su hermano para encontrar la puerta, hasta que la descubrió en un recoveco del monte, entre hierbas y plantas. En cuanto la vio, apresuróse a decir: «¡Sésamo, abre tu puerta!» La puerta se abrió, y se admiró muchísimo por ello. Se lanzó precipitadamente al interior del tesoro ansioso de apoderase de las riquezas. En cuanto hubo cruzado el umbral, la puerta se cerró detrás de él, como de costumbre. Qasim recorrió las tres salas, y no paró de ir de una a otra hasta que hubo pasado por todas. Se quedó estupefacto de los prodigios que veía y absorto ante las maravillas que encontraba, tanto, que por poco perdió la razón de alegría. Ansió apoderarse de todas las riquezas sin excepción, y después de haber andado de derecha a izquierda y de haber revuelto un rato los utensilios y los dirhemes que deseaba, quiso marcharse. Cogió un saco de oro, se lo cargó y se dirigió con él hacia la puerta. Intentó pronunciar las palabras clave para que ésta se abriera, quiso decir: «¡Sésamo, abre tu puerta!», pero su lengua no pudo articular la frase, pues la había olvidado por completo. Se sentó para recordarla, pero no consiguió dar con ella, ni verla en su imaginación: la había olvidado por completo. Dijo: «¡Cebada, abre tu puerta!» La puerta no se abrió. Dijo: «¡Trigo, abre tu puerta!» La puerta no se movió. Siguió: «¡Guisante, abre tu puerta!», pero la puerta siguió cerrada. Siguió citando nombres de granos hasta que hubo pasado revista a todos los cereales, sin que la expresión «¡Sésamo, abre tu puerta!» acudiera a su mente. Cuando vio que de nada le servía citar todas las clases de granos, tiró el oro que llevaba a cuestas y se sentó para tratar de recordar el nombre que le había dicho su hermano. Pero no acudió a su memoria. Transcurrió un rato, durante el cual fue presa de gran inquietud y preocupación. Y todo sin conseguir que el nombre acudiese a su memoria. Empezó a entristecerse y a arrepentirse de lo hecho, cuando de nada le servía la contrición. Exclamó: «¡Ojalá me hubiese contentado con lo que me ofrecía mi hermano y no hubiera dado cabida en mi pecho a los ambiciosos deseos que ahora son la causa de mi perdición!» Se abofeteó la cara, se mesó la barba, desgarró sus vestidos y se cubrió la cabeza de polvo, mientras lloraba a lágrima viva; ora gritaba y sollozaba con su voz más fuerte, ora lloraba silenciosamente. Pasaron las horas sin que él cambiase de situación, el tiempo siguió su curso, los minutos que transcurrían le parecían siglos. Permanecía inmóvil, lleno de miedo y terror, y así llegó a desesperar de la salvación. Exclamó: «¡Estoy perdido sin remedio, pues no hay modo de escapar de esta estrecha prisión!» Esto es lo que a él se refiere.
He aquí lo que hace referencia a los ladrones: encontraron una caravana en la que viajaban los comerciantes con sus mercancías, la atacaron y robaron grandes riquezas. Inmediatamente después se dirigieron al tesoro para depositar en él el botín, según tenían por costumbre. Al acercarse descubrieron los mulos cargados con las cajas, y sospecharon algo. El capitán dio órdenes, y cargaron contra ellos como si fuesen un solo hombre. Los animales huyeron y se dispersaron por el monte y los ladrones ya no se preocuparon más de ellos. Detuvieron sus caballos, echaron pie a tierra y desenvainaron las espadas, para hacer frente si era necesario, a los dueños de los mulos. Al no ver a nadie en la puerta del tesoro, se acercaron a ésta. Qasim, al oír el trote de los caballos, prestó atención a las voces y comprendió que eran los ladrones de que le había hablado su hermano. Con la esperanza de poder escapar, se preparó a huir y se ocultó detrás de la puerta, dispuesto a echar a correr. El capitán de los ladrones se adelantó y dijo: «¡Sésamo, abre tu puerta!». La puerta se abrió en seguida, y Qasim arrancó a correr para huir de la desgracia en busca de la salvación. En su escapada tropezó con el capitán y lo derribó por el suelo; siguió corriendo entre los ladrones y esquivó al primero, al segundo y al tercero, pero como eran cuarenta, no pudo escapar a todos. Uno de ellos lo alcanzó y le dio tal lanzada en el pecho, que la punta del arma apareció brillando por la espalda. Qasim murió en medio de estertores. Ésta es la recompensa del ambicioso, del que emplea con sus amigos la traición y el engaño. Los ladrones entraron en el tesoro, y al advertir que había sido tocado, se indignaron terriblemente y creyeron que Qasim, el asesinado, era su enemigo, y que él había cogido lo que faltaba. Sin embargo, no acertaban a explicarse cómo había conseguido llegar hasta aquél lugar desconocido, apartado y oculto a los ojos de la gente; ignoraban cómo había descubierto el conjuro que abría la puerta, ya que ellos, aparte de Dios (¡loado y ensalzado sea!), eran los únicos que lo conocían. Al ver a Qasim tendido, muerto, sin movimientos se alegraron y desapareció su inquietud, ya que nadie más que él podía haber entrado en el tesoro. Exclamaron: «¡Alabado sea Dios, que nos ha librado de este maldito!» Después, y con la intención de escarmentar con él e intimidar a cualquier otro, cortaron su cuerpo en cuatro partes y las colgaron detrás de la puerta, para que sirviese de ejemplo a todos aquellos que se atrevieran a penetrar en dicho lugar. Luego se marcharon, y la puerta se cerró detrás de ellos. Montaron a caballo y emprendieron su camino. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que hace referencia a la esposa de Qasim: estuvo todo el día esperando el regreso de su marido, impaciente y deseosa de conseguir todo lo que apetecía de la vida mundanal, y dispuesta a recrearse palpando y contemplando el dinero. Al atardecer, y en vista de que no regresaba, se dirigió a casa de Alí Babá y le explicó que su esposo se había marchado al monte muy de mañana, y que aún no había regresado, por lo que temía que le hubiera pasado alguna desgracia. Alí Babá la calmó y le dijo: «No te intranquilices. Cuando tarda, por algo será. Tal vez no quiera entrar de día en la ciudad por temor a ser descubierto. Ya verás como viene por la noche. No tardarás mucho en verlo llegar a tu lado con el dinero. Por mi parte, cuando vi que estaba resuelto a ir al monte, me abstuve de subir, conforme tengo por costumbre, para no cohibirlo con mi presencia, pues habría creído que quería espiarle. Nuestro Señor le facilitará lo difícil y todo terminará bien. Vuelve a tu casa y no temas nada. Si Dios quiere, sólo te sucederán cosas buenas, pues lo verás regresar a tu lado salvo y rico». La esposa de Qasim regresó a su casa sin demasiadas esperanzas, y se sentó, meditabunda, con el corazón lleno de pesares por la ausencia de su marido. Negros presentimientos la asaltaron, y sólo pensó en calamidades hasta la puesta del sol, hasta que se hizo oscuro y la noche desplegó sus tinieblas pero Qasim no regresaba. La mujer se mantuvo en silencio, despierta y esperando inútilmente. Cuando hubo transcurrido el primer tercio de la noche, desesperó de su regreso y empezó a llorar y a sollozar aunque absteniéndose de los gritos y de los alaridos que dan las mujeres por temor a que los vecinos se enteraran y le preguntasen el porqué de su llanto. Pasó toda la noche en vela, sollozando, inquieta, intranquila, preocupada, desesperada, triste, en el peor de los estados. Al llegar la aurora corrió a casa de Alí Babá y le dijo que su hermano no había regresado. Le habló llena de tristeza, llorando a lágrima viva y en un estado que no puede describirse. Alí Babá exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Hasta ahora había dudado del motivo de su ausencia. Iré a ver qué le ha ocurrido, y te diré la verdad. ¡Quiera Dios que aquello que lo retiene no sea un daño o una desgracia, sino un bien!» Preparó en seguida sus asnos, cogió el hacha y salió al monte, como todos los días. Al aproximarse a la puerta del tesoro, no ver los animales y encontrar, en cambio, manchas de sangre, perdió la esperanza que tenía de encontrar a su hermano y se convenció de que había muerto. Se acercó, aterrorizado, a la puerta, sospechando lo que había ocurrido. Dijo: «¡Sésamo, abre tu puerta!» Al abrirse, vio el cuerpo de Qasim partido en cuatro trozos, colgados detrás de la puerta. Se le puso la carne de gallina, le castañetearon los dientes, los labios se le contrajeron, y por poco se desmaya. Se entristeció muchísimo, por lo ocurrido a su hermano y exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Somos de Dios, y a Él volvemos! ¡No hay modo de escapar a lo que está escrito! Aquello que se ha dispuesto, en lo oculto que ocurra al hombre, le ocurre». Pero como vio que el llanto y la tristeza no servirían de nada en aquellas circunstancias, y que lo mejor sería tomar una resolución y llevarla a cabo, decidióse a amortajar y enterrar a su hermano, pues era un deber para él y, además, una de las obligaciones canónicas del Islam. Tomó los cuatro pedazos en que estaba dividido el cuerpo, los cargó en los asnos, los cubrió con algunas ropas y tomó los objetos del tesoro que más le gustaron, precisamente los de menos peso y más valor. Después completó la carga con leña y esperó hasta que se hiciera de noche. Entonces se dirigió a la ciudad, y entró en ella en un estado más lamentable que el de la madre que acaba de perder a su hijo, pues no sabía qué hacer con el muerto ni qué era lo mejor. Sumergido en un mar de ideas, siguió avanzando con sus asnos hasta llegar a la casa de su hermano. Llamó a la puerta y le abrió una esclava negra, abisinia, que servía como criada. Era una de las esclavas más guapas, y por el talle la más esbelta; sus dientes eran pequeños; su aspecto dulce; tenía los ojos negros, y era perfecta en todas sus partes. Pero lo mejor de todo es que era mujer de buen consejo, de entendimiento penetrante, de gran resolución, y de un valor igual al del hombre cuando era necesario, e incluso superaba en inventiva al hombre más experto y avisado. Realizaba a plena satisfacción los trabajos domésticos que le estaban confiados.
Alí Babá, al entrar en el patio le dijo: «Ha llegado tu hora, Marchana, necesitamos tu consejo en un asunto que te explicaré delante de tu señora. Acompáñame para oír lo que voy a decirte». Dejó los asnos en el patio y subió a ver a la esposa de su hermano. Marchana lo siguió, perpleja e intrigada por lo que acababa de oír. La mujer de Qasim, al verlo, le dijo: «¿Qué traes, Alí Babá? ¿Buenas o malas noticias? ¿Dejó alguna huella o no dejó rastro de sí? ¡Apresúrate a tranquilizarme y a apagar el fuego que hay en mi corazón!» Al ver que tardaba en contestarle, comprendió la verdad y empezó a sollozar. Alí Babá le dijo: «¡Contén los gritos y no levantes la voz! Temo que la gente oiga nuestra historia y sea la causa de la perdición de todos». Le explicó todo: cómo había encontrado a su hermano muerto, con el cuerpo partido en cuatro pedazos, colgados detrás de la puerta del tesoro. Luego añadió: «Hazte cargo de que nuestros bienes, nuestras personas y nuestras familias son un pequeño don que Dios nos ha concedido. La suerte y la desgracia van con nosotros. Es necesario que le demos las gracias cuando da, y que tengamos paciencia cuando nos pone a prueba. La desesperación no devuelve la vida al muerto ni soluciona la tristeza. Has de tener paciencia, pues sólo así alcanzarás el bien y la salud. Es preferible resignarse a las disposiciones de Dios, a desesperarse y oponerse a ellas. Ahora, la mejor solución, la más apropiada, consiste en que yo sea tu marido, que entres en mi familia y te cases conmigo. Mi mujer no te causará enojos, ya que es inteligente y modesta, piadosa y temerosa de Dios. Todos formaremos una sola familia. Gracias a Dios, poseemos tales riquezas que estamos a cubierto del trabajo, de la preocupación y de la búsqueda de nuestro sustento cotidiano. ¡Gracias sean dadas al Generoso por lo que da, y loado sea por lo que concede!» La mujer de Qasim, al oír las palabras de Alí Babá, dejó de desesperarse, abandonó su profunda aflicción, cortó el llanto y se secó las lágrimas. Le respondió: «Seré tu esclava obediente y tu criada servicial. Te haré caso en todo lo que creas prudente, pero ¿qué hemos de hacer con este muerto?» «Deja que del muerto se encargue tu criada Marchana, pues conozco la rapidez de su pensamiento, la agudeza de sus ideas y su certera opinión. Ya ideará algo.» Después de esto, Alí Babá se separó de ella y se marchó a sus quehaceres.
La joven Marchana al oír las palabras de Alí Babá y percatarse de que su señor estaba muerto y cortado en cuatro pedazos descubrió con su agudeza la causa de todo y tranquilizó a su señora, diciéndole: «No te preocupes. Confía en mí, pues ya idearé algo que permita conservar nuestro secreto». Salió y se dirigió a la tienda de un farmacéutico que vivía en la misma calle. Era éste un jeque muy anciano, célebre por sus conocimientos en las distintas ramas de la Medicina y de la Ciencia; decían que era muy experto en la preparación de las medicinas, y que conocía a la perfección los medicamentos simples y compuestos. Le pidió una pomada que sólo se recetaba en caso de enfermedades graves. Le preguntó: «¿Quién de tu casa necesita este ungüento?» «Mi señor, Qasim. Ha cogido una grave enfermedad que lo ha postrado en cama; está completamente imposibilitado.» El especiero se levantó, le entregó el ungüento y le dijo: «Tal vez Dios, con este remedio, le devuelva la salud». La joven cogió la pomada, le pagó generosamente y regresó a su casa. Al día siguiente, por la mañana, volvió a la farmacia y pidió una medicina que sólo se administraba cuando ya se habían perdido todas las esperanzas. El farmacéutico le preguntó: «¿No hizo efecto el ungüento de ayer?» «¡No, por Dios! Mi señor se encuentra en las últimas, y lucha entre la vida y la muerte. Mi señora no hace más que llorar y gemir.» El hombre le entregó la medicina, y ella la cogió, le pagó su importe, y se dirigió a casa de Alí Babá, al que puso al corriente de la estratagema que había ideado. Recomendó a éste que multiplicase las visitas a casa de su hermano y que diera muestras de tristeza y dolor. Alí Babá lo hizo así, y cuando los vecinos lo vieron entrar y salir de casa de su hermano dando muestras de gran tristeza, le preguntaron qué le pasaba. Les explicó la enfermedad de su hermano, la gravedad en que estaba. La noticia se esparció por la ciudad, y la gente la comentó. Al día siguiente, antes de que amaneciera, Marchana recorrió las calles de la ciudad hasta pasar junto a un hombre que era cordonero, llamado el jeque Mustafá; era muy anciano, de cabeza gorda, bajo, y con barba y bigotes largos. La gente sabía que tenía la costumbre de ser el primero en el zoco en abrir la tienda. La joven se acercó a él, lo saludó con corrección y respeto y le puso un dinar en la mano. El jeque, al ver el color de la moneda, lo acarició un rato con la mano y le dijo: «¡Señora de las esclavas! Explícame cuáles son tus deseos, para que los realice». «¡Jeque! Coge hilo y aguja, lávate las manos, ponte las sandalias, deja que te vende los ojos, echa a andar y ven conmigo a hacer un trabajo delicado, que te permitirá ganar los bienes de este mundo y del otro y que no te va a causar el menor daño.» «Si me pides algo que ha de ser del agrado de Dios y de su Enviado, lo haré con gusto y no te contradiré; pero si se trata de algo incorrecto, de un delito, de un pecado o de una falta, no te pienso hacer caso, y ya puedes buscar a otro para que te satisfaga.» «¡Por Dios, jeque Mustafá! Es algo lícito y permitido. Nada has de temer.» Y al decir esto, le puso en la mano otro dinar. El hombre, al verlo, se sintió ya incapaz de negarse o poner peros. De un salto se puso en pie y le dijo: «Estoy a tu servicio y haré todo lo que me mandes». Cerró la puerta de la tienda, cogió todo lo que necesitaba: hilo, aguja y demás útiles de coser mientras Marchana preparaba un trapo para vendar al hombre, a fin de que no supiera adonde lo llevaba. Lo cogió de la mano y empezaron a andar por calles y callejas; el cordonero iba ligeramente rezagado, como el ciego. No sabía adónde lo llevaban ni para qué. Anduvieron juntos sin parar. La joven doblaba unas veces a la derecha y otras a la izquierda, y alargaba el camino con el fin de desorientarlo y de que no supiese adonde lo llevaba. Así anduvieron hasta llegar a la casa del difunto Qasim. Llamó suavemente a la puerta y abrieron en seguida. Entró acompañada del jeque Mustafá, subió con él y lo dejó en el lugar en que estaba el cadáver de su señor. Entonces le quitó la venda que cubría los ojos del viejo Mustafá. Éste al tener destapados los ojos vio que se hallaba en un lugar desconocido; al contemplar el cuerpo del asesinado, se llenó de temor y empezó a temblar. Marchana le dijo: «No temas, jeque, pues no te ha de suceder nada malo. Lo único que te pedimos es que cosas de la mejor manera posible los miembros de este cadáver y que unas sus partes hasta formar un todo con el cuerpo». Le ofreció tres dinares, que el jeque Mustafá cogió y se metió en el bolsillo, mientras se decía: «Ha llegado el momento de tener valor y actuar con acierto. No sé dónde estoy ni conozco las intenciones de esta gente; si desobedezco, me castigarán; lo más prudente es hacer lo que ellos quieran. Sea como fuere, soy inocente de la sangre de este hombre asesinado, y la venganza le incumbe a Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) Al coser un cuerpo no se comete ningún pecado ni se es merecedor de castigo». Se sentó y se puso a coser las distintas partes del muerto y a unirlas hasta formar un cuerpo entero. Marchana, tan pronto como el hombre hubo terminado el trabajo, se puso de pie, le vendó los ojos de nuevo y bajó con él a la calle. Fue de calleja en calleja, dio vueltas de un lado para otro, lo llevó a su tienda antes de que la gente, empezara a salir de sus casas. Nadie los vio. Al llegar a la tienda, le quitó la venda de los ojos y le dijo: «Calla este hecho: Ten cuidado y no expliques a nadie lo que has visto; no hagas el indiscreto en aquello que no te incumbe, pues podría ocurrirte algo desagradable». Le dio otro dinar y se marchó. Al llegar a su casa dijo que le trajeran agua caliente y jabón y se dedicó a lavar el cuerpo de su señor hasta dejarlo limpio de sangre; después le puso un vestido y lo tendió en su lecho. Entonces mandó llamar a Alí Babá y a su esposa. Cuando los tuvo delante, les explicó lo que había hecho y les dijo: «Ahora anunciad la muerte de mi señor, Qasim, e informad de ella a la gente». Las mujeres empezaron a llorar, a gemir, a prorrumpir en ayes, a sollozar, a lamentarse, a gritar y a abofetearse la cara, hasta que los vecinos las oyeron. Los amigos acudieron a dar el pésame, y el llanto y los sollozos fueron en aumento los gritos crecieron y el barullo subió de punto. Por toda la ciudad se extendió la noticia de la muerte de Qasim. Los allegados se condolieron por su pérdida, y los enemigos injuriaron su memoria. Al cabo de un rato llegaron, según es costumbre, los lavadores del cadáver, pero Marchana les dijo que ya estaba lavado, embalsamado y amortajado, si bien les pagó más de lo que habrían cobrado por su trabajo. Se marcharon tranquilos, sin entender aquello, aunque también sin preguntar lo que no les importaba. Más tarde llevaron las parihuelas, bajaron el cadáver, lo colocaron en ellas y lo llevaron al cementerio. Las gentes asistieron al entierro y Marchana y las mujeres fueron detrás, llorando y sollozando hasta llegar al camposanto. Cavaron una fosa y lo enterraron (¡apiádese Dios de él!) La gente regresó, se separó y volvió a sus quehaceres. Así pudo ocultarse cómo había muerto Qasim, y nadie sospechó la verdad, pues la gente creyó que había sucumbido de muerte natural.
Transcurrido el plazo legal de viudedad, Alí Babá se casó con la mujer de su hermano, se escribo el contrato de matrimonio, y éste fue consumado. La gente encontró bien este acto, y lo atribuyeron al mucho cariño que Alí Babá tenía a su hermano. Alí Babá trasladó sus enseres y riquezas a casa de su nueva mujer, y se quedó a vivir en ella con sus dos esposas, también trasladó allí las riquezas que había sacado del tesoro. Para atender la tienda de su difunto hermano pensó en el hijo que Dios le había concedido, y que ya tenía doce años. El muchacho había servido a un comerciante, había aprendido el oficio con él, y era ya persona entendida. Entonces el padre necesitó alguien a quien confiar la tienda, le retiró del lado de aquel comerciante y se la entregó para que vendiese y comprase, todas las mercancías y los objetos con que la había dejado su tío prometiéndole que lo casaría si andaba por el camino del bien y del éxito, si seguía la senda de la justicia y de la bondad. Esto es lo que a ellos se refiere.
Veamos ahora qué hacían los ladrones. Después de un corto lapso de tiempo volvieron al tesoro, entraron y, al no encontrar el cuerpo de Qasim comprendieron que más de uno conocía aquello, que el difunto tenía compañeros, y que su secreto se había divulgado entre la gente. Esto les llenó de preocupación y pena. Comprobaron si se habían llevado algo del tesoro, y vieron que les faltaba una gran suma. Fuera de sí por la ira, su jefe les dijo: «¡Héroes! ¡Paladines de la guerra y del combate! Ha llegado el momento de la venganza. Creíamos que había entrado aquí un solo individuo, pero lo cierto es que se trata de varios, cuyo número y morada desconocemos. Hemos expuesto nuestras vidas y nos hemos lanzado al combate para reunir estas riquezas, y ahora otros se aprovechan de ellas sin fatiga. Esto es algo enorme, intolerable. Hay que idear algo que nos permita apoderarnos de nuestros enemigos y vengarnos terriblemente de ellos: les he de matar con este sable aunque ello me cueste la vida. Ha llegado el momento de actuar, de mostrar la hombría, la audacia y la actividad. Dividíos en grupos, entrad en la ciudad y los pueblos, recorred las poblaciones y las comarcas, buscad noticias y preguntad si hay algún pobre que se haya enriquecido o algún occiso que haya recibido sepultura. Tal vez encontréis indicios que os lleven hasta vuestro enemigo y Dios os reúna con él. Necesitamos especialmente uno que sea astuto y falso, que esté orgulloso de ser hombre, para que marche solo a la ciudad, ya que nuestro enemigo es, sin duda ni vacilación uno de sus habitantes. Uno de vosotros se disfrazará de mercader, y entrará en la ciudad en busca de noticias; preguntará por los sucesos y acontecimientos recientes; por los que han muerto o han sido asesinados en este pequeño lapso de tiempo, por sus familiares, por sus casas y cómo han ocurrido las desgracias. Tal vez encuentre indicios que lo lleven a lo que busca, pues un asesinato no se oculta. Es seguro que la noticia se habrá extendido por el país, que se hablará de ello entre grandes y chicos. El que capture a nuestro enemigo o nos informe del lugar en que se halla, se habrá hecho acreedor de una magnífica recompensa. Lo ascenderé, le aumentaremos de grado y lo nombraré mi sucesor. Pero si fracasa en su intento y no consigue lo que prometa, frustrando con ello nuestras esperanzas, lo tendremos por tonto, ignorante, corto de entendederas, inhábil e irreflexivo, lo castigaremos por haber actuado mal, por el fracaso de sus esfuerzos, y le daremos muerte, pues no necesitamos un hombre que carece de hombría, y no nos es útil quien no es perspicaz, pues sólo puede ser un ladrón hábil el hombre de entendimiento despierto, que domina todas las ramas del engaño; no digáis de ése, “¡Qué valiente!” ¿Quién de vosotros se ofrece para tan difícil y peligrosa misión?» Sus hombres, al oír la arenga del jefe, aprobaron su idea y aceptaron las condiciones que había expuesto, sin contradecirlo y jurándose que las respetarían. Uno de ellos, alto y grueso se ofreció a recorrer ese camino complicado y peligroso y aceptó explícitamente las condiciones aprobadas por todos. Lo honraron, elogiaron su valor y su ofrecimiento, alabaron sus nobles propósitos y su resolución, le agradecieron su hombría y su coraje y se admiraron de su fuerza y audacia. El jefe le recomendó tranquilidad y resolución en el obrar, y habilidad en las tretas, engaños y añagazas. Le explicó que debía entrar en la ciudad disfrazado, exteriormente, de comerciante que va en busca de negocios, aunque en su interior llevase la firme resolución de espiar. Cuando el jefe hubo terminado de hacerle sus recomendaciones, él y los ladrones lo dejaron solo y se marcharon. El ladrón que se había ofrecido a librar a sus compañeros se vistió de comerciante, adoptó el aspecto de éstos y esperó que llegara el día para dirigirse a la ciudad. Al descorrerse las tinieblas y aparecer la aurora fue con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!) hacia la ciudad, entró en ella, recorrió sus calles y plazas y cruzó sus zocos y sus callejas cuando la mayoría de gente estaba aún sumergida en las delicias del sueño. Anduvo sin parar hasta que fue a desembocar al zoco del hach Mustafá el cordonero, que ya había abierto la tienda y estaba sentado, cosiendo unas sandalias puesto que, como hemos dicho, se levantaba temprano, bajaba al zoco y tenía la costumbre de abrir antes que los demás vecinos. El espía se acercó a él, lo saludó con buenas palabras y lo trató con delicadeza y respeto. «¡Dios te bendiga en tu ocupación y aumente el respeto que se te debe! —le dijo—. Eres el primero de los inquilinos del zoco que abre la tienda.» El jeque Mustafá le replicó: «¡Hijo mío! Vale más ser diligente en la busca del sustento que en el sueño. Ésta es mi costumbre de todos los días». «Pero jeque, me maravilla lo bien que coses a esta hora, antes de la salida del sol, a pesar de tu poca vista, de tu mucha edad y de la escasez de luz.» El jeque Mustafá, al oír estas palabras, se volvió, enfadado, hacia él, lo miró con dureza y le dijo: «Creo que no eres de esta ciudad. Si fueses uno de sus habitantes no habrías dicho tales palabras, puesto que ricos y pobres me conocen por la agudeza de mi vista, y soy célebre entre grandes y pequeños por lo bien que conozco el oficio de cordonero, hasta el punto de que un grupo me escogió ayer para que les cosiera un muerto, en un lugar en que apenas había luz. Y lo cosí a la perfección, lo cual me hubiera sido imposible sin mi agudeza visual». El ladrón, al oír estas palabras, se alegró de haber conseguido su propósito, y comprendió en seguida, que el decreto divino lo había conducido hasta tropezar con lo que buscaba. Le dijo, aparentando sorpresa: «¡Te habrás equivocado, jeque! Habrás cosido una mortaja, ya que jamás he oído decir que se cosa a los muertos». «¡No he dicho sino la verdad! Pero veo que te propones fisgonear los secretos de la gente; si tal es tu intención, apártate de mí y tiende tus trampas a otro. Tal vez creas que hablo mucho, pero me llaman «El callado», y no pienso revelar lo que quiero guardar secreto; no te contaré nada más de este asunto.» El ladrón acabó de convencerse de que aquel muerto era el hombre al que habían matado en el tesoro. Dijo al viejo Mustafá: «¡Jeque! Para nada me interesa tu secreto, y es preferible que guardes silencio, ya que se dice: “Guardar el secreto, es propio del carácter de los píos”. Lo único que quiero es que me indiques la casa del muerto. Tal vez sea uno de mis parientes o conocidos, y en ese caso es necesario que yo dé el pésame a la familia, ya que he estado mucho tiempo fuera de esta ciudad, e ignoro lo que ha ocurrido en ella durante mi ausencia». Metió la mano en el bolsillo, sacó un dinar y lo colocó en la mano de Mustafá. Éste lo rechazó, diciendo: «Me preguntas algo que no puedo contestar, ya que me condujeron a la casa del difunto después de haberme tapado los ojos con una venda, e ignoro el camino que conduce a ella». «Yo te he dado ya el dinar, tanto si puedes satisfacer mi deseo como si no. Cógelo y Dios te lo bendiga; no tienes por qué devolverlo. Pero entre las cosas posibles está el que tú te sientes un rato a meditar en el camino que te hicieron andar mientras tenías los ojos tapados.» «No puedo hacerlo, a menos que me tapes los ojos con una venda, del mismo modo que me hicieron entonces. Me acuerdo cómo me cogieron por la mano, me condujeron, me hicieron dar vueltas y me hicieron detener. Así quizá pueda guiarte al lugar que deseas.» El ladrón se felicitó al oír estas palabras, dio otro dinar al jeque Mustafá y le dijo: «Haremos lo que has dicho». Ambos se pusieron en pie. El anciano cerró su tienda, y el ladrón le vendó los ojos y, tomándolo por la mano, empezó a andar con él. El jeque Mustafá iba unas veces hacia la derecha, otras hacia la izquierda, y a ratos lo precedía. Hizo lo mismo que había hecho con la joven Marchana, hasta llegar a una calle, en que dio unos cuantos pasos y se detuvo, diciendo al ladrón: «Creo que fue aquí». El bandido le quitó la venda de los ojos. El hado quiso que el cordonero se detuviera delante de la casa del difunto Qasim. El ladrón le preguntó: «¿Conoces al dueño de este edificio?» «¡No, por Dios! Esta calle se halla lejos de mi tienda, y no conozco a la gente del barrio.» El ladrón le dio las gracias, le entregó otro dinar y le dijo: «¡Vete con Dios!» El jeque Mustafá regresó contento a su tienda por haber ganado tres dinares. El ladrón examinó la casa y vio que la puerta se parecía a las de todas las casas del barrio. Temiendo confundirse, cogió yeso e hizo en ella una pequeña señal blanca que le sirviera para identificarla. Contento, seguro de que había cumplido la misión encomendada y que sólo faltaba tomar venganza, regresó junto a sus compañeros, que estaban en el monte. Esto es lo que a él se refiere.
He aquí lo que hace referencia a la joven Marchana: Cuando se hubo levantado y rezado la oración de la aurora, como tenía por costumbre, arregló sus cosas y salió a comprar los alimentos y bebidas que necesitaba. Al volver del mercado vio que en la puerta de la casa había una señal blanca. La contempló, le extrañó y la intrigó. Se dijo: «Es posible que sea un juego de niños o una marca hecha por los muchachos del barrio, pero también puede ser una señal puesta por un antiguo enemigo o un vil envidioso, con mala intención y con un propósito vituperable. Lo mejor será confundirlo y frustrar su nefasto plan». Cogió un pedazo de yeso y trazó en la puerta de sus vecinos señales parecidas a la que el ladrón había hecho. Así señaló unas diez puertas del barrio. Después entró en su casa y no dijo nada de lo que acababa de hacer. Esto es lo que a ella se refiere.
En cuanto al ladrón, al reunirse con sus compañeros en el monte se mostró contento y les dio la buena noticia de que había realizado sus deseos al descubrir a su enemigo, y que pronto podrían vengarse de él. Les refirió cómo había encontrado, de paso, a un cordonero que había cosido a un muerto, y que aquél lo había conducido a la casa de éste; cómo había señalado a ésta para evitar confusiones y quedar más tranquilo. El jefe le dio las gracias, lo alabó por su valor y se alegró mucho. Dijo a los ladrones: «Dividíos en grupos, poneos trajes de ciudadanos corrientes, esconded vuestras armas, dirigíos a la ciudad, entrad en ella por distintos lugares y reuníos en la mezquita mayor. Entretanto, yo y este hombre, quiero decir el espía, buscaremos la casa de nuestro enemigo. Cuando la encontremos, y nos cercioremos volveremos a reunimos con vosotros en la mezquita y celebraremos consejo en ella para resolver lo que hay que hacer. Nos pondremos de acuerdo acerca de lo que sea mejor: asaltar la casa de noche o lo que sea». Los ladrones, al oír sus palabras, las encontraron apropiadas y justas y aceptaron sus deseos. Se dividieron en grupos, se pusieron trajes corrientes y bajo ellos ocultaron la espada, tal como les había mandado el capitán. Entraron en la ciudad por distintos lugares, temerosos de que sus habitantes los descubrieran, y se reunieron en la mezquita principal, de acuerdo con lo convenido. El capitán y el espía se dirigieron a la calle en que vivía su enemigo, y al llegar a ella, el capitán vio una casa concuna señal blanca. Preguntó a su compañero si era aquélla la que buscaban, y él le contestó que sí. El capitán se volvió hacia otra casa y vio también una señal blanca. Le preguntó: «¿Cuál de las dos es la que nos interesa? ¿La primera o la segunda?» El ladrón quedó perplejo y no supo qué responder. El capitán dio entonces unos cuantos pasos y vio varias puertas más con la misma señal. «¿Has sido tú quien ha señalado todas estas casas, o sólo has marcado una?» «¡Sólo he marcado una!» «¿Y cómo es que ahora hay diez?» «¡No comprendo cómo puede ser!» «¿Puedes distinguir entre todas estas casas la que has señalado tú?» «No; ahora se parecen todas las casas; todas las puertas tienen el mismo aspecto, y todas las señales son iguales.» El capitán, al ver que era inútil continuar allí, y que aquella vez no había medio de vengarse, y que su esperanza se había frustrado, regresó con aquel hombre a la mezquita y mandó a sus compañeros que volviesen al monte, recomendándoles que fuesen por distintos caminos, tal como habían hecho a la ida. Al encontrarse todos en el monte, en el lugar de costumbre, les explicó todo, y cómo aquel compañero había sido incapaz de distinguir la casa de su enemigo. Añadió: «Ahora es necesario que cumplamos la sentencia dictada, de acuerdo con las condiciones estipuladas». Lo aceptaron sin pestañear, y el propio ladrón, que era valiente y duro de corazón, no se volvió atrás al oír aquellas palabras ni se mostró cobarde. Al contrario: avanzó, resuelto y sin temor, y dijo: «En realidad soy merecedor de la pena de muerte; éste es el castigo de mi poca previsión y escasa astucia, ya que he sido incapaz de cumplir lo que se me había pedido. No me apetece continuar viviendo y prefiero morir que vivir infamado». El capitán desenvainó la espada, y, de un golpe, le cortó el cuello. La cabeza cayó, separada del tronco. Luego dijo: «¡Hombres de guerra y de combate! ¿Quién de vosotros es el valiente, el bravo, el de corazón resuelto y cabeza serena que se ofrece ahora para realizar esta difícil empresa? Que no se ofrezca el incapaz ni el débil, pues no he de aceptarlo. Debe presentarse el avispado, el muy bravo, el de pensamiento recto y gran habilidad». Uno de aquellos hombres, llamado Ahmad «el encolerizable», muy alto, grueso, de aspecto aterrador, mala catadura, rostro moreno, de mala figura, con bigotes semejantes a los del gato cuando se apresta a caer sobre el ratón y barba parecida a la de un chivo cuando está entre la cabra y el cordero, se adelantó y dijo: «¡Comunidad de mis iguales! ¡Para tal hazaña, sólo yo os convengo! Si Dios quiere os traeré noticias seguras y os conduciré al domicilio del enemigo». El capitán dijo al que se ofrecía para realizar la hazaña: «No irás si previamente no aceptas las condiciones ya establecidas. Si fracasas, serás decapitado. Si vuelves victorioso, te aumentaremos el rango, te honraremos, te ascenderemos, te daremos mayor importancia y tendrás toda clase de bienes». A continuación Ahmad «el encolerizable», se disfrazó de mercader, entró en la ciudad antes de que amaneciera y se dirigió directamente al barrio del jeque Mustafá el cordonero, pues ya iba orientado gracias a las palabras de su compañero. Lo encontró sentado en la tienda. Lo saludó, se instaló a su lado, le habló con amabilidad y dirigió hábilmente la conversación hasta hacerle explicar el asunto del muerto y cómo lo había cosido. Ahmad «el encolerizable» le pidió que lo guiase a la casa. El jeque Mustafá se negó, y rehusó continuar hablando; pero cuando vio el dinero no pudo contrariarlo, ya que las monedas son una flecha certera y un intercesor al que no se rechaza. Entonces se dejó vendar igual que anteriormente, lo condujo hasta la casa del difunto Qasim y se detuvo delante de ella. Le quitó la venda, que le cubría los ojos, le entregó el dinero prometido y dejó que se marchara. Ahmad «el encolerizable» al encontrarse ante su objetivo, temió confundirse más tarde, y, en previsión de ello, marcó la puerta de la casa con una pequeña señal roja, que pintó en un lugar poco visible, pensando que nadie la vería. Después regresó junto a sus compañeros y les contó lo que había hecho, lleno de alegría, sin dudar del éxito y convencido de que nadie vería la señal, por ser pequeña y estar muy disimulada. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que se refiere a la joven Marchana: Se levantó temprano y, como de costumbre, salió a comprar carne, verduras, frutas, frutos secos y demás cosas necesarias para la casa. Al regresar del mercado la señal roja no le pasó inadvertida, antes al contrario, cayó bajo su vista y la contempló. La encontró rara, le llamó la atención y pensó con su agudeza y mucho entendimiento que la había hecho algún enemigo o un vecino envidioso, para hacer daño a la gente de la casa. No vaciló en marcar de rojo, con señales de la misma forma, las casas de los vecinos, y las pintó en el mismo sitio que había elegido Ahmad «el encolerizable». La joven no dijo nada para no intranquilizar o perturbar a su señor. Esto es lo que a ella se refiere.
Entretanto, el ladrón, que se había reunido con sus compañeros, les refirió lo que le había ocurrido con el cordonero, y cómo éste lo había guiado hasta la casa de su enemigo, cuya puerta había marcado con una señal roja para poder reconocerla. El capitán ordenó a sus hombres que se vistieran como el vulgo, que escondiesen las armas debajo de los trajes, y que entraran en la ciudad por distintos caminos. Añadió: «Os reuniréis en tal mezquita, y permaneceréis en ella hasta que nos unamos a vosotros». Él se marchó con Ahmad «el encolerizable» en busca de la casa en cuestión, para ver cuál era. Al llegar a la calle ya sabida, Ahmad «el encolerizable» fue incapaz de reconocerla dado el gran número de señales colocadas en las puertas. Al comprobarlo se avergonzó y no supo qué decir. El capitán, al darse cuenta de que era incapaz de encontrar la casa, bajó la cabeza, frunció el ceño y se enojó terriblemente. Pero la necesidad lo obligó a disimular, de momento, su enfado. Regresó con el ladrón, que marchaba cabizbajo, a la mezquita. Al reunirse con sus compañeros, les ordenó que regresasen al monte. Se separaron, y, en distintos grupos, regresaron a su feudo. Se sentaron en consejo, y entonces el capitán les refirió lo sucedido, y que los hados no les habían ayudado a tomar venganza, pues aquel día se había puesto al descubierto la vergüenza e incapacidad de Ahmad «el encolerizable», el cual se había demostrado incapaz de reconocer la casa de su enemigo. Luego desenvainó la espada, y de un mandoble en el cuello echó a rodar su cabeza, la separó del cuerpo, y Dios despachó su alma a toda prisa hacia el fuego (¡qué pésima morada!). El capitán meditó en el asunto y se dijo: «Mis hombres son buenos para combatir, alancear, saquear, verter sangre y hacer incursiones, pero no tienen idea de lo que son las tretas y las añagazas. Si los mando uno detrás de otro para solucionar este problema, los perderé a todos sin utilidad ni beneficio. Lo mejor es que vaya yo personalmente a solucionar este difícil asunto». Informó de ello a los ladrones, y les dijo que iba a ir él, personalmente, a la ciudad. Le contestaron: «Este asunto es tuyo, y la autoridad también. Haz lo que te parezca». Entonces se cambió de vestidos, y al amanecer se dirigió a la ciudad en busca del jeque Mustafá el cordonero, del mismo modo que habían hecho sus dos mensajeros. Al encontrarlo, se acercó a él, lo saludó, le habló de buena forma y llevó la conversación hasta comentar lo acaecido al asesinado, y no paró de tirarle de la lengua y ofrecerle dinero hasta que el jeque Mustafá se avino a su deseo, y el capitán obtuvo lo que deseaba, o sea, el conocimiento del domicilio de su enemigo por el procedimiento ya citado. Cuando el viejo lo dejó ante la casa, le dio una recompensa mayor que la que le había prometido y lo despidió. Después se fijó en el edificio, lo examinó y no le fue necesario poner ninguna señal, puesto que contó las puertas que había en la calle, hasta llegar a la de la casa que le interesaba; se aprendió el número de memoria, examinó sus ventanas y sus arcos y se fijó en todos los detalles hasta conocerla a la perfección. Entretanto, se paseaba por la calle para que sus vecinos no se extrañaran al verlo allí tanto rato. Luego volvió junto a sus compañeros, les explicó lo que había hecho, y les dijo: «Sé cuál es la casa de nuestro enemigo, y, si Dios lo quiere, ha llegado la hora de nuestra venganza. He meditado acerca de cómo hemos de entrar y atacarlo. Os lo voy a contar. Si os parece bien lo pondremos en práctica, y si no lo aprobáis, el que tenga algo mejor que lo mío, que lo exponga y explique lo que bien le parezca». Les refirió lo que había pensado y lo que quería hacer. Los ladrones lo aprobaron, se pusieron de acuerdo y prometieron, bajo juramento, que ninguno de ellos quedaría rezagado respecto a su compañero en busca de la venganza. Entonces envió un grupo de ellos a un pueblo cercano y les mandó comprar cuarenta grandes pellejos de cuero. Despachó el resto de sus hombres a las aldeas vecinas para que comprasen veinte mulos. Cuando hubieron adquirido todo lo que les había mandado, se presentaron ante él. Hicieron en cada pellejo una hendidura suficiente para que pudiese entrar un hombre, y cada ladrón se metió en un odre con un puñal en la mano. Una vez estuvieron todos dentro, metidos en esa cárcel tan estrecha, cosió el capitán las aberturas, las dejó como habían estado, ensució los pellejos con aceite, para que quienes los vieran pensasen que estaban llenos de este líquido y los cargó de dos en dos a lomos de una mula. Los dos pellejos restantes los llenó de aceite verdadero y los colocó en uno de los animales. En total había veinte muías cargadas: diecinueve de hombres, y una de aceite, ya que los ladrones, después de la pérdida de sus dos compañeros, a los que dio muerte el capitán, habían quedado reducidos a treinta y ocho. Cuando terminó estos preparativos, se puso al frente de la recua de mulos y entró en la ciudad cuando ya había caído el sol, cuando era tarde y había desaparecido la luz. Buscó la casa de Alí Babá y la reconoció en el acto. Al llegar ante ella tropezó con Alí Babá, el cual estaba sentado en un banco en la calle; en el banco había un tapiz, y se apoyaba en una magnífica almohada. Se fijó en él y vio que estaba contento, feliz y tranquilo por el bienestar y desahogo en que vivía. Al llegar junto a él lo saludó correctamente, con educación, humildad y respeto. Le dijo: «No soy de este país, mi patria está lejos, y mi morada apartada. He comprado aceite, y espero venderlo en esta ciudad. Pero he entrado tarde, me ha sido imposible llegar antes, a causa de la distancia y el mal estado del camino, y he encontrado cerrados los mercados. Me he puesto en marcha, perplejo, en busca de un lugar o refugio en que poder pernoctar con mis animales, pero no lo he encontrado; he andado hasta pasar, ahora, por tu lado. En cuanto te he visto, he dado gracias a Dios, porque ha solucionado mi problema y me ha hecho conseguir mi propósito. La generosidad se hace bien patente en tu gracioso rostro, y la hombría brilla en tus ojos honrados. No cabe duda de que eres hombre de bien y de mérito, piadoso y bueno. ¿Puedes darnos cobijo por esta noche a mí y a mis muías? Te harás merecedor de que te recompense y que te haga un buen regalo. Además, serás recompensado por el Generoso, el Favorecedor, el que paga un bien con otro bien, el que borra las maldades con el perdón. Mañana por la mañana, si Dios quiere, bajaré al mercado, venderé mi aceite y me separaré de ti, agradeciéndote el favor y alabándote». Alí Babá replicó: «¡Bien venido sea el caminante! ¡Hoy eres nuestro huésped bendito, y nos satisface esta noche feliz!» Alí Babá era noble y generoso, magnánimo, de buenas costumbres y cualidades. De intenciones puras, sólo pensaba bien de la gente. Creyó lo que había inventado el falso comerciante; no se le ocurrió que pudiera ser el capitán de los ladrones del monte, ni lo reconoció, a pesar de haberlo visto una vez, aunque con un aspecto distinto. Llamó a su esclavo Abd Allah y le mandó que hiciese entrar las muías. Éste cumplió su orden, y el capitán entró en pos de sus animales para descargar los odres. Él y Abd Allah los bajaron de las muías y los alinearon junto a la pared en el patio de la casa. Después, el esclavo cogió las mulas, las metió en el establo y les dio cebada. El capitán quería pasar la noche en el patio, junto a los odres, negándose a entrar en la habitación con la excusa de que temía causar molestias a las gentes de la casa cuando en realidad era para poder llevar a cabo su propósito y poder realizar la perfidia que le había llevado junto a Alí Babá. Pero éste no le consintió que lo hiciese, lo conjuró a que entrase, y lo hizo de tal forma que casi lo arrastró. Al ver que era imposible seguir negándose, entró con él. El capitán se encontró en una amplia y espaciosa sala, cuyo suelo era de distintas clases de mármol. A su alrededor, unos enfrente de otros, había divanes recubiertos con los más preciosos tapices y tapetes, y en la testera del salón, un diván, mayor que los demás, cubierto de regia seda; sus peldaños estaban plateados, y las cortinas, bordadas. Alí Babá lo hizo sentar en este diván, mandó encender las velas y envió recado a Marchana, informándola de que tenía un huésped y ordenándole que preparase los mejores alimentos para la cena. Después se sentó junto al recién llegado, le hizo compañía y le dio conversación hasta que llegó la hora de la cena. Entonces pusieron los manteles y sirvieron los guisos en vasos de plata y de oro. Colocaron la mesa delante del capitán y éste comió de todos los guisos en compañía de Alí Babá. Luego quitaron la mesa, sirvieron vino añejo, y la copa fue pasando de una mano a otra. Cuando hubieron terminado y estuvieron hartos de comer y beber, reanudaron la charla y así estuvieron parte de la noche. Llegada la hora de dormir y de acostarse, el capitán se levantó y bajó al patio, diciendo que antes de retirarse quería tapar a sus animales, si bien lo que quería era hablar con sus hombres. Se acercó al primero, que estaba, como ya hemos dicho, en el interior del primer pellejo, y le dijo en voz baja: «Cuando os tire, desde la ventana, un guijarro, desgarrad el pellejo con el puñal y reuníos conmigo». Dijo Jo mismo al segundo, al tercero y a los demás hasta terminar con el último.
Alí Babá se proponía ir al baño a la mañana siguiente, por lo que recomendó a Marchana que le preparase la toalla que le era necesaria y que se la diera a Abd Allah, así como que le hiciera caldo de carne para bebérselo al salir del baño. Le recomendó, asimismo, que tratase bien al huésped, que le mullese la cama y que lo atendiese personalmente, de acuerdo con las reglas de la hospitalidad. Le contestó que así lo haría, y Alí Babá se fue a la cama, se acostó y se durmió.
Veamos ahora lo que hacía el capitán de los ladrones y digamos que es Dios quien concede la ayuda. Cuando se hubo puesto de acuerdo con sus compañeros y cómplices y hubo maquinado con ellos lo que había que hacer, subió en busca de Marchana y le preguntó por su dormitorio. Ésta tomó una vela y le condujo a una habitación llena con los más hermosos tapices, con el lecho, las sábanas y todos los objetos que podía necesitar durante la noche. Marchana se fue luego a la cocina para hacer lo que la había mandado su señor: preparó la toalla y los objetos necesarios para el baño, y los entregó a Abd Allah. Después encendió el fuego debajo de la cacerola. Mientras hacía esto, la luz del candil iba disminuyendo poco a poco por falta de aceite, hasta que se apagó por completo. Buscó la aceitera y vio que estaba vacía; además, se había terminado la cera. Quedó perpleja, ya que necesitaba luz para terminar de preparar el caldo. Abd Allah, al verla así, le dijo: «No te inquietes ni te preocupes porque se haya terminado el aceite de la casa, pues lo tenemos en abundancia. ¿Has olvidado que los pellejos del comerciante forastero están llenos de aceite? Los han puesto en el patio. Baja, coge lo que quieras, y por la mañana le pagaremos su importe». Marchana, al oír estas palabras, encontró que la idea era buena, le dio las gracias por el magnífico consejo, bajó con la jarra y se acercó a los pellejos. Los ladrones estaban ya hartos de la larga permanencia en tan estrecha prisión, estaban fatigados de tener la espalda doblada; respiraban fatigosamente y tenían los miembros descoyuntados y los huesos molidos; no podían aguantar más esta situación y les era imposible continuar encerrados. Al oír la voz de Marchana creyeron, en su ignorancia, que era la de su jefe, puesto que la flecha del destino iba a alcanzarlos y la orden de Dios iba a cumplirse. Uno de los ladrones preguntó: «¿Ha llegado el momento de salir?»
Refiere el narrador de esta historia admirable, de este relato emocionante, extraordinario: Marchana, al oír la voz de un hombre que hablaba en el interior del odre, se asustó muchísimo; tembló de terror y se aterrorizó de mala manera. Otra mujer se habría desmayado o gritado, pero ella tenía un corazón valiente y una imaginación rápida. Se dio cuenta en seguida de lo que sucedía y pensó, en menos de un abrir y cerrar de ojos, que aquellos hombres iban con mala intención. Ideó en seguida lo que le convenía hacer, puesto que si gritaba o se movía moriría sin remedio, así como su señor y todos los moradores de la casa. Se abstuvo de lamentos y algazara y empezó a poner en práctica la trampa que se le había ocurrido: bajó la voz y contestó al primer ladrón: «Espera un momento. Falta muy poco tiempo». Se acercó al segundo odre, y el ladrón que lo ocupaba le preguntó lo mismo que el primero. Le contestó de la misma forma que al anterior. Los ladrones le preguntaban el uno detrás del otro y ella les contestaba y los invitaba a tener paciencia. Así llegó hasta los pellejos que contenían el aceite, y que eran los últimos de la fila. Cuando vio que éstos se empeñaban en seguir callados pensó que no debían contener hombres. Los movió, y al convencerse de que estaban llenos de aceite, abrió uno, llenó la jarra, volvió a la cocina y encendió el candil. A continuación preparó un gran caldero de cobre rojo, bajó con él al patio, lo llenó de aceite, lo colocó sobre el fuego y puso mucha leña debajo, hasta que el aceite hirvió. Entonces bajó con el caldero y fue vertiendo una jarra de aceite en la boca de cada pellejo; el líquido fue matando a los ladrones en cuanto les llegaba a la cabeza. Así los aniquiló a todos. Al comprobar que todos habían muerto, regresó a la cocina y terminó de hacer el caldo de carne que le había mandado su señor. Concluido su trabajo, apagó el fuego y la lámpara y se sentó a espiar al capitán.
Éste, al entrar en la habitación que se le había preparado, cerró la puerta, apagó la vela y se tendió en la cama como si durmiera, a pesar de que seguía despierto, en espera del momento oportuno de caer sobre los habitantes de la casa. Cuando le pareció que todos estaban durmiendo, se levantó en silencio y se asomó a observar. Al no ver luces ni oír ningún ruido, creyó que los moradores de la casa dormían. Cogió un guijarro y lo tiró al patio, de acuerdo con lo convenido con sus compañeros. Esperó un poco para dar tiempo a que salieran de los odres; pero como siguieron callados y no se movían ni se oía rumor alguno, quedó perplejo. Desde la ventana tiró otro guijarro sobre los pellejos, pero éstos siguieron mudos y sin hacer ningún movimiento. Esto lo intrigó, y volvió a tirar, por tercera vez, otra piedra. Esperó, sin resultado, la salida de sus ladrones. Perdió la paciencia, el miedo hizo mella en su corazón, y bajó a ver qué les había ocurrido y el porqué de su silencio. Percibió un olor desagradable y el tufo de aceite quemado, con lo que aumentaron su terror y su miedo. Recorrió la fila, dirigiendo la palabra a uno después de otro, pero no contestó ninguno. Entonces movió los pellejos, los agitó y miró en su interior: vio a sus hombres achicharrados. Al comprobar que alguien había sacado aceite de uno de los odres, comprendió la manera cómo habían muerto y la causa de su fallecimiento. Esto lo afligió mucho y lloró copiosamente por haber perdido a sus compañeros. Temiendo que lo detuviesen, se decidió a huir y a escapar antes de que le cerrasen el camino. Abrió la puerta del jardín, trepó por la pared, saltó a la calle y huyó como alma que lleva el diablo. Iba cabizbajo, fatigado de pena y con el corazón lleno de mil pesares.
Marchana lo observaba desde su escondrijo. Al comprobar que había huido, cerró la puerta del jardín que había abierto el ladrón y regresó a su habitación. Esto es lo que a ella se refiere.
He aquí lo que se refiere a Alí Babá: Cuando Dios hizo aparecer la mañana y ésta iluminó con su luz y se hizo claro y el sol saludó a la más hermosa de las criaturas, Alí Babá despertó de su sueño y de las dulzuras del reposo. Se vistió y se dirigió al baño. Su esclavo Abd Allah iba detrás de él con los útiles para el lavado y la toalla que le era necesaria. Entró en el baño, se lavó y descansó en la más completa satisfacción y felicidad, sin saber lo que había pasado en su casa durante la noche ni el peligro del que Dios le había salvado. Al terminar de lavarse se puso otra vez los trajes y regresó a su domicilio. Al entrar en el patio vio que los pellejos seguían en el mismo sitio, y se admiró. Preguntó a Marchana: «¿En qué piensa ese comerciante forastero, que tarda tanto en marchar al mercado?» «¡Señor mío! Dios te ha destinado para una larga vida y te ha dado mucha suerte, pues esta noche te has salvado de un gran peligro, y Dios te ha librado a ti y a tus familiares de la destrucción y de una muerte vil, gracias a tu pureza de intención. Ha hecho caer en una fosa a aquellos que la habían cavado para sepultarte en ella, castigando sus malas intenciones. La falsedad trae siempre consigo la desgracia y la muerte prematura. He dejado todas las cosas tal como estaban, para que veas con tus propios ojos lo que te había preparado, a traición, aquel fingido comerciante, y el valor de tu esclava Marchana. ¡Anda, contempla lo que hay en el interior de esos pellejos!» Alí Babá se acercó, y al ver en el interior del odre que tenía más próximo un hombre que empuñaba un puñal, palideció, cambió de humor y se echó atrás del susto. La joven le dijo: «No temas, pues ese hombre está muerto». A continuación le mostró los restantes pellejos, en el interior de cada uno de los cuales había un hombre muerto, con un puñal en la mano. Quedó un rato atemorizado, mirando unas veces a Marchana y otras a los pellejos. Estaba estupefacto, amilanado, sin saber lo ocurrido. Exclamó: «¡Apresúrate a explicármelo todo! ¡Sé breve! Lo que he visto me ha llenado de temor». «Espera un poco y no levantes la voz, para que los vecinos no se enteren de aquello que no interesa que se difunda. Tranquilízate, ve a tu habitación y siéntate en tu sillón para descansar. Yo te llevaré el caldo de carne que te he hecho, te lo beberás y desaparecerá el terror que te ha sobrevenido.» Después se dirigió a la cocina, le llevó el caldo, se lo dio, y él se lo bebió. Luego empezó a hablar: «Ayer me mandaste que te preparase los útiles propios del baño y que te hiciera caldo de carne. Mientras estaba ocupada en cumplir tus órdenes, se apagó la lámpara por falta de aceite. Busqué la jarra del aceite, la encontré vacía y me quedé perpleja, sin saber qué hacer. Pero Abd Allah me dijo: “No te preocupes por eso, pues tenemos mucho aceite en casa. Baja, coge lo que necesites de los pellejos del comerciante que duerme en nuestro domicilio, y mañana le pagaremos su importe”. Considerando que su consejo era bueno, bajé con la jarra. Al acercarme a los pellejos, oí en su interior la voz de un hombre, que preguntaba: “¿Ha llegado el momento de salir?” Comprendí en seguida que aquello era una trampa, y le contesté, sin temor: “Ya falta muy poco”. Recorrí todos los pellejos y vi que en el interior de cada uno de ellos había un hombre, que me preguntaba exactamente lo mismo o me dirigía palabras semejantes. Yo iba dando la misma contestación y así llegué a dos pellejos que estaban llenos de aceite. Llené la jarra, encendí la lámpara, cogí un gran caldero, lo llené de aceite y lo puse al fuego; cuando hubo hervido, lo vertí por la boca de cada odre hasta que murieron todos los ladrones, a consecuencia del aceite caliente, conforme tú has podido comprobar. Luego apagué la lámpara y me senté a observar lo que hacía aquel comerciante traidor, pérfido y embustero. Vi que desde su ventana tiraba piedras para despertar a sus hombres, y que repetía esto varias veces. Pero como no se decidían a salir y él quería verlos, bajó a averiguar la causa por la que seguían quietos, y los encontró a todos muertos. Entonces, temió que a él le detuviesen o le matasen, por lo que trepó por la pared del jardín, saltó a la calle y huyó. Yo no quise despertarte para no alborotar a la gente de la casa, y he esperado a que regresaras del baño para explicártelo todo. Esto es lo que me ha sucedido con esos traidores, pero Dios es más sabio. Ahora es necesario que te diga algo que me ocurrió hace poco y que hasta ahora te he ocultado. Hace unos días, al volver del mercado, vi que en la puerta de nuestra casa había una señal blanca. Al contemplarla me intranquilicé, me inquieté y me di cuenta de que la había hecho un enemigo, con la idea de hacernos daño. Para confundirlo, pinté la misma señal en la puerta de las casas de nuestros vecinos. Al día siguiente vi que habían hecho una señal roja en la puerta de nuestra casa, y yo puse una señal idéntica en la puerta de nuestros vecinos. Te he ocultado esto por temor a alarmarte. Es seguro que las señales las pusieron los hombres que están muertos: son los ladrones con los que tropezaste en el monte. Desde el momento en que supieron el camino de nuestra casa, no nos han concedido reposo ni descanso y mientras quede sobre la faz de la tierra uno solo, correremos el riesgo de caer en sus trampas. No cabe duda de que ese que ha huido se esforzará en darnos muerte. Es necesario que vigilemos. Yo permaneceré despierta y alerta».
Refiere el narrador: Alí Babá, al oír las palabras de su esclava Marchana se maravilló muchísimo de lo que les había ocurrido, del extraordinario suceso que habían vivido. Dijo a Marchana: «He escapado de este peligro y me he salvado de este riesgo gracias al Creador, al Favorecedor, al Benefactor, que nos protege con su gracia, y a tu inteligencia penetrante, a tu buen entendimiento». Le dio las gracias por lo bien que había obrado, por su valor, por su reflexión penetrante y por su buen consejo. Le dijo: «Desde este instante eres completamente libre ante la faz de Dios, pero siempre te seremos deudores y te recompensaré por todo. Como has dicho bien, no cabe duda de que ésos son los ladrones del bosque. ¡Loado sea Dios, que nos ha salvado de ellos! Ahora es necesario enterrarlos y ocultar lo que nos ha ocurrido». Llamó a su esclavo Abd Allah y le mandó que le llevasen los picos. Cogió uno, dio otro al esclavo y empezaron a abrir una gran fosa en el jardín; luego trasladaron los cuerpos de los ladrones, los arrojaron a la fosa y los cubrieron de tierra hasta que desapareció su rastro por completo. Vendió los mulos en el mercado en distintas fechas, y lo mismo hizo con los pellejos. Esto es lo que a ellos se refiere.
En cuanto al capitán de los ladrones: al escapar de la casa de Alí Babá huyó al bosque y entró en el tesoro en el más lamentable de los estados, llorando su soledad y su aislamiento. Se sentó, triste, a reprenderse por el fracaso de sus esperanzas, por la derrota de su plan, por la pérdida de sus hombres. La vida se le hizo aborrecible y deseó la muerte, diciendo: «¡Ay de vosotros! ¡Ah héroes del tiempo, hombres de combate y de lucha! ¡Ah, caballeros en la lid de la guerra! ¡Ojalá hubieseis muerto en medio del combate y de la batalla! ¡Habríais encontrado digno fin, en la liza! Pero haber muerto de este modo infame constituye una ofensa, y yo, desgraciado de mí, soy el causante de la muerte de aquellos a los que rescataría, si pudiera, con mi propia vida. ¡Ojalá se me hubiese escanciado el vaso de la muerte antes de tener que presenciar esta calamidad! El Señor —Todopoderoso y excelso— sólo me concede la vida para tomar venganza, lavar la afrenta y vengaros terriblemente, de un enemigo al que he de hacer probar el mal de la tortura y el castigo más grande. Yo me bastaré para hacer esto, a pesar de mi soledad. Aquello que no pueden conseguir muchos hombres, he de realizarlo yo solo si Dios quiere». Pasó toda la noche en un caos de ideas, preocupado y buscando el engaño que le había de permitir alcanzar su objetivo. Veló sin gozar de las dulzuras del sueño, y amaneció sin tener apetito. Siguió esforzando su mente para idear una trampa, pensó en cómo había de conseguir su objeto, meditó en lo que debía hacer en esta coyuntura para alcanzar su deseo y curar su enfermedad. Cuando se hizo de día se vistió de comerciante y se dirigió a la ciudad para alquilar una habitación y abrir una tienda en el zoco de los mercaderes. Trasladó a ésta, desde el tesoro, en varias veces, objetos de mucho valor, hermosas y magníficas telas, bordadas en oro, entre las cuales había piezas de tela india, paños sirios, vestidos de brocado, preciosos trajes, aderezos de seda y gemas. Todo ello había sido robado en distintos países. Procedía de los bienes de las criaturas de Dios que habían sido depositados en el tesoro. Después se sentó en su tienda y se dedicó a vender y a comprar, a tomar y a dar a la gente. Empezó vendiendo a precios bajos, a rebajar el importe, a aceptar lo que la gente le ofrecía y a complacerla en lo que pedía. Así se hizo célebre, se divulgó su nombre, se difundió su manera de actuar, se hizo notoria su conducta, acudieron a su tienda las personas importantes, y se aglomeraron ante ellos los humildes. Él recibía a la gente con amabilidad y cortesía, la trataba con dulzura y afabilidad, le mostraba un rostro sonriente, buenas costumbres, graciosas palabras y hermosas respuestas. Así consiguió que todos lo apreciasen. Pero todo ello era contrario a su natural, puesto que era duro, grosero, ignorante e inhumano; que estaba acostumbrado al combate, al saqueo, a la matanza y al robo. Pero la necesidad tiene sus leyes, y lo forzó a hacer esto. El Todopoderoso —excelso y grande—, que dispone lo que quiere y ordena sus deseos a las criaturas, quiso que la tienda de este traidor estuviese frente a la del hijo de Alí Babá, que se llamaba Muhammad. Como eran vecinos, los vínculos de la convivencia nacieron entre ambos, y, a causa de esto, se conocieron e intimaron, sin que el uno supiese quién era el otro ni de dónde procedía. Entre los dos se estableció una corriente de afecto y cariño, y llegaron a no poder estar separados.
Un día, Alí Babá fue a visitar a su hijo Muhammad y a ver el zoco de los comerciantes. Encontró al mercader forastero sentado al lado de su hijo. El capitán le reconoció desde el momento en que lo vio y estuvo seguro de encontrarse en presencia del enemigo en cuya búsqueda había ido. Se alegró mucho, y entonces tuvo la seguridad de que conseguiría su deseo y alcanzaría su propósito: tomar venganza. Pero ocultó sus intenciones, procurando permanecer inmutable y cuando Alí Babá se fue, interrogó sobre él a su hijo, aparentando que no lo conocía. Muhammad le contestó: «Es mi padre». Al enterarse de esto, fue a sentarse más frecuentemente aún en la tienda del muchacho, multiplicó sus atenciones para con él y se esforzó en tratarlo bien, aparentando tenerle afecto, cariño, amor y amistad. Lo invitaba a comer, le daba banquetes y fiestas y lo llevaba a sus veladas. No soportaba el estar separado de él en las tertulias y en las fiestas, le regalaba objetos preciosos y le hacía magníficos presentes. Todo lo hacía en vistas a conseguir lo que tenía pensado y para realizar el engaño y la traición que meditaba. Muhammad se dio cuenta de sus muchos favores, de lo agradable de su compañía, de su amistad, de su incesante cariño, de que el afecto que le profesaba había alcanzado su grado sumo, y de que el amor que le tenía era muy grande. Creía que todo ello procedía de su buena intención, que era sincero, y que no podía prescindir de él ni de día ni de noche. Refirió a su padre los favores que debía al comerciante forastero, el mucho amor y cariño que éste le mostraba; que era un hombre rico, generoso, magnánimo y uno de los principales personajes. Excediéndose en su apología, le dijo que lo invitaba a comer guisos exquisitos en cualquier momento, y que le hacía costosos regalos. Su padre le dijo: «Pues es necesario, hijo mío, que tú le correspondas, que le prepares un banquete y que lo invites. Lo harás el viernes, cuando salgáis juntos de la mezquita, después de la oración del mediodía, y paséis por delante de casa, invítalo a entrar. Yo habré preparado lo necesario para hacer agradable la estancia a tan ilustre huésped».
El viernes al mediodía, el capitán se dirigió a la mezquita en compañía de Muhammad. Una vez rezada la oración colectiva, salieron juntos, dispuestos a visitar la ciudad. Pasearon sin descanso hasta que llegaron a la calle de Alí Babá. Al cruzar ante la puerta de la casa, Muhammad invitó a su compañero a que entrase a comer, diciéndole: «Ésta es nuestra casa». El capitán rehusó esgrimiendo varias excusas, pero el muchacho lo insistió, lo conjuró y no cejó hasta conseguir que aceptara. «Complaceré tu deseo por exigirlo así las leyes de la amistad y para darte gusto; pero ha de ser con una condición: no has de poner sal en la comida, puesto que aborrezco mucho este condimento y no puedo comerlo ni aspirar su olor.» «Esto es muy fácil, y si tu estómago no la soporta, se te ofrecerá únicamente comida sin sal.» El ladrón se alegró al oír esto, ya que su mayor deseo consistía en entrar en aquella casa, y todo lo que hacía era pura comedia, a fin de conseguir mejor su propósito y alcanzar su objetivo. Entonces estuvo seguro de que iba a tomar venganza; se cercioró de que iba a aplicar el talión. Se dijo: «Dios los ha hecho caer, sin remedio, sin duda, en mis manos». En cuanto pisó el umbral y entró en la casa, Alí Babá salió a recibirlo, lo saludó con la mayor corrección y cortesía, lo hizo sentar en la testera del salón, pues lo tenía por un distinguido comerciante, y no podía sospechar que era el dueño del aceite, ya que había cambiado de aspecto y de figura. No le pasó por la mente que había metido al lobo entre el ganado, al león entre las ovejas. Se sentó a hablar con él y a hacerle los honores.
Entretanto, su hijo, Muhammad, iba a ver a Marchana y le recomendó que no pusiese sal en los guisos, ya que su huésped no podía soportarla. Esto la contrarió, pues ya tenía hecha la comida, y la obligaba a guisar de nuevo para que no hubiese sal. Esta circunstancia la extrañó y la inquietó. Quiso ver quién era aquel hombre que no necesitaba la sal, que no tenía el mismo paladar que los demás mortales, puesto que una cosa parecida no se había oído contar jamás. Atardecía cuando acabó de cocinar. Marchana y Abd Allah llevaron la mesa y la colocaron delante de los reunidos. Entonces dirigió una mirada al comerciante forastero y lo reconoció en seguida, ya que era muy buena fisonomista y tenía una excelente memoria. Se cercioró de que era el capitán de los ladrones. Mirando atentamente, descubrió debajo de sus faldones la empuñadura de una daga. Se dijo: «Ahora comprendo por qué este maldito se ha negado a compartir la sal con mi señor. Quiere darle muerte, pero le parecería mal y le repugnaría hacerlo después de haber compartido la sal. Pero, con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!), no conseguirá su propósito, pues no permitiré que lo lleve a cabo». Volvió a sus quehaceres, y Abd Allah se encargó del servicio. Comieron todos los platos, y Alí Babá hizo los honores a su huésped y le invitó a comer. Cuando estuvieron hartos se llevaron la mesa y les sirvieron el vino, las tapas, los dulces, la fruta y los licores; comieron pasteles y frutas, y después se pasaron la copa de uno a otro. El maldito les servía de beber, pero él se abstenía de acompañarlos, pues quería emborracharlos y él estar sereno, sin emborracharse, con todo su entendimiento, para poder llevar a cabo su propósito. Cuando estuvieran ebrios y se quedaran dormidos, aprovecharía la ocasión para derramar su sangre y matarlos con el puñal. Después escaparía por la puerta del jardín, como había hecho anteriormente. En esto aparecieron Marchana y Abd Allah. La muchacha llevaba una camisa de tejido de Alejandría, una aljuba de regio brocado y otros preciosos vestidos; un cinturón de oro, trenzado con joyas, ceñía su talle y hacía resaltar las caderas; llevaba una redecilla de perlas en la cabeza, y alrededor del cuello un collar de esmeraldas, jacintos y coral. Debajo aparecían sus senos, semejantes a dos frutos de granados. Las joyas y los trajes realzaban su belleza, que parecía el capullo de una flor de primavera o la luna en la noche del plenilunio. Abd Allah vestía también regiamente y llevaba en la mano una pandereta que tocaba, mientras la joven bailaba como las gentes del oficio. Alí Babá, al verla, se alegró y sonrió. Le dijo: «¡Bien venida la bella muchacha, la criada preciosa! ¡Por Dios, que has hecho bien! Ahora nos apetecía ver bailar para dar completo término a nuestra satisfacción y a nuestra alegría, para distraernos y hacernos felices. Luego dijo al capitán: «Esta muchacha no tiene par. En todo es experta; excelente en el servicio, no hay nada que se le oculte en las distintas ramas de la buena crianza. Es guapa, encantadora, de certera opinión y rapidez de pensamiento. No hay ninguna que se pueda comparar con ella en nuestro tiempo. Le debo grandes favores, y me es más querida que una hija. Fíjate, señor, en la belleza de su cara, en la elegancia de su talle, lo bien que baila, la gracia de sus inflexiones y en la agilidad de sus movimientos». El capitán no escuchaba sus palabras, pues estaba fuera de sí, encolerizado y triste, por la entrada de aquellas dos personas, que estropeaban la maquinación que había preparado contra los habitantes de aquella casa y hacían fracasar la traición y la villanía en que había pensado. Marchana bailó tan bien como una bailarina profesional. Llevó las cosas hasta el punto de sacar el puñal que llevaba en el cinto y seguir danzando con él en la mano, tal como es costumbre entre los árabes. Unas veces ponía la punta encima de su pecho, otras en el de Alí Babá, en el de su hijo Muhammad o en el del capitán. Luego, tomando la pandereta de las manos de Abd Allah, se la presentó a Alí Babá, haciéndole señas para que le diese algo. Él le puso un dinar. Luego la pasó a su hijo, Muhammad, quien le dio otro dinar. Se aproximó al capitán con la pandereta en una mano y el puñal en la otra. El hombre quiso darle algo y metió la mano en el bolsillo. Mientras se encontraba en esta posición, ocupado en sacar los dirhemes necesarios, la joven le clavó el puñal en el pecho, y el bandido murió en medio de estertores. Dios se apresuró a enviar su alma al fuego (¡qué pésima morada!). Alí Babá y su hijo, al ver lo que había hecho, se levantaron apresuradamente y gritaron: «¡Traidora! ¡Hija adulterina! ¡Pérfida! ¡Innoble! ¿Por qué has cometido esta vituperable acción? ¿Qué te ha incitado a este acto miserable? Nos afliges de tal modo que no lo olvidaremos jamás, que será causa de nuestra muerte, de la pérdida de nuestra vida. Pero antes he de castigarte, maldita, y si escapas con vida del juez, no escaparás de nuestras manos». Ella replicó inmutable: «Tranquilizaos, no tengáis miedo. Si tal hubiera de ser la recompensa por haberos salvado, no habría quien se ofreciese a hacer el bien. No os apresuréis a malpensar de mí para que luego no tengáis que arrepentiros. Oíd mi relato, y después haced conmigo lo que queráis. Ese hombre no era un comerciante, según afirmaba y vosotros creíais. Era el capitán de los ladrones del bosque, el que antes había pretendido ser vendedor de aceite y metió aquí hombres en pellejos para daros muerte y exterminaros. Al fracasar en su treta, al perder la esperanza y la confianza en el éxito, tuvo que huir y abandonar la casa. Pero esto no le sirvió de escarmiento ni lo amilanó, sino que aumentó su rabia y odio contra mí y contra vosotros, y siguió resuelto a hacer el mal. Para conseguir su propósito y llegar a su meta, abrió una tienda en el zoco de los mercaderes y la llenó de mercancías preciosas, caras. Por medio de malas artes, de trampas ocultas, de acciones descreídas enredó y engañó a mi señor Muhammad, mostrándole un falso cariño y un amor insincero. Fue tras él con disimulo hasta que le fue posible entrar en vuestra casa y sentarse con vosotros a la mesa. Entonces se dispuso a aprovechar la ocasión para traicionaros, para daros la peor de las muertes y borrar vuestro rastro, confiando en conseguirlo gracias a lo bien afilado de sus armas y a la fuerza de su brazo y de su mano. Pero no hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande. ¡Loado sea Dios, que lo ha hecho morir prematuramente por mis manos! Registradlo, y veréis si son ciertas mis palabras». Le levantó los faldones y les mostró el puñal que llevaba escondido entre sus ropas. Ambos, al oír su respuesta y el discurso con que les contestaba observaron con mucha atención la faz del pérfido y embustero comerciante, y reconocieron en él al vendedor de aceite y al ver el puñal se convencieron de que Dios los había salvado de un gran peligro y que había hecho perecer aquel cuerpo por mediación de su esclava Marchana. Seguros ya de la veracidad de las palabras de ésta, aumentó en ambos la estima en que la tenían. Le dieron las gracias por una acción tan noble y alabaron la actitud de su intuición. Alí Babá le dijo: «Anteriormente te he abrazado y te he prometido una recompensa mayor. Éste es el momento de cumplir lo prometido, y de llevar a buen término mi juramento si es que a ti te place lo que ha tiempo traigo pensado para recompensarte el bien que nos has hecho y pagarte tus bellas acciones. Quiero casarte con mi hijo Muhammad. No me contradigáis». El muchacho aceptó: «¡Oír es obedecer lo que has pensado y decidido! No te contradiré en lo que has dispuesto, aunque fuese algo que me disgustase o molestase. Pero el matrimonio con Marchana constituye mi máximo anhelo, el colmo de mis deseos». Y así era en realidad, pues él la amaba desde hacía tiempo, su pasión por ella había alcanzado el punto culminante, pues era hermosa, bella, bonita y perfecta; poseía talento natural, buenas costumbres y era de origen noble y buena ascendencia.
Se dispusieron a enterrar al capitán: le cavaron una amplia fosa en el jardín, lo depositaron en ella y así se reunió con sus criminales y malditos compañeros. Ninguna de las criaturas de Dios se enteró de estas cosas tan extraordinarias, de estos acontecimientos portentosos.
He aquí lo que ocurrió con su tienda: la hacienda pública, al ver que estaba ausente largo tiempo y que no se sabía nada de él, ni se encontraba rastro, se incautó de los bienes que contenía y de los objetos que guardaba.
Cuando quedaron tranquilos y confiados, cuando estuvieron seguros en su casa y se arreglaron los asuntos; cuando volvió la alegría y se marcharon los pesares, Muhammad casó con la joven Marchana, se extendió el contrato matrimonial ante el cadí de los musulmanes, le hizo el primer regalo de bodas y se obligó a entregarle el segundo. Las gentes acudieron a porfía, se celebraron las fiestas, permanecieron sin dormir en las noches de algazara y dieron grandes banquetes y convites. Acudieron los principales juglares, cantores y cómicos hasta que al fin la dejaron a solas con él y la desfloró. Las fiestas duraron tres días.
Un año después de estos acontecimientos, Alí Babá se decidió a volver al tesoro, que no había querido visitar de nuevo después de la muerte de su hermano, por temor a que los ladrones le tendiesen una emboscada. Dios había aniquilado a treinta y ocho hombres por mediación de Marchana, además del capitán. Pero Alí Babá creía que aún quedaban dos hombres, puesto que en el monte había contado cuarenta. Por ello se abstuvo de ir durante todo este lapso de tiempo, temiendo que los dos restantes le tendiesen una trampa. Pero como no supo más de ellos ni dieron señales de vida, se convenció de que habían muerto y se decidió a volver en compañía de su hijo, para mostrarle el tesoro y enseñarle el secreto mediante el cual podía entrarse en él. Al llegar a sus inmediaciones vio que había mucha hierba, que los arbustos y espinos habían crecido en la vecindad de la puerta y borrado el camino. Dedujeron de ello que hacía mucho tiempo que no entraban en el tesoro hombres ni genios y que nadie lo había tocado desde entonces, así como que habían muerto los otros dos ladrones. Desapareció el miedo que aún tenían y siguieron acercándose. Alí Babá cogió el hacha y cortó la hierba y los espinos, hasta que consiguió abrir un paso y pudo llegar a la puerta. Entonces dijo: «¡Sésamo, abre tu puerta!» La puerta se abrió, y Alí Babá entró en el tesoro con su hijo y mostró a éste las riquezas, maravillas, prodigios y objetos que contenía. El muchacho se quedó completamente admirado. Recorrieron las salas, dieron vueltas y más vueltas por ellas y se hartaron de tocar las joyas y las gemas. Luego regresaron, llevándose lo que más les gustaba, o sea, lo de poco peso y mucho valor. Volvieron a su casa contentos y satisfechos por los bienes adquiridos y sucesivamente fueron llevándose del tesoro lo que era más de su agrado.
Vivieron en la más dulce y feliz de las vidas hasta que les visitó el destructor de las dulzuras, el separador de las multitudes, el aniquilador de los palacios y el constructor de las tumbas.