HISTORIA DE MARUF EL ZAPATERO

SE cuenta, ¡oh rey feliz!, que en la ciudad de El Cairo —la bien protegida— vivía un hombre que remendaba zapatos viejos. Se llamaba Maruf. Tenía una mujer llamada Fátima y apodada al-Urra. Se le dio este apodo porque era libertina, pérfida, desvergonzada y muy intrigante. Dominaba a su marido, y no perdía ocasión para cubrirlo de injurias y maldiciones. El marido temía su maldad y se asustaba de sus malas artes, pero como era hombre inteligente se avergonzaba por su honor. Si ganaba mucho, lo gastaba para su mujer, y si ganaba poco, se vengaba en su propio cuerpo la misma noche, destruyendo su salud y haciendo de la noche una de las páginas del libro del destino. Era, tal como dijo el poeta:

¡Cuántas noches he pasado con mi mujer del peor modo posible!

¡Ojalá antes de presentarme ante ella le hubiese dado un tóxico y la hubiese envenenado!

He aquí una de las muchas cosas que le ocurrieron con su mujer. Ésta le dijo: «¡Maruf! Quiero que esta noche me traigas kunafa con miel de abejas». Le contestó: «¡Ojalá Dios (¡ensalzado sea!) me facilite su adquisición y pueda traértela esta noche! Hoy no tengo dinero; pero nuestro Señor proveerá». «¡No entiendo esas palabras!

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer de Maruf prosiguió:] »…Tanto si lo facilita como si no, has de traerme kunafa, la que tiene miel de abeja; si vienes sin la kunafa he de hacer que tu noche sea como la suerte que tuviste cuando te casaste conmigo y caíste en mi mano.» Él replicó: «¡Dios es generoso!» Salió con miedo en el cuerpo, rezó la oración de la mañana y abrió la tienda, mientras decía: «Te ruego, Señor mío, que me concedas algo con que comprar la kunafa, librándome del daño de esa libertina en la próxima noche». Permaneció sentado en la tienda hasta el mediodía, pero no recibió ningún encargo. Se llenó de terror al pensar en su esposa. Se puso en pie, cerró la tienda y quedó perplejo ante lo que le sucedía por culpa de la kunafa, ya que no tenía ni para comprar un pedazo de pan. Pasó ante la tienda de un pastelero, quedó estupefacto, y sus ojos se cubrieron de lágrimas. El pastelero, al verlo, le preguntó: «¡Maestro Maruf! ¿Qué te ocurre, que lloras? ¡Cuéntame lo que te sucede!» Le explicó la historia y añadió: «Mi esposa es una fiera y me ha pedido kunafa. He permanecido en la tienda hasta medio día, pero no he ganado ni para un pedazo de pan, y le tengo miedo». El pastelero se echó a reír y dijo: «¡No temas! ¿Cuántas libras quieres?» «¡Cinco!» Le pesó las cinco libras y le dijo: «Tengo la manteca, pero no dispongo de miel de abejas; en cambio tengo caramelo, que es mejor que la miel de abejas. ¿Qué inconveniente hay en que, en vez de miel, sea caramelo?» Maruf se avergonzó, pues tenía que pedirle que esperase a cobrar. Le dijo: «Dame el caramelo». El pastelero frió la kunafa con la manteca, la sumergió en caramelo, y el guiso quedó dispuesto para servirse a los reyes. Le preguntó: «¿Necesitas pan y queso?» «¡Sí!» Tomó cuatro medios dirhemes de pan, uno de queso y la kunafa, que valía diez. Le dijo: «Maruf: te llevas quince medios dirhemes. Ve junto a tu esposa, disfruta y quédate este medio dirhem para los gastos del baño; ya me darás el dinero dentro de uno, o dos o tres días o cuando puedas. No seas severo con tu mujer, pues yo esperaré hasta que los dirhemes que tengas sean superiores a tus gastos». Maruf cogió la kunafa, el pan y el queso, y se marchó haciendo votos por él y con el espíritu tranquilo. Decía: «¡Gloria a Ti, Señor mío! ¡Cuán generoso eres!» Se presentó ante su mujer, y ésta le preguntó: «¿Has traído la kunafa?» «Sí». Y se la dio. La mujer la miró y vio que era caramelo. Le dijo: «¿Es que no te he dicho: “Tráela con miel de abejas”? Has hecho todo lo contrario de lo que deseaba, y la has traído con caramelo de azúcar de caña». Se excusó y le dijo: «La he comprado a crédito». «¡Son vanas palabras! ¡Sólo comeré la kunafa si está hecha con miel de abejas!» La mujer, indignada con la kunafa se la arrojó y le dijo: «¡Levántate, espíritu de contradicción, tráeme de la otra!» Le dio un puñetazo que le hizo saltar un diente. La sangre corrió hasta el pecho, y se puso tan furioso que golpeó a su mujer en la cabeza. Ella lo agarró por la barba y empezó a gritar: «¡Musulmanes!» Los vecinos entraron, libraron sus barbas de las manos de la mujer y cubrieron a ésta de injurias e improperios. Le dijeron: «Todos nosotros nos conformamos con comer kunafa hecha de caramelo de azúcar. ¿Por qué te muestras tan dominante con este pobre hombre? Esto es una falta de tu parte». Siguieron insistiendo hasta que reconciliaron a los dos esposos. Pero en cuanto se hubo marchado la gente, la mujer juró que no comería kunafa. El hambre dominaba al remendón, quien se dijo: «Ella ha jurado que no la comerá pero yo sí me la comeré». La mujer, al verlo comer exclamó: «¡Ojalá se convirtiera en veneno y te estropeara el cuerpo!» Él replicó «No será como dices». Siguió comiendo, riéndose y diciendo: «Tú has jurado que no comerás de esto. Pero Dios es generoso, y si Él lo quiere, mañana por la noche te traeré kunafa con miel de abejas y te la comerás tú sola». Siguió consolándola, mientras ella lo maldecía, no paró de injuriarlo e increparlo hasta la mañana. Al amanecer se dispuso a pegar al marido. Éste le dijo: «Espera a que regrese sin la kunafa». Salió hacia la mezquita, rezó, se fue a la tienda, la abrió y se sentó. Apenas acababa de instalarse cuando aparecieron dos alguaciles enviados por el juez. Le dijeron: «¡Ven a hablar con el cadí! Tu mujer ha presentado una querella contra ti. Ella es así y asá». La reconoció y dijo: «¡Que Dios (¡ensalzado sea!) la castigue!» Se puso en pie y los acompañó hasta encontrarse ante el cadí. Vio allí a su mujer con el brazo vendado y el velo teñido de sangre. Estaba en pie, llorando y secando sus lágrimas. El juez le dijo: «¡Oh, hombre! ¿Es que no temes a Dios? (¡ensalzado sea!) ¿Cómo apaleas y partes el brazo a esta mujer? ¿Cómo le arrancas un diente y la tratas así?» El marido replicó: «Si le he pegado y arrancado un diente, condéname. Pero la historia es ésta y ésta, y los vecinos nos han reconciliado». Le refirió todo desde el principio hasta el fin. El cadí era un hombre de bien: sacó un cuarto de dinar y le dijo: «¡Oh, hombre! Coge esto dale la kunafa con miel de abejas y reconciliaos». «¡Entrégaselo a ella!» Ella lo cogió, y el juez dijo: «¡Mujer! Obedece a tu marido. ¡Hombre! Ten compasión con ella». Salieron reconciliados de delante del cadí, y la mujer tomó un camino y el marido otro, que lo condujo a la tienda. Se sentó. Poco después aparecieron los alguaciles, que le dijeron: «¡Paga nuestros honorarios!» «El cadí no me ha cobrado nada antes, al contrario, me ha dado un cuarto de dinar». «Nosotros nada tenemos que ver con lo que el cadí te haya dado o te haya quitado. Si no nos pagas nuestros honorarios, los cobraremos a la fuerza.» Lo arrastraron al zoco, vendió sus utensilios, les entregó medio dinar y entonces se marcharon. El remendón apoyó la mejilla en su mano y se sentó, triste, ya que carecía de instrumentos con que trabajar. Mientras se encontraba así, se le presentaron dos hombres de mal aspecto, que le dijeron: «¡Hombre! Ven a hablar con el cadí: tu mujer ha presentado una querella contra ti». Les replicó: «¡El juez nos ha reconciliado!» «Nosotros venimos de parte de otro juez; tu mujer se ha querellado ante el nuestro». Se puso en pie mascullando injurias contra su mujer. Al verla, le dijo: «¡Hija legítima! Pero, ¿es que no nos hemos reconciliado?» «¡Entre nosotros dos no hay reconciliación posible!» El marido se acercó al juez, le refirió la historia y añadió: «El juez Fulano nos ha reconciliado hace un momento». El cadí la increpó: «¡Desvergonzada! Si os habéis reconciliado, ¿por qué has venido a querellarte ante mí»? «¡Es que después me ha vuelto a pegar!» «Bueno: reconciliaos, tú no volverás a pegarle, y ella no volverá a desobedecerte.» Se reconciliaron. El juez añadió: «¡Paga los honorarios a los alguaciles!» Él los pagó y regresó a su tienda. La abrió y se sentó como un beodo, pues estaba completamente trastornado. Mientras se encontraba así, acudió un hombre, que le dijo: «¡Maruf corre, escóndete! Tu mujer ha presentado una querella ante el Tribunal Supremo, y sus esbirros vienen en tu busca». Cerró la tienda y huyó en dirección a Bab al-Nasr. De la venta de sus enseres e instrumentos le habían quedado cinco medios dirhemes de plata. Compró cuatro de pan y uno de queso, mientras huía. Todo esto ocurrió en invierno, al mediodía. Cuando ya se encontraba entre los montículos de desperdicios, lo sorprendió una lluvia torrencial que empapó su ropa. Entró en al-Adiliyya y encontró un lugar en ruinas y un depósito destrozado y sin puerta. Penetró en él para resguardarse de la lluvia, ya que todas sus cosas estaban empapadas de agua. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas; deprimido por lo que le había pasado, decía: «¿Adonde huiré para escapar de esta desvergonzada? ¡Te ruego, Señor mío, que me conduzcas a alguien que me lleve a un remoto país, de modo que ella no conozca mi camino!» Mientras se encontraba sentado llorando, se hendió la pared y salió de ella una persona de elevada estatura y de un aspecto tal que producía escalofríos. Le preguntó: «¡Oh, hombre! ¿Qué te sucede para intranquilizarme así esta noche? Yo habito este lugar desde hace cien años, y jamás he visto a nadie entrar en él y hacer lo que tú has hecho. Exponme tu deseo y yo satisfaré tus necesidades. Mi corazón siente compasión por ti». Maruf preguntó: «¿Quién y qué eres?» «Soy el habitante de este sitio.» El remendón le explicó todo lo que le había sucedido con su esposa. El otro le preguntó: «¿Quieres que te lleve a un país cuyo camino sea desconocido por tu esposa?» «¡Sí!» «Súbete en mis hombros.» subió y lo transportó desde el ocaso a la aurora, hasta dejarlo en la misma cima de un monte elevado.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [después] le dijo: «¡Ser humano! Desciende de la cima de este monte; te encontrarás en el umbral de una ciudad: entra en ella; tu mujer no sabrá el camino ni podrá alcanzarte». Lo dejó y se marchó. Maruf se quedó perplejo y aturdido hasta la salida del sol. Se dijo: «Me pondré en marcha y bajaré del monte a la ciudad. Seguir aquí no tiene interés alguno». Bajó a la falda del monte y se encontró ante una ciudad de altas murallas, elevados alcázares y lujosos edificios: constituía el encanto de todos los que la contemplaban. Entró por la puerta de la misma y vio que ésta regocijaba el corazón entristecido. Recorrió el zoco. Los habitantes de la ciudad lo miraban. Formaron círculo en torno a él y examinaron sus vestidos, ya que no se parecían a los de ellos. Uno de los habitantes le preguntó: «¡Oh, hombre! ¿Eres extranjero?» «¡Sí!» «¿De dónde?» «De la feliz ciudad de El Cairo.» «¿Hace mucho que la has dejado?» «Ayer al mediodía.» Aquel hombre se echó a reír y clamó: «¡Gentes! ¡Venid! ¡Ved a este hombre! ¡Oíd lo que dice!» Preguntaron: «¿Qué dice?» «Asegura que es de El Cairo y que ayer al mediodía salió de la ciudad.» Todos se rieron y las gentes se aglomeraron. Dijeron: «¡Hombre! ¿Estás loco para decir tales palabras? ¿Cómo aseguras que dejaste El Cairo ayer al mediodía si ahora estás aquí? Entre nuestra ciudad y la de El Cairo hay un año entero de marcha». Les replicó: «Yo no estoy logo; lo estáis vosotros. Yo he dicho la verdad: este pan es de Egipto, y aún está fresco». Les mostró el pan y empezaron a examinarlo y admirarlo, ya que no se parecía al pan de su país. El gentío iba en aumento. Decían: «Esto es pan de El Cairo, miradlo». Maruf se hizo célebre en aquella ciudad: unos lo creían, mientras que otros se burlaban de él. Entonces se acercó un comerciante; iba montado en una mula y lo seguían dos esclavos. Lo dejaron pasar y dijo: «¡Gentes! ¿No os avergonzáis de reuniros en torno a este hombre forastero y de burlaros y reíros de él? ¿Qué os sucede con él?» Siguió riñéndolos hasta que los grupos se disolvieron sin que nadie se atreviese a contestarle. Luego dijo a Maruf: «¡Acércate, amigo mío! Ésos no han de causarte ningún daño, no tienen vergüenza». Lo llevó consigo y lo condujo a una casa amplia y lujosa. Le hizo sentarse en un estrado regio y dio órdenes a los esclavos. Éstos abrieron una caja, sacaron una túnica de comerciante muy valiosa y se la hizo poner. Maruf era de buen ver, y con ella daba la sensación de ser el síndico de los mercaderes. Después, el comerciante pidió la mesa y la colocaron ante él; contenía preciosos platos y guisos de todas clases. Comieron y bebieron. Le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Cómo te llamas?» «Me llamo Maruf, y soy zapatero remendón.» «¿De qué ciudad eres?» «De El Cairo.» «¿De qué barrio?» «¿Es que conoces El Cairo?» «Soy uno de sus hijos.» «Soy de Darb al-Ahmai.» «¿Y a quién conoces de ese barrio?» «A Fulano y a Zutano», y le citó a mucha gente. Le preguntó: «¿Conoces al jeque Ahmad al-Attar?» «Somos vecinos, pared por pared.» «¿Está bien de salud?» «¡Sí!» «¿Y cuántos hijos tiene?» «Tres: Mustafá, Muhammad y Alí.» «¿Y qué ha hecho Dios de sus hijos?» «Mustafá está bien, es un sabio maestro; Muhammad es droguero y ha abierto una tienda al lado de la de su padre; se ha casado, y su mujer ha dado a luz un hijo que se llama Hasán.» «¡Que Dios te alegre siempre con buenas noticias!», interrumpió el mercader. Maruf siguió: «Alí fue mi compañero de infancia, y siempre jugábamos juntos, nosotros íbamos, disfrazados de cristianos, a las iglesias de éstos; robábamos sus libros y los vendíamos; con lo que sacábamos comprábamos cosas. Una vez los cristianos nos vieron y nos cogieron con un libro. Se quejaron a nuestras familias y dijeron a su padre: “Si no impides que tu hijo nos perjudique, nos quejaremos al rey”. Los tranquilizó y dio a Alí una soberbia paliza que fue causa de que huyese y no se supo adonde había ido. Hace ya veinte años que está ausente, y no se sabe nada de él». El mercader le replicó: «Pues yo soy Alí, el hijo del jeque Ahmad al-Attar; tú, Maruf, eres mi amigo». Ambos se saludaron. El mercader siguió: «¡Maruf! Cuéntame la causa de tu venida desde El Cairo a esta ciudad». Le refirió la historia de su esposa, Fátima al-Urra, y lo que había hecho con él, y añadió: «Cuando sus malas artes se abatieron sobre mí, huí en dirección a Bab al-Nasr. La lluvia me mojó, y me metí en un almacén en ruinas situado en al-Adiliyya. Me senté a llorar. El habitante de aquel lugar se presentó ante mí: era un efrit de los genios. Me interrogó y le expliqué mi situación. Me hizo subir en sus hombros y voló conmigo durante toda la noche entre la tierra y el cielo. Después me depositó en el monte y me informó de la existencia de la ciudad. Entré en ella, la gente se agrupó a mi alrededor y me interrogó. Les contesté: “Yo salí ayer de El Cairo”. No me querían creer. Pero llegaste tú, alejaste a la gente que tenía a mi alrededor y me trajiste a esta casa. Tal es la causa de mi marcha de El Cairo. ¿Y tú, por qué has venido aquí?»

Refirió: «El atolondramiento —tenía siete años— se apoderó de mí. Desde entonces voy dando vueltas de país en país y de ciudad en ciudad. Así llegué a ésta, que se llama Ajtiyan al-Jatán. Vi que sus habitantes son personas generosas e indulgentes, que conceden sus favores al pobre, lo auxilian y dan crédito a todo lo que dice. Les dije: “Soy comerciante y he llegado antes que mis mercancías. Deseo un lugar en el que poder depositar mis efectos”. Me vaciaron un almacén. Añadí: “¿Hay alguno de vosotros que pueda prestarme mil dinares hasta que lleguen mis mercancías? Le devolveré lo que me haya prestado, pues ahora mismo necesito algunas cosas”. Me dieron lo que quería. Me dirigí al zoco de los comerciantes y allí vi algunas mercancías, que compré. Al día siguiente las vendí y gané cincuenta dinares; compré otras. Empecé a frecuentar el trato de la gente, me mostré generoso, me gané su aprecio y me dediqué a comprar y vender. Mis riquezas crecieron. Sabe, hermano mío, que el autor de los refranes dice: “El mundo es engaño e intriga: en los países en que nadie te conoce, puedes hacer lo que quieres”. Si tú dices a todo aquel que te lo pregunte que eres pobre y remendón, que has huido de tu mujer y que sólo ayer saliste de El Cairo, no te creerán y te tomarán a chacota mientras permanezcas aquí. Si dices: “Un efrit me ha transportado” huirán de tu lado y nadie se acercará a ti. Dirán: “Éste es un hombre embrujado, y todo el que se acerque a él recibirá daño”. Esta propaganda nos perjudicará a los dos, pues saben que yo soy de El Cairo». Maruf preguntó: «¿Qué he de hacer?» «Yo te enseñaré, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, cómo te has de comportar. Mañana te daré mil dinares y una mula, en la que montarás: un esclavo te precederá hasta que llegues a la puerta del zoco de los mercaderes. Entrarás. Yo me encontraré sentado entre los demás. En cuanto te vea, me pondré en pie, te saludaré, besaré tu mano y te trataré con todos los honores. Cada vez que yo te pregunte por una clase de telas y te diga: “¿Has traído de tal clase?”, contestarás: “¡Muchísima!” Si me preguntan por ti, yo te alabaré y te haré aparecer como persona importante ante sus ojos. A continuación les diré: “Alquiladle un depósito y una tienda”. Te describiré como persona rica y generosa. Si se te acerca un pobre, le das cuanto puedas. Creerán mis palabras, quedarán convencidos de tu importancia y de tu generosidad y alcanzarás aprecio. Después te invitaré a ti y a todos los comerciantes, para que te conozcan y tú los conozcas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí prosiguió:] »”…así podrás vender y comprar, tomar y dar, y al cabo de poco tiempo serás dueño de grandes riquezas.» Al día siguiente por la mañana le entregó mil dinares, le hizo ponerse una túnica y montar en un corcel, y le entregó un esclavo. Le dijo: «¡Que Dios te libre pronto de todo! Ya que tú eres mi compañero, debo tratarte con honor. No te preocupes, deja de pensar en la conducta de tu mujer y no la menciones a nadie». Maruf le replicó: «¡Que Dios te pague tanto bien!» Montó en la mula, y el esclavo lo precedió hasta dejarlo en la puerta del zoco de los comerciantes, lodos éstos se encontraban sentados, y Alí, entre ellos. Al verlo, se puso en pie y se arrojó en sus brazos exclamando: «¡Qué día bendito es éste, comerciante Maruf! ¡Haces buenas obras y traes favores!» Le besó la mano delante de todos los comerciantes, y exclamó: «¡Hermanos míos! ¡Os presento al comerciante Maruf!» Lo saludaron, y Alí empezó a hacer su elogio y a darle importancia ante sus ojos. Lo hizo bajar de la mula y todos lo saludaron. Alí fue hablando a solas con cada mercader, haciendo el elogio de su compañero. Le preguntaron: «¿Es un mercader?» «Sí, es uno de los mayores; no hay ninguno tan rico como él, ya que sus bienes, los de su padre y los de sus abuelos, son famosos entre los comerciantes de El Cairo. Tiene socios en la India, el Sind y el Yemen, y es famoso por su generosidad. Reconoced su valor y colocadlo en su puesto; poneos a su servicio. Sabed que no ha venido a esta ciudad para comerciar, sino para distraerse viendo los países de la gente. Él no necesita ir al extranjero para obtener beneficios y ganancias, ya que el fuego no puede destruir los bienes que posee. Yo soy uno de sus criados.» Siguió haciendo su elogio hasta que los comerciantes lo consideraron muy superior a ellos y empezaron a contarse sus cualidades unos a otros. Luego se acercaron y le ofrecieron bocadillos y sorbetes, hasta que llegó el síndico de los mercaderes. El comerciante Alí empezó a decirle, delante de los demás: «¡Señor mío! ¿Has traído tal tipo de tela?» Él contestó: «¡En gran cantidad!» Aquel mismo día, Alí había mostrado a Maruf distintas clases de telas de gran valor, y le había enseñado los nombres de los tejidos caros y baratos. Uno de los comerciantes le preguntó: «¡Señor mío! ¿Has traído tela amarilla?» «¡En gran cantidad!» «¿Y de color rojo como la sangre de gacela?» «¡En gran cantidad!» A todos los que le preguntaban por algo, les contestaba: «¡En gran cantidad!» Entonces dijo uno: «¡Comerciante Alí! Si tu compatriota quisiera traer mil piezas de telas valiosas, ¿las traería?» Y Alí replicó: «Las traería de uno cualquiera de sus depósitos y no se notaría en él disminución alguna». Mientras se encontraban sentados, pasó un pobre, el cual dio la vuelta al ruedo de comerciantes: unos le dieron medio dirhem; otros, una moneda, y la mayoría no le dio nada. Así llegó hasta Maruf, el cual cogió un puñado de oro y se lo entregó. El mendigo hizo los votos de rigor y se marchó. Los comerciantes se quedaron admirados y dijeron: «Éstos son dones propios de reyes: le ha dado oro sin cuento. Si no fuese una persona que vive en el mayor bienestar y dispone de grandes riquezas, no habría dado al mendigo un puñado de oro». Al cabo de un rato se le acercó una mujer pobre. Maruf cogió otro puñado de oro y se lo entregó. La mujer se marchó haciendo los votos de rigor y lo refirió a los pobres. Éstos acudieron ante él, uno después de otro. Cada vez que se le presentaba un pobre, cogía un puñado de oro y se lo entregaba. Así terminó con los mil dinares. Entonces dio una palmada y exclamó: «¡Dios nos basta, pues es el mejor de los intercesores!» El síndico de los comerciantes le preguntó: «¿Qué te ocurre, mercader Maruf?» Él contestó: «La mayoría de los habitantes de esta ciudad son pobres y miserables. Si lo hubiera sabido, me habría traído en la alforja una gran cantidad de dinero para dárselo a los pobres. Temo que mi ausencia se prolongue, y no es propio de mi natural el no responder a los pobres. Pero ya no me queda más oro. Si se presenta un pobre, ¿qué le diré?» Le replicó: «Dile: “Que Dios te ampare”». «No es ésta mi costumbre, y la pena me embarga por ello. ¡Si tuviera mil dinares para hacer limosna hasta que lleguen mis cosas!» El otro dijo: «¡No hay inconveniente!», y mandó a uno de sus criados que le llevase mil dinares. Se los entregó, y él siguió dando limosnas a todos los pobres que pasaban por su lado, hasta que el almuédano llamó a la oración del mediodía. Entraron en la mezquita, rezaron la oración y Maruf arrojó lo que le quedaba de los mil dinares, por encima de la cabeza de los que rezaban. La gente lo miró e hizo los votos de rigor. Los comerciantes estaban admirados de su desprendimiento y generosidad. Luego se dirigió a otro comerciante, le pidió prestados otros mil dinares y los distribuyó también. El comerciante Alí observaba lo que estaba haciendo, pero no podía hablar. Esta situación siguió así hasta que el almuédano anunció la oración de la tarde. Entró en la mezquita, rezó y distribuyó el resto de dinero. Cuando cerraron la puerta del mercado, había tomado en préstamo cinco mil dinares. Todo aquel que le había prestado decía: «Si quieres más dinero mientras llegan tus mercancías, yo te lo prestaré, y si quieres telas puedes disponer de ellas, ya que tengo muchas».

Por la noche, el comerciante Alí lo invitó a él y todos los comerciantes; le hizo sentar en la presidencia y sólo le habló de telas y joyas. Cada vez que le citaban algo, contestaba: «Lo tengo en abundancia».

Al día siguiente se dirigió al mercado y empezó a visitar a los comerciantes; tomó dinero en préstamo y lo distribuyó entre los pobres. Siguió haciendo lo mismo veinte días, durante los cuales llegó a recibir en préstamo sesenta mil dinares; pero no llegaban las mercancías ni la ardiente peste. La gente empezó a preocuparse por sus bienes, y dijo: «Las mercancías del comerciante Maruf no llegan. ¿Hasta cuándo tomará en préstamo para darlo a los pobres?» Uno de ellos dijo: «Lo mejor es hablar con su compatriota, el comerciante Alí». Corrieron a éste y le dijeron: «¡Comerciante Alí! Las mercancías de Maruf no han llegado». Él contestó: «Esperad, pues no cabe duda de que llegarán dentro de poco». Luego, se quedó a solas con su amigo y le dijo: «¡Maruf! ¿Qué significan estas acciones? ¿Te he dicho que tostases el pan o que lo quemases? Los comerciantes están inquietos por sus bienes, y me han dicho que te llevan prestados sesenta mil dinares, que tú has tomado y distribuido entre los pobres. ¿Cómo liquidarás a la gente si no compras ni vendes nada?» Maruf le replicó: «¿Qué ocurre? ¿Qué son sesenta mil dinares? Cuando lleguen las mercancías, les daré lo que quieran, oro o plata». «¡Dios es grande! ¿Pero es que tienes mercancías?» «¡Muchas!» «¡Que Dios y los hombres te castiguen por tu frescura! ¿Es que te he enseñado tales palabras para que me las repitas a mí? Lo explicaré a la gente.» «Ve y no hables en demasía. ¿Es que acaso soy un pobre? Mis mercancías ascienden a mucho. Cuando lleguen, cada uno tomará el doble de lo que me ha prestado. Yo no las necesito.» El comerciante Alí, exasperado, exclamó: «¡Mal educado! Te haré ver lo que cuesta mentirme sin avergonzarse». «Haz lo que te parezca; ellos esperarán hasta que lleguen mis mercancías, y recibirán sus préstamos con los intereses.» Dicho esto, Maruf lo dejó y se marchó. Alí se dijo: «Antes lo he elogiado. Si ahora lo vitupero, quedaré como un embustero, por lo que me podrán aplicar el proverbio: “Quien alaba y luego vitupera, miente dos veces”». Quedó perplejo sobre lo que debía hacer. Los comerciantes acudieron a él y le preguntaron: «¡Alí! ¿Le has hablado?» «¡Gentes! Tengo vergüenza. Yo le he dejado mil dinares y no puedo pedírselos. Vosotros, al darle el dinero, no me habéis consultado ni me habéis dicho palabra. Reclamádselo, y si no os lo devuelve, quejaos al rey de la ciudad. Decidle: “Es un insolvente y nos ha engañado”. El rey os librará de él.» Corrieron ante el soberano y lo informaron de lo ocurrido. Dijeron: «¡Rey del tiempo! Estamos perplejos ante lo que nos sucede con ese comerciante cuya generosidad va en aumento. Hace tal y tal cosa. Reparte a puñados entre los pobres todo lo que toma en préstamo; si se tratara de un pobre, no se hubiese permitido dar el oro a manos llenas a los indigentes; y si fuera un hombre de buena posición, la llegada de sus mercancías nos lo habría confirmado. Pero nosotros no hemos visto sus mercancías, a pesar de que él pretende tenerlas y dice que sólo se ha adelantado a su llegada. Cada vez que le citamos una clase cualquiera de ropa, dice: “¡Tengo muchísima!” Ha transcurrido ya un plazo prudencial sin que aparezcan sus mercancías, y él nos debe sesenta mil dinares, que ha repartido, íntegramente, entre los pobres, que le dan las gracias y hacen el elogio de su generosidad». Aquel rey era avaro, más codicioso que Ashab. Al oír mencionar la generosidad y el desprendimiento de Maruf, la codicia lo cegó y dijo a su visir: «Ese comerciante ha de tener grandes riquezas, pues de lo contrario no sería tan generoso. Sus mercancías llegarán sin duda alguna; entonces reunirá a esos comerciantes y los colmará de bienes. Pero yo tengo más derecho que ellos. Quiero tratarlo bien y demostrarle afecto hasta que lleguen sus mercancías. Así, lo que hayan de quitarle esos comerciantes se lo quitaré yo y lo casaré con mi hija; de esta forma juntaré sus bienes a los míos». El visir le dijo: «¡Rey del tiempo! Yo creo que es un impostor; el impostor es quien arruina la casa del codicioso».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey dijo:] «Lo pondré a prueba y sabré si es impostor o persona sincera; si ha sido educado en el desahogo, o no.» «¿Cómo lo probarás?» «Tengo una gema. Lo mandaré a buscar y haré que comparezca ante mí. Cuando esté sentado, lo trataré con honor y le entregaré la gema. Si la reconoce y sabe su precio quiere decir que es persona de bien y de posición desahogada. Si no la reconoce, sabremos que es un impostor y un charlatán y lo mataré del modo más infame.» El rey mandó buscar a Maruf y lo hizo presentar. Una vez ante él, lo saludó y le devolvió el saludo; luego lo hizo sentar a su lado. Le preguntó: «¿Eres tú el comerciante Maruf?» «¡Sí!» «Los comerciantes aseguran que les debes sesenta mil dinares. ¿Es verdad lo que dicen?» «¡Sí!» «¿Y por qué no les das su dinero?» «Que esperen hasta que lleguen mis mercancías, y les daré el doble: si quieren oro, les daré oro; si prefieren plata, se la daré, y si desean mercancías, las tendrán; a quien me haya prestado mil, le daré dos mil como recompensa por haberme salvado la faz ante los pobres, pues yo tengo grandes riquezas.» El rey le dijo a continuación: «¡Comerciante! Coge esta gema, mira de qué clase es, y tásala». Le entregó una piedra del tamaño de una avellana, que el rey había comprado por mil dinares; como no tenía otras, la sobrevaloraba. Maruf la cogió con la mano, la estrujó entre el pulgar y el índice y la rompió, ya que la gema era delicada y frágil. El rey le preguntó: «¿Por qué has roto la gema?» Maruf rompió a reír y replicó: «¡Rey del tiempo! ¡Esto no es una gema! ¡Esto es un pedazo de mineral que vale mil dinares! ¿Cómo puedes decir que es una gema? Una gema cuesta, cuando menos, setenta mil dinares, y esto no es más que un pedazo de piedra. Todo aquello que no llega al tamaño de una nuez, carece de valor para mí y no me interesa. ¿Cómo tú, que eres rey, dices que esto es una gema cuando en realidad es un pedazo de mineral que vale mil dinares? Pero tenéis disculpa, ya que sois pobres y no poseéis tesoros de valor». El rey le contestó: «¡Comerciante! ¿Tienes gemas como ésas de las que hablas?» «¡Muchas!» La avaricia del rey fue en aumento, y le dijo: «¿Me darás gemas verdaderas?» «Cuando lleguen mis mercancías te daré muchas, de cualquier clase que me las pidas; te las regalaré.» El rey se alegró y dijo a los comerciantes: «Id a vuestros quehaceres y esperad hasta que lleguen las mercancías. Entonces volved: yo os daré lo que os pertenezca». Los comerciantes se marcharon. Esto es lo que hace referencia a Maruf y a los comerciantes.

He aquí ahora lo que se refiere al rey: recibió al ministro y le dijo: «Trata con miramientos al comerciante Maruf. Tómalo contigo, habla con él y dile que se podría casar con mi hija: así nos haremos con los tesoros que posee». El visir objetó: «¡Rey del tiempo! El aspecto de este hombre no me gusta, y creo que es un falsario y un embustero. Quítate eso de la cabeza y no pierdas a tu hija en vano». El visir, con anterioridad, había pedido al rey que lo casase con su hija. El rey había querido casarla, pero la muchacha, al enterarse, no había accedido. El rey lo increpó: «¡Traidor! Tú no quieres mi bienestar porque anteriormente me pediste a mi hija y ella no aceptó casarse contigo. Por eso ahora quieres cortar el camino de su matrimonio. Tú querrías que mi hija quedase en barbecho hasta que tú pudieras casarte con ella. Pero oye esto: tú no tienes nada que ver en este asunto. ¿Cómo puede ser impostor y embustero si ha tasado la gema en el mismo precio en que la he comprado, y la ha roto porque no le gustaba y porque dispone de muchas otras gemas? Cuando se presente ante mi hija, verá que es bella, le sorberá el seso y le dará gemas y tesoros. Tú quieres impedir que mi hija y yo nos hagamos con esos tesoros». El visir calló, pues temía que el rey se encolerizase con él. Se dijo: «Azuza los perros contra el rebaño». Fue en busca del comerciante Maruf y le dijo: «La majestad del rey te ama; tiene una hija muy hermosa y bella y quiere casarla contigo. ¿Qué opinas?» «Que no hay inconveniente alguno en ello, pero ha de esperar hasta que lleguen mis mercancías, pues la dote de las hijas de los reyes es crecida, y su rango exige que dicha dote sea apropiada a su categoría. En este momento no tengo dinero. Que espere hasta que lleguen las mercancías, pues tengo grandes riquezas y he de gastar en la dote cinco mil bolsas; además, necesitaré otras mil para distribuirlas entre los pobres y los indigentes la noche en que consume el matrimonio; mil más para darlas a los que formen parte del cortejo, sin contar las mil que he de emplear en dar comidas a los soldados y otras personas. Necesito, además, cien gemas para dárselas a la princesa el día siguiente de la noche de bodas, y otras cien para distribuirlas entre criados y eunucos; a cada uno le daré una. Y todo esto para enaltecer el rango de la novia. Quiero, además, vestir a mil pobres desharrapados y hacer limosnas. Todo esto es imposible si no me llegan las mercancías. Yo tengo bienes tan grandes, que una vez aquí mi equipaje, no me preocuparán esos gastos.» El visir corrió a informar al rey de lo que había dicho. El soberano le replicó: «Si tal es su intención, ¿cómo puedes decir que es un impostor y un embustero?» «¡Pues sigo diciéndolo!» El rey se enfadó con él, lo reprendió y le dijo: «¡Por vida de mi cabeza! Si no dejas de decir esas palabras, te mataré. Ve a su lado y tráelo ante mí, pues yo me entenderé con él». El visir fue a buscarlo y le dijo: «¡Ven a hablar con el rey!» «¡Oír es obedecer!» Una vez ante el soberano, este le dijo: «No te disculpes de esa manera, pues mis tesoros están repletos. Quédate con las llaves, gasta lo que necesitas, da lo que quieras, viste a los pobres, haz lo que te plazca y no te preocupes por mi hija y las esclavas. Cuando lleguen tus fardos, darás a tu esposa lo que tu generosidad te aconseje. Nosotros esperaremos que lleguen tus efectos para recibir la dote nupcial. Entre nosotros dos no hay diferencia alguna». Luego ordenó al jeque del Islam que escribiese el contrato de matrimonio de la hija del rey con el comerciante Maruf. Después se dedicó a preparar la fiesta y mandó engalanar la ciudad y redoblar los tambores; se pusieron las mesas con toda clase de guisos y acudieron los músicos. El comerciante Maruf se encontraba sentado en una silla frente a los músicos, juglares, bufones, ilusionistas y magos. Daba órdenes al tesorero, diciéndole: «¡Trae oro y plata!» Le llevaban lo que él pedía, y él recorría las filas de los espectadores y daba un puñado a cada músico; era generoso con pobres e indigentes y vestía a los desharrapados. Era una fiesta de campanillas en la que el tesorero apenas tenía tiempo para ir del tesoro a la casa. El corazón del visir estaba a punto de estallar de ira, pero no podía hablar. El comerciante Alí estaba admirado del despilfarro de tanta riqueza. Dijo al comerciante Maruf: «¡Que Dios y los hombres caigan sobre tu sien! ¿Es que no te basta con haber dilapidado los bienes de los comerciantes? ¿Tienes que acabar ahora con las riquezas del rey?» El comerciante Maruf le replicó: «¡Nada te importa! Cuando lleguen mis mercancías, se lo devolveré al rey con creces». Siguió despilfarrando el dinero y se dijo: «¡Maldita peste! Lo que sea, será. No puede escaparse al destino». Las fiestas duraron cuarenta días. El día cuadragésimo primero se formó el cortejo nupcial para acompañar a la novia. Delante de ella iban todos los emires y soldados. Al llegar ante Maruf, éste empezó a arrojar oro a manos llenas por encima de las cabezas de las personas. Se formó un cortejo enorme, al cual distribuyó gran cantidad de dinero. Lo condujeron ante la reina. Maruf se sentó en un estrado alto. Quitaron los velos, cerraron las puertas, salieron y lo dejaron a solas con la novia. Maruf dio una palmada y se sentó, triste, durante un rato, mientras daba palmadas. Decía: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» La reina le preguntó: «¡Señor mío! ¡Ten tranquilidad! ¿Por qué estás preocupado?» «¡Cómo no he de estar preocupado si tu padre me ha puesto en un aprieto y me ha hecho una faena igual a la de aquel que quema la cosecha estando verde!» «¿Qué es lo que te ha hecho mi padre? ¡Dímelo!» «Me ha presentado a ti antes de que lleguen mis mercancías. El menor de mis deseos consistía en distribuir cien gemas a tus esclavas, a una por cabeza, de modo que se alegraran y dijesen: “Mi señor me ha dado una gema la noche en que ha consumado el matrimonio con mi señora”. Con ello pretendía aumentar tu prestigio y acrecentar tu nobleza. No tengo por qué ser parco en dar joyas, desde el momento en que dispongo de muchas.» La princesa le replicó: «No te preocupes ni te entristezcas por esta causa. Por mí no te aflijas, pues esperaré a que lleguen tus mercancías. No te atormentes por mis esclavas: quítate los vestidos y disfruta. Cuando lleguen las mercancías nos haremos con esas y otras gemas». Maruf se puso de pie, se quitó los vestidos, se sentó en la cama, buscó la excitación y empezó a entusiasmarse: colocó la mano en la rodilla de la muchacha y ésta se sentó en su regazo y le colocó los labios en la boca. Así llegó la hora en que el hombre olvida al padre y a la madre; Maruf la estrechó, la abrazó contra su pecho y le chupó los labios hasta que corrió la miel de su boca. Colocó la mano bajo el axila derecha y los miembros de los dos, todos, temblaron ansiando la unión; la acarició entre los senos, se desplazó entre sus muslos, se hizo ceñir con sus piernas, realizó las dos operaciones y chilló: «¡Oh, padre de los dos velos!» Frotó la yesca, encendió la mecha y la apuntó hacia la brújula; prendió fuego, y derribó la torre por sus cuatro costados. Así tuvo lugar el acontecimiento por el cual no se pregunta. La muchacha exhaló el alarido de rigor…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la muchacha exhaló el alarido de rigor] y el comerciante Maruf le arrebató la virginidad. Aquella noche no puede contarse entre las vividas porque juntó la unión con la bella, abrazos, excitaciones, besos y caricias hasta la mañana. A la mañana siguiente, Maruf se dirigió al baño, en el que se puso una túnica regia, y al salir se dirigió a la audiencia del rey. Todos los presentes se pusieron de pie ante él y lo recibieron con respeto y honor; lo felicitaron y pidieron para él toda suerte de bendiciones. Se sentó al lado del rey y preguntó: «¿Dónde está el tesorero?» Le contestaron: «Aquí, ante ti». Dirigiéndose a él, añadió: «Trae trajes de Corte y dáselos a los visires, a los emires y a los altos funcionarios». El tesorero le llevó todo lo que le había pedido y se sentó; daba a todo aquel que se le acercaba y regalaba a cada persona según su rango. En esta situación siguió durante veinte días, sin que llegaran sus mercancías ni cosa alguna. Entonces, el tesorero, puesto en el máximo aprieto, aprovechó una ausencia de Maruf para presentarse ante el rey. Éste y el visir estaban sentados. El tesorero besó el suelo ante el soberano y le dijo: «¡Rey del tiempo! He de informarte de algo, pues me reprenderías si no lo hiciera: sabe que el tesoro está exhausto, que no quedan riquezas, salvo unas pocas, y que dentro de diez días se habrán terminado por completo». El rey dijo: «¡Visir! Las mercancías de mi yerno se retrasan, y no tenemos noticias de ellas». El visir se echó a reír y exclamó: «¡Que Dios sea indulgente contigo, rey del tiempo! Ignoras voluntariamente el modo de obrar de ese impostor embustero. ¡Juro por vida de tu cabeza que no hay mercancías ni peste que nos libre de él! Te ha ido engañando hasta gastar tus riquezas y casarse con tu hija, sin tener nada. ¿Hasta cuándo te despreocuparás de ese embustero?» «¡Visir! ¿Qué hay que hacer para saber la verdad?» «¡Rey del tiempo! El secreto del hombre sólo lo conoce la mujer. Envía a buscar a tu hija para que se coloque detrás de la cortina y yo pueda interrogarla sobre la verdad, para que ella lo examine y nos informe de su situación.» «¡No hay inconveniente! ¡Por vida de mi cabeza! Si se comprueba que es un impostor y embustero, le daré una muerte infamante.» Tomó consigo al visir, entró con él en el salón y mandó a buscar a su hija. Ésta fue a colocarse detrás de la cortina. Todo ocurría en ausencia del esposo. Cuando llegó, preguntó: «¡Padre mío! ¿Qué quieres?» «¡Habla con el visir!» «¡Visir! ¿Qué pretendes?» El ministro contestó: «¡Señora mía! Sabe que tu esposo ha dilapidado los bienes de tu padre y se ha casado contigo sin pagar la dote; siempre nos hace promesas y retrasa su cumplimiento; de sus mercancías no tenemos ni noticia. En resumen: queremos que nos informes». La princesa replicó: «Palabras le sobran, en todo momento se acerca a mí y me promete joyas, tesoros y telas preciosas, pero yo no he visto aún nada». «¡Señora mía! Esta noche puedes decirle: “Infórmame de la verdad y no temas, pues ya eres mi esposo y yo no haré nada contra ti. Dime cuál es la situación verdadera y yo idearé algún medio para que salgas con bien de ello”. Muéstrale gran amor y cariño. Ya nos informarás del resultado». Contestó: «¡Padre mío! Yo sé cómo he de ponerlo a prueba». Y se marchó.

Después de la cena entró su marido, Maruf, como tenía por costumbre. La princesa se puso en pie, lo cogió del brazo, le sedujo de manera completa y lo engañó con las mil tretas que las mujeres emplean cuando quieren algo de un hombre. Siguió deslumbrándole y dirigiéndole palabras más dulces que la miel hasta que le robó el entendimiento. Cuando se dio cuenta de que Maruf estaba completamente embobado, le dijo: «¡Amigo mío! ¡Refresco de mis ojos! ¡Fruto de mi corazón! ¡Que Dios no me atormente privándome de ti, y que el tiempo no nos separe jamás! Tu amor reside en mi corazón y el fuego de tu pasión abrasa mis entrañas. Jamás te he desobedecido. Desearía que me informases de la verdad, ya que los engaños de la mentira no son útiles y no perduran a todo lo largo del tiempo. ¿Hasta cuándo engañarás y mentirás a mi padre? Temo que descubra tu asunto antes de que nosotros hayamos podido urdir una treta. Te maltratará. Cuéntame la verdad, y sólo te sucederán cosas que te alegren. Una vez me hayas referido cuál es la verdadera situación, no habrá nada que te perjudique. Tú pretendes ser un comerciante rico y con mercancías; pero ya hace mucho tiempo que dices: “Mis mercancías, mis mercancías”, sin que tengamos ninguna otra noticia de ellas. Tu cara refleja tu preocupación por esta causa. Si tus palabras no son verdad, dímelo y yo idearé un medio con el cual puedas salvarte, si Dios lo quiere». Maruf le contestó: «¡Señora mía! Yo te diré la verdad, y luego haz lo que quieras». «Dime la verdad, pues la verdad constituye el navío de la salvación. Guárdate de mentir, pues la mentira infama a su autor. ¡Qué bien dijo el poeta!:

Debes decir la verdad, aunque la verdad te abrase como el fuego prometido.

Procura que Dios quede contento de ti, pues la criatura más estúpida es aquella que irrita al Señor y contenta al siervo.»

Maruf refirió: «Sabe, señora mía, que yo no soy comerciante ni tengo mercancías de ninguna clase. En mi país era un remendón y tenía una esposa llamada Fátima al-Urra, con la cual me ha sucedido tal y tal cosa». Le contó toda la historia, desde el principio hasta el fin. La princesa se echó a reír y le dijo: «¡Eres muy experto en el arte de mentir y enredar!» «¡Señora mía! ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) te conserve la vida para esconder las faltas y desligar las penas!» La princesa le dijo: «Sabe que has enredado a mi padre y lo has deslumbrado por completo, hasta el punto de que me ha casado contigo por avaricia. Tú has dilapidado sus bienes, mientras el ministro te ha censurado. ¡Cuántas veces ha hablado contra ti a mi padre, diciendo!: “¡Es un impostor, un embustero!” Pero mi padre no daba crédito a lo que decía, porque él me había pedido en matrimonio y yo no había aceptado. Pero ha transcurrido bastante tiempo y mi padre se encuentra incómodo. Me ha dicho: “¡Confiésalo!”, y yo lo he hecho y he descubierto lo que estaba oculto. Por esta causa, mi padre quiere castigarte. Pero tú eres mi esposo y yo no te perjudicaré. Si contase tu historia a mi padre, quedaría convencido de que eres un embustero y lioso y de que buscas a las hijas de los reyes y dilapidas sus riquezas. Tu falta no obtendría su perdón, te mataría sin remedio, y las gentes se enterarían de que yo me había casado con un impostor y embustero. Esto constituiría una ignominia para mí. Si mi padre te matara, es posible que necesitara casarme con otro, y esto yo no lo consentiría, aunque tuviese que morir. Levántate, ponte un traje de mameluco, coge de mi dinero cincuenta mil dinares, monta en un corcel y márchate a un país al que no alcance la autoridad de mi padre. Dedícate al comercio, escríbeme una carta y mándala con un correo para que me la entregue en secreto. Así sabré en qué país estás y te enviaré cuanto pueda para aumentar tus bienes. Si muere mi padre, te enviaré un mensajero y entrarás aquí con pompa y honor. Y si mueres tú o muero yo y pasamos a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!), el día de la Resurrección nos reuniremos. Esto es lo más indicado. Mientras tú y yo estemos bien, no cortaré la correspondencia ni el envío de bienes. Levántate antes de que amanezca: no sabrías qué hacer, y la ruina se abatiría sobre ti». Maruf contestó: «¡Señora mía, dame el abrazo de la despedida!» «¡No hay inconveniente!» Se unió a ella, se lavó, se puso un traje de mameluco y mandó a los caballerizos que le ensillaran uno de los mejores caballos. Le ensillaron un corcel. Maruf se despidió de la princesa y salió de la ciudad al fin de la noche. Todos los que lo veían creían que era uno de los mamelucos del sultán que salía de viaje por razones de servicio. Al amanecer acudieron al salón el rey y el visir. Aquél mandó buscar a la princesa, la cual acudió y se colocó detrás de la cortina. Preguntó: «¡Hija mía! ¿Qué dices?» «¡Que Dios ennegrezca el rostro de tu visir, pues el propósito de éste era ennegrecer el mío ante mi esposo!» «¿Y cómo es eso?» «Ayer, antes de que yo pudiera decirle esas palabras, entró Farach, el eunuco, con una carta, y dijo: “Al pie de la ventana del alcázar esperan diez mamelucos, que me han dado esta carta. Me han dicho: ‘Besa las manos de mi señor, Maruf, el comerciante, y entrégale esta carta. Nosotros somos los mamelucos que acompañaban las mercancías. Nos hemos enterado de que se ha casado con la hija del rey y hemos venido a informarlo de lo que nos ha sucedido en el camino’ ”. Maruf la ha leído. Decía: “De los quinientos esclavos, a la excelencia de nuestro dueño, el comerciante Maruf. Y despierte, pues hemos de informar: Cuando nos abandonaste, los beduinos nos atacaron y nos combatieron. Disponían de dos mil caballos, mientras que nosotros sólo éramos quinientos. La lucha que sostuvimos con los beduinos fue tremenda; ellos nos impedían seguir el camino, y hemos empleado treinta días en combatirlos. Ésta es la causa de nuestro retraso.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la princesa dijo: »”…la carta proseguía:] ”…Se han apoderado de doscientos fardos de telas y han matado cincuenta mamelucos”. Al leerlo exclamó: “¡Que Dios los defraude! ¿Por qué habrán combatido a los beduinos por doscientos fardos de mercancías? ¿Qué importan doscientos fardos? Por eso no tenían que haberse retrasado. Doscientos fardos cuestan siete mil dinares. He de ir a su lado para darles prisa. Lo que han cogido los beduinos no disminuye en nada el valor de la caravana y no me perjudica en absoluto; podía haberlo dado de limosna”. Dicho esto, se ha marchado, riendo, de mi lado, sin preocuparse por los bienes perdidos ni por los mamelucos muertos. Mientras se marchaba, he mirado por la ventana del alcázar y he visto a los diez mamelucos que le llevaron la carta: parecían lunas. Cada uno de ellos vestía una túnica que costaba mil dinares. Mi padre no tiene mamelucos que puedan compararse a aquéllos. Después se marchó a reunirse con la caravana, acompañado de los mamelucos que le han traído la carta. ¡Loado sea Dios que me ha impedido pronunciar las palabras que me mandaste! Se hubiera burlado de mí y de ti, y quizá me hubiera mirado con desprecio y odiado. La falta, por entero, es de tu visir, que ha hablado acerca de mi marido con palabras inconvenientes». El rey le contestó: «¡Hija mía! Los bienes de tu esposo son inmensos, y no piensa en esto. Desde el día en que entró en nuestro país, da limosna a los pobres. Si Dios quiere, dentro de poco llegará con la caravana y recibiremos grandes bienes». Empezó a tranquilizar a su hija y a reprender al ministro. El engaño se prolongaba. Esto es lo que hace referencia al rey.

He aquí ahora lo que se refiere al comerciante Maruf: montó a caballo y cruzó tierras y desiertos. Estaba perplejo y no sabía a qué país dirigirse. El dolor de la separación le hacía sollozar; la pasión y el sufrimiento lo atormentaban. Recitó estos versos:

El tiempo ha traicionado nuestra unión: nos hemos separado; el corazón se desgarra y arde por la crueldad.

Los ojos lloran por la separación de los amados. Esto es la separación; ¿cuándo se producirá el encuentro?

¡Oh, tú, cuyo rostro brilla como la luna resplandeciente! Yo soy aquel a quien vuestro amor ha desgarrado el corazón.

¡Ojalá no hubiese estado unido a ti ni un momento! Después de nuestra bella unión, he probado la miseria.

Maruf no ha dejado de amar a Dunya. Aunque tenga que morir de pasión, ¡viva ella muchos años!

¡Oh, resplandor del Sol luminoso! Aproxímate al corazón de Maruf, que arde de amor.

¿Volverán a reunimos los días y disfrutaremos de la alegría y del encanto?

¿Nos reunirá el alcázar de la amada y abrazaré en él la rama que crece sobre la duna?

¡Oh, tú, hermoso rostro de luna que resplandeces cual sol! ¡Ojalá tu rostro brille siempre con sus galas!

Estoy contento con el amor y su peso, puesto que la felicidad en el amor es, al mismo tiempo, dolor.

Una vez hubo terminado de recitar estos versos rompió a llorar amargamente: todos los caminos se cerraban ante su casa; prefería la muerte a la vida; estaba tan perplejo, que andaba como un borracho. Avanzó sin cesar hasta el mediodía, en que llegó a un pueblo pequeño. Vio allí a un labrador que araba la tierra con dos bueyes. Maruf tenía mucha hambre. Se dirigió al labrador y le dijo: «¡La paz sea sobre ti!» Él le devolvió el saludo, y añadió: «¡Bien venido, señor mío! ¿Eres uno de los mamelucos del sultán?» «¡Sí!» «Apéate aquí para que te conceda hospitalidad.» Maruf comprendió que se trataba de una persona generosa, y replicó: «¡Hermano mío! Veo que no tienes nada para darme de comer. ¿Cómo, pues, me invitas?» El labrador le contestó: «¡Señor mío! Los bienes se encuentran. Apéate; la aldea está cerca: iré y te traeré la comida y el pienso para tu caballo». «Desde el momento en que el pueblo está cerca, yo mismo me llegaré hasta él en el mismo tiempo que tú; en el zoco compraré lo que desee para comer.» Le replicó: «¡Señor mío! El pueblo es muy pequeño y no tiene zoco ni hay compraventa en él. Te ruego, por Dios, que te hospedes en mi casa. Yo iré y volveré en seguida.» Maruf se apeó. El campesino lo dejó y fue al pueblo en busca de comida. Maruf se sentó para esperarlo. Se dijo: «He distraído a este pobre hombre de su trabajo. Pero ya que me quedo, labraré la tierra en su lugar hasta que vuelva, y así recuperará el tiempo que le hago perder». Cogió el arado, guió a los bueyes y aró poco, porque el arado tropezó con algo. Los animales se pararon. Los azuzó, pero no pudieron seguir avanzando. Se fijó en el arado y vio que estaba enredado en una anilla de oro. Quitó la tierra que la cubría y vio que la anilla estaba sujeta al centro de una losa de mármol que tenía el tamaño de una muela. Se esforzó hasta conseguir levantarla del sitio en que se encontraba: apareció un piso con una escalera. Bajó por ella y se encontró en un lugar que parecía un baño con cuatro pabellones. El primero estaba repleto, desde el suelo hasta el techo, de oro; el segundo estaba lleno de esmeraldas, perlas y coral, desde el suelo hasta el techo; el tercero estaba repleto de jacintos, rubíes y turquesas; el cuarto estaba lleno de diamantes, de las más preciosas gemas y de toda clase de joyas. En la cabecera de aquel sitio había una caja del cristal más puro, llena de joyas sin par; cada una de ellas tenía el tamaño de una nuez. Encima de la caja había un pequeño estuche, del tamaño de un limón, que era de oro. Al verlo quedó admirado y se alegró muchísimo. Exclamó: «¡Ojalá supiera qué es lo que hay en esa caja!» La abrió y encontró un anillo de oro en el cual estaban escritos nombres y talismanes que parecían trazos de hormiga. Frotó el anillo y oyó a alguien que decía: «¡Heme aquí, heme aquí, señor mío! ¡Pide y te será dado! ¿Quieres construir un pueblo o arruinar una ciudad? ¿Matar a un rey o excavar el curso de un río, o alguna cosa por el estilo? Todo lo que desees ocurrirá, con el permiso del Rey Omnipotente, del Creador de la noche y del día». Le replicó: «¡Criatura de mi Señor! ¿Quién eres? ¿Cuál es tu historia?» Explicó: «Yo soy el criado de este anillo y estoy al servicio de su dueño. Realizaré cualquier deseo que tengas, y no intentaré disculparme de lo que me mandes. Yo soy el sultán de gentes de los genios, y mis ejércitos suman setenta y dos tribus, cada una de las cuales cuenta con setenta y dos mil individuos; uno de cada mil manda a mil genios; cada genio manda a mil criados; cada criado manda a mil demonios, y cada demonio manda a mil duendes. Todos están a mis órdenes, y nadie puede contradecirme. Yo estoy sujeto a este anillo y no puedo desobedecer a su dueño: tú lo posees, y, por tanto, soy tu criado. Pide lo que quieras, pues escucharé tus palabras y obedeceré tus órdenes. Siempre que me necesites, sea en tierra o en mar, frota el anillo y me encontrarás a tu lado. ¡Guárdate de frotarlo dos veces consecutivas! Me abrasarías con el fuego de los hombres, me aniquilarías y te arrepentirías. Te he explicado mi situación. Y la paz».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Maruf le preguntó: «¿Cómo te llamas?» Abu-l-Saadat.» «¡Abu-l-Saadat! ¿Qué lugar es éste? ¿Quién te ha encantado en este estuche?» «¡Señor mío! Este lugar es un tesoro que se llama tesoro de Saddad b. Ad, el cual construyó Iram dat al-Imad[282]; en ningún país se ha construido otra ciudad parecida. Yo fui, mientras vivió, su criado. Éste fue su anillo, que depositó en su tesoro. Y te ha tocado en suerte.» Maruf le preguntó: «¿Puedes sacar lo que hay en este tesoro a la faz de la tierra?» «¡Sí! Es la cosa más fácil.» «¡Pues saca todo lo que hay en él y no dejes nada!» El criado señaló con la mano al suelo y éste se hendió. Aquel ser desapareció bajo tierra y permaneció ausente un pequeño espacio de tiempo. Luego pajes jóvenes, graciosos y de rostro hermoso, salieron llevando a cuestas cestos de oro completamente repletos de oro. Los vaciaron, se marcharon, regresaron con otros y siguieron transportando oro y gemas sin interrupción. Aún no había pasado una hora cuando dijeron: «¡Ya no queda nada en el tesoro!» Luego reapareció Abu-l-Saadat, quien dijo: «¡Señor mío! Me he convencido de que hemos trasladado todo lo que había en el tesoro». Maruf le preguntó: «¿Quiénes son estos hermosos muchachos?» «Mis hijos. Este trabajo no exigía el tener que reunir a los criados, ya que mis hijos han podido satisfacer tu deseo y se han honrado sirviéndote. Pide lo que quieras, además de esto.» «¿Puedes traerme mulos y cajas, colocar estas riquezas en las cajas y trasladar las cajas a lomos de los mulos?» «¡Es la cosa más fácil!» Lanzó un grito estridente, y sus hijos se volvieron a presentar. Eran ochocientos. Les dijo: «Metamorfoseaos unos en mulos y otros en bellos mamelucos, de tal modo que el menor de vosotros no tenga par junto al rey de reyes; otros se transformarán en arrieros, y otros, en criados». Hicieron lo que les había mandado. Luego llamó a los siervos y éstos acudieron ante él. Ordenó que unos se transformasen en caballos con arreos de oro incrustados de aljófares. Maruf, al ver aquello, exclamó: «¿Y dónde están las cajas?» Las colocaron delante. Añadió: «Colocad el oro y las gemas debidamente ordenados». Le obedecieron y lo cargaron en trescientos mulos. Maruf preguntó: «Abu-l-Saadat, ¿puedes traerme fardos de las telas más preciosas?» «¿Las quieres egipcias, chinas, bizantinas, indias o persas?» «Trae cien fardos de telas de distintos países, cargados en cien mulos.» Le contestó: «Concédeme un plazo, a fin de que prepare a mis servidores para hacerlo y dé orden a los distintos grupos para que vayan a las ciudades y traiga cada uno los cien fardos de tela. Luego se metamorfosearán en mulos y transportarán las mercancías». «¿Qué plazo de tiempo?» «¡Las tinieblas de una noche! Antes de que aparezca el día, tendrás todo lo que has pedido.» «¡Te concedo el plazo!» A continuación les mandó que levantasen una tienda. Así lo hicieron. Se sentó y le sirvieron la mesa. Abu-l-Saadat dijo: «¡Señor mío! Siéntate en la tienda. Estos hijos míos, los que tienes ante ti, te guardarán. No temas nada. Yo voy a reunir a mis vasallos para enviarlos a cumplir tu deseo». Abu-l-Saadat se marchó a sus quehaceres.

Maruf se sentó en la tienda. Tenía ante sí la mesa y a los hijos de Abu-l-Saadat, que habían adoptado figura de mamelucos, criados y eunucos. Mientras estaba sentado de esta manera, llegó el campesino con una gran cazuela de lentejas y un saco lleno de cebada. Vio la tienda levantada y los mamelucos de pie y con las manos sobre el pecho. Creyó que había llegado el sultán y acampado en aquel lugar. Se quedó perplejo y se dijo: «Si lo hubiese sabido, habría degollado dos gallinas y las habría asado con grasa de vaca para honrar al sultán». Quiso volver atrás para degollar a las dos gallinas y hacer con ellas los honores al sultán. Pero Maruf lo vio y gritó a los mamelucos: «¡Traédmelo!» Lo llevaron con la cazuela de lentejas y lo colocaron ante él. Maruf preguntó: «¿Qué es esto?» Le contestó: «Tu almuerzo y el pienso de tu caballo. No me reprendas, pues yo no sabía que el sultán iba a venir a este lugar. Si lo hubiese sabido, habría degollado mis dos gallinas y habría preparado un magnífico festín». Maruf replicó: «El sultán no ha venido, pero yo soy su yerno. Como estaba enfadado con él, me ha mandado a sus mamelucos. Éstos nos han reconciliado y ahora voy a volver a la ciudad. Tú me has preparado esta comida sin saber quién era, y yo acepto la invitación aunque se trate de lentejas: sólo comeré aquello a que me invites». A continuación mandó que colocasen la cazuela en el centro de la mesa y comió hasta quedar harto. En cambio, el campesino se llenó el vientre de todos los exquisitos guisos. Después Maruf se lavó las manos y dio permiso a los mamelucos para que comiesen. Se abalanzaron sobre lo que quedaba en la mesa y comieron. Maruf, cuando hubo terminado con la cazuela de lentejas, la llenó de oro y dijo: «¡Llévala a tu casa y ven conmigo a la ciudad, en donde te honraré!» El campesino cogió la cazuela llena de oro, azuzó a los bueyes y se marchó a su pueblo creyendo ser un rey.

Maruf pasó la noche en paz y tranquilidad. Unas muchachas, las esposas del tesoro, tocaron instrumentos y bailaron ante él. Pasó una de aquellas noches que no vuelve a repetirse en el curso de la vida. Al día siguiente, y antes de que pudiera darse cuenta, se levantó una nube de polvo que, al disiparse, permitió ver mulos cargados de fardos. En total eran setecientos, que transportaban telas. Junto a ellos, como arrieros, había pajes, esportilleros y antorcheros. Abu-l-Saadat apareció, como capataz, montado en una mula precedida por un palanquín con cuatro alforjas repletas de gemas. Al llegar ante la tienda, se apeó de la mula, besó el suelo y dijo: «¡Señor mío! La cosa está completamente concluida y perfecta. Este palanquín contiene una túnica que vale un tesoro y que no tiene igual entre los vestidos de los reyes. Póntela, sube al palanquín y mándanos lo que desees». «Abu-l-Saadat —replicó—, quiero escribir una carta, que llevarás a la ciudad de Jityan al-Jitán. Te presentarás ante mi tío, el rey, como si fueses un atento correo.» «¡Oír es obedecer!» Maruf escribió la carta y la selló. Abu-l-Saadat la cogió y corrió hasta hallarse ante el rey. Oyó que éste decía: «¡Visir! Tengo el corazón apenado por mi yerno, y temo que los beduinos lo maten. ¡Ojalá supiera hacia dónde ha ido para poder mandar a las tropas que lo sigan! ¡Ojalá me hubiese informado antes de marcharse!» El visir replicó: «¡Que Dios sea indulgente contigo por el descuido en que vives! ¡Por vida de tu cabeza! Ese hombre se ha dado cuenta de que estábamos alerta y, temiendo una desgracia, ha huido. Es un embustero y un impostor». Entonces entró el correo: besó el suelo ante el rey e hizo los votos de rigor por la larga duración de su poder, bienestar y vida. El rey le preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué deseas?» Contestó: «Soy un correo que te envía tu yerno. Está a punto de llegar con la caravana, y por mi mediación te envía una carta. Ésta es.» El rey la cogió y leyó: «Paz completa a nuestro tío, el rey poderoso. Me acerco con la caravana. Sal a recibirme con las tropas». El rey exclamó: «¡Que Dios ennegrezca tu rostro, visir! ¡Cuánto has atentado contra el honor de mi yerno, acusándolo de impostor y embustero! Pero ahora llega con la caravana. ¡Tú eres un traidor!» El visir, completamente avergonzado, bajó la cabeza. Replicó: «¡Rey del tiempo! Si dije tales palabras, fue debido a lo mucho que tardaba en llegar la caravana. Temía que se perdieran las riquezas que había dilapidado.» «¡Traidor! ¿Qué representan mis bienes ahora que ha llegado la caravana? Me va a dar mucho más a cambio de ellas». El rey mandó engalanar la ciudad, se presentó ante su hija y le dijo: «¡Buenas noticias para ti! Tu esposo va a llegar pronto con la caravana. Me ha enviado una carta anunciándolo. Voy a salir a recibirlo». La hija del rey se admiró de aquella situación y se dijo: «¡Esto es algo admirable! ¿Ha querido burlarse y reírse de mí, o bien me ha puesto a prueba diciéndome que era pobre? ¡Loado sea Dios por no haber despreciado su posición!» Esto es lo que al rey se refiere.

He aquí lo que hace referencia al comerciante Alí, el egipcio. Al ver que engalanaban la ciudad, preguntó por la causa. Le dijeron: «Maruf, el yerno del rey, llega con la caravana». Exclamó: «¡Dios es el más grande! ¿Qué significa esta astucia? a mí se me presentó huyendo de su esposa y pobre. ¿De dónde sacará la caravana? Tal vez la hija del rey haya ideado alguna estratagema por temor del escándalo. Nada es imposible a los reyes. ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) lo proteja y no lo humille!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los demás comerciantes se alegraron muchísimo porque iban a recuperar su dinero.

El rey reunió a sus tropas y salió. Abu-l-Saadat había regresado al lado de Maruf y le había informado de la entrega de la carta. Éste le dijo: «¡Carga los fardos!» Los cargaron. Maruf se puso una túnica que valía un tesoro y montó en el palanquín: era mil veces más imponente y digno que un rey. Después de recorrer la mitad del camino, el rey salió a su encuentro con las tropas. El soberano, al llegar a su lado, vio la túnica que vestía y que viajaba en un palanquín. Se acercó a él y lo saludó, y lo mismo hicieron todos los magnates del reino. Quedó patente que Maruf era veraz y no había mentido. Entró en la ciudad en medio de un cortejo que habría hecho estallar la vejiga de la hiel de un león. Los comerciantes corrieron ante él y besaron el suelo. El comerciante Alí le dijo: «¡Has hecho una buena faena y la has llevado por propia mano, jeque de los impostores! Pero te lo mereces. ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) te acreciente sus favores!» Maruf se echó a reír. Una vez dentro del serrallo, se sentó en el trono y dijo: «Colocad los fardos de oro en el tesoro de mi tío, el rey. Traed aquí los fardos de tela». Se los llevaron, empezó a abrir fardo tras fardo y sacó lo que contenían. Así se abrieron los setecientos fardos. Escogió las mejores piezas y dijo: «Llevadlas a la reina para que las distribuya entre sus esclavas. Coged esta caja de gemas para que las distribuya entre criadas y criados». Después empezó a repartir, entre los comerciantes que le habían prestado dinero, telas por el doble del importe de su deuda. Si le habían dado mil, pagaba en telas por importe de dos mil o más. Después se dedicó a repartir entre pobres e indigentes. El rey lo veía con sus propios ojos pero no podía oponerse. Siguió dando y regalando hasta haber repartido los setecientos fardos. Entonces se volvió hacia los soldado mil, pagaba en telas por importe de dos mil o más, jacintos, perlas, corales, etcétera. Daba las gemas a puñados y sin número. El rey exclamó, por fin: «¡Hijo mío! Basta ya de tales dones: quedan pocos fardos». Le contestó: «¡Pero aún tengo muchos!» Así quedó claro que había dicho la verdad, y no hubo nadie que pudiera desmentirlo. Maruf sólo pensaba en dar, ya que los criados le proporcionaban cuanto pedía. Al cabo de un rato se presentó el tesorero. Se dirigió al rey y dijo: «¡Rey del tiempo! El tesoro está lleno y no puede contener los fardos que quedan, ni el oro, ni las gemas. ¿Dónde lo colocamos?» El soberano le indicó otro lugar.

Su esposa, la princesa, estaba loca de alegría al ver aquello; admirada, se decía: «¡Quién supiera de dónde ha sacado tantos bienes!» Los mercaderes estaban contentos por los regalos y hacían votos por él. El comerciante Alí se decía: «¡Quién supiera cómo habrá intrigado y mentido para llegar a poseer todos estos tesoros! Si fuesen de la hija del rey, no los repartiría entre los pobres. Pero, ¡cuán bellas son las palabras de quien dijo!:

Cuando da el rey de reyes, no preguntes por la causa.

Dios da a quien quiere. Permanece, pues dentro del margen de la educación.»

Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey. Éste quedó profundamente admirado de la generosidad y desprendimiento de Maruf. Más tarde, éste se presentó a su esposa, quien salió a recibirlo sonriente y contenta; le besó la mano. Le preguntó: «¿Te burlabas de mí o me ponías a prueba al decir “soy pobre y huyo de mi esposa”? ¡Loado sea Dios por no haber faltado a mis deberes para contigo! Tú eres mi amado, y nadie me es más caro que tú, seas rico o pobre. Quiero que me digas qué pretendías con tales palabras». «Pretendía ponerte a prueba para saber si tu amor era sincero, o si sólo se debía a las riquezas y a las seducciones del mundo. Me he convencido de que tu amor es sinceró, y como me quieres de verdad, sé bien venida, pues ahora conozco tu valor.» Maruf se aisló y frotó el anillo. Abu-l-Saadat se presentó y dijo: «¡Heme aquí! ¡Pide lo que quieras!» Deseo una túnica magnífica para mi esposa y joyas estupendas entre las que se encuentre un collar con cuarenta gemas sin par.» «¡Oír es obedecer!», y en seguida le llevó lo que le había pedido. Después de despedir al criado, cogió las joyas y la túnica, se presentó ante su mujer y colocó todo ante ella. Le dijo: «Cógelo y póntelo. Es un regaló de bienvenida». La princesa, al verlo, perdió la razón de alegría. Entre las joyas se encontró dos ajorcas de oro cuajadas de gemas, que habían sido hechas por magos; pulseras, pendientes y anillos de gran valor. Se puso la túnica y las joyas y dijo: «¡Señor mío! Quiero guardarlo para las fiestas». «¡Póntelas para diario! ¡Tengo tantas!» Las criadas la vieron una vez vestida. Se alegraron mucho y fueron a besar las manos de Maruf. Éste las dejó, y cuando estuvo a solas, frotó el anillo. Apareció el criado, a quien dijo: «Tráeme cien túnicas con sus adornos». «¡Oír es obedecer!» Y le llevó las túnicas, con sus correspondientes adornos. Las cogió y llamó a las criadas. Éstas se acercaron a él. Dio una túnica a cada una de ellas; se las pusieron y quedaron como huríes: la reina, entre ellas, parecía la Luna, y sus esclavas, las estrellas.

Una de las criadas explicó al rey lo ocurrido. Éste acudió a visitar a su hija y la contempló: quedó absorto al ver a la princesa y a sus esclavas. Estaba profundamente admirado. Salió, mandó llamar al visir y le dijo: «¡Ha ocurrido tal y tal cosa! ¿Qué dices del asunto?» «¡Rey del tiempo! Esta situación no es propia de los comerciantes. Los comerciantes guardan las piezas de algodón largos años, y sólo las venden para obtener beneficios. ¿Desde cuándo los comerciantes tienen una generosidad como la suya? ¿Desde cuándo pueden tener riquezas y gemas tales que no se encuentran sino en pequeña cantidad junto a los reyes? ¿Cómo se han de encontrar tales fardos entre los comerciantes? Esto tiene que tener una causa, y si me haces caso, se te hará patente la verdad del asunto.» «¡Te haré caso, visir!» «Ve con él, trátalo con afecto, habla y dile: “¡Yerno! Tengo intención de ir contigo y el visir, sin nadie más, a un jardín para distraernos”. Una vez en el jardín, serviremos la mesa del vino, yo me las ingeniaré y le serviré de beber. Cuando haya bebido el vino, perderá la razón y la discreción. Le preguntaremos por la verdad, y él nos informará de sus secretos. El vino es un traidor. ¡Qué bien se dijo!:

Cuando lo bebimos y él reptaba en su marcha hacia la sede de los secretos, le dije: “¡Detente!”

Temía que sus rayos se enseñoreasen de mí, y mi oculto secreto se hiciese patente a mi contertulio.

»Cuando nos haya contado la verdad de su asunto, nosotros estaremos por encima de él y haremos de él lo que queramos. Yo temo que su modo de obrar sea perjudicial para ti. Tal vez aspire al poder; una vez conseguido el ejército con la generosidad y la dádiva, te destituirá y te arrebatará el reino.» El rey le replicó: «Dices verdad».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que aquella noche quedaron de acuerdo sobre el asunto.

Al día siguiente por la mañana, el rey se dirigió al salón y se sentó. Los criados y los palafreneros acudieron, preocupados, ante el rey. Éste les preguntó: «¿Qué os ha sucedido?» Le contestaron: «¡Rey del tiempo! Los palafraneros han almohazado los caballos y han dado el pienso a éstos y a los mulos que trajeron los fardos. Pero al amanecer hemos visto que los mamelucos han robado los caballos y los mulos. Hemos registrado los establos, pero no hemos encontrado ni caballos ni mulos. Hemos entrado en la sala de los mamelucos y no hemos encontrado a nadie en ella. No sabemos cómo han podido huir». El rey se admiró de esto, ya que creía que eran auténticos caballos, mulos y mamelucos, e ignoraba que eran siervos del criado encantado. Exclamó: «¡Malditos! ¿Cómo mil bestias y quinientos mamelucos, sin contar los criados, han podido huir sin que os enteréis?» «No sabemos qué es lo que nos ha ocurrido para que pudieran huir.» Dijo: «¡Marchaos y en cuanto salga vuestro señor del harén, dadle la noticia de ello!» Abandonaron al rey y se sentaron, perplejos ante el asunto. Mientras se encontraban sentados en esta posición, Maruf salió del harén. Al verlos entristecidos, les preguntó: «¿Qué noticias hay?» Le contaron lo que había ocurrido. Les replicó: «¿Y qué valor tienen para que os aflijáis? ¡Seguid vuestro camino!» En vez de enfadarse y preocuparse, se echó a reír. El rey clavó la mirada en el visir y le dijo: «¿Qué clase de individuo es éste para quien el dinero no tiene ningún valor? Esto ha de tener, necesariamente, una causa». Hablaron con Maruf un rato, y el rey dijo: «¡Yerno! Con el fin de divertirnos, quiero ir a un jardín contigo y el visir, ¿qué dices?» «¡No hay inconveniente!» Se pusieron en camino y se dirigieron a un jardín, en el que había toda clase de frutos en sus dos especies, ríos que corrían, árboles esbeltos, pájaros que cantaban. Entraron en un palacio que quitaba las penas del corazón, y se sentaron a hablar. El visir contaba magníficas historias y refería graciosas anécdotas y relatos impresionantes. Maruf lo escuchó con atención hasta que llegó la hora de comer. Colocaron la mesa con la comida y sirvieron el jarro de vino. Comieron, se lavaron las manos, y el visir llenó la copa y se la entregó al rey. Éste la vació. La llenó por segunda vez y dijo a Maruf: «Toma la copa de licor ante la cual se humilla con respeto el inteligente». Maruf preguntó: «¿Qué es esto, visir?» «La joven canosa, la soltera virgen; la que trae la alegría al pensamiento, y sobre la cual ha dicho el poeta:

Los pies de los infieles la han estrujado en redondo, y ella se ha vengado en la cabeza de los árabes.

Te lo escancia un incrédulo que es la Luna llena en las tinieblas, cuyas miradas constituyen la máxima incitación al pecado.

»¡Qué magníficamente dijo uno!:

El vino y el copero, cuando éste se incorporaba descubriéndolo ante los contertulios, parecían

El Sol que danza en la aurora y al cual la Luna de la tiniebla puntea con las estrellas de los Gemelos.

Era tan fino y delicado, que parecía correr, como el espíritu, por los miembros.

»¡Qué bello es lo que dijo otro poeta!:

Una Luna perfecta pasó conmigo la noche abrazándome; el Sol no se puso en la esfera de las copas.

Yo pasé la noche contemplando cómo el fuego, ante el cual se inclinan los magos, se inclinaba, ante mí, desde el jarro.

»Otro ha dicho:

Corre por sus miembros como corre la salud cuando vence a la enfermedad.

»Otro ha dicho:

Me maravilla que hayan muerto sus exprimidores dejándonos, a nosotros, agua de vida.

»¡Qué estupendas son estas palabras de Abu Nuwás!:

¡Deja de censurarme, pues la censura constituye un estímulo, y cúrame con aquello que es causa de mi enfermedad!

Es un líquido amarillo, al que nunca alcanzan las tristezas: si una piedra lo tocase, se llenaría de alegría.

Mientras la noche cerraba, la muchacha se puso en pie con la jarra, y el resplandor de su luz iluminó toda la casa.

Circuló entre jóvenes ante los cuales se humilla el destino y a quienes éste sólo acomete como quieren.

Lo servía la mano de una mujer vestida de hombre y que tiene dos amantes: el invertido y el adúltero.

Di a quien pretende conocer la ciencia: “Has aprendido una cosa, y has prescindido de muchas”.

»Pero el más estupendo de todos es el poema de Ibn al-Mutazz:

Que una lluvia densa y pertinaz riegue la Chazira, rica en sombras y árboles, y el convento de Abdún.

Frecuentemente me desvelaban para la bebida matinal, cuando aparecía el fleco de la aurora y el gorrión no volaba.

Las voces de los monjes del convento en sus plegarias, metidos en sus hábitos negros cantaban en la aurora.

Entre ellos, ¡cuántas figuras hermosas con ojos alcoholados que coquetamente bajaban los párpados sobre la pupila negra!

Me visitó uno, envuelto en camisa de noche; apresuraba el paso por temor y discreción.

Tapicé con mi mejilla humildemente el camino que seguía, y arrastré mis faldones en pos de sus huellas.

Brillaba la luna del menguante hasta casi descubrirnos; la Luna parecía el recorte de una uña.

Ocurrió lo que ocurrió; no he de recordarlo. Piensa bien y no preguntes nada.

»¡Qué bien dijo uno!:

He pasado a ser el hombre más rico del género humano con la alegría de una nueva.

Tengo oro fundido y lo mido a copas.

»¡Qué bien dijo el poeta!:

¡Juro por Dios que no existe más alquimia que la del vino! Todo lo que se diga acerca de ello es mentira.

Un quilate de vino sobre un quintal de penas, transforma y cambia la tristeza en alegría.

»Otro ha dicho:

Las copas de cristal que trajeron vacías, pesaban hasta que fueron llenadas del vino puro.

Entonces se hicieron tan ligeras, que casi volaban con el viento. Así los cuerpos se aligeran con el espíritu.

»Otro ha dicho:

La copa y el vino tinto tienen gran virtud y merecen que no se olviden sus derechos.

Cuando muera, enterradme junto a una cepa, para que después de mi muerte sus raíces rieguen mis huesos.

No me enterréis en un desierto, pues temo, una vez muerto, no volver a probarlo.»

El visir lo incitaba a que bebiera, le hizo la apología del vino y le recitó los versos que conocía y las anécdotas de bebedores, hasta que inclinó a Maruf a sorber del borde de la copa. No tuvo necesidad de más explicaciones: siguió llenando la copa, y el otro, bebiendo, disfrutando y alegrándose, hasta que perdió la razón y no pudo distinguir lo falso de la verdad. El visir, al comprobar que la embriaguez había alcanzado el máximo y excedía de todo límite, dijo: «¡Comerciante Maruf! ¡Por Dios que estoy admirado! ¿De dónde te vienen tales gemas, que ni los reyes ni los Cosroes tienen iguales? Jamás en nuestra vida hemos visto un comerciante que tenga mayores riquezas o que sea más generoso que tú. Obras con acciones propias de reyes, y no de comerciantes. ¡Te conjuro por Dios a que me lo expliques, para que yo conozca tu poder y tu rango!» Siguió azorándolo y engañándolo, hasta que Maruf, que tenía el entendimiento ausente, declaró: «Yo no soy comerciante ni hijo de reyes», y le refirió toda la historia, desde el principio hasta el fin. El visir exclamó: «¡Te conjuro, por Dios, señor mío, Maruf, a que me muestres ese anillo, para que pueda ver cómo está hecho!». Maruf, completamente borracho, se quitó el anillo y dijo: «Cogedlo y examinadlo». El visir lo cogió, lo manoseó y preguntó: «Si lo froto, ¿acudirá el criado?» «¡Sí, frótalo! Se presentará ante ti y lo verás.» Lo frotó, y una voz dijo: «¡Estoy ante ti, señor mío! Pide y se te dará. ¿Quieres destruir una ciudad, o fundarla, o matar a un rey? Ejecutaré, sin rechistar, cualquier cosa que pidas». El visir señaló a Maruf y dijo al criado: «Coge a ese perdido y abandónalo en la tierra más salvaje y desierta, para que no encuentre qué comer ni beber, y muera de hambre y perezca de pena sin que nadie se entere». El criado lo agarró y se echó a volar entre el cielo y la tierra. Maruf, al verse así, quedó convencido de que iba a morir y de que se encontraba en pésima situación. Rompió a llorar y dijo: «Abu-l-Saadat, ¿adónde me conduces?» «Voy a abandonarte en un lugar desierto, hombre poco instruido. Quien posee un talismán como ése, ¿permite que la gente lo examine? Te has ganado lo que te sucede. Si no temiese a Dios, te dejaría caer desde una altura de mil brazas, y no llegarías a tierra sino después de haber sido desgarrado por los vientos.» Calló y no le dirigió la palabra hasta llegar a una región desierta. Allí lo abandonó, regresó y lo dejó solo en una tierra inhóspita.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que a él se refiere.

He aquí ahora lo que hace referencia al visir: Una vez se hubo apoderado del anillo, dijo al rey: «¿Qué piensas? Te dije que éste era un embustero e impostor, pero no me quisiste hacer caso». «Tenías razón, visir mío. ¡Que Dios te conceda salud! Dame el anillo para que lo examine.» El visir se volvió hacia él, encolerizado, le escupió en la cara y lo increpó: «¡Tonto! ¿Cómo he de dártelo para seguir siendo tu criado, ahora que me he convertido en tu señor? ¡No te dejaré con vida!» Frotó el anillo y apareció el criado, a quien dijo: «¡Carga con este estúpido y arrójalo en el mismo sitio en que abandonaste al impostor de su yerno!» El criado lo cogió y remontó el vuelo. El rey le dijo: «¡Criatura de mi Señor! ¿Cuál es mi culpa?» «No lo sé. Mi dueño me ha mandado que lo haga y no puedo desobedecer al que posee el anillo del talismán.» Siguió volando hasta dejarlo en el mismo sitio en que se encontraba Maruf. Lo abandonó y se marchó. Maruf lo oyó llorar; se acercó al rey, éste le explicó lo sucedido y ambos se sentaron a llorar por lo que les sucedía; no encontraron ni comida ni bebida. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí ahora lo que hace referencia al visir. Después de haberse deshecho de Maruf y del rey, salió del jardín, mandó buscar a todos los soldados, convocó una audiencia, explicó lo que había hecho con Maruf y el rey e informó de la existencia del anillo. Les dijo: «Si no me nombráis sultán, mandaré al criado del anillo que os ataque y os abandone en una tierra inhóspita, en la cual moriréis de hambre y de sed». Le replicaron: «No nos causes daño, pues nos satisface el que seas nuestro sultán, y no desobedeceremos tus órdenes». Bien a pesar suyo, se pusieron de acuerdo para nombrarlo sultán. Éste les concedió trajes de honor y empezó a pedir a Abu-l-Saadat todo lo que quería. El genio se lo llevaba en el acto. Luego se sentó en el trono, y los soldados le prestaron acatamiento. Mandó decir a la hija del rey: «Prepárate, pues esta noche te poseeré ya que estoy enamorado de ti». La princesa se echó a llorar por la pérdida de su padre y de su marido, y le mandó decir: «Espera a que haya transcurrido el plazo legal de viudedad. Después se formalizará el contrato matrimonial y dispondrás de mí de modo lícito». Le contestó: «Yo no conozco ni plazo legal ni dilación alguna. No necesito ningún contrato ni distingo entre lícito e ilícito. Esta misma noche he de poseerte». La princesa le respondió: «¡Sé bien venido! ¡No hay inconveniente!» Pero era sólo una treta. Al recibir la respuesta, se alegró y su pecho se dilató, ya que amaba mucho a la princesa. Luego mandó distribuir alimentos entre toda la gente. Les dijo: «Comed estos alimentos, que son un banquete de bodas, ya que me propongo poseer esta misma noche a la reina». El jeque del Islam objetó: «¡No te es lícito poseerla hasta que haya transcurrido el plazo legal de viudedad y se haya formalizado el contrato matrimonial!» Él replicó: «Yo no conozco ni plazo legal ni demora alguna. ¡No hables en demasía!» El jeque del Islam se calló, pues temía su maldad. Dijo a los soldados: «Éste es un incrédulo, que no tiene ni religión ni rito». Al llegar la tarde se presentó a la princesa. La encontró vestida con sus más preciosos trajes, y engalanada con sus mejores joyas. Al verlo salió a recibirlo sonriendo y le dijo: «¡Qué noche bendita! Si hubieses dado muerte a mi padre y a mi marido hubiese sido aún más hermosa para mí». Le replicó: «¡Los he de matar sin remedio!» Le hizo sentar y empezó a bromear con él fingiendo tenerle cariño. El visir perdió la razón al ver sus caricias y sonrisas cuando ella lo engañaba con sus gracias para lograr apoderarse del anillo, y transformar su alegría en pena que cayese sobre su cabeza. Hacía con él estos hechos siguiendo la opinión de quien dijo:

Con mi astucia he obtenido lo que no se alcanza con las espadas.

Y he regresado con un botín de dulces frutos.

La pasión se apoderó de él con estas caricias y sonrisas y ansió unirse a ella. Pero cuando se aproximó, la princesa se alejó y rompió a llorar diciendo: «¡Señor mío! ¿No ves al hombre que nos está mirando? Te conjuro, por Dios, a que me ocultes ante sus ojos. ¿Cómo vas a unirte conmigo si alguien nos mira?» El visir se puso furioso y preguntó: «¿Dónde está el hombre?» «¿Es que no ves cómo saca la cabeza por la gema del anillo y nos mira?» Creyendo que el criado los estaba mirando, se echó a reír y dijo: «¡No temas! Éste es el criado del anillo y está bajo mis órdenes». «¡Tengo miedo a los efrits! Quítatelo y arrójalo lejos de mí.» Se lo quitó, lo dejó encima de la almohada y se acercó a la princesa; ésta lo rechazó de un puntapié en el corazón y lo tumbó por el suelo, desmayado: llamó a los criados, que acudieron al momento, y les dijo: «¡Sujetadlo!» Cayeron sobre él cuarenta esclavos, y la princesa corrió a coger el anillo que estaba sobre la almohada. Lo frotó y apareció Abu-l-Saadat, quien dijo: «¡Heme aquí, señora mía!» Le dijo: «¡Coge a este descreído, mételo en la cárcel y pon le grillos bien pesados! » Lo encerró en la cárcel del tormento y al regresar preguntó ella: «¿Adonde has llevado a mi padre y a mi esposo?» Contestó: «Los he dejado en una tierra inhóspita». «¡Te mando que me los traigas ahora mismo!» «¡Oír es obedecer!» Remontó el vuelo y cruzó los aires hasta llegar al país desierto. Descendió y los encontró sentados, llorando y quejándose el uno al otro. Les dijo: «¡No temáis! ¡Os traigo una alegría!» Les refirió lo que había hecho el visir y añadió: «Lo he encarcelado yo mismo obedeciendo órdenes de la princesa. Luego ésta me ha ordenado que os lleve». Se alegraron con sus palabras. Los cogió y remontó el vuelo con ellos. Antes de que hubiese transcurrido una hora, los dejaba ante la hija del rey. Ésta se puso de pie, saludó a su padre y a su esposo, los hizo sentar y les ofreció comida y dulces. Al día siguiente le puso a su padre una túnica preciosa e hizo vestir a su esposo con otra igual. Dijo: «¡Padre mío! Siéntate en tu trono de rey conforme hacías antes, y nombra a mi esposo tu visir de la derecha; informa a tus soldados de lo que ha ocurrido, saca al visir de la cárcel, ajustícialo y luego incinéralo; es un incrédulo, que ha querido poseerme como diversión, prescindiendo del rito del matrimonio, y se ha declarado incrédulo, sin profesar religión alguna. Tú ama a tu yerno y nómbralo tu visir de la diestra». Le contestó: «¡Oír es obedecer, hija mía! Pero dame el anillo o entrégalo a tu esposo». «No te conviene ni a ti ni a él. El anillo se quedará conmigo. Es posible que yo lo proteja mejor que vosotros. Pedidme cualquier cosa que deseéis y yo la solicitaré, para vosotros, del criado del anillo. No temáis nada en absoluto mientras yo viva; una vez muerta, podéis hacer lo que queráis con el anillo.» El padre replicó: «Es una idea muy acertada, hija mía». Tomó consigo al yerno y se dirigió a la sala de audiencias. Los soldados habían pasado la noche muy tristes pensando en la hija del rey dado lo que había hecho con ella el ministro que la había poseído por placer, sin casarse con ella, y por el daño que había causado al rey y su yerno. Temían que la ley del Islam fuese violada, ya que era patente para ellos que se trataba de un incrédulo. Se reunieron en la audiencia y acometieron al jeque del Islam diciendo: «¿Por qué no le has impedido poseer a la reina por placer?» Les contestó: «¡Gentes! Es un hombre incrédulo y posee el anillo. Ni yo ni vosotros podemos hacer nada contra él. Dios (¡ensalzado sea!) le dará lo que se merece. Gallaos para que no os mate». Mientras los soldados, reunidos en la audiencia, pronunciaban estas palabras, el rey y su yerno Maruf entraron en la sala.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche mil, refirió:

—Me me enterado, ¡oh rey feliz!, de que los soldados, al verlos, se alegraron muchísimo de su llegada, se pusieron en pie y besaron el suelo ante ellos. El rey se sentó en el trono, les refirió la historia y desapareció la angustia que sentían. Mandó engalanar la ciudad y ordenó que le llevasen al visir, que estaba en la cárcel. Al cruzar ante los soldados, éstos lo maldijeron y lo insultaron; lo reprendieron hasta que llegó ante el rey. Éste lo mandó ejecutar. Así lo hicieron, y luego lo quemaron: corrió al infierno en el peor de los estados. ¡Qué excelentes son las palabras de quien dijo!:

¡Que el Misericordioso no se apiade del polvo de sus huesos, y que Munkar y Nakir lo conserven siempre!

A continuación el rey nombró a Maruf su visir de la diestra. El transcurso del tiempo les fue favorable, y la vida les trajo alegrías. Así vivieron durante cinco años. Al sexto murió el rey, y la princesa nombró sultán a su esposo en sustitución de su padre, pero no le entregó el anillo. Durante este tiempo había quedado encinta y había dado a luz un muchacho de prodigiosa hermosura, espléndidamente bello y perfecto. Siguió en el seno de las nodrizas hasta que cumplió cinco años. Entonces su madre contrajo una enfermedad mortal. Mandó llamar a Maruf y le dijo: «Estoy enferma». Le contestó: «¡Curarás, amada de mi corazón!» «Tal vez muera: no necesito recomendarte que cuides de tu hijo, pero en cambio sí he de decirte que guardes el anillo, por ti y por el muchacho.» «¡Aquel a quien Dios guarda, no sufre ningún daño!» La princesa se quitó el anillo y se lo entregó. Al día siguiente fue a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Maruf, que era rey, se dedicó al gobierno. Cierto día agitó el pañuelo, y los soldados salieron de su presencia para marcharse a su casa. Maruf entró en el salón y se sentó hasta que hubo terminado el día y llegó la noche con sus tinieblas. Entonces, según tenían por costumbre, se presentaron ante él los grandes del reino, sus contertulios, y pasaron la velada con él disfrutando y distrayéndose hasta la medianoche. Entonces le pidieron permiso para retirarse, y él se lo concedió. Se marcharon a su casa, y luego se presentó ante él una esclava destinada al servicio del lecho; le preparó el estrado, le quitó la túnica y le puso el traje de noche. Maruf se acostó, y la mujer empezó a hacerle masaje en los pies hasta que el sueño lo venció. La esclava salió, se dirigió a su habitación y se durmió. Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey Maruf. Mientras dormía, notó que tenía algo a su lado, en la cama. Se despertó aterrorizado y exclamó: «¡En Dios busco refugio frente a Satanás (¡lapidado sea!)!». Abrió los ojos y vio a su lado una mujer de mal aspecto. Le preguntó: «¿Quién eres?» Le contestó: «¡No temas! Yo soy tu esposa, Fátima al-Urra». La miró a la cara y la reconoció por lo sucio de la misma y por los largos colmillos. Le preguntó: «¿Por dónde has llegado hasta mí? ¿Quién te ha traído hasta este país?» «¿En qué país estamos ahora?» «En la ciudad de Jityan al-Jitán, pero tú, ¿cuándo has dejado El Cairo?» «¡Ahora mismo!» «¿Cómo ha sido?»

Le refirió: «Sabe que después de haberme querellado contigo —pues Satanás me incitaba a causar tu pérdida— y de haberte acusado ante los jueces, éstos mandaron buscarte, pero no te encontraron; preguntaron por ti, pero nadie te había visto. Al cabo de dos días me arrepentí y comprendí que la culpa era mía; pero de nada me servía ya el arrepentimiento. Esperé unos días, llorando por encontrarme separada de ti. Disponía de poco, por lo cual me vi obligada a mendigar para conseguir alimento. Pedí a todos, ricos y pobres. Desde el momento en que me abandonaste, sólo he comido el pan de la humillación y me he encontrado en el peor de los estados. Todas las noches me sentaba en el lecho a llorar, por encontrarme separada de ti y por las muchas humillaciones, desprecios, dificultades y fatigas que sufría desde el momento de tu partida». Siguió contándole todo lo que le había sucedido, y él la escuchaba absorto. Ella, al fin, dijo: «Deambulé todo el día pidiendo, pero nadie me dio nada. Cuando me acercaba a alguien y le pedía un pedazo de pan, me insultaba y no me daba nada. Al caer la noche me fui a dormir sin cenar. El hambre me abrasaba y me afligía lo que había sufrido. Me senté a llorar. Entonces apareció ante mí una persona, que me dijo: “¡Mujer! ¿Por qué lloras?” Contesté: “Tenía un marido que se preocupaba por mí y atendía a mis deseos. Pero ha desaparecido, y no sé dónde está. Desde entonces he soportado las durezas de la vida”. Preguntó: “¿Cómo se llama tu esposo?” “Maruf.” “Lo conozco. Sabe que tu esposo es ahora el sultán de una ciudad, y si quieres que te conduzca a su lado, lo haré.” “¡Estoy bajo tu custodia! ¡Condúceme hasta él!” Me cogió, remontó el vuelo entre el cielo y la tierra y me trajo a este alcázar. Aquí me ha dicho: “Entra en esa habitación. Encontrarás a tu esposo durmiendo en el lecho”. He entrado y te he visto con todo este rango. Tenía la esperanza de que no me hubieses abandonado, ya que soy tu compañera. ¡Loado sea Dios que me ha reunido contigo!» Maruf replicó: «¿Yo te he abandonado, o tú? Has ido querellándote de juez en juez y has acabado por querellarte ante el mismísimo Tribunal Supremo, lanzando en pos mío, desde la ciudadela, a Abu Tabaq. Huí, bien a pesar mío». Siguió contándole todo lo que le había ocurrido hasta llegar a Sultán y casarse con la hija del rey. Le explicó que ella había muerto y le había dejado un hijo de siete años de edad. La mujer le dijo: «Ha sucedido lo que Dios (¡ensalzado sea!) tenía decretado. Yo me he arrepentido y confío en ti. No me olvides y permite que coma en tu casa el pan de la limosna». Siguió humillándose ante él, hasta que consiguió enternecer su corazón. Le dijo: «¡Arrepiéntete del mal y quédate conmigo! Sólo recibirás cosas que te alegren. Pero si cometes alguna fechoría, te mataré sin piedad. No pienses en querellarte ante el Tribunal Supremo o en despachar tras de mí, desde la ciudadela, a Abu Tabaq. Soy sultán: las gentes me temen, y yo sólo temo a Dios (¡ensalzado sea!). Tengo un anillo a mi servicio: en cuanto lo froto, se presenta ante mí el criado, que se llama Abu-l-Saadat, y me trae cuanto le pido. Si quieres volver a tu país, te daré lo suficiente para toda la vida y te enviaré en seguida a tu patria. Si quieres permanecer a mi lado, te encerraré, sola, en un alcázar, que recubriré con tapices de seda, y pondré veinte criadas a tu servicio. Te daré exquisitos alimentos, telas preciosas, y serás una reina que vivirás el mayor bienestar hasta que mueras tú o muera yo. ¿Qué prefieres?» Contestó: «Quiero quedarme contigo». Le besó la mano y se arrepintió del mal hecho. Él destinó un alcázar para ella sola, le asignó esclavas y eunucos y se transformó en una reina.

El muchacho iba a verla con frecuencia. Pero la mujer lo detestaba porque no era hijo suyo. El muchacho, al darse cuenta de que lo despreciaba y lo miraba encolerizada, dejó de ir a verla y la despreció.

Maruf se dedicó a amar a las esclavas hermosas y no volvió a pensar en Fátima al-Urra, ya que ésta era una vieja con canas, de mal aspecto, fría y más fea que una serpiente estriada pero, en especial, porque le había hecho mucho daño. El autor del proverbio dice: «La maldad corta de raíz el deseo y siembra el odio en la tierra del corazón». ¡Qué bien dice el poeta!:

Procura guardar de la ofensa los corazones pues es difícil que vuelvan después de haberlos apartado.

Si el amor desaparece de un corazón, es como el vidrio: una vez roto, no tiene remedio.

Maruf le había concedido hospitalidad por su buen natural y se había mostrado generoso con ella buscando la satisfacción de Dios (¡ensalzado sea!).

Entonces, Dunyazad dijo a su hermana Sahrazad: «¡Qué hermosas son estas palabras, que absorben el corazón de las miradas encantadoras! ¡Qué estupendos son estos libros prodigiosos y estas anécdotas admirables!» Sahrazad contestó: «¡Pues eso no es nada en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y el soberano me concede la vida!»

Al día siguiente, la aurora difundió su luz y el rey se levantó, con el pecho dilatado, en espera del resto de la historia. Se dijo: «¡Por Dios! No la mataré antes de haber oído el resto de su historia». Se dirigió a la audiencia, y el visir, como tenía por costumbre, acudió con la mortaja debajo del brazo. El rey se dedicó a gobernar a la gente durante todo el día, y después se marchó al harén y entró en la habitación de su esposa Sahrazad, la hija del visir, como tenía por costumbre.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche mil una, que es la última del libro, el rey se fue a su harén y entró en la habitación de su esposa Sahrazad, la hija del visir. Su hermana Dunyazad le dijo: «¡Termina de contarnos la historia de Maruf!» «¡De mil amores, si el rey permite que hable!» El soberano le dijo: «Te permito que la cuentes, pues estoy ansioso de oír el resto».

Sahrazad refirió: «Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Maruf no se preocupaba personalmente de su esposa para la práctica del matrimonio y sólo le pasaba alimentos por respeto a la faz de Dios (¡ensalzado sea!). Fátima, al ver que se abstenía de tener relaciones conyugales con ella y que en cambio se aficionaba a otras, lo odió y se llenó de celos. El demonio la tentó sugiriéndole la idea de apoderarse del anillo, matarlo y proclamarse reina en su lugar. Cierta noche salió y se dirigió desde su alcázar al de su esposo, el rey Maruf. El destino y los hados ineludibles quisieron que lo encontrara durmiendo con una de sus favoritas, muy hermosa, bella y bien proporcionada. Su piedad era tan grande que se quitaba el anillo del dedo, por respeto a los nobles nombres que tenía grabados, cuando quería cohabitar, y no se lo volvía a poner hasta después de haberse purificado. Su esposa, Fátima al-Urra, no se había movido de su departamento hasta saber que cuando cohabitaba se quitaba el anillo y lo dejaba encima de la almohada hasta después de purificarse, y que tenía por costumbre, una vez realizado el acto sexual, mandar a la favorita que se marchase para salvaguardar el anillo. Al entrar en el baño cerraba la puerta de sus habitaciones y no las abría hasta haber salido del baño, recogido el anillo y colocado éste en el dedo. Después de esto podía entrarse en el alcázar sin dificultad. Fátima se había enterado de todo esto. Salió por la noche dispuesta a entrar en su habitación mientras estuviese sumergido en el sueño y robar el anillo sin que la viera. Pero en el momento en que ella salía, el hijo del rey entraba en el retrete, a oscuras, para satisfacer una necesidad: se había sentado, en la oscuridad, en la tabla y había dejado la puerta abierta. Cuando Fátima abandonó sus habitaciones, la vio andar precipitadamente en dirección a las de su padre. Se dijo: «¡Ojalá supiera para qué sale esta bruja de sus habitaciones, en medio de las tinieblas nocturnas y se dirige al alcázar de mi padre! Debe haber alguna causa». Salió en pos de ella y siguió sus pasos sin que lo viera. El muchacho disponía de una pequeña espada de joyas, y siempre que iba a la audiencia de su padre, la llevaba ceñida porque estaba orgulloso de ella. El padre, al verlo, se reía de él y le decía: «¡Sea lo que Dios quiera, hijo mío! Tu espada es grande, pero no la has utilizado en el combate ni has cortado con ella ninguna cabeza». El muchacho le contestaba: «¡Cortaré algún cuello que lo merezca!» El padre se reía de sus palabras. Mientras andaba detrás de la esposa de su padre desenvainó la espada y la siguió hasta que entró en una habitación. El muchacho se quedó en la puerta y empezó a observarla mientras ella buscaba y decía: «¿Dónde habrá puesto el anillo?» Entonces comprendió lo que buscaba. El muchacho tuvo paciencia hasta que ella, una vez lo hubo encontrado, exclamó: «¡Aquí está!» Lo cogió y se dispuso a salir. El príncipe se escondió detrás de la puerta. La vieja, una vez hubo cruzado la puerta, examinó el anillo, empezó a manosearlo y quiso frotarlo. Pero el muchacho levantó la mano con la espada y la decapitó; lanzó un grito y cayó muerta. Maruf se despertó y vio a su esposa tumbada y sangrando; su hijo traía en la mano la espada desenvainada. Le preguntó: «¿Qué ha pasado, hijo mío?» «¡Padre mío! Cuántas veces has dicho: “Tu espada es grande, pero no la has utilizado en el combate ni has cortado con ella ninguna cabeza”. Yo te contestaba: “¡Cortaré el cuello de quien lo merezca!” Y he cortado un cuello que merecía ser cortado», y le contó toda la historia. El padre buscó el anillo y no lo encontró; siguió buscándolo en el cuerpo de la muerta, hasta encontrarlo dentro de la mano crispada. Lo cogió y dijo: «¡Tú, sin duda ni vacilación, eres mi hijo! ¡Que Dios te conceda felicidad en ésta y en la última vida, del mismo modo que me has librado de esta desvergonzada! Sus propios esfuerzos han causado su pérdida. ¡Qué bien dijo el autor de estos versos!:

Si Dios presta su auxilio al hombre, éste obtiene su deseo en todas las cosas.

Si el hombre no obtiene el auxilio de Dios, lo primero que lo perjudica es su propio esfuerzo».

El rey Maruf llamó a gritos a sus servidores, y éstos acudieron corriendo. Les explicó lo que había hecho su esposa, Fátima al-Urra, y les mandó que la cogieran y la depositasen en cualquier lugar hasta que llegara el día. Hicieron lo que les había mandado. Luego la confió a unos criados. Éstos la lavaron, la amortajaron, le abrieron una tumba y la enterraron: así, había venido de El Cairo para morir y ser enterrada. ¡Qué bien dijo el poeta!:

Marchamos según lo que nos ha sido prescrito, y aquel a quien se le ha prescrito una suerte, la sigue.

Aquel que debe morir en una tierra, no morirá en otra distinta.

¡Qué hermosas son estas otras palabras del poeta!:

Cuando me dirijo a un país en busca de bienes, no sé la suerte que me cabrá:

Si el bien al que aspiro, o el mal que me busca.

Después, el rey Maruf mandó buscar al labrador que le había concedido hospitalidad mientras él huía. Cuando llegó, lo nombró su visir de la diestra y el primero de sus consejeros. Se enteró de que tenía una hija, de prodigiosa hermosura y belleza, de buenas costumbres, de ilustre origen y de excelentes dotes. Casó con ella, y al cabo de cierto tiempo, casó a su hijo. Y pasó el tiempo en la más dulce de las vidas; el destino les fue favorable, y gozaron de alegrías hasta que les llegó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos, el que aniquila las ciudades más florecientes y deja huérfanos a muchachos y muchachas. ¡Gloria al Viviente, al que no muere! ¡En su mano están las llaves del reino y del poderío!

Durante este período, Sahrazad había dado al rey tres hijos. Al terminar esta historia se puso en pie, besó el suelo ante el rey y dijo: «¡Oh, rey del tiempo! ¡Oh, tú, que eres único en esta época y momento! Yo soy tu esclava, y llevo ya mil y una noches contándote las historias de las generaciones pasadas y las amonestaciones de los antiguos. ¿Puedo manifestar un deseo a tu majestad?» «¡Pide y te será dado, Sahrazad!» Ésta llamó a las nodrizas y a los eunucos y les dijo: «¡Traed a mis hijos!» Los llevaron inmediatamente: eran tres varones; uno andaba solo; otro, a gatas, y el tercero era un lactante. Sahrazad los cogió y los colocó ante el rey, besó el suelo y dijo: «¡Rey del tiempo! Éstos son tus hijos. Te pido que me dejes vivir en atención a estas criaturas. Si me matas, estos niños quedarán sin madre y no encontrarás una mujer que los eduque como se debe». El rey se puso a llorar y estrechó a sus hijos contra el pecho. Dijo: «Sahrazad. Ya te había perdonado mucho antes de que viniesen estos niños, pues he comprobado que eres casta, pura, noble y digna. ¡Que Dios te bendiga a ti, a tu padre, a tu madre, a tus antepasados y a tus descendientes! Dios es testigo de que yo te libraré de cualquier cosa que pueda disgustarte». Sahrazad besó las manos y los pies del rey, se puso muy contenta y le dijo: «¡Que Dios prolongue tu vida y acrezca tu poder y dignidad!» La alegría se propagó por palacio y se difundió por toda la ciudad. Fue una noche que no se cuenta entre las terrenales, y más radiante que la luz diurna. Al día siguiente, el rey, contento y feliz, mandó llamar a todas las tropas. Éstas acudieron. Regaló un magnífico y estupendo traje de Corte a su visir, el padre de Sahrazad, y le dijo: «¡Que Dios te proteja!, ya que me has dado por esposa a tu noble hija, la cual ha sido causa de que me arrepienta de haber dado muerte a las hijas de la gente. Me he dado cuenta de que es pura, casta, noble y digna. Dios me ha dado con ella tres hijos varones. ¡Loado sea Dios por tan grandes bienes!»

Regaló trajes de Corte a visires, emires y grandes del reino. Mandó engalanar la ciudad durante treinta días y eximió a los habitantes de la ciudad de nuevas contribuciones: todos los gastos corrieron a cargo del tesoro del rey. Engalanaron magníficamente la ciudad como jamás se había hecho hasta entonces. Redoblaron los tambores y sonaron las flautas y todos los demás instrumentos. El rey hizo grandes dones y regalos; dio limosnas a pobres e indigentes y extendió su generosidad a todos los súbditos y habitantes de su reino. El rey y sus estados vivieron en el bienestar, la felicidad, las dulzuras y la paz, hasta que compareció el destructor de las dulzuras, el que aniquila a las comunidades.

¡Gloria a quien no muere en el transcurso del tiempo, Aquel a Quien no alteran los cambios, que no sufre vicisitudes y es único en los atributos de la perfección!

¡La bendición y la paz sean sobre el imán de su señorío, el escogido entre sus criaturas, nuestro señor Mahoma, Señor de los hombres! ¡Le rogamos, por su mediación, que nos conceda un buen fin!