HISTORIA DE ABD ALLAH B. FADIL, GOBERNADOR DE BASORA, Y DE SUS HERMANOS

SE cuenta también, ¡oh rey feliz!, que cierto día el Califa Harún al-Rasid, inspeccionando el censo de contribuciones, vio que había entrado en el erario público el de todos los países y regiones excepción hecha de la de Basora, que no había llegado aquel año. Por esta causa reunió el consejo de ministros y ordenó: «¡Traedme el visir Chafar!» Éste acudió. El Califa le dijo: «Ha llegado a hacienda la contribución de todos los países, excepción hecha de la de Basora: de esta región no se ha recibido nada.» «¡Emir de los creyentes! —le contestó—. Es posible que al gobernador de Basora le haya ocurrido algo que le impida enviar el dinero.» «Han pasado ya veinte días de la fecha tope de percepción de la contribución y en dicho plazo podría haberse excusado o enviado el dinero.» «¡Emir de los creyentes! Si te parece bien, envíale un mensaje.» «Envíale tú al contertulio Abu Ishaq al-Mawsulí.» «¡Oír es obedecer a Dios y a ti, oh Emir de los creyentes!» A continuación Chafar se marchó a su casa, mandó llamar a Abu Ishaq al-Mawsulí, el contertulio, escribió un nombramiento regio y le dijo: «Ve y preséntate ante Abd Allah b. Fadil, gobernador de la ciudad de Basora y averigua qué es lo que le ha impedido enviar el tributo. Después cobra el importe total y absoluto de las contribuciones de Basora y tráemelo inmediatamente, pues el Califa ha visto que han llegado las contribuciones de todas las regiones menos la de Basora. Si ves que el tributo no está a punto y que te presenta sus excusas, tráelo contigo para que las presente con su propia lengua ante el Califa». Abu Ishaq le contestó que oír era obedecer. Tomó consigo cinco mil caballeros que formaban parte de las tropas del visir y viajó sin descanso hasta llegar a Basora. Abd Allah b. Fadil se enteró de su llegada y salió a recibirlo con sus propios soldados. Le acogió, entró con él en Basora y le instaló en su palacio, mientras que las tropas restantes se alojaron en tiendas que levantaron fuera de la ciudad e Ibn Fadil les asignó todo lo que podían necesitar. Una vez hubo entrado Abu Ishaq en la sala de audiencias y hubo ocupado su sitio hizo que Abd Allah b. Fadil se sentase a su lado y los magnates se sentaron a su alrededor según su rango. Después de haberlo saludado, Ibn Fadil preguntó: «¡Señor mío! ¿Hay alguna causa que te haya hecho venir?» «¡Sí! He venido a reclamar la contribución. El Califa ha preguntado por ella ya que ha transcurrido el plazo en que tenía que haber llegado.» «¡Señor mío! ¡Ojalá tú no te hubieses fatigado ni tenido que soportar la dureza del viaje! El importe de la contribución justo y cabal está preparado y había resuelto enviarlo mañana. Pero ya que tú has venido te lo entregaré a ti una vez que hayas gozado durante tres días de mi hospitalidad. El cuarto día te daré el tributo. Pero ahora nuestro deber nos obliga a ofrecerte un regalo por tu bondad y por la del Emir de los Creyentes.» «¡No hay inconveniente!»

Abd Allah levantó la sesión y acompañó a Abu Ishaq a un salón de su casa que no tenía par. Ofreció a éste y a sus compañeros una mesa llena de comida. Comieron, bebieron, disfrutaron y se alegraron. Una vez retirada la mesa se lavaron las manos y sirvieron el café y los sorbetes. Se quedaron conversando hasta que hubo transcurrido el primer tercio de la noche. Entonces colocaron un estrado de marfil incrustado de oro reluciente sobre el cual se durmió. El gobernador de Basora durmió sobre otro estrado colocado junto al de Abu Ishaq. Pero el insomnio venció al enviado del Emir de los creyentes que empezó a meditar en los metros y en la composición de la poesía, ya que él era uno de los contertulios más apreciados por el Califa; Abu Ishaq tenía mucho arte en la composición de versos y en el relato de anécdotas. Siguió despierto, componiendo versos, hasta la media noche. Mientras se encontraba así, Abd Allah b. Fadil se puso de pie, se colocó el cinturón, abrió un armario, sacó de él una correa, cogió una vela encendida y salió por la puerta del alcázar pensando que Abu Ishaq dormía.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que éste quedó admirado de verle salir, se dijo: «¿Adónde irá Abd Allah b. Fadil con este látigo? Tal vez tenga la intención de castigar a alguien: he de seguirle y ver lo que hace esta noche». Abu Ishaq se puso en pie y salió, detrás de él, poco a poco, para que no lo descubriese. Vio que Abd Allah abría la puerta de un armario, sacaba de él una mesa con cuatro platos de comida, pan y una jarra de agua. Tomó la mesa y la jarra y siguió su camino. Abu Ishaq lo siguió, escondiéndose, hasta que entró en una habitación. Entonces Abu Ishaq se metió en la parte de dentro de la puerta y empezó a mirar a través de la misma: vio que se trataba de una amplia sala recubierta de tapices preciosos; en el centro de la misma había un trono de marfil chapeado en oro brillante. Dos perros estaban atados al trono con sendas cadenas de oro. Abd Allah colocó la mesa a un lado, se remangó los brazos y desató al primer perro que empezó a plegarse ante su mano, a colocar su cara en el suelo como si lo besase ante él y a emitir débiles gemidos con escasa voz. Abd Allah lo ató, lo echó por el suelo, volteó el látigo y lo dejó caer sobre él dándole una dolorosa paliza, sin compasión, mientras que el perro se contorsionaba sin conseguir librarse. Siguió azotándole hasta que cesaron los gemidos y perdió el conocimiento. Entonces recogió al perro y lo ató en su sitio. Después cogió el segundo perro e hizo con él lo mismo que con el primero. A continuación sacó un pañuelo y empezó a secarles las lágrimas y a consolarles diciendo: «¡Por Dios! ¡No me reprendáis! ¡Por Dios! Ni lo hago por propia voluntad ni me es fácil. Tal vez Dios os conceda una escapatoria y un medio para salir de esta situación», y siguió rogándoles. Todo esto ocurría mientras Abu Ishaq el contertulio se mantenía plantado oyendo y viendo con sus propios ojos y admirándose de una tal situación. A continuación les ofreció la mesa con la comida y los alimentó con sus propias manos hasta que quedaron hartos. Les limpió la boca, les acercó la jarra de agua y les dio de beber. Tras esto tomó la mesa, la jarra y la vela y se dispuso a marcharse: Abu Ishaq le precedió, llegó hasta su lecho y se hizo el dormido. Abd Allah ni le vio ni supo que le había seguido y le había observado: colocó la mesa y la jarra en la alhacena, entró en la sala, abrió la puerta del armario, colocó el látigo en su sitio, se quitó sus ropas y se durmió. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Abu Ishaq: Pasó el resto de la noche pensando en la razón de tal asunto y como no podía conciliar el sueño por lo muy admirado que estaba se decía: «¡Ojalá supiera la causa de una tal cosa!», y siguió estupefacto hasta la mañana. Entonces se levantaron, rezaron la oración de la aurora, les sirvieron el desayuno, comieron, bebieron el café y se dirigieron a la audiencia. Abu Ishaq estuvo preocupado por este acontecimiento durante todo el día, pero lo ocultó y no preguntó nada a Abd Allah. La noche siguiente hizo con los dos perros lo mismo: los azotó, luego se reconcilió con ellos y les dio de comer y de beber. Abu Ishaq lo había seguido y visto hacer lo mismo que la primera noche y lo mismo pasó la tercera. Después, el cuarto día, Abd Allah entregó el importe de la contribución a Abu Ishaq el Contertulio. Éste la cogió y se puso en viaje sin hacer el más pequeño comentario. Así llegó a Bagdad y entregó las contribuciones al Califa. Éste le preguntó por la causa del retraso. Le contestó: «¡Emir de los creyentes! Vi que el gobernador de Basora tenía ya preparado el tributo y se disponía a enviarlo: si me hubiese retrasado un solo día lo hubiese encontrado en el camino. Pero he visto que Abd Allah al-Fadil realizaba algo prodigioso. Jamás en mi vida, Emir de los creyentes, he visto algo parecido». «¿De qué se trata, Abu Ishaq?» «Le he visto hacer esto y esto», y le explicó lo que había hecho con los dos perros. Siguió: «Le he observado durante tres noches seguidas, hacer lo mismo: pegar a los perros y después tratarlos bien, consolarlos y darles de comer y de beber. Yo le he contemplado desde un sitio en que no podía verme». El Califa inquirió: «¿Le has preguntado la causa?» «¡Por vida de tu cabeza, Emir de los creyentes! ¡No!» «¡Abu Ishaq! Te mando que regreses a Basora y me traigas a Abd Allah b. Fadil con los perros.» «¡Emir de los creyentes! Discúlpame, puesto que Abd Allah b. Fadil me ha tratado con los máximos honores y yo me he enterado de tal situación por casualidad, sin tener intención, y te lo he referido. ¿Cómo he de regresar hasta él y te lo he de traer? Si volviese a su lado se me caería la cara de vergüenza. Es preferible que envíes a otro mensajero con una comunicación tuya: te lo traerá con sus perros.» «Si envío a una persona distinta es posible que niegue la cosa y diga: “No tengo perros”. Pero si te mando a ti y tú le dices: “Te he visto con mis propios ojos” no podrá negarlo: es necesario que tú vayas y lo traigas junto con los perros; si no lo haces te mataré.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Ishaq respondió:] «¡Oír es obedecer al Emir de los creyentes! ¡Que Dios nos auxilie, pues es el mejor de los ayudantes![279] ¡Qué razón tuvo quien dijo: “La mayor desgracia del hombre es la lengua”! ¡Yo me he traicionado a mí mismo, puesto que te lo he contado! Pero escríbeme una orden y yo iré a buscarlo y te lo traeré.» El Califa puso la orden por escrito y Abu Ishaq se dirigió a Basora. Al presentarse ante su gobernador, éste le preguntó: «¡Que Dios nos guarde de la desgracia de tu retorno, Abu Ishaq! ¿Cómo es que te veo regresar tan rápidamente? ¿Faltaba algo en la contribución y el Califa no lo ha aceptado?» «¡Emir Abd Allah! Mi vuelta no tiene nada que ver con que el tributo sea deficiente. Estaba bien, y el Califa lo ha aceptado. Espero de ti que no me hagas reproches, pues he cometido una falta respecto a ti. Lo que me acaba de suceder me lo tenía destinado Dios (¡ensalzado sea!).» «¿Qué te ha sucedido, Abu Ishaq? ¡Cuéntame! Tú eres amigo mío y no te he de hacer reproches.» «Sabe que mientras estuve contigo te seguí durante las tres noches consecutivas: tú te levantabas mediada la noche, castigabas a los perros y regresabas. Yo quedé admirado de ello, pero sentí vergüenza de tener que interrogarte. Le he referido, impensadamente y sin tener intención, la cosa al Califa y éste me ha obligado a volver a tu lado con esta orden de su puño y letra. Si yo hubiese sabido que la cosa iba a terminar así, no se lo hubiese referido. Pero el destino ha querido que pasara.» Siguió disculpándose ante el gobernador. Éste le replicó: «Ya que has sido tú quien lo ha contado, yo confirmaré tus palabras ante el Califa para que no crea que has mentido, ya que eres amigo mío. Pero si se hubiese tratado de otra persona, lo hubiese negado y desmentido. Yo te acompañaré y llevaré conmigo los dos perros, aunque esto me cueste la vida y sea el fin de mis días». Abu Ishaq exclamó: «¡Que Dios te proteja del mismo modo como tú me proteges ante el Califa!» El gobernador preparó un regalo digno del Emir de los creyentes, sujetó a los dos perros con cadenas de oro y colocó a cada uno de ellos en el lomo de un camello. Viajaron hasta llegar a Bagdad. Abd Allah se presentó ante el Califa y besó el suelo. El soberano le permitió que se sentara. Se sentó. Después mandó comparecer a los perros. El Califa preguntó: «¿Qué son estos dos perros, Emir Abd Allah?» Los dos animales empezaron a besar el suelo ante él, a mover la cola y a llorar como si se quejasen. El Califa se quedó admirado y le dijo: «¡Cuéntame la historia de estos dos perros: por qué les pegas y tras los golpes los tratas con tanto honor!» «¡Emir de los creyentes! Éstos no son perros sino dos hombres jóvenes, hermosos, bellos y bien proporcionados. Ambos son mis hermanos, hijos de mi padre y de mi madre.» «¿Y cómo siendo seres humanos se han transformado en perros?» «Si me concedes tu venia, Emir de los creyentes, te contaré la verdad de todo el asunto.» «¡Refiérela y guárdate de mentir, característica ésta de los hipócritas! Refiéreme la verdad que constituye la tabla de salvación y el distintivo de los hombres píos.» «Sabe, ¡oh Vicario de Dios!, que cuando yo te refiera su historia, ellos serán mis testigos: si yo miento me desmentirán y si digo la verdad la confirmarán.» «¡Pero estos perros no pueden hablar ni responder! ¿Cómo han de dar testimonio en tu favor o en contra?» Abd Allah se dirigió a ellos diciendo: «¡Hermanos míos! Si refiero algo falso levantad vuestra cabeza y abrid bien los ojos. Pero si digo la verdad, inclinad la cabeza y cerrad los ojos».

A continuación refirió: «Sabe, ¡oh Califa de Dios!, que nosotros somos tres hermanos de la misma madre y del mismo padre. Nuestro padre se llamaba Fadil; tenía este nombre porque su madre dio a luz dos gemelos: uno de ellos murió recién nacido y sólo quedó el segundo con vida, razón por la cual su padre le llamó Fadil. Le educó de la mejor manera posible y, ya mayor, lo casó con nuestra madre y él murió. Su primer hijo fue éste, al que llamó Mansur; quedó encinta de nuevo y dio a luz este otro hermano al que llamó Nasir; nuevamente encinta me dio a luz a mí y me llamaron Abd Allah. Nos cuidó hasta que fuimos mayores y llegamos a la edad de la pubertad. Después murió y nos legó una casa y una tienda repleta con telas de todos los colores y de las más variadas procedencias: indias, bizantinas, jurasaníes, etc., y además sesenta mil dinares. Una vez muerto nuestro padre lo lavamos, le construimos un magnífico mausoleo y le enterramos en la misericordia de su Señor. Rezamos por su salvación, recitamos El Corán e hicimos limosnas en su nombre durante cuarenta días. Después, yo reuní a los comerciantes y a las gentes notables, les di un banquete y al terminar la comida les dije: “¡Comerciantes! El mundo es perecedero y la última vida eterna. ¡Gloria al Eterno aun después de la muerte de sus criaturas! ¿Sabéis para que os he reunido en mi casa en este día bendito?” Contestaron: “¡Gloria a Dios que conoce lo desconocido!” Les dije: “Mi padre ha muerto legándome grandes riquezas. Pero temo que pudiera deber algo a uno de vosotros o tener deudas, préstamos o cualquier otra cosa. Mi propósito consiste en satisfacer las obligaciones que mi padre tenía contraídas con el resto de la gente. Aquel a quien deba alguna cosa que diga: “Soy acreedor de esto y esto” y yo se lo pagaré para descargar la memoria de mi padre”. Los comerciantes me replicaron: “¡Abd Allah! Esta vida no vale lo que la última; no somos amigos de mentiras; todos sabemos distinguir lo lícito de lo ilícito, tememos a Dios (¡ensalzado sea!) y no queremos comer las riquezas del huérfano. Sabemos que tu padre (¡que la misericordia de Dios sea con él!) dejaba siempre sus bienes a la gente y que no tenía contraídos compromisos con nadie. Nosotros le oímos decir siempre: ‘Temo por los bienes de la gente’ y mientras rezaba rogaba: ‘Dios mío, en Ti pongo mi confianza y mi esperanza: no me hagas morir teniendo deudas’. Entre sus virtudes estaba la de que si debía a alguien algo se lo pagaba sin darle largas; en cambio, si alguien le debía algo, no lo reclamaba; le decía: ‘Paga cuando te vaya bien’. Si se trataba de un pobre se mostraba generoso con él y lo libraba de su preocupación; si tratándose de alguien que no era pobre, moría, decía: ‘¡Que Dios le perdone por aquello que me debía!’ Todos nosotros atestiguamos que no nos debía nada”. Yo les contesté: “¡Que Dios os bendiga!”, y a continuación me volví a éstos, mis dos hermanos, y les dije: “¡Hermanos! Nuestro padre no debía nada y nos ha legado riquezas, telas, la casa y la tienda. Somos tres hermanos y a cada uno de nosotros nos corresponde un tercio de los bienes. ¿Estáis de acuerdo en que no hagamos particiones y que continuemos asociados comiendo y bebiendo por partes iguales o preferís que repartamos las telas y los bienes y cada uno se haga cargo de su parte?”»

Volviéndose a los dos perros les preguntó: «¿Fue así, hermanos míos?» Bajaron la cabeza y cerraron los ojos como si dijesen «Sí».

Siguió refiriendo: «Entonces, Emir de los creyentes, hice venir un tasador oficial del séquito del cadí. Repartió entre nosotros los bienes, las telas y todo lo que nos había dejado nuestro padre. Hicieron que la casa y la tienda me correspondiesen a mí a cambio del dinero que me tocaba. Quedamos satisfechos. La casa y la tienda quedaron, pues, en mi poder y ellos tomaron su parte en telas y dinero. Yo abrí la tienda, coloqué en ella telas y compré con el dinero que me había correspondido, además de la casa y de la tienda, más mercancías. Así llené el local y me instalé para comprar y vender. Mis dos hermanos compraron ropas, alquilaron una nave y marcharon, por mar, a recorrer los países de la gente. Yo dije: “¡Que Dios los ayude!” Obtuve beneficios y, además, la tranquilidad que no tiene precio. En esta situación pasé un año entero durante el cual Dios fue generoso conmigo, pues adquirí grandes riquezas hasta el punto de rehacer, yo solo, el capital que nos había legado nuestro padre. Cierto día, mientras estaba sentado en mi tienda recubierto por dos trajes de piel, uno de cibelina y otro de ardilla —era invierno y el frío apretaba—, vi que llegaban mis dos hermanos teniendo únicamente sobre el cuerpo una camisa hecha harapos; sus labios, de tanto frío, estaban blancos y los dos temblaban. Al verlos me sentí deprimido y me entristecí…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:] »…y la razón escapó de mi cabeza, corrí hacia ellos, los abracé y rompí a llorar por el estado en que se encontraban; entregué al uno la piel de cibelina y al otro la de ardilla, los hice entrar en el baño y les envié, mientras se encontraban en éste, sendas túnicas de comerciante, que costaban mil dinares. Una vez lavados, cada uno se puso su túnica. Los llevé a mi casa. Me di cuenta de que tenían mucha hambre. Les preparé la mesa de comer. Comieron y yo les acompañé tratándoles con cariño y consolándolos».

Entonces, volviéndose hacia los dos perros, les preguntó: «¿Ha ocurrido así, hermanos míos?» Los animales inclinaron la cabeza y cerraron los ojos.

Siguió: «¡Califa de Dios! Después yo los interrogué y les dije: “¿Cómo os ha ocurrido esto? ¿Dónde están vuestras riquezas?” Me contestaron: “Viajamos por el mar y entramos en una ciudad llamada Kufa, en donde empezamos a vender el pedazo de tela que valía medio dinar por diez dinares; el que costaba un dinar, por veinte y así conseguimos una gran ganancia. Compramos el pedazo de tela de seda persa por diez dinares, cuando en Basora el mismo cuesta cuarenta dinares. Luego entramos en una ciudad llamada al-Karj: vendimos, compramos y obtuvimos grandes beneficios reuniendo grandes riquezas”, y así fueron citándome países y ganancias obtenidas. Yo les pregunté: “Si habéis visto tanto bienestar y beneficio ¿cómo es que os veo regresar desnudos?” Suspiraron y contestaron: “¡Hermano nuestro! Debemos haber tropezado con el mal de ojo y yendo de viaje nunca se está a seguro. Una vez tuvimos reunidas riquezas y bienes, cargamos nuestros efectos en un buque y viajamos por el mar con el propósito de volver a la ciudad de Basora. Navegamos durante tres días. Al cuarto vimos que el mar subía y bajaba, se embravecía y cubría de espuma, se agitaba, se enfurecía y las olas entrechocaban, despidiendo chispas como llamas de fuego y los vientos contrarios hicieron chocar al navío a que nos llevaba contra la punta de un escollo: se hundió, naufragamos y perdimos en el mar todo lo que llevábamos. Luchamos en la superficie del agua durante un día y una noche: después Dios nos envió otra nave que nos recogió a bordo. Así fuimos de país en país, mendigando y alimentándonos con lo que obteníamos de limosna. Sufrimos grandes penas y tuvimos que quitarnos nuestros vestidos y venderlos para alimentarnos, para así acercarnos a Basora; antes de llegar a esta ciudad tuvimos que apurar mil pesares: si hubiésemos salvado todo lo que teníamos hubiésemos traído riquezas susceptibles de compararse con las de un rey. Pero Dios lo tenía decretado así”. Les dije: “¡Hermanos míos! No os apesadumbréis: los bienes sirven para rescatar los cuerpos y escapar a salvo constituye un botín. Desde el momento en que Dios dispuso que escaparais con vida, esto constituye la máxima satisfacción: riqueza y pobreza son espectros fugaces. ¡Qué bien dijo el autor de este verso!:

¡Si el cuerpo del hombre escapa de la muerte, las riquezas no son más que el recorte de las uñas!”

»A continuación añadí: “¡Hermanos míos! Consideremos que nuestro padre ha muerto hoy y nos ha legado todas las riquezas que yo poseo: estoy conforme en repartirlas con vosotros a partes iguales”. Mandé comparecer al tasador oficial del cadí, le mostré todos mis bienes y los repartió entre nosotros: cada uno tomó un tercio. Les dije: “¡Hermanos míos! Dios concede al hombre su sustento cuando se queda en su país. Cada uno de vosotros abrirá una tienda y se instalará en ella para comerciar: lo que está en lo Oculto tiene que suceder”. Los ayudé a abrir la tienda, se la llené de mercancías y les dije: “¡Vended y comprad! Guardad vuestras riquezas y no gastéis nada. Encontraréis todo lo que podáis necesitar: comida, bebida, etc., en mi casa”. Continué siendo generoso con ellos: vendían y compraban durante el día, pasaban la noche en mi casa y yo no consentía que gastasen nada de su dinero. Cada vez que me sentaba a hablar con ellos me hacían el elogio de los países extranjeros y me describían las ganancias que habían obtenido y me incitaban a que les acompañase en un viaje por los países de la gente».

A continuación preguntó a los dos perros: «¿Fue así, hermanos míos?» Bajaron la cabeza y cerraron los ojos confirmando lo que decía.

Siguió: «¡Califa de Dios! Siguieron rogándome y citándome los grandes beneficios y ventajas que se obtenían con los viajes y tentándome para que los acompañara. Les dije: “He de ir con vosotros para complaceros”. Formé sociedad con ellos, nos hicimos con toda suerte de telas preciosas, alquilamos un buque y cargamos en él las mercancías para comerciar y todo lo que necesitábamos. Zarpamos de la ciudad de Basora hacia el mar tempestuoso, cuyas olas entrechocan; quien entra en él puede considerarse perdido y quien de él sale es como un recién nacido. Navegamos sin descanso hasta divisar una ciudad: vendimos, compramos y obtuvimos una gran ganancia. Desde ésta nos dirigimos a otra y no paramos de viajar de país en país y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y realizando beneficios hasta tener en nuestro poder enormes riquezas. Pero llegamos a una montaña. El capitán echó el ancla y nos dijo: “¡Pasajeros! ¡Saltad a tierra! ¡Salvaos de este día! ¡Buscad! ¡Tal vez encontráis agua!” Todos los que iban a bordo desembarcaron y yo con ellos. Nos dedicamos a buscar agua y cada uno de nosotros fue en una dirección. Yo subí a la cima de la montaña. Mientras andaba vi una serpiente blanca que se apresuraba a huir perseguida por una culebra negra, de aspecto terrible y de horrorosa vista, que le daba alcance. La culebra la alcanzó, la atormentó, la sujetó por la cabeza y enroscó su cola a la de la serpiente. Ésta chilló. Yo me di cuenta de que la había cazado y me llené de compasión: desprendí una piedra de granito de cinco ratl o más de peso, se la dejé caer en la cabeza y se la destrozó. Antes de que pudiera darme cuenta la serpiente se transformó en una muchacha joven, bella, hermosa, reluciente, perfecta y bien proporcionada que parecía ser la luna cuando brilla. Se acercó hacia mí, me besó las manos y me dijo: “Que Dios te proteja con dos velos: uno para defenderte de la vergüenza en este mundo y el otro para evitar que te alcance el fuego de la última vida el día de la gran reunión, el día en que no servirán ni las riquezas ni los hijos nada más que a quienes vayan a Dios con el corazón sano”[280]. A continuación añadió: “¡Oh, hombre! Tú has protegido mi honor y tienes sobre mí el derecho que te concede el haberme favorecido. Es necesario que te recompense”. A continuación señaló con la mano el suelo, éste se hundió y ella bajó por la fisura. Después la tierra se cerró de nuevo. Así me di cuenta de que se trataba de un genio. En cuanto a la culebra, el fuego la había devorado reduciéndola a cenizas. Me quedé admirado. Regresé al lado de mis compañeros y les expliqué lo que había visto. Pasamos la noche y al día siguiente el capitán levó el ancla, desplegó las velas, soltó los cables y zarpamos. Perdimos de vista la tierra y no paramos de navegar durante veinte días: no vimos ni tierra ni pájaros, terminándose nuestra agua. El capitán nos dijo: “¡Gentes! Se ha terminado el agua dulce”. Le contestamos: “Condúcenos a tierra: tal vez encontremos agua”. ‘Replicó: “¡Por Dios! ¡He perdido el camino e ignoro la ruta que pudiera conducirme a tierra!” Esto nos afligió profundamente, rompimos a llorar y rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) que nos guiase en el camino. Pasamos aquella noche en la peor situación. ¡Qué bien dijo el poeta!:

¡Cuántas noches he pasado en una aflicción capaz de encanecer el cabello de un niño de pecho!

Pero apenas llegada la mañana, Dios ha concedido su auxilio y un pronto triunfo.

»Al amanecer el día siguiente, levantarse la aurora y aparecer la luz, descubrimos un monte elevado. Al verlo nos alegramos muchísimo y nos congratulamos. Llegamos hasta él y el capitán dijo: “¡Gentes! ¡Id a tierra y buscad agua!” Todos nos dedicamos a buscar agua, pero no la encontramos. Esto nos llenó de una gran pena a causa de la escasez del agua. Yo subí a lo más alto del monte y descubrí detrás una circunferencia amplia que estaba a una hora o más de camino. Llamé a mis compañeros. Acudieron. Cuando los tuve a mi lado les dije: “¡Mirad esa circunferencia que está detrás del monte! Distingo en ella una ciudad de elevados edificios, sólidas construcciones, fuertes murallas y torres, colinas y praderas. En ella, sin duda, no faltan ni el agua ni los bienes. Acompañadme: nos llegaremos hasta la ciudad, recogeremos el agua y compraremos los víveres, la carne y la fruta que necesitemos y regresaremos”. Me contestaron: “Tememos que las gentes de esa ciudad sean cafres, politeístas y enemigos de la religión. Se apoderarán de nosotros y quedaremos prisioneros en su mano o bien nos matarán. Nosotros mismos seríamos la causa de nuestra muerte, puesto que nos habríamos entregado a la ruina y a los peligros. Nunca hay que alabar al incauto, ya que él se expone a los peores peligros tal y como dijo un poeta:

Mientras la tierra sea tierra y el cielo cielo no habrá de qué alabar al obcecado aunque escape salvo.

»”Nosotros no arriesgaremos nuestra vida”. Les dije: “¡Gentes! Yo no tengo autoridad sobre vosotros. Tomaré conmigo a mis hermanos y me dirigiré a esa ciudad”. Mis hermanos me replicaron: “Tememos las consecuencias de este asunto: no te acompañaremos”. Repliqué: “Pues yo he decidido ir a esa ciudad. En Dios me apoyo y aceptaré lo que me destine. Esperadme hasta que haya ido y vuelto”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta, y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:] »Los dejé y me puse en marcha hasta llegar a la ciudad. Vi que estaba maravillosamente construida, que su arquitectura era magnífica, sus murallas altas; sus torres, fuertes, y sus alcázares, elevados; las puertas eran de hierro chino y estaban adornadas y esculpidas de manera tal que el entendimiento se quedaba perplejo. Cuando crucé la puerta vi un banco de piedra en el que estaba sentado un hombre que tenía en el brazo una cadena de bronce amarillo y de ésta colgaban catorce llaves. Comprendí que aquel hombre era el portero de la ciudad y que ésta tenía catorce puertas. Me acerqué y le dije: “¡La paz sea sobre vos!”, pero no me contestó. Lo saludé por segunda y tercera vez, pero no me contestó. Coloqué mi mano en su hombro y le dije: “¡Oh, éste! ¿Por qué no me contestas? ¿Estás durmiendo? ¿Eres sordo? ¿O es que no eres musulmán y te abstienes de saludarme?” Pero no se movió. Lo examiné y vi que era de piedra. Dije: “¡Esto es algo prodigioso! Esta piedra está esculpida como si fuese un ser humano: no le falta más que hablar”. Lo dejé y entré en la ciudad. Vi a un hombre de pie, junto al camino. Me acerqué a él, lo contemplé y vi que era de piedra. Seguí recorriendo las calles de aquella ciudad y cada vez que veía un hombre, me acercaba hacia él, le examinaba y veía que era de piedra. Tropecé con una mujer vieja que llevaba en la cabeza un hato de ropa para lavar: me aproximé, la examiné y vi que ella y el hato de ropa que llevaba en la cabeza eran de piedra. Entré en el mercado: contemplé a un vendedor de aceite: delante estaban colocadas toda suerte de mercancías; queso, etcétera; pero todo era de piedra. Examiné el resto de los vendedores que estaban sentados en sus tiendas; observé gentes de pie y sentados, hombres, mujeres y niños; pero todos eran de piedra. De aquí pasé al mercado de los comerciantes: todos se encontraban sentados en sus negocios y éstos estaban repletos de mercancías pero todo era de piedra; las ropas parecían ser telas de araña; yo las examiné: cada vez que tocaba un vestido de tela, éste quedaba reducido a polvo en mis manos. Descubrí unas cajas. Abrí una y encontré oro en bolsas. Cogí las bolsas que se deshicieron mientras el oro quedaba tal cual era. Cargué con todo el que pude y empecé a decirme: “Si mis hermanos estuviesen aquí conmigo podrían coger oro hasta hartarse y gozar de estos tesoros que no tienen dueño”. Tras esto entré en otra tienda y vi que tenía aún más oro, pero yo ya no podía cargar con más del que llevaba. Salí de aquel zoco y me dirigí a otro; desde éste fui a un tercero y seguí yendo de un zoco a otro pudiendo ver las criaturas más distintas: pero todas ellas eran de piedra incluso los perros y los gatos eran de piedra. Entré en el zoco de los orfebres y encontré a unos hombres sentados en sus tiendas que tenían ante ellos sus mercancías: unas a la vista y otras en cajas. Al ver esto, Emir de los creyentes, abandoné todo el oro que llevaba conmigo, cargué todas las gemas que podía llevar y saliendo de él me dirigí al de los joyeros. Vi a éstos sentados en sus tiendas con cajas repletas de toda clase de joyas: jacintos, diamantes, esmeraldas, rubíes, etcétera; había gemas de todas las clases mientras los propietarios de las tiendas eran de piedra. Tiré todas las gemas que llevaba y cargué todas las joyas que podía lamentándome de que mis hermanos no estuviesen conmigo para que cogiesen también las que les gustasen. Salí del mercado de los joyeros y pasé delante de una gran puerta, hermosa y adornada del mejor modo. Detrás de ella había unos bancos en los que estaban sentados criados, soldados, servidores y funcionarios vestidos con preciosos trajes; pero todos eran de piedra: toqué uno de ellos y sus ropas se le cayeron de encima como si fuesen una tela de araña. Crucé la puerta y me encontré en un palacio sin igual, muy bien hecho. En él hallé una sala de audiencias repleta de grandes visires, notables y emires. Todos estaban sentados en sus sillas, pero eran de piedra. Descubrí luego un trono de oro rojo incrustado de perlas y joyas; encima estaba sentado un hombre vestido con riquísimos trajes y que ceñía su cabeza con una corona de Cosroes que tenía engarzadas las gemas más preciosas que desprendían rayos como si fuesen los del día. Me acerqué a él: también era de piedra. De la sala de audiencias me dirigí a la puerta del harén. Entré y me hallé en una reunión de mujeres; en esa sala había un trono de oro rojo cuajado de perlas y aljófares y, sentada encima una mujer, una reina que tenía su cabeza ceñida por una corona con las más preciosas gemas. A su alrededor había mujeres que parecían lunas sentadas en sillas; vestían telas riquísimas de múltiples colores y de pie, allí mismo, estaban los eunucos con las manos cruzadas sobre el pecho: parecía que estuviesen plantados para servir. Aquella sala dejaba admirado el entendimiento de quien la veía dada su decoración, la belleza de sus bajorrelieves y los tapices. Colgadas de ella se veían maravillosas lámparas de cristal de roca purísimo y de cada una de éstas colgaba una gema inigualable, sin precio. Yo, Emir de los creyentes, tiré todo lo que llevaba conmigo, empecé a coger aquellas joyas y cargué con todas las que pude: pero estaba perplejo y no sabía qué es lo que tenía que cargar o dejar, ya que aquel lugar me parecía ser un tesoro magnífico. Descubrí, luego, una puertecita abierta detrás de la cual aparecía una escalera. Crucé la puerta, subí cuarenta peldaños y oí que un ser humano recitaba El Corán con voz débil. Avancé en la dirección de la voz hasta llegar a la puerta del castillo. Allí encontré una cortina de seda con tiras de oro, bordada con perlas, coral, jacintos, pedazos de esmeralda y aljófares que resplandecían como los luceros. La voz salía de detrás. Me acerqué, la levanté y apareció ante mí la puerta de una habitación adornada de tal modo que hacía quedar perplejo al entendimiento. Crucé la puerta, y me encontré en un departamento que parecía ser un tesoro en la propia faz de la tierra. En su interior había una muchacha que parecía el sol resplandeciente en medio del cielo sereno. Vestía preciosos vestidos y estaba adornada con las gemas más preciosas. Era de belleza y hermosura prodigiosas, talle pequeño, bien proporcionada, perfecta, muy esbelta, nalgas pesadas, saliva capaz de curar a un enfermo y párpados lánguidos, tal como si ella hubiese sido la aludida por quien dijo:

Saludo a las formas que encierra el vestido y a las rosas de los jardines de sus mejillas.

Parece que hayan colgado las Pléyades de su frente y que el resto de los luceros de la noche constituyan el collar que está sobre el pecho.

Si se pusiese un vestido de puras rosas, los pétalos de éstas causarían sangre en su cuerpo.

Si escupiese en el mar, y eso que el mar es salado, el sabor del mar sería más dulce que la miel.

Si concediese su amor a un anciano decrépito y apoyado en un bastón, ese anciano sería capaz de desgarrar al león.

»¡Oh, Emir de los creyentes! Al ver a aquella joven quedé prendado y me acerqué a ella. Vi que se encontraba sentada en un estrado elevado y que recitaba el libro de Dios, Todopoderoso y Excelso, de memoria. Su voz parecía el rechinar de las puertas del paraíso cuando las abre Ridwán y las palabras que salían de entre sus labios se ensartaban como las gemas. Su rostro era de una belleza prodigiosa, tal y como dijo el poeta de una parecida:

»¡Oh, tú, que emocionas con tu lengua y tus cualidades! Mi amor y mi pasión crecen por ti.

Hay en ti dos cosas que consumen a los enamorados: las melodías de David y la imagen de José.

»Al oír cómo entonaba la recitación de El Corán, mi corazón, bajo su mirada asesina, dijo: “Paz, he aquí la palabra del Señor de la misericordia[281]”. Pero me trabuqué en las palabras y no acerté a decir “Paz”. Mi entendimiento y mi mirada habían quedado absortos y estaba tal como dijo el poeta:

La pasión no me agitó hasta que perdí la palabra; y no entré en el valladar sin derramar mi sangre.

No he prestado oído a nuestro censor más que para dar testimonio de quien amo con la palabra.

»Después, despojándome del terror de la pasión, le dije: “¡La salud sea sobre ti, noble señora, perla escondida! ¡Que Dios haga durar las bases de tu felicidad y acrezca los pilares de tu gloria!” Contestó: “¡Y sobre ti sean la salud, el bienestar y los dones, oh Abd Allah, oh Ibn Fadil! ¡Sé bien venido y bien llegado, amigo mío, refresco de mis ojos!” Le repliqué: “¡Señora mía! ¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres? ¿Qué ha ocurrido a la gente de esta ciudad para quedar cambiada en piedra? Deseo que me expliques la verdad de todo esto, pues estoy admirado de una tal ciudad entre cuya gente ya no se halla ningún ser vivo a excepción tuya. Te conjuro, por Dios, a que me cuentes la historia verídica de eso”. Me replicó: “Siéntate, Abd Allah, pues yo, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, te informaré y te relataré mi historia y la de esta ciudad y sus habitantes con todo detalle. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” Me senté a su lado.

»Ella refirió: “Sabe, ¡oh, Abd Allah! (¡que Dios tenga misericordia de ti!), que soy hija del rey de esta ciudad. Mi padre es ese que has visto sentado en la audiencia, en el trono elevado; aquellos que están a su alrededor son los grandes de su imperio y los magnates de su reino. Mi padre era muy poderoso y gobernaba a un millón ciento veinte mil soldados. El número de príncipes de su reino se elevaba a veinticuatro mil, cada uno de los cuales mandaba y era funcionario y tenía bajo su jurisdicción mil ciudades y eso sin contar los pueblos, aldeas, castillos, fortalezas y caseríos. Los emires nómadas que le obedecían eran mil, cada uno de los cuales tenía a sus órdenes veinte mil caballeros. Poseía además riquezas, tesoros, gemas, joyas que ningún ojo ha visto y que nadie ha oído mencionar…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió: »La joven siguió diciendo:] “Vencía a los reyes, aniquilaba a los héroes y valientes en la guerra y en el campo de combate. Los prepotentes le temían y los reyes de Persia se humillaban ante él, pero a pesar de todo, era un descreído que asociaba otras divinidades a la de Dios y adoraba a los ídolos prescindiendo de Él. Todos sus soldados eran descreídos que adoraban a los ídolos, prescindiendo del Rey Omnisciente. Cierto día ocurrió lo siguiente: estaba sentado en el trono de su reino y tenía a su alrededor a sus grandes. Sin que se diese cuenta entró una persona, quien con la luz de su cara iluminó la audiencia. Mi padre la miró y vio que se trataba de un hombre que vestía una túnica verde, era alto, con unas manos que le llegaban más abajo de las rodillas. Tenía un aspecto respetable y digno, y su rostro irradiaba luz. Apostrofó a mi padre: ‘¡Tirano! ¡Impostor! ¿Hasta cuándo seguirás extraviado en la adoración de los ídolos prescindiendo de adorar al Rey Omnisciente? Di: ‘Atestiguo que no hay Dios sino el Dios y que Mahoma, es su siervo y su enviado’. Acepta el Islam junto con tu pueblo y deja de adorar a los ídolos, pues ellos no son útiles ni sirven como intercesores. Sólo Dios merece ser adorado; Él, que ha elevado los cielos sin necesidad de columnas y ha extendido la tierra por misericordia, para con sus siervos’. Mi padre le replicó: ‘¿Quién eres tú ¡oh hombre!, que te niegas a adorar los ídolos hasta el punto de hablar de esta manera? ¿Es que no temes que los ídolos se enfaden contigo?’ los ídolos son piedras cuyo enojo no me ha de perjudicar y cuya satisfacción no me ha de ser útil. Manda que me traigan el ídolo al que adoras y ordena a cada uno de tus súbditos que te traiga el suyo. Cuando estén presentes todos vuestros ídolos, rezad y pedidles que se enfaden conmigo; yo, por mi parte, rezaré a mi Señor para que se enoje con vosotros: veréis la diferencia que hay entre el enojo del Creador y el de sus criaturas, puesto que vosotros habéis hecho vuestros ídolos y ellos han servido de alojamiento a los demonios que son quienes os hablan desde el interior de sus estatuas. Vuestros ídolos han sido creados mientras que mi Dios es el Creador, Aquel a quien nada puede detener. Si se os muestra la Verdad, seguidla; si se os muestra la falsedad, abandonadla’. Le replicaron: ‘¡Danos una prueba de tu Señor para que la veamos!’ Les replicó: ‘¡Dadme pruebas de vuestros ídolos!’ El rey mandó que todo aquel que adorase un ídolo lo llevase. Todos los soldados presentaron su ídolo en la audiencia. Esto es lo que a ellos se refiere.

»”He aquí lo que me sucedió: ‘Yo estaba sentada detrás de una cortina desde la que podía ver la audiencia de mi padre. Tenía un ídolo de esmeralda verde cuyo cuerpo era del mismo tamaño que el de un ser humano. Mi padre me lo mandó a pedir y yo se lo envié a la audiencia en donde lo colocaron al lado del de mi padre. El ídolo de éste era de rubí; el del visir, de diamantes; los de los jefes del ejército y de los altos funcionarios eran de jacinto, de áloe pardo, de ébano, de plata, de oro; cada uno tenía un ídolo de acuerdo con lo que le permitía su posición; los soldados y los súbditos los tenían de piedra, madera, carbón, barro; los ídolos tenían distintos colores: los había amarillos, encarnados, verdes, negros y blancos. Aquella persona dijo a mi padre: ‘Reza a tu ídolo y a ésos para que se enojen conmigo’. Colocaron en fila, en la audiencia, a todos los ídolos: al de mi padre le pusieron en un trono de oro y el mío a su lado, en la presidencia. A los demás los colocaron según el rango del dueño que lo adoraba. Mi padre se puso en pie, se prosternó ante su ídolo y le dijo: ‘¡Dios mío! ¡Tú eres el señor generoso; no hay ídolo superior a ti! Sabes que esta persona ha venido ante mí para ofenderte y burlarse de ti: asegura que tiene un Dios que es más fuerte que tú y nos ordena que dejemos de adorarte y adoremos a su Señor. ¡Enfádate con él, dios mío!’ Siguió implorando al ídolo pero éste ni le contestó ni le replicó una sola palabra. Mi padre añadió: ‘Tu costumbre no es ésta, dios mío, pues tú me contestas cuando yo te hablo ¿cómo, pues, te veo callado y sin contestar? ¿Es que estás distraído o durmiendo? ¡Despierta! ¡Auxíliame! ¡Habla!’ Lo sacudió con la mano, pero no replicó ni se movió de su sitio. Aquel hombre dijo a mi padre: ‘¿Qué ocurre? No veo que tu ídolo te conteste’. ‘Supongo que debe de estar distraído o durmiendo’. ‘¡Enemigo de Dios! ¿Cómo adoras a un ser que no habla y es incapaz de hacer nada? ¿Cómo no adoras a mi Señor que está próximo y contesta, está presente y no se oculta ni se descuida ni duerme?; a Él no alcanzan los pensamientos, ve y no es visto y es poderoso sobre toda cosa. Tu dios es impotente no puede, tan siquiera, apartar el peligro que le acecha y Satanás (¡lapidado sea!) se le mete dentro para extraviarte y perderte. Su demonio está ausente ahora: adora a Dios y atestigua que no hay dios sino Él; que no hay ser adorado sino Él; que sólo Él merece ser adorado; que no hay bien si de Él no proviene. Éste, tu dios, no puede apartar de sí el peligro, ¿cómo, pues, ha de poderlo apartar de ti? Observa, con tus propios ojos, su impotencia’. Se acercó y empezó a golpearle en el cuello hasta que cayó al suelo. El rey se indignó y dijo a los presentes: ‘¡Este ateo ha abofeteado a mi dios! ¡Matadlo!’ Quisieron ponerse en pie para apalearlo, pero ninguno de ellos pudo levantarse del sitio en que estaba. Volvió a exponerles el Islam pero no se convirtieron. Entonces les dijo: ‘¡Os voy a mostrar el enojo de mi Señor!’ Le replicaron: ‘¡Muéstranoslo!’ Extendió las manos y exclamó: ‘¡Dios mío! ¡Señor mío! ¡En Ti confío y espero! Escucha la plegaria que hago contra esas gentes descreídas que comen tus frutos y adoran a otro distinto de Ti: ¡Oh, Verdad! ¡Oh, Todopoderoso! ¡Oh, Creador de la noche y del día! Te ruego que cambies a esas gentes en piedra. Tú eres todopoderoso y nada puede impedírtelo. Tú puedes hacer cualquier cosa’. Dios transformó todas las gentes de esta ciudad en piedras. Yo, cuando vi la prueba, me convertí ante la faz de Dios y me salvé de lo que les sucedió. Aquella persona se acercó a mí y dijo: ‘Dios te había predestinado la felicidad. Tal era su voluntad’. Empezó a instruirme y yo presté juramento y el pacto ante él. Tenía entonces siete años de edad y ahora tengo treinta. A continuación le dije: ‘Todo lo que hay en la ciudad y todos sus habitantes han quedado transformados en piedra de acuerdo con tu pía plegaria. Yo me he salvado al convertirme en tus manos. Tú eres mi maestro. Dime tu nombre, préstame tu auxilio y provéeme de alimento’. Me contestó: ‘Me llamo Abu-l-Abbás al-Jidr.’ Con su propia mano me plantó un granado que creció, dio hojas, floreció y dio el fruto en un instante. Me dijo: ‘Come de lo que Dios (¡ensalzado sea!) te concede y adóralo con propósito sincero’. A continuación me expuso las leyes del Islam, los requisitos para la oración, el modo de realizar la adoración y la recitación del Corán. Hace ya veintitrés años que yo adoro a Dios en este sitio: el árbol da cada día una granada que yo como y me sirve de alimento de cuando en cuando. Al-Jidr (¡sobre él sea la paz!) viene a verme cada viernes y él es quien me ha dicho tu nombre y me ha dado la buena nueva de tu llegada a este lugar. Ha añadido: ‘Cuando se presente, trátalo bien, obedécelo y no lo contradigas: Sé su mujer pues él será tu marido. Ve con él a donde él quiera’. Al verte te he reconocido. Tal es la historia de la ciudad y de sus habitantes. Y la paz”.

»A continuación me mostró el granado que tenía un fruto. Ella se comió la mitad y me dio la otra: jamás he probado cosa más dulce ni más pura ni más apetitosa que aquella granada. A continuación le pregunté: “¿Te satisface cumplir lo que te ha mandado tu maestro al-Jidr (¡sobre él sea la paz!): ser mi esposa y que yo sea tu marido; acompañarme a mi país y residir en la ciudad de Basora?” Replicó: “¡Sí! Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, yo escucharé tus palabras y obedeceré tu orden sin rechistar”. Yo le juré cumplir el pacto y ella me condujo al tesoro de su padre. Cogimos de él todo lo que podíamos cargar, salimos de la ciudad y marchamos hasta llegar junto a mis hermanos. Vi que estaban buscándome. Me dijeron: “¿Dónde estabas? Te has retrasado y estábamos preocupados por ti”. El capitán del barco me dijo: “¡Comerciante Abd Allah! El viento nos es favorable desde hace un rato, pero tú nos has impedido zarpar”. Le contesté: “No hay ningún daño en ello. Tal vez el retraso nos sea favorable ya que mi ausencia ha tenido su provecho y he alcanzado con ella la suma de mis esperanzas. ¡Qué bien dijo, por Dios, el poeta!:

Cuando me dirijo a una tierra en busca de bienes, ¿cuál de estas dos cosas conseguiré?:

El bien que busco o el mal que me busca.

»Les dije: “Ved qué es lo que me ha sucedido en esta ausencia”. Les mostré los tesoros que llevaba y les expliqué lo que había visto en la ciudad de piedra. Les dije: “Si me hubieseis obedecido y acompañado hubieseis conseguido muchas de estas cosas”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:] »Me respondieron: “¡Por Dios! Si te hubiésemos acompañado no nos hubiésemos atrevido a presentarnos ante el rey de la ciudad”. Contesté a mis dos hermanos: “No hay ningún mal en ello: lo que tengo nos basta para todos y eso es nuestra suerte”. Dividí lo que llevaba en tantas partes como los que allí estábamos y las di al capitán y a mis hermanos. Yo me quedé con una parte: igual a la de los demás. Regalé lo que era más que suficiente a los criados y a los marineros. Se alegraron e hicieron votos por mí. Todos quedaron satisfechos con lo que les había dado, excepción hecha de mis dos hermanos. Éstos cambiaron de humor y se cegaron. Yo me di cuenta de que la avaricia se había apoderado de ellos y les dije: “¡Hermanos míos! Creo que lo que os he dado no os satisface. Pero yo soy vuestro hermano y vosotros sois mis hermanos: entre nosotros no existe ninguna diferencia y mis riquezas y las vuestras forman un todo único. El día en que yo me muera sólo vosotros debéis heredarme”. Seguí halagándolos. Después hice embarcar a la muchacha en el galeón, la hice ocupar un camarote, le envié algo de comer y fui a sentarme y hablar con mis hermanos. Me dijeron: “¡Hermano nuestro! ¿Cuál es tu intención con esta muchacha tan hermosa?” “Me propongo casarme con ella en cuanto lleguemos a Basora; daré una gran fiesta nupcial y la poseeré allí.” Uno de ellos dijo: “¡Hermano mío! Sabe que esa muchacha tan hermosa y tan bella me ha arrebatado el corazón. Deseo que me la entregues para ser yo quien se case con ella”. El segundo me dijo: “Yo soy el otro y me encuentro igual. Entrégamela para que me case con ella”. Les repliqué: “¡Hermanos míos! Me ha hecho prometer y jurar que yo me casaría con ella. Si yo se la entregase a uno de vosotros faltaría a la promesa que existe entre los dos y tal vez se disgustase ya que ella ha venido conmigo con la sola condición de que yo me casaría ¿cómo, pues, he de casarla con alguien distinto? Si vosotros la amáis yo la amo más que vosotros y ella me corresponde y no la entregaré jamás a ninguno de vosotros. Pero cuando lleguemos, salvos, a la ciudad de Basora os buscaré a dos muchachas de la mejor sociedad: os casaré con ellas, pagaré la dote de mis propios bienes, daré una sola fiesta nupcial y consumaremos los tres el matrimonio en la misma noche. Apartaos de esta muchacha, pues ella constituye mi lote”. Ambos se callaron y yo pensé que habían quedado conformes con mis palabras. Navegamos en dirección de la tierra de Basora. Yo enviaba a la joven comida y bebida y ella no salía de su camarote de la nave mientras yo dormía con mis hermanos, en el puente del galeón. En esta situación navegamos sin cesar durante un plazo de cuarenta días hasta que estuvimos a la vista de la ciudad. Nos alegramos de nuestra llegada. Yo seguía confiando y estaba seguro de mis hermanos puesto que sólo Dios (¡ensalzado sea!) conoce lo desconocido. Me dormí aquella noche y mientras estaba sumergido en el sueño no me di cuenta de que mis hermanos, éstos, me transportaban en sus manos: uno me cogía por las piernas y otro por los brazos, ya que ambos se habían puesto de acuerdo para arrojarme al mar a causa de aquella muchacha. Me di cuenta de que era transportado en brazos y les dije: “¡Hermanos míos! ¿Por qué hacéis tal cosa conmigo?” Me replicaron: “¡Mal educado! ¿Cómo vendes nuestro afecto por una muchacha? Por eso te arrojamos al mar” —y a continuación me echaron al agua».

Volviéndose hacia los dos perros les preguntó: «¡Hermanos míos! ¿Es cierto o no lo que he dicho?» Bajaron la cabeza y empezaron a gemir como si confirmasen sus palabras. El Califa quedó admirado.

Continuó: «¡Emir de los Creyentes! Una vez me hubieron arrojado al mar bajé hasta el fondo, pero el agua me sacó a la superficie. Sin que yo me diese cuenta un gran pájaro, del tamaño de un hombre, se abalanzó sobre mí, me cogió y remontó el vuelo conmigo por los aires. Abrí los ojos y me encontré en un palacio bien construido, de altos edificios, adornado con magníficos bajo relieves y del cual colgaban gemas de variadas formas y colores. Había allí unas muchachas en pie, con las manos cruzadas sobre el pecho. Entre ellas, sentada en un trono de oro incrustado de perlas y aljófares, vistiendo trajes a los que un hombre no podía dirigir la mirada por el gran resplandor que daban las gemas, se encontraba una mujer. Un cinturón de joyas a cuyo precio no hay riquezas que alcancen, ceñía su talle; en la cabeza llevaba una corona de tres vueltas que dejaban perplejas a la razón y al entendimiento y que arrobaban el corazón y la vista. El pájaro que me había llevado me soltó y se transformó en una muchacha que parecía el sol resplandeciente. Clavé la mirada en ella y me di cuenta que era la que había encontrado en el monte bajo forma de serpiente y a la cual había acometido la culebra enroscándola con su cola; yo, al darme cuenta de que la vencía y dominaba, la había matado con la piedra. La mujer que estaba sentada en el trono le preguntó: “¿Por qué has traído aquí a este ser humano?” Respondió: “¡Madre mía! Éste me ha salvado de perder el honor entre las hijas de los genios”. A continuación volviéndose a mí preguntó: “¿Sabes quién soy?” “¡No!” “Soy aquella que estaba en tal monte y a la que acometía una culebra negra que quería destrozar mi honor. Tú la mataste”. Yo dije: “Ciertamente vi una serpiente blanca junto a la culebra”. “Yo era la serpiente blanca. Pero en realidad soy la hija del Rey Rojo, soberano de los genios. Me llamo Saida y esa que está sentada es mi madre que se llama Hubaraka y es la esposa del Rey Rojo. La culebra que me acosaba y quería arrebatarme la honra era el Visir del Rey Negro, llamado Darfil, hombre de pésima educación. Ocurrió que él me vio, y se enamoró de mí pidiéndome por esposa a mi padre. Mi padre le envió un mensajero que le dijo: ‘¿Quién eres tú, pedazo de visires, para casarte con las hijas de los reyes?’ Entonces se indignó y juró que me violaría a pesar de mi padre. Empezó a seguir mis huellas y a perseguirme a dondequiera que yo fuese, pues tenía el propósito de atentar contra mi honra. Grandes guerras y fuertes encuentros tuvieron lugar entre él y mi padre, pero éste no pudo vencerlo pues era un tirano prepotente y cada vez que le ponía en un aprieto y estaba a punto de capturarlo se le escapaba. Mi padre no pudo hacer nada y yo tenía que ir adoptando cada día formas y colores distintos. Pero cada vez que yo tomaba un nuevo aspecto, él tomaba el opuesto; cuando yo huía a un país, él aspiraba mi olor y me perseguía a aquella tierra; así sufrí grandes fatigas. Finalmente me metamorfoseé en serpiente y me dirigí a aquel monte; pero él adoptó la forma de culebra, me siguió y yo caí en su poder. Me atacó y me enfrenté con él hasta que consiguió fatigarme y ponerse encima mío, pues tenía el propósito de hacer en mí lo que le placía. Pero llegaste tú, lo atacaste con la piedra y lo mataste. Entonces, yo tomé la figura de una muchacha y me mostré ante ti diciéndote: ‘El bien que se hace no se pierde más que con los hijos del adulterio’. Al ver que tus dos hermanos hacían contigo tal faena y que te arrojaban al mar he corrido a tu lado y te he salvado de la muerte. Mi padre y mi madre te han de honrar”. A continuación añadió: “¡Madre mía! Hónralo del mismo modo que él ha protegido mi honor”. La madre dijo: “¡Bienvenido, oh, ser humano! Tú nos has hecho un favor que merece ser reconocido”. Mandó que me entregasen una túnica preciosísima que costaba un pico de dinero y me dio gran cantidad de joyas y metales preciosos”. Me acompañaron ante el soberano que estaba en su audiencia: le vi sentado en un trono. Ante él se encontraban los genios y los servidores. Mi vista quedó deslumbrada al examinarlo, de tantas joyas como llevaba encima; él, al verme, se puso en pie y lo mismo hicieron sus soldados por respeto hacia él. Me saludó, me acogió bien, me honró de modo inigualable y me dio regalos de todo lo que disponía. A continuación dijo a uno de su séquito: “Cógelo, acompáñalo junto a mi hija y dile que lo conduzca al lugar de donde vino”. Me devolvieron junto a Saida, su hija, y ésta cargó conmigo y con mis bienes y remontó el vuelo. Esto es lo que a mí y a Saida se refiere.

»He aquí lo que hace referencia al capitán del galeón: éste se despertó al oír el chasquido que hice cuando me lanzaron al agua. Preguntó: “¿Qué es lo que sucede en el mar?” Mis dos hermanos rompieron a llorar y empezaron a darse golpes en el pecho diciendo: “¡Qué pérdida! ¡Nuestro hermano ha caído en el mar mientras quería satisfacer una necesidad a un lado del galeón!” Después se apoderaron de mis riquezas y discutieron para ver cuál de los dos había de quedarse con la muchacha. Cada uno de ellos decía: “¡Sólo yo he de poseerla!” La querella continuó sin pensar ni en el hermano que se ahogaba, ni en el remordimiento que debían sentir por él. Mientras se encontraban en esta situación Saida descendió conmigo en el centro del galeón.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:] »…Mis hermanos, al verme, me abrazaron, se alegraron de mi llegada y empezaron a decir: “¡Hermano nuestro! ¿Cómo te encuentras después de lo que te ha ocurrido? Nuestro corazón estaba preocupado por ti”. Pero Saida los increpó: “Si hubieseis tenido afecto por él en vuestro corazón y le hubieseis amado no le hubieseis echado al mar mientras dormía. ¡Escoged la muerte que preferís!” Los agarró y quiso matarlos. Ambos chillaron diciendo: “¡Por tu honor, hermano nuestro!” Yo intercedí y le dije: “¡Apelo a tu honor! ¡No mates a mis dos hermanos!” “¡Es absolutamente necesario que los mate, pues son dos traidores!” Yo seguía apaciguándola y calmándola hasta que dijo: “Por ti no los mataré, pero los voy a embrujar”. Sacó un recipiente, lo llenó con agua de mar y pronunció unas palabras que no comprendí. Después añadió: “Salid de vuestra figura humana y adoptad la perruna”. Los roció con el agua y quedaron transformados en perros, tal como los ves, ¡oh. Califa de Dios!»

A continuación se volvió a los animales y preguntó: «¿Es cierto lo que he dicho, hermanos míos?» Inclinaron la cabeza como si dijesen: «Es la pura verdad».

Siguió: «¡Emir de los Creyentes! Después de haberlos metamorfoseado en perros dijo a quienes estaban en el galeón: “Sabed que éste, Abd Allah b. Fadil, ha pasado a ser mi hermano y que yo pasaré a verlo cada día, una o dos veces. Encantaré a todo aquel que lo desobedezca, se rebele contra él, le levante la mano o la lengua; con ése haré lo mismo que con estos dos traidores, pues lo transformaré en perro y hasta el fin de sus días no encontrará modo de escapar”. Todos le dijeron: “¡Señora mía! Todos nosotros somos sus esclavos y criados. No le desobedeceremos”. A continuación me dijo: “Una vez llegues a Basora, harás inventario de todos tus bienes y si falta algo me lo dirás. Yo te lo devolveré cualquiera que sea la persona que se haya apoderado de ello y cualquiera que sea el lugar en que esté; transformaré en perro al ladrón. Una vez que hayas puesto a seguro tus bienes colocarás un collar a cada uno de estos dos perros y los atarás a los pies de la cama; los tendrás en la misma prisión y cada noche, a la media noche, irás a su lado y apalearás a cada uno de ellos hasta que pierdan el sentido. Si pasa una noche sin que los apalees acudiré yo y te daré a ti la paliza y después a ellos”. Contesté: “¡Oír es obedecer!” Añadió: “Ahora átalos con cuerdas hasta que llegues a Basora”. Puse en el cuello de cada uno una soga, los até al mástil y ella se marchó a sus quehaceres. Al día siguiente llegamos a Basora y los comerciantes acudieron a recibirme. Me saludaron pero ninguno de ellos me preguntó por mis hermanos. Empezaron a examinar a los perros y me dijeron: “¡Fulano! ¿Qué harás con estos dos perros que traes?” Les contesté: “Los he cuidado durante el viaje y los he traído conmigo”. Se rieron de ellos y no reconocieron que eran mis hermanos. Los coloqué en una habitación y ocupé aquella noche en deshacer los fardos que contenían las telas y las gemas. Los comerciantes, con el fin de saludarme, seguían en mi casa y yo me distraje y no apaleé a mis hermanos ni los até con cadenas ni los atormenté. Así me dormí. Pero sin darme cuenta apareció la señora Saida, hija del Rey Rojo, quien me espetó: “¿No te había dicho que les colocases al cuello cadenas y que dieses una paliza a cada uno de ellos?” Me agarró, sacó un látigo y me azotó hasta que perdí el conocimiento. Después se marchó al lugar en que estaban mis hermanos y los azotó hasta que estuvieron a punto de morir. Dijo: “Cada noche darás, a cada uno, una paliza como ésta. Si pasa una sola noche sin que los maltrates, yo te azotaré a ti”. Yo le contesté: “¡Señora mía! Mañana colocaré cadenas en sus cuellos y la próxima noche los azotaré y no dejaré de hacerlo ni una sola noche”. Ella me insistió en que debía pegarles. Al día siguiente, por la mañana, no me atreví a colocar cadenas en su cuello. Fui a ver a un orfebre y le mandé que les hiciese cadenas de oro. Las hizo. Yo las cogí, las coloqué en su cuello y los até como me había mandado. Al día siguiente los azoté, bien a pesar mío. Esto ocurría bajo el califato de al-Mahdí, el tercero de los Banu Abbás. Yo era bien visto por él, pues le había mandado regalos: me nombró gobernador y delegado suyo en Basora. Así continué durante largo tiempo después del cual me dije: “Tal vez su enojo se haya enfriado”, y una noche dejé de castigarlos. Pero ella acudió y me dio una paliza tan fuerte que no la olvidaré en mi vida. Desde entonces no he dejado de azotarles a todo lo largo del califato de al-Mahdí. Cuando murió éste y tú le sucediste me concediste la confirmación en mi cargo de gobernador de la ciudad de Basora. Así han transcurrido doce años durante los cuales yo, cada noche, los he azotado bien a pesar mío; después de darles la paliza los acaricio, me disculpo y les doy de comer y beber mientras ellos siguen encadenados. Ninguna de las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!) conocía su existencia hasta que tú me enviaste a Abu Ishaq el cortesano, por el asunto de las contribuciones. Éste descubrió mi secreto, regresó a tu lado, te lo explicó y volviste a enviármelo por segunda vez en busca mía y de los perros. Yo he oído y obedecido tu orden, y he acudido con ellos ante ti. Me has preguntado por la verdad del asunto y te la he referido. Tal es mi historia».

El Califa Harún al-Rasid quedó admirado de la situación de los dos perros y preguntó: «En la actualidad ¿has perdonado a tus dos hermanos los perjuicios y el daño que te causaron o no?» «¡Señor mío! ¡Que Dios los perdone! Por mi parte están libres de culpa en ésta y en la otra vida. Soy yo quien necesita que ellos me perdonen, ya que durante doce años les he dado cada noche una paliza.» El Califa dijo: «¡Abd Allah! Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, he de esforzarme en ponerlos en libertad y devolverlos a su prístina figura de hombres: os reconciliaré y viviréis el resto de vuestra vida como hermanos bien avenidos. Del mismo modo que tú les has perdonado ellos te perdonarán. Llévalos contigo, ve a tu habitación, esta noche no los golpees y mañana sólo recibiréis bien». «¡Señor mío! ¡Por vida de tu cabeza! Si dejo de azotarlos una sola noche, acude la señora Saida y me da a mí la paliza: yo no tengo el cuerpo para soportar golpes». «¡No temas! Te daré una carta de mi puño y letra para que la entregues a la señora Saida cuando se presente. Al leerla te perdonará y eso será mérito suyo. Si no obedece mi orden confía tu asunto a Dios y deja que te dé una paliza como si te hubieses descuidado de azotarlos una noche; te pegará por esta causa. Pero si así ocurre y me desobedece seré yo, el Emir de los Creyentes, quien tendré que vérmelas con ella.» El Califa escribió en una hoja de unos dos dedos y después de haberlo escrito la selló y dijo: «¡Abd Allah! Cuando aparezca Saida dile: “El Califa, el rey de los hombres, me manda que deje de azotarlos, me ha escrito esta carta y te envía sus saludos”. Dale el escrito y no temas ningún daño». El Califa le hizo prometer y jurar que no los pegaría. Abd Allah cogió los perros, se marchó a su habitación y se dijo: «¡Ojalá supiera qué es lo que hará el Califa frente a la hija del sultán de los genios! Si le desobedece me va a dar una paliza esta noche. Pero tendré paciencia con mis palos y daré reposo a mis hermanos por esta noche, aunque por su causa tenga que ser atormentado». Siguió meditando: «Si el Califa no estuviese bien seguro no me hubiese impedido apalearlos». Entró en su habitación, quitó los collares del cuello de sus hermanos y exclamó: «¡En Dios busco apoyo!» Empezó a tranquilizarlos diciéndoles: «No os ocurrirá nada malo: el quinto Califa de los Banu al-Abbás se ha empeñado en libertaros y yo ya os he perdonado. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, ha llegado el momento y esta noche bendita os veréis libres. ¡Alegraos y poneos contentos!» Al oír estas palabras empezaron a gemir del mismo modo que los perros…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al oír estas palabras empezaron a gemir como los perros] y a frotar sus pies con las mejillas como si hiciesen votos por él y se humillasen. Abd Allah se entristeció y empezó a acariciarles el lomo con la mano. Así llegó la noche. Cuando pusieron la mesa les dijo: «¡Sentaos!» Se sentaron y comieron con él en la mesa. Los criados se habían quedado estupefactos al verlo comer con los perros y decían: «¿Está loco o carece de razón? ¿Cómo puede comer el gobernador de Basora con los perros, cuando es un personaje más importante que un visir? ¿Es que no sabe que el perro es un animal inmundo?» Empezaron a observar a los animales y vieron que comían, con discreción, a su lado. No sabían que eran sus hermanos. Siguieron mirando a Abd Allah y a los dos animales hasta que hubieron terminado de comer. A continuación Abd Allah se lavó las manos; los perros extendieron las suyas y se las lavaron, lodos los allí presentes se rieron y quedaron admirados de ellos y decían: «Jamás en nuestra vida hemos visto perros que coman y al terminar se laven las manos». Los dos se sentaron en cojines al lado de Abd Allah b. Fadil. Nadie se atrevió a preguntar y la cosa continuó así hasta la medianoche. Entonces despidió a los criados que se fueron a dormir y él y los perros se acostaron en sus estrados. Los criados se decían unos a otros: «Se ha puesto a dormir y los perros se han quedado con él». Otros decían: «Desde el momento en que come con ellos en la mesa no hay inconveniente en que duerman con él. Así se comportan los locos». No comieron nada de la comida que había quedado en el mantel diciendo: «¿Cómo hemos de comer las sobras de los perros?» Cogieron la mesa y lo que contenía y lo tiraron, añadiendo: «¡Está impura!» Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Abd Allah b. Fadil: antes de que pudiera darse cuenta se hendió la tierra y apareció Saida quien le preguntó: «¡Abd Allah! ¿Por qué no los has apaleado esta noche? ¿Por qué les has quitado los collares del cuello? ¿Lo has hecho para rebelarte ante mí o por echar de menos mi orden? Pero yo te voy a apalear y a transformarte en un perro igual que ellos». «¡Señora mía! ¡Te conjuro por la inscripción que está grabada en el anillo de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) para que tengas piedad de mí hasta que te haya contado la causa! Después haz conmigo lo que quieras.» «¡Habla!» Refirió: «La causa de que no les haya pegado es la siguiente: el rey de los hombres, el Emir de los Creyentes, Harún al-Rasid, me ha ordenado que no los azotase esta noche y me ha obligado con juramentos y promesas a no hacerlo. Él te envía un saludo y me ha dado este escrito de su puño y letra ordenándome que te lo entregue. Yo he obedecido y cumplido su orden, pues la obediencia al Emir de los Creyentes es una obligación. Aquí tienes el mensaje: cógelo, léelo y después haz conmigo lo que quieras». Me dijo: «¡Dámelo!» Se lo entregué. Lo abrió y lo leyó. Vio que tenía escrito:

«En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Escribe el rey de los hombres, Harún al-Rasid, a la hija del Rey Rojo, Saida. Y después: Este hombre ha perdonado a sus dos hermanos y ha renunciado al derecho que tenía sobre ellos: yo he dispuesto que se reconcilien y cuando se llega a la concordia se levanta el castigo. Si vosotros, genios, os oponéis a nuestras leyes, nosotros, hombres, conculcaremos las vuestras; pero si aceptáis nuestras costumbres acataremos las vuestras y ejecutaremos vuestros deseos. He dispuesto que no debes causarles más penas. Si crees en Dios y en su Enviado debes obedecer pues a mí me incumbe el asunto. Si los perdonas yo te recompensaré con aquello que mi Señor me permita. Indicio de tu obediencia será el que levantes el embrujo que pesa sobre estos dos hombres para que mañana puedan acudir ante mí salvos. Si no los desembrujas lo haré yo, a pesar tuyo, con el auxilio de Dios (¡ensalzado sea!)»

Una vez hubo leído la carta dijo: «¡Abd Allah! Nada haré antes de ir a ver a mi padre, y haberle mostrado el escrito del rey de los hombres. Volveré, en seguida, con la contestación». Señaló con la mano el suelo, éste se hendió y ella se sumergió. Cuando se hubo marchado, el corazón de Abd Allah voló de alegría y exclamó: «¡Que Dios haga poderoso al Emir de los Creyentes!»

Saida se presentó ante su padre, lo informó de lo que ocurría y le mostró la carta del Emir de los Creyentes. El Rey Rojo la besó, la colocó sobre su cabeza, la leyó y comprendió el contenido. Le dijo: «¡Hija mía! Las órdenes del rey de los hombres deben cumplirse y sus decretos hay que acatarlos: no podemos desobedecerlo. Ve junto a esos dos hombres, desembrújalos ahora mismo y diles: “Estáis bajo la protección del rey de los hombres”. Si éste se enfada con nosotros nos aniquilará hasta el último: no nos obligues a soportar lo que no podemos». «¡Padre mío! Pero si el rey de los hombres se enfada con nosotros ¿qué puede hacernos?» Le replicó: «¡Hija! Puede dominarnos de varios modos: en primer lugar es un ser humano y está por encima de nosotros, en segundo, es el Vicario de Dios; en tercero es constante en las dos arracas de la plegaria de la aurora. Aunque se reuniesen, para combatirlo, todos los genios de las siete tierras no podrían emplear contra él sus trampas. Si él se enfadase con nosotros, rezaría dos arracas en la plegaria de la aurora, lanzaría contra nosotros un único grito y nos reuniríamos ante él, sumisos: somos como las ovejas en manos del matarife. Si quiere mandarnos que nos pongamos en marcha hacia una tierra inhóspita, no podemos demorarnos. Si desobedeciéramos su orden, pereceríamos todos abrasados sin encontrar escapatoria. Lo mismo nos ocurre ante cualquier fiel que rece con constancia las dos arracas de la autora: su voluntad nos obliga. No causes nuestro fin por dos hombres: corre y desembrújalos antes de que incurramos en la cólera del Emir de los Creyentes».

La muchacha regresó junto a Abd Allah b. Fadil y lo informó de lo que le había dicho su padre añadiendo: «Besa, en representación nuestra, las manos del Emir de los Creyentes y procura conseguir que quede satisfecho de nosotros». A continuación sacó una taza, la llenó de agua, pronunció unos conjuros y unas palabras ininteligibles, los roció con agua y dijo: «¡Abandonad vuestra figura perruna y adoptad la humana!»

Los dos se transformaron en hombres como antes, quedando libres del embrujo. Dijeron: «¡Atestiguo que no hay dios, sino el Dios! ¡Atestiguo que Mahoma es el enviado de Dios!» A continuación ambos se precipitaron a besar las manos y los pies de su hermano pidiéndole perdón. Les replicó: «¡Perdonadme vosotros!» Ambos se arrepintieron de modo sincero y exclamaron: «El maldito demonio nos ofuscó y nos perdió con la codicia. Nuestro Señor nos ha castigado como merecíamos, pero el perdón es signo de generosidad». Halagaron a su hermano al tiempo que lloraban y se arrepentían de lo que había sucedido. A continuación Abd Allah les preguntó: «¿Qué hicisteis con mi esposa, aquella que yo había traído de la ciudad de la piedra?». Replicaron: «Cuando Satanás nos ofuscó y te arrojamos al mar discutimos entre nosotros. Cada uno decía: “Yo me casaré con ella”. La joven oía nuestras palabras y veía nuestro altercado; así comprendió que te habíamos arrojado al mar. Salió de su habitación y dijo: “No os peleéis por mí: yo no seré de ninguno de vosotros: si mi marido se ha ido al mar yo le seguiré”. Se arrojó al agua y murió». Abd Allah dijo: «¡Ha muerto mártir! ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Rompió a llorar amargamente y les dijo: «¡No habéis obrado bien al hacer tal cosa y al privarme de mi mujer!» Contestaron: «Nosotros hemos pecado y nuestro Señor nos ha castigado por nuestra falta. Esto es algo que Dios nos había destinado antes de nuestro nacimiento». Abd Allah aceptó sus excusas. Saida intervino: «¿Te han hecho tales cosas y aún los perdonas?» «¡Hermana mía! Quien puede castigar y perdona recibe la recompensa de Dios». «¡Ten cuidado, pues son dos traidores!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Saida se despidió de él y se marchó a sus quehaceres.

Abd Allah y sus hermanos pasaron el resto de la noche comiendo, bebiendo, distrayéndose y muy contentos. Al día siguiente por la mañana los condujo al baño, hizo que cada uno de ellos se pusiese una túnica que valía un pico de dinero y después pidió la mesa de comer. Desayunó con ellos. Los criados, al verlos y darse cuenta de que se trataba de sus hermanos, los saludaron y dijeron al Emir Abd Allah: «¡Señor nuestro! ¡Que Dios te guarde por haberte reunido con tus dos queridos hermanos! ¿En dónde han estado durante este tiempo?» «Los habéis visto bajo forma de perros. ¡Loado sea Dios que los ha librado de su cárcel y del tormento doloroso!» Los tomó consigo y los condujo a la audiencia del Califa Harún al-Rasid. Se presentó ante éste, besó el suelo, hizo los votos de rigor deseándole larga duración del poder y del bienestar y el cese de todo daño o desgracia. El Califa le saludó: «¡Bienvenido, Emir Abd Allah! ¡Cuéntame lo que te ha sucedido!»

Refirió: «¡Emir de los Creyentes! ¡Que Dios aumente tu poder! Yo, tomando conmigo a mis hermanos, me dirigí a mi departamento, tranquilo por la suerte de ambos gracias a tu intervención, ya que habías salido fiador de su liberación. Me dije: “Los reyes jamás fracasan en aquello en que se empeñan; su celo los auxilia”. Les quité los collares, me confié a Dios y comí con ellos en la misma mesa.

Los servidores, al ver que comía con seres en forma de perros, creyeron que yo estaba mal de la cabeza. Se dijeron, unos a otros: “Tal vez está loco ¿cómo puede comer con perros el gobernador de Basora, cuando él es más importante que los visires?” Tiraron la comida que había quedado y dijeron: “No comemos las sobras de los perros”. Tenían a menos mi razón y yo oía sus palabras sin contestarles, dado que ellos no sabían que se trataba de mis hermanos. Cuando llegó la hora de acostarse los despedí y me dormí. Sin que pudiera darme cuenta la tierra se hendió y surgió Saida, la hija del Rey Rojo: estaba furiosa conmigo y sus ojos eran como fuegos». Así siguió contando al Califa todo lo que le había sucedido con ella y con su padre y cómo les había sacado de su figura perruna transformándolos en seres humanos. A continuación añadió: «¡Helos aquí, ante ti, Emir de los Creyentes!» El Califa se volvió y contempló dos jóvenes que parecían lunas. Dijo: «¡Que Dios te recompense por mí, oh, Abd Allah, por haberme informado de las virtudes, que ignoraba! Si Dios lo quiere jamás en toda mi vida dejaré de rezar un par de arracas antes de la aparición de la aurora». A continuación reprendió a los dos hermanos de Abd Allah b. Fadil por lo que habían hecho con anterioridad. Se disculparon ante el Califa. Les dijo: «Daos la mano y perdonaos. ¡Que Dios os perdone lo pasado!» Volviéndose a Abd Allah añadió: «¡Abd Allah! Los nombro tus ayudantes. Cuida de ellos». Recomendó a los dos hermanos que obedecieran a su hermano, les cargó de dones y, después de concederles innumerables regalos, les mandó que regresasen a la ciudad de Basora.

Salieron contentísimos de la audiencia del Califa mientras que éste quedaba muy satisfecho de la ventaja que había conseguido con todo este movimiento, esto es: las virtudes anejas al rezo de las dos arracas antes de la aparición de la aurora. Murmuraba: «Razón tuvo quien dijo: “Las desgracias de unos llevan la felicidad a otros”». Esto es lo que hace referencia a ellos y al Califa.

He aquí lo que hace referencia a Abd Allah b. Fadil: dejó la ciudad de Bagdad en compañía de sus hermanos cubierto de honor y favores. Viajaron hasta llegar a la ciudad de Basora. Los grandes y los nobles salieron a recibirlos y engalanaron la ciudad. Les hicieron entrar en medio de un cortejo y las gentes hacían votos por él, quien, a su vez, distribuía el oro y la plata. Todos hicieron fervientes palabras por su persona, pero nadie hizo caso de sus hermanos. El corazón de éstos se llenó de celos y de envidia a pesar de que Abd Allah les trataba con tanto miramiento como si fuesen ojos enfermos de tracoma. Pero cuantas más atenciones les tenía, más aumentaba su desprecio y su envidia. Se ha dicho en este sentido:

He tratado con atención a toda la gente. Pero es difícil tratar con atención a quien envidia.

¿Pues cómo hay que tratar a quien envidia el bienestar si sólo le ha de satisfacer el fin de éste?

A continuación dio a cada uno de ellos una esclava incomparable, los rodeó de criados, eunucos, pajes y esclavos blancos y negros; cuarenta de cada clase; entregó a cada uno cincuenta caballos de pura raza, soldados y séquito; les concedió rentas y tributos y los nombró sus asistentes. Les dijo: «¡Hermanos míos! Vosotros sois mis iguales y no hay diferencia entre nosotros.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:] »…El poder pertenece, después de Dios y del Califa, a mí y a vosotros: vosotros gobernaréis Basora, tanto si yo estoy presente como ausente, y vuestras disposiciones serán ejecutivas. Pero ¡temed a Dios en vuestro gobierno y guardaos de cometer injusticia, pues si éstas son constantes causan la ruina! Practicad la justicia, pues si se ejercita con reiteración trae la prosperidad. No seáis injustos con los vasallos, pues si los fuerais os maldeciría y la noticia llegaría hasta el Califa: la ignominia nos cubriría. No permitáis que se cometa injusticia con nadie y si ambicionáis los bienes de la gente, arrebatadme los míos en la cantidad que preciséis: no se os oculta lo que en los versículos del Corán se dice sobre la injusticia. ¡Qué bien dijo el autor de estos versos!:

La injusticia se encuentra latente en el alma del hombre y sólo la impotencia la oculta.

El inteligente no se embarca en un asunto si no ve que ha llegado el tiempo oportuno.

La lengua del perspicaz reside en el corazón mientras el corazón del ignorante está en su boca.

Quien no es mayor que su entendimiento muere en manos de lo que es más despreciable.

La verdadera naturaleza del hombre está oculta, pero a través de sus actos se descubre lo escondido.

Quien no es de buena tela no muestra la bondad por su boca.

Quien en sus acciones imita al estúpido será igual a éste en la ignorancia.

Quien informa a la gente de su secreto consigue que sus enemigos se lancen contra él.

Basta al hombre con preocuparse de lo que le interesa y dejar lo que no le importa».

Siguió amonestando a sus hermanos mandándoles que ejercitasen la justicia y se abstuviesen de la iniquidad; creía que gracias a los buenos consejos que les daba llegarían a amarlo. Después, teniendo confianza en ellos, los cargó de honores. Pero a pesar de todos los honores aumentaron su envidia y los celos.

Sus hermanos Nasir y Mansur se reunieron. El primero dijo al segundo: «¡Hermano mío! ¿Hasta cuándo hemos de permanecer a las órdenes de nuestro hermano Abd Allah que goza de tanta autoridad y prestigio? Después de haber sido comerciante ha llegado a ser un personaje; en cambio, nuestra posición no ha aumentado, nada nos queda y no tenemos valor alguno: él se burla de nosotros al nombrarnos sus asistentes. ¿Qué razón de ser tiene esto? ¿a qué estamos a su servicio y a sus órdenes? Mientras él se encuentre bien y en auge nosotros no podremos conseguir nada. Alcanzaremos nuestro objetivo si lo matamos y nos apoderamos de sus riquezas y solo podremos poseerlas después de su muerte. Si lo matamos conseguiremos el señorío y nos apoderaremos de todo lo que hay en sus depósitos: aljófares, gemas y tesoros. Después los repartiremos, prepararemos un regalo para el Califa y le pediremos el gobierno de Kufa: tú serás gobernador de Basora y yo lo seré de Kufa; o bien tú lo serás de Kufa y yo lo seré de Basora. Entonces cada uno de nosotros tendrá rango y poder. Pero no podremos conseguirlo sin matarlo». Mansur contestó: «Tienes razón en lo que dices, pero ¿qué haremos para matarlo?» «Uno de nosotros dará un banquete en su casa. Lo invitaremos y lo serviremos con el máximo cuidado. Transcurriremos la velada hablando, contándole historias, chistes y anécdotas hasta que su corazón se fatigue por la larga velada. Le prepararemos un lecho para que duerma, y una vez haya conciliado el sueño caeremos sobre él, lo estrangularemos y lo arrojaremos al río. Al amanecer diremos: “Su hermana, la genio, vino, mientras estaba sentado con nosotros, y le dijo: ‘¡Pedazo de hombre! ¿Qué poder tienes para ir a quejarte de mí al Emir de los creyentes? ¿Crees que lo tememos? Igual que él es un rey, nosotros somos reyes y si no mejora su educación a nuestro respecto le mataremos del modo más infame. Yo te mato para ver qué se saca de la mano del Emir de los creyentes’. A continuación lo agarró, se hendió la tierra y desapareció con él. Al verlo caímos desmayados y al recuperar el conocimiento no hemos podido saber qué es lo que ha hecho con él”. Mandaremos un mensajero al Califa para que le informe y él nos nombrará para substituirlo. Al cabo de un tiempo le enviaremos un precioso regalo y le pediremos el gobierno de Kufa. Uno de nosotros se quedará en Basora y el otro irá a Kufa. Gozaremos en paz del territorio, mantendremos atemorizados a los súbditos y conseguiremos nuestro deseo.» «¡Lo que dices es perfecto, hermano!» Ambos se pusieron de acuerdo para dar muerte a su hermano y Nasir preparó un banquete. Dijo a Abd Allah: «¡Hermano mío! Yo soy tu hermano y deseo que me complazcas: acude junto con Mansur a una comida en mi casa con el fin de que yo pueda gloriarme de que se diga: “El Emir Abd Allah cenó en casa de sus hermano Nasir”. Abd Allah le contestó: «No hay inconveniente, hermano, pues no hay diferencia entre nosotros dos y tu casa es mi casa. Sólo el vil rechazaría la invitación a una comida». Volviéndose a su hermano Mansur le preguntó: «¿Me acompañarás a casa de tu hermano Nasir? Gozaremos de su hospitalidad y le complaceremos». «¡Hermano mío! ¡Por vida de tu cabeza que no he de acompañarte si no me juras que después de salir de casa de mi hermano Nasir acudirás a mi casa y gozarás de mi hospitalidad! ¿O es que Nasir es tu hermano y yo no? Igual como le complaces a él me debes complacer a mí.» «No hay el menor inconveniente y lo haré de buen grado. Una vez haya salido de casa de tu hermano visitaré la tuya. Si él es mi hermano tú también lo eres.» Nasir besó la mano de Abd Allah, salió de la audiencia y preparó el banquete. Al día siguiente, Abd Allah montó a caballo, tomó consigo a un grupo de sus soldados y a su hermano Mansur y marchó al domicilio de su hermano Nasir. Entró y se sentó junto con sus acompañantes y su hermano. El huésped colocó las mesas y los acogió bien. Comieron, bebieron, disfrutaron y se distrajeron. Quitaron las mesas y los platos, y se lavaron las manos. Pasaron el día comiendo, bebiendo, divirtiéndose y jugando hasta la llegada de la noche. Después de cenar rezaron la plegaria del ocaso y de la noche y se sentaron a conversar. Mansur contaba historias y Nasir contaba historias mientras Abd Allah las escuchaba. Se encontraban solos en el palacio, pues el resto de los soldados se había ido a otro lugar. No pararon de contar chistes, historias, relatos y anécdotas hasta que el corazón de su hermano Abd Allah se fatigó por lo largo de la vela y el sueño le venció.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que le pusieron en el lecho y él se desnudó y se durmió. Los dos hermanos se tendieron a su lado, en otro lecho, y esperaron hasta que quedó profundamente dormido. Al cerciorarse de que estaba sumergido en el sueño, se pusieron en pie y se arrodillaron a su lado. Abd Allah se despertó, los vio encima del pecho y les preguntó: «¿Qué es esto, hermanos?» Le replicaron: «No somos tus hermanos ni te conocemos, mal educado. Es preferible que mueras a que sigas viviendo.» Colocaron sus manos en el cuello y lo estrangularon: perdió el mundo de vista y se quedó sin movimiento. Creyendo que había muerto y encontrándose el alcázar junto al río, lo arrojaron al agua. Al caer Dios mandó en su auxilio un delfín. Este animal tenía por costumbre ir al pie del palacio, ya que su cocina tenía una ventana que daba al mar y el delfín acudía a recoger los desechos que flotaban junto al agua. El delfín frecuentaba aquel lugar. Aquel día habían tirado muchos restos a causa del banquete y había comido más que ningún otro día adquiriendo así una gran fuerza. Cuando oyó el chapoteo de la caída del cuerpo en el agua acudió rápidamente y encontró a un ser humano. Quien todo lo dirige lo guió: lo cargó en su lomo, cruzó por en medio del agua y no dejó de nadar hasta alcanzar la otra orilla y dejarlo tendido en tierra. El lugar en que le había abandonado se encontraba en un camino transitado. Pasó por allí una caravana, sus miembros lo vieron tendido junto al agua y dijeron: «Este es un ahogado al que el mar ha arrojado a la orilla». Todos los miembros de aquella caravana se reunieron para observarlo. El jefe de la misma era un hombre de bien, que dominaba las ciencias y era un experto médico y un excelente fisonomista. Les preguntó: «¡Gentes! ¿Qué es lo que ocurre?» Le contestaron: «Aquí hay un náufrago que está ahogado». El jeque se acercó a él, lo contempló y dijo: «¡Gentes! Este joven tiene vida; es hijo de gente muy distinguida, bien educada, poderosa y que vive en el bienestar. Si Dios lo quiere aún hay esperanza». Lo recogió, le puso una túnica, lo calentó, curó y trató con cariño durante tres jornadas hasta que volvió en sí. Pero era víctima de temblores y la extrema debilidad lo consumía. El jefe de la caravana le medicaba con unas hierbas que él conocía. Siguieron viajando durante treinta días y alejándose de Basora el mismo número de jornadas. El jeque lo cuidaba. Entraron en una ciudad llamada Awch que se encuentra en el país de los persas y se hospedaron en una fonda. Le prepararon un lecho y se acostó; pero pasó la noche quejándose. Las gentes se inquietaron por sus gemidos. Al día siguiente el portero de la fonda se presentó ante el jefe de la caravana y le preguntó: «¿Quién es ese enfermo que traes? Nos inquieta». «Lo vi en el camino, junto al mar: es un náufrago. Le he cuidado pero no tengo éxito y aún no se ha curado.» «Preséntalo a la piadosa Rachina.» «¿Quién es esa piadosa Rachina?» «Aquí vive una santa mujer virgen que se llama la piadosa Rachina. Cada vez que tenemos un enfermo lo llevamos ante ella. Pasa una sola noche y al día siguiente se encuentra curado, como si no hubiese estado enfermo.» El jeque de la caravana dijo: «¡Guíame hasta ella!» Le replicó: «¡Coge a tu enfermo!» Lo cogió. El portero de la fonda lo precedió hasta llegar a un oratorio. Vio allí personas que entraban con donativos y otras que salían contentas. El portero de la fonda entró hasta llegar ante una cortina. Dijo: «¡Con permiso, piadosa Rachina! ¡Acepta este enfermo!» Contestó: «¡Mételo detrás de esta cortina!» El portero dijo a Abd Allah: «¡Entra!» Ése entró, la miró y vio que se trataba de su esposa, la que había recogido en la ciudad de piedra. La reconoció y le reconoció. La saludó y le saludó. Le preguntó: «¿Quién te ha traído hasta este lugar?» Le explicó: «Cuando vi que tus hermanos te arrojaban al agua y se querellaban por mí, me tiré al mar. Mi jeque, al-Jidr abu-l-Abbás, me alcanzó y me trajo a este oratorio concediéndome permiso para curar a los enfermos. Hizo pregonar por la ciudad: “Todo aquel que esté enfermo, acuda a la piadosa Rachina”. Me dijo: “Permanece en este oratorio hasta el momento en que llegue tu esposo”. Yo acepté; a todo enfermo que venía, le colocaba las manos encima y al día siguiente amanecía curado. Mi fama se extendió por el mundo, he recibido presentes de las gentes, tengo grandes riquezas, gozo de fama y honor y toda la gente de este país ruega por mí en sus oraciones». Tras esto le impuso las manos y quedó curado por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!). Al-Jidr seguía acudiendo a visitarla la noche de cada viernes; el día en que Abd Allah se había reunido con su esposa era viernes. Al caer la noche, después de una buena cena, se sentaron los dos a esperar la llegada de al-Jidr. Éste acudió, los sacó del oratorio y los dejó en el alcázar de Abd Allah b. Fadil en Basora y se marchó. Al día siguiente por la mañana el joven se encontró en el alcázar y lo reconoció. Oyó que la gente estaba alborotada: se asomó por la ventana y vio que sus dos hermanos habían sido crucificados sobre un madero.

He aquí la causa de esto último: Al día siguiente, después de haber arrojado al mar a su hermano, rompieron a llorar y a decir: «La mujer genio ha raptado a nuestro hermano». Prepararon un regalo y lo enviaron al Califa informándole de la noticia y pidiéndole el gobierno de Basora. El soberano los hizo presentar, los interrogó y le explicaron lo que hemos mencionado. El Califa se puso furioso y al caer la noche rezó las dos arracas de antes de la aparición de la aurora, tal y como tenía por costumbre, y llamó a las banderías de los genios. Acudieron sumisos ante él. Les preguntó por Abd Allah y le juraron que ninguno de ellos le había hecho daño. Dijeron: «No tenemos noticia de él». Saida, la hija del Rey Rojo, informó al Califa de toda la historia. Entonces los despidió. Al día siguiente sometió a Nasir y a Mansur al tormento del palo y ambos confesaron. El Califa se indignó con ellos y dijo: «¡Llevadlos a Basora y crucificadlos ante la puerta del palacio de Abd Allah!» Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Abd Allah: Éste mandó que enterrasen a sus dos hermanos, marchó a Bagdad y explicó al Califa desde el principio hasta el fin de su historia y lo que sus hermanos habían hecho con él. El Califa se admiró de todo, hizo comparecer al juez y a los testigos y mandó escribir el acta de su matrimonio con la muchacha que había recogido en la ciudad de piedra. Tuvo relaciones con ella y ambos se instalaron en la ciudad de Basora hasta que se presentó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos. ¡Gloria al Viviente, al que no muere!