HISTORIA DE QAMAR AL-ZAMÁN Y DE SU AMADA

SE cuenta también, ¡oh rey feliz!, que en el tiempo antiguo vivía un comerciante llamado Abd al-Rahmán al que Dios había concedido una hija y un hijo. A la hija le puso por nombre Kawkab al-Sabbah dada su gran belleza y hermosura y al hijo le llamó Qamar al-Zamán, dada su hermosa figura. Al darse cuenta de lo hermosos, bellos y bien proporcionados que Dios los había hecho, tuvo miedo del mal de ojo que pudieran causarles los que los vieran, de la lengua de los envidiosos, de las tretas de los desaprensivos y de las añagazas de los perversos. Por tanto, durante catorce años los guardó escondidos en un palacio sin que los viera nadie más que sus padres y la esclava que había puesto a su servicio. El padre les enseñaba a leer El Corán y les explicaba cómo Dios lo había revelado. Lo mismo hacía la madre: así ésta lo enseñaba a la niña y el padre al niño. Aprendieron de memoria El Corán; aprendieron a escribir, y a contar. Sus padres les enseñaron las ciencias y las artes y de este modo no necesitaron ningún maestro. Cuando el muchacho llegó a la edad de la pubertad, la madre dijo a su esposo: «¿Hasta cuándo vas a mantener oculto a la vista de la gente a tu hijo Qamar al-Zamán? ¿Es una hembra o un varón?» «¡Es un varón!» «Pues si es varón ¿por qué no le llevas contigo al zoco y lo instalas en la tienda para que las gentes le vayan conociendo y se enteren de que es tu hijo? Le enseñarás a vender y a comprar y si te ocurre una desgracia las gentes sabrán que es tu hijo y él podrá hacerse cargo de tu herencia. Si tú murieses en la situación actual y el muchacho dijese a la gente: “Soy el hijo del comerciante Abd al-Rahmán” nadie lo creería. Le replicarían: “Jamás te hemos visto y no sabíamos que él tuviese un hijo”. Entregarían tus bienes al juez y tu hijo se quedaría sin nada. Lo mismo ocurriría con nuestra hija. Me propongo presentarla en sociedad: tal vez alguien de su misma posición la pida en matrimonio y se case con ella dándonos así una gran alegría». El marido le replicó: «Temía que alguien les causase mal de ojo…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el marido replicó: «Temía que alguien les causase mal de ojo] y por eso he obrado así. Los quiero mucho y el amor es muy celoso. ¡Qué bien dijo el autor de estos versos!:

Por ti tengo celos de mi mirada, de mí mismo, de ti, del sitio en que estás y del tiempo.

Si tú te pusieses, eternamente, en el lugar de mis ojos, yo no me cansaría de tu vecindad.

Si tú estuvieses a mi lado hasta el día del juicio, no me bastaría».

La esposa le dijo: «¡Confía en Dios! Aquel a quien Dios protege no sufre ningún daño. Llévalo, hoy mismo, contigo a la tienda». La madre le puso un magnífico vestido y así lo transformó en una seducción para quien lo veía y en un pesar en el corazón de los amantes. El padre lo tomó consigo y lo llevó al zoco. Todo aquel que lo veía quedaba enamorado: se acercaban a él, le besaban la mano y lo saludaban mientras el padre insultaba a aquellos que le seguían con el propósito de verlo. Unos decían: «El sol ha surgido por tal sitio y brilla en el zoco». Otros clamaban: «¡La luna ha salido por tal sitio!» Los de más allá gritaban: «¡Ha llegado el cuarto creciente que indica la fiesta de los servidores de Dios!» Empezaron a aludir al muchacho en sus palabras y a hacer votos por él. El padre estaba avergonzado ante lo que decía la gente y no podía impedir que hablasen. Injuriaba a su madre y la maldecía, puesto que ella había sido la causa de la salida del muchacho. El padre se volvió y contempló la multitud que se apiñaba delante y detrás de ellos. Entonces siguió avanzando hasta llegar a la tienda, la abrió, hizo que su hijo se sentase ante él y observó la multitud que obstruía por completo el camino. Cualquiera que cruzaba ante ellos, yendo o viniendo, se detenía ante la tienda para contemplar aquel rostro hermoso y desde aquel instante, no podía marcharse. Hombres y mujeres estaban ante él haciendo realidad las palabras de quien dijo:

Has creado la belleza para que nos sedujera y nos dijiste: «¡Oh, vosotros, que me adoráis! ¡Temedme!»

Tú eres bello y amas la belleza, ¿cómo, pues, no han de amarla tus siervos?

Cuando el comerciante Abd al-Rahmán vio que la gente se aglomeraba ante él y que hombres y mujeres formaban filas que contemplaban a su hijo, se llenó por completo de vergüenza y se quedó perplejo ante lo que le sucedía, sin saber qué hacer. De pronto apareció un derviche trashumante, en cuyo rostro se veían las huellas propias de los adoradores de Dios: se acercó hacia él saliendo de un rincón del mercado, se aproximó al muchacho recitando versos y derramando abundantes lágrimas. Al ver a Qamar al-Zamán sentado, como si fuese una rama de sauce, surgido de un montículo de azafrán, lloró copiosamente y recitó este par de versos:

Acabo de ver una rama sobre una duna que parece la luna cuando resplandece.

Pregunto: «¿cómo se llama?» Me ha contestado: «Lala». Respondo: «Para mí, para mí», y rechaza diciendo: «¡No! ¡No!»[276]

El derviche avanzó poco a poco acariciándose la calva con la mano derecha; la multitud le dejaba pasar por el respeto en que le tenía. Al fijarse en el muchacho quedó prendado de él su entendimiento y su vista. A él se ajustaban las palabras del poeta:

Mientras aquel hermoso se encontraba en su sitio, surgía de su rostro la luna que marca la ruptura del ayuno.

De pronto apareció un anciano respetable que avanzó poco a poco.

En su cara se veían las huellas del ascetismo.

Había sufrido el transcurso de los días y las noches y había profundizado en lo lícito y en lo ilícito.

Había amado a hombres y mujeres y se había adelgazado hasta quedar como un palillo.

Hasta quedar sólo huesos carcomidos dentro de la piel.

En tal arte era portentoso: a pesar de viejo parecía joven.

Virgen en el amor de las mujeres, pero en ambas especies era un gran experto.

Zaynab, a su lado, era lo mismo que Zayd[277].

Enloquecía y amaba a las bellas, se lamentaba sobre los campamentos abandonados y lloraba sobre sus ruinas.

Por su gran pasión crees que es una rama a la que la brisa azota de aquí para allá.

La dureza es propia de la naturaleza de la piedra.

Era muy experto, despierto y sagaz en el arte del amor.

Conocía lo fácil y lo difícil y abrazaba por igual a la gacela y al garzón y se enamoraba a la vez del canoso y del imberbe.

Se acercó al muchacho y le dio una raíz de arrayán. El padre metió la mano en el bolsillo y sacó dirhemes en cantidad suficiente diciéndole: «Quédate con esto, derviche, y sigue tu camino». Cogió el dinero y se sentó en el banco de la tienda en frente del muchacho. Empezó a observarlo, a derramar lágrimas, y a suspirar ininterrumpidamente. Sus lágrimas parecían surgir de una fuente. La gente lo miraba y lo criticaba. Algunos decían: «Todos los derviches son unos corrompidos». Otros: «El corazón de este derviche está enamorado de este muchacho». El padre, al ver esta situación, le dijo: «¡Hijo mío! Levántate que cerramos la tienda y regresamos a casa. Hoy no tenemos necesidad ni de vender ni de comprar. Dios (¡ensalzado sea!) recompensará a tu madre por lo que ha hecho con nosotros. Ella es la causante de todo esto». A continuación añadió: «¡Derviche! ¡Levántate para que pueda cerrar la tienda!» El derviche se puso de pie. El comerciante cerró la tienda, tomó consigo al muchacho y se marchó. La gente y el derviche los siguieron hasta llegar a su casa. El muchacho entró en ella. El padre se volvió hacia el derviche y le dijo: «¿Qué quieres, derviche? ¿Por qué lloras?» «¡Señor mío —le contestó—. Esta noche quiero ser tu huésped. El huésped es el huésped de Dios (¡ensalzado sea!)!» «¡Sé bienvenido, huésped de Dios! ¡Entra derviche!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el padre] en su interior, se dijo: «Este derviche se ha enamorado del muchacho y quiere cometer una torpeza. Esta noche he de matarlo y esconder su tumba. Pero si no comete ninguna torpeza, tendrá su parte como le corresponde por ser huésped». Hizo entrar al derviche y a Qamar al-Zamán en la misma habitación y dijo, en secreto, al primero: «¡Hijo mío! ¡Siéntate al lado del derviche y en cuanto yo os deje a solas provócalo y juega con él! Si te pide una acción torpe yo, que estaré vigilando desde la ventana que da a la habitación, lo veré, correré hacia él y lo mataré».

El muchacho, una vez a solas con el derviche en la habitación, se sentó a su lado. El derviche empezó a mirarlo, a suspirar y a llorar. Cuando el muchacho le dirigía la palabra, le contestaba con dulzura, temblando, se volvía hacia él y suspiraba y lloraba aún más. Así se comportó hasta la llegada de la noche. Entonces comió con los ojos clavados en el muchacho, pero sin dejar de llorar. Cuando hubo transcurrido el primer cuarto de la noche y se puso fin a la conversación, por ser ya el momento de dormir, el padre del muchacho dijo a éste: «¡Hijo mío! ¡Quédate al servicio de tu tío, el derviche, y no le contraríes!» Cuando se disponía a salir, el derviche dijo: «¡Señor mío! ¡Llévate a tu hijo o duerme con nosotros!» «¡No! ¡Mi hijo dormirá contigo! Tal vez necesites algunas cosas y mi hijo puede solucionártelo permaneciendo a tu servicio.» El padre salió, los dejó a solas y se instaló en la habitación que tenía la ventana que daba al cuarto en que estaban el derviche y el muchacho. Esto es lo que se refiere al comerciante.

He aquí lo que hace referencia al muchacho: Éste se acercó al derviche y empezó a provocarlo y a hacerle insinuaciones. El derviche se indignó y dijo: «¿Qué significan estas palabras, hijo mío? Busco refugio en Dios frente a Satanás (¡lapidado sea!). ¡Dios mío! ¡Esto está prohibido y no te satisface! ¡Apártate de mí, muchacho!» El derviche se levantó del sitio en que se encontraba y se sentó lejos del adolescente. Pero éste le siguió, se le echó encima y le dijo: «¡Derviche! ¿Por qué te privas del placer de unirte conmigo? Mi corazón te ama». El enojo del derviche creció y le replicó: «¡Si no te abstienes de molestarme llamaré a tu padre y lo informaré de lo que sucede!» «Mi padre ya sabe que soy de esta manera y no puede impedirlo. Por tanto hazme caso ¿por qué te abstienes de mí? ¿Es que no te gusto?» «¡Por Dios, muchacho! ¡No lo haría aunque se me cortara con las espadas más afiladas!» Y a continuación recitó estos versos:

Mi corazón ama a los bellos, sean varones o hembras: no soy un impotente.

Pero los veo por la mañana y por la noche y no soy ni sodomita ni fornicador.

Rompió a llorar y añadió: «¡Ábreme la puerta para que pueda seguir mi camino! No me quedo aquí para dormir». Se puso de pie; pero el muchacho se acercó hacia él y le dijo: «Fíjate en el brillo de mi rostro, en el color sonrojado de mis mejillas, en lo delicado de mi cuerpo y en la delicadeza de mis labios». Le mostró una pierna capaz de avergonzar al vino y a quien lo escancia y le clavó una mirada capaz de hacer inofensivo el conjuro de un mago. Era de una belleza portentosa, de un encanto irresistible. Tal como dijo un poeta:

Desde que se incorporó e intencionadamente descubrió una pierna reluciente cual perla, no lo he olvidado.

No os admiréis si para mí ha llegado ya el día de la resurrección: cuando se destapa la pierna llega el día de la resurrección.

A continuación el muchacho le mostró el pecho y le dijo: «¡Observa mis pechos! Son más hermosos que los de las mujeres y mi saliva es más dulce que el azúcar de caña. Déjate de abstinencia y mortificación, abandona la devoción y el ascetismo, aprovecha para unirte conmigo, goza de mi belleza y nada temas: estás a cubierto de cualquier desgracia, déjate de esas estupideces que no son más que una mala costumbre». Le mostró los encantos que guardaba ocultos e intentó hacerle perder las riendas del entendimiento con sus piruetas. Pero el derviche apartaba la vista de él e imploraba: «¡En Dios busco refugio! ¡Avergüénzate, hijo mío! ¡Esto es algo prohibido! ¡No lo haré ni tan siquiera en sueños!» El muchacho se hizo el insistente, razón por la cual el derviche buscó la alquibla y empezó a rezar. Entonces el chico lo dejó, esperó que hiciese las dos prosternaciones de ritual y el amén y quiso acercarse de nuevo hacia él. El derviche inició una nueva oración e hizo dos nuevas prosternaciones. E hizo lo mismo por tercera, cuarta y quinta vez. El muchacho le espetó: «¿Qué significa esta oración? ¿Es que quieres salir volando encima de las nubes? ¡Estás estropeando nuestro placer rezando a todo lo largo de la noche cara a la alquibla!» El muchacho se le arrojó encima y empezó a besarle entre los ojos. El derviche le dijo: «¡Hijo mío! ¡Expulsa de ti al diablo y obedece al Misericordioso!» «¡Si no haces conmigo lo que quiero llamaré a mi padre y le diré: “El derviche quiere cometer conmigo una torpeza”! Acudirá y te dará una paliza que separará la carne de los huesos.»

Todo esto ocurría y el padre lo veía con sus propios ojos y lo oía con sus propios oídos. Así se convenció de que el derviche no era un pervertido. Se dijo: «Si este derviche fuese un malvado no soportaría todo este sufrimiento». El muchacho siguió fastidiando al derviche y cada vez que intentaba orar se lo impedía. El buen hombre se enfadó de mala manera y le golpeó. El muchacho rompió a llorar. El padre entró, le secó las lágrimas y empezó a consolarlo. Dijo al derviche: «¡Hermano! Si tan casto eres ¿por qué llorabas y suspirabas al ver a mi hijo? ¿Es que hay alguna causa para ello?» «¡Sí!» «Pues yo, al darme cuenta de que llorabas al verle, creí que era debido a un mal instinto. Por ello mandé al muchacho que hiciese todo esto, para ponerte a prueba. Estaba decidido, si veía que lo solicitabas, a entrar y matarte. Pero al ver lo que ha sucedido me he dado cuenta de que tú eres un hombre pío en extremo. Te conjuro, por Dios, a que me cuentes la causa de tu llanto.» El derviche suspiró y contestó: «¡Señor mío! No toques la herida». «¡Es necesario que me lo cuentes!»

El derviche refirió:

«Sabe que soy un derviche que recorro los países y las regiones con el fin de meditar en la obra del Creador de la noche y del día. Un viernes entré en la ciudad de Basora cuando empezaba a amanecer.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el derviche prosiguió:] »…Las tiendas ya estaban abiertas; en ellas se encontraban toda suerte de mercancías, comidas y bebidas, pero estaban desiertas: allí no había ni un hombre, ni una mujer ni una chica ni un muchacho; en las calles y en las plazas no había, tan siquiera, ni un perro ni un gato; no se oía ni un rumor ni se veía un alma. Me quedé admirado de todo esto. Me dije: “¡Ojalá supiera adonde ha ido a parar la gente de esta ciudad, sus gatos y sus perros! ¿Qué habrá hecho Dios de ellos?” Yo tenía hambre, por lo que cogí un pan caliente en un horno, me metí en una tienda de aceites, extendí manteca y miel sobre el pan y lo comí. Luego entré en una tienda de sorbetes y bebí lo que quise; descubrí un café abierto: me metí: vi los potes, repletos de café, sobre el fuego, sin que nadie los vigilase. Bebí hasta quedar harto y me dije: “¡Esto es algo prodigioso! Parece como si la muerte se hubiese presentado de improviso ante los habitantes de la ciudad y hubiesen muerto en este instante o bien es que temen que les caiga encima una desgracia y han huido sin poder, tan siquiera, cerrar las tiendas”. Mientras pensaba en esto oí el sonido de una música. Me asusté y me escondí durante un rato mirando a través de una hendidura: descubrí unas doncellas que parecían ser lunas: avanzaban hacia el zoco de dos en dos, desveladas, y con el rostro a la luz del día. En total había cuarenta parejas o sea ochenta esclavas. Seguía una joven montada en un corcel que apenas podía moverse de tanto oro, plata y joyas como llevaba. También aquella joven iba con el rostro descubierto y adornada con los más bellos aderezos; vestía telas preciosas y llevaba puesto un collar de gemas. Sobre el pecho le caía otro de oro y las manos, cubiertas de brazaletes, brillaban como luceros. Sus pies estaban ceñidos por ajorcas de oro cuajados de gemas. Las esclavas iban delante y detrás suyo a su derecha y a su izquierda. La precedía una joven que ceñía una gran espada cuya empuñadura era de esmeraldas y cuyo tahalí era de oro incrustado de aljófares. La adolescente, al llegar frente al lugar en que yo me encontraba tiró de las riendas del corcel y dijo: “¡Muchachas! He oído un ruido en el interior de esa tienda. ¡Registradla! Tal vez se haya escondido ahí alguien dispuesto a vernos mientras vamos con el rostro descubierto”. Registraron la tienda que se encontraba en frente del café en que yo me hallaba oculto y temeroso. La vi salir con un hombre. Le dijeron: “¡Hemos encontrado a este hombre que está ante ti!”. La doncella dijo a la que ceñía la espada: “¡Córtale el cuello!” Se acercó a él y le cortó el cuello dejándolo tendido en el suelo. A continuación se pusieron en marcha. Al ver esto me asusté. Pero mi corazón se había enamorado de aquella joven. Al cabo de un rato aparecieron los habitantes de la ciudad y aquellos que poseían una tienda ocuparon su sitio en ella mientras que la gente recorría los mercados reuniéndose en torno del muerto para curiosear. Yo salí del lugar en que me encontraba escondido sin que nadie se diese cuenta, pero ya no era dueño de mi corazón que se había enamorado de aquella adolescente. Pregunté con disimulo quién era pero nadie supo darme noticia. A continuación salí de Basora con el corazón enamorado y lleno de pesar. Al ver a tu hijo me he dado cuenta de que se trata de la persona que más se parece a aquella adolescente: me la ha hecho recordar y ha avivado el fuego de mi pasión y ha encendido la llama del amor. Esta es la causa de mi llanto».

Volvió a llorar a lágrima viva y dijo: «¡Señor mío! ¡Te conjuro, por Dios, a que me abras la puerta para que pueda seguir mi camino!» Le abrió la puerta y se marchó. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Qamar al-Zamán: Una vez hubo oído las palabras del derviche, quedó prendado de amor por aquella adolescente: la pasión se apoderó de él y el cariño y el desvarío le enseñorearon. Al día siguiente por la mañana dijo a su padre: «Los hijos de los comerciantes viajan por todos los países con el fin de conseguir su deseo. No hay ni uno de ellos a quien su padre no le prepare las mercancías y le envíe con ellas de viaje para que obtenga beneficios. ¿Por qué razón, padre, no me preparas unas mercancías con las cuales pueda marcharme de viaje en busca de mi felicidad?» «¡Hijo mío! Los comerciantes que tienen poco capital hacen viajar a sus hijos con el fin de que obtengan beneficios, ganancias y las oportunidades que da el mundo. Pero yo tengo muchísimo dinero y no ambiciono tener más. ¿Cómo, pues, he de mandarte lejos si no puedo estar separado de ti ni un solo instante? Tu belleza, hermosura y prestancia son únicas y temo que te ocurra alguna desgracia.» «¡Padre! No te queda más remedio que preparar algunas mercancías para que me ponga en viaje, pues de lo contrario, cuando menos lo esperes, huiré aunque sea sin dinero y sin mercancías. Si quieres complacerme, prepara las mercancías para que me pueda poner en viaje y recorrer los países de la gente.» El padre, al verlo decidido a partir, informó a su esposa de lo que ocurría y le dijo: «Tu hijo quiere que le prepare mercancías para ir a recorrer los países extranjeros a pesar de que el estar separados constituye una pena». La madre le replicó: «¿Y qué es lo que te sabe mal de todo esto? Si tal es la costumbre de los hijos de los comerciantes: todos están orgullosos de sus viajes y de los beneficios que obtienen». «¡Pero es que la mayoría de los comerciantes son pobres y buscan aumentar sus bienes! En cambio mis bienes son muy grandes.» «El tener más dinero no perjudica. Si tú no se lo consientes, yo le prepararé las mercancías con mis propios bienes.» El padre le replicó: «La separación me preocupa: es la peor de las angustias». «Nada hay de malo en una ausencia que reporta beneficios. De lo contrario nuestro hijo se escapa: tendremos que buscarlo y no lo volveremos a ver quedando afrentados ante la gente.» El comerciante quedó convencido por las palabras de su esposa y preparó mercancías por valor de noventa mil dinares para su hijo. La madre le entregó una bolsa que contenía cuarenta gemas de gran valor y de las cuales, la peor, costaba quinientos dinares. Le dijo: «¡Hijo mío! Guarda estas gemas pues pueden serte útiles». Qamar al-Zamán cogió todo esto y se puso en camino hacia Basora…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Qamar al-Zamán se puso en camino hacia Basora] después de haber colocado las joyas en una bolsa y de haberse atado ésta a la cintura. Marchó sin cesar hasta que sólo le faltaba para llegar a Basora una jornada. Los beduinos le acometieron, lo despojaron de todo y mataron a sus hombres y sus criados y él tuvo que dormir entre los muertos y ensuciarse el rostro con sangre para que lo creyeran muerto. Lo abandonaron y nadie se le acercó. Se apoderaron de las riquezas y se marcharon. Cuando los beduinos hubieron desaparecido. Qamar al-Zamán se levantó de entre los muertos y reemprendió la marcha sin tener consigo más que las gemas que llevaba colgadas de la cintura. Así entró en Basora en un viernes, en el preciso momento en que la ciudad se encontraba desierta tal como había dicho el derviche. Vio los zocos vacíos y las tiendas abiertas, repletas de mercancías. Comió, bebió, y paseó. Mientras hacía esto oyó una música y se ocultó en una tienda hasta que aparecieron las muchachas. Las examinó. Al ver a la adolescente que iba a caballo fue víctima del amor y el deseo; presa de la pasión y el desvarío hasta el punto de no poder ponerse de pie. Al cabo de un rato reapareció la gente y llenó los mercados. El muchacho se dirigió al zoco, se aproximó a un joyero y sacó una de las cuarenta gemas que valía mil dinares. Se la vendió y regresó a su puesto en el cual pasó la noche. Al día siguiente por la mañana cambió sus vestidos, entró en el baño y salió de él como si fuese la luna llena. Después vendió cuatro gemas por cuatro mil dinares y empezó a pasear por las calles de la ciudad vestido con los más preciosos trajes hasta llegar al zoco. Aquí encontró un barbero. Entró en su tienda, se hizo afeitar la cabeza y trabó amistad con el dueño. Le dijo: «¡Padre mío! Yo soy extranjero en este país. Ayer, al entrar en la ciudad, la encontré vacía, sin nadie: no había en ella ni hombres ni genios. A continuación vi unas muchachas entre cuyo cortejo iba montada a caballo una adolescente», y así le explicó lo que había visto. El barbero le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Has contado a alguien más esta noticia?» «¡No!» «¡Hijo mío! ¡Guárdate de pronunciar estas palabras delante de cualquier otra persona, ya que no toda la gente sabe callar y guardar el secreto! Tú eres pequeño y temo que las palabras vayan de unas gentes a otras hasta llegar a los interesados que te matarían. Sabe, hijo mío, que nadie ha visto lo que tú has visto ni se conoce fuera de esta ciudad. Los habitantes de Basora mueren con este pesar: cada viernes, al amanecer, atan a perros y gatos para impedirles salir por los zocos y todos los habitantes de la ciudad entran en las mezquitas y cierran las puertas por dentro; ni tan siquiera uno solo de ellos puede pasar por el zoco ni asomarse a una ventana. Nadie conoce la causa de esta desgracia. Pero esta noche, hijo mío, interrogaré a mi mujer por la causa de todo esto, ya que ella es nodriza, tiene entrada en las casas de los grandes y sabe las noticias de esta ciudad. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, ven mañana y te contaré lo que me haya dicho.» El muchacho cogió un puñado de oro y dijo: «¡Padre mío! Coge este oro y entrégaselo a tu mujer: ella es para mí una madre». Cogió otro puñado de oro y le dijo: «¡Y éste es para ti!» El barbero le contestó: «¡Hijo mío! Quédate sentado en tu sitio para que vaya a ver a mi esposa, la interrogue y regrese a tu lado con la verdad del asunto». Lo dejó en la tienda, corrió al lado de su esposa y la informó de lo que ocurría con el muchacho. Añadió: «Quiero que me cuentes la verdad de todo lo que ocurre en la ciudad para que yo pueda referírselo a ese joven comerciante que desea saber la causa real por la que hombres y animales se abstienen de entrar en los zocos los viernes por la mañana. Creo que se trata de un enamorado que es generoso y liberal. Si se lo explicamos vamos a recibir un gran bien». La mujer le replicó: «Ve en su busca y dile “Acompáñame a hablar con tu madre, que es mi esposa. Ella te envía un saludo y te dice: ‘La cosa está decidida’ ”». El barbero regresó a la tienda y encontró a Qamar al-Zamán sentado esperándolo. Le explicó lo que ocurría y le dijo: «¡Hijo mío! Acompáñame a hablar con tu madre, que es mi esposa, pues ella te dice que la cosa está resuelta». Lo tomó consigo y lo condujo a casa de su esposa. Ésta lo acogió bien y lo hizo sentar a su lado. El joven sacó cien dinares y se los entregó diciendo: «¡Madre mía! ¡Dime quién es esa adolescente!»

La mujer del barbero refirió: «¡Hijo mío! Sabe que el rey de la India envió al sultán de Basora una perla. Éste quiso que la agujereasen e hizo comparecer a todos los joyeros. Les dijo: “Quiero que me agujereéis esta perla: daré, a quien lo consiga, cualquier cosa que pida, pero si la estropea lo decapitaré”. Asustados respondieron: “¡Rey del tiempo! La perla se estropea fácilmente y son pocos los que puedan hacerlo bien, ya que lo más probable es que se rompa: no nos obligues a hacer algo de lo que no somos capaces. Nuestras manos no son capaces de agujerear esta perla, pero nuestro síndico es más experto que nosotros”. El rey preguntó: “¿Y quién es vuestro síndico?” Le contestaron: “El maestro Ubayd; es la persona más hábil en el oficio, posee grandes riquezas y excelentes conocimientos. Hazlo comparecer y mándale que la agujeree”. El rey le mandó a buscar y le ordenó que la horadase y le dijo las mismas condiciones. La cogió y la horadó conforme quería el soberano. Éste le dijo: “¡Maestro! ¡Pídeme lo que quieras!” “¡Rey del tiempo! —le replicó—. Concédeme tiempo hasta mañana.” Solicitaba este aplazamiento porque quería pedir consejo a su esposa y ésta es la adolescente que has visto en el cortejo. El joyero la quiere apasionadamente y de tanto cariño como la tiene no hace nada sin consultarla. Por esto era por lo que había aplazado la petición de la recompensa. Al llegar al lado de su mujer le dijo: “He horadado al rey una perla y me concede lo que pida. Yo le he pedido un plazo para poder consultarlo ¿qué es lo que quieres que le pida?” Le replicó: “Tenemos riquezas que el fuego es incapaz de destruir. Si me amas, pide al rey que haga pregonar por las calles de Basora que los habitantes de la ciudad deben entrar los viernes en las mezquitas dos horas antes de la oración; que no deben quedar en la ciudad ni grandes ni chicos de no ser dentro de sus casas o en las mezquitas; que las puertas de las casas y de las mezquitas deben estar cerradas mientras las tiendas siguen abiertas. Yo montaré, entonces, a caballo con mis esclavas y recorreré la ciudad sin que nadie me vea ni desde las ventanas ni desde las verjas. Mataré a todo aquel con quien tropiece”. El joyero corrió ante el rey y le pidió esto. El soberano le concedió lo que solicitaba e hizo pregonar a los habitantes de la ciudad el bando correspondiente.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió:] »…Éstos objetaron: “Tememos que los gatos y los perros dañen nuestras mercancías”. Entonces, el rey mandó que los viernes dichos animales quedasen sujetos hasta que la gente terminara de rezar la oración. Así, esa joven sale cada viernes dos horas antes de la oración y recorre con sus esclavas como séquito, las calles de Basora sin que nadie pueda cruzar el zoco ni asomarse a las ventanas o las verjas. Tal es el motivo. Yo te he revelado quién es la muchacha. ¿Tu propósito, hijo mío, era saber lo que ocurría o bien reunirte con ella?» «¡Madre mía! Quiero reunirme con ella.» «Dime de qué tesoros dispones.» «¡Madre mía! ¡De las más valiosas gemas! Tengo de cuatro clases distintas: unas que valen quinientos dinares la pieza; otras setecientos y mil dinares la pieza.» «¿Y puedes permitirte gastar cuatro?» «¡Las daría todas!» «Levántate, hijo mío, vete a tu casa y toma una gema de las que valen quinientos dinares. Pregunta luego por la tienda del maestro Ubayd, el síndico de los joyeros, y ve a verlo. Le hallarás sentado en la tienda vistiendo magníficos trajes, teniendo a los operarios a sus órdenes. Salúdalo, siéntate en la tienda, saca la piedra y dile: “¡Maestro! Coge esta piedra y hazme un anillo de oro; no lo quiero grande; no debe pesar más de un mizcal y debe ser una obra perfecta”. Luego le entregarás veinte dinares, darás un dinar a cada operario y te quedarás un rato con él hablando. Si se te acerca algún mendigo, dale un dinar y muéstrate generoso para que el joyero se llene de amor por ti. Luego déjalo, vete a tu casa y pasa la noche. Al día siguiente coge cien dinares y dáselos a tu padre, el barbero, que es pobre.» El muchacho contestó: «Así lo haré». Salió de su casa y corrió hacia su domicilio; cogió una gema de quinientos dinares y corrió al zoco de los joyeros. Preguntó por la tienda del maestro Ubayd, el síndico, y se la mostraron. Una vez hubo llegado a la tienda descubrió a un hombre respetable, que endosaba preciosos vestidos; tenía a sus órdenes cuatro operarios. Les dijo: «¡La paz sea sobre vosotros!» Le devolvió el saludo, lo acogió bien y lo invitó a sentarse. Una vez hubo tomado asiento, le mostró la gema y dijo: «¡Maestro! Quiero que me engarces esta piedra en un anillo de oro cuyo peso no ha de ser superior a un mizcal y debe estar bien trabajado». Sacó veinte dinares y añadió: «Toma esto para el trabajo; aún falta el salario». A continuación dio a cada operario un dinar. Éstos le tomaron amor y lo mismo sucedió con el maestro Ubayd, quien se sentó a conversar con él. Cada vez que se le acercaba un pobre le daba un dinar. Todos estaban admirados de su generosidad. El maestro Ubayd tenía en su casa los mismos utensilios que en la tienda, ya que tenía por costumbre, cuando quería hacer algo prodigioso, trabajar en su domicilio para que los operarios no pudiesen aprender el modo de hacer los trabajos delicados. En esos casos, la adolescente, su mujer, se sentaba ante él. El joyero, al tenerla delante, la miraba y hacía las más maravillosas obras de arte dignas sólo de los reyes. Fue, pues, a confeccionar el anillo en la casa. La esposa, al verlo, le preguntó: «¿Qué quieres hacer con esta gema?» «Engarzarla en un anillo de oro. Vale quinientos dinares.» «¿Para quién?» «Para un muchacho que es comerciante. Tiene un tipo magnífico, ojos que causan heridas, mejillas de fuego; boca como el anillo de Salomón; pómulos como anémonas; labios de coral; cuello como el de las gacelas. Es de color blanco rosado, simpático, fino, generoso. Ha hecho tal y tal cosa», y así unas veces le hablaba de su belleza y hermosura y otras de su generosidad y perfección. Siguió refiriéndole sus gracias y sus buenas costumbres hasta que la joven se enamoró de él. ¡No hay hombre más cretino que aquel que habla a su mujer de la belleza, perfección y de la generosidad de otro hombre! Cuando la pasión se hubo apoderado de ella por completo le preguntó: «¿Tiene alguna de mis bellezas?» «¡Posee todas tus gracias y es tu igual incluso en la edad! Si no temiera ofenderte te diría que es mil veces más hermoso que tú.» La mujer se calló, pero en su corazón ya ardía la llama de la pasión. El orfebre siguió refiriéndole sus innumerables encantos hasta terminar de hacer el anillo. Entonces se lo entregó a su mujer la cual se lo puso: ajustaba exactamente en su dedo. Dijo: «¡Señor mío! Mi corazón apetece este anillo y desearía quedarme con él sin tener que quitármelo del dedo». «Pues ten paciencia: su dueño es muy generoso y voy a pedirle que me lo venda. Si accede te lo traeré y si no, le compraré otra gema igual y te haré otro.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que hace referencia al joyero y a su mujer.

He aquí lo que se refiere a Qamar al-Zamán: Pasó la noche en su domicilio y al día siguiente por la mañana cogió cien dinares y fue a ver a la vieja, la esposa del barbero. Le dijo: «¡Toma estos cien dinares!» Le replicó: «¡Dáselos a tu padre!» Se los entregó al barbero. A continuación la vieja preguntó: «¿Hiciste lo que te dije?» «¡Sí!» «Ve a ver al síndico de los joyeros. Cuando te entregue el anillo, colócalo en la yema del dedo y quítatelo en seguida diciendo: “¡Maestro! Te has equivocado. El anillo me viene estrecho”. Te dirá: “¡Comerciante! ¿Quieres que te lo ensanche?” Responde: “No necesito que lo ensanches. Quédatelo y dáselo a una de tus esclavas”. Saca entonces una gema que cueste setecientos dinares y dile: “Coge esta piedra, trabájala y hazme un anillo que sea más hermoso que éste”. Le darás treinta dinares y a cada uno de los operarios le entregarás dos. Añadirás: “Estos dinares son para el trabajo; aún falta el salario”. A continuación vuelve a tu casa y pernocta. Mañana por la mañana ven aquí con doscientos dinares y yo terminaré de urdir la trampa.»

El muchacho salió en busca del joyero. Éste le acogió bien, le hizo sentar en la tienda. Una vez se hubo instalado preguntó: «¿Has terminado el encargo?» «¡Sí!», y sacó el anillo. El muchacho lo metió por la yema del dedo pero lo sacó en seguida diciendo: «¡Maestro! ¡Te has equivocado! ¡Es demasiado estrecho para mi dedo!», y se lo arrojó. El joyero replicó: «¡Comerciante! ¿Quieres que lo ensanche?» «¡No, por Dios! Quédatelo como regalo y dáselo a una de tus esclavas. No vale nada: sólo cuesta quinientos dinares; no vale la pena volver a trabajarlo por segunda vez.» Sacó una gema que costaba setecientos dinares y dijo: «¡Hazme un anillo para ésta!» Le entregó treinta dinares y dio dos dinares a cada operario añadiendo: «¡Señor mío! Cuando me hayas hecho el anillo cobrarás tu salario. Esto es sólo para el cincelado; el trabajo lo pagaré después». Le dejó y se marchó. El joyero y los operarios quedaron estupefactos ante la generosidad de Qamar al-Zamán. Ubayd corrió en busca de su esposa y le dijo: «¡Fulana! ¡Jamás he visto un muchacho más generoso que ése y tú tienes una suerte magnífica, ya que me ha regalado el anillo y me ha dicho: “Dáselo a una de tus esclavas”», y así le refirió toda la historia. A continuación añadió: «Me imagino que este muchacho no es hijo de un comerciante sino de rey o de sultán». Pero cuanto más lo alababa más crecía la pasión, el amor y el desvarío de su mujer. Ésta se puso el anillo y el joyero engarzó la segunda piedra en un aro un poco mayor que el primero. Al terminar el trabajo, la mujer se lo puso en el dedo, encima del primero, y dijo: «¡Señor mío! ¡Fíjate qué bien me van los dos anillos! ¡Desearía que ambos fuesen míos!» «¡Ten paciencia! Es posible que te compre el segundo.» Transcurrida la noche se marcho a su tienda. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Qamar al-Zamán: al día siguiente por la mañana se marchó a ver a la anciana, la esposa del barbero, y la entregó los doscientos dinares. Ésta le dijo: «Ve a ver al joyero. Cuando te dé el anillo colócalo en el dedo, sácalo en seguida y di: “Te has equivocado, maestro. El anillo es demasiado grande. Un maestro como tú cuando recibe a un cliente como yo que le confía un encargo, debe tomar la medida. Si me hubieses tomado la medida del dedo no te hubieses equivocado”. A continuación saca una piedra de las que cuestan ochocientos dinares y dile: “Toma esta gema, hazme otro anillo y da éste a una de tus esclavas”. Le entregarás cuarenta dinares y darás a cada operario tres dinares. Dile: “Esto es por el cincelado, y el salario te lo pagaré después”. Espera a ver lo que te dice y ven a verme con trescientos dinares que darás a tu padre para que le puedan servir de auxilio inmediato, ya que es un hombre pobre». «¡Oír es obedecer!», contestó el muchacho. Marchó en busca del joyero. Éste le acogió bien, le invitó a sentarse y le entregó el anillo. El joven lo colocó en el dedo y lo sacó en seguida. Le dijo: «¡Maestro! Es necesario que un hombre como tú, cuando se presenta un cliente como yo que le confía un encargo, tome la medida. Si me hubieses tomado la medida del dedo no te hubieses equivocado. Quédatelo y dáselo a una de tus esclavas». A continuación sacó una piedra que costaba ochocientos dinares y le dijo: «Coge ésta y hazme un anillo a la medida de mi dedo». El joyero replicó: «Dices la verdad y tienes toda la razón», y le tomó la medida. El muchacho sacó cuarenta dinares y le dijo: «Esto es por el cincelado. El salario te lo pagaré después». El joyero le replicó: «¡Señor mío! ¿Cómo te he de cobrar si tus beneficios son enormes?» «No tiene nada que ver.» Habló un rato con él y cada vez que se le acercaba un pobre le daba un dinar. Después lo dejó y se marchó. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al joyero: se marchó a su casa y dijo a su mujer: «¡Qué generoso es ese joven comerciante! ¡Jamás he visto a nadie que sea más generoso, hermoso o que tenga un modo de hablar más dulce!» Empezó a citar todas sus virtudes y su generosidad y exageró en su elogio. La mujer le increpó: «¡Careces de tacto! Si tiene tantas cualidades y te ha dado dos anillos de gran valor es preciso que le invites, que prepares un festín y seas cariñoso con él. Si se da cuenta de que le tratas con afecto y le traes a nuestra casa es posible que obtengamos mayores beneficios. Si no quieres tenerle como huésped, invítalo y yo le haré los honores». El marido le replicó: «¿Es que me tienes por avaro para decirme tales palabras?» «No, no eres avaro pero careces de tacto. Invítale esta noche a cenar y no vengas sin él. Si se niega, conjúrale recurriendo a jurar por el repudio[278] e insiste.» «¡Oír es obedecer!» El orfebre hizo el anillo, durmió y al día siguiente se fue al mercado y se instaló. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Qamar al-Zamán: cogió trescientos dinares y fue a ver a la anciana y le entregó la suma para el marido. La mujer le dijo: «Es posible que él te invite a cenar esta noche. Si pasas la noche en su casa, mañana ven a contarme lo que te ha ocurrido y tráeme cuatrocientos dinares para dárselos a tu padre». «¡Oír es obedecer!», replicó el muchacho, el cual, cada vez que se le terminaba el dinero, procedía a vender una de las piedras. Se marchó a la tienda del joyero. Éste se puso en pie, lo recibió con los brazos abiertos, lo saludó y se entretuvo con él. Después sacó el anillo y vio que le iba a la medida. El muchacho le dijo: «¡Que Dios te bendiga, maestro de los orfebres! Me va bien, pero la piedra no me satisface…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven dijo: »…Me va bien, pero la piedra no me satisface] ya que tengo gemas más hermosas. Regálasela a una de tus esclavas». Al decir esto sacó otra piedra, cien dinares y le dijo: «Cóbrate tu salario y no nos reprendas, ya que te hemos causado fatiga». El joyero le replicó: «¡Mercader! La fatiga ha quedado compensada con lo mucho que nos has regalado; mi corazón ha quedado prendado de tu amor y no puedo separarme de ti. Te conjuro, por Dios, a que seas mi huésped esta noche; compláceme». «No hay el menor inconveniente, pero he de ir a la posada para advertir a mis criados e informarlos de que no dormiré allí con el fin de que no me esperen.» «¿En qué posada te hospedas?» «En tal.» «Pues iré a buscarte allí» «No hay inconveniente.»

El joyero fue a buscarlo antes del ocaso para evitar que su mujer se enfadara con él si le veía entrar en la casa sin su huésped. Tomó al joven consigo, lo llevó a su domicilio y ambos se sentaron en una habitación que no tenía par. La joven le había visto entrar y había quedado prendada de él. Ambos hablaron hasta que llegó la hora de la cena. Comieron y bebieron. Después les sirvieron el café y los sorbetes y no dejaron de conversar hasta que llegó el momento de la plegaria vespertina. Rezaron lo que era canónico. Después se les presentó una muchacha con dos tazas de bebida. Las tomaron e inmediatamente después les venció el sueño y quedaron dormidos.

Entonces entró la joven, quien los encontró dormidos. Miró la cara de Qamar al-Zamán y su entendimiento quedó perplejo ante tanta belleza. Dijo: «¿Cómo puede dormir aquel que ama a una belleza?» Le besó en la nuca, se sentó a horcajadas sobre su pecho y de tanta pasión como sentía colmó de besos sus mejillas hasta el punto de irritarlas y hacer que se pusieran más encarnadas y sus pómulos se pusieron relucientes. Se inclinó sobre sus labios y los chupó sin tregua hasta que brotó la sangre en su boca. Pero esto ni apagaba su llama ni el ardor que la devoraba: siguió besándolo, abrazándolo y pegando pierna sobre pierna hasta que apareció la aurora y se extendió la luz de la mañana. En aquel momento metió cuatro tabas en el bolsillo de Qamar al-Zamán, se separó de él y se retiró. A continuación envió a una esclava con unos polvos parecidos al rapé. Los colocó en la nariz de los dos hombres, los cuales estornudaron y se despertaron.

La esclava les dijo: «Sabed, señores, que es la hora de la plegaria ritual. Levantaos para la oración de la aurora». A continuación les acercó la palangana y el aguamanil. Qamar al-Zamán dijo: «¡Maestro! Ya es hora: hemos dormido más de la cuenta». El joyero le replicó: «¡Señor mío! En esta habitación se tiene el sueño pesado. Siempre que duermo en ella me ocurre lo mismo. Tienes razón». El muchacho hizo las abluciones y al pasar el agua por la cara, las mejillas y los labios le abrasaron. Exclamó: «¡Qué maravilla! Si el aire de la habitación es pesado y hemos dormido profundamente, ¿por qué me abrasan las mejillas y los labios?» Añadió: «¡Maestro! Mis mejillas y mis labios me abrasan». «Supongo que es a causa de los mosquitos.» «¿Y a ti te ocurre lo mismo que a mí?» «No; pero siempre que tengo un huésped como tú, se queja por la mañana de las picaduras de los mosquitos. Pero esto ocurre únicamente a los huéspedes que como tú, son imberbes. Cuando se trata de hombres con barbas, los mosquitos no se acercan a ellos. Mi barba es la que me ha protegido de los mosquitos. Parece ser que los mosquitos no aman a las personas con barba.» «¡Tienes razón!», replicó. La esclava les sirvió luego el desayuno, lo tomaron y salieron juntos. Qamar al-Zamán corrió a ver a la anciana. Ésta, al verlo, le dijo: «Veo en tus mejillas las huellas de tu buena suerte. Cuéntame lo que has visto». «No he visto nada. He cenado con el dueño de la casa en una habitación; he rezado con él la oración de la noche y luego nos hemos dormido y no nos hemos despertado hasta la mañana.» La vieja rompió a reír y le dijo: «No son ésas las señales que tienes en las mejillas y en los labios». «Son los mosquitos que había en la habitación los que me han puesto así.» «Tienes razón pero ¿al dueño de la casa le ha pasado lo mismo?» «No; pero me ha dicho que los mosquitos de aquella habitación no pican a las personas con barba; sólo molestan a los imberbes; que siempre que pasa la noche con un huésped imberbe, éste se levanta por la mañana quejándose de las picaduras de los mosquitos; en cambio, cuando tiene barba, no le sucede nada.» La mujer del barbero le replicó: «Tienes razón. Pero ¿has visto alguna otra cosa más?» «He encontrado en mi bolsillo cuatro tabas.» «¡Muéstramelas!» Se las dio. Las cogió y rompió a reír. Le dijo: «Tu amada te ha colocado las cuatro tabas en el bolsillo». «¿Y cómo lo ha hecho?» «Te dice por señas: “Si fueses un enamorado no te hubieses dormido. Los que aman no tienen sueño. Pero tú eres muy pequeño y estás en la edad de jugar con estas tabas ¿quién te ha incitado a amar a las bellas?” Ella se ha aproximado a ti durante la noche, te ha encontrado dormido, te ha estropeado las mejillas con sus besos y te ha metido estos signos. Pero como esto no ha sido suficiente, te enviará a buscar por medio de su esposo, quien te invitará esta noche. Si aceptas, no tengas prisa en dormirte. Después ven a verme con quinientos dinares y cuéntame lo que te haya sucedido. Yo completaré la trampa.» «¡Oír es obedecer!», le contestó. El muchacho se marchó a su posada. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a la mujer del joyero. Preguntó a su esposo: «¿Se ha ido el huésped?» «Sí; pero Fulana: los mosquitos lo han atormentado esta noche y le han señalado la cara y los labios. He quedado avergonzado ante él». «Tal es la costumbre de los mosquitos de nuestra habitación: sólo les gustan los imberbes. Invítalo esta noche.» El joyero fue a la posada en que vivía el muchacho lo invitó y le llevó de nuevo a su salón. Comieron, bebieron, rezaron la oración de la noche y después entró la esclava y dio una taza a cada uno.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la bebieron y se quedaron dormidos. La joven acudió y exclamó: «¡Carne de horca! ¿Cómo durmiéndote pretendes que estás enamorado? ¡Los amantes no duermen!» Montó a continuación a horcajadas encima de su pecho y no paró de inclinarse sobre él besándolo, mordiéndolo, chupándolo y divirtiéndose hasta la mañana. En este momento le metió un cuchillo en el bolsillo y envió en seguida a la esclava para que los despertase. El muchacho tenía las mejillas inflamadas de fuego por el ardor y los labios como el coral a causa de los mordiscos y de los besos. El joyero le preguntó: «¿Te han molestado los mosquitos?» Contestó: «No», ya que como sabía lo que iba a decir no valía la pena quejarse. Después encontró el cuchillo en el bolsillo, pero no dijo nada. Una vez hubo desayunado y tomado el café, abandonó la casa del joyero, marchó a su fonda, cogió quinientos dinares y corrió al lado de la vieja a la que informó de lo que había visto. Le dijo: «Me he dormido en contra de mi voluntad y al amanecer sólo he encontrado un cuchillo en mi bolsillo». La vieja replicó: «¡Que Dios te proteja la próxima noche! Ella te dice: “Si te duermes otra vez te degollaré”. Volverás a ser invitado la próxima noche y si te duermes te degollará». El muchacho preguntó: «¿Qué debo hacer?» «Cuéntame lo que comes y bebes antes de dormirte.» «Ceno lo que la gente tiene por costumbre; después de la cena entra la esclava y da una taza a cada uno de nosotros. En cuanto tomo la taza me duermo y no me despierto hasta la mañana.» «La treta se encuentra en la taza. Cógela, pero no la bebas hasta que haya tomado la suya el dueño de la casa y se haya dormido. Cuando la esclava te la entregue di: “Dame agua”. Ella irá a buscar el jarro. Mientras tanto vacía la taza detrás del cojín y finge dormir. Cuando llegue con el jarro creerá que tú te has dormido después de haberte tomado el contenido de la taza. Se alejará de tu lado y al cabo de un rato ya verás lo que te traerá la suerte. ¡Pero guárdate de contravenir mis órdenes!» Contestó: «¡Oír es obedecer!», y se marchó a la posada. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a la esposa del joyero: Dijo a su esposo: «Debe honrarse al huésped durante tres noches. ¡Invítalo por tercera vez!» El joyero fue a buscarlo, lo invitó, lo tomó consigo y le hizo entrar en el salón. Una vez hubieron cenado y rezado la oración vespertina, se presentó la esclava y dio una taza a cada uno. El dueño de la casa la tomó y se quedó dormido. Qamar al-Zamán no la bebió. La esclava preguntó: «¿No la bebes, señor mío?» Contestó: «¡Tengo sed! ¡Tráeme el jarro!» La mujer salió en busca de la jarra y entre tanto el joven vació la taza detrás de la almohada y fingió dormir. La esclava, al regresar, le vio durmiendo y corrió a avisar a su señora de lo que sucedía. Le dijo: «En cuanto ha bebido la taza se ha quedado dormido». La esposa se dijo: «¡Es preferible que muera a que siga viviendo!» Cogió un cuchillo bien afilado. Entró en la sala y dijo: «¡Estúpido! Por tres veces no has prestado atención a las señales; por eso, ahora, voy a abrirte el vientre». El joven, al ver que se acercaba a él con el cuchillo en la mano, abrió los ojos y se puso en pie riendo. La mujer le dijo: «Esos signos no los has entendido por tu propia razón sino gracias a las indicaciones de una persona astuta. Cuéntame gracias a quién lo has sabido». «Ha sido una vieja con la cual me ha ocurrido esto y esto», y le refirió toda la historia. La mujer le dijo: «Mañana, al salir de nuestra casa, irás a ver a la vieja y le dirás: “¿Te queda alguna treta más de este calibre?” Si te contesta: “Sí”, dile: “Pues afánate en unirme con ella públicamente”. Si te contesta: “No sé más tretas. Ésta es la última”, déjala. Mañana por la noche irá mi marido a invitarte. Acude con él y cuéntame lo que te haya dicho. Yo sabré lo que tengo que hacer». El muchacho contestó: «No hay inconveniente». Pasó con ella el resto de la noche abrazándola, estrechándola y haciendo con ella lo que la preposición con su régimen, lo que el lazo de unión con las palabras que une y dejando excluido al marido del mismo modo que la nunación del estado constructo. En esta situación continuaron hasta la mañana. La mujer le dijo: «Yo no puedo pasarme sin ti ni una noche ni un día ni un mes ni un año. Quiero que te quedes conmigo el resto de la vida, pero has de tener paciencia hasta que haya gastado a mi esposo una de esas tretas que dejan boquiabiertas a las personas inteligentes, con lo que conseguiré nuestro propósito. Haré que le entren tales dudas que me repudiará, me casaré contigo y me marcharé a tu país llevándome todas sus riquezas y tesoros. Yo me las ingeniaré para arruinar su casa y borrar sus huellas. Escucha mis palabras y obedéceme en lo que te diga sin contradecirme». «¡Oír es obedecer! —replicó el muchacho—; no tengo que contrariarte.» «Pues vuelve a tu fonda y si mi marido acude a invitarte contéstale: “Hermano: los hombres son pesados y cuando se frecuentan en demasía se cansa tanto el generoso como el avaro ¿cómo he de ir a tu casa todas las noches y hemos de dormir los dos en el salón? Si tú no estás harto de mí es posible que lo esté tu harén, ya que yo soy la causa de que te mantengas apartado de él. Si tú deseas frecuentar mi trato lo mejor será que alquile una casa al lado de la tuya y entonces tú pasarás una noche en mi casa hasta que llegue la hora de acostarse y yo pasaré la siguiente en la tuya hasta la misma hora. En ese momento yo me marcharé a mi domicilio y tú irás a reunirte con tu harén. Esta opinión es mejor que la de permanecer toda la noche alejado de tus mujeres”. Cuando le hayas dicho esto vendrá a pedirme consejo y yo le indicaré que puede desahuciar al vecino, ya que la casa que éste tiene alquilada nos pertenece. Una vez te hayas instalado en la casa, Dios nos facilitará el resto de la treta.» A continuación añadió: «Vete y haz lo que te digo.» «¡Oír es obedecer!», replicó el muchacho. Y la dejó. Una vez solo se puso a dormir. Al cabo de un rato se presentó una criada que despertó a los dos. El joyero, al desvelarse, preguntó: «¡Comerciante! ¿Te han importunado los mosquitos?» «¡No!» «Tal vez ya te hayas habituado.» Desayunaron, tomaron el café y se marcharon a sus ocupaciones.

Qamar al-Zamán fue a ver a la vieja y la informó de lo que le había ocurrido.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Qamar al-Zamán] dijo: «Ella me dijo esto y esto y yo le contesté tal cosa y tal otra. ¿Tienes algún medio gracias al cual pueda reunirme con ella de modo público?» La vieja le replicó: «¡Hijo mío! Aquí se terminan mis tretas y se acaban mis trampas». Entonces el muchacho la dejó y se dirigió a la fonda. Por la tarde el joyero acudió a invitarlo. Pero el muchacho le contestó: «No puedo acompañarte.» «¿Por qué? Yo te aprecio y no puedo seguir separado de ti. Te conjuro, por Dios, a que vengas conmigo.» «Pues si tu deseo consiste en continuar gozando de mi trato y conservar la amistad que entre nosotros existe, búscame una casa al lado de la tuya; entonces, si quieres, pasaré contigo la velada, pero cuando llegue la hora de ir a dormir, cada uno de nosotros se retirará a su habitación y dormirá en ella.» El joyero le replicó: «Poseo una casa junto a la mía. Acompáñame esta noche y mañana te la vaciaré». Lo acompañó, cenaron, rezaron la oración de la noche y el marido vació la taza que contenía el narcótico y se durmió. En la taza de Qamar al-Zamán no había ningún soporífero, por lo cual la bebió y no se durmió. La joven acudió, se sentó a su lado y pasó con él la noche hasta la mañana siguiente mientras el marido permanecía extendido como si fuese un muerto. Cuando se despertó, mandó a buscar a su inquilino y le dijo: «¡Oh, hombre! Vacíame la casa, pues la necesito». El otro le contestó: «De buen grado». Se la vació y el joyero instaló en ella a Qamar al-Zamán. Éste realizó el traslado de todos sus enseres y aquella noche el joyero fue su huésped. Al terminar la velada se retiró a su casa. Al día siguiente, la muchacha mandó a buscar a un experto arquitecto. Éste acudió y ella le fue ofreciendo dinero hasta que el hombre accedió a construir un pasadizo secreto que condujera desde su casa a la de Qamar al-Zamán colocando una puerta subterránea. Así, sin que el muchacho lo sospechara, ella se le presentó de repente con dos sacos de dinero. Le preguntó: «¿Por dónde has venido?» Le mostró el subterráneo y añadió: «¡Guarda estos dos sacos de dinero!» Se quedó con él jugando y disfrutando hasta la mañana. Entonces le dijo: «Espera hasta que le haya despertado y enviado a la tienda; después volveré a tu lado». El muchacho se quedó esperándola. Ella regresó al lado de su esposo y lo despertó. Se levantó, hizo las abluciones, rezó y se marchó a la tienda. Una vez hubo salido, la mujer cogió cuatro bolsas y corrió, por el corredor, al lado de Qamar al-Zamán. Le dijo: «¡Toma este dinero!» Se quedó un rato con él y después cada uno se marchó a sus quehaceres: ella regresó a su casa y Qamar al-Zamán se dirigió al zoco. Cuando volvió, a la caída de la tarde, a su domicilio, encontró en él diez bolsas de gemas y otras cosas. El joyero, al regresar, lo recogió, lo llevó a su habitación y pasó la velada con él. Luego, como de costumbre, se presentó la criada quien les dio su bebida; el dueño se quedó dormido pero Qamar al-Zamán no, ya que el contenido de su taza era inofensivo, no contenía narcótico. Luego apareció la adolescente que se dedicó a jugar con él, mientras la criada dedicaba toda la noche a trasladar los bienes del joyero a casa de Qamar al-Zamán a través del subterráneo. Así continuaron hasta la mañana. Una vez fue de día la criada despertó a su señor y les dio de beber café. Cada uno se marchó a sus quehaceres.

El tercer día, la joven sacó un cuchillo que pertenecía a su esposo, que éste había labrado con sus propias manos y que costaba quinientos dinares. Ningún otro cuchillo podía comparársele por su fina labor. Los clientes se lo habían disputado de tal modo que el joyero lo había encerrado en una caja y había resuelto no venderlo a ninguna criatura. La mujer dijo al joven: «Coge este cuchillo, ponlo en tu cinturón y dile: “¡Maestro! Mira este cuchillo. Lo he comprado hoy. Dime si he hecho un buen negocio o no”. Él lo reconocerá, pero lleno de vergüenza no te dirá: “Éste es mi cuchillo”. Si te pregunta: “¿Dónde lo has comprado? ¿Cuánto te ha costado?” responde: “He visto a dos marineros turcos que se peleaban. Uno ha preguntado al otro: ‘¿Dónde has estado?’ y le ha contestado: ‘Con mi amante. Cada vez que voy a verla me da dinero, pero hoy me ha dicho: ‘Ahora no tengo a mano ni un solo dirhem. Quédate con este cuchillo que es de mi esposo’. Lo he cogido y quiero venderlo’. El cuchillo me ha gustado y al oírle decir lo que ha dicho le he preguntado: ‘¿Me lo vendes?’ Me ha replicado: ‘Cómpralo’ y me lo he quedado por trescientos dinares. Me gustaría saber si es caro o barato”. Fíjate en lo que te diga: luego habla con él un rato, despídete y ven corriendo a verme. Me encontrarás sentada esperándote, en la puerta del subterráneo y me entregarás el cuchillo». Qamar al-Zamán la contestó: «¡Oír es obedecer!» Cogió el cuchillo, lo colocó en su cinturón y se marchó a la tienda del joyero. Al llegar lo saludó. El otro lo acogió bien y lo invitó a sentarse. Vio que llevaba el cuchillo en el cinturón y quedó admirado. Se dijo: «Éste es mi cuchillo ¿cómo habrá llegado hasta este comerciante?» Empezó a meditar y a decirse: «¡Ojalá supiera si es mi cuchillo o sólo uno que se le parece!» Entonces Qamar al-Zamán lo sacó y le dijo: «¡Maestro! Coge este cuchillo y examínalo». El joyero, al tenerlo en las manos, lo reconoció perfectamente, pero se avergonzó de tener que decir «Éste es mi cuchillo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero] le preguntó: «¿Dónde lo has comprado?», y el muchacho le refirió todo lo que le había dicho la joven. Le contestó: «Por ese precio es barato, ya que vale quinientos dinares». El fuego de los celos había prendido en su corazón y las manos le fallaban en su trabajo. El joven habló con él, que se encontraba sumergido en el mar de sus pensamientos: si el muchacho le decía cincuenta palabras, él le contestaba con una sola. Tenía el corazón atormentado; el cuerpo nervioso y el pensamiento apenado. Había quedado como dice el poeta:

No he comprendido ni una palabra cuando han querido hablarme o bien me han hablado y yo tenía el pensamiento ausente.

Me encuentro sumergido sin reposo en el mar de las preocupaciones y no acierto a distinguir el varón de la hembra.

Al ver el muchacho el cambio que en él se había operado le dijo: «Ahora debes estar ocupado», se despidió y regresó rápidamente a su domicilio. La muchacha ya le estaba esperando en la puerta del pasadizo. Le preguntó: «¿Has hecho lo que te he dicho?» «¡Sí!» «¿Y le has dicho lo que te enseñé?» «Me ha contestado que era barato, ya que cuesta quinientos dinares, pero se ha alterado. Entonces yo me he ido y no sé lo que ha ocurrido después.» «¡Dame el cuchillo y no te preocupes de más!» La mujer tomó el cuchillo, lo colocó en su sitio y se sentó. Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia al joyero: en cuanto se hubo marchado Qamar al-Zamán, prendió más el fuego de su corazón, aumentaron las sospechas y se dijo: «Es preciso que vaya a buscar el cuchillo y que resuelva la duda en una certeza». Se dirigió a su casa y se presentó ante su esposa resoplando como una serpiente. La mujer le preguntó: «¿Qué te ocurre, señor mío?» «¿Dónde tienes mi cuchillo?» «¡En su caja!», y golpeándose el pecho con la mano añadió: «¡Qué pena! ¿Te has peleado con alguien y vienes a buscarlo para clavárselo?» «¡Trae el cuchillo! ¡Quiero verlo!» «¡No te lo daré hasta que me hayas jurado que no vas a matar a nadie!» Lo juró y entonces la mujer abrió la caja y se lo mostró. El marido lo examinó exclamando: «¡Esto es algo prodigioso!», y dirigiéndose hacia ella añadió: «¡Tómalo y colócalo en su sitio!» «Sí; pero cuéntame la causa de todo esto.» El marido le explicó: «He visto en poder de nuestro amigo un cuchillo igual que éste», y le refirió toda la historia añadiendo a continuación: «Al verlo en la caja la duda ha sido sustituida por la certeza». «¡Tú has pensado mal de mí, has creído que era la amante del marino y que yo le había dado el cuchillo!» «Es cierto: en este asunto he dudado. Pero al ver el cuchillo ha desaparecido la sospecha que había en mi corazón.» La mujer le replicó: «¡Hombre! ¡No te queda ningún bien!» El marido siguió presentándola excusas hasta que la dejó satisfecha y entonces regresó a su tienda.

Al día siguiente la mujer entregó a Qamar al-Zamán el reloj de su esposo que éste había hecho con sus propias manos: nadie disponía de otro igual. Le dijo: «Ve a la tienda, siéntate a su lado y dile: “He vuelto a ver al mismo marino que ayer. Tenía en la mano un reloj y me ha dicho: ‘¿Me compras este reloj?’ Le he preguntado: ‘¿Y de dónde viene?’ Me ha contestado: ‘He estado con mi amante y me ha dado esto’. Se lo he comprado por cincuenta y ocho dinares. Míralo ¿es barato o caro?” Fíjate en lo que te dice. Después despídete, ven corriendo y devuélvemelo». Qamar al-Zamán se fue e hizo lo que le había mandado. El joyero al verlo le informó: «Esto vale setecientos dinares», y se llenó de sospechas. El muchacho lo dejó, corrió al lado de la mujer y le entregó el reloj. El marido llegó resoplando y preguntando: «¿Dónde está mi reloj?» «Ahí lo tienes.» «¡Tráemelo!» Se lo llevó; al verlo exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!». La mujer le preguntó: «¡Hombre! ¡Aquí no estás sin una razón! ¡Cuéntamelo!» «¡Qué te he de decir! Estoy perplejo ante tales hechos», y a continuación recitó los siguientes versos:

¡Por Dios! Estoy perplejo ante mi caso y las tristezas me llegan por donde menos espero.

Tendré paciencia hasta que la paciencia sepa que he soportado cosas más amargas que el acíbar.

La amargura de mi paciencia no es como la del acíbar, puesto que he soportado algo más ardiente que la brasa.

Las cosas no van como yo querría, pero el Dueño de los asuntos me ha mandado tener la bella paciencia.

A continuación añadió: «¡Mujer! He visto que nuestro amigo el comerciante tenía primero un cuchillo el cual reconocí por haber sido ideado su trabajo por mi entendimiento y por no tener par en su ejecución. Me contó una historia que me angustió el corazón. Vine aquí y lo he visto. Hoy es la segunda vez: se presenta con un reloj.

Su filigrana era invención de mi entendimiento y en todo Basora no se encuentra otra igual. El muchacho me cuenta una historia que atormenta el corazón. Estoy perplejo y no sé lo que me sucede». La mujer le replicó: «Lo que se desprende de tus palabras es que tú has creído que yo era la amiga y la amante de ese comerciante y que le había dado tus enseres. Tú has creído posible que yo te traicionara y has venido a traicionarme. ¡Si no hubieses encontrado el cuchillo y el reloj en mi poder hubieses creído en mi traición! ¡Hombre! Si tú piensas eso de mí no continuaré siendo tu compañera a las horas de comer el alimento y de beber el agua. Te aborrezco del modo más terrible». El marido empezó a halagarla hasta dejarla tranquila y, arrepentido de las palabras que le había dirigido, regresó a su tienda y se sentó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero] se encontraba muy nervioso y pensativo. Pensó que lo que le ocurría no podía ser peor y no sabía si creerlo o no. Al caer la tarde regresó a su casa solo, sin llevar consigo a Qamar al-Zamán. Su mujer le preguntó: «¿Dónde está el comerciante?» Replicó: «¡En su casa!» «¿Es que se ha enfriado la amistad que había entre los dos?» «¡Por Dios! ¡Le odio dado lo que me ha sucedido por su causa!» «Ve y tráelo si quieres serme agradable.» Se levantó, fue a buscarlo, entró en su casa, vio por todas partes cosas que eran suyas y las reconoció. El fuego prendió en su corazón y empezó a suspirar. Qamar al-Zamán le preguntó: «¿Qué te ocurre que te veo pensativo?» El joyero se avergonzó de tener que contestar: «Tú tienes mis enseres: ¿Quién te los ha entregado?», y le contestó: «Estoy de malhumor. Acompáñame a mi casa: nos distraeremos». Le replicó: «¡Déjame en mi sitio! No te acompaño». Pero el joyero insistió y se lo llevó. Cenaron y pasaron juntos la velada. El joven habló con el joyero, pero éste permanecía inmerso en el mar de sus pensamientos y por cada cien palabras que le dirigía el joven respondía con una sola. Después se les acercó la criada con dos tazas como tenía por costumbre: el comerciante la tomó y se durmió, pero no ocurrió lo mismo con el muchacho, ya que en la taza de éste no había ningún narcótico. Tras esto la mujer se presentó ante Qamar al-Zamán y le preguntó: «¿Qué piensas de este cornudo que está ebrio en su ignorancia y desconoce las tretas de las mujeres? Es preciso que le engañe hasta el momento en que me repudie. Mañana me disfrazaré de esclava e iré en pos tuyo hasta su negocio. Le dirás: “¡Maestro! Hoy he entrado en el Jan de al-Yasirchiyya y he encontrado esta mujer: la he comprado por mil dinares. Mírala: ¿es barata o cara?” A continuación me destaparás el rostro y los senos y me mostrarás a él. Luego cógeme y condúceme a tu casa: yo pasaré a la mía por el subterráneo con el fin de ver cómo resulta nuestro asunto con él».

Pasaron juntos la noche, tranquilos, serenos, alternando y disfrutando hasta la aurora. Después, la mujer se retiró a sus habitaciones y la joven despertó a su señor y a Qamar al-Zamán. Se incorporaron, rezaron la oración de la mañana, desayunaron y tomaron café. El joyero se marchó a su tienda y Qamar al-Zamán entró en su casa. Inmediatamente apareció la joven por el pasadizo disfrazada de esclava y, en realidad, tal era su origen. El muchacho se dirigió a la tienda del joyero y ella le siguió: anduvieron sin cesar hasta llegar al negocio del joyero. Le saludó y se sentó. Dijo: «¡Maestro! Hoy he entrado en el Jan de al-Yasirchiyya para distraerme y he visto esta esclava en manos del corredor. Me ha gustado y la he comprado por mil dinares. Me dispongo a disfrutar de ella. Mírala ¿es barata o cara?» Le quitó el velo que le cubría la cara. El marido vio a su esposa vestida con los más preciosos trajes, adornada con sus mejores galas, alcoholada y arreglada del mismo modo como lo hacía en su casa, delante de él. La reconoció perfectamente por la cara, los vestidos y las joyas que él había labrado con su propia mano; vio los anillos que había fabricado poco antes para Qamar al-Zamán en su dedo y estuvo cierto de que se trataba de su esposa por todas partes. Le preguntó: «¿Cómo te llamas, esclava?» Contestó: «Halima». Su esposa también se llamaba Halima. Ella, pues, le había dicho el mismo nombre. Se quedó admirado y le preguntó: «¿Por cuánto la has comprado?» «Por mil dinares.» «La has comprado por nada ya que los anillos, los vestidos y las joyas que lleva valen más de mil dinares.» «¡Que Dios te conceda buenas noticias! Desde el momento en que te gusta me la llevo a casa.» «¡Haz tu deseo!» El muchacho se la llevó a su casa y ella, por el pasadizo, entró en la suya. Esto es lo que se refiere a la mujer.

He aquí lo que hace referencia al joyero: el fuego había prendido en su corazón. Se dijo: «Iré a ver a mi esposa. Si está en casa, esa esclava es una que se le parece. ¡Excelso sea Aquel que no tiene semejante! Si no está en casa es que era ella en persona sin duda alguna». Se puso en pie, corrió a su casa y la encontró sentada vestida con sus trajes y adornos tal como la había visto en la tienda. El joyero, dando una palmada, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» La mujer le preguntó: «¡Oh, hombre! ¿Es que te has vuelto loco o qué ocurre? Éstas no son tus costumbres. Algo debe sucederte». «Si lo deseas te lo contaré, no te preocupes.» «¡Habla!» «Nuestro amigo el comerciante ha comprado una esclava cuya cintura, estatura, nombre y vestidos son iguales a los tuyos; se te parece en todos los detalles: en el dedo lleva tus mismos anillos y sus joyas son iguales que las tuyas. Cuando me la ha mostrado he creído que se trataba de ti y me he quedado perplejo ante lo que me sucedía. ¡Ojalá no hubiésemos visto jamás a ese comerciante ni nos hubiésemos hecho sus amigos! ¡Ojalá no hubiese abandonado su país ni le hubiéramos conocido! ¡Me ha amargado la vida que hasta entonces me discurría tranquila y ha sido causa de que mi buena fe haya desaparecido y de que me haya entrado la duda en el corazón!» La mujer le replicó: «Fíjate en mi cara: tal vez yo haya estado con él, él sea mi amante y yo, puesta de acuerdo con él, me haya disfrazado de esclava para que él me mostrase ante ti y tenderte así una trampa». «¿Qué significan estas palabras? —replicó el marido—. ¡Yo no te considero capaz de hacerme tal cosa!» Pero el joyero ignoraba lo que son las tretas de las mujeres y lo que son capaces de hacer con los hombres. No había oído las palabras de quien dijo:

Un corazón enamoradizo de las bellas tan pronto se presenta en el joven como en el ya canoso.

Layla me atormenta a pesar de que está lejos: las preocupaciones y los peligros reviven.

Si me preguntas por las mujeres yo te informaré, pues soy médico experto en sus enfermedades.

Cuando encanece la cabeza de un hombre o disminuyen sus riquezas, no consigue su amor.

Otro dijo:

Sublévate contra las mujeres: ésta es la mejor obediencia: jamás triunfará el hombre que entregue a las mujeres sus riendas.

Ellas le impedirán que alcance la perfección en sus dotes aunque permanezca estudiando la ciencia durante mil años.

Otro dijo:

Las mujeres son demonios creados para nosotros. ¡Refugiémonos en Dios contra las tretas de los demonios!

Quien viene herido por su amor pierde toda su resolución en las cosas que afectan al mundo y a la fe.

La mujer añadió: «Yo estoy aquí, en el alcázar. Ve a verlo ahora mismo, llama a su puerta e ingéniatelas para entrar, en seguida, ante él. Una vez en su presencia verás a su lado a la esclava que se me parece (¡excelso sea Quien no tiene semejante!). Si no encuentras a la esclava a su lado querrá decir que yo soy la esclava que has visto con él y tu mal pensamiento para conmigo será verdad». «Tienes razón», le replicó el marido. La dejó y salió. La mujer atravesó el subterráneo, se sentó en el domicilio de Qamar al-Zamán y le informó de lo que ocurría, añadiendo: «Ábrele la puerta en seguida y haz que me vea». Mientras hablaban llamaron a la puerta. Preguntó: «¿Quién está en la puerta?» «¡Tu amigo! Me has mostrado tu esclava en el zoco y yo me he alegrado por ti. Pero mi alegría no ha sido completa. Abre la puerta y déjamela ver.» El muchacho contestó: «¡No hay inconveniente!» Le abrió la puerta y el joyero vio a su esposa sentada al lado de Qamar al-Zamán. Aquélla se levantó y besó su mano y la del muchacho. El joyero la observó, habló con ella un rato y vio que no se diferenciaba en nada de su esposa. Exclamó: «¡Dios crea lo que quiere!» Salió con el corazón cargado de sospechas, llegó a su casa y allí encontró a su esposa sentada, ya que le había precedido por el pasadizo, en cuanto él había salido por la puerta.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero llegó a su casa y encontró a su esposa que le había precedido] y se había sentado en el alcázar. La mujer le preguntó: «¿Qué has visto?» «La he encontrado junto a su señor y ella se te parece.» «¡Vete a tu tienda y déjate de malos pensamientos! No pienses mal de mí.» «Así lo haré, pero no me reprendas por lo sucedido.» «¡Que Dios te perdone!» El marido le besó la mano derecha y la izquierda y se marchó a la tienda. La mujer corrió a través del pasadizo junto a Qamar al-Zamán llevando cuatro bolsas. Le dijo: «Prepárate inmediatamente para salir de viaje y disponte a llevar sus bienes sin dilación. Entretanto yo buscaré una treta». El muchacho salió y compró mulos, cargó los fardos, preparó una litera y compró mamelucos y criados haciéndolos salir de la ciudad sin ningún obstáculo. Fue a buscar a la mujer y le dijo: «Yo he terminado mis asuntos». «Pues yo —replicó la mujer— ya he transportado los bienes y tesoros que le quedaban a tu casa. No le he dejado ni poco ni mucho de lo cual pueda sacar provecho. Y todo lo he hecho por amor hacia ti, amado de mi corazón. Yo te rescataría mil veces con mi marido. Ahora es preciso que vayas a despedirte de él y le digas: “Voy a marcharme dentro de tres días y he venido a despedirme. Hazme la cuenta de lo que te debo por el alquiler de la casa para que te lo envíe y me quede con la conciencia tranquila”. Fíjate en la respuesta que te dé, vuelve y transmítemela. Ya no aguanto más: he intrigado contra él y le he enojado para que me repudiase y en cambio cada vez lo veo más enamorado. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos a tu país». El muchacho replicó: «¡Estupendo! ¡Que los sueños se conviertan en realidad!» Corrió a la tienda del joyero, se sentó a su lado y le dijo: «¡Maestro! Me iré dentro de tres días y he venido para despedirme de ti y para que hagas la cuenta de lo que te debo por el alquiler de la casa. Te lo pagaré y me quedaré con la conciencia tranquila». El joyero le replicó: «¿Qué significan tales palabras? ¡Por Dios! No te cobraré nada por el alquiler de la casa: tú nos has traído la baraca y ahora nos dejas tranquilos con tu marcha. Si no me estuviese prohibido me opondría y te impediría que volvieses al lado de tu familia y a tu país». Se despidió de él y ambos se pusieron a llorar amargamente, de modo sin igual. El joyero cerró en aquel mismo momento la tienda y se dijo: «Es necesario que yo acompañe a mi amigo», y a cualquier sitio a que iba el muchacho le acompañaba el joyero. Qamar al-Zamán, al entrar en su casa, encontró a la mujer. Ésta se puso de pie ante ellos y se dispuso a servirlos. Cuando el joyero entró en su casa halló a su mujer. Y así siguió viéndola en su casa, cuando entraba en ésa, y en la de Qamar al-Zamán, cuando iba a ver a éste. Esta situación duró tres días. Al cabo de éstos la mujer dijo al muchacho: «Todos los tesoros, bienes y tapices que posee los he trasladado aquí. Sólo le queda la esclava que os servía los sorbetes, pero yo no puedo separarme de ella, ya que es pariente mía y confidente de todos mis secretos. Me dispongo, pues, a apalearla y a pelearme con ella. Cuando acuda mi esposo le diré: “No continuaré al lado de esta esclava y no permaneceré en la misma casa en que esté ella. Cógela y véndela”. Se la llevará consigo y la venderá. Tú la comprarás para que podamos llevárnosla». El muchacho replicó: «No hay inconveniente». La mujer apaleó a la esclava, y cuando llegó el marido vio que ésta estaba llorando. Le preguntó por la causa del llanto y le respondió: «Mi señora me ha apaleado». El joyero entró a ver a su esposa y la preguntó: «¿Qué ha hecho esta maldita esclava para que la apalees?» «¡Oh, hombre! Sólo he de decirte una palabra: yo no puedo continuar viendo a esta esclava. Tómala y véndela o bien repúdiame.» «No te he de contradecir.» El marido tomó consigo a la esclava, se dirigió hacia su tienda y pasó delante de Qamar al-Zamán. Su esposa, en cuanto vio que salía con la muchacha, ya le había precedido por el pasadizo y se había reunido con el joven y éste la había metido en la litera antes de que apareciese el viejo joyero. Al llegar éste y ver Qamar al-Zamán a la muchacha preguntó: «¿Quién es esta esclava?» «Es mía; es la que nos escanciaba la bebida, pero ha desobedecido a su señora, ésta se ha enfadado y me ha mandado que la venda.» «Sí; desde el momento en que ha incurrido en el enojo de su señora no puede quedarse en su casa. Véndemela a mí para que yo, con ella, respire tu ambiente y haga de ella la criada de mi esclava Halima.» «No hay inconveniente: tómala.» «¿Por qué precio?» «Nada te he de cobrar, pues nos has cubierto de favores.» El muchacho la aceptó y dijo a Halima: «¡Besa la mano de tu señor!» Salió de la litera, besó la mano del joyero y volvió adentro, siempre bajo la mirada del esposo. Qamar al-Zamán le dijo: «¡Te encomiendo a Dios, maestro Ubayd! ¡Libra mi conciencia de toda responsabilidad!» El otro le replicó: «¡Que Dios te perdone y te conduzca, sano y salvo, junto a tu familia!» El joyero, una vez despedido, se marchó a su tienda llorando, pues le dolía tener que separarse de Qamar al-Zamán, ya que éste había sido un buen amigo y la amistad tiene sus derechos. Pero por otra parte se alegraba, pues cesaban las sospechas que había concebido acerca de su mujer desde el momento en que el muchacho se marchaba y ninguna de ellas se había hecho realidad. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Qamar al-Zamán: la mujer le dijo: «Si quieres escapar salvo llévanos por un camino poco frecuentado».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el muchacho respondió: «¡Oír es obedecer!» Tomó una ruta que no era la habitual que seguía la gente y no paró de viajar de país en país hasta llegar a las fronteras del territorio egipcio. Aquí escribió una carta y se la envió con un correo a su padre. Éste, el comerciante Abd al-Rahmán, estaba sentado en el zoco, entre los comerciantes, teniendo una llama encendida en el corazón por encontrarse separado de su hijo, ya que desde el día de su partida no había tenido ninguna noticia. Mientras se encontraba en esta situación se acercó el correo. Preguntó: «¡Señores míos! ¿Está entre vosotros el comerciante que se llama Abd al-Rahmán?» «¿Qué quieres de él?» «Le traigo una carta de su hijo Qamar al-Zamán, al que he dejado en Al-Aris.» El comerciante se puso alegre y contento y sus amigos se alegraron por él y lo felicitaron por el buen desenlace. Tomó la carta y leyó: «De Qamar al-Zamán al comerciante Abd al-Rahmán. Te saludo a ti y a todos los comerciantes que pregunten por mí. ¡Loado sea Dios por sus favores! Hemos vendido y comprado; hemos obtenido beneficios y regresamos con salud, salvos y sanos». Esta carta abrió la puerta a la alegría y el padre preparó banquetes, aumentó sus muestras de hospitalidad y las invitaciones, mandó acudir a los músicos y se entregó a la alegría más completa. Cuando su hijo llegó a al-Salihiyya, su padre le salió al encuentro acompañado por todos los comerciantes. Lo acogieron bien y el padre lo abrazó y lo estrechó contra su pecho rompiendo a llorar hasta desmayarse. Al volver en sí le dijo: «¡Hoy es un día bendito, hijo mío, ya que el Todopoderoso Protector nos ha reunido!», y a continuación recitó las palabras del poeta:

La vecindad del amado nos llena de la alegría más completa, mientras la copa de la felicidad circula entre nosotros.

Eres bien venido y sigues siendo bien venido tú, luz del tiempo y plenilunio de los plenilunios.

La gran alegría hizo que las lágrimas se desbordasen de sus ojos y recitó este par de versos:

La luna del tiempo resplandece sin velos y tiene lugar su orto cuando regresa de sus viajes.

El color de sus cabellos es el mismo que el de la noche de la ausencia, pero el surgir del sol se realiza a través de sus vestidos.

Los comerciantes se acercaron hacia él, lo saludaron y vieron que llegaba acompañado de numerosos fardos, criados y una litera en el centro de un gran círculo. Tomaron la litera y la condujeron a su casa. Cuando salió la mujer de su litera el padre se convenció de que constituía una seducción para quienquiera que la viese. Prepararon para ella el piso superior que parecía un tesoro del cual se hubiesen quitado los talismanes. La madre, al verla, quedó prendada de ella y creyó que se trataba de una reina, una de las esposas de los reyes. Se alegró mucho y la interrogó. Le contestó: «Soy la esposa de tu hijo». «Desde el momento en que él se ha casado contigo es necesario que nosotros demos una gran fiesta en honor tuyo y de mi hijo». Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia al comerciante Abd al-Rahmán: cuando se hubo dispersado la gente y cada uno se hubo marchado a sus quehaceres se reunió con su hijo y le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué significa esta esclava que traes? ¿Por cuánto la has comprado?» «¡Padre! No es una esclava. Ella ha sido la causa de mi ausencia.» «¿Y cómo es eso?» Qamar al-Zamán refirió: «Esta mujer es la que describió el derviche la noche que pasó con nosotros. Desde aquel momento todas mis esperanzas se dirigieron hacia ella y si pedí salir de viaje sólo fue por su causa. En el camino me atacaron los beduinos y se apoderaron de todas mis riquezas y sólo yo pude llegar a Basora. Me ha sucedido esto y esto», y así se lo refirió todo a su padre desde el principio hasta el fin.

Al terminar su relato el padre preguntó: «¡Hijo mío! ¿Te has casado con ella después de todo esto?» «No; pero le he prometido que me casaría con ella.» «¿Y tienes el propósito de casarte con ella?» «Si tú me mandas que lo haga, lo haré; en caso contrario no me casaré.» El padre le dijo: «Si te casas con ella yo me desentiendo de ti en este mundo y en la última vida y me enfadaré contigo de modo terrible. ¿Cómo te has de casar con ella cuando ha hecho tales faenas a su esposo? Lo mismo que ha hecho, por ti, a su esposo, te lo hará a ti si le interesa otro hombre. Es una traidora y el traidor no merece confianza. Si me desobedeces me enfadaré contigo, pero si haces caso de mis palabras te buscaré una muchacha más hermosa que ella, pura y limpia, y te casaré con ella, y aunque tenga que gastar todos mis bienes daré una fiesta de bodas como nunca se haya visto y me vanagloriaré de ti y de ella. Es preferible que la gente diga: “Fulano se ha casado con la hija de Zutano” a que “Se ha casado con una esclava sin antepasados conocidos”». El padre siguió rogando al muchacho que no la tomara por esposa citándole moralejas, anécdotas, poesías, proverbios y sermones adecuados al caso. Qamar al-Zamán replicó: «¡Padre mío! Si las cosas son así, yo no tengo ningún compromiso que me obligue a casarme con ella». En cuanto hubo pronunciado estas palabras, el padre le besó entre los ojos y dijo: «Tú eres, en verdad, mi hijo y juro por tu vida, hijo mío, que he de encontrarte por esposa una muchacha que no tenga par». A continuación el comerciante Abd al-Rahmán confinó a la esposa de Ubayd, el joyero, y a su esclava en sus habitaciones. Las encerró, y encargó a una esclava negra que les llevase la comida y la bebida. Le dijo: «Tú y tu esclava permaneceréis encerradas en este palacio hasta que encuentre quién os compre y os venda. Si desobedecéis te mataré a ti y a tu esclava, ya que eres una traidora y en ti no hay bien alguno». La mujer le contestó: «Haz tu deseo, pues yo soy merecedora de todo lo que hagas conmigo». Abd al-Rahmán cerró la puerta y recomendó las dos a su mujer diciendo: «Que nadie suba hasta ellas, ni tan siquiera a hablar, de no ser la esclava negra que les ha de entregar la comida y la bebida a través de la ventana del palacio». La mujer y su esclava se dedicaron a llorar y a arrepentirse por lo que habían hecho a Ubayd. Esto es lo que a ellas se refiere.

He aquí lo que hace referencia al mercader Abd al-Rahmán: envió a los casamenteros para que buscasen una muchacha de buena situación y noble ascendencia para su hijo. Buscaron sin cesar. Cuando hallaban una, oían hablar en seguida de otra más hermosa y así llegaron hasta la casa del jeque del Islam. Vieron que la hija de éste no tenía par en todo Egipto, que era hermosa, bella, bien proporcionada y mil veces más guapa que la mujer de Ubayd, el joyero. Informaron de esto a Abd al-Rahmán. Éste y los notables acudieron ante el padre de la muchacha y la pidieron por esposa. Pusieron por escrito el contrato de bodas y celebraron una gran fiesta. Después se celebraron banquetes. El primer día invitó a los alfaquíes y celebraron una fiesta con gran pompa: al día siguiente invitó a todos los comerciantes: entonces repicaron los tambores, sonaron las flautas, se adornaron las calles y los pasajes con candiles y cada noche acudieron toda suerte de juglares para realizar toda clase de entretenimientos. Cada día daba un banquete a una clase de personas y así invitó a todos los sabios, emires, abanderados y altos funcionarios. Las fiestas continuaron ininterrumpidamente durante cuarenta días. Durante cada una de ellas el comerciante recibió a la gente teniendo a su hijo al lado para que disfrutara viendo cómo comían en torno de los manteles. Era una fiesta sin par. El último día invitó a los pobres y a los indigentes, extraños o del país; llegaron en turbamulta y comieron. El comerciante los observaba teniendo a Qamar al-Zamán a su lado. Entonces entró el jeque Ubayd, el esposo de la muchacha, confundido con el resto de los pobres. Estaba desnudo y cansado y sobre su rostro se veían las huellas del viaje. El muchacho lo reconoció al verlo y dijo a su padre: «¡Mira, padre, ese pobre hombre que entra por la puerta!» Clavó la vista en él y vio que estaba cubierto de harapos, que llevaba como chilaba un retal que valdría dos dirhemes y que su pálido rostro estaba cubierto de polvo: parecía ser un peregrino deshecho; gemía como un enfermo necesitado, avanzaba con paso vacilante y ora se inclinaba a la izquierda, ora a la derecha. En él se cumplían las palabras del poeta:

La pobreza desacredita siempre al hombre del mismo modo como la palidez del sol en el momento del ocaso.

Discurre entre las gentes a hurtadillas y cuando se queda a solas derrama abundantes lágrimas.

Si está ausente, nadie se preocupa de él; cuando está presente nunca le toca nada.

¡Por Dios! Cuando el hombre es puesto a prueba por la pobreza, entre sus propios familiares es un extraño.

O como dijo otro:

El pobre puede andar pero todas las cosas estarán contra él; la tierra le cerrará sus puertas.

Verás que es odiado a pesar de que no haya cometido falta alguna; tropezará con la enemistad sin saber sus causas.

Los mismos perros, cuando ven a un rico, le hacen fiestas y mueven la cola.

Pero si un día ven a un pobre desgraciado le ladran y le desgarran con sus dientes.

¡Qué bellas son las palabras del poeta!:

Si la fuerza y la fortuna acompañan al muchacho, los disgustos y las preocupaciones se mantienen lejos.

El amado, sin necesidad de promesas, se mantiene a su lado cual parásito y el espía hace de alcahuete.

La gente afirma que sus pedos son un canto y si se trata de una flatulencia claman: «¡Qué bien huele!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el muchacho le dijo: «¡Fíjate en ese pobre hombre!» Abd al-Rahmán le preguntó: «¿Quién es, hijo mío?» «El maestro Ubayd, el joyero, el esposo de la mujer que tenemos encarcelada.» «¿Es éste aquel de quien me has hablado?» «¡Sí! Lo conozco muy bien.»

La causa de su aparición era la siguiente: después de haberse despedido de Qamar al-Zamán se dirigió a su tienda. Le hicieron un encargo y lo aceptó. Esto le tuvo ocupado todo el resto del día. Al caer la tarde cerró la tienda, se dirigió a su casa, colocó la mano sobre la puerta y ésta se abrió. Entró y no encontró ni a su esposa ni a la esclava. Se dio cuenta de que la casa estaba en las peores condiciones. A ella correspondían las palabras de quien dijo:

Era una floreciente colmena de abejas que, al abandonarla el enjambre, quedó vacía.

Como si hoy ya no floreciese con sus moradores o como si sus moradores hubiesen sido arrebatados de pronto por la muerte.

Al darse cuenta de que la casa estaba vacía se volvió a derecha e izquierda y la recorrió como si estuviese loco; pero no encontró a nadie. Abrió la puerta de sus tesoros y no halló ni sus bienes ni sus valores. Entonces, reponiéndose de su embriaguez y despertándose de su aturdimiento, comprendió que había sido su mujer quien le había enredado con sus tretas hasta traicionarlo. Ante lo que le ocurría rompió a llorar, pero guardó el secreto para que ninguno de sus enemigos pudiera alegrarse y para que ninguno de sus amigos tuviera de qué entristecerse, pues se dio cuenta de que si se difundía el secreto iba a quedar cubierto de oprobio y sujeto a las burlas de la gente. Se dijo: «¡Fulano! Esconde las desgracias y los pesares que te afligen. Debes hacer como quien dijo:

Si el pecho del hombre es estrecho para guardar un secreto, más estrecho aún es el pecho de aquel a quien se confía».

A continuación cerró la puerta de su casa, se marchó a la tienda y confió ésta a uno de sus operarios diciéndole: «Mi amigo, el joven comerciante, me ha invitado a ir con él a Egipto para distraerme y me ha jurado que no se pondrá en marcha sin llevarme a su lado junto con mi mujer. Tú, hijo mío, serás el administrador de la tienda y si el rey os pregunta por mí le dirás: “Se ha ido con su esposa a la casa sagrada de Dios”».

El joyero vendió algunos de sus enseres, compró camellos, mulos y mamelucos y además una esclava a la que metió en una litera. Al cabo de diez días salió de Basora. Sus amigos acudieron a despedirlo y él se puso en camino. Las gentes creían que llevaba consigo a su esposa y que iba a realizar la peregrinación. Todo el mundo se puso contento, puesto que Dios les libraba de tener que mantenerse encerrados en sus casas y las mezquitas todos los viernes. Algunos decían: «¡Que Dios no permita que vuelva a Basora otra vez! Así no tendremos que volver a encerrarnos en nuestras casas y mezquitas todos los viernes». Esta mala costumbre había causado un gran pesar en los habitantes de Basora. Otro decía: «Creo que no regresará a Basora por las imprecaciones que le dirigen sus habitantes». Otro: «Si vuelve vendrá en mala situación». Los habitantes de la ciudad se alegraron muchísimo con su partida, ya que habían sufrido un gran pesar: hasta los gatos y los perros se quedaron tranquilos.

Al llegar el viernes, el pregonero difundió el aviso por la ciudad, como tenía por costumbre, de que entraran en la mezquita dos horas antes de la oración o que se ocultaran en sus casas; que lo mismo debía hacerse con perros y gatos. El pecho de los ciudadanos quedó oprimido. Se reunieron todos y se dirigieron a la audiencia; se plantaron ante el rey y le dijeron: «¡Rey del tiempo! El joyero se ha ido, con su esposa, a realizar la peregrinación a la Casa Sagrada de Dios. Al desaparecer la causa que nos obligaba a encerrarnos ¿por qué vamos a hacerlo ahora?» El rey exclamó: «¿Cómo se ha puesto en viaje ese traidor sin informarme? Cuando regrese del viaje lo arreglaré todo para bien. Id a vuestras tiendas y vended y comprad: queda levantada la prohibición». Esto es lo que hace referencia al rey y a los habitantes de Basora.

He aquí lo que hace referencia al maestro Ubayd, el joyero: viajó durante diez jornadas y le ocurrió lo mismo que le había sucedido a Qamar al-Zamán antes de entrar a Basora: los beduinos de los alrededores de Bagdad le acometieron, le despojaron y le robaron todo lo que llevaba consigo. El joyero tuvo que hacerse el muerto para salvarse. Una vez se hubieron marchado los beduinos se puso en pie y empezó a andar, desnudo, hasta llegar a una ciudad. Dios hizo que la gente se apiadase de él y que cubriera sus vergüenzas con un pedazo de ropa remendada. Empezó a mendigar y a buscar el alimento de país en país hasta que así llegó a El Cairo, la bien guardada. El hambre lo abrasaba. Recorrió los zocos mendigando. Un habitante de la ciudad le dijo: «¡Pobre! Ve a la casa de la boda. Come y bebe ya que hoy, allí, se ha puesto la mesa para los pobres y los forasteros». Contestó: «No conozco el camino que conduce a la casa en que se celebra la fiesta». «¡Sígueme y te la mostraré!» Le siguió hasta llegar. Le dijo: «Ésta es la casa de la fiesta: entra y no temas, pues en la casa en que se celebra el acontecimiento no hay chambelanes». Qamar al-Zamán lo vio en el momento en que entraba, lo reconoció e informó a su padre. A continuación el comerciante Abd al-Rahmán dijo a su hijo: «¡Hijo mío! Déjalo ahora, pues es posible que tenga hambre. Déjalo comer hasta saciarse y permítele que repose. Después le llamaremos». Ambos aguardaron hasta que hubo terminado de comer, quedó satisfecho, se lavó las manos y bebió el café y los sorbetes azucarados mezclados con almizcle y ámbar y se disponía a salir. Entonces, el padre de Qamar al-Zamán lo mandó a buscar. El mensajero le dijo: «¡Forastero! Ven a hablar con el comerciante Abd al-Rahmán». Preguntó: «¿Y quién es este comerciante?» «¡El que da la fiesta!» Volvió atrás pensando que le iba a dar una limosna. Al llegar ante el comerciante se dio cuenta de que al lado de éste estaba su amigo Qamar al-Zamán. Lleno de vergüenza cayó desmayado. El muchacho se acercó a él, lo cogió en sus brazos, lo saludó llorando a lágrima viva y le hizo sentar a su lado. Su padre le espetó: «¡Careces de tacto! ¡Esta no es forma de recibir a los amigos! Mándale antes al baño y haz que le entreguen una túnica como corresponde a su rango. Después le sentarás a tu lado y hablaréis». Llamó a unos criados y les ordenó que le condujesen al baño y le envió una túnica tomada de sus propios vestidos que valía mil dinares o más. Le lavaron el cuerpo, le pusieron la túnica y quedó de tal modo que parecía ser el jefe de los comerciantes. Todos los presentes preguntaron a Qamar al-Zamán, mientras se encontraba en el baño, por él, diciendo: «¿Quién es éste? ¿De dónde le conoces?» Contestó: «Éste es mi amigo, aquel que me alojó en su casa y al cual debo innumerables favores, ya que me trató con todos los honores. Es persona de buena condición y alto rango. Es joyero de oficio y no tiene par en él. El rey de Basora le quiere muchísimo, ocupa un lugar muy alto en su Corte y su palabra es escuchada». Se excedió en su elogio y añadió: «Ha hecho conmigo tal y tal cosa hasta el punto de que ante él me encuentro cohibido y no sé cómo recompensarle para corresponder a los favores que me ha hecho». Siguió elogiándolo para hacerle crecer ante los presentes y conseguir que ante los ojos de éstos fuese un hombre respetable. Le dijeron: «Todos nosotros le trataremos con el respeto que se debe a tu cargo. Pero querríamos saber la causa de su venida a El Cairo, por qué ha abandonado su país y qué ha hecho Dios con él para que haya llegado en este estado». Qamar al-Zamán les contestó: «¡Gentes! ¡No os maravilléis! ¿Es que el hombre no está sometido al poder y a la voluntad de Dios? Mientras esté en este mundo no se salvará de las desgracias. Bien ha dicho quien ha escrito estos versos:

El tiempo destroza a los hombres: no seas de esos a los que aturden los cargos y destinos.

Guárdate de los resbalones, evita las desgracias y date cuenta de que el destino conduce a la pronta pérdida.

¡Cuánto bienestar desaparece con la más pequeña desgracia! En el cambio de cualquier cosa siempre hay una causa.

»Sabed que yo entré en Basora en peor estado y con peores tribulaciones. Este hombre ha entrado en El Cairo con sus vergüenzas cubiertas con dos harapos, pero cuando yo entré en su ciudad cubriéndome mis vergüenzas de delante con una mano y las de detrás con otra, sólo encontré el auxilio de Dios y de este noble hombre. La causa fue que los beduinos nos desnudaron y me arrebataron camellos, mulos y fardos; que mataron a mis pajes y a mis hombres y que yo tuve que dormir entre los muertos. Creyeron que yo era uno más de éstos y se fueron olvidándose de mí. Entonces me incorporé, y me puse en camino, desnudo, hasta llegar a Basora. Este hombre me recibió, me vistió, me alojó en su casa y me dio dinero. Todo lo que he traído sólo procede del favor de Dios y de la generosidad de este hombre. Cuando me puse en camino me dio muchas cosas y he vuelto a mi país con el corazón satisfecho. Al despedirme de él se encontraba en buena posición, en el bienestar. Tal vez el tiempo después de mi partida le haya llevado alguna desgracia que lo haya forzado a abandonar su familia y su patria y le haya sucedido lo mismo que a mí me ocurrió. No sería extraordinario. Ahora es obligación mía recompensarlo por los generosos favores que me ha hecho y hacer con él lo que indica quien dice:

¡Oh, tú, que piensas bien del destino! ¿Es que sabes lo que hace el destino?

Si quieres obra bien, pues el individuo viene pagado según sus actos.»

Mientras hablaban de este modo o de otro semejante, reapareció el maestro Ubayd que parecía ser el jefe de los mercaderes. Todos se pusieron de pie, lo saludaron y le hicieron sentar en la presidencia. Qamar al-Zamán dijo: «¡Amigo mío! ¡Que tu día sea bendito y feliz! No me cuentes algo que me ha ocurrido antes que a ti. Si los beduinos te han despojado y se han apoderado de tus bienes has de comprender que éstos sirven de rescate a los cuerpos. No te apenes, pues yo llegué desnudo a tu país y tú me vestiste y me honraste. Tú me has hecho grandes favores y yo te recompensaré…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Qamar al-Zamán prosiguió: »…Tú me has hecho grandes favores y yo te recompensaré] y obraré contigo del mismo modo que tú obraste conmigo o de modo aún mejor. Tranquilízate y refresca tus ojos». Siguió tranquilizándolo e impidiéndole hablar para evitar que mencionase a su esposa y lo que ella había hecho con él. Le refirió sermones, ejemplos, versos, anécdotas, relatos e historias para consolarlo hasta que el joyero comprendió las alusiones que le hacía Qamar al-Zamán para guardar secreto. Galló lo que guardaba, se consoló con las historias y anécdotas que oía y recitando los versos del poeta:

En la frente del destino está escrita una línea; si vieses su contenido éste haría derramar lágrimas de sangre a tus pupilas.

Jamás saluda el destino con la diestra si al mismo tiempo la siniestra no escancia la copa de la muerte.

A continuación Qamar al-Zamán y su padre, el comerciante Abd al-Rahmán, lo condujeron a una habitación del harén y se quedaron a solas con él. El comerciante Abd al-Rahmán le dijo: «Si te hemos impedido hablar ha sido sólo por miedo de quedar avergonzados nosotros y tú. Pero ahora que estamos a solas infórmanos de lo que te ha ocurrido con tu esposa y con mi hijo». Le refirió toda la historia desde el principio hasta el fin, y una vez terminado su relato el huésped preguntó: «¿La culpa es de tu esposa o de mi hijo?» «¡Por Dios! Tu hijo no tiene culpa ninguna, puesto que los hombres apetecen las mujeres y son las mujeres las que deben negarse a los hombres. La falta sólo recae sobre mi esposa que me ha traicionado y que ha hecho conmigo tales cosas». El comerciante, salió, se quedó a solas con su hijo y le dijo: «¡Hijo mío! Hemos puesto a prueba a la esposa y nos damos cuenta de que es una traidora. Ahora me propongo ponerlo a prueba a él y averiguar si es hombre de honor y virtud o bien un villano». «¿Cómo lo harás?» «Le voy a proponer que se reconcilie con su mujer: si acepta la reconciliación y la perdona, lo acometeré con la espada y lo mataré; después la mataré a ella y a su esclava, ya que en la vida del hombre vil y de la adúltera no hay ningún bien. Pero si la rehúye, lo casaré con tu hermana y le daré más riquezas que las que tú le has quitado.» Volvió al lado del joyero y le dijo: «¡Maestro! El tratar con las mujeres requiere gran tolerancia; quien las ama ha de tener un pecho ancho, ya que ellas encandilan a los hombres y los atormentan para ponerse por encima de ellos gracias a su belleza y hermosura; así se hacen las importantes y desprecian a los hombres y muy en especial cuando se dan cuenta del amor que las profesa el marido. En este caso los rechazan con orgullo, coquetería y actos reprobables de toda clase. Si el hombre se enfadase cada vez que ve en su esposa algo reprobable, no podría existir la convivencia entre ambos. Sólo puede estar de acuerdo con ellas quien es muy tolerante y tiene mucha paciencia. Si el hombre no soporta a su esposa y acepta con indulgencia sus tretas, no tiene éxito en su convivencia con ella. Se dice sobre las mujeres: “Si estuviesen en el cielo, el cuello de los hombres se volvería hacia ellas” y “Quien puede vengarse y perdona recibirá la recompensa de Dios”. Esa mujer es tu esposa y tu compañera y ha convivido largo tiempo contigo: es necesario que la perdones; en la convivencia esto constituye una de las señales del triunfo. Las mujeres tienen un entendimiento y una religión deficientes: si obran mal se arrepienten. Si Dios quiere no volverá a hacer lo que te ha hecho. Mi opinión es que tú debes reconciliarte con ella y yo te restituiré riquezas mayores de las que tenías. Si te quedas a mi lado seréis los dos bien venidos y sólo tendréis aquello que os haga agradable la vida. Si quieres regresar a tu país yo te daré lo que ha de satisfacerte. La litera está a punto: coloca en ella a tu mujer y a su esclava y márchate a tu país. Las querellas entre marido y mujer son frecuentes: a ti te incumbe solucionar las cosas y evitar tener que recorrer el camino difícil». El joyero preguntó: «¡Señor mío! ¿Dónde está mi mujer?» «En este alcázar: sube hasta ella y sé indulgente, por mí, y no la atormentes. Cuando mi hijo llegó y quiso casarse con ella se lo prohibí: la coloqué en ese alcázar, cerré la puerta tras ella y me dije: “Tal vez venga su esposo y yo se la entregaré: ella es hermosa y una mujer como ésta no puede ser olvidada por el cónyuge”. Ha sucedido lo que había pensado y doy gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberte reunido con tu esposa. Yo, por mi parte, he prometido y casado a mi hijo con otra mujer: estos banquetes y convites forman parte de la fiesta de bodas y esta noche le entregaré su mujer. Aquí tienes la llave del palacio en que está tu esposa: cógela, abre la puerta, entra a verla, saluda a su esclava y disfruta con ella: os llegará la comida y la bebida. No te separes hasta haberte saciado de ella». El joyero le replicó: «¡Que Dios te pague por mí con toda suerte de bien, señor mío!» Cogió la llave y subió muy contento. El comerciante creyó que estas palabras le habían gustado y que había quedado satisfecho: cogió la espada y le siguió hasta un sitio en donde el joyero no podía verlo. Se paró a mirar lo que ocurría entre él y su esposa. Esto es lo que hace referencia al comerciante Abd al-Rahmán.

He aquí lo que hace referencia al joyero: entró en la habitación en que se encontraba su esposa y la encontró llorando amargamente, pues pensaba en que Qamar al-Zamán se había casado con otra mujer. La esclava le decía: «¡Cuántas veces te aconsejé, señora mía, diciéndote que de ese muchacho no recibirías ningún bien y que debías dejar de frecuentarlo! Pero tú no hiciste caso de mis palabras, arrebataste todos los bienes a tu esposo y se los entregaste a tu amante; después abandonaste tu puesto, quedaste prendada de su amor y te viniste con él a este país. Tras todo esto él te ha arrojado de su pensamiento y se ha casado con otra mujer haciendo que tu amor por él te condujese a la cárcel». La dueña le dijo: «¡Gállate, maldita! Si él se ha casado con otra algún día pensará en mí. Yo no sé consolarme de las noches pasadas con él y, en todo caso, me tranquilizan las palabras de quien dijo:

¡Señores míos! ¿Pensáis en aquel que sólo os tiene a vosotros en la mente?

¡Dios haga que nunca olvidéis la situación de aquel, que por vuestro amor, se olvida de sí mismo!

»Es necesario que él recuerde mi compañía y mi trato. Ya preguntará por mí. Yo no desisto de su amor ni me aparto de su afecto. Aunque muera en la cárcel, él será mi amor, mi médico y yo sólo deseo que vuelva a mi lado para disfrutar con él».

El esposo, al oírla pronunciar estas palabras, irrumpió y la increpó: «¡Traidora! ¡Tu pasión por él es la misma que siente el demonio por el Paraíso! Tú tenías todos estos vicios sin que tuviese la menor idea. Si hubiera sabido que tenías uno sólo, no te hubiese soportado ni un instante a mi lado. Pero ya que ahora quedo perfectamente enterado de ello es necesario que te mate aunque ello me cueste la vida, miserable». La agarró con las dos manos y recitó este par de versos:

¡Oh, hermosas! ¡Habéis borrado mi amor sincero con vuestras faltas y no os habéis preocupado de mis derechos de amante!

¡Cuántas veces el amor me ha ligado a vosotras! Pero después de estas penas renuncio a la concordia.

Le apretó la garganta y se la rompió. La esclava gritó: «¡Ah, señora!» El joyero la increpó: «¡Libertina de vicios! ¡Tú tienes la culpa de todo puesto que sabías lo que hacía y no me informabas!» Agarró a la esclava y la estranguló. Todo esto ocurría mientras que el mercader, agarrando la espada con la mano, plantado detrás de la puerta, lo escuchaba con sus propios oídos y lo veía con sus mismos ojos. Una vez estrangulada en el alcázar del mercader, el joyero Ubayd se llenó de preocupaciones y temió las consecuencias de su acto. Se dijo: «Si el comerciante se entera de que las he matado en su casa, me dará muerte sin remedio. Ruego a Dios que me haga morir en la fe». Se quedó perplejo, sin saber qué hacer. Mientras se encontraba en esta situación apareció el comerciante Abd al-Rahmán y le dijo: «No te preocupes. Te mereces escapar con vida. Mira la espada que tengo en la mano: estaba resuelto a matarte si te hubieses reconciliado y compuesto con ella; después hubiese matado a la esclava. Desde el momento en que has hecho esto eres bien venido y aceptado. Como recompensa te casarás con mi hija, la hermana de Qamar al-Zamán». El comerciante lo tomó consigo y salieron. Mandó llamar a las lavadoras de cadáveres e hizo correr la noticia de que Qamar al-Zamán, el hijo del comerciante Abd al-Rahmán, había importado con él dos esclavas desde Basora y que ambas habían muerto. Las gentes acudieron a darle el pésame diciendo: «¡Que tú vivas largo tiempo y que Dios te recompense por su pérdida!» Las lavaron, las amortajaron y las enterraron. Nadie se enteró de lo que había sucedido en realidad. Esto es lo que se refiere al joyero Ubayd, a su esposa y a la esclava.

He aquí lo que hace referencia al comerciante Abd al-Rahmán: mandó llamar al jeque del Islam y a todos los notables y dijo: «¡Oh, jeque del Islam! Escribe el contrato de matrimonio de mi hija Kawkab al-Sabbah, con el maestro Ubayd, el joyero. Ya he recibido la dote entera y completa». Puso por escrito el contrato. Después les sirvieron los sorbetes y celebraron una sola fiesta por el matrimonio de la hija del jeque del Islam con Qamar al-Zamán y de su hermana Kawkab al-Sabbah con el maestro Ubayd el joyero, y ambas fueron conducidas en la misma silla de manos y en la misma tarde a sus esposos. Éstos fueron acompañados hasta sus esposas. Introdujeron a Qamar al-Zamán ante la hija del jeque del Islam y al maestro Ubayd ante la hija del comerciante Abd al-Rahmán. El joyero, al llegar ante su novia, vio que era mil veces más hermosa y más bella que su esposa y le arrebató la virginidad. Al día siguiente por la mañana, fue al baño con Qamar al-Zamán. El joyero permaneció en la casa de aquél, un tiempo en que vivió contento y satisfecho. Después, deseando regresar a su país, se presentó ante el comerciante Abd al-Rahmán y le dijo: «¡Tío! Deseo regresar a mi país pues en él tengo posesiones y rentas. He dejado como substituto a uno de mis operarios y ahora deseo volver, vender mis propiedades y regresar a tu lado ¿me permites que me marche a mi patria para hacerlo?» «¡Hijo mío! Te lo consiento y no te censuro por estas palabras: el amor a la patria es indicio de fe y quien no se encuentra bien en ella no se encuentra tampoco bien en los restantes países. Si te marchas sin tu mujer es posible que una vez allí te apetezca quedarte y no sepas qué hacer: si no salir de allí o regresar al lado de tu esposa. Lo mejor es aconsejarte que te lleves a tu esposa y después, si quieres regresar a nuestro lado, regresa con ella: ambos seréis bienvenidos, pues nosotros no conocemos el repudio, ninguna de nuestras mujeres se casa dos veces ni se aparta de su marido atolondradamente». El joyero replicó: «¡Tío! Temo que tu hija no quiera acompañarme a mi país». «¡Hijo mío! Nuestras mujeres no llevan la contraria a sus esposos y ni una sola se pelea con él.» «¡Que Dios os bendiga a vosotros y a nuestras mujeres!» El joyero corrió a buscar a su esposa y le dijo: «Quiero regresar a mi país ¿qué opinas?» «Mi padre me ha gobernado mientras era virgen; desde el momento en que me he casado la autoridad ha pasado a manos de mi esposo; yo no te contradiré.» «¡Que Dios te bendiga a ti y a tu padre! ¡Que Dios se apiade del vientre que te ha llevado y de los riñones que te engendraron!» Él liquidó sus asuntos y preparó los cosas necesarias para el viaje. El suegro le hizo muchos regalos y ambos se despidieron. Tomó consigo a su esposa y emprendió el viaje. Caminaron sin cesar hasta llegar a Basora. Los parientes y amigos salieron a recibirlos creyendo que llegaban del Hichaz. Unas gentes se alegraron con su llegada y otras se entristecieron. Se decían: «Como de costumbre nos va a forzar todos los viernes a encerrarnos en las mezquitas y en las casas y nos hará atar gatos y perros». Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey de Basora: cuando se enteró de que el joyero había llegado se enfadó, mandó a buscarlo, le hizo comparecer ante él y le riñó diciéndole: «¿Cómo marchas sin decirme que vas de viaje? ¿Es que yo no podía darte algo para que te sirviera de auxilio en la peregrinación hacia la casa sagrada de Dios?» «¡Perdón, señor mío! ¡Juro por Dios que no he realizado la peregrinación sino que me ha ocurrido esto y esto!», y le refirió todo lo que le había sucedido con su esposa y el comerciante Abd al-Rahmán, el egipcio; cómo este le había casado con su hija y siguió diciendo: «La he traído a Basora». El rey exclamó: «¡Por Dios! Si no temiese a Dios (¡ensalzado sea!) te mataría y me casaría con esa noble muchacha, aunque para ello tuviese que gastar los tesoros de la riqueza, ya que ella sólo es digna de los reyes. Pero Dios te la ha asignado a ti. ¡Que Él te bendiga con ella! ¡Que siempre vivas bien con ella!» A continuación hizo regalos al joyero y éste se marchó. Vivió con su mujer durante cinco años, al cabo de los cuales compareció ante la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!) El rey la pidió en matrimonio pero ella no aceptó diciendo: «¡Oh, rey! En mi parentela jamás se ha vuelto a casar una mujer después de la muerte de su marido. Yo, después de la muerte del mío, no me casaré con nadie, ni tan siquiera contigo aunque me mates». El rey ordenó que le preguntasen: «¿Quieres volver a tu país?» Le contestó: «Si haces un bien serás recompensado». El soberano reunió todos los bienes del joyero, añadió de su propio peculio la cantidad que exigía su rango y la hizo escoltar por uno de sus visires, célebre por su bondad y su probidad, y quinientos caballeros. El visir la acompañó hasta dejarla en casa de su padre. En ella vivió, sin volver a casarse, hasta su muerte. Después murieron todos.

Si esta mujer no aceptó sustituir a su esposo, después de muerto, por un sultán ¿cómo ha de poder compararse con quien cambia en vida del propio marido a éste por un muchacho de origen y rango desconocidos y muy especialmente lo hace fornicando fuera de la Ley? La locura de quien cree que todas las mujeres son iguales no tiene remedio.

¡Gloria a Quien posee el reino y el poderío, al Viviente, al que no muere!