HISTORIA DEL CAMBISTA ABU-L-HASÁN AL-JURASANÍ Y DE SACHARAT AL-DURR

SE cuenta también, ¡oh rey feliz!, que al-Mutadid bi-llah, hombre resuelto y noble, tenía en Bagdad seiscientos visires. No le pasaba inadvertido ningún asunto referente a sus súbditos. Un día salió a pasear con Ibn Hamdún para ver a sus súbditos y oír los nuevos sucesos. Hacía un calor fuerte. Se dirigieron hacia un hermoso azucaque que arrancaba de la calle. Entraron en él. En el fondo del mismo vieron una hermosa casa, alta, que hablaba con elogio de su dueño. Se sentaron en la puerta para descansar. Del interior salieron dos criados como lunas en la noche decimocuarta. Uno de éstos dijo al otro: «¡Si hoy pidiese alguien hospitalidad! Nuestro señor sólo come con dos huéspedes. Pero hemos llegado hasta este momento y sin haber visto ninguno». El Califa quedó admirado de sus palabras y dijo: «Esto es indicio de la generosidad del dueño de la casa. Es necesario que entremos y observemos sus buenas cualidades. Éste será el origen de los beneficios que he de concederle». Dijo al criado: «Pide a tu señor permiso para que entre un grupo de extraños». En aquel tiempo, cuando el Califa quería convivir con sus súbditos, se disfrazaba de comerciante. El criado se presentó ante su señor y le informó. Éste se puso en pie, muy contento, y salió a recibirle. Tenía rostro hermoso, bella figura y vestía una camisa de género de Nisabur y un manto bordado en oro; estaba bien perfumado y en la mano llevaba puesto un anillo de jacinto. Al verlos exclamó: «¡Bien venidos sean los señores que nos honran por completo con su venida!» Una vez en el interior vieron que aquella casa era capaz de hacer olvidar la patria y la familia: parecía ser un pedazo de paraíso.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en el interior había un jardín con toda clase de árboles ante el cual quedaba perpleja la vista, había salas cubiertas con los más preciosos tapices. Se sentaron. Al-Mutadid, observaba la casa y los tapices.

Refiere Ibn Hamdún: «Yo observaba al Califa y me di cuenta de que su cara se demudaba, pues sabía reconocer por su aspecto si estaba triste o enfadado. Al verlo me dije “¡Quién sabe lo que habrá pensado para enfadarse!” Nos acercaron una palangana de oro. Nos lavamos las manos. Trajeron un tapete de seda y colocaron encima una mesa de bambú. Cuando retiraron la tapadera que cubría los recipientes vimos una comida que recordaba a las flores en primavera en el momento de su máximo esplendor, cuando están aisladas o en grupo. El dueño de la casa dijo: “¡En el nombre de Dios, señores! ¡Por Dios! El hambre se me lleva. Honradme comiendo de estos guisos tal y como tienen por costumbre las gentes nobles”. El huésped empezó a trinchar una gallina: nos la ofreció riendo, recitando versos, refiriendo historias y hablando de la manera distinguida que es propia de las tertulias». Ibn Hamdún refiere: «Comimos y bebimos. Después nos trasladamos a otro salón que dejaba absorta a la vista y que despedía penetrantes aromas. Nos acercaron una mesa con frutas del tiempo y exquisitos dulces. Nuestra alegría en aumento hizo desaparecer las preocupaciones». Refiere Ibn Hamdún: «Pero a pesar de todo esto el Califa seguía sombrío, sin sonreír ante lo que constituía la alegría del alma, y eso que le gustaban las diversiones y distracciones y amaba desprenderse de las preocupaciones. Yo, que sabía que no era ni envidioso ni inicuo, me dije: “¡Quién supiera cual es la causa de su enojo que impide que desaparezca su mal humor!” Nos acercaron la bandeja con las bebidas, venía en copas de oro, cristal y plata. El dueño de la casa golpeó con una varita de bambú en la puerta de una celosía. Ésta se abrió y salieron de ella tres esclavas de senos vírgenes, cuyo rostro era luminoso como el sol en la cuarta hora del día: una tocaba el laúd, otra el címbalo y la tercera era bailarina. Nos sirvieron las frutas, secas y del tiempo». Refiere Ibn Hamdún: «Entre nosotros y las tres muchachas colocaron un velo de brocado con bordados de seda y anillas de oro. Pero el Califa no prestaba atención a todo esto. El propietario no sabía a quién tenía en su casa. El Califa le preguntó: “¿Eres un jerife?” Le contestó: “No, señor mío: soy hijo de un comerciante, muy conocido por la gente con el nombre de Abu-l-Hasán Alí b. Ahmad al-Jurasaní”. El Califa le preguntó: “¡Oh, hombre! ¿Me conoces?” “¡Por Dios, señor mío! No conozco a ninguno de vosotros”».

Ibn Hamdún intervino: «¡Hombre! Éste es el Emir de los creyentes, al-Mutadid bi-llah, nieto de al-Mutawakkil alá Alláh». El huésped se puso de pie temblando de miedo y besó el suelo ante el Califa. Dijo: «¡Emir de los creyentes! ¡Te conjuro por tus puros antepasados que si has notado que he cometido alguna falta o portado con poca corrección en tu presencia, que me perdones!» El Califa replicó: «Te has portado con nosotros con una generosidad sin igual. Pero hay algo que me molesta. Si me dices la verdad y ésta es comprensible para mi entendimiento, te salvarás; pero si no me la dices te hallaré en falta evidente y te atormentaré del modo más doloroso que nadie haya sufrido». «¡Que Dios me libre de contarte una mentira! ¿Qué es lo que de mí te disgusta, Emir de los creyentes?» «Desde el momento en que he entrado en la casa observo su belleza, su vajilla, sus tapices, su decoración e incluso tus vestidos. Y todo ello lleva el nombre de mi abuelo: al-Mutawakkil alá Alláh.» «Así es, Emir de los creyentes. ¡Que Dios te ayude! La verdad es tu estandarte, la sinceridad, tu satisfacción, y ante ti nadie puede faltar a la verdad.» El Califa le mandó que se sentase y se sentó. Le dijo: «¡Habla!» Replicó: «Sabe, ¡oh Emir de los creyentes! (¡que Dios te conceda la victoria y te auxilie con sus gracias!) que no había en Bagdad persona más despierta que mi padre o yo. Préstame tu entendimiento, tu oído y tu vista para que te cuente el origen de eso que me reprochas». «¡Cuenta tu historia!»

Refirió: «Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que mi padre pertenecía al gremio de los cambistas, al de los drogueros y al de los traperos. Tenía una tienda en cada uno de sus zocos respectivos, además de mercancías de todas clases. Tenía su vivienda en el interior de la tienda del zoco de los cambistas, ya que ésta la dedicaba a la compra-venta. Sus bienes eran innumerables y excedían de cualquier límite. Yo era su único hijo y él me quería y me amaba. Cuando se le presentó la muerte me mandó llamar, y me recomendó que me cuidase de mi madre y que tuviese temor de Dios. Después fue a comparecer ante la misericordia divina. ¡Él prolongue la vida del Emir de los creyentes! Yo me dediqué a los placeres, a comer y a beber y me busqué amigos y compañeros. Mi madre me lo prohibió y me censuró, pero yo no quise escuchar sus palabras, hasta que hube dilapidado todos mis bienes y vendido las fincas. Sólo me quedó la casa en que vivía. Era una bonita casa, Emir de los creyentes. Dije a mi madre: “Quiero vender la casa”. Me replicó: “¡Hijo mío! Si la vendes te cubrirás de oprobio y no tendrás lugar en qué refugiarte”. “Vale cinco mil dinares. Con su importe compraré otra de mil dinares y el resto lo emplearé para comerciar.” Me preguntó: “¿Me vendes la casa por esa cantidad?” “¡Sí!” Se dirigió a un tabique, lo abrió, sacó un jarro de porcelana china que contenía cinco mil dinares. Yo me imaginé que toda la casa era de oro. Me dijo: “¡Hijo mío! No creas que este dinero es de tu padre. Lo heredé yo del mío y lo he guardado para un caso de necesidad. Mientras vivió tu padre no lo necesité”. Yo, Emir de los creyentes, cogí el dinero y volví a hacer lo mismo que antes: comer, beber y buscar amigos. Así acabé con los cinco mil dinares sin hacer caso de las palabras ni de los consejos de mi madre. Después le dije: “Quiero vender la casa”. “¡Hijo mío! Te prohíbo que la vendas, pues sé que la vas a necesitar. ¿Cómo quieres venderla otra vez?” “¡No hables más de la cuenta! ¡He de venderla!” “Véndemela por quince mil dinares y acepta, como condición, el que yo me encargue de tus asuntos.” Se la vendí por esa suma y le confié mis asuntos. Después llamó a los administradores de mi padre, dio a cada uno mil dinares, conservó el resto y empezó a tomar y a dar. Me dio una parte del dinero para que comerciase y me dijo: “Instálate en la tienda de tu padre”. Hice lo que me ordenó mi madre, Emir de los creyentes, y me dirigí a la habitación que tenía en el zoco de los cambistas. Acudieron mis amigos y empezaron a comprarme y yo a venderles. Obtuve buenos beneficios y mis bienes fueron en aumento. Mi madre, al verme en esta buena situación, me enseñó lo que había atesorado: gemas, metales preciosos, perlas y oro; volvieron a mi poder las fincas que había tenido que vender y mis riquezas crecieron llegando a ser lo que habían sido. En esta situación permanecí algún tiempo. Acudieron los encargados de mi padre y les di las mercancías. Después construí otra habitación en el interior de la tienda. Un día, mientras permanecía allí según tenía por costumbre, Emir de los creyentes, se me acercó una muchacha. Jamás los ojos han visto una mujer más hermosa. Preguntó: “¿Es este el domicilio de Abu-l-Hasán Alí b. Ahmad al-Jurasaní?” Repliqué: “¡Sí!” “¿Y dónde está?” “Soy yo mismo.” Mi entendimiento había quedado absorto ante belleza tan grande, Emir de los creyentes. Se sentó y me dijo: “Di a tu criado que me pese trescientos dinares”. Le ordené que pesara aquella cantidad: la pesó. Ella la cogió y se marchó mientras yo quedaba embobado. El criado me preguntó: “¿La conoces?” “¡No, por Dios!” “Entonces por qué me has dicho: ‘¡Pésalo!’” “¡Por Dios! No sé lo que he dicho, pues me he quedado admirado de su belleza y hermosura.” El muchacho se puso en pie y la siguió sin que yo lo supiera. Después regresó llorando. En el rostro se veía la huella de un golpe. Le pregunté: “¿Qué te ha sucedido?” “He seguido a la muchacha para ver adónde iba. Al darse cuenta se ha vuelto y me ha dado un golpe que por poco me saca el ojo.” Pasé un mes sin verla y sin que viniese. Tenía el entendimiento encariñado en su amor, Emir de los creyentes. Al cabo de un mes volvió y me saludó. Yo casi volé de alegría. Me preguntó por mi historia y dijo: “Tal vez te hayas dicho ¿qué asunto llevará entre manos esta taimada? ¿cómo coge mi dinero y se marcha?” Contesté: “¡Por Dios, señora mía! Mis bienes y mi vida te pertenecen”. Se quitó el velo y se sentó a mi lado para descansar. Adornos y joyas jugueteaban sobre su rostro y su pecho. A continuación dijo: “Pésame trescientos dinares”. Contesté: “¡Oír es obedecer!” Le pesé los dinares, los cogió y se marchó. Dije al muchacho: “Síguela”. La siguió. Regresó atónito[275]. Pasó algún tiempo sin que ella regresase. Un día, mientras yo me encontraba sentado, se me acercó y habló un rato. Después dijo: “¡Pésame quinientos dinares, pues los necesito!” Estuve a punto de decirle: “¿Y por qué he de darte mis bienes?”, pero el exceso de pasión me impidió hablar pues yo, Emir de los creyentes, notaba, cada vez que la miraba, cómo temblaban mis miembros y palidecía mi cara olvidando así lo que quería decirle y pasando a ser como dijo el poeta:

Bastaba con verla casualmente para quedar aturdido y sin saber qué decir.

»Le pasé los quinientos dinares. Los cogió y se marchó. La seguí yo mismo hasta que llegó al zoco de los joyeros. Se paró ante un hombre y cogió un collar. Al volverse y verme me dijo: “¡Pésame quinientos dinares!” El vendedor, al descubrirme, se puso de pie y me hizo los honores. Le dije: “Dale el collar, pues su importe es cosa mía”. “¡Oír es obedecer!”, me replicó. La muchacha cogió el collar y se marchó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] »La seguí hasta que llegó al Tigris y subió a una embarcación. Hice gesto de arrojarme al suelo para besarlo ante ella. Se marchó riendo. Yo me quedé plantado mirándola hasta que hubo entrado en un palacio: era el del califa al-Mutawakkil. Regresé, Emir de los creyentes, con el corazón abrumado por todas las penas del mundo. Ella se me había llevado tres mil dinares. Me dije: “Me ha cogido mis bienes y me ha encandilado la razón; tal vez me haya amargado la vida por su causa”. Regresé a mi casa y referí a mi madre todo lo que me había sucedido. Me dijo: “¡Hijo mío! Después de esto ¡guárdate de ser atrevido! ¡Perecerías!” Una vez estuve de nuevo en mi tienda se presentó el gerente que tenía en el zoco de los perfumistas, anciano entrado en años, y me dijo: “¡Señor mío! ¿Qué ocurre que te veo alterado? Se ve en ti la huella de la angustia. ¡Cuéntame tu historia!” Le referí todo lo que me había sucedido con la muchacha. Dijo: “¡Hijo mío! Ésa es una de las doncellas del Emir de los creyentes; es la favorita del Califa. Piensa que has gastado el dinero en nombre de Dios y no te preocupes por ella. ¡Si vuelve guárdate de intentar entenderte con ella e infórmame para que yo idee alguna cosa con el fin de que no te suceda una desgracia!” Me dejó y se fue. Mi corazón era una llama de fuego. Al cabo de un mes volvió a presentarse: venía muy contenta. Me dijo: “¿Qué es lo que hizo que me siguieses?” “El mucho amor que tengo en mi corazón.” Rompí a llorar en su presencia y ella me acompañó, por compasión, con sus lágrimas. Dijo: “¡Por Dios! La pasión que hay en tu corazón no es nada en comparación con la que hay en el mío. Pero ¿qué haré? ¡Por Dios! ¡No puedo verte más de una vez al mes!” Después me entregó una carta y dijo: “Lleva esto a Fulano de tal. Es mi administrador y recoge todo lo que está indicado”. Repliqué: “No necesito el dinero. ¡Ojalá mis bienes y mi vida te sirvieran de rescate!” “Ya idearé un medio para que puedas llegar hasta mí aunque me haya de causar fatiga.” Se despidió de mí y se marchó. Me fui a ver al anciano droguero y le informé de lo que me había sucedido. Me acompañó hasta el palacio de al-Mutawakkil y vi que, en efecto, era el mismo sitio en que había entrado la muchacha. El droguero se quedó perplejo ante la treta que debía utilizar. Se volvió, descubrió un sastre en frente de una ventana que daba sobre el río y que tenía varios oficiales. Dijo: “Con éste conseguirás tu propósito pero, antes, descose tu bolsillo. Después acércate y dile: ‘Cóselo’. Una vez lo haya hecho, págale diez dinares”. Repliqué: “¡Oír es obedecer!” Me dirigí al sastre, cogí, antes de llegar, dos piezas de brocado bizantino y le dije: “¡Haz de las dos cuatro vestidos! Dos farachiyyas y dos que no sean farachiyya”. Una vez hubo terminado de cortarlos y coserlos le pagué por su importe mucho más de lo que era costumbre. Después, cuando alargó la mano con los vestidos, le dije: “Quédatelos para ti y para aquellos que trabajan aquí”. Me senté allí y permanecí largo rato con él. Le hice confeccionar otros vestidos y le dije: “Cuélgalos delante de tu negocio para que quien los vea los compre”. Así lo hizo. Todo aquel que salía del alcázar del Califa quedaba admirado de sus trajes y yo los regalaba incluso al portero. Un día el sastre me dijo: “Quiero, hijo mío, que me refieras la verdad de tu historia, ya que tú me has hecho confeccionar cien vestidos preciosos que valen un pico de dinero y los has regalado, en su mayoría, a la gente. Un comerciante no obra de esta manera; un comerciante calcula hasta el dirhem. ¿Cuál es tu capital que te permite hacer tales regalos? ¿Cuáles son tus beneficios cada día? Dime la verdad para que te ayude a conseguir tu deseo”. Añadió: “¡Te conjuro por Dios! ¿Estás enamorado?” “¡Sí!” “¿De quién?” “De una esclava del alcázar del Califa.” “¡Que Dios las confunda! ¡A cuantas gentes extravían! ¿Sabes cómo se llama?” “¡No!” “¡Descríbemela!” Se la describí. Exclamó: “¡Ay! ¡Es la tocadora de laúd del califa al-Mutawakkil! ¡Es su favorita! Pero ella tiene un esclavo. Haz que nazca la amistad entre vosotros dos. Tal vez él sea la causa de que puedas llegar hasta ella”. Mientras estábamos hablando, el mameluco apareció por la puerta de palacio. Se parecía a la luna en su noche decimocuarta. Delante de él aparecieron los trajes que había confeccionado el sastre: eran de brocado y había de todos los colores. Empezó a examinarlos y a contemplarlos. Después se acercó hacia mí. Me puse de pie y lo saludé. Preguntó: “¿Quién eres?” “Un comerciante.” “¿Vendes estos vestidos?” “¡Sí!” Cogió cinco y preguntó: “¿Cuánto cuestan estos cinco?” “Son un regalo que te hago para anudar la amistad entre nosotros dos.” Se alegró mucho. Me marché a mi casa, cogí un traje cuajado de aljófares y jacintos de gran valor, pues costaba tres mil dinares, y se lo llevé. Lo aceptó. Me tomó consigo y me condujo a una habitación que estaba en el interior del palacio. Me preguntó: “¿Cuál es tu nombre entre los mercaderes?” “¡Soy uno de ellos!” “Tu asunto me pone en guardia.” “¿Por qué?” “Me has regalado muchas cosas y te has apoderado de mi corazón. Para mí es patente que eres Abu-l-Hasán al-Jurasaní, el cambista.”

»Rompí a llorar, Emir de los creyentes. Me dijo: “No llores. Aquella por la que lloras siente por ti más pasión que tú por ella. Lo malo es que esto es público entre todas las mujeres de palacio”. Añadió: “¿Qué quieres?” “Que me ayudes en mi aflicción”. Me citó para el día siguiente y yo regresé a mi casa. La mañana siguiente me dirigí a verlo y entré en su habitación. En cuanto llegó me dijo: “Sabe que ayer, una vez hubo terminado su servicio al lado del Califa, entré en su celda y le referí tu historia. Ha resuelto reunirse contigo. Quédate aquí hasta que termine el día”. Allí me quedé. Cuando la noche desplegó sus tinieblas, acudió el mameluco llevando una camisa bordada en oro y una túnica de las del Califa. Me la puso. Después me perfumó y quedé como si fuese el Califa. Me condujo hacia un corredor a ambos lados del cual estaban dispuestas las habitaciones. Dijo: “Éstas son las celdas de las favoritas. Al pasar pondrás, delante de cada puerta, un haba, ya que esto hace, por costumbre, cada noche el Califa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho contó: »…El mameluco prosiguió:] ”…Harás esto hasta llegar a la segunda de tu derecha: verás una habitación cuya puerta tiene dintel de mármol. Si quieres llama con tu mano y si quieres cuenta las puertas que son tantas y tantas. Entra en la que tiene tales características: tu amada te verá y te recogerá. Dios ya me facilitará tu salida, aunque tenga que sacarte dentro de un cofre”. Me dejó y volvió atrás. Yo empecé a andar y a contar las puertas dejando delante de cada una, un haba. Cuando me encontré en el centro del pasillo oí un gran alboroto y vi la luz de las velas. El cortejo avanzaba y se aproximaba hacia mí. Lo observé y vi que se trataba del Califa que venía rodeado de esclavas que llevaban las velas. Una de ellas dijo a otra: “¡Hermana! ¡Tenemos dos Califas! El que ya ha pasado ante mi habitación, pues he percibido su perfume y, según su costumbre, ha colocado un haba ante mi celda. Pero ahora veo a la luz de las velas el Califa que viene”. Le contestó: “¡Es algo raro, pues nadie se atrevería a ponerse las ropas del Califa!” La luz siguió acercándoseme y mis miembros temblaban. Un criado gritó a las criadas: “¡Hacia aquí!” Se dirigieron hacia una de las habitaciones y entraron. Después salieron y siguieron avanzando hasta llegar a la de mi amante. Oí que el Califa preguntaba: “¿De quién es esta habitación?” Le contestaron: “De Sacharat al-Durr”. “¡Llamadla!” La llamaron. Salió y besó los pies del Califa. Éste le preguntó: “¿Quieres beber esta noche?” “Si no fuese por tu presencia y por poder contemplar tu rostro, no bebería. Esta noche no me apetece beber.” El soberano dijo al tesorero: “¡Dale tal collar!”, y a continuación ordenó entrar en su habitación, y las velas pasaron delante de él. Entonces vi, delante de todos, una esclava; la luz de su rostro eclipsaba la de la vela que tenía en la mano. Se acercó hacia mí y preguntó: “¿Quién es éste?” y, cogiéndome, me condujo a una celda. Me preguntó: “¿Quién eres?” Besé el suelo ante ella y le dije: “Te conjuro por Dios, señora mía, a que evites derramar mi sangre y a que tengas piedad de mí y te acerques a Dios salvando mi vida”. Rompí a llorar asustado ante la muerte. Me dijo: “No cabe duda de que eres un ladrón”. “¡No, por Dios! ¡No soy un ladrón! ¿Es que tengo aspecto de ladrón?” “¡Dime la verdad y yo te pondré a salvo!” “Estoy enamorado y soy ignorante y estúpido. La pasión y mi ignorancia me han llevado a hacer lo que ves hasta el punto de caer en esta desgracia.” Dijo: “Quédate aquí hasta que vuelva”. Se marchó y regresó con ropas de mujer. Me las puso en aquel rincón y dijo: “¡Sal detrás de mí!” Salí y la seguí hasta llegar a su habitación. Dijo: “¡Entra aquí!” Pasé. Me condujo a un estrado sobre el cual había un gran tapiz y me dijo: “¡Siéntate! No te ha de suceder nada malo; ¿eres Abu-l-Hasán Alí, el cambista?” “¡Sí!” “¡Que Dios preserve tu sangre si dices la verdad y no eres un ladrón! De lo contrario perecerás y, en especial, porque vistes los trajes del Califa y estás perfumado como él. Si eres Abu-l-Hasán al-Jurasaní, el cambista, estás a seguro y nada malo te ha de suceder, puesto que eres el amante de Sacharat al-Durr y ésta es mi hermana. Ella no te olvida ni un instante y nos ha contado cómo te ha cogido el dinero sin que tú te alterases; cómo la seguiste hasta la orilla del río haciendo gesto de arrojarte al suelo ante ella; pero el fuego que arde en su corazón por ti es mayor que el tuyo por ella. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Ha sido con su consentimiento o sin él? Ella te ha puesto en peligro. ¿Qué pretendes al encontrarte con ella?” “¡Por Dios, señora mía! Soy yo quien se ha expuesto al peligro. Sólo pretendo reunirme con ella para verla y oírla hablar”. “¡Dices bien!” “¡Señora mía! Dios es testigo de lo que digo: no me propongo inducirla al pecado.” “¡Si tal es tu intención, Dios te salvará! Mi corazón siente compasión de ti.” A continuación dijo a su esclava: “¡Fulana! Ve a ver a Sacharat al-Durr y dile: ‘Tu hermana te saluda y te invita. Concédele esta noche, según tienes por costumbre: su pecho está angustiado’ ”. Fue, regresó y explicó: “Tu hermana dice: ‘Que Dios me consuele con tu larga vida y haga de mí tu rescate. ¡Por Dios! Si tú me hubieses invitado para cualquier otra cosa hubiese accedido, pero el Califa me ha causado una jaqueca: ya sabes cuál es mi posición respecto a él’ ”. La joven dijo a la esclava: “Vuelve y dile: ‘Es necesario que acudas, pues entre nosotras dos hay un secreto’ ”. La muchacha volvió a salir para regresar con ella al cabo de un rato. El rostro de Sacharat al-Durr resplandecía como la luna llena. Su hermana le salió al encuentro y la abrazó. Dijo: “¡Abu-l-Hasán! Acércate y besa sus manos”. Yo me encontraba en una dependencia de la habitación. Salí a su encuentro, Emir de los creyentes. Al verme se echó en mis brazos y me estrechó contra su pecho. Me preguntó: “¿Cómo los trajes, el aspecto y el perfume del Califa? ¡Cuéntame qué te ha sucedido!” Le referí lo ocurrido y lo mucho que me había hecho sufrir el miedo y lo demás. Me replicó: “Siento mucho lo que has sufrido por mí. ¡Loado sea Dios que ha dispuesto que todo termine bien y sin conflictos entrando tú en mi casa y en la de mi hermana!” Me condujo a su habitación y dijo a su hermana: “Me he puesto de acuerdo con él en que sólo nos reuniremos de modo lícito. Pero como ha corrido estos peligros y ha pasado tales terrores yo ya no seré, para él, más que tierra hollada por sus pies y polvo de sus sandalias”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] »La otra intervino: “¡Con tales propósitos Dios (¡ensalzado sea!) os salvará!” “Sí; ya verás lo que hago para conseguir reunirme con él de manera lícita. He de entregarme por completo para conseguirlo.” Mientras estábamos hablando se armó un gran barullo. Nos volvimos y vimos que era el Califa que se dirigía hacia su habitación, pues sentía un gran amor por ella. La joven, Emir de los creyentes, me cogió y me metió en una trampa que cerró por fuera y salió a recibir al Califa. Éste se sentó y la muchacha se quedó de pie, ante él, y se puso a su servicio. Mandó que sirviesen las bebidas.

»El Califa amaba a una muchacha que se llamaba Bancha, la madre de al-Mutazz billáh. Pero ésta se había apartado de él y él de ella. La mujer, orgullosa de su hermosura y belleza, no se había reconciliado con él y al-Mutawakkil, orgulloso de su rango de Califa y de su poderío, no se había reconciliado ni humillado ante ella a pesar de tener una llama en el corazón. Se había distraído de ella frecuentando a las demás concubinas, sus iguales, y entrando en sus habitaciones. Como le gustaba la voz de Sacharat al-Durr le mandó que cantara. Ésta cogió el laúd, lo acordó y cantó estos versos:

Me maravilla cómo el destino se ha encargado de separarnos y en cuanto ha desaparecido lo que nos unía, ha quedado tranquilo.

Me he apartado de ti hasta que se dijo: “¡No conoce la pasión!” Y te he visitado hasta que se dijo: “¡No tiene paciencia!”

¡Oh, su amor! Cada noche acrece mi amor. ¡Oh, consuelo del transcurso de los días! ¡Si el día del juicio nos reúne!

Tiene una piel como la seda y su palabra es dulce: no habla ni de más ni de menos.

Y dos ojos a los que Dios dijo: “¡Sed!” y fueron, pero que causan al corazón lo mismo que el vino.

»El Califa, al oírla, quedó profundamente impresionado mientras que yo, por mi parte, Emir de los creyentes, que estaba en el subterráneo, me conmovía y de no ser por la bondad de Dios (¡ensalzado sea!) hubiese gritado y nos hubiésemos perdido. A continuación recitó estos versos:

La abrazo, pero aún después la deseo; después del abrazo, ¿volveremos a estar próximos?

Beso su boca para apagar el ardor de mis labios pero sólo consigo que vaya en aumento la pasión.

Parece como si mi corazón sólo se tranquilizara al ver la mezcla de dos espíritus.

»El Califa estaba impresionado y dijo: “¡Pídeme lo que quieras, Sacharat al-Durr!” “¡Te pido. Emir de los creyentes, que me concedas ser libre, ya que esto te traerá una recompensa!” “¡Eres libre por amor de Dios (¡ensalzado sea!)!” La muchacha besó el suelo ante él.

»El Califa le dijo: “Coge el laúd y cántame algo que aluda a la esclava de cuyo amor estoy prendado. Las gentes buscan mi gracia y yo persigo la suya”. Cogió el laúd y recitó este par de versos:

¡Señora de la belleza que has puesto fin a mi continencia! ¡Te he de poseer de cualquier modo!

O humillándome, como es propio del amor, o por la fuerza, como es propio del poder.”

»El Califa se emocionó y dijo: “¡Coge el laúd y canta versos que aludan a las tres concubinas que son mis dueñas y me impiden dormir! Una eres tú; la otra, la que me ha abandonado y a la tercera, que no tiene par, no la nombro”. La muchacha cogió el laúd y emocionó con su canto recitando estos versos:

Las tres doncellas tienen mis riendas y han ocupado el puesto más alto en mi corazón.

No debo obediencia a ningún ser humano y en cambio las obedezco a ellas que me son rebeldes.

Esto es debido a que el poder del amor, con el que me han vencido, es más fuerte que el mío.

»El Califa quedó muy admirado de lo bien que esta poesía se ajustaba a su caso y se sintió inclinado a reconciliarse con la esclava que lo había abandonado. Salió y se dirigió a su habitación. Una esclava se le adelantó, la informó de que el Califa iba a verla y la mujer salió a recibirle y besó el suelo ante él. Luego le besó los pies. El soberano y ella hicieron las paces. Esto es lo que a ellos se refiere.

»He aquí lo que hace referencia a Sacharat al-Durr: fue a buscarme, llena de alegría, y me dijo: “¡Soy libre gracias a tu bendita visita! Tal vez Dios me ayude en lo que estoy pensando para conseguir reunirme contigo de modo lícito”. Repliqué: “¡Loado sea Dios!” Mientras hablábamos llegó su criado y le referimos lo que había sucedido: Dijo: “¡Loado sea Dios que ha hecho que esto tenga un fin feliz! ¡Roguémosle que lo complete concediéndote que salgas salvo!” Mientras hablábamos llegó la hermana de la joven, que se llamaba Fatir. Le dijo: “¡Hermana! ¿Qué haremos para sacarlo del palacio sin daño? Dios (¡ensalzado sea!) me ha concedido la libertad y soy libre gracias a su bendita visita”. Fatir le contestó: “No se me ocurre treta alguna para sacarlo a menos de que le vistamos de mujer”. Me trajo una túnica femenina y me la puso. Yo, Emir de los creyentes, salí al momento; pero al llegar al centro del palacio, el Califa que estaba sentado y tenía a los criados ante él, me vio y tuvo sospechas. Dijo a sus cortesanos: “¡Corred y traedme a esa mujer que sale!” Una vez me hubieron colocado ante él, levantaron el velo. Al verme me reconoció y me interrogó. Yo le conté la cosa y no le oculté nada. Oída mi historia reflexionó: se dirigió a la habitación de Sacharat al-Durr y le preguntó: “¿Cómo prefieres a un comerciante por encima mío?” La joven besó el suelo ante él y le refirió la verdad de toda la historia desde el principio hasta el fin. Al oír sus palabras, su corazón se llenó de clemencia y piedad por ella, la disculpó por sus aventuras amorosas, y se marchó. El criado entró y le dijo: “¡Tranquilízate! Tu amante ha contado lo mismo, palabra por palabra, en el momento de ser conducido ante el Califa”.

»El Califa regresó, me hizo comparecer ante él y me preguntó: “¿Qué te ha inducido a ser tan atrevido en la sede del califato?” “¡Emir de los creyentes! —repliqué—, me han movido a ello la ignorancia, la pasión, y la confianza en tu clemencia y en tu generosidad”. Rompí a llorar y besé la tierra ante él. Entonces dijo: “¡Os perdono a los dos!” Me ordenó que me sentara y así lo hice. Mandó llamar al cadí Ahmad b. Alí Dawud y me casó con ella. Dispuso que trasladasen a mi casa todo lo que ella tenía en su habitación y me la llevaron, como esposa, a su habitación. Al cabo de tres días salí y transporté todo aquello a mi casa. Lo que ves. Emir de los creyentes, en mi casa y que te ha molestado, constituye su equipo. Un día me dijo: “Sabe que al-Mutawakkil es un hombre generoso, pero temo que se acuerde de nosotros o que algún envidioso haga que nos recuerde. Quiero hacer algo para ponernos a cubierto de esto”. Pregunté: “¿Y de qué se trata?” “Quiero pedirle permiso para realizar la peregrinación y arrepentirme de mi profesión de cantante.” “Sí, de acuerdo con lo que dices.” Mientras estábamos hablando llegó un mensajero del Califa que venía a buscarla, ya que a él le gustaba mucho su canto. Acudió a palacio y se puso a su servicio. Le dijo: “No te apartes por completo de nosotros”. Le contestó: “¡Oír es obedecer!” Un día la mandó llamar a palacio, como de costumbre, y acudió. Pero regresó antes de lo que yo esperaba con los vestidos desgarrados y llorando. Me asusté y dije: “¡Somos de Dios y a Él volvemos!”, pues creía que el Califa mandaba detenernos. Añadí: “Al-Mutawakkil ¿se ha enfadado con nosotros?” Replicó: “¡Y dónde está al-Mutawakkil! ¡Su gobierno ha terminado y sus huellas han desaparecido!” “¡Cuéntame lo que ha sucedido!” “Estaba sentado detrás de la cortina. Bebía teniendo al lado a al-Fath b. Jaqán y a Sadaqa b. Sadaqa cuando su hijo al-Muntasir, acompañado por una pandilla de turcos, le ha asesinado, transformando la alegría en tristeza y la buena suerte en llantos y gemidos. Yo y las esclavas hemos huido y Dios nos ha salvado”. Me puse en pie al acto, Emir de los creyentes, y huí hacia Basora, ciudad en la que me alcanzó la noticia del principio de la guerra entre al-Muntasir y al-Mustain. Entonces transporté a esa ciudad a mi mujer y mis bienes.

»Tal es mi historia, Emir de los creyentes: sin añadir ni quitar una letra. Todo lo que ves en mi casa con el nombre de tu abuelo, al-Mutawakkil, son los regalos que nos hizo, ya que el origen de nuestros favores procede de tus nobles antepasados. Vosotros sois gentes generosas y ruinas de desprendimiento».

El Califa se alegró muchísimo de esto y quedó admirado de su relato. «Mostré al Califa a mi mujer y a los hijos que había tenido con ella: todos besaron el suelo ante él. El Emir de los creyentes quedó admirado de su belleza. Pidió tinta y nos escribió una exención del pago de la contribución territorial durante veinte años.»

El soberano se marchó contento y lo tuvo por contertulio hasta que el destino los separó y fueron a habitar en las tumbas después de haber ocupado los palacios.

¡Gloria al Rey Indulgente!