HISTORIA DE IBRAHIM B. AL-JASIB Y DE CHAMILA, HIJA DE ABU-L-LAYT, GOBERNADOR DE BASORA

SE cuenta también, ¡oh rey feliz!, que al-Jasib, dueño de Egipto, tenía un hijo. No había muchacho más hermoso que él. Tenía tanto miedo de que le ocurriese alguna desgracia que sólo le permitía salir para rezar la plegaria del viernes. Un día, saliendo de la plegaria, pasó junto a un hombre anciano que tenía muchos libros. Bajó del caballo, se sentó a su lado, rebuscó entre los libros y los examinó. Vio en uno de ellos la figura de una mujer que casi hablaba; jamás, sobre la faz de la tierra, había visto a otra más hermosa que ella: le arrebató el entendimiento y su corazón quedó perplejo. Dijo: «¡Anciano! ¡Véndeme esta estampa!» El librero besó el suelo ante él y dijo: «¡Señor mío! ¡No la cobro!» El joven le entregó cien dinares y cogió el libro en que estaba la imagen. Empezó a contemplarla y a llorar de día y de noche; dejó de comer, beber y dormir. Se dijo: «Si preguntase al librero por el autor del dibujo es posible que éste me informara. Si su modelo estuviese con vida llegaría hasta ella; si, por el contrario, se tratase de una simple fantasía, dejaría de quejarme y no me atormentaría más por algo que no tiene una existencia real».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el viernes siguiente pasó junto al librero. Éste se puso en pie. Le dijo: «¡Tío! ¡Infórmame de quién es el autor de este retrato!» «¡Señor mío! Lo dibujó un habitante de Bagdad que se llama Abu-l-Qasim al-Sandalí y que vive en un barrio llamado al-Karj. Pero ignoro a quién representa la figura.» El muchacho se marchó y no dijo a ninguno de los habitantes del reino lo que le ocurría. A continuación rezó la oración del viernes y regresó a su casa. Cogió una bolsa y la llenó de piedras preciosas y oro. El valor de las piedras preciosas era de treinta mil dinares. Aguardó la llegada de la mañana, salió sin que nadie lo notase y se unió a una caravana. Vio a un beduino y le dijo: «¡Tío! ¿Qué distancia me separa de Bagdad?» «¡Hijo mío! ¡Dónde estás tú y dónde está Bagdad! Te separa de dicha ciudad una distancia de dos meses.» «¡Tío! Si me haces llegar a Bagdad te daré cien dinares y el caballo que monto, que vale mil dinares.» El beduino le replicó: «Dios sale testigo de lo que decimos. Esta noche te hospedarás en mi tienda». El muchacho aceptó la invitación y pasó con él la noche. Al día siguiente, al aparecer la aurora, el beduino tomó consigo el muchacho y recorrió raudo el camino, pues ansiaba hacerse con el corcel que le había prometido. Viajaron sin cesar hasta que llegaron al pie de los muros de Bagdad. El beduino le dijo: «¡Loado sea Dios que nos ha salvado, señor mío! ¡Ésta es Bagdad!» El muchacho se alegró muchísimo, se apeó del caballo y lo entregó al beduino junto con los cien dinares. Después, cogiendo la bolsa, preguntó por el barrio de al-Karj y la residencia de los mercaderes. El destino lo condujo a un pórtico que tenía diez habitaciones: cinco en frente de las otras cinco. En la parte central había una puerta con dos batientes que tenía una anilla de plata; ante la puerta había dos bancos de mármol recubiertos con los más bellos tapices. En uno de ellos estaba sentado un hombre de noble aspecto y bella figura. Tenía puestos hermosos vestidos y delante de él había cinco mamelucos que parecían lunas. El muchacho, al verlo, recordó la descripción que le había hecho el librero. Saludó a ese hombre el cual le devolvió el saludo, lo acogió bien, lo invitó a sentarse y le preguntó por su situación. El muchacho replicó: «Soy un extranjero y quiero pedir de tu generosidad que me indiques una casa en este barrio en que pueda instalarme». Gritó: «¡Gazzala!» «¡Heme aquí, señor mío!» «Toma contigo unos criados e id a una habitación: limpiadla, poned en ella los tapices y todo lo que sea necesario: vasos y demás enseres para que la ocupe este muchacho de hermosa figura.» La muchacha salió e hizo lo que le había mandado. Después lo acompañó y le mostró su domicilio. El muchacho le preguntó: «¡Señor mío! ¿Cuánto importa el alquiler de esta casa?» «¡Oh, muchacho hermoso de rostro! No te cobraré nada mientras permanezcas aquí.» El muchacho le dio las gracias. Tras esto el jeque llamó a otra muchacha: se presentó una mujer que parecía un sol y le dijo: «¡Trae el ajedrez!» Se lo llevó. Un mameluco extendió el tapete. El anciano preguntó al muchacho: «¿Quieres jugar conmigo?» «¡Sí!» Jugaron varias partidas, pero el muchacho le venció. Le dijo: «¡Juegas bien, muchacho! Eres perfecto. Juro, por Dios, que en todo Bagdad no hay quien pueda vencerme y en cambio tú me has ganado». Después, una vez que hubieron acondicionado la habitación con los tapices y todo lo que podía necesitar, le entregó las llaves y le dijo: «¡Señor mío! ¿No quieres entrar en mi casa y comer de mi pan honrándome así?» El muchacho aceptó y lo acompañó. Al llegar a su domicilio, el joven vio que se trataba de una casa muy hermosa, chapeada en oro, adornada con figuras de todas clases y llena de tapices y vasos de tal belleza que la lengua es incapaz de describirlos. El dueño le hizo los elogios y mandó que sirviesen la comida: llevaron una mesa hecha por los artífices del Yemen y la colocaron; después, sirvieron guisos exquisitos, que no tenían parangón con ningunos otros. El joven comió hasta hartarse. Después se lavó las manos; no hacía más que mirar la casa y los tapices; después se volvió en busca de la bolsa que llevaba pero no la vio. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! He comido un bocado que valdría uno o dos dirhemes y he perdido una bolsa con treinta mil dinares. Pero pido ayuda a Dios». Después se calló y ya no pudo articular ni una palabra.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el jeque le presentó el ajedrez y le dijo: «¿Quieres jugar conmigo?» «¡Sí!» Jugaron y el jeque le venció. El muchacho le dijo: «¡Has mejorado!», dejó de jugar y se puso en pie. El jeque le preguntó: «¿Qué te sucede, muchacho?» «¡Quiero la bolsa!» El anciano se puso de pie y se la entregó diciendo: «¡Aquí la tienes, muchacho! ¿Quieres seguir jugando conmigo?» «¡Sí!» Jugaron y el muchacho ganó. El viejo observó: «Mientras tenías la razón preocupada por la bolsa, te he vencido. Pero, en cuanto te la he entregado, me has vencido». A continuación añadió: «¡Hijo mío! ¡Dime de qué país eres!» «¡De Egipto!» «¿Cuál es la causa de tu venida a Bagdad?» El muchacho sacó el retrato y dijo: «Sabe, ¡oh, tío!, que soy el hijo de al-Jasib, dueño de Egipto. Encontré este retrato en la tienda de un librero y me robó la razón. Pregunté por su autor y se me replicó: “Es un hombre que vive en el barrio de al-Karj y que se llama Abu-l-Qasim al-Sandalí cuya casa está en el distrito del Azafrán”. Cogí un poco de dinero y me vine solo; nadie sabe cuál es mi situación. Dada tu perfecta generosidad espero que me indiques dónde reside para que yo pueda interrogarlo por la causa que lo llevó a dibujar este retrato y por la persona a la que representa. Le daré cualquier cosa que me pida». El anciano le replicó: «¡Por Dios, hijo mío! Yo soy el mismo Abu-l-Qasim al-Sandalí y el modo como los hados te han conducido hasta mí constituye algo prodigioso». El muchacho, al oír sus palabras, se acercó a él y lo abrazó y le besó la cabeza y las manos. Le dijo: «¡Te conjuro por Dios a que me digas de quién es ese retrato!» «¡De mil amores!» El anciano abrió un armario y sacó de él cierto número de libros en que estaba la misma figura. Explicó: «Sabe, hijo mío, que este retrato pertenece a la hija de mi tío que vive en Basora; su padre es el gobernador de la ciudad y se llama Abu-l-Layt; ella se llama Chamila y en toda la faz de la tierra no se encuentra una persona más hermosa; pero se abstiene de los hombres y no puede oír ni mencionarlos en sus tertulias. Yo fui a ver a mi tío con la intención de pedirla por esposa; le di muchas riquezas, pero no aceptó. Cuando se enteró, la muchacha montó en cólera y me mandó decir unas cuantas cosas y entre ellas la siguiente: “Si tienes entendimiento no te quedes en la ciudad; si lo haces perecerás y sobre ti recaerá la culpa de tu muerte”. Es una mujer engreída. Me marché de Basora lleno de ideas dolorosas y dibujé la figura que se encuentra en los libros; difundí éstos por todos los países en espera de que alguno cayese en manos de un muchacho hermoso como tú capaz de ingeniárselas para llegar hasta ella; tal vez se enamore. Pienso pedirle promesa de que en este caso me permita verla aunque sea de lejos». Ibrahim b. al-Jasib, al oír estas palabras inclinó un momento la cabeza y meditó. Al-Sandalí le dijo: «¡Hijo mío! Jamás he visto, en Bagdad, un muchacho más hermoso que tú. Creo que si ella te ve se enamorará de ti. Si te es posible reunirte y hacerte con ella, ¿me la dejarás ver por una sola vez aunque sea desde lejos?» «¡Sí!» «Si es así quédate conmigo hasta que te pongas en viaje.» El muchacho replicó: «No puedo quedarme. Mi amor por ella hace que haya en mi corazón una llama siempre en aumento». «¡Ten paciencia! En tres días te prepararé una embarcación para que te traslades a Basora.» El muchacho esperó hasta que le hubo preparado el buque y lo hubo cargado con la comida, bebida y demás cosas que podía necesitar. Al cabo de tres días, el jeque dijo al muchacho: «Prepárate para el viaje, pues la embarcación y todo lo que puedas necesitar está ya dispuesto. El buque me pertenece y los marineros son mis servidores. A bordo encontrarás todo lo que puedas necesitar hasta tu regreso. He recomendado a los marineros que te sirvan hasta que vuelvas sano y salvo». El muchacho se puso en camino, subió a la nave, se despidió del anciano y navegó hasta llegar a Basora. El muchacho sacó cien dinares para dárselos a los hombres del equipaje. Le dijeron: «Nosotros hemos cobrado ya de nuestro señor». Les replicó: «¡Coged el dinero como regalo y yo no le diré nada!» Lo tomaron e hicieron los votos de rigor.

El muchacho entró en Basora y preguntó dónde estaba el alojamiento de los mercaderes. Le contestaron: «En un barrio llamado Jan Hamdan». Se puso en marcha hasta llegar al zoco en que se encontraba la hospedería. Iodo el mundo clavaba la mirada en él, de tan hermoso y perfecto como era. Entró en el Jan con un marinero. Preguntó por el portero y se lo indicaron. Vio que era un jeque anciano, respetable. Lo saludó y le devolvió el saludo. Dijo: «¡Oh, tío! ¿Tienes una habitación que sea bonita?» Le contestó: «¡Sí!» Tomó consigo al muchacho y al marinero, abrió la puerta de una habitación con las paredes doradas y le dijo: «¡Muchacho! Ésta es la habitación que te conviene». El joven sacó dos dinares y le dijo: «¡Coge estos dos dinares a cambio de las llaves!» Los aceptó e hizo los votos de rigor. El muchacho mandó al marinero que se marchase a la nave y entró en la habitación. El portero del Jan quedó junto a la puerta para servirlo y le dijo: «¡Señor mío! Tú nos has traído la felicidad». El muchacho le entregó un dinar diciendo: «Tráenos pan, carne, dulces y sorbetes». Lo cogió, se marchó al zoco y regresó. Había comprado por valor de diez dirhemes y le devolvió el cambio. Pero el joven le dijo: «Gástalo para ti». El portero de la fonda se alegró muchísimo. Ibrahim comió una rebanada de pan con un poco de acompañamiento. Dijo al anciano: «Coge lo que sobra para tu familia». Lo tomó y se marchó junto a sus allegados. Les dijo: «No creo que sobre la faz de la tierra haya nadie que sea más generoso y dulce que el muchacho que hoy se ha hospedado en nuestra casa. Si se queda con nosotros nos haremos ricos». El portero del Jan volvió al lado de Ibrahim y vio que estaba llorando. Se sentó, le acarició y besó los pies diciendo: «¡Señor mío! ¿Por qué lloras? ¡Que Dios no te haga llorar!» «¡Tío! Deseo que tú y yo bebamos juntos esta noche». «¡Oír es obedecer!» El muchacho sacó cinco dinares y le dijo: «Compra frutas y sorbetes», y le dio otros cinco dinares añadiendo: «Con éstos compra pastas, flores, cinco gallinas y tráeme un laúd». El anciano salió y compró lo que le había mandado. Dijo a su esposa: «Guísame esto y filtra el vino; que todo lo que hagas sea apetitoso, pues este joven nos abruma con su generosidad». La mujer hizo lo que le mandaba con el máximo cuidado. Después, el anciano lo cogió y se lo llevó a Ibrahim, hijo del sultán.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que comieron, bebieron y oyeron la música. El muchacho rompió a llorar y recitó:

¡Amigo mío! Daría mi alma, todas mis riquezas, el mundo y lo que contiene.

El jardín del Edén y el Paraíso por un solo instante de unión; el corazón no vacilaría.

Exhaló un gemido doloroso y cayó desmayado. El portero de la fonda suspiró. Cuando volvió en sí le preguntó: «¡Señor mío! ¿Qué te hace llorar? ¿Quién es ésa a la que aludes en los versos? Ella sólo puede ser el polvo de tus pies». El muchacho se puso de pie, cogió un fardo que contenía estupendos vestidos de mujer, y le dijo: «Toma esto para tu esposa». El anciano lo cogió y se lo entregó a su mujer. Ésta fue con el marido al lado del joven; le encontraron llorando. Ella le dijo: «¡Te estás destrozando el corazón! ¡Dinos quién es la hermosa a la que amas! Será tu esclava». «¡Tío! Sabe que yo soy el hijo de al-Jasib, señor de Egipto, y que estoy enamorado de Chamila, hija de Abu-l-Layt, el gobernador.» La esposa del portero de la fonda exclamó: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Amigo! Deja de decir tales palabras para que no las oiga nadie, pues pereceríamos. En toda la faz de la tierra no se encuentra una persona más cruel que ella; nadie puede decirle ni el nombre de un joven, ya que ha renunciado a ellos. ¡Hijo mío! ¡Sustitúyela por otra!» El muchacho rompió a llorar al oír estas palabras. El portero le dijo: «Sólo poseo mi vida, pero la arriesgaré por ti dado el cariño que te tengo. Idearé alguna cosa para que puedas conseguir tu deseo». Ambos, marido y mujer, se marcharon de su cuarto.

Al día siguiente por la mañana el muchacho se fue al baño y se puso un traje regio. El portero y su esposa fueron en su busca y le dijeron: «¡Señor mío! Sabe que aquí vive un sastre jorobado que trabaja para la señora Chamila. Ve a verlo y cuéntale lo que te ocurre. Es posible que él te indique el modo de conseguir tus deseos». El muchacho se marchó a la tienda del sastre jorobado y entró. Le encontró con diez mamelucos que parecían lunas. Los saludó y le devolvieron el saludo. Lo acogieron bien y lo invitaron a sentarse, pues habían quedado perplejos ante su hermosura y belleza. El jorobado al verlo se quedó estupefacto ante el buen aspecto del joven. Éste le dijo: «Quiero que cosas mi bolsillo». El sastre se acercó, tomó una hebra de seda y cosió el bolsillo que el joven había roto a propósito para que se lo remendaran. Una vez lo hubo cosido sacó cinco dinares, se los entregó y regresó a su habitación. El sastre preguntó: «¿Qué habré hecho a este muchacho para que me dé cinco dinares?» Pasó toda aquella noche meditando en la hermosura y generosidad del chico. Éste, al día siguiente, volvió a ir a la tienda del sastre jorobado. Entró y lo saludó. El propietario le devolvió el saludo, lo trató con honor y lo acogió bien. Una vez que estuvo sentado dijo al jorobado: «¡Tío! ¡Cóseme el bolsillo, pues se ha descosido por segunda vez!» Le replicó: «¡Hijo mío! ¡De buen grado!» Se acercó y lo cosió. El muchacho le pagó diez dinares. El jorobado los cogió: estaba estupefacto ante tanta belleza y generosidad. Exclamó: «¡Por Dios, muchacho! Si haces esto debes tener algún motivo; aquí no se trata sólo de coser un bolsillo. Dime la verdad de lo que ocurre. Si estás enamorado de alguno de estos muchachos ¡por Dios! entre ellos no hay ni uno que sea más hermoso que tú y todos son polvo de tus pies: Son tus esclavos y están ante ti. Si no es esto, dímelo». «¡Tío! Aquí no es lugar para hablar. Mi relato es maravilloso y mi historia extraordinaria.» «Si tal es el asunto ven a hablar a solas conmigo.» El sastre se puso de pie, cogió de la mano al muchacho, entró con él en la trastienda y le dijo: «¡Muchacho! ¡Habla!» Le refirió su historia desde el principio hasta el fin. El hombre quedó admirado de sus palabras y le replicó: «¡Muchacho! ¡Ten temor de Dios! Ésa que acabas de citar es una mujer prepotente que se abstiene de los hombres. Guarda, amigo mío, tu lengua, pues de lo contrario morirás». El muchacho rompió a llorar amargamente al oír estas palabras y se agarró al faldón del sastre diciendo: «¡Protégeme, tío! ¡Estoy perdido! He abandonado mis estados, aquellos que pertenecen a mi padre y fueron de mi abuelo; he cruzado, solo, países extraños. ¡No puedo vivir sin ella!» El sastre, al ver como se encontraba, tuvo piedad y dijo: «¡Hijo mío! Yo sólo dispongo de mi vida, pero la arriesgaré por el amor que te tengo, pues has herido mis entrañas. Mañana idearé algo que pueda tranquilizar tu corazón». El muchacho hizo los votos de rigor y regresó a la fonda. Una vez en ésta contó al portero lo que le había dicho el jorobado. Le replicó: «Te hace un favor».

Al día siguiente por la mañana, el muchacho se puso un traje más precioso, cogió una bolsa repleta de dinares, y se marchó a ver al jorobado. Le saludó y se sentó. Después dijo: «¡Tío! ¡Cumple tu promesa!» «Ven ahora mismo, coge tus gallinas bien gordas, tres libras de azúcar candi, dos ánforas llenas de vino y una copa. Deja todo eso en un paquete. Después de la plegaria matutina embarcarás en un bote con un marinero. Le dirás: “Quiero que me lleves debajo de Basora”. Si te responde: “No puedo alejarme más de una parasanga”, di: “De acuerdo”, pero una vez haya zarpado sobórnalo con dinero hasta que te conduzca. El primer jardín que veas una vez llegado, es el de la señora Chamila. Ve a su puerta; verás dos escalones altos cubiertos de brocado; encima de ellos encontrarás sentado a un hombre jorobado como yo. Quéjate a él de tu situación y confíate; tal vez se conmueva de tu caso y te permita verla aunque sea desde lejos. Yo no puedo hacer nada más que esto. Si ese jorobado no se compadece de ti moriremos los dos: tú y yo. Tal es mi opinión. Todos los asuntos dependen de Dios (¡ensalzado sea!).» El muchacho dijo: «¡Pido auxilio a Dios! Lo que Él quiere, sucede. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios!» Se separó del sastre jorobado, se dirigió a su habitación, metió lo que le había dicho en un paquete bien hecho y, al amanecer, se dirigió a la orilla del Tigris. Tropezó con un marinero que estaba durmiendo y lo despertó. Le entregó diez dinares y le dijo: «¡Llévame debajo de Basora!» Le contestó: «¡Señor mío! Ha de ser con una condición: que no nos alejaremos más de una parasanga; si pasásemos, aunque fuera un solo palmo, moriríamos los dos». «¡Sea como bien te parezca!» Subió a bordo y siguieron la corriente. Cuando estuvieron cerca del jardín, el marinero le dijo: «Ya no# puedo ir más lejos de aquí; si atravesase este límite, moriríamos los dos». El joven sacó otros diez dinares y le dijo: «Tómalos: servirán para mejorar tu situación». El marinero se avergonzó y dijo: «¡Entrego el asunto en manos de Dios!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el marinero] siguió avanzando. Al llegar junto al jardín, el muchacho se puso en pie muy alegre y de un salto, tan largo como un tiro de lanza, bajó a tierra. El marinero emprendió la huida. El joven se acercó y vio todo lo que el jorobado le había dicho que se encontraba en el jardín; encontró la puerta abierta. En el vestíbulo había un estrado de marfil y sentado encima de éste un jorobado de buen aspecto que llevaba puestos vestidos bordados en oro y empuñaba una maza de plata chapeada de oro. El muchacho se acercó a él apresuradamente, se abalanzó sobre su mano y la besó. Le preguntó: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Quién te ha hecho llegar hasta aquí, hijo mío?» Aquel hombre había quedado admirado de la hermosura de Ibrahim b. al-Jasib desde el momento en que le había visto. El muchacho contestó: «¡Tío! Yo soy un muchacho ignorante y extranjero». A continuación rompió a llorar. El jorobado se apiadó de él, le hizo subir a sentarse en el estrado, le secó las lágrimas y le dijo: «¡Nada malo te ha de suceder! Si eres deudor, Dios pagará tus deudas; ti temes algo ¡que Dios calme tu temor!» «Nada temo y no tengo deudas, tío. Gracias a Dios y a Su auxilio tengo grandes riquezas.» «¡Hijo mío! ¿Qué es lo que deseas que has arriesgado tu vida y tu belleza para llegar hasta este lugar de perdición?» El muchacho le relató toda su historia y le explicó su asunto. Al oír estas palabras inclinó un momento la cabeza hacia el suelo y le dijo: «¿Ha sido el sastre jorobado quien te ha enviado hasta mí?» «¡Sí!» «Es mi hermano; es un hombre bendito. ¡Hijo mío! Si tu amor y tu afecto no hubiesen hallado sitio en mi corazón, hubieseis muerto tú, mi hermano, el portero de la fonda y su mujer.» A continuación añadió: «Sabe que no hay un jardín como éste en toda la faz de la tierra. Se le llama el “Jardín de la Perla” y jamás en toda mi vida ha entrado nadie en él excepción hecha de mí, del sultán y de su dueña Chamila. Vivo en él desde hace veinte años y jamás he visto llegar a nadie hasta este lugar. Cada cuarenta días viene aquí Chamila en una embarcación. Desembarca rodeada por sus doncellas y viste una túnica de raso cuyos faldones levantan diez esclavas con garfios de oro hasta que entra. Yo no veo nada. Yo, a pesar de que sólo dispongo de mi vida, la arriesgaré por tu causa». El muchacho le besó la mano. El anciano le dijo: «¡Quédate a mi lado hasta que idee alguna cosa!» Cogió al muchacho de la mano y le hizo entrar en el jardín. Ibrahim, al verlo, creyó que se trataba del paraíso: tenía delante árboles que se entrelazaban unos con otros, palmeras esbeltas, aguas que murmuraban y pájaros que cantaban con voces distintas. El anciano lo condujo a un pabellón y le dijo: «Éste es el lugar que ocupa la señora Chamila». El muchacho examinó el lugar y vio que era digno de verse: en él había toda clase de pinturas de oro y lapislázuli y cuatro puertas a las que se llegaba a través de cinco escalones. En el centro había una alberca a la que se bajaba por una escalera de oro que estaba cuajada de toda suerte de gemas. En el centro de la alberca había una fuente de oro con grandes y pequeñas figuras. El agua salía por su boca produciendo, en el momento de resbalar por ella, sonidos distintos que hacían creer a quien los oía, que se encontraba en el paraíso. Alrededor del pabellón discurría una acequia cuyos canalones eran de plata recubierta de brocado; a la izquierda de la acequia se abría una ventana de plata que daba a una torre verde en la que se encontraban toda suerte de animales, gacelas y liebres. A su derecha había otra ventana que daba a un parque en que había toda clase de pájaros que cantaban con voces distintas admirando a todo aquel que los escuchaba. El muchacho al ver todo esto quedó boquiabierto de entusiasmo y se sentó en la puerta del jardín. El guardián se colocó a su lado y le preguntó: «¿Qué te parece mi jardín?» «¡Es el Paraíso terrestre!» El jardinero rompió a reír, se marchó un rato y regresó con una bandeja que contenía gallinas bien cebadas, buenos guisos y dulces de azúcar. Lo colocó ante el muchacho y le dijo: «Come hasta hartarte».

Ibrahim refiere: «Comí hasta quedar harto. Cuando vio que estaba satisfecho se puso muy contento y exclamo: “¡Por Dios! ¡Así se portan los reyes y los hijos de los reyes, Ibrahim! —me dijo—, ¿qué es lo que llevas en ese paquete?” Lo desaté y dijo: “Quédate con ello, pues te será útil cuando llegue la señora Chamila. Cuando ésta esté aquí no podré darte nada de comer”. Se puso en pie, me cogió de la mano y me condujo a un lugar que estaba en frente del pabellón de Chamila. Me preparó un refugio entre los árboles y me dijo: “Súbete aquí. Cuando venga la verás sin que ella te vea. Esto es lo mejor que puedo hacer. ¡Confía en Dios! Si canta, bebe de su canto: cuando se marche regresa por dónde has venido, sano y salvo si Dios así lo quiere”».

El muchacho le dio las gracias y quiso besarle la mano, pero el anciano se lo impidió. El joven dejó sus provisiones en el refugio que le había preparado y el jardinero le dijo: «¡Ibrahim! Disfruta del jardín y de todos sus frutos; tu señora no vendrá hasta mañana». El muchacho recorrió el jardín, comió de sus frutos y pasó allí la noche. Al día siguiente por la mañana, cuando apareció la aurora y se hizo de día, Ibrahim rezó la oración matutina. Entonces se presentó el jardinero con el rostro pálido y le dijo: «¡Levántate hijo mío! ¡Sube al refugio! Las mujeres ya llegan para acondicionar el lugar y ella vendrá después.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el jardinero prosiguió:] »…¡Ni escupas, ni estornudes, ni tosas, pues pereceríamos los dos!» El muchacho se puso en movimiento, subió al refugio y el jardinero se fue diciendo: «¡Que Dios te conceda la salud, hijo mío!» Mientras el muchacho permanecía quieto, aparecieron cinco esclavas: nadie había visto jamás mujeres tan hermosas como ellas. Entraron en el pabellón, se quitaron los vestidos, lo fregaron y lo limpiaron con agua de rosas, lo perfumaron con áloe y ámbar y lo cubrieron de brocado. Después llegaron cincuenta esclavas con instrumentos de música. Chamila iba entre ellas, en el interior de un palanquín de brocado rojo; las esclavas levantaban sus extremos con garfios de oro. Entraron así en el pabellón sin que el muchacho consiguiera ver ni la punta de su vestido. Se dijo: «¡Por Dios! Todas mis fatigas han sido en vano. Pero he de esperar hasta ver cómo termina el asunto». Las doncellas se acercaron a comer y a beber. Comieron, se lavaron las manos y colocaron una silla para la princesa. Ésta se sentó. A continuación empezaron todas a tocar los instrumentos de música y a cantar con voces delicadas, incomparables. Salió una vieja nodriza que palmoteo y bailó; las muchachas la tiraban de uno y otro lado. Entonces el velo se levantó y salió Chamila riéndose. Ibrahim vio que estaba cuajada de joyas, que llevaba puestos hermosos trajes y que su cabeza estaba ceñida por una corona llena de perlas y aljófares; un collar de perlas rodeaba su cuello y ceñía su talle un cinturón de varitas de esmeralda con un cierre de jacintos y perlas. Las esclavas se pusieron de pie y besaron el suelo ante su dueña que sonreía.

Ibrahim b. al-Jasib refiere: «Cuando la vi perdí el conocimiento y mi razón quedó perpleja, mis facultades obnubiladas ante tanta belleza: en toda la faz de la tierra no había otra igual. Recuperé el sentido llorando y recité este par de versos:

Te miro sin parpadear con el fin de que los párpados no me priven, ni un instante, de ti.

Si yo te viera con todas mis miradas los ojos no llegaría a descubrir todas tus bellezas».

La anciana dijo a las jóvenes: «¡Pónganse en pie diez de vosotras y bailen y canten!» Ibrahim al verlo se dijo: «Desearía que bailase la señora Chamila». Una vez hubieron terminado de bailar las diez, se colocaron a su alrededor y dijeron: «¡Señora nuestra! Deseamos que bailes en esta reunión para que llegue al colmo nuestra alegría. Jamás hemos visto un día mejor que éste».

Ibrahim b. al-Jasib se dijo: «¡No cabe duda de que las puertas del cielo se han abierto y de que Dios ha escuchado mi plegaria!» Le dijeron: «¡Por Dios! Jamás te hemos visto con el pecho tan alegre como hoy». Siguieron insistiendo hasta que la princesa se quitó los vestidos y se quedó con una camisa de tejido de oro adornado con toda clase de gemas y mostró unos pechos que parecían granadas. Quitó el velo y apareció una cara que asemejaba la luna en la noche del plenilunio. Ibrahim vio que bailaba con unos movimientos como jamás en su vida había visto, haciendo números prodigiosos y extraordinarios que hacían olvidar el baile de las burbujas dentro de las copas y traían a la memoria el ondear de los turbantes encima de las cabezas. Era tal y como sobre ella dijo el poeta:

Fue creada como quería hasta el punto de ser fundida en el molde de la belleza: ni más ni menos.

Parece que fue hecha con agua de perlas; por cada uno de sus miembros, aparece la belleza de la luna.

O como dijo otro:

¡Qué bailarina cuyo cuerpo es como la rama de sauce! Cuando se mueve casi me arrebata el alma.

Su pie no encuentra reposo cuando baila como si el fuego de mi corazón estuviese debajo de sus plantas.

Ibrahim refiere: «Mientras yo la estaba observando una de sus miradas tropezó con la mía. Al verme su rostro se demudó. Dijo a sus doncellas: “¡Cantad hasta que regrese a vuestro lado!” Cogió un cuchillo que medía medio codo, lo empuñó y se vino hacia mí diciendo: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!”. Cuando estuvo cerca, yo perdí el conocimiento. Al verme, cuando se encontró frente a frente, dejó caer el cuchillo de la mano y exclamó: “¡Gloria a Aquel que cambia los corazones!” Dirigiéndose a mí dijo: “¡Muchacho! Tranquilízate, pues estás a salvo de lo que temías”. Empecé a llorar y ella me secó las lágrimas con su mano. Dijo: “¡Muchacho! Cuéntame quién eres y qué es lo que te ha traído hasta este lugar”. Besé el suelo ante ella y me aferré al faldón de su traje. Ella repitió: “¡No te sucederá nada malo! ¡Juro, por Dios, que mis ojos no han visto más varón que tú! Dime quién eres”».

Ibrahim refiere: «Le conté toda mi historia desde el principio hasta el fin y ella se quedó admirada. Me dijo: “¡Señor mío! ¡Te conjuro por Dios! ¿Eres Ibrahim b. al-Jasib?” “Sí.” Se me echó encima y dijo: “¡Señor mío! Tú eres quien ha hecho que yo me abstuviera de los hombres. Oí decir que en Egipto vivía un joven que no tenía par en hermosura en toda la faz de la tierra. Yo me enamoré de la descripción y mi corazón quedó prendado de su amor ya que conocía tu estupenda belleza. Por ti quedé tal como dice el poeta:

Mi oído ha precedido en el amor a la vista, pues a veces el oído ama antes que la vista.

“¡Gracias a Dios que veo tu rostro! Si se hubiese tratado de otra persona hubiese crucificado al jardinero, al portero de la fonda, al sastre y a aquel que se hubiese puesto bajo su protección”. Siguió diciéndome: “¿Qué haré para darte algo de comer sin que lo vean mis esclavas?” Le repliqué: “Yo he traído lo que vamos a comer y a beber”. Desaté el paquete ante ella. Cogió una gallina y empezó a coger bocados y a ofrecérmelos. Al darme cuenta de la situación creí que se trataba de un sueño. Le ofrecí el vino y bebimos. Todo esto ocurría mientras ella estaba a mi lado y las esclavas cantaban. Seguimos así desde la mañana hasta el mediodía. Después se puso en pie y dijo: “¡Ven! Prepara una embarcación y espérame en tal sitio hasta que yo llegue. No puedo soportar el estar separada de ti”. “¡Señora mía!

Tengo una embarcación que me pertenece y marineros que cobran mi sueldo: me están esperando.” “¡Eso es lo que quiero!” Se marchó junto a sus esclavas.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ibrahim prosiguió: »Se marchó junto a sus esclavas] y les dijo: “¡Vámonos a palacio!” “¿Cómo es que nos vamos a esta hora si tenemos por costumbre permanecer aquí tres días?” “Tengo un gran peso encima, como si estuviese enferma. Temo que esto se agrave.” “¡Oír es obedecer!”, le replicaron. Se pusieron los vestidos, marcharon a la orilla del río y embarcaron en el bote». El jardinero, que desconocía lo sucedido, se acercó a Ibrahim y le dijo: «¡Ibrahim! No has tenido la suerte de disfrutar de su vista, pues tenía por costumbre permanecer aquí durante tres días. Temo que te haya visto». «Ni me ha visto ni la he visto ni he salido de este refugio.» «¡Dices la verdad, hijo mío! Si te hubiese visto ya hubiésemos muerto los dos. Quédate conmigo hasta que vuelva la próxima semana, consigas verla y quedar satisfecho.» Ibrahim le replicó: «¡Señor mío! Yo tengo dinero y temo por él; además tengo mis servidores y temo que aprovechen mi ausencia». «¡Hijo mío! Me sabe mal dejarte.» Lo abrazó y se despidió de él. El joven se dirigió a la fonda en que se hospedaba y encontró al portero. Cogió sus bienes y el portero le interrogó: «¿Si Dios quiere hay buenas noticias?» «¡No he encontrado medio de conseguir lo que quería! Deseo volver a reunirme con mi familia.» El portero rompió a llorar, se despidió de él, cargó su equipaje y se lo llevó hasta el buque. Después, el muchacho, se dirigió al lugar en que le había dicho que la esperara. Al caer la noche llegó la princesa disfrazada de hombre de guerra, con una barba redonda; el talle, ceñido por un cinturón; llevaba en una mano un arco con flechas y en la otra una espada desenvainada. Le preguntó: «¿Tú eres el hijo de al-Jasib, señor de Egipto?» Le contestó: «Yo soy» «¿Y qué criminal eres tú que vienes a seducir a las hijas de los soberanos? ¡Ven a hablar con el sultán!»

Ibrahim refiere: «Yo caí desmayado y los marineros se morían de miedo dentro de su piel. La joven, al ver lo que me había sucedido, se quitó la barba, tiró la espada y se sacó el cinturón. Entonces vi que se trataba de la señora Chamila. Le dije: “¡Por Dios! ¡Has destrozado mi corazón!” A continuación grité a los marineros: “¡Apresuraos a zarpar!” Tendieron las velas y navegaron del modo más rápido posible. Pocos días después llegaron a Bagdad. Allí, junto a la orilla, se encontraba un buque. Sus marineros gritaron a los del nuestro: “¡Fulano! ¡Fulano! ¡Os felicitamos por estar a salvo!” Acercaron su embarcación a la nuestra. Observamos y vimos que en aquella venía Abu-l-Qasim al-Sandalí. Al vernos dije: “¡Esto es lo que yo deseaba! ¡Marchaos con la paz de Dios! Yo quiero conseguir mi propósito”. Tenía una vela en las manos. Me dijo: “¡Loado sea Dios que te ha salvado! ¿Has conseguido tu deseo?” “¡Sí!” Acercó la vela hacia nosotros. Chamila, al verle, se puso nerviosa y perdió el color. Al-Sandalí dijo: “¡Seguid con la paz de Dios! Yo voy ahora a Basora para unos asuntos del Sultán. El regalo es para quien está presente”. Sacó una caja de dulces y la tiró a nuestro buque. Pero en realidad se trataba de un narcótico».

Ibrahim dijo: «¡Luz de mis ojos! Come de esto». La muchacha le contestó: «¡Ibrahim! ¿Sabes quién es ése?» «¡Sí! Es Fulano.» «Es mi primo. Me ha pedido, con anterioridad, en matrimonio a mi padre, pero yo no lo acepté. Ahora va a Basora y probablemente informará a mi padre de nosotros.» «¡Señora mía! Él no llegará a Basora antes de que nosotros nos encontremos en Egipto.» Pero ninguno de los dos sabían, lo que el destino les escondía.

«Yo —refiere Ibrahim— comí unos cuantos dulces. Apenas llegaron al vientre caí al suelo de cabeza. Al llegar la aurora estornudé y el narcótico salió por mi nariz. Abrí los ojos y me encontré desnudo, abandonado en un montón de ruinas. Me abofeteé la cara y me dije: “Esto es una trampa que me ha tendido al-Sandalí”. Me quedé sin saber adónde dirigirme; no tenía más que los zaragüelles. Me puse de pie y anduve un poco. El gobernador apareció de pronto con unos cuantos hombres armados con espadas y mazas. Me asusté. Vi un baño en ruinas y me oculté en él. Pero el pie se me enredó en algo. Palpé el pie con la mano y la retiré teñida de sangre. La sequé en los zaragueles sin saber de qué se trataba. Bajé la mano y palpé un muerto cuya cabeza se quedó en mis brazos. La solté y exclamé: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” Me oculté en un recoveco del baño. En aquel instante llegaba el gobernador ante la puerta. Dijo a sus hombres: “¡Entrad en este sitio y registrad!” Entraron diez con antorchas. Mi terror era tan grande que me escondí detrás de una pared. Examiné al muerto y vi que se trataba de una adolescente cuya cara era como la luna. Tenía la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro. Vestía trajes de gran valor. Cuando la vi el corazón se me quedó aterrorizado. El gobernador gritó: “¡Buscad por todos los rincones del baño!” Entraron en el lugar en que yo me encontraba y uno de los hombres me vio. Se me acercó empuñando un cuchillo de medio codo de largo y al llegar a mi lado exclamó: “¡Gloria a Dios que ha creado un rostro tan hermoso! ¡Muchacho! ¿De dónde eres?” Me cogió de la mano y añadió: “¡Muchacho! ¿Por qué has matado a esta muchacha?” “¡Por Dios! —repliqué—. Ni la he matado ni sé quién la ha matado. Me he metido en este lugar porque me he asustado al veros”, y a continuación le referí toda mi historia. Añadí: “¡Te conjuro por Dios a que no me maltrates! Yo sólo me preocupo de mis asuntos”. Me detuvo y me condujo ante el gobernador. Éste, al ver mis manos manchadas de sangre, exclamó: “¡No se necesitan más pruebas! ¡Cortadle el cuello!”

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ibrahim prosiguió] »Al oír estas palabras rompí a llorar amargamente y las lágrimas fluyeron a raudales de mis ojos. Recité este par de versos:

Marchamos por la vía que nos ha sido prescrita; aquel al que se le ha destinado que recorra un camino, lo sigue.

Quien debe morir en una tierra determinada no muere en otra distinta.

»Exhalé un gemido y caí desmayado. El corazón del verdugo se apiadó de mí y dijo: “¡Por Dios! ¡Ésta no es la cara de un asesino!” El gobernador insistió: “¡Córtale el cuello!” Me colocaron en el tapete de las ejecuciones, me vendaron los ojos, el verdugo empuñó la espada y pidió permiso al gobernador para decapitarme. Estaba a punto de cortarme el cuello. Yo grité: “¡Ah! ¡Muero en tierra extraña!” De pronto un caballo se acercó al galope y una persona gritó: “¡Dejadlo! ¡Detén tu mano, verdugo!”»

Todo esto tenía por causa algo prodigioso y extraordinario. Era lo siguiente: Al-Jasib, señor de Egipto, había despachado a su chambelán ante el Califa Harún al-Rasid. Le había entregado grandes regalos y una carta en la que le decía: «Mi hijo ha desaparecido hace un año. He oído decir que está en Bagdad. Desearía de la bondad del Califa de Dios que inquiriese sus noticias, que se preocupase de encontrarlo y me lo devolviese con el chambelán». El Califa, una vez leída la carta, había ordenado al gobernador que hiciese las averiguaciones pertinentes. El Califa y el gobernador habían ido preguntando hasta que se dijo a este último: «Está en Basora». Entonces informó de esto al Emir de los creyentes quien escribió una carta, se la entregó al chambelán egipcio y le mandó que marchase a Basora y que tomase consigo unos cuantos servidores del ministro. Dado el afecto que tenía el chambelán por el hijo de su señor, se puso en marcha en seguida y encontró al muchacho sobre el tapete de las ejecuciones. El gobernador, al ver y reconocer al chambelán, corrió hacia él. El chambelán le preguntó: «¿Quién es ese muchacho? ¿Qué le sucede?» Se lo refirió. El chambelán, que en aquel momento no había reconocido al hijo del sultán, dijo: «La cara de este muchacho no es propia de un asesino», y mandó que le quitasen las ligaduras. Le soltaron. Dijo: «¡Acércate, muchacho!» Se aproximó. De tantos terrores como había sufrido había perdido su belleza. El chambelán le dijo: «¡Cuéntame tu historia, muchacho, y qué es lo que significa la asesinada que está a tu lado!» Ibrahim, al fijarse, reconoció al chambelán. Le dijo: «¡Ay de ti! ¿No me conoces? Yo soy Ibrahim, el hijo de tu señor. ¿A lo mejor vienes en mi busca?» El chambelán clavó en él los ojos y le reconoció al instante y se arrojó a sus pies. El gobernador, al ver lo que hacía el chambelán, palideció. Éste le dijo: «¡Ay de ti, tirano! ¿Es que querías asesinar al hijo de mi señor, al-Jasib, el dueño de Egipto?» El gobernador, besando el faldón del chambelán, le dijo: «¡Señor mío! ¿Cómo había de reconocerlo si le he visto con este aspecto y la muchacha asesinada estaba a su lado?» «¡Ay de ti! ¡Careces de aptitudes para el gobierno! Este muchacho tiene quince años y no ha matado ni un gorrión, ¿cómo quieres que mate a una persona? ¿Cómo no te has tomado tiempo para poder interrogarlo?» El chambelán y el gobernador chillaron: «¡Buscad al asesino de la muchacha!» Entraron en el baño por segunda vez, vieron al asesino, lo detuvieron y lo condujeron ante el gobernador y éste lo envió a la casa del Califa. Informado de lo sucedido, mandó matar al asesino. Después hizo comparecer al hijo de al-Jasib. Al verlo ante él, al-Rasid sonrió y le dijo: «¡Cuéntame toda tu historia y lo que te ha sucedido!» Se lo refirió desde el principio hasta el fin. Todo ello le pesó. Llamó a Masrur, el verdugo, y le dijo: «¡Sal ahora mismo, irrumpe en la casa de Abu-l-Qasim al-Sandalí y tráemelo con la adolescente!» Se marchó corriendo, penetró en la casa y encontró a la muchacha atada con sus propios cabellos. Estaba desesperada. Masrur la desató y la condujo, junto con al-Sandalí, ante al-Rasid. Éste, al ver a Chamila, quedó admirado de su belleza. Volviéndose hacia al-Sandalí chilló: «¡Sujetadlo! ¡Cortadle las manos con que ha pegado a esta muchacha! ¡Crucificadlo! ¡Entregad sus bienes e inmuebles a Ibrahim!» Así lo hicieron. Mientras realizaban estas cosas llegó Abu-l-Layt, gobernador de Basora y padre de la señora Chamila, para pedir el auxilio del Califa contra Ibrahim b. al-Jasib, señor de Egipto y para quejarse por el rapto de su hija. Al-Rasid le replicó: «¡Él ha sido quien la ha librado del tormento y de la muerte!» Ordenó que compareciera Ibn al-Jasib. Cuando llegó dijo a Abu-l-Layt: «¿Te place que este muchacho, hijo del sultán de Egipto, sea el esposo de tu hija?» «¡Oír es obedecer a Dios y a ti!, ¡oh Emir de los creyentes!» El Califa mandó llamar al cadí y a los testigos y casó a la muchacha con Ibrahim b. al-Jasib. Regaló a éste todos los bienes de al-Sandalí y le equipó para volver a su país.

Vivió con ella en la más perfecta felicidad y en el mejor bienestar hasta que se les presentó el destructor de las dulzuras, el que separa a los amigos. ¡Gloria al Viviente, al que no muere!