SE cuenta también que el califa Harún al-Rasid estaba cierta noche insomne. Mandó llamar a Masrur y le dijo: «Tráeme a Chafar inmediatamente». Marchó y volvió con él. Cuando le tuvo delante dijo: «¡Chafar! Esta noche soy presa de un insomnio tal que me impide dormir. No sé qué hacer para suprimirlo». Le contestó: «¡Emir de los creyentes! Los sabios dicen que mirarse al espejo, ir al baño y cantar disipan las preocupaciones y las penas». «¡Chafar! Yo he hecho todo eso sin que me aliviase lo más mínimo. ¡Juro por mis puros antepasados que si no consigues algo que me cure, he de cortarte el cuello!» «¡Emir de los creyentes! ¿Harás lo que te indique?» «¿Qué quieres aconsejarme?» «Embárcate, conmigo, en una nave; nos dejaremos llevar por el agua del Tigris hasta un lugar llamado Qarn al-Sirat. Tal vez oigamos algo que nunca hemos oído y veamos lo que nunca hemos visto. Se dice: “La pena se disipa con una de estas tres cosas: ver algo nunca visto, oír algo nunca oído o pisar una tierra nunca hollada”. Tal vez esto desvanezca el insomnio que pesa sobre ti, Emir de los creyentes.» Al-Rasid se puso en pie y se marchó con Chafar y su hermano al-Fadl, con el contertulio Abu Ishaq y Abu Nuwás, Abu Dulaf y Masrur el Verdugo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entraron en la guardarropía, se pusieron todos vestidos de comerciante, se dirigieron al Éufrates y embarcaron en una nave recubierta de oro. Se dejaron llevar por el agua hasta el sitio que deseaban. Oyeron que una esclava, acompañada del laúd, cantaba y recitaba estos versos:
Le digo, mientras el vino está presente y en las ramas gorjea el ruiseñor,
«¿Hasta cuándo quieres mantenerte apartado de la alegría? Despierta, pues la vida es un préstamo.
Coge la copa de vino de manos de una joven gacela de largas y encantadoras cejas.
Plantó en la mejilla una fresca rosa y, de sus tirabuzones, ha brotado una granada.
Creerías que el arañazo que tiene en la cara es ceniza que desaparece bajo el fuego de la mejilla.
Los censores me dicen que me consuele pero ¿cuál ha de ser mi excusa si el bozo ya despunta?»
El Califa, al oír esta voz, dijo: «¡Chafar! ¡Qué hermosa voz!» «¡Señor nuestro! Mi oído no ha escuchado jamás un canto más suave ni más hermoso que éste. Pero, señor mío, oír detrás de la pared sólo es oír a medias. Piensa en lo que sería si la escuchásemos detrás de un velo.» «¡Chafar! Acompáñanos. Nos iremos y seremos los gorrones del señor de esta casa. Tal vez consigamos ver con nuestros propios ojos a la cantora.» «¡Oír es obedecer!», replicó el visir. Desembarcaron y pidieron permiso para entrar. Acudió ante ellos un muchacho de buen ver, de palabra dulce y lengua elocuente. Dijo: «¡Sed bien venidos, señores que me favorecéis! Entrad tranquilos y sin preocupaciones». Pasaron. Él los precedía. Vieron que era una casa que tenía cuatro costados con el techo de oro y con paredes recubiertas de lapislázuli. Tenía un pabellón en el cual se encontraba un magnífico estrado encima del cual había cien muchachas que parecían lunas. Las llamó y acudieron todas. El dueño de la casa se volvió hacia Chafar y le dijo: «¡Señor mío! Ignoro cuál de vosotros, con tanta excelsitud, es el más excelso. ¡En el nombre de Dios! Indicadme cuál de vosotros es el más digno de presidir la reunión y en cuanto a los demás, siéntese cada uno según su rango». Los huéspedes se sentaron según su posición y Masrur se quedó de pie dispuesto a servirlos. El dueño de la casa les dijo: «¡Huéspedes! ¿Permitís que os dé algo de comer?» «¡Sí!» Mandó a las criadas que sirviesen la comida. Acudieron cuatro sirvientas con la cintura ceñida llevando mesas cubiertas de los guisos más exquisitos: carnes de corral, pájaros, peces del río, perdices, pollos y palomos. En los costados de la mesa estaban escritos versos apropiados al caso. Comieron hasta quedar hartos. Después se lavaron las manos. El joven dijo: «¡Señores míos! Si tenéis algún deseo, decídmelo para que pueda satisfacerlo». «¡Sí! Nos hemos acercado a tu casa a causa de una voz que hemos oído desde detrás de la valla. Nos gustaría escucharla y conocer a su dueña. Si quieres complacernos en esto, es que eres hombre de buenas costumbres. Después nos marcharemos por donde hemos venido.» «¡De mil amores!» El joven se volvió hacia una esclava negra y le dijo: «¡Tráeme a tu señora Fulana!» La mujer se marchó y regresó con una silla. La dejó, salió de nuevo y volvió acompañada por una joven que parecía la luna llena en su plenitud. La muchacha se sentó en la silla y la esclava negra le entregó un estuche de raso del cual sacó un laúd incrustado de perlas y jacintos y con clavijas de oro.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que tensó las cuerdas para el bello canto. Era tal y como el poeta la describió a ella y al laúd:
Lo estrechó contra el pecho, como si fuese la madre que abraza a su hijo, y arregló las clavijas.
Mueve la mano derecha para tocarlo y con la izquierda arregla las clavijas.
Estrechó el laúd contra el pecho, se inclinó sobre él como una madre sobre su hijo y tocó las cuerdas: el instrumento gimió como un niño cuando llama a la madre. Siguió tañéndolo y empezó a recitar estos versos:
El tiempo se ha portado bien y me ha favorecido con quien amo. ¡Amigo! Haz circular las copas y bebe.
De un vino que no entró jamás en el corazón de un hombre sin dejarlo conmovido de alegría.
El céfiro lo ha llevado a su copa ¿has visto alguna vez que la luna llena se levante como una estrella?
¡Cuántas noches conversé con la luna que se elevaba por encima del Tigris e iluminaba las tinieblas!
La luna se inclina hacia la puerta como si, sobre el agua, se inclinase una cimitarra dorada.
Una vez hubo terminado de recitar sus versos rompió a llorar amargamente y todos los que estaban en la habitación hicieron lo mismo con tanta fuerza que estuvieron a punto de morir: todos habían perdido la razón, se des garraban los vestidos y se abofeteaban la cara impresionados por su hermosa manera de cantar. Al-Rasid dijo: «El canto de esta muchacha indica que es una enamorada separada del amado». El dueño replicó: «Es huérfana de padre y madre». El Califa observó: «Ese llanto no es el que corresponde a quien ha perdido al padre y a la madre, es característico de quien ha perdido al amante». El Califa, emocionado por el canto, dijo a Abu Ishaq: «¡Por Dios! ¡Jamás he visto otra mujer semejante!» Abu Ishaq le replicó: «¡Señor mío! He quedado admirado hasta el extremo de no poder contener mi emoción». A todo esto, al-Rasid no hacía más que mirar al dueño de la casa y contemplar su belleza y bellos modos. Se dio cuenta de que tenía el rostro amarillo. Se dirigió hacia él y le dijo: «¡Muchacho!» «¡Heme aquí, señor mío!» «¿Sabes quiénes somos?» «¡No!» Chafar intervino: «¿Quieres que te digamos el nombre de cada uno?» «¡Sí!» «Éste es el Emir de los Creyentes y primo del Señor de los Enviados», y así siguió diciendo el nombre del resto de los concurrentes. Una vez hubo terminado, al-Rasid intervino: «Me gustaría que me contases cuál es la causa del color amarillo de tu cara: ¿lo has adquirido o es congénito?» «¡Emir de los Creyentes! Mi relato es prodigioso y mi historia portentosa de tal forma que si se escribiera con agujas en la comisura de los ojos constituiría una enseñanza para quien medita.» «¡Cuéntamela! ¡Tal vez tu cura esté en mi mano!»
«¡Emir de los Creyentes! ¡Préstame atención y concédeme el auxilio de tu brazo!» «¡Vamos! ¡Cuéntamela, pues me haces entrar las ganas de oírla!» El muchacho refirió: «¡Sabe, oh Emir de los creyentes!, que soy un comerciante que realiza sus negocios por mar. Procedo de la ciudad de Omán y mi padre fue un comerciante muy rico que disponía de treinta buques que operaban en el mar y le daban un beneficio de treinta mil dinares por año. Era un hombre generoso que me había enseñado a escribir y todo lo que necesita saber una persona. Cuando le llegó el momento de morir, me mandó llamar y me hizo las recomendaciones de rigor. Después, Dios (¡ensalzado sea!) le llevó ante su misericordia. ¡Conceda larga vida al Príncipe de los Creyentes! Mi padre tenía socios que negociaban con su dinero y viajaban por mar. Cierto día en que yo me encontraba sentado en mi domicilio con un grupo de comerciantes, acudió ante mí uno de mis pajes y me dijo: “¡Señor mío! En la puerta hay un hombre que pide permiso para entrar a verte”. Le concedí el permiso y entró. Llevaba encima de la cabeza una cosa que estaba tapada. La colocó ante mí y la descubrió: estaba llena de frutos que no eran de la estación, sal y otras maravillas que no se encuentran en nuestro país. Le di las gracias por ello, le regalé cien dinares y se marchó agradecido. Después repartí todo lo que me había traído entre los amigos allí presentes. Pregunté a los comerciantes: “¿De dónde es esto?” Contestaron: “De Basora”, y empezaron a elogiar y describirme la hermosura de la ciudad. Pero todos estuvieron de acuerdo en que no existía ciudad más hermosa que Bagdad y que las gentes de ésta eran las mejores. Describieron Bagdad, las buenas costumbres de sus habitantes, la bondad de su clima y la bella posición que ocupaba. Sentí en seguida afición por ella y todas mis esperanzas consistieron en llegar a verla. Vendí fincas y posesiones; cedí mis buques por cien mil dinares; me deshice de esclavos y doncellas y así reuní un millón de dinares, sin contar las gemas y metales preciosos. Fleté un buque, cargué en él mis riquezas y bienes y me puse en camino, viajando sin cesar ni de día ni de noche, hasta que llegué a Basora. Permanecí en esta ciudad un tiempo. Después alquilé un buque, me instalé en él y navegamos, remontando la corriente, durante unos pocos días hasta llegar a Bagdad. Pregunté: “¿Dónde residen los comerciantes? ¿Cuál es el lugar más adecuado para vivir?” Dijeron: “El barrio de Karj”. Me dirigí a él y alquilé una casa en el distrito llamado del azafrán. Trasladé a ella todos mis bienes y permanecí allí durante un tiempo. Un día salí a pasear llevando algún dinero.» Era un viernes. Me dirigí a la mezquita llamada de al-Mansur; recé en ella la plegaria y después, terminada la oración, me fui, con el resto de la gente, al lugar llamado Qarn al-Sirat: es éste un sitio alto, hermoso y algo elevado sobre la orilla del río. Allí hay miradores. Me acerqué, con los demás, y vi a un jeque que estaba sentado, vestido con hermosas ropas que exhalaban un estupendo aroma; tenía la barba bien arreglada y que se partía en dos encima de su pecho como si fuese un lingote de plata. A su alrededor había cuatro doncellas y cinco pajes. Pregunté a una persona: “¿Cómo se llama este jeque? ¿Cuál es su oficio?” Contestó: “Éste es Tahir b. al-Alaa; posee doncellas. Todo aquél que entra en su casa come, bebe y ve a las hermosas”. Dije: “¡Por Dios! Es ya tiempo de que vaya en busca de uno como ése”.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] »…Me acerqué a él, ¡oh, Emir de los Creyentes!, lo saludé y le dije: “¡Señor mío! Tengo algo que pedirte”. Preguntó: “¿Cuál es tu deseo?” “Desearía ser tu huésped de esta noche.” “¡De mil amores! Hijo mío: yo tengo muchas mujeres: pasar la noche con unas de ellas cuesta diez dinares; con otras, cuarenta y aún las hay más caras. Escoge la que desees.” Repliqué: “Una de diez dinares la noche”. Le pesé trescientos dinares para un mes entero y me confió a un paje. Éste me tomó consigo, me llevó al baño de la casa y me sirvió de un modo incomparable. Al salir del baño me condujo a una habitación y llamó a la puerta. Apareció una doncella y le dijo: “Toma al huésped”. Me acogió con una sonrisa y con muestras de agrado y me introdujo en su magnífico departamento chapeado de oro. Examiné a la muchacha y vi que era una luna llena en el día del plenilunio; tenía a su servicio dos esclavas que parecían luceros. Me invitó a sentarme y se colocó a mi lado. Hizo gesto a las criadas y éstas nos acercaron una mesa que contenía toda suerte de carnes: gallinas, codornices, perdices y pichones. Comimos hasta quedar hartos. Jamás en mi vida había comido algo más exquisito. Una vez hubimos terminado, se llevaron aquella mesa y nos trajeron otra repleta de bebidas, flores, dulces y frutas. Así pasé un mes con aquella mujer, al cabo del cual entré en el baño. Después fui en busca del anciano y le dije: “¡Señor mío! Deseo una mujer que cueste veinte dinares por noche”. Me replicó: “¡Pesa el oro!” Me marché con el dinero y le pesé seiscientos dinares para todo un mes. Llamó a un paje y le dijo: “¡Coge a tu señor!” Me tomó consigo y me condujo al baño. Cuando salí me llevó ante la puerta de una habitación y llamó. Salió una joven y le dijo: “¡Coge a tu huésped!” Me hizo una excelente acogida. A su alrededor tenía cuatro esclavas, a las que ordenó que sirvieran la comida. Trajeron una mesa repleta de toda clase de guisos. Comí. Cuando hube terminado levantaron la mesa. Entonces ella cogió el laúd y cantó estos versos:
¡Oh, soplos de almizcle, que procedéis de la tierra de Babel! ¡Os conjuro, por mi pasión, a que llevéis mis mensajes!
En esas tierras estuvo la morada de mis amados ¡qué estupendas moradas son ésas!
En ellas se encuentra aquella a la que todos aman pero de la que nadie obtiene nada.
»Permanecí con ella durante un mes. Después me presenté ante el anciano y le dije: “Deseo una mujer que cueste cuarenta dinares”. Replicó: “¡Pesa el oro!” Le pesé mil doscientos dinares y pasé con ella un mes que me pareció un día de tan hermosa como era y lo agradable de su compañía. Al cabo de este tiempo me presenté, al anochecer, ante el jeque. Oí un gran alboroto y voces altas. Le pregunté: “¿Qué ocurre?” Me replicó: “Esta noche es, para nosotros, la más solemne: todas las gentes se divierten. ¿Quieres subir a la azotea y ver a la gente?” “¡Sí!” Subí a la terraza y vi una hermosa cortina detrás de la cual se encontraba un amplio lugar con un estrado. Encima un diván estupendo sobre el cual estaba extendida una muchacha bella, hermosa, bien proporcionada, que dejaba boquiabiertos a cuantos la veían; a su lado estaba un muchacho que le acariciaba el cuello con la mano y la besaba; ella le correspondía. Al verlos, Emir de los Creyentes, no pude contenerme, estaba tan excitado por lo hermoso de su aspecto, que no sabía dónde me encontraba. Al bajar interrogué a la muchacha con la cual yo vivía, después de habérsela descrito, sobre quién era. Me preguntó: “¿Qué tienes que ver con ella?” Contesté: “Me ha arrebatado el entendimiento” Sonrió y dijo: “¡Abu-l-Hasán! ¿Es que la necesitas?” “¡Sí, por Dios! Ella se ha adueñado de mi corazón y mis sentidos.” “Pues es la hija de Tahir b. al-Alaa. Es nuestra señora y nosotras somos sus esclavos. ¿Sabes, Abu-l-Hasán, cuánto cuesta pasar un día con ella?” “No.” “Quinientos dinares. Ella causa pesares hasta en el corazón de los reyes.” “¡Por Dios! He de gastar todas mis riquezas por esa muchacha.” Pasé toda la noche luchando con la pasión. Al día siguiente, por la mañana, me dirigí al baño, me puse mis trajes más preciosos y que eran dignos de un rey, me presenté a su padre y le dije: “¡Señor mío! Quiero que me des ésa cuya noche cuesta quinientos dinares”. Me contestó: “¡Pesa el oro!” Le pesé quince mil dinares, para un mes, y los cogió. Después dijo al paje: “Condúcelo ante tu señora Fulana”. Me tomó consigo y me llevó a una casa tan hermosa que jamás había visto otra igual en toda la faz de la tierra. Entré y vi una adolescente sentada. Al contemplarla me quedé perplejo, Emir de los Creyentes, pues era como la luna en la noche decimocuarta…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cincuenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió: »…era como la luna en la noche decimocuarta], bella, hermosa, bien proporcionada; su voz agradable afrentaba a los instrumentos musicales. Parecía ser que a ella aludían estos versos:
Ella hablaba, mientras la pasión jugaba a su alrededor en medio de la tiniebla más profunda de la noche.
“¡Oh, noche! ¿Tendré quien se entretenga conmigo en tus tinieblas? ¿Esta vulva encontrará su consuelo?”
Entonces, suspirando como una persona afligida, triste y llorosa, le tocó el miembro.
La boca muestra su hermosura con el mondadientes y la verga se transforma en un mondadientes ante la vulva.
¡Musulmanes! ¿Es que no se yergue vuestro miembro? ¿Ninguno de vosotros acude en socorro de quien se queja?
Debajo de mis vestidos se irguió el miembro y le contestó: “¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!”
Deshizo el nudo que sujetaba sus vestidos, pero se asustó y preguntó: “¿Quién eres?” Contesté: “Un muchacho que responde a tu deseo”.
La gocé con algo tan gordo como su brazo, tal como hace una persona educada que sabe trabajar con los muslos.
Después de haberla poseído tres veces me levanté. Dijo: “¡Que te aproveche!” “¡Y a ti!”, repliqué.
»¡Qué hermosas son las palabras de este otro!:
Si ella se presentase ante los politeístas, la tomarían por Dios y abandonarían a sus ídolos.
Si escupiese en el salobre mar, su saliva transformaría en agua dulce a todo el océano.
Si, en Oriente, se mostrase a un monje, éste abandonaría el camino de Oriente y seguiría el de Occidente.
»¡Qué hermosas son las palabras de este otro!:
Le he echado una sola mirada y he quedado perplejo; mis pensamientos más delicados han quedado prendados de sus prodigiosas cualidades.
Su intuición le ha revelado que la amo y esta idea ha hecho sonrojar sus mejillas.
»La saludé y me dijo: “¡Sé bienvenido!” Me cogió de la mano, ¡oh, Emir de los Creyentes!, y me hizo sentar a su lado. De tanto como yo la quería rompí a llorar pensando en el día en que tendría que separarme de ella. Por sus ojos resbalaron, también, las lágrimas y recitó este par de versos:
Me place la noche de la separación, no porque me alegre sino porque es posible que el destino, después, nos vuelva a unir.
Me disgusta el día de la unión, ya que sé que toda cosa tiene su fin.
»Empezó a dirigirme amables palabras mientras yo me ahogaba en el mar de la pasión temiendo ya, cuando estaba a su lado, el dolor del momento en que me vería obligado a separarme de ella, de tan grande como eran mi pasión y mi cariño. Pensando en el dolor de la separación y la partida recité este par de versos:
Pensé en la separación en el momento en que me encontraba a su lado y las lágrimas escaparon de mis pupilas como sangre de dragón.
Empecé a secar mis ojos en su cuello, pues es propiedad del alcanfor secar las lágrimas.
»Mandó a continuación que nos sirviesen la comida. Acudieron cuatro esclavas de senos vírgenes que colocaron ante nosotros guisos, dulces, flores, vinos y todo aquello que era propio de reyes. Comimos, Emir de los Creyentes, y luego nos dedicamos a beber teniendo alrededor flores; estábamos en una sala propia de reyes. Después vino, ¡oh Emir de los creyentes!, una esclava que le entregó una bolsa de raso. La cogió, sacó de ella un laúd, lo apoyó sobre su seno y pulsó las cuerdas: el instrumento gimió como un niño cuando llama a la madre. Recitó este par de versos:
No bebas vino si no te lo ofrece la mano de un cervatillo al que hables con dulzura y que te responda del mismo modo.
El vino no es grato a quien lo bebe a menos de que el copero tenga una mejilla pura.
»Permanecí con ella, ¡oh Emir de los creyentes!, durante un lapso de tiempo hasta que hube dado fin a todos mis bienes. Mientras estaba a su lado sentado pensando en que tenía que abandonarla, mis lágrimas corrían, como ríos, por mis mejillas: ya no distinguía la noche del día. Le dije: “¡Señora mía! Desde que estoy contigo tu padre me ha ido cobrando, cada noche, quinientos dinares. Ahora ya no me queda ni un céntimo, ¡qué bien dijo el poeta!:
La pobreza equivale a vivir en el exilio en la propia patria; las riquezas en el exilio hacen de éste una patria.”
»Me replicó: “Sabe que mi padre tiene por costumbre, cuando un comerciante se arruina en su casa, concederle hospitalidad durante tres días. Después lo expulsa y no permite que jamás vuelva a nuestro domicilio. Pero guarda tu secreto y oculta lo que te sucede, pues yo voy a emplear una treta para continuar reunida contigo, si Dios lo quiere, ya que mi corazón siente gran amor por ti. Sabe que dispongo de todos los bienes de mi padre y que él ignora su importe. Yo te daré cada día una bolsa con quinientos dinares y tú la entregarás a mi padre diciendo: ‘Desde hoy en adelante te pagaré el importe de la pensión diariamente’. Cada vez que le pagues, él me entregará el importe a mí y yo te lo volveré a dar a ti. Guardaremos este secreto hasta que Dios quiera”. Le di las gracias por todo esto y le besé las manos. Así, Emir de los creyentes, seguí viviendo con ella durante un año entero. Pero cierto día ella azotó a su esclava de modo doloroso y ésta la increpó: “¡Por Dios! He de lacerarte el corazón con un dolor como el que me has causado”. La esclava corrió en busca del padre y le informó de nuestro asunto desde el principio hasta el fin. Tahir b. al-Alaa, al oír las palabras de la muchacha se puso en pie al instante y entró en la habitación en que yo me encontraba sentado al lado de su hija. Me dijo: “¡Fulano!” “¡Heme aquí!” “Es costumbre nuestra cuando un comerciante se arruina en nuestra casa, concederle hospitalidad durante tres días. Pero tú ya llevas un año comiendo, bebiendo y haciendo lo que te place.” Después, volviéndose a sus pajes, les dijo: “¡Quitadle los vestidos!” Lo hicieron y me entregaron diez dirhemes. El viejo dijo: “¡Sal! No te pegaré ni te insultaré. Sigue tu camino. Si te quedas en esta ciudad perderás la vida inútilmente”.
»¡Emir de los Creyentes! Salí, a pesar mío, sin saber adónde ir. Todas las penas del mundo habían encontrado refugio en mi corazón; las dudas me asaltaban. Me dije: “¿Cómo es posible que cuando embarqué para venir aquí dispusiera de un millón, parte del cual procedía del importe de treinta buques, y que ahora lo haya perdido todo en casa de ese viejo de mal agüero? Además me ha expulsado desnudo y con el corazón desgarrado. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!”
»Permanecí tres días sin probar bocado ni beber; el cuarto día vi un buque que zarpaba hacia Basora. Embarqué en él, me puse de acuerdo sobre el precio del pasaje con su patrón y así navegué hasta esta ciudad. Entré en el zoco muerto de hambre. Un verdulero me vio. Se dirigió hacia mí y me abrazó, pues era amigo mío y también lo había sido de mi padre. Me preguntó cómo me encontraba y yo le expliqué todo lo que me había ocurrido. Me dijo: “¡Por Dios! Quien es inteligente no obra así. Pero dejando lo pasado ¿qué piensas hacer?” Le repliqué: “¡No sé lo que haré!” “¿Quieres quedarte conmigo? Registrarás mis salidas y mis entradas y cada día te daré dos dirhemes, además de la comida y la bebida.” Acepté su proposición y permanecí con él, Emir de los Creyentes, durante un año entero vendiendo y comprando. Así llegué a disponer de cien dinares con los que alquilé una habitación en la orilla del río con la esperanza de que llegara una embarcación con mercancías en la que pudiese comprar algo para dirigirme con ello a Bagdad. Un buen día llegaron las naves y todos los comerciantes corrieron hacia ellas para comprar. Los acompañé. Dos hombres salieron del fondo de la nave: les pusieron dos sillas y se sentaron en ellas. Los comerciantes se sentaron para comprar. Los dos dijeron a los pajes: “¡Traed el tapete!” Lo extendieron. Uno cogió un saco del cual extrajo una bolsa: la abrió, la vació encima del tapete y su contenido deslumbró la vista de tantas perlas, coral, rubíes y cornalinas multicolores como contenía.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] »Después, Emir de los Creyentes, uno de los dos hombres sentados en las sillas se volvió hacia los comerciantes y les dijo: “¡Comerciantes! Hoy no voy a vender esto pues me encuentro cansado”. Los compradores fueron pujando hasta llegar a los cuatrocientos dinares. El dueño de la bolsa, que me conocía de antiguo, me dijo: “¿Por qué no hablas y no pujas como hacen los demás comerciantes?” Le repliqué: “¡Por Dios, señor mío! De todo lo que poseía en este mundo sólo me quedan cien dinares”. Quedé avergonzado ante él y mis ojos derramaron lágrimas. Me observó y le dolió la situación en que yo me encontraba. Dijo a los comerciantes: “Dad testimonio de que yo vendo todas las gemas y metales preciosos que contiene la bolsa a este hombre por cien dinares, a pesar de que sé bien que esto y esto vale mil dinares. Pero es un regalo que le hago”. Me entregó el saco, la bolsa, el tapete y todas las gemas que contenía. Le di las gracias por lo que había hecho y todos los comerciantes presentes lo loaron. Lo cogí todo, me marché al zoco de los joyeros y me senté a vender y a comprar. Entre todas esas piedras había una redonda, obra de artesanos, que pesaba medio ratl; era de un color rojo muy intenso y tenía algo escrito, a los dos lados, del tamaño de patas de hormigas. Pero yo no conocía su utilidad. Vendí y compré durante un año entero. Entonces cogí el amuleto y dije: “Hace tiempo que tengo esto pero ni sé lo que es ni para qué sirve”. Se lo entregué al corredor, quien fue a ofrecerlo. Regresó y me dijo: “Ningún comerciante ofrece por él más de diez dirhemes”. Repliqué: “No lo venderé por esa cantidad”. Me lo tiró a la cara y se marchó. Otro día volví a ponerlo en venta, pero su precio no pasó de los quince dirhemes. Enfadado lo cogí de las manos del corredor y lo guardé en mi casa. Un día, mientras yo me encontraba sentado, se acercó hacia mí un hombre quien me saludó y me dijo: “¿Me das permiso para que examine las mercancías que tienes?” “¡Sí!” Yo, Emir de los Creyentes, estaba de malhumor dado que no conseguía vender el amuleto. El hombre removió las mercancías, pero sólo cogió el disco del amuleto. Apenas lo vio, Emir de los Creyentes, se besó la mano y exclamó: “¡Loado sea Dios!” Dirigiéndose a mí me preguntó: “¿Lo vendes?” Mi cólera fue en aumento y dije: “¡Sí!” “¿Por cuánto?” “¿Cuánto quieres pagar?” “¡Veinte dinares!” Creyendo que se burlaba de mí le repliqué: “¡Sigue tu camino!” Pujó y me dijo: “¡Cincuenta dinares!” Yo ni le contesté. Siguió: “¡Mil dinares!” A todo esto, Emir de los Creyentes, yo seguía callado, sin decir nada. Él, riéndose de mi silencio, me preguntó: “¿Por qué no me contestas?” Repliqué: “¡Vete a tus quehaceres!”, y estuve a punto de pelearme con él. Él siguió pujando de mil en mil dinares sin que yo le contestara; así llegó a decir: “¿Lo vendes por veinte mil dinares?” “Creo que te estás burlando de mí.” Alrededor nuestro se había reunido una multitud que me decía: “¡Véndelo! Si no lo compra, todos nosotros caeremos sobre él, lo moleremos a palos y lo expulsaremos del país”. Le pregunté: “¿Lo compras o te burlas?” Me replicó: “¿Lo vendes o te burlas?” “¡Lo vendo!” “¡Pues bien! ¡Que sea por treinta mil dinares! Cógelos y firma la venta.” Dije a los presentes: “¡Dad testimonio! Pero lo vendo a condición de que me expliques sus virtudes y utilidad”. “Firma la venta y te contaré sus virtudes y utilidades.” “¡Te lo vendo!” “Dios sale garantizador de lo que dices.” Sacó el oro, me lo entregó y cogió el disco del amuleto guardándolo en el bolsillo. Me preguntó: “¿Estás satisfecho?” “Sí.” “¡Gentes! Sed testimonio de que él ha firmado el contrato de venta y ha cobrado los treinta mil dinares que importa.” Volviéndose hacia mí me dijo: “¡Desgraciado! ¡Juro por Dios que si hubieses retrasado la venta hubiese seguido pujando hasta cien mil dinares o hasta un millón!” Al oír estas palabras, Emir de los Creyentes, la sangre huyó de mi rostro y subió hasta él, en ese instante, la palidez que estás viendo. Le repliqué: “¡Cuéntame la causa de todo esto! ¿Qué utilidad tiene este disco?” Refirió: “Sabe que el rey de la India tiene una hija; jamás se ha visto mujer más hermosa que ella. Sin embargo cayó enferma de epilepsia. El rey convocó a los altos funcionarios y a los sabios y a los sacerdotes pero no consiguieron curarla. Yo, que estaba presente, le dije: ‘¡Oh, rey! Conozco a un hombre que se llama Sad Allah al-Babilí que es la persona más experta que hay sobre la faz de la tierra en estas cosas. Si crees oportuno enviarme a él, hazlo’. Me replicó: ‘Ve.’ Le dije: ‘Dame un pedazo de cornalina’. El soberano me dio un gran pedazo de cornalina, cien mil dinares y un regalo. Lo cogí y me marché a la tierra de Babel. Pregunté por el anciano y me indicaron dónde se encontraba. Le entregué los cien mil dinares y el regalo y lo cogió. Tomó el pedazo de cornalina, ordenó que llevasen al tallador e hizo este amuleto. El anciano observó los astros durante siete meses para elegir el instante en que debía inscribir los talismanes que has visto. Entonces, yo regresé, con él, junto al rey de la India…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cincuenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió. »El hombre continuó diciéndome:] “Cuando se lo coloqué a la hija del rey ésta quedó curada al acto. La muchacha, antes, tenía que vivir sujeta por cuatro cadenas, pero aun así cada mañana se encontraba sacrificada a la esclava que había pasado la noche con ella. Pero, desde el instante en que tuvo el amuleto encima, quedó curada. El rey se alegró muchísimo, me dio trajes de corte, me concedió grandes regalos y el amuleto se insertó en el collar de la muchacha. Cierto día, subió con sus esclavas en una embarcación para pasear por el mar. Una de las jóvenes, jugando, alargó la mano hacia la princesa y el collar se rompió y cayó al mar. En aquel mismo momento volvió a apoderarse de la princesa la enfermedad. El rey experimentó una gran tristeza y me entregó grandes riquezas diciéndome: ‘Ve en busca del anciano para que te fabrique un amuleto en sustitución del perdido’. Me puse en camino, pero cuando llegué ya había muerto. Regresé al lado del rey y lo informé de ello. Entonces me envió a mí y a diez personas más a recorrer los países, pues tal vez encontráramos algún remedio. Dios me ha hecho tropezar contigo”. Entonces, Emir de los Creyentes, tomó el amuleto y se marchó.
»Tal fue la causa de la palidez que ves en mi cara.
»Después regresé a Bagdad llevando todos mis bienes y me instalé en la casa en que ya había estado. Al día siguiente me vestí y me dirigí al domicilio de Tahir b. al-Alaa en espera de poder ver a quien amaba, pues mi pasión por ella había ido en aumento en mi corazón. Al llegar vi que las ventanas estaban en ruina. Interrogué y pregunté a un paje: “¿Qué ha hecho Dios del jeque?” “¡Amigo! Un año se presentó ante él un comerciante llamado Abu-l-Hasán al-Umaní. Permaneció cierto tiempo con su hija. Pero cuando hubo dilapidado todas sus riquezas, el jeque lo expulsó de su casa con el corazón lacerado. La joven también lo amaba de modo violento. En cuanto se marchó se puso enferma de un modo alarmante, hasta casi morirse. Su padre, al darse cuenta mandó buscar a Abu-l-Hasán por todos los países y prometió entregar cien mil dinares a quien regresase con él. Pero nadie le ha encontrado ni ha hallado rastro de él. La muchacha está a punto de morir”. Pregunté: “¿Y cómo se encuentra su padre?” “¡Ha vendido a todas las muchachas de tan grande como es su pesar!” “¿Te indico dónde está Abu-l-Hasán al-Umaní?” “¡Te lo ruego por Dios, amigo mío! ¡Indícame dónde está!” “Ve ante el padre y dile: ‘¡Alégrate! Abu-l-Hasán al-Umaní espera en la puerta’.” El muchacho se marchó trotando como un mulo al que se libera de la muela. Estuvo ausente un momento y regresó acompañado por el anciano. Al verme, regresó al interior y entregó cien mil dinares al paje. Éste los tomó y se marchó haciendo votos por mí. Luego el jeque se acercó, me abrazó, rompió a llorar y dijo: “¡Señor mío! ¿Dónde has estado ausente? Mi hija se muere a causa de esta separación. Entra conmigo en la casa”. Una vez en el interior se prosternó dando gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y exclamó: “¡Loado sea Dios que nos ha reunido contigo!” A continuación entró en el cuarto de su hija y le dijo: “¡Que Dios te cure de esta enfermedad!” “¡Padre! El ver el rostro de Abu-l-Hasán es lo único que puede curarme.” “Si comes, y te bañas, os reuniré.” Al oír estas palabras preguntó: “¿Es cierto lo que dices?” “¡Juro por Dios, el Altísimo, que lo que digo es verdad!” “¡Por Dios! ¡Si veo su cara no necesito comer!” El anciano dijo a un paje: “¡Haz que entre tu señor!” Entré. En cuanto me vio, ¡oh Emir de los Creyentes!, cayó desmayada. Al volver en sí, recitó este verso:
Dios reúne ahora a los amantes después que ambos, estando separados, pensaban que no volverían a encontrarse.
»Se sentó y dijo: “¡Por Dios, señor mío! No esperaba volver a ver tu rostro sino en sueños”. Me abrazó, rompió a llorar y dijo: “¡Abu-l-Hasán! Ahora comeré y beberé”. Acercaron la comida y la bebida y yo, Emir de los Creyentes, permanecí con ellos algún tiempo. Ella volvió a ser hermosa como antes. El padre mandó llamar al cadí y los testigos, se puso por escrito el contrato de matrimonio, y dio un gran banquete. Ella es, ahora, mi esposa».
Referido esto el muchacho dejó al Califa para regresar acompañado de un niño de belleza prodigiosa, de talle esbelto y bien proporcionado. Le dijo: «¡Besa el suelo ante el Emir de los Creyentes!» El niño se inclinó ante el Califa y éste quedó admirado de su hermosura y alabó a su Creador.
Después al-Rasid se marchó con su séquito y dijo: «¡Chafar! ¡Esto es maravilloso! ¡Jamás había visto ni oído algo tan portentoso!» Una vez en la sede del califato llamó: «¡Masrur!» «¡Heme aquí, señor mío!» «Reúne en esta sala los tributos de Basora, Bagdad y el Jurasán.» Los reunió: era tan gran cantidad de dinero que sólo Dios hubiese podido contarla. Después el Califa dijo: «¡Chafar!» «¡Heme aquí!» «¡Tráeme a Abu-l-Hasán!» «¡Oír es obedecer!» Le hizo comparecer. El muchacho besó el suelo ante el Califa. Estaba asustado de que le hubiese enviado a buscar y temía haber cometido alguna falta mientras había alojado al Califa en su casa. Al-Rasid le dijo: «¡Umaní!» «¡Heme aquí, Emir de los Creyentes! ¡Que Dios te conceda sus dones eternamente!» «¡Descorre esa cortina!» El Emir de los Creyentes había mandado que se colocasen allí los tributos de las tres provincias y los había hecho cubrir con una cortina. Al descorrer la cortina el entendimiento del Umaní quedó asombrado ante tan grandes riquezas. El Califa preguntó: «¡Abu-l-Hasán! Estas riquezas ¿son mayores que las que te dejaste escapar con el amuleto?» «¡Emir de los Creyentes! ¡Éstas son muy superiores!» Al-Rasid dijo: «¡Todos los que estáis aquí presentes sois testimonios de que regalo esas riquezas a este joven!» El muchacho besó el suelo, confuso y experimentando una gran alegría. Las lágrimas resbalaban de sus ojos y corrían sobre sus mejillas al mismo tiempo que la sangre afluía de nuevo a su rostro que pasó a ser como la luna en la noche de plenilunio. El Califa exclamó: «¡No hay más dios que el Dios, gloriado sea! Él hace que a una cosa la suceda otra y en cambio Él es eterno e inmutable». Cogió un espejo y le hizo mirarse. El muchacho, al ver su rostro, se prosternó y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!). El Califa ordenó que todas las riquezas fuesen llevadas a casa del joven y recomendó a éste que le frecuentase y fuese su contertulio. Visitó con frecuencia al Califa hasta que éste se trasladó al seno de la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). ¡Gloria a Aquel que no muere, que posee el reino y el poder!