SE cuenta que hubo un pescador llamado Abd Allah. Tenía una familia numerosa, compuesta por la esposa y nueve hijos. Era muy pobre, y sólo poseía su red. Todos los días iba al mar a pescar. Si pescaba poco, lo vendía y gastaba su importe, todo lo que Dios le daba, en atender las necesidades de sus hijos. Si pescaba mucho, había buena comida, compraba frutos y no paraba de gastar sus ingresos hasta que no le quedaba nada, pues se decía: «El sustento de mañana llegará mañana». Cuando su mujer dio a luz fueron diez personas, y aquel día el pescador no tenía absolutamente nada. Su esposa le dijo: «¡Señor mío! ¡Busca algo para darme de comer!» Le contestó: «Voy a ir hoy —con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!)— al mar y pescaré a la salud del recién nacido. Veremos su buena estrella». La mujer le dijo: «¡Confía en Dios!» El pescador cogió la red y se dirigió al mar. La echó bajo los auspicios del chiquillo y exclamó: «¡Dios mío! ¡Haz que su sustento sea abundante, no escaso; sobrante, no pequeño! Esperó un poco y la retiró llena de quincalla, arena, guijarros y algas, y ni siquiera un pescado, chico o grande. La tiró otra vez, esperó, y al retirarla tampoco sacó ningún pez. La arrojó la tercera, la cuarta y la quinta veces, pero no sacó tampoco nada. Se trasladó a otro lugar y empezó por pedir su sustento a Dios (¡ensalzado sea!). Siguió repitiendo la misma operación hasta que se terminó el día sin conseguir pescar ni tan siquiera un pececillo. Se quedó admirado y se dijo: «Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) haya creado a este recién nacido sin atribuirle sustento alguno. Esto no había ocurrido nunca: quien hace abrir una boca, cuida de su alimentación. Dios (¡ensalzado sea!) es generoso y providente». Se echó a cuestas la red y regresó apesadumbrado, con el corazón preocupado por la situación de su familia, ya que los había dejado sin comer; le entristecía principalmente su mujer, que estaba parturienta. Mientras andaba, se decía: «¿Qué debo hacer? ¿Qué he de decir esta noche a mis hijos?» Al llegar ante el horno del panadero, vio una aglomeración: eran tiempos de carestía, y la gente tenía pocos ingresos. Todos ofrecían su dinero al panadero, el cual no podía atender a nadie a causa de la aglomeración. El pescador se detuvo a mirar y a oler el aroma del pan recién salido del horno. El hambre que sentía se lo hizo apetecer. El panadero lo miró y le gritó: «¡Acércate, pescador!» Se aproximó, y entonces le preguntó: «¿Quieres pan?» El pescador se calló. El otro insistió: «¡Habla sin vergüenza! Dios es generoso. Si no tienes dinero, te lo daré igualmente y esperaré hasta que te llegue la suerte». «¡Por Dios, maestro! No tengo dinero, pero dame el pan que necesito para mi familia y quédate la red como fianza hasta mañana.» «¡Mezquino! Esta red constituye tu negocio, la puerta de tu sustento. Si me la dejas como fianza, ¿con qué pescarás? Dime la cantidad de pan que necesitas.» «¡Diez medios dirhemes!» Le dio el pan que le había pedido, y, además, diez medios dirhemes, diciéndole: «Coge estos diez medios dirhemes y prepárate algo de comer. Recibes así veinte mitades de dirhemes, que mañana me los devolverás en pescado. Si mañana no pescas nada, ven y te daré otros diez medios dirhemes de pan. Yo esperaré hasta que te alcance la fortuna.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el panadero prosiguió:] »…Entonces me devolverás en pescado lo que me corresponda.» El pescador replicó: «¡Que Dios (¡ensalzado sea!) te recompense tanto bien!» Se marchó muy contento y compró lo que le bastaba. Cuando se presentó ante su mujer, la vio sentada intentando calmar a sus hijos, que lloraban de hambre. Les decía: «Ahora vendrá vuestro padre y os traerá de comer». Entró, les sirvió la cena y comieron. El hombre explicó a la mujer lo que le había sucedido, y ésta exclamó: «¡Dios es generoso!» Al día siguiente volvió a cargar la red y salió de su casa, diciendo: «Te ruego, Señor mío, que hoy me concedas algo para que pueda quedar bien con el panadero». Al llegar al mar echó la red, pero no sacó ni un solo pez. Repitió la operación hasta que se terminó el día, pero no obtuvo resultado. Regresó profundamente apenado. En el camino de su casa se encontraba el horno del panadero. Se dijo: «¿Por dónde iré a mi casa? He de acelerar el paso para que no me vea el panadero». Al pasar por delante del horno de éste, vio una gran aglomeración. Avergonzóse al pensar en el panadero y apretó el paso para que no lo viese. Pero éste lo vio y le gritó: «¡Pescador! ¡Ven! ¡Coge tu pan y tu salario, pues te lo descuidas!» Le replicó: «¡Por Dios! No me he olvidado. Pero me avergüenza verte, ya que hoy no he pescado ni un solo pez.» «No te avergüences. ¿Es que no te he dicho que tengas paciencia hasta que te llegue la fortuna?» Y le dio el pan y los diez medios dirhemes. El pescador corrió al lado de su mujer y le explicó lo ocurrido. Ella exclamó: «¡Dios es generoso! Si Él quiere, mañana te llegará la fortuna y le pagarás lo que le debes». Pero esta situación se prolongó durante cuarenta días. El pescador iba cada día al mar y permanecía en la orilla desde la salida hasta la puesta del sol, pero regresaba sin ningún pez; recogía el pan y los medios dirhemes que le daba el panadero, sin que éste le reclamase ni una vez el pescado. No lo hacía esperar como a los demás. Al contrario: le daba los diez medios dirhemes y el pan, y cada vez que el pescador le decía: «¡Hermano mío! ¡Dame la cuenta!», le replicaba: «¡Vete! No es el momento de hacer cuentas antes de que te llegue la fortuna». El pescador rogaba por él a Dios y se marchaba dándole las gracias. El cuadragésimoprimer día dijo a su mujer: «¡Voy a romper la red y a dejar el oficio!» «¿Por qué?» «El mar ya no me da más sustento. ¿Hasta cuándo va a durar esta situación? ¡Por Dios! Me caigo de vergüenza ante el panadero. ¡No volveré a ir a la orilla del mar, para no tener que pasar por delante del horno, ya que no tengo más camino que el que pasa por delante de éste, y cada vez que cruzo me llama y me da el pan y los diez medios dirhemes! ¿Hasta cuándo he de ser su deudor?» Su mujer le replicó: «¡Loado sea Dios, que ha hecho que su corazón se compadezca de ti y te dé el pan cotidiano! ¿Qué es lo que no te gusta de todo esto?» «¡El deberle una gran cantidad de dirhemes, que él me reclamará un día u otro!» «¿Es que te ha dicho algo desagradable?» «¡No! ¡Ni quiere hacer la cuenta! Me dice: “La haremos cuando te llegue la fortuna”.» «Pues si te lo reclama, responde: “Te pagaré cuando me llegue esa buena suerte que tú y yo esperamos”.» «¿Y cuándo me llegará la buena suerte que esperamos?» «¡Dios es generoso!» «Dices la verdad», concluyó el marido. A continuación cargó la red y se dirigió a la orilla del mar, diciendo: «¡Señor mío! ¡Concédeme el sustento! ¡Aunque sólo sea un pez para podérselo regalar al panadero!» Echó la red al mar y la retiró: pesaba muchísimo y tuvo que esforzarse y cansarse mucho. Al sacarla vio que contenía un asno muerto, hinchado, maloliente. Exasperado, lo sacó de la red y dijo: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Ya no puedo más! Yo decía a mi mujer que ya no puedo sacar ni sustento del mar, y añadía: “¡Déjame abandonar este oficio!” Pero ella me insistía: “¡Dios es generoso! ¡Te concederá la fortuna!” ¿Es que este asno muerto constituye la fortuna?» Presa de una gran aflicción, se dirigió a otro lugar para alejarse del mal olor del asno, cogió la red, la arrojó y esperó una hora. Entonces la retiró; se dio cuenta de que pesaba, y se fatigó tanto que llegó a hacerse sangre en las manos. Al sacarla vio que contenía un ser humano, y creyó que se trataba de uno de los genios que el señor Salomón había encerrado en botellas de bronce y arrojado al mar. La botella se debía haber roto con el transcurso del tiempo, y de ella habría salido aquel genio, que había quedado enredado en la jábega. Apretó a correr diciendo: «¡Piedad! ¡Piedad, efrit de Salomón!» El ser humano le contestó desde el interior de la red: «¡Ven, pescador! ¡No huyas de mí! ¡Soy un ser humano igual que tú! ¡Líbrame y recibirás la recompensa!» El pescador se tranquilizó al oír estas palabras, se acercó y preguntó: «¿No eres un efrit de la clase de los genios?» «¡No! Soy un ser humano que cree en Dios y en su Enviado.» «¿Y quién te ha arrojado al mar?» «Soy una de las criaturas del mar. Estaba paseando cuando tú me has echado la red. Nosotros somos seres que obedecemos los preceptos de Dios y que nos preocupamos por sus criaturas. Si yo no lo temiese ni me asustara ser un rebelde ante Él, te habría despedazado la red; pero yo me conformo con lo que Dios me destina. Si tú me pones en libertad, serás mi dueño y yo seré tu prisionero. ¿Tienes algún inconveniente en ponerme en libertad por amor de Dios y en establecer un pacto conmigo? Tú serás mi dueño, y yo vendré todos los días a este mismo lugar; tú también acudirás. Yo te traeré, como regalo, los frutos del mar, y tú me traerás uvas, higos, melones, ciruelas, granadas y cosas por el estilo. Vosotros tenéis todo esto, y será bien recibido. Nosotros disponemos de coral, perlas, crisolita, esmeraldas, jacintos y gemas. Yo te llenaré de piedras preciosas marinas la cesta en que me traigas las frutas. ¿Qué dices, amigo mío, de todas estas palabras?» El pescador replicó: «La fátiha debe ser testigo de todo lo que has dicho». Cada uno de ellos leyó la fátiha, y el pescador lo sacó de la red. Éste preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Me llamo Abd Allah el marino. Si llegas a este lugar y no me ves, llama y di: “¿Dónde estás, Abd Allah el marino?” Yo apareceré en el acto.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah el marino prosiguió:] «¿Cuál es tu nombre?» El pescador replicó: «Me llamo Abd Allah». «Pues tú eres Abd Allah el terrestre, y yo soy Abd Allah el marino. Quédate aquí, que voy a traerte un regalo.» «¡Oír es obedecer!» Abd Allah el marino se sumergió en el mar. El terrestre se arrepintió en aquel instante de haberlo sacado de la red, y se dijo: «¿Cómo puedo saber si va a regresar a mi lado? Tal vez se haya burlado de mí para que lo pusiera en libertad. Si lo hubiera conservado en mi poder, habría podido exhibirlo ante las gentes en la ciudad, habría ganado unos dirhemes y lo hubiese mostrado en casa de los magnates». Siguió arrepintiéndose de haberlo dejado en libertad, diciendo: «La pesca ha escapado de mi mano». Mientras se entristecía por haberlo soltado, Abd Allah el marino regresó a su lado con las manos llenas de perlas, coral, esmeraldas, jacintos y aljófares. Le dijo: «¡Hermano mío! Coge esto y no me reprendas, pues no tenía ninguna cesta para llenar». El terrestre se alegró, cogió las joyas y le dijo: «Todos los días vendré a este lugar antes de la salida del sol». El marino se despidió, se marchó y entró en el mar. El pescador se dirigió a la ciudad, lleno de alegría. No se detuvo hasta llegar al horno del panadero. Dijo a éste: «¡Hermano mío! ¡La suerte nos ha alcanzado! ¡Hazme la cuenta!» «No necesito hacerte la cuenta. Si tienes algo, dámelo, y si no lo tienes, toma lo que necesites para tus gastos y vete sin preocupaciones hasta que te; llegue la suerte.» «¡Amigo mío! ¡Dios me ha concedido un amplio bienestar! Tú me has dado una suma importante; por tanto, coge esto.» Le entregó un puñado de perlas, coral, jacintos y aljófares, formado por la mitad de lo que tenía, y le dijo: «Dame algún dinero para que pueda comprar hoy, hasta que consiga vender estas gemas». El panadero le entregó todos los dirhemes que tenía y todo el pan que contenía la cesta que estaba a su lado. Alegre con las joyas, dijo al pescador: «Soy tu esclavo y tu criado» y, colocándose el pan en la cabeza, siguió al pescador hasta su casa, en la que hizo entrega de todo a la esposa y a los hijos de éste. Luego se marchó al mercado y regresó con carne, verduras y toda clase de frutas; abandonó el horno y pasó todo aquel día al servicio de Abd Allah el terrestre, ayudándolo a resolver sus problemas. El pescador le dijo: «¡Hermano mío! Te estás fatigando». «Tal es mi deber, pues me he convertido en tu criado y me has abrumado con tus favores.» «¡Tú eres el que ha sido generoso conmigo, cuando yo me encontraba en la necesidad y en la miseria!» Pasaron juntos la noche, comiendo los mejores guisos. Una vez ligada amistad con el panadero, el pescador informó a su mujer de lo que le había sucedido con Abd Allah el marino. Ella se alegró y le dijo: «Guarda oculto tu secreto, para evitar que las autoridades te detengan». «Lo ocultaré a todo el mundo menos a mi amigo el panadero.» Al día siguiente por la mañana cargóse con un cesto repleto de frutos de todas clases, que había dejado preparado la víspera, y se dirigió con él, antes de la salida del sol, a la costa. Lo dejó en la orilla del mar y gritó: «¿Dónde estás, Abd Allah el marino?» «¡Aquí!», y se presentó delante de él. El pescador le ofreció los frutos, el otro los cogió, se metió en el agua, se sumergió en el mar, y al cabo de una hora reapareció llevando la cesta repleta de toda clase de gemas y joyas. Abd Allah el terrestre se la puso en la cabeza y se marchó. Al llegar al horno, el panadero le dijo: «¡Señor mío! Te he confeccionado cuarenta bollos de pan y te los he enviado a tu casa. Ahora estoy amasando un pan especial, y en cuanto lo haya terminado te lo mandaré también, y luego iré a comprar las verduras y la carne». El pescador sacó tres puñados de las piedras que contenía la cesta y se los entregó. Una vez hecho esto, se dirigió a su casa, depositó la cesta en el suelo y empezó a escoger las gemas más hermosas de cada clase. Luego se marchó al mercado de los joyeros y, deteniéndose ante la tienda del síndico, le dijo: «¡Cómprame estas joyas!» «¡Muéstramelas!» Se las enseñó. El síndico le preguntó: «¿Tienes más?» «¡Una cesta llena!» «¿Dónde está tu casa?» «En tal barrio.» El síndico tomó las gemas y dijo a sus criados: «¡Detenedlo! ¡Es un ladrón, que ha robado el tesoro de la reina, la esposa del sultán!» Mandó que lo apalearan: le ataron las manos a la espalda y lo apalearon. El síndico y todos los mercaderes de joyas se pusieron en movimiento, diciendo: «¡Hemos detenido a un ladrón!» Otros decían: «¡Este depravado es el ladrón de los bienes de fulano!» Otros comentaban: «Éste es el que ha robado todo lo que había en casa de zutano». El pescador se mantenía callado, sin contestar a ninguno de ellos ni dirigirles la palabra. Al final lo llevaron ante el rey. El síndico dijo al soberano: «¡Rey del tiempo! Cuando se robó el collar de la reina, tú nos informaste de ello y nos pediste que descubriésemos al culpable. Yo, esforzándome mucho y con la ayuda de estas gentes, he podido hacerme con él. ¡Helo aquí delante de ti! Éstas son las joyas que hemos encontrado en su poder». El rey dijo al eunuco: «Coge estas gemas, muéstralas a la reina y dile: “¿Son éstas las joyas que se te perdieron?”» El eunuco las cogió y se presentó ante la reina. Ésta, al ver las joyas, se admiró y mandó decir al rey: «Yo he encontrado el collar en su sitio. Éstas no son mis joyas; son más hermosas que las que forman mi collar. No castigues a ese hombre.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina mandó decir al rey: »…No castigues a ese hombre] y si las vende, cómpraselas para tu hija Umm al-Suud. Con ellas le haremos un collar». El eunuco regresó ante el soberano y le refirió lo que le había dicho la reina. Aquél maldijo al síndico y a todos los joyeros con las maldiciones de Ad y de Tamud. Le replicaron: «¡Rey del tiempo! Nosotros sabemos que éste es un pobre pescador. Nos ha extrañado que fuese dueño de tantas gemas, y hemos creído que las había robado». «¡Malvados! ¿Es que vais a echar en mala parte la gracia de que goza un creyente? ¿Por qué no lo habéis interrogado antes? Tal vez Dios le haya concedido sus dones de un modo imprevisto para él. ¿Cómo habéis podido considerarlo un criminal e infamarlo en público? ¡Marchaos! ¡Que Dios no os bendiga!» Salieron atemorizados. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí ahora lo que hace referencia al rey. Éste dijo: «¡Que Dios te bendiga, hombre, en todo cuanto te ha dado, y te conceda su protección! Dime la verdad: ¿dónde has conseguido estas joyas? Yo, que soy rey, no tengo ninguna que pueda compararse a ellas». «¡Rey del tiempo! Tengo una cesta llena, y la cosa ha sucedido así y así.» Le explicó su amistad con Abd Allah el marino, y añadió: «Entre nosotros dos existe un pacto: cada día le llevo yo un cesto lleno de frutos, y él lo llena con estas gemas». «¡Hombre! Ésta es tu suerte. Mas la riqueza exige ser poderoso. Yo te defenderé de la avaricia de la gente estos días; pero como es posible que sea depuesto o muera y que quien me suceda te dé muerte por amor a los bienes mundanales o por ambición, quiero casarte con mi hija y nombrarte mi visir y mi sucesor en el reino, con el fin de que no te veje nadie después de mi muerte.» Y añadió: «¡Llevad al baño a este hombre!» Le lavaron el cuerpo, lo vistieron con regios trajes y lo presentaron ante el rey, quien lo nombró su visir. Además, despachó a casa del pescador sus correos, los soldados y todas las mujeres de los magnates. Vistieron a la mujer y a los hijos del pescador con regios trajes, hicieron subir a la primera en una litera, y todas las mujeres de los grandes, los soldados, los correos y los funcionarios la precedieron en el camino que conducía al palacio real. La madre llevaba en sus brazos al niño pequeño. Presentaron los niños mayores al rey, quien los trató con generosidad, los llevó a una habitación y los hizo sentar a su lado. Eran en total nueve varones. El rey carecía de descendencia masculina, pues Dios sólo le había concedido la hija llamada Suud. La reina trató con todos los honores a la esposa de Abd Allah el terrestre, le hizo numerosos favores y la nombró su intendente. El rey mandó extender el contrato de bodas entre Abd Allah el terrestre y su hija; el soberano entregó como dote todas las piedras preciosas y gemas que poseía. Se iniciaron los festejos. El rey ordenó que se engalanase la ciudad con motivo de la boda de su hija. Al día siguiente, cuando Abd Allah el terrestre había ya consumado el matrimonio con la hija del rey y la había despojado de su virginidad, ésta se asomó a la ventana y vio que Abd Allah llevaba en la cabeza un cesto lleno de frutos. Le preguntó: «¿Qué es eso que llevas en la cabeza? ¿Adónde vas?» «Voy a ver a mi amigo, Abd Allah el marino.» «Ahora no es el momento de ir a ver a tu amigo.» «No me gustaría faltar a lo que he acordado con él; creería que soy un mentiroso y me diría: “Las cosas de la vida mundanal te han hecho descuidarte de mí”.» «Tienes razón; ve a ver a tu amigo y que Dios te auxilie.» Abd Allah el terrestre cruzó la ciudad y se dirigió al encuentro de su amigo. La gente decía: «Es el yerno del rey, que va a trocar los frutos por gemas». Pero los que no sabían quién era le decían: «¡Hombre! ¿Cuánto cuesta la libra? ¡Ven aquí a venderme!» Abd Allah replicaba: «Espera hasta que regrese a tu lado» para no dejar descontento a nadie. Continuó el camino hasta reunirse con Abd Allah el marino, y le entregó las frutas a cambio de las gemas. Siguió haciendo lo mismo durante algunos días, y al regresar pasaba por el horno del panadero, que encontró siempre cerrado. Así transcurrieron diez días, al cabo de los cuales, y como no viera al panadero por encontrar siempre cerrado el horno, se dijo: «Esto es muy raro. ¡Quién supiera qué ha sido del panadero!» Interrogó a su vecino: «¡Hermano! ¿Dónde está tu hermano el panadero? ¿Qué ha hecho Dios de él?» «¡Señor mío! —le contestó—, está enfermo y no sale de su casa.» «¿Dónde vive?» «En tal barrio.» Abd Allah el terrestre corrió a verlo, preguntó por él y llamó a la puerta. En cuanto hubo llamado, el panadero sacó la cabeza por la ventana y distinguió a su amigo, el pescador, que llevaba en la cabeza una cesta llena. Bajó, le abrió la puerta y lo abrazó. Le preguntó: «¿Cómo te encuentras, amigo mío?» «Cada día paso por el horno, pero siempre lo encuentro cerrado. Por ello he preguntado a uno de tus vecinos, el cual me ha informado de que estabas enfermo. He preguntado dónde estaba tu casa para poder venir a verte.» El panadero replicó: «¡Que Dios te recompense en mi lugar por tantos bienes! No estoy enfermo. Lo que ocurre es que me enteré de que el rey te había detenido porque alguien te calumnió y te acusó de ladrón. Temí por mí mismo, cerré el horno y me escondí». «Es verdad», le replicó el pescador, quien le explicó seguidamente toda su historia y lo que le había sucedido con el rey y con el síndico del mercado de las joyas. Después añadió: «El rey me ha casado con su hija y me ha nombrado su visir. Tú coge lo que contiene esta cesta, ya que es tu parte, y no temas». Después de haberlo tranquilizado se marchó y se dirigió al encuentro del rey con la cesta vacía. El soberano le preguntó: «¡Yerno mío! Parece ser que hoy no te has encontrado con Abd Allah el marino». «Lo he visto, pero todo lo que me ha dado se lo acabo de entregar a mi amigo el panadero, pues éste me ha hecho muchos favores.» «¿Quién es ese panadero?» «Un hombre bondadoso con el que, cuando yo era pobre me sucedió esto y esto; ningún día me dio largas ni me ofendió.» «¿Cómo se llama?» «Abd Allah el panadero; yo me llamo Abd Allah el terrestre, y mi amigo, Abd Allah el marino.» «Yo me llamo —añadió el rey— Abd Allah, y todos los esclavos de Dios[274] son hermanos. Manda a buscar a tu amigo el panadero, y tráelo aquí para que lo nombre mi visir de la izquierda.» Lo mandó llamar, y cuando estuvo ante el rey, éste le dio la toga de visir y lo nombró visir de la izquierda, a semejanza de como había nombrado a Abd Allah el terrestre visir de la derecha.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Abd Allah continuó así durante todo un año: todos los días llevaba la cesta llena de frutos, y regresaba con ella llena de gemas y de perlas. Cuando se hubieron terminado los frutos de los jardines, llevó pasas, almendras, avellanas, nueces, higos y otras frutas secas. Todo lo que llevaba era bien recibido por Abd Allah el marino, quien le devolvía el cesto lleno de joyas, tal como tenía por costumbre. Un día, éste tomó, como de costumbre, la cesta llena de frutos secos, y empezaron a conversar Abd Allah el terrestre —que estaba sentado en la orilla— y el marino —que se mantenía en el agua, pero cerca de la playa—. Hablaron de las tumbas, y el marino dijo: «¡Hermano mío! Dices que el Profeta (¡Dios lo bendiga y le salve!) está enterrado junto a vosotros, en la tierra firme. ¿Conoces su tumba?» «Sí.» «¿En qué lugar se encuentra?» «En Medina, que se llama la ciudad buena.» «La gente de tierra firme, ¿acude a visitarla?» «Sí.» «Tú, hermano mío, ¿la has visitado?» «No, puesto que era pobre y no tenía dinero para los gastos del camino. Yo sólo me he enriquecido desde que te conozco, desde que tú me favoreces con estos bienes. Ahora tengo el deber de visitarla, después de haber realizado la peregrinación al Templo sagrado de Dios. Sólo me ha impedido hacerlo el afecto que te tengo, ya que no puedo separarme de ti ni un solo día.» «¿Es que pones mi afecto por encima de tu deber, que consiste en visitar la tumba de nuestro señor, Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), el cual debe interceder en tu favor el día en que te presentes ante Dios, Quien debe salvarte del fuego e introducirte en el Paraíso con su mediación? ¿O es por el amor de las cosas terrenas por lo que tú no visitas la tumba de tu Profeta, Mahoma, al que Dios bendiga y salve?» «¡No, por Dios! Para mí lo más importante es la visita a su tumba, y quiero pedir tu beneplácito para realizarla este año.» «Te concedo permiso para que la visites. Cuando estés ante su tumba, salúdalo en mi nombre. Tengo un deseo: el de que te internes conmigo en el mar para que yo pueda conducirte a mi ciudad, llevarte a mi casa, hacerte mi huésped y darte un presente que puedas depositar en la tumba del Profeta (al que Dios bendiga y salve), diciéndole: “¡Enviado de Dios! Abd Allah el marino te manda saludos y te hace este presente, en espera de que intercedas por él para salvarlo del fuego”.» Abd Allah el terrestre replicó: «Tú has sido creado en el agua, tienes tu morada en ella y no te perjudica. Si la abandonases y vinieses a tierra, ¿te reportaría algún daño?» «Sí; mi piel se secaría, los vientos de tierra soplarían sobre mí y moriría.» «Pues a mí me ocurre lo mismo: he sido creado en la tierra; si me adentrase en el agua, ésta inundaría mis cavidades, me ahogaría y moriría.» «¡No temas! Yo te daré una pomada, con la cual untarás tu cuerpo, y el agua no te causará daño alguno, aunque permanecieras dentro de ella el resto de tu vida; aunque recorrieras el interior del mar y durmieras y vivieras en él, no te perjudicaría.» «Si es así, no hay inconveniente alguno. Dame la pomada para que me unte con ella.» «Perfectamente.» Abd Allah el marino cogió la cesta, se sumergió en el mar y permaneció ausente durante algún tiempo. Al regresar trajo una grasa que parecía sebo de vaca; tenía un color amarillo como el del oro y un olor agradable. Abd Allah el terrestre preguntó: «¿Qué es esto, hermano?» «La grasa del hígado de un pez que se llama Dandán. Es el pez más grande que existe, y constituye nuestro mayor enemigo. Su tamaño es mayor que el de cualquiera de los animales terrestres, de tal modo que si viese un camello o un elefante, se lo engulliría.» «¡Hermano! ¿Qué es lo que come ese maldito?» «Animales marinos. ¿No has oído el refrán que dice: “El pez grande se come al pequeño?”» «Tienes razón. ¿Hay muchos peces Dandán en el mar?» «Una cantidad tal, que sólo Dios (¡ensalzado sea!) puede contarlos.» Abd Allah el terrestre dijo: «Me asusta bajar contigo al mar. Tal vez me salga al encuentro uno de estos bichos y me devore.» «No temas. Cuando te vea, reconocerá que eres un hombre, se asustará y huirá. Teme más al hombre que a ninguno de los animales del mar, ya que cuando se come a uno de éstos, muere en el acto. La carne humana constituye para él un veneno mortal. Nosotros obtenemos la grasa de su hígado gracias a los hombres. Cuando uno de éstos cae en el mar ahogado, cambia el aspecto del muerto, sus carnes se desgarran, y el Dandán, creyendo que se trata de un animal marino se lo come y muere y nosotros, al encontrar el cadáver del Dandán, sacamos la grasa que contiene su hígado, nos embadurnamos con ella el cuerpo y así recorremos el mar. Si en el lugar en que hay un hombre se encontrasen cien, doscientos mil o más peces de esta clase y oyesen un chillido articulado, todos morirían en el acto…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah el marino prosiguió: »…todos morirían en el acto] sin poderse mover del sitio en que se encontraran.» Abd Allah el terrestre exclamó: «¡En Dios me apoyo!» Se quitó la ropa, hizo un hoyo en la orilla del mar, la enterró y luego se untó el cuerpo, de arriba abajo, con aquella grasa. Se metió en el agua, buceó, abrió los ojos y comprobó que no sentía molestias. Empezó a moverse a derecha e izquierda; subía o bajaba a voluntad; se dio cuenta de que el agua del mar se extendía por encima de él como si fuera una tienda, sin perjudicarle. Abd Allah el marino le preguntó: «¿Qué ves, hermano?» «Sólo veo cosas buenas. No me has engañado al decir que el agua no me molestaría.» «¡Sígueme!» Avanzaron juntos de un lugar a otro: veía delante, a la derecha y a la izquierda, montañas de agua, en las cuales distinguió toda clase de peces que jugaban: unos eran grandes; otros, pequeños; unos se parecían a los búfalos; otros, a los bueyes, a los perros y a los hombres; todas las especies huían al ver a Abd Allah el terrestre. Éste preguntó: «¿Por qué huyen de nosotros todos los peces cuando nos acercamos?» «Porque te tienen miedo. Todas las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!) temen al hombre.» Abd Allah el terrestre siguió contemplando las maravillas del mar, hasta que llegó a un monte elevado. El terrestre avanzaba por el flanco de la montaña cuando, de repente, oyó un alarido. Se volvió y distinguió una mole negra que se abalanzaba sobre él desde lo alto del monte; tenía el tamaño de un camello, o tal vez aún mayor, y se aproximaba chillando. Preguntó: «¿Qué es esto, hermano?» El marino le replicó: «El Dandán; viene en mi busca, pues quiere comerme. ¡Grítale, hermano mío, antes de que nos alcance y se apodere de mí para devorarme!» Abd Allah el terrestre dio un grito y el pez cayó muerto. Exclamó: «¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea! No lo he herido ni con la espada ni con la daga. ¿Cómo la enormidad del cuerpo de esta criatura no puede soportar mi voz y cae muerta?» «¡Por Dios, hermano mío! ¡No te admires! Aunque hubiese aquí mil o dos mil animales de éstos, no podrían soportar la voz humana.» Siguieron avanzando en dirección a una ciudad. Todos sus habitantes eran hembras y no había machos entre ellas. El terrestre preguntó: «¿Qué ciudad es ésta? ¿Quiénes son estas mujeres?» El marino le replicó: «Es la ciudad de las mujeres, ya que todos sus habitantes son mujeres marinas». «Pero entre ellas vivirán hombres.» «¡No!» «¿Y cómo pueden quedar encinta y dar a luz si no hay varones?» «El rey del mar destierra a esta ciudad, en la que no pueden quedar encinta ni dar a luz, a todas las mujeres marinas con las que se enoja; las envía a esta ciudad de la que no pueden salir; si escapan son devoradas por los animales marinos. En las demás ciudades hay varones y hembras.» «¿Pero es que existen en el mar otras ciudades, además de ésta?» «¡Muchísimas!» «¿Y también tienen sultanes?» «¡Sí!» «¡Amigo mío! Veo que en el mar hay muchos prodigios.» «¿Qué cosas has visto para maravillarte? ¿Es que no has oído decir al autor de los refranes: “Las maravillas del mar son más numerosas que las de la tierra?”» «Tienes razón.» Abd Allah el terrestre empezó a examinar con atención a aquellas muchachas y vio que tenían rostros como lunas y cabellos iguales a los de las mujeres de la tierra, en cambio, tenían las manos y los pies en el vientre y estaban provistas de colas parecidas a las de los peces. Su amigo, después de haberle mostrado las habitantes de esta ciudad, lo acompañó a otra, muy poblada, repleta de varones y hembras; éstas se parecían también a las muchachas terrestres, pero tenían cola. Aquellas gentes no compraban ni vendían, como hacen los habitantes de tierra firme; tampoco se vestían: todos iban desnudos y con sus vergüenzas al aire. El terrestre preguntó: «¡Amigo mío! ¿Cómo es que los varones y las hembras llevan sus vergüenzas al descubierto?» «Porque los habitantes del mar no tienen telas.» «¿Y qué hacen cuando se casan?» «¡No se casan! Todo aquel a quien le gusta una mujer satisface en ella su deseo.» «¡Pero si esto es un pecado! ¿Por qué no estipula con ella un contrato, le da una dote y celebra una fiesta nupcial conforme mandan Dios y su Profeta?» «Porque no todos somos de la misma religión: hay musulmanes que profesan la unicidad de Dios, cristianos, judíos y de otras religiones. La mayoría de los que se casan son musulmanes.» «Pero vosotros vais desnudos; si entre vosotros no existe la compra-venta, ¿en qué consiste la dote de vuestras mujeres? ¿Es que les dais aljófares y piedras preciosas?» «Para nosotros, las gemas son guijarros y no tienen valor alguno. A aquel que quiere casarse se le pide una determinada cantidad de las distintas clases de peces que deberá pescar: mil, dos mil, más o menos, según sea el acuerdo a que haya llegado con el padre de la esposa. Una vez hace entrega de lo que ésta le ha pedido, se reúne la familia del novio con la novia y se celebra el banquete nupcial. Luego llevan al esposo junto a su mujer. Él se dedica después a la pesca para alimentar a su mujer. Cuando no puede pescar, es ella la que pesca y lo alimenta.» «Y si uno de los dos comete adulterio ¿qué ocurre?» «Si es la mujer la acusada, es desterrada a la ciudad de las mujeres; pero si ha quedado encinta a causa del adulterio, esperan a que dé a luz: si nace una niña la destierran junto con ésta y se la llama “adúltera hija de adúltera” y permanecerá virgen hasta la muerte. Pero si nace un varón le llevan ante el sultán del mar y éste lo mata.» Abd Allah el terrestre quedó maravillado de todo aquello. A continuación, el marino lo llevó a otra ciudad y luego a otra. Así visitaron ochenta ciudades. El terrestre se dio cuenta de que los habitantes de una ciudad no se parecían a los de las demás. Preguntó: «¡Amigo mío! ¿Hay más ciudades en el mar?» «¿Qué piensas de las ciudades y prodigios del mar que te he mostrado? ¡Juro por el noble, misericordioso y clemente del Profeta, que si te mostrase cada día mil ciudades e hiciese esto durante mil años consecutivos, y si en cada ciudad te enseñara mil prodigios, no conseguiría que llegases a ver ni un quilate de los veinticuatro que tienen las ciudades y maravillas del mar! Pero yo sólo te he mostrado nuestros territorios y nuestra tierra.» «¡Amigo mío! Si son así las cosas, me basta con lo que he visto, pues estoy harto de comer peces, y hace ya ochenta días que estoy contigo. Tú sólo me das de comer, mañana y tarde, peces frescos, sin asar ni cocer.» «¿Qué quiere decir cocido o asado?» Abd Allah el terrestre explicó: «Nosotros asamos y cocemos los peces al fuego de distintas maneras, con lo cual hacemos numerosos guisos.» «¿Y dónde podemos conseguir el fuego? Nosotros no sabemos lo que es asar o cocer ni cosas por el estilo.» «Pues nosotros los freímos con aceite de oliva o de sésamo.» «¿Y dónde encontraremos el aceite de oliva o el de sésamo? Nosotros, en el mar, no conocemos nada de lo que dices.» «¡Tienes razón, amigo mío! Pero me has mostrado numerosas ciudades y no me has enseñado la tuya.» «Estamos lejos de mi ciudad, que se encuentra cerca de la región de que venimos. Pero hemos pasado de largo y te he traído aquí porque deseaba que vieras las demás ciudades del mar.» «¡Pues me basta con lo que he visto! Ahora quiero que me enseñes tu ciudad.» «¡Así lo haré!» Lo condujo a su patria, y al llegar a ella le dijo: «Ésta es mi ciudad». El terrestre vio que era una ciudad pequeña en comparación con las que había visto. Entraron en ella, y Abd Allah el marino lo condujo a una cueva y le dijo: «Ésta es mi casa. Todos los edificios de esta ciudad son como el mío, grandes o pequeños, cuevas en la montaña; así son todas las ciudades del mar. Quien quiere construir una casa, va a ver al rey y le dice: “Quiero tener una casa en tal lugar”. El rey le cede un grupo de peces, llamados excavadores, a cambio de un número de peces determinados; dichos peces tienen un pico que excava la roca más dura. Se dirigen al monte señalado por el dueño de la casa y excavan en él su domicilio. Por su parte, el propietario va pescando y da de comer a los peces excavadores hasta que han concluido la cueva. Entonces se marchan, y el dueño ocupa su morada. Todos los habitantes del mar hacen lo mismo, no se ayudan los unos a los otros, y sólo se sirven de peces. Y todos ellos son peces. ¡Entra!» El terrestre entró. Abd Allah el marino llamó: «¡Hija mía!», y al momento acudió ésta. Tenía una cara redonda como la luna, largos cabellos, pesadas nalgas, mirada alcoholada y estrecha cintura. Advirtió que iba desnuda y tenía cola. Se dio cuenta de que su padre iba acompañado por el terrestre. Le preguntó: «¡Padre! ¿Quién es este individuo sin cola?» «¡Hija mía! Es mi amigo terrestre, el que me ha facilitado las frutas de tierra que yo te he traído. Ven y salúdalo.» La joven se acercó y lo saludó con lengua elocuente y palabras emocionantes. El padre le dijo: «Sirve víveres al huésped que nos trae la baraca con su venida». Le sirvió dos peces grandes; cada uno de ellos parecía un cordero. Le dijo. «¡Come!» Comió a causa del hambre que sentía, pero con cierta desgana, pues ya estaba harto de comer peces. Al cabo de poco apareció la mujer de Abd Allah el marino. Era hermosa, y venía acompañada por dos niños; cada uno de ellos llevaba en la mano un pescado, que desgranaba del mismo modo que hace el hombre con los cohombros. Al ver a Abd Allah el terrestre en compañía de su esposo preguntó a éste: «¿Quién es este individuo sin cola?» Los dos chiquillos, la hermana y la madre se aproximaron al terrestre y empezaron a examinarle el trasero exclamando: «¡Por Dios, que no tiene cola!», y se echaron a reír. Abd Allah el terrestre dijo: «¡Amigo mío! ¿Me has traído aquí para que sirva de objeto de burla a tu mujer y a tus hijos?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche novecientas cuarenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el marino respondió: «Perdona, hermano, pero es que entre nosotros no hay nadie que carezca de cola; cuando aparece uno sin ella, el sultán se lo lleva para divertirse. No reprendas a mis hijos pequeños ni a mi mujer, pues no tienen conocimiento completo». Abd Allah el marino gritó a su familia: «¡Callad!» Se asustaron y callaron. Luego empezó a tranquilizar a su amigo. Mientras estaban hablando, se presentaron diez hombres fuertes y corpulentos. Besaron el suelo y dijeron: «¡Abd Allah! El rey se ha enterado de que está contigo un ser sin cola, uno de ésos de tierra firme». «¡Sí! Es este hombre. Es amigo mío y lo he traído como huésped. Quiero devolverlo de nuevo a tierra firme.» «¡Nosotros no podemos marcharnos sin llevárnoslo! Si tienes algo que decir, llévalo tú mismo ante el rey. Lo que tengas que decirnos, díselo tú al rey.» Abd Allah el marino exclamó: «¡Hermano mío! Discúlpame, pero río podemos desobedecer al rey. Acompáñame ante él, y yo, si Dios quiere, me esforzaré en salvarte. No temas: en cuanto te vea, se dará cuenta de que eres un ser terrestre, te tratará con miramientos y te devolverá a tierra firme.» Abd Allah el terrestre replicó: «Mi opinión es la tuya. ¡En Dios confío! Iré contigo». El marino acompañó al terrestre ante el rey. Éste, al verlo, se echó a reír y dijo: «¡Bien venido, ser sin cola!» Todos los que rodeaban al soberano rompieron a reír y exclamaron: «¡Sí! ¡Por Dios! ¡Es un descolado!» Abd Allah el marino se acercó al rey y lo informó de quién se trataba, diciendo: «Es un ser de la tierra, amigo mío. No vivirá entre nosotros, ya que sólo le gusta comer pescado frito o cocido. Deseo que me concedas permiso para devolverlo a tierra firme». «Si es así y no ha de vivir entre nosotros, te permito que lo devuelvas a su patria una vez haya gozado de la hospitalidad.» El soberano gritó: «¡Traed la mesa!» Sirvieron distintas clases de pescado en varios guisos, y el terrestre comió para obedecer la orden del rey. Luego dijo éste: «¡Pídeme un favor!» El terrestre pidió: «¡Te ruego que me regales gemas!» «¡Llevadlo al depósito de las gemas y dejadle que escoja cuantas quiera!» Su amigo lo acompañó al depósito de las gemas, y allí escogió él todas las que quiso. Después regresó a la ciudad. Abd Allah el marino le entregó una bolsa, diciendo: «Toma esto en depósito y llévalo a la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y le salve!)». El terrestre lo tomó sin saber qué contenía. El marino lo acompañó hasta llegar a tierra firme. Por el camino hallaron gentes que cantaban y celebraban una fiesta: los manteles estaban extendidos y cubiertos de peces. Comían, cantaban y estaban muy contentos. Abd Allah el terrestre preguntó al marino: «¿Qué pasa que están tan contentos? ¿Celebran una boda?» «¡No es ninguna boda! Se les ha muerto un familiar.» «¿Es que cuando se os muere alguien os alegráis, cantáis y celebráis banquetes?» «¡Sí! ¿Y vosotros, las gentes de tierra, qué hacéis?» «Cuando se nos muere alguien, nos ponemos tristes y lloramos; las mujeres se abofetean el rostro, y es tanta la pena que sienten, que rasgan sus vestidos.» Abd Allah el marino clavó los ojos en el terrestre y le dijo: «¡Devuélveme el depósito!» Se lo devolvió. Después, el marino dejó al terrestre en su elemento, diciéndole: «Hoy queda roto el afecto y la amistad que por ti sentía. Desde hoy no volverás a verme ni yo te veré». «¿Por qué me dices tales palabras?» «¡Gentes de la tierra! ¿Es que no sois un depósito de Dios?» «¡Sí!» «¿Y cómo no estáis satisfechos cuando Dios recupera su depósito? ¿Por qué tenéis que llorar? ¿Cómo he de entregarte un depósito para el Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!), si cuando os nace un niño os alegráis por el mero hecho de que Dios (¡ensalzado sea!) le haya infundido, como depósito, el alma, y cuando Él recupera su depósito lloráis y os entristecéis? ¡Para nada necesitamos vuestra amistad!» Lo dejó y se marchó hacia el mar. Abd Allah el terrestre se vistió, cogió las gemas y fue a ver al rey. Éste lo recibió con afecto y se alegró de su llegada. Le preguntó: «¡Yerno! ¿Cómo estás? ¿Por qué has permanecido ausente durante este tiempo?» Abd Allah le refirió toda su historia y los prodigios marinos que había visto. El rey quedó admirado. Luego le explicó lo que le había dicho Abd Allah el marino. El rey le dijo: «Has cometido una falta al contarle tal historia».
Durante una temporada, el terrestre continuó frecuentando la orilla del mar y llamando a Abd Allah el marino. Pero éste no le contestó ni volvió a salir, y así el terrestre perdió la esperanza de volver a verlo.
Abd Allah y el rey, su suegro, vivieron en la más feliz de las vidas y en la mejor de las situaciones hasta que se les presentó el destructor de todas las dulzuras, el separador de los amigos. Todos murieron.
¡Gloria al Viviente, al que no muere, al Poseedor del reino y la soberanía, al que es Poderoso sobre todas las cosas, e indulgente y omnisciente con sus criaturas!