HISTORIA DE ABU QIR Y ABU SIR

SE cuenta que en la ciudad de Alejandría vivían dos hombres. Uno de ellos era tintorero y se llamaba Abu Qir; el otro era barbero y se llamaba Abu Sir. En el zoco el uno era vecino del otro puesto que la tienda del barbero estaba al lado de la del tintorero. Este último era un malhechor, un embustero y un enredón; parecía que sus sienes habían sido esculpidas en la roca o que se le hubiese extraído del umbral de una sinagoga de judíos. No se avergonzaba del daño que causaba a la gente y tenía por costumbre, cuando alguien le daba ropa para teñirla, pedirle por adelantado el importe haciéndole creer que tenía que comprar los tintes. Entonces le pagaban por anticipado, él cogía el dinero, lo invertía en comer y beber, y, después que se había ido el dueño, vendía la ropa y gastaba su importe en atiborrarse, en beber y en otras cosas. Sólo comía los guisos más exquisitos y bebía los caldos más finos que suben a la cabeza. Cuando comparecía el dueño de la ropa le decía: «Vuelve mañana, antes de la salida del sol, y encontrarás teñido lo que necesitas». El dueño se iba diciéndose: «Un día está cerca del que le sigue». Pasaba, la noche y al día siguiente acudía a la cita. Le decía: «Vuelve mañana. Ayer no pude hacerlo pues tenía invitados y he tenido que atender a sus necesidades hasta que se han marchado. Mañana, antes de que salga el sol, tendrás teñida tu tela». Se marchaba y regresaba al tercer día. Le explicaba: «Por lo de ayer, disculpa: mi mujer dio a luz y he estado ocupado todo el día. Pero mañana, sin falta, ven a recoger tu cosa teñida». Cuando regresaba según lo convenido le volvía a dar otra excusa y le juraba.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que no paraba de darle largas y de hacer promesas al cliente, hasta que éste se impacientaba y le decía: «¿Cuántas veces me has dicho que mañana estará? ¡Devuélveme mi prenda pues ya no quiero teñirla!» Le contestaba: «¡Hermano mío, por Dios! ¡Me avergüenzo delante tuyo, pero he de decirte la verdad! ¡Dios castiga al que perjudica a la propiedad de los demás!» «¡Infórmame de lo que ha ocurrido!» «Yo había teñido tu ropa a la perfección y la había extendido en una cuerda, pero me ha sido robada y no sé quién es el ladrón.» Si el dueño de la prenda era una persona de bien, le decía: «¡Que Dios me indemnice!» Si era un hombre de mala condición lo injuriaba y lo difamaba, pero no conseguía nada de él, aunque llevara la querella ante el juez. Siguió obrando de este modo hasta que se difundió su fama entre la gente; los unos avisaron a los otros y Abu Qir se hizo proverbial. Todos se abstuvieron de darle trabajo y sólo caía en sus manos el que ignoraba lo que ocurría. A pesar de esto, cada día tenía líos e injurias con las criaturas de Dios. Por esta causa su negocio fue languideciendo y empezó a frecuentar la tienda del barbero Abu Sir, su vecino, a sentarse en el interior, en frente de la tintorería, y a observar si un incauto se paraba ante la puerta con algún objeto que teñir. Entonces, saliendo de la tienda del barbero, le decía: «¡Oh, tú! ¿Qué deseas?» El cliente le contestaba: «¡Toma: tíñeme esto!» «¿De qué color lo quieres?» A pesar de sus malas cualidades era capaz de teñir en cualquier color, pero no obraba rectamente con nadie y por esto la miseria le ahogaba. Tomando la prenda decía: «Dame el importe adelantado. Mañana ven a recogerla». Le pagaba lo que le pedía y se marchaba. En cuanto el Cliente se iba a sus quehaceres, Abu Qir corría al mercado, vendía la pieza y con su importe compraba carne, verdura, tabacos, fruta y cuanto le era necesario. Pero cuando veía ante la tienda a uno de los que le habían entregado un objeto para teñir desaparecía y no se dejaba ver. De esta forma permaneció durante años. Cierto día tomó prendas de un hombre desenvuelto, las vendió y se gastó el importe. El propietario empezó a ir a buscarla todos los días, pero no lo encontró nunca en la tienda, ya que en cuanto veía a uno de aquellos que le habían confiado un objeto huía a refugiarse en la tienda del barbero Abu Sir. Aquel hombre, harto de viajes y de no encontrarlo en el local, se presentó ante el cadí y éste le envió con un alguacil a clavar la puerta de la tienda y a sellarla en presencia de un grupo de musulmanes, ya que no había encontrado en ella más que unos cacharros rotos que no valían lo que sus ropas. El alguacil cogió la llave y dijo a los vecinos: «Decid al dueño que venga a traernos las ropas de este hombre y a recoger la llave de su tienda». El cliente y el mensajero se marcharon a sus quehaceres. Abu Sir dijo a Abu Qir: «¿Qué haces? ¿Privas de sus ropas a todos los dientes? ¿Dónde ha ido a parar la ropa de ese hombre desenvuelto?» Le respondió: «¡Vecino! ¡Me la han robado!» «¡Es estupendo! ¡Cada vez que te dan algo te lo roba un ladrón! ¿No serás tú el lugar de cita de todos los ladrones? Creo que mientes. ¡Vecino! ¡Cuéntame tu historia!» «Nadie me ha robado nada.» «¿Y qué haces de las cosas de las gentes?» «Cuando alguien me confía una prenda la vendo y me gasto su importe.» «¿Es que Dios te permite hacer tales cosas?» «Si lo hago es sólo debido a la miseria, ya que mi oficio no da para vivir y yo soy pobre, no tengo nada.» A continuación le expuso lo escaso de sus negocios y sus pocos recursos. Por su parte Abu Sir le dijo que su oficio también daba poco diciéndole: «Yo soy un maestro en él, no tengo igual en esta ciudad, pero nadie viene a cortarse el pelo, porque soy un hombre pobre. ¡Cuánto aborrezco este oficio, hermano!» Abu Qir, el tintorero, replicó: «También yo aborrezco mi oficio dado lo poco que da pero, hermano mío, ¿qué nos retiene en esta ciudad? Ambos podemos marcharnos a recorrer los países de las gentes ya que acreditaremos, con nuestras manos, los respectivos oficios en cualquier región. Si viajamos respiraremos el aire y nos distraeremos de esta gran pena». Abu Qir no paró de ensalzar los viajes a Abu Sir hasta que éste se decidió a partir. Ambos se pusieron de acuerdo para el viaje.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Abu Qir se alegró de que Abu Sir se decidiese a viajar y recitó las palabras del poeta:

Aléjate de la patria en busca del bienestar. Emprende el viaje, pues éste tiene cinco ventajas:

Disipa las preocupaciones, facilita el ganarse la vida, aumenta la instrucción, acrece la cultura y da noble compañía.

Se dice que los viajes requieren fatigas y trabajos, rompen los vínculos y causan grandes molestias.

Pero también la muerte es mejor que vivir en una casa despreciable, entre calumniadores y envidiosos.

Cuando ambos estuvieron preparados para la marcha, Abu Qir dijo a Abu Sir: «¡Vecino mío! Nos hemos transformado en hermanos y no nos separaremos jamás. Es necesario que recitemos la fátiha comprometiéndonos a que aquel de nosotros que gane su sustento atenderá al otro y que todo lo que sobre lo guardaremos en una caja. Al regresar a Alejandría lo repartiremos entre los dos justa y equitativamente». Abu Sir replicó: «Así debe ser». A continuación leyó la fátiha comprometiéndose a que el que tuviese trabajo alimentaría al que estuviese en paro. Abu Sir cerró la tienda y entregó las llaves a su dueño. Abu Qir dejó sus llaves en poder del mensajero del cadí y abandonó su tienda cerrada y sellada. Ambos tomaron lo que les era necesario, emprendieron el viaje y se embarcaron en un galeón en el mar salado. Aquel mismo día se dieron a la vela y para colmo de felicidad del barbero resultó que en el galeón no había ningún otro hombre que tuviese su oficio. Iban ciento veinte hombres sin contar el capitán y la tripulación. Una vez hubieron tendido las velas del galeón el barbero dijo al tintorero: «¡Hermano mío! Nos encontramos en alta mar y es necesario que comamos y bebamos; tenemos pocos víveres pero ¡quién sabe si alguien me dirá “¡Barbero! ¡Aféitame!”! Yo le afeitaré a cambio de un mendrugo o de media para o de un sorbo de agua. Esto nos será útil a ti y a mí». El tintorero replicó: «No hay inconveniente». A continuación apoyó la cabeza y se durmió. El barbero cogió sus utensilios y la jofaina, colocó encima de sus hombros un trapo en lugar de la toalla, puesto que era pobre, y empezó a cruzar entre los pasajeros. Uno de ellos le gritó: «¡Ven, maestro! ¡Aféitame!» Lo afeitó y al terminar el cliente le dio media para. El barbero le dijo: «No necesito esta media para. Mas si me dieras una rebanada de pan sería el mejor pago para mí en medio de este mar, ya que tengo un compañero y nuestros víveres son escasos. Le dio un panecillo, un pedazo de queso y le llenó la jofaina de agua dulce. El barbero lo cogió y se dirigió junto a Abu Qir. Le dijo: «Coge este pan; cómelo con el queso y bebe del agua que hay en la jofaina». Lo cogió, comió y bebió. Después, Abu Sir, el barbero, volvió a coger sus útiles, se colocó el paño sobre los hombros, la bacía en la mano y volvió a recorrer el galeón cruzando entre los pasajeros. Afeitó a un hombre a cambio de dos panecillos y a otro por un pedazo de queso. Las demandas aumentaban y a todo el que le decía: «¡Aféitame, maestro!», le imponía como condición que le diese dos panecillos y media para, ya que en el galeón no había otro barbero. Al atardecer había reunido ya treinta panecillos y treinta medias para) tenía queso, aceitunas y huevos de pez. Ocurría que cada vez que pedía algo se lo daban y así llegó a reunir multitud de cosas. Afeitó al capitán y se quejó de los pocos víveres que tenían para el viaje. Éste le contestó: «¡Sé bienvenido! Vente todas las noches con tu compañero y cenaréis conmigo. No os preocupéis mientras dure vuestro viaje con nosotros». Regresó al lado del tintorero y le encontró durmiendo. Le despertó. Cuando Abu Qir se hubo desvelado vio al lado de su cabeza un gran montón de víveres, queso, aceitunas y huevos. Le preguntó: «¿De dónde has sacado esto?» «De la generosidad de Dios (¡ensalzado sea!).» El tintorero quiso comer, pero Abu Sir le dijo: «¡Hermano mío! No comas de esto y déjalo, pues nos servirá en otra ocasión. Sabe que he afeitado al capitán y me he quejado a él de la escasez de víveres. Me ha contestado: “¡Sé bienvenido! Vente todas las noches con tu compañero y cenaréis conmigo”. Esta noche nos toca la primera cena con el capitán». Abu Qir le contestó: «El mar me ha mareado y no puedo levantarme de mi sitio. Déjame cenar con estas cosas y vete solo a la cita con el capitán». «No hay inconveniente en ello.» Se sentó a contemplar cómo comía y vio que cortaba los bocados como si cortase las piedras de un monte; que los engullía como un elefante hambriento de varios días; que tomaba un nuevo bocado antes de haber terminado con el anterior; que los ojos se le desorbitaban como si fuesen los de un ogro al contemplar lo que tenía en las manos y que resollaba como un toro hambriento delante de la paja y de las habas. De repente se acercó un marinero que le dijo: «¡Maestro! El capitán te dice: “Toma a tu compañero y ven a cenar”» Abu Sir dijo a Abu Qir: «¿Vienes?» «¡No puedo andar!» El barbero fue solo. Vio que el capitán estaba sentado y que tenía delante una mesa que contenía veinte o más platos. Él y sus comensales estaban esperando la llegada del barbero y de su compañero. El capitán al verlo le preguntó por su amigo. Le contestó: «¡Señor mío! Está mareado». «No es raro. Ya se le pasará el mareo. Acércate y cena con nosotros, pues te estaba esperando.» El capitán separó un plato y colocó en él guisos de todas clases en tal cantidad que hubiese bastado para diez personas. Cuando el barbero hubo cenado el capitán le dijo: «Llévate este plato para ti y para tu compañero». Abu Sir lo cogió y se lo llevó a Abu Qir. Vio que éste estaba triturando con sus caninos toda la comida que tenía a su alcance, que comía como si fuese un camello y que engullía a toda prisa bocado tras bocado. Abu Sir le dijo: «¿No te había dicho que no comieses? El capitán es muy generoso. ¡Mira que es lo que te envía dado que yo le he explicado que estás mareado!» «¡Dámelo!» Le pasó el plato. Abu Qir lo cogió y se arrojó, ávido, encima de todos los guisos como si fuese un perro furioso, o un león de presa o el buitre ruj cuando se abate sobre la paloma o aquel que estando a punto de morir de hambre, ve el alimento y se precipita a comerlo. Abu Sir le dejó, se marchó al lado del capitán y tomó el café con éste. Después regresó al lado de Abu Qir y vio que ya se había comido todo lo que contenía el plato y lo había arrojado vacío.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que lo recogió, se lo entregó a uno de los servidores del capitán, regresó al lado de Abu Qir y se durmió hasta la llegada de la aurora. Al día siguiente Abu Sir volvió a afeitar. Cada vez que le daban algo lo entregaba a Abu Qir quien se lo comía o se lo bebía; seguía sentado, sin levantarse ni siquiera para hacer sus necesidades. Cada noche le llevaba un plato bien lleno de parte del capitán.

Siguieron en esta situación durante veinte días, hasta que el galeón ancló en el puerto de una ciudad. Ambos desembarcaron del buque, entraron en la ciudad y alquilaron una habitación en la fonda. Abu Sir la amuebló y compró todo lo que necesitaban; llevó carne y la coció mientras Abu Qir dormía sin interrupción, sin despertarse, desde el momento en que se habían instalado. Abu Sir lo despertó y le colocó la mesa delante. Al desvelarse comió y después dijo: «¡No me reprendas! Estoy mareado». Continuó así durante cuarenta días. El barbero, cada día, tomaba sus instrumentos y recorría la ciudad, trabajaba según lo que el destino le deparaba, y volvía a la fonda en la que encontraba durmiendo a Abu Qir. Lo llamaba y cuando se había desvelado le daba de comer: el gandul comía sin estar nunca harto ni satisfecho y después volvía a dormirse. Esta situación continuó durante otros cuarenta días. Abu Sir le decía constantemente: «Incorpórate, descansa y sal a dar un paseo por la ciudad. Es magnífica, estupenda. No hay ninguna otra que se la pueda comparar». Abu Qir, el tintorero, le decía: «¡No me reprendas! Estoy mareado». Abu Sir, el barbero, no le molestaba ni le dirigía ninguna palabra desagradable. El cuadragésimo primer día, el barbero se puso enfermo y no pudo salir. Encargó al portero de la fonda para que les atendiese. Éste les fue facilitando la comida y la bebida. Todo ello sucedía sin que Abu Qir dejase de dormir. Abu Sir continuó molestando al portero de la fonda durante un plazo de cuatro días. Después, la enfermedad del barbero se agravó y perdió el conocimiento. El hambre atormentó a Abu Qir. Se levantó, se puso los vestidos de Abu Sir. Junto a éstos encontró una cierta cantidad de dirhemes. La cogió, encerró en la habitación a Abu Sir y se marchó sin que nadie se diese cuenta, puesto que el portero, que estaba en el zoco, no le vio salir. Abu Qir se dirigió al mercado, se puso magníficos vestidos y empezó a pasear y a visitar la ciudad. Vio que era una villa como jamás había visto otra. Todos sus habitantes iban vestidos únicamente de blanco y azul. Recorrió las tintorerías y vio que sólo teñían tinte azul. Sacó su pañuelo y dijo: «¡Maestro! Coge este pañuelo, tíñemelo y cobra tu salario». «Teñir esto cuesta veinte dirhemes.» Abu Qir le replicó: «En nuestro país cuesta dos dirhemes.» «Pues bien, ve a buscar un tintorero de tu país. Nosotros lo teñiremos únicamente por veinte dirhemes, ni uno menos.» Abu Qir preguntó: «¿De qué color me lo teñirás?» «Azul.» «Yo quiero que lo tiñas de rojo.» «No sé teñir en rojo.» «Pues en verde.» «No sé teñir en verde.» «Pues en amarillo.» «No sé teñir en amarillo.» Abu Qir fue citando color tras color. El tintorero le explicó: «Somos en total cuarenta maestros, ni uno más ni uno menos, en todo nuestro país. Cuando muere uno de nosotros enseñamos el oficio a su hijo; si no deja heredero disminuye nuestro número en uno y si deja dos hijos instruimos a uno solo y si éste muere, enseñamos al hermano. Nuestro oficio, pues, está limitado a nosotros y únicamente sabemos teñir de azul». Abu Qir el tintorero le dijo: «Sabe que soy tintorero y que sé teñir en todos los colores. Deseo que me des un empico y un salario y yo te enseñaré a teñir en todos los colores para que puedas vanagloriarte de ello por encima de todos los demás tintoreros». Le replicó: «Jamás aceptamos que un extranjero se introduzca en nuestro oficio». «¿Y si abro una tintorería por mi cuenta?» «¡Jamás podrás hacerlo!» Abu Qir le dejó y fue a ver a otro tintorero el cual le dijo lo mismo que el primero. Fue yendo de tintorero en tintorero hasta que hubo visitado a los cuarenta sin que ninguno de ellos le aceptase como oficial o maestro. Entonces corrió a ver al síndico de los tintoreros y le expuso el caso. Éste le replicó: «No aceptamos a ningún extranjero en nuestra profesión». Abu Qir se encolerizó de mala manera y fue a quejarse al rey de aquella ciudad. Le dijo: «¡Rey del tiempo! Soy un extranjero y tintorero de oficio. Me ha pasado esto y aquello con los tintoreros. Yo sé teñir en rojo y en sus distintos matices, como son el rosado y el morado; en verde y en sus distintos matices, como son el verde de hierba, el de alfónsigo, el aceitunado y el de papagayo; en negro en sus distintos matices, como son el de carbón y el de colirio; en amarillo en sus distintos matices, como son el de naranja y el de limón». Siguió citándole matices y añadió: «¡Rey del tiempo! No hay ni uno de los tintoreros de tu ciudad cuyas manos sean capaces de teñir un objeto en tales colores, puesto que sólo saben hacerlo en azul y no me han querido aceptar ni como maestro ni como dependiente». El rey le contestó: «¡Tienes razón! Pero yo te abriré una tintorería y te daré el capital. No tendrás por qué preocuparte de ellos y ahorcaré al que te moleste en la puerta de su tienda». Dio órdenes a los albañiles y les dijo: «Id con este maestro. Recorred con él la ciudad y cuando encuentre un lugar que le guste expulsad al dueño; da igual que se trate de una tienda, de una fonda o de cualquier otro inmueble. Construid una tintorería de acuerdo con su deseo y ejecutad sin rechistar, cualquier cosa que os diga». A continuación, el rey le concedió un hermoso vestido de honor, le dio mil dinares y le dijo: «Gástalos en atender tus necesidades hasta que se haya terminado la construcción». Le regaló dos esclavos para su servicio y un corcel con arneses recamados. Abu Qir se puso la túnica, montó en el caballo: parecía un príncipe. El rey le concedió una casa y mandó que la amueblasen.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la amueblaron, se instaló en ella y al día siguiente montó a caballo y recorrió la ciudad llevando delante de él a los arquitectos. Fue observando hasta llegar a un lugar que le complació. Dijo: «Éste es un buen sitio». Sacaron a su dueño y lo condujeron ante el rey quien le pagó más de lo que valía su propiedad y quedó satisfecho. Acudieron los albañiles y Abu Qir les dijo: «Construid tal y tal cosa y haced esto y aquello»; así le levantaron una tintorería que no tenía igual. Después se presentó ante el rey y le informó de que estaba terminado el edificio de la tintorería y que sólo necesitaba, para que funcionase, el precio de los colores. El rey le dijo: «Toma estos cuatro mil dinares como capital inicial y muéstrame los resultados de tu tintorería». Cogió el dinero, se fue al zoco y encontró mucho índigo a precio regalado. Compró todos los ingredientes que necesitaba para teñir. El rey le envió quinientos retales de telas. Las tiñó de distintos colores, después de lo cual las colocó delante de la tienda. Las gentes, al pasar por allí, al ver una cosa tan prodigiosa, que nunca la habían visto en su vida, se amontonaron ante su puerta y boquiabiertos le interrogaban y le decían: «¡Maestro! ¿Cuáles son los nombres de estos colores?» Les respondía: «Éste es rojo; éste es amarillo; éste es verde», y se los iba mostrando. Empezaron a llevarle trozos de tela y a decirle: «Tíñenoslo de este color y éste y cobra lo que desees». Cuando hubo terminado de teñir las ropas del soberano las cogió y se dirigió con ellas al diván. El rey, al ver aquellos colores, se alegró y le recompensó espléndidamente. Todos los soldados acudieron a él con ropas y le dijeron: «¡Tíñenos esto!» Él lo teñía de acuerdo con sus deseos y ellos le cubrían de oro y de plata. Se divulgó su nombre y su tintorería se llamó la «Tintorería del Sultán». El bienestar le llegó por todas las puertas y ninguno de los tintoreros podía hablar con él, pero todos acudían, le besaban las manos y se excusaban por su anterior comportamiento, ofreciéndosele diciendo: «¡Tómanos por dependientes!» Pero él no quiso recibir a ninguno de ellos. Adquirió esclavos y criados y reunió grandes riquezas. Esto es lo que a Abu Qir se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Abu Sir: «Abu Qir lo dejó encerrado en la habitación después de haberle robado los dirhemes; se marchó dejándole solo, enfermo, sin conocimiento, tendido en la habitación y con la puerta cerrada. Así pasó tres días. El portero de la fonda se fijó en la puerta de la habitación y al darse cuenta de que estaba cerrada, de que no veía a ninguno de los dos hasta el momento de la caída de la tarde y de que no tenía ninguna noticia se dijo: «Tal vez se han ido de viaje sin pagar el alquiler de la habitación o bien han muerto, ¿qué puede haberles pasado?» Se acercó a la puerta, vio que estaba cerrada y oyó en el interior fuertes gemidos mientras que la llave estaba en la cerradura. Abrió, entró y encontró al barbero quejándose. Le dijo: «¡Que no te ocurra ningún daño! ¿Dónde está tu compañero?» «¡Por Dios! Sólo hoy me he repuesto de mi enfermedad y he empezado a gritar sin recibir contestación de nadie. ¡Dios esté contigo, hermano mío! Busca la bolsa que está debajo de mi cabeza, coge cinco medios dirhemes y cómprame algo con lo que pueda alimentarme, pues tengo muchísima hambre.» El portero alargó la mano, cogió la bolsa y vio que estaba vacía. Dijo al barbero: «La bolsa está vacía; no contiene nada». El barbero, Abu Sir, se dio cuenta de que Abu Qir le había robado lo que contenía y había huido. Le preguntó: «¿No has visto a mi compañero?» «Hace tres días que no le veo. Creía que os habíais ido los dos de viaje.» «No nos hemos ido de viaje. Él deseaba apoderarse de mis céntimos, los ha cogido y ha huido al verme enfermo.» Lloró y sollozó. El portero le dijo: «¡Que no te ocurra ningún daño! Dios le dará lo que se merece». El portero de la fonda se fue, le preparó un caldo y un plato de comida y se lo dio atendiéndole solícitamente con cargo a su propio peculio durante un plazo de dos meses hasta que hubo sudado y Dios le hubo curado de la enfermedad que padecía. Se puso de pie y dijo al portero de la fonda: «¡Que Dios (¡ensalzado sea!) permita que pueda recompensarte por el bien que me has hecho que es tanto que sólo Él puede pagártelo!» El portero le replicó: «¡Loado sea Dios que te ha devuelto la salud! Yo he obrado así contigo únicamente con el deseo de obtener la noble faz de Dios». El barbero salió de la fonda, recorrió los zocos y los hados le llevaron hasta el barrio en que estaba la tintorería de Abu Qir. Vio que las telas teñidas estaban allí, junto a la puerta, y que una gran multitud se aglomeraba para contemplarlas. Preguntó a un habitante de la ciudad: «¿Qué lugar es este? ¿Por qué hay tanta gente aquí reunida?» Le contestó: «Es la Tintorería del Sultán. Éste la ha construido para un hombre extranjero llamado Abu Qir. Cuando tiñe un vestido se reúne la gente para contemplar cómo lo hace, ya que los tintoreros de nuestro país no saben teñir en estos colores. A Abu Qir le ha sucedido con los tintoreros de la ciudad lo que le ha sucedido». Le refirió todo lo que había ocurrido a aquél con la gente del ramo y que había ido a quejarse al Sultán: «Éste le llevó sobre la palma de la mano —continuó—, le construyó esta tintorería y le ha dado esto y esto». Así le informó de todo lo que había ocurrido. Abu Sir se alegró y se dijo: «¡Loado sea Dios que le ha favorecido hasta hacer de él un maestro! El hombre tiene disculpa de haberse distraído de ti con la práctica de su profesión. Tú le has hecho favores y le has tratado bien cuando no tenía trabajo. Cuando te vea se alegrará y te tratará con los mismos miramientos con que tú le trataste». Se acercó a la puerta de la tintorería y vio que Abu Qir estaba sentado en un elevado sitial colocado encima de un banco situado junto a la puerta. Llevaba un traje de regia factura y delante suyo había cuatro esclavos y cuatro mamelucos que vestían estupendas ropas; vio obreros y diez esclavos en pie trabajando, ya que al comprarlos les había enseñado el oficio. Abu Qir estaba sentado encima de cojines como si fuese el gran visir o un rey todopoderoso: no hacía nada con las manos y sólo les decía: «¡Haced esto y esto!» Abu Sir se detuvo delante de él creyendo que cuando le viera se alegraría, le saludaría, le trataría con buenos modos y le haría los honores. Pero cuando el ojo del uno vio al del otro Abu Qir le dijo: «¡Miserable! ¡Cuántas veces te he dicho que no te pares ante la puerta de este taller! ¿Es que quieres afrentarme ante la gente, ladrón? ¡Detenedlo!» Los esclavos se le echaron encima y lo cogieron. Abu Qir se puso de pie, cogió un garrote y dijo: «¡Echadlo al suelo!» Le dio cien palos en la espalda. Después le volvieron y le dio otros cien en el vientre diciendo: «¡Miserable! ¡Traidor! Si después de hoy te vuelvo a ver en la puerta de esta tintorería te enviaré al acto al rey quien te entregará al valí para que te corte el cuello. ¡Vete y que Dios no te bendiga!» Se marchó confuso por los golpes y la humillación que había sufrido. Los que estaban presentes preguntaron a Abu Qir el tintorero: «¿Qué ha hecho este hombre?» Les contestó: «Es un ladrón que me roba las ropas de los clientes.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Qir prosiguió:] »…Me ha robado muchas veces pero yo me decía: “¡Que Dios le perdone! Es un hombre pobre y no quiero molestarle”. Pagaba a la gente el importe de sus ropas y le reprendía con buenos modos. Pero él no se ha dado por vencido. Si vuelve otra vez lo remitiré al rey quien lo matará: así la gente podrá vivir a cubierto de sus fechorías». Los allí reunidos empezaron a injuriarle después de haberse ido. Esto es lo que se refiere a Abu Qir.

He aquí lo que hace referencia a Abu Sir: Regresó a la fonda y se sentó a meditar en lo que había hecho con él Abu Qir. No se movió hasta que se le hubo calmado el dolor de los palos. Salió, cruzó los zocos de la ciudad y se le ocurrió ir al baño. Preguntó a uno de sus habitantes: «¡Hermano mío! ¿Por dónde se va al baño?» El otro le preguntó: «¿Qué es un baño?» «Un lugar en que la gente se lava quitándose las suciedades. Es una de las mayores delicias del mundo.» «¡Tienes que ir al mar!» «¡Pero si yo quiero un baño!» «No sabemos lo que es un baño y todos nosotros vamos al mar, incluso el rey si quiere lavarse.» Cuando Abu Sir se dio cuenta de que en la ciudad no había ni un baño y que sus habitantes no sabían lo que era, se fue a ver al rey, entró, besó el suelo ante él e hizo las pertinentes invocaciones. Después le dijo: «Soy un extranjero cuyo oficio es el de bañador. He venido a tu ciudad y he querido ir a un baño, pero no he encontrado en ella ni uno tan siquiera a pesar de que la ciudad tiene un aspecto magnífico. ¿Cómo puede carecer de baño si éstos constituyen lo mejor del mundo?» El rey le preguntó: «¿Qué es un baño?» Le refirió sus características y añadió: «Tu ciudad no será perfecta hasta que disponga de un baño». El rey le contestó: «¡Bien venido!» Le dio un traje de corte que no tenía igual, le regaló un corcel, esclavos, cuatro esclavas y dos mamelucos. Mandó que le preparasen una casa amueblada y le honró más que al tintorero poniendo a su disposición albañiles. Les dijo: «Construid un baño en el lugar que le guste». Recorrió la ciudad hasta llegar a un sitio que le interesó. Les hizo una indicación y los obreros se instalaron allí. Él les fue indicando cómo debían hacerlo y construyeron un baño que no tenía igual. Les mandó que lo decorasen y lo arreglaron de tal modo que dejaba pasmados a todos los que lo veían. Se presentó ante el rey y le informó de que había terminado de construir y decorar el baño. Añadió: «Sólo faltan los muebles». El rey le entregó diez mil dinares y él los tomó, amuebló la casa de baños y colocó las toallas alineadas en las cuerdas. Todos los que cruzaban ante su puerta clavaban en él la vista y se quedaban estupefactos ante su decoración. Las gentes se amontonaron ante aquel edificio que veían por primera vez en su vida. Lo contemplaban y preguntaban: «¿Qué es esto?» Abu Sir les contestaba: «Un baño». Ellos se quedaban boquiabiertos. Calentó el agua, la hizo circular y colocó un surtidor en la pila que dejaba absorto el entendimiento de todos los habitantes de la ciudad que lo veían. Pidió al rey diez mamelucos que aún no hubiesen llegado a la pubertad y se los entregó: eran como lunas. Abu Sir les dio un masaje y les dijo: «¡Haced lo mismo con los clientes!» Perfumó el baño con incienso y mandó a un pregonero que anunciase por la ciudad: «¡Criaturas de Dios! ¡Acudid al baño que se llama «Baños del Sultán»!» Las gentes acudieron a porfía y Abu Sir mandó a los mamelucos que lavasen los cuerpos. Los clientes entraron y salieron ininterrumpidamente, lavándose, durante tres días, sin pagar nada. El cuarto día el rey decidió visitar el baño. Montó a caballo y se dirigió hacia él con los grandes del reino. Se desnudó y entró en la piscina. Abu Sir lo acompañó, le hizo masaje y le quitó toda la suciedad que tenía en el cuerpo y que formaba a modo de mechas; se las iba mostrando y el rey se ponía contento y se pasaba la mano por el cuerpo resbalando por la piel limpia y tersa. Una vez le hubo lavado el cuerpo, mezcló agua de rosas con el agua de la piscina. El soberano se metió en ésta y salió con el cuerpo perfumado y rejuvenecido como jamás lo había tenido. Después lo sentó en el vestíbulo y los mamelucos empezaron a hacerle masaje mientras los pebeteros exhalaban perfume de áloe y ámbar gris. El rey dijo: «¡Maestro! ¿Es en esto en lo que consiste el baño?» «¡Sí!» «¡Por mi cabeza! Mi ciudad ha llegado a ser una capital gracias al baño. ¿Cuánto cobras a cada cliente?» «Cobraré lo que tú me mandes.» El rey ordenó que le entregasen mil dinares y le dijo: «Cobrarás mil dinares a todo aquel que se bañe en tu casa». «¡Perdón, rey del tiempo! No todas las gentes son iguales: hay ricos y pobres. Si yo pidiera mil dinares a todo el mundo me quedaría sin trabajo, pues el pobre no puede pagar esta cantidad.» «¿Y qué harás para cobrar?» «Lo dejaré a la generosidad de cada uno. Todos aquellos que puedan dar, que den. Cobraré a cada uno según sus posibilidades. Si las cosas se hacen así vendrá aquí todo el mundo: los ricos pagarán según su rango y el que sea pobre dará lo que pueda. Si se hace así el baño podrá funcionar y tendrá un gran éxito. Los mil dinares constituyen un regio presente que no todo el mundo puede hacer.» Los grandes del reino dijeron: «Esto es razonable, ¡oh rey del tiempo! ¿Crees que todas las gentes son reyes poderosos como tú?» El rey les replicó: «Decís algo que es verdad, pero este extranjero es pobre y es necesario que lo honremos. Nos ha construido un baño como nunca hemos visto otro igual. Gracias a él nuestra ciudad es una verdadera e importante capital. No estaría por demás mostrarse generoso en su pago». Le dijeron: «Si quieres favorecerlo, sé generoso con tus propios bienes de modo que el modesto precio de un baño sea indicio, para los pobres, de la magnanimidad del rey con el fin de que los súbditos te bendigan. Nosotros, que somos los grandes de tu imperio, no podemos darle los mil dinares. ¿Cómo quieres que puedan dárselos los pobres?» El rey contestó: «¡Grandes del reino! Cada uno de vosotros pagará, por esta vez, cien dinares, un mameluco, una esclava y un esclavo». Contestaron: «Sí; se lo daremos. Pero a partir de hoy todo aquel que entre en el baño sólo le dará lo que pueda». «¡No hay inconveniente!», concluyó el rey. Cada uno de los magnates le dio cien dinares, una esclava y un esclavo. Los grandes que se bañaron ese día con el rey eran cuatrocientos…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los grandes que se bañaron ese día con el rey eran cuatrocientos] por lo cual reunió de una vez cuarenta mil dinares, cuatrocientos mamelucos, cuatrocientas esclavas y cuatrocientos esclavos. Además de estos dones, el rey le regaló diez mil dinares, diez mamelucos, diez esclavas y diez esclavos. Abu Sir se adelantó, besó el suelo delante del soberano y le dijo: «¡Rey feliz! ¡Señor del buen consejo! ¿Qué lugar será suficientemente amplio para contener tanto mameluco, esclava y esclavo?» «He mandado a mi séquito que se porte así para entregarte una gran cantidad de riquezas, pues es posible que pienses en tu país, en tu familia; que quieras reunirte con ellos y desees regresar a tus lares: así habrás recogido en nuestra patria una suma importante de dinero para vivir desahogadamente en el tuyo.» Abu Sir le contestó: «¡Que Dios te proteja, rey del tiempo! Tanto mameluco, esclavo y esclava sólo es propio de los grandes reyes. Preferiría que en vez de todo este ejército mandaras que se me diese dinero líquido, ya que ellos comen, beben y visten y por más dinero que yo gane no será suficiente para atenderlos». El rey se puso a reír y dijo: «¡Tienes razón! Constituyen un verdadero ejército y tú eres incapaz de atenderlos pero ¿me venderías a cada uno de ellos por cien dinares?» «¡Te los vendo a ese precio!» El rey ordenó a su tesorero que le llevase el dinero. Cuando lo tuvo le entregó todo el importe, exacto y completo, y después los regaló a sus anteriores dueños diciendo: «Cada uno de vosotros identificará a su esclavo o a su esclava o a su mameluco y lo recogerá. Esto es un regalo que os hago». Obedecieron las órdenes del rey y cada uno de ellos tomó lo que le pertenecía. Abu Sir le dijo: «¡Que Dios te conceda el descanso, rey del tiempo, del mismo modo que tú me has librado de estos ogros que nadie, más que Dios, puede saciar!» El rey se rio de sus palabras y le dio la razón. Después se marchó llevándose consigo a los grandes del reino y, abandonando el baño, se dirigió al serrallo.

Abu Sir pasó la noche contando el dinero, colocándolo en bolsas y sellándolo. Tenía veinte mamelucos y cuatro criados para el servicio. Al amanecer abrió el baño y mandó pregonar: «¡Todo aquel que entre en el baño para lavarse pagará lo que pueda y le incite su generosidad!» Abu Sir se sentó al lado de la caja y los clientes se amontonaron. Al salir todos los usuarios pagaban lo que podían. Aún no había caído la tarde cuando ya tenía llena la caja de todo» los bienes de Dios (¡ensalzado sea!).

La reina quiso ir al baño. Abu Sir, al enterarse, dividió la jornada en dos partes: desde la aurora hasta el mediodía lo abrió para los hombres y desde el mediodía hasta la noche para las mujeres. Cuando llegó la reina colocó una joven detrás de la caja y enseñó a cuatro jóvenes el oficio de bañadoras hasta que hizo de ellas unas profesionales. La soberana quedó admirada del establecimiento; el pecho se le dilató y pagó mil dinares. La fama de Abu Sir se extendió por la ciudad y todos los que entraban le trataban generosamente tanto si eran ricos como pobres. El bienestar le llegó por todas las puertas y se hizo amigo de los auxiliares del rey. Éste acudía un día a la semana y le pagaba mil dinares. Los días restantes acudían los grandes y los humildes. Abu Sir los trataba bien y con cortesía. Cierto día el Capitán del mar del rey entró en el baño de Abu Sir. Éste se desnudó, entró con él en la piscina, le dio masaje y lo trató con toda clase de miramientos. Al salir le preparó sorbetes y café. Cuando quiso pagarle juró que no iba a aceptar nada. El capitán que había recibido sus favores al ver que le trataba tan amablemente y con tanto desinterés quedó perplejo sin saber qué regalar al bañista a cambio de tanta generosidad. Esto es lo que se refiere a Abu Sir.

He aquí lo que se refiere a Abu Qir: Al oír los elogios que todo el mundo hacía del baño y que todos decían: «Este baño es, sin género de dudas, la delicia del mundo», o bien «¡Fulano! Si Dios quiere vendrás mañana al baño con nosotros. El baño es delicioso», se dijo: «Es necesario que vaya como todo el mundo al baño y que vea ese establecimiento que sorbe el entendimiento de la gente». Se puso el traje más precioso de que disponía, montó en la mula y tomó consigo cuatro esclavos y cuatro mamelucos que le precedieron y le siguieron y se dirigió al baño. Se apeó en su puerta y desde ella notó el olor del áloe y del ámbar; vio que unos entraban y otros salían, que los bancos estaban repletos de grandes y humildes. Entró en el vestíbulo. Abu Sir lo vio, le salió al encuentro y se alegró de saludarlo. Abu Qir le dijo: «¿Es ésta la conducta de un hombre de bien? Yo he abierto una tintorería, he pasado a ser un maestro en mi oficio en el país, he conocido al rey y vivo en la felicidad y en el bienestar. Tú ni has venido a verme, ni has preguntado por mí ni has dicho “¿Dónde está mi compañero?” He sido incapaz de encontrarte a pesar de haberte buscado; he enviado a mis esclavos y a mis mamelucos a indagar por las fondas y por todos los lugares sin que hasta ahora hayan dado con tu pista ni nadie sepa nada de ti». Abu Sir le replicó: «¿Es que no te he visitado? Me has tomado por un ladrón y me has apaleado y difamado delante de la gente». Abu Qir fingió sentirlo y replicó: «¿Qué significan estas palabras? ¿Eres tú aquel a quien he apaleado?» «¡Sí! ¡Yo soy!» Abu Qir juró de mil modos que no le había reconocido y añadió: «Uno que se te parece venía cada día a robarme la ropa de la gente y yo creía que eras tú». Fingió que se arrepentía y palmoteando exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Grande! Me he portado mal contigo. ¡Si te hubieses dado a conocer diciendo: “¡Yo soy Fulano!”! Pero la culpa es tuya que no te has identificado, pues yo estaba agobiado por el exceso de trabajo». Abu Sir le replicó: «¡Que Dios te perdone, compañero! Esto me estaba destinado por el Hado y a Dios incumbe remediarlo. Entra, quítate los vestidos, lávate y regocíjate». «¡Te conjuro a que me perdones, hermano!» «¡Que Dios te preserve de la humillación, pues yo te perdono ya que eso era una calamidad que me estaba reservada desde la eternidad!» Abu Qir le preguntó: «¿De dónde te viene todo este señorío?» «Aquel que te ha favorecido me ha favorecido. Me presenté ante el rey, le hablé del interés que tiene un baño y mandó que se construyera.» «Yo también, como tú, conozco al rey…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Qir contestó: «Yo también, como tú, conozco al rey] y si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere le induciré a que te aprecie y a que te honre más que ahora, ya que él no sabe que tú eres mi compañero. Yo le explicaré que tú eres mi camarada y te recomendaré a él.» «No necesito ninguna recomendación, pues el rey y todos sus cortesanos me tienen afecto y me aprecian. Me ha dado esto y esto.» Le contó toda la historia. Después le dijo: «Quítate los vestidos detrás de la caja y métete en el baño. Yo entraré contigo para darte masaje». Abu Qir se quitó todo lo que llevaba y se metió en el baño. Abu Sir entró al mismo tiempo, le dio masaje, le enjabonó, le vistió y se ocupó de él hasta que salió. Entonces le ofreció el desayuno y los sorbetes mientras toda la gente se quedaba admirada de las muchas atenciones que le tenía. Después Abu Qir quiso pagarle, pero su amigo juró que no le aceptaría nada diciendo: «¡Avergüénzate de tal acto! ¡Tú eres mi compañero y somos iguales!» Abu Qir dijo a Abu Sir: «¡Por Dios, compañero! Este baño es grandioso, pero tiene un defecto». «¿Cuál es?» «Le falta un ungüento compuesto de arsénico y de cal que depila con comodidad. ¡Fabrícalo! Cuando venga el rey ofréceselo y enséñale como depila. Te apreciará mucho y más te honrará.» «¡Tienes razón! Si Dios quiere lo fabricaré.» Abu Qir salió, montó en su mula y se fue a ver al rey. Se presentó ante él y le dijo: «Te he de dar un consejo, rey del tiempo». «¿Cuál es?» «Me he enterado de algo: de que has construido un baño.» «Sí; vino a verme un forastero y se lo he construido del mismo modo que a ti te edifiqué la tintorería: es un baño magnífico que embellece mi ciudad», y le citó todos los ornatos del baño. Abu Qir le preguntó: «¿Y te has bañado en él?» «Sí.» «¡Loado sea Dios que te ha salvado de la maldad de ese depravado, de ese enemigo de la religión que es el bañador!» «¿Qué ha hecho?» «Sabe, ¡oh rey del tiempo!, que si vuelves otro día, morirás.» «¿Por qué?» «El bañador es tu enemigo, el enemigo de la religión. Te ha inducido a construir el baño porque desea envenenarte. Te ha preparado algo. Cuando entres en el baño te lo ofrecerá diciendo: “Este específico, hecho de grasa, es un magnífico depilador”. Pero no se tratará de un específico sino de un tóxico poderosísimo, de un veneno mortal. El sultán de los cristianos ha prometido a este depravado que si te mata pondrá en libertad a su esposa y a sus hijos que están encarcelados; éstos son ahora sus prisioneros. Yo también estaba prisionero, con ellos, en su país, pero abrí una tintorería, les teñí la ropa en todos los colores y conseguí que el corazón del Sultán se apiadase de mí. Cuando éste me preguntó: “¿Qué quieres?” le contesté: “La libertad”. Me manumitió, me vine a esta ciudad y he visto el baño. Le he preguntado por él y le he dicho: “¿Cómo has conseguido liberarte y liberar a tu esposa y a tus hijos?”. Me ha contestado: “Yo, mi esposa y mis hijos seguimos prisioneros hasta que el rey de los cristianos celebró un banquete. Yo fui uno de los que asistieron de pie entre la turbamulta de la gente, pero oí que empezaban a hablar de los reyes y llegaron a mencionar al rey de esta ciudad. Entonces el rey de los cristianos exhaló un suspiro y dijo: ‘El único que me asusta, de todo el mundo, es el rey de tal ciudad. Aquel que idee la forma de darle muerte obtendrá de mí lo que desee’. Me acerqué a él y le dije: ‘Si me las ingenio para matarlo ¿me libertarás junto con mi esposa y mis hijos?’ Me contestó: ‘Sí; os libertaré y te daré todo lo que desees’. Me puse de acuerdo con él, me envió en un galeón a esta ciudad y me presenté ante su dueño, quien me ha construido este baño. Ahora no me falta más que darle muerte y regresar junto al rey de los cristianos para que ponga en libertad a mis hijos y a mi mujer y pedir la recompensa”. Le pregunté: “¿Y qué medios has ideado para darle muerte?” Me ha replicado: “Una sencilla astucia, la más sencilla que existe. Cuando venga al baño tendré preparado un depilador envenenado. Al llegar le diré: ‘Coge este fármaco y ponte el ungüento en tus partes de abajo, pues te caerá el cabello’. Él lo cogerá, se untará las partes bajas y el veneno actuará de día y de noche hasta que llegue a su corazón, y le dé muerte y adiós”. Al oír estas palabras he temido que te ocurriera algo ya que tú me has favorecido. Por eso te he informado». El rey, al oír estas palabras, se enfadó muchísimo y dijo al tintorero: «¡Guarda este secreto!» Se marchó inmediatamente al baño para disipar las dudas con la certitud. Apenas hubo entrado Abu Sir lo desnudó, como tenía por costumbre, se ocupó del soberano y le dio masaje. Después le dijo: «¡Rey del tiempo! He fabricado un depilatorio para utilizarlo en las partes bajas». «¡Tráemelo!» Se lo llevó y el soberano vio que tenía un olor desagradable. Se convenció de que se trataba de un veneno, se indignó y gritó a sus esbirros: «¡Detenedlo!» Éstos lo cogieron y el rey se marchó descompuesto de ira sin que nadie supiese cuál era la causa, ya que se había encolerizado tanto que no lo había contado a nadie ni nadie se había atrevido a preguntárselo. El rey se vistió, se dirigió a la audiencia y mandó llamar a Abu Sir que compareció esposado. Después llamó al capitán y cuando tuvo a éste delante le dijo: «Coge a este malvado, colócale en un saco con dos quintales de cal viva, ciérralo en su interior con la cal, toma una barca y sitúate al pie de mi palacio: me verás sentado junto a una ventana. Pregúntame: “¿Le tiro?”, y yo te contestaré: “¡Échalo!” Cuando te diga esto le arrojarás para que la cal viva acabe con él y muera abrasado y ahogado al mismo tiempo». «¡Oír es obedecer!», le replicó el capitán. Se llevó a Abu Sir a una isla que estaba delante del alcázar y le preguntó: «¡Oh, tú! Sólo he estado una vez en tu baño y me has honrado muchísimo, has procurado atender a mis necesidades y he quedado muy satisfecho de ti. Tú no me has querido cobrar nada y yo te aprecio muchísimo por todo ello. Cuéntame qué es lo que te ha sucedido con el rey y qué mala jugada le has gastado para que él se haya enfadado contigo y haya ordenado que se te dé esta horrible muerte». Le replicó: «¡Por Dios! ¡Nada he hecho y no sé cuál es mi culpa para merecer esto!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el capitán prosiguió:] «El rey te tenía en una estimación tal como a nadie había tenido con anterioridad. Todos los altos personajes son envidiados. Tal vez alguien haya tenido celos de tu rango y haya hecho insinuaciones malévolas ante el rey para que éste se enfadase contigo de este modo. Pero tú eres el bienvenido y no te ha de alcanzar ningún mal. Ya que tú me has honrado sin saber quién era, yo te voy a salvar pero una vez lo haya hecho permanecerás conmigo en esta isla hasta que zarpe de la ciudad un galeón rumbo a tu país. Yo te embarcaré hacia él.» Abu Sir besó la mano del capitán y le dio las gracias por lo que hacía. Éste tomó la cal viva y la colocó en el saco junto con una piedra del tamaño de un hombre y le dijo: «¡En Dios confío!» A continuación dio una red a Abu Sir y le dijo: «Arroja esta red en el mar. Tal vez pesques algún pez, ya que todos los días he de suministrar pescado a la cocina del rey y hoy no puedo dedicarme a la pesca a causa de la desgracia que te ha ocurrido. Temo que vengan los pinches en busca del pescado y que no lo encuentren. Si tú pescas algo, ellos lo recogerán y yo podré ir a hacer la comedia debajo del alcázar y fingir que te tiro». Abu Sir le dijo: «Yo pescaré y tú márchate; que Dios te proteja».

El capitán colocó el saco en la barca y se dirigió con él al pie del alcázar. Vio al rey sentado junto a una ventana y le dijo: «¡Rey del tiempo! ¿Lo tiro?» «¡Tíralo!», le replicó al tiempo que hacía un gesto con la mano: en el mismo instante relampagueó un objeto que cayó al mar: era, nada menos, que el anillo del rey que estaba encantado, razón por la cual, cuando el soberano se enfadaba con alguien y quería matarlo, le apuntaba con la mano derecha en la que llevaba el anillo: éste lanzaba un relámpago que alcanzaba al señalado y le separaba la cabeza de los hombros: la fidelidad del ejército y el temor de los grandes tenía por origen tal anillo. El soberano, al darse cuenta de que el anillo se le había caído del dedo, calló lo que acababa de ocurrirle y no se atrevió a decir: «Se me ha caído el anillo al mar», temeroso de que el ejército se sublevase y le matase. Esto es lo que al rey se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Abu Sir: una vez le hubo dejado el capitán tomó la red, la arrojó al mar y la sacó llena de peces. La arrojó por segunda vez y la volvió a sacar llena de peces. Siguió echándola y siempre salía llena de peces. Así reunió delante suyo un gran montón de pescado. Se dijo: «¡Por Dios! Hace ya mucho tiempo que no como pescado». Limpió uno grande y grueso y dijo: «Cuando venga el capitán le diré: “Fríeme este pescado para comerlo”». Lo limpió con el cuchillo que tenía y lo metió por las branquias en donde tropezó con el anillo del rey, ya que el animal lo había engullido y el destino le había llevado, después, hacia la isla en la cual había caído en la red. Abu Sir tomó el anillo y se lo colocó en el anular sin saber las virtudes que tenía. Los pinches acudieron a pedir el pescado. Al llegar junto a Abu Sir le dijeron: «¡Hombre! ¿Adónde ha ido el capitán?» «No lo sé», replicó al tiempo que les señalaba con la mano derecha y caía, al acto, la cabeza de ambos. Abu Sir quedó sobrecogido por lo que acababa de ocurrir y empezó a decir: «¡Quién supiera qué es lo que les ha matado!» Se preocupó y empezó a meditar en el sello. El capitán regresó y vio una gran montaña de peces, distinguió a los dos muertos y descubrió el anillo en el dedo de Abu Sir. Exclamó: «¡Amigo mío! ¡No muevas la mano en que tienes el anillo, pues si la mueves me matas!» Aquél se extrañó ante la frase «No muevas la mano en que tienes el anillo pues si la mueves me matas.» Al llegar a su lado el capitán, éste le preguntó: «¿Quién ha matado a estos dos pinches?» Abu Sir le replicó: «¡Por Dios, amigo mío, no lo sé!» «Dices la verdad. Pero infórmame de cómo te ha llegado este anillo.» «Lo he encontrado en las branquias de este pez.» «Dices la verdad: yo lo he visto caer, relampagueando, desde el alcázar del rey al agua en el momento en que éste te apuntaba y me decía: “¡Tírale!”. Al hacerme la seña he tirado el saco y el anillo le ha resbalado del dedo y ha caído al mar. Después este pez lo ha engullido y Dios lo ha conducido hasta ti para que tú le pescases. Tal ha sido tu suerte, pero ¿conoces las virtudes de este anillo?» «No conozco ninguna de ellas.» El capitán le explicó: «Sabe que todas las tropas del rey lo obedecen por el miedo que sienten ante este anillo que está encantado. Cuando el rey se enfada con alguien y quiere matarlo lo apunta con el dedo y la cabeza se le cae de encima de los hombros en el momento en que este anillo despide un relámpago que alcanza a aquel con el que se ha enfadado y muere en el acto». Abu Sir se alegró muchísimo al oír estas palabras y dijo al capitán: «¡Devuélveme a la ciudad!» Le contestó: «Te llevaré ahora mismo, pues ya no temo que el rey se enfade contigo; si tú quieres matarlo basta con que lo señales con la mano y su cabeza caerá ante ti Si quieres matar al rey y a todas sus tropas puedes hacerlo sin dificultad». Lo embarcó en el bote y lo condujo a la capital.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al llegar a ésta se dirigió al palacio del rey, entró en la sala de audiencias y encontró al soberano sentado con las tropas delante. Estaba muy apenado a causa de lo sucedido con el anillo, de cuya pérdida no había informado a ningún soldado. Al ver a Abu Sir le preguntó: «¿Es que no te hemos arrojado al mar? ¿Cómo has hecho para salir?» «¡Rey del tiempo! Cuando mandaste que me arrojaran al mar el capitán me cogió, me condujo a la isla y me preguntó por qué te habías enfadado conmigo. Me dijo: “¿Qué has hecho al rey para que haya mandado darte muerte?” Le repliqué: “¡Por Dios! No sé que le haya hecho ninguna mala faena”. Me dijo: “El rey te tenía en muy alta estima. Es posible que alguien que te envidia le haya hablado en contra tuya hasta hacer que se encolerizase contigo. Yo te he visitado en el baño y me has honrado, y así como tú me has atendido en el baño, yo te salvaré y te enviaré a tu país”. El capitán colocó en la barca una piedra en sustitución mía y la arrojó al mar. Cuando le hiciste la seña el anillo resbaló de tu mano y se cayó al agua. Un pez lo engulló. Yo estaba pescando en la isla y éste cayó en mis redes con otros muchos. Me dispuse a asarlo y al abrir su vientre encontré el anillo y me lo puse en el dedo. Vinieron los dos pinches a pedirme tu pescado y les apunté —sin saber las propiedades del anillo— y las dos cabezas rodaron por el suelo. Más tarde se presentó el capitán, quien, reconociendo el anillo que llevaba en el dedo, me informó de su encantamiento. He venido a traértelo, puesto que te has portado bien conmigo y me has honrado del modo más completo: el bien que a mí se me hace no se pierde. Cógelo y si te he faltado en algo que merezca la muerte dime cuál es el pecado y luego mátame: no serás culpable por haber derramado mi sangre.» Se sacó el anillo del dedo y se lo entregó al rey.

El soberano, al ver la noble conducta de Abu Sir con él, tomó el anillo, se lo puso en el dedo y volvió a respirar. Se puso en pie delante de él y le abrazó diciendo: «¡Hombre! Tú eres una de las más nobles personas. No me reprendas y perdóname por lo que te he hecho. Si otra persona, distinta de ti, hubiese entrado en posesión de este anillo, no me lo hubiera devuelto». «¡Rey del tiempo! Si quieres que te perdone dime cuál es la falta que ha motivado tu cólera hasta el punto de mandar que me matasen.» «¡Por Dios! Puedes estar seguro de que te tengo por inocente, que no eres culpable de nada desde el momento en que me has hecho tal favor. Pero el tintorero me ha dicho esto y esto», y le explicó todo lo que le había dicho. Abu Sir le explicó: «¡Rey del tiempo! Yo no conozco al rey de los cristianos, ni en mi vida he visitado su país ni me ha pasado por la mente el matarte. El tintorero era mi compañero y mi vecino en la ciudad de Alejandría. Allí vivíamos en la estrechez y ésta nos hizo abandonarla: leímos juntos la fátiha prometiendo que el que de nosotros trabajara alimentaría al desocupado. Con él me ha pasado esto y esto», y le refirió todo lo que le había ocurrido con Abu Qir el tintorero, cómo éste le había robado el dinero mientras estaba enfermo en la habitación que tenían alquilada en la fonda y cómo el portero había tenido que encargarse de su sustento mientras estaba enfermo y hasta que Dios lo curó. Después había salido y recorrido la ciudad con sus utensilios, según tenía por costumbre, y mientras recorría su itinerario había visto una tintorería ante la cual se amontonaba la gente. Distinguió a Abu Qir que estaba sentado allí, en un banco, y había entrado a saludarlo. Con éste le había ocurrido lo que le había ocurrido: golpes e infamia, pues lo había acusado de ser un ladrón y lo había apaleado de manera dolorosa. Abu Sir refirió al rey todo desde el principio hasta el fin. Después añadió: «¡Rey del tiempo! Él es quien me ha dicho: “Haz tal ungüento y ofréceselo al rey, ya que este baño tiene todos los detalles y no le falta más que esto”. Sabe, rey del tiempo, que dicho ungüento no daña, ya que nosotros lo utilizamos en nuestro país, en el que forma uno de los elementos indispensables del baño. Yo me había olvidado de él. Al venir el tintorero y al atenderlo me lo ha recordado diciendo: “¡Haz el ungüento!” El rey del tiempo puede mandar a llamar al portero de tal fonda y a los operarios de la tintorería». El rey mandó llamar a estos testigos y cuando los tuvo delante los interrogó y ellos le explicaron lo sucedido. Ordenó ir a por el tintorero diciendo: «¡Traédmelo descalzo, con la cabeza descubierta y con los brazos atados!»

El tintorero estaba sentado en su casa, feliz por la muerte de Abu Sir: no tuvo ni tiempo de darse cuenta de que los esbirros del rey cargaban contra él y lo molían a pescozones. Después lo ataron y lo condujeron ante el rey: vio a Abu Sir sentado junto al soberano y al portero de la fonda y a los operarios de la tintorería de pie ante él. El portero de la fonda le preguntó: «¿Es que no es éste tu compañero, aquel al que robaste la bolsa y al que dejaste abandonado y enfermo en la habitación haciendo con él esto y esto?» Los operarios de la tintorería le dijeron: «¿No es éste aquel al que nos mandaste detener y apalear?» El rey se convenció de la maldad de Abu Qir y de que éste se había hecho merecedor de una tortura peor que la infligida por Munkar y Nakir. El rey dijo: «¡Cogedlo! ¡Exponedlo a la vergüenza de la ciudad!

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cuarenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey prosiguió:] »…¡Después metedlo en un saco y echadlo al mar!» Abu Sir intercedió: «¡Rey del tiempo! ¡Permite que interceda por él! ¡Yo le perdono todo lo que ha hecho conmigo!» El rey le replicó: «Tú le perdonas tu parte, pero yo no le perdono lo que a mí se refiere». Dio un grito diciendo: «¡Cogedlo!» Lo cogieron, lo expusieron a la vergüenza pública, después lo colocaron en un saco que rellenaron de cal viva y le arrojaron al mar: murió ahogado y quemado al mismo tiempo.

El rey dijo a Abu Sir: «¡Pide y te daré!» «Te ruego que me envíes a mi país, pues no me quedan ganas de continuar aquí.» El rey le dio provisiones, bienes, regalos y presentes; le ofreció un galeón cargado de dones y cuyos marineros eran mamelucos que también le regalaba. Todo esto después de haberle ofrecido el cargo de visir, el cual no aceptó. Se despidió del rey, emprendió el viaje en un galeón cuya carga y pasaje, incluso los marinos, eran de su propiedad particular. Navegaron hasta llegar a la tierra de Alejandría, anclaron junto a la costa y desembarcaron. Uno de sus mamelucos descubrió un gran saco cerca de la orilla del mar. Dijo: «¡Señor mío! Junto a la orilla del mar hay un saco muy pesado, con la boca atada. Ignoro qué es lo que contiene». Abu Sir se acercó, lo abrió y vio en su interior a Abu Qir, al cual el mar había conducido hasta Alejandría. Lo sacó, lo enterró cerca de la ciudad, e hizo una fundación pía para la misma. Sobre la puerta del mausoleo escribió estos versos:

El hombre se distingue entre sus congéneres por las acciones; las acciones del libre y del generoso son de su mismo carácter.

No te aproveches del ausente, pues éste se aprovechará de ti. Quien charla y murmura es objeto de idéntica conducta.

Huye de las malas palabras y no hables de ellas ni en serio ni en broma.

El perro, si se porta bien, gana las simpatías mientras que el león vive en cadenas por su ferocidad salvaje.

Las carroñas de la tierra flotan en el mar a flor de agua mientras las perlas reposan en el fondo arenoso.

El gorrión nunca se querellaría con el halcón a no ser por lo ligero y lo corto de su entendimiento.

En el aire, en las páginas del viento, está escrito: «Quien hace un favor recibe otro igual».

¡No esperes recoger azúcar de la coloquíntida! El sabor de cada cosa indica su origen.

Abu Sir vivió algún tiempo hasta que Dios lo llamó junto a Sí. Lo enterraron en las proximidades de la tumba de su compañero Abu Qir y por eso dicho lugar se llamó «Abu Qir y Abu Sir» aunque en la actualidad sólo se le conozca por «Abu Qir». Esto es cuanto sabemos de la historia de ambos. ¡Gloria a Dios, el Eterno, por cuya voluntad se suceden las noches y los días!