He aquí lo que se refiere a las mujeres favoritas, concubinas y demás, que habían sido causa, gracias a sus intrigas y engaños, de la muerte de los visires y de la corrupción del reino. El rey, después de despachar a todos los que habían asistido a la audiencia, habitantes de la ciudad o del campo, a su domicilio; después de haber enderezado los asuntos del reino con ese ministro de poca edad y mucho entendimiento que era el hijo de Simas, ordenó que compareciesen los restantes visires. Cuando todos estuvieron ante él, y quedó a solas con ellos, les dijo: «Sabed, visires, que yo me aparté del camino recto, me sumergí en la ignorancia, no hice caso del consejo, falté a pactos y promesas y contradije a las gentes de buen pensar por culpa de las intrigas y engaños de las mujeres, por las falsas apariencias de sus palabras y nimiedades y por haberlas aceptado como si fuesen consejos, a causa de su dulzura y melosidad, cuando en realidad era un veneno mortal. Ahora se me ha hecho palpable que sólo causaban mi ruina y mi perdición. Se han hecho merecedoras de mi castigo y mi punición pero siempre dentro de la justicia, para que sirvan de escarmiento a quien medite. ¿Cuál es el consejo acertado para destruirlas?» El visir, hijo de Simas, le contestó: «¡Oh, gran rey! Ya te he dicho antes que la culpa no es exclusiva de las mujeres sino que la comparten los hombres que les hacen caso, pero las mujeres, merecen en cualquier caso el castigo por dos razones: primera, para cumplir tu palabra, ya que eres el rey más poderoso, y segunda, por haberse atrevido a tenderte sus insidias y haberse metido en lo que ni las importaba ni las convenía hablar. Ellas merecerían la muerte. Pero bástelas con lo que les ha sucedido y, desde ahora, equipáralas en rango a los criados. A ti te incumbe decidir en esto y en lo demás. Uno de los visires aconsejó al rey que hiciese lo que había dicho el hijo de Simas, pero otro se acercó al rey, se prosternó ante él y le dijo: «¡Que Dios prolongue los días del Rey! Si quieres hacer algo para destruirlas haz lo que voy a decirte». «¿Qué quieres decir?» «Manda a una de tus favoritas que coja a las mujeres que te engañaron, las meta en la habitación en que tuvo lugar el asesinato de los visires y de los sabios y que las encierre en ella. Mandarás que les den un poco de comer y beber, en la cantidad imprescindible para mantenerlas en vida, y no permitirás, en modo alguno, que salgan de la habitación. Cuando muera una de ellas se dejará allí, entre las demás, hasta que haya muerto la última. Éste es el castigo menor, ya que han sido la causa de esta gran calamidad y el origen de todas las aflicciones y sinsabores que han ocurrido en este tiempo. La verdad sobre ellas la ha dicho quien sentenció: “Quien excava un pozo para su hermano cae en él por más que haya durado su inmunidad”». El rey aceptó este parecer y mandó a buscar a cuatro favoritas y a ellas hizo entrega de sus mujeres mandándolas que las metiesen y encerrasen en la habitación del asesinato de los ministros. Las asignó poca comida y escasa bebida. Esto las llevó a entristecerse profundamente y a arrepentirse en grado sumo: Dios les dio la vil recompensa que se merecían en este mundo y les preparó el tormento para la última vida. Siguieron encerradas en ese lóbrego y apestante lugar, en donde cada día moría una: así pereció hasta la última y la noticia se divulgó por todo el país y las provincias.
Así es como terminó la historia del rey, de sus visires y de su pueblo. ¡Alabado sea Dios que causa la muerte de las naciones y resucita los huesos cariados! ¡Él merece la loa, la exaltación y la santificación eternamente!