HISTORIA DE WIRD JAN HIJO DEL REY CHILAD

SE cuenta también que en lo antiguo del tiempo y en lo más remoto de los siglos y de las épocas, vivía un rey en el país de la India. Era un soberano poderoso, de elevada estatura, de buen aspecto, bien educado, de natural generoso, favorecedor de los pobres y amante de sus súbditos y de todos los habitantes de su reino. Se llamaba Chilad. En su imperio tenía setenta y dos reyes y trescientos cincuenta jueces que le obedecían; tenía además setenta visires y al frente de cada diez soldados ponía un cabo. El más importante de sus visires era una persona que se llamaba Simas, tenía veintidós años y era de buenas costumbres, hermoso, de dulces palabras, perspicaz en las respuestas, experto en todos los asuntos, sabio, reflexivo, jefe a pesar de su corta edad, instruido en todas las ramas de la ciencia y educado. El rey lo quería muchísimo y se sentía atraído hacia él, dado los conocimientos que tenía de elocuencia, retórica y arte político y porque Dios le había concedido el ser misericordioso y bondadoso con sus súbditos.

Aquel rey era equitativo con las gentes de su reino, respetaba a los inferiores, haciendo dones a grandes y chicos, a los que favorecía con regalos, paz y tranquilidad; aligeraba los tributos; apreciaba por igual a grandes y a chicos y los colmaba de beneficios y de atenciones, siguiendo con ellos una hermosa línea de conducta como no había tenido ninguno de sus antecesores. Pero, a pesar de todo, Dios (¡ensalzado sea!) no le había concedido ningún hijo. Esto le preocupaba a él y a las gentes de su reino. Cierta noche en que el rey estaba acostado meditando en el futuro de su Estado se quedó dormido. Viose en sueños regando la raíz de un árbol…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey se vio en sueños regando la raíz de un árbol] alrededor del cual había muchos otros. De pronto, de aquel árbol surgió una llamarada que abrasó a todos los que tenía en torno. En este momento el rey se despertó sobresaltado y atemorizado. Llamó a uno de sus pajes y le dijo: «Ve ahora mismo y tráeme rápidamente al visir Simas». El muchacho fue en busca de éste y le dijo: «El rey te llama ahora mismo, pues se ha despertado asustado y me ha ordenado que te hiciera comparecer ante él rápidamente». Simas se levantó al oír las palabras del muchacho, se marchó en busca del rey, se presentó ante éste y lo encontró sentado en la cama. Se prosternó ante él, hizo el voto de rigor deseándole largo poder y bienestar y añadió: «¡Que Dios no te entristezca, rey! ¿Qué es lo que te ha turbado esta noche? ¿Por qué me has llamado con tanta prisa?» El rey le permitió que se sentara y obedeció. El soberano le refirió lo que había visto, diciendo: «Esta noche he soñado algo que me ha turbado: me ha hecho el efecto de que regaba la raíz de un árbol en torno del cual había muchos otros. Mientras yo hacía esto brotó una llamarada de su raíz y quemó a todos los que tenía en torno suyo. Esto me ha asustado, me ha llenado de pánico y me ha hecho despertar. Entonces te he mandado llamar, pues tú sabes muchas cosas, reconozco que tu ciencia es vastísima y muy agudo tu raciocinio». Simas inclinó la cabeza hacia el suelo un momento y después sonrió. El rey preguntó: «¡Simas! ¿Qué ocurre para que sonrías? ¡Dime la verdad y no me ocultes nada!» El visir le contestó: «¡Oh, rey! Dios (¡ensalzado sea!) ha accedido a tus deseos y te tranquiliza, pues este sueño sólo augura toda clase de bien. Dios (¡ensalzado sea!) te concederá un hijo varón que heredará tu reino después que tú le hayas gobernado durante muchos años. Pero hay algo que no quiero aclararte en este momento, pues no conviene comentarlo». El rey se alegró muchísimo, su contento fue creciendo, desapareció el temor y su espíritu se tranquilizó. Dijo: «Si el asunto está así según la óptima interpretación del sueño, termina de completármelo cuando llegue el momento oportuno, ya que aquello que no conviene decir ahora habrá de ser aclarado en cuanto llegue su hora para que mi alegría sea completa. Yo lo único que deseo es complacer a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!)». Simas, dándose cuenta de que el rey quería saber toda la interpretación, encontró un pretexto para negársela. Entonces el soberano llamó a los astrólogos y a todos los oneirólogos que había en su reino. Acudieron ante él y les refirió su sueño. Les dijo: «Deseo que me contéis su verdadera interpretación». Uno de ellos se adelantó y pidió permiso al rey para hablar. Cuando se lo concedió dijo: «¡Oh, rey! Tu visir Simas es capaz de interpretar esto, pero por respeto a ti y para calmar tu temor no te ha dado la explicación íntegra. Pero si me permites hablar, hablaré». «¡Habla sin miramientos y di la verdad!» El oneirólogo dijo: «¡Oh, rey! Tendrás un hijo que te sucederá en el reino después de tu larga vida, pero no se comportará con sus súbditos como tú; se apartará de tus normas, los oprimirá y le sucederá lo que al ratón con el gato ¡que Dios, ensalzado sea, nos guarde!» «¿Y cuál es la historia del gato y del ratón?» El oneirólogo dijo: «¡Que Dios conceda larga vida al rey!»

HISTORIA DEL GATO Y DEL RATÓN

El oneirólogo explicó: «Una noche salió un gato a cierto campo en busca de algo que comer. Pero no encontró nada y el frío y la lluvia lo debilitaron. Empezó a meditar en lo que debía hacer. Mientras daba vueltas descubrió, al pie de un árbol, una ratonera. Se acercó, olfateó y ronroneó hasta convencerse de que en el interior había un ratón. Entonces empezó a estudiar cómo podía entrar a cogerlo. El ratón, al darse cuenta, le dio la espalda y empezó a escarbar con manos y pies para obstruir la puerta de la ratonera. Entonces el gato dijo con voz débil: “¡No hagas esto, amigo mío! Yo busco refugio junto a ti y espero que tú tengas compasión de mí y me concedas alojamiento esta noche, pues me encuentro débil; dada mi mucha edad y la pérdida de mis fuerzas soy incapaz de moverme. Esta noche, al salir a este jardín, he invocado la muerte para descansar. Ahora me encuentro junto a tu puerta tiritando por el frío y la lluvia. Te ruego, por Dios, que tengas caridad para cogerme de la mano, hacerme entrar en tu casa y permitir que me refugie en el vestíbulo de tu ratonera, ya que soy extranjero y desgraciado. Se dice: Aquel que acoge en su casa a un extranjero desgraciado tendrá por morada el Paraíso en el Día del Juicio’. Tú, amigo mío, te harás acreedor de mi recompensa si me permites pasar esta noche, hasta que amanezca, en tu casa. Después me iré a mis quehaceres”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el oneirólogo prosiguió:] »El ratón al oír sus palabras le replicó: “¿Cómo he de dejarte entrar en mi madriguera si tú eres mi enemigo natural y tu alimento lo constituye mi carne? Temo que me traiciones, pues tal es tu costumbre; para ti los pactos no existen. Se dice: ‘No hay que confiar a un hombre adúltero la mujer hermosa, ni al pobre indigente riquezas, ni la leña al fuego’. Yo no tengo por qué confiarme a ti pues se dice: ‘Cuanto más débil es un individuo más fuerte es el odio de la naturaleza’ ”. El gato replicó con voz muy débil, como si estuviese muy mal: “Ciertamente lo que dices forma parte de los proverbios. No te lo niego. Pero te ruego que olvides la antigua enemistad que hay entre nuestras dos especies pues se dice: ‘Aquel que perdona a una criatura que es su igual es perdonado por el Creador’. Antes era tu enemigo, pero hoy busco tu amistad. Se dice: ‘Cuando quieras hacer de un enemigo tu amigo, trátalo bien’. Yo, hermano mío, te juro y te prometo ante Dios que jamás te causaré ningún daño. Pero, además, no tengo fuerzas para hacerlo. Confía en Dios, practica el bien y admite mi juramento y mi pacto”. “¿Cómo he de aceptar el pacto de aquel con el cual ha nacido una enemistad tradicional, de aquel que acostumbra a traicionarme? Si nuestra enemistad fuera por cosas en las que no anduviera por medio la sangre, me sería fácil aceptarlo, pero ésta es una incompatibilidad natural. Se dice: ‘Quien pide seguro para sí a un enemigo, hace lo mismo que quien mete la mano en la boca de la víbora’ ”. El gato, encolerizado, replicó: “Mi pecho está oprimido, las fuerzas me faltan. Estoy en la agonía y dentro de poco moriré ante tu puerta ¡caiga mi sangre sobre tu cabeza, ya que tú puedes salvarme de la situación en que me encuentro! Éstas son mis últimas palabras”. El ratón se llenó de temor ante Dios (¡ensalzado sea!) y la piedad se apoderó de su corazón. Se dijo: “Quien quiera tener la ayuda de Dios (¡ensalzado sea!), frente a su enemigo, trate a éste bien y con cariño. Yo confío a Dios todo el asunto y voy a salvar al gato de la muerte para conseguir la recompensa de la otra vida”. El ratón, entonces, salió en busca del gato y lo metió en su madriguera arrastrando. Permaneció a su lado hasta que hubo recuperado fuerzas, descansado y repuesto un poco. Pero se quejaba de su debilidad, de sus escasas fuerzas y de los pocos amigos que tenía. El ratón lo trataba bien, lo halagaba, tomaba confianza y corría a su alrededor. El gato reptó por la madriguera hasta dominar la salida, pues temía que el ratón se le escapase. Éste, queriendo salir, se acercó al gato como tenía por costumbre. El minino, lo agarró y lo sujetó con sus uñas y empezó a morderlo y maltratarlo: lo agarraba con la boca, le levantaba del suelo, lo tiraba, corría en pos suyo, lo arañaba.

Entonces el ratón pidió auxilio y buscó la salvación en Dios. Empezó a hacer reproches al gato y le dijo: “¿Dónde está la promesa que me has hecho y los juramentos que prestaste? ¿Es ésta la recompensa que me das por haberte introducido en mi madriguera y haberme fiado de ti? ¡Qué razón tenía quien dijo: ‘El que pacta con el enemigo no debe buscar su salvación’ y ‘Quien se confía al enemigo merece la muerte’! Pero confío en mi Creador. Él me salvará de ti”. Mientras le ocurría todo esto con el gato que quería atacarlo y despedazarlo, apareció un cazador acompañado por perros de caza. Uno de éstos pasó junto a la boca de la madriguera y oyó que había un gran combate. Creyó que se trataba de una zorra que desgarraba algo. El animal se aprestó para agarrarla, cayó sobre el gato y lo atrajo hacia sí. Éste, al verse entre las manos del perro, tuvo que preocuparse de sí mismo y soltó al ratón vivo y sin heridas. El perro lo hirió, le rompió la nuca y lo tiró, muerto, al suelo. Bien dice, pues, quien dijo: “Quien es misericordioso conseguirá que en su fin Dios tenga misericordia de él; pero el opresor será oprimido a su vez”.

»Esto es, ¡oh rey!, lo que sucedió a los dos animales. Por tanto nadie debe faltar a los pactos de aquel que se fía. Al que los traiciona y los rompe le ocurre lo mismo que al gato, ya que el hombre cobra con la misma moneda con que paga y quien hace bien obtiene la recompensa. Pero no te entristezcas, ¡oh, rey!, ni te apenes por ello, pues tu hijo, después de su tiranía e injusticia, tal vez adopte tu buena conducta. Este sabio que es tu visir Simas no ha querido ocultarte nada de lo que te ha dado a entender. Ello es prueba de su sabiduría, ya que se dice “Las gentes más timoratas son las más sabias y las más afortunadas”».

El rey, entonces, los trató con largueza, los honró y los despidió. Él se marchó a su habitación meditando en las consecuencias del asunto. Al llegar la noche fue en busca de una de sus mujeres, la que más respetaba y quería. Pasó con ella la noche. Al cabo de cuatro meses la criatura se movió en su vientre y la mujer tuvo una gran alegría. Informó de ello al rey y éste exclamó: «¡Mi sueño era verídico, por Dios, que concede el auxilio!» Instaló a aquella mujer en el mejor aposento, la honró de modo extraordinario, le hizo grandes dones y le concedió muchas cosas. Después llamó a uno de los pajes y lo envió a buscar a Simas. Al tenerlo ante sí el rey le explicó que su esposa estaba embarazada. Él estaba muy contento y dijo: «Mi sueño se ha hecho verdad y he conseguido mi deseo. Es posible que se trate de un muchacho varón que herede de mí el reino, ¿qué dices, Simas?» Éste calló y no pronunció la respuesta. El rey le preguntó: «¿Por qué veo que no te alegras con mi alegría y que no me contestas? ¿Es que esto no te parece bien, Simas?» El ministro se prosternó ante el rey y dijo: «¡Oh, rey! ¡Que Dios prolongue tu vida! ¿De qué sirve ir a ponerse a la sombra de un árbol si de él brota fuego? ¿Qué alegría tiene quien bebe vino puro si se ahoga? ¿De qué sirve beber agua potable y fresca si se anega? Yo sólo soy esclavo de Dios y tuyo, ¡oh, rey!, pero se dice que hay tres cosas de que no debe hablar el hombre inteligente antes de haberlas realizado: el viajero hasta haber concluido su viaje, el guerrero hasta haber vencido a su enemigo y la mujer en estado hasta haber dado a luz».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después añadió: «Sabe, ¡oh, rey!, que aquel que habla de algo antes de que haya concluido es igual como el asceta que tenía encima una jarra de manteca». El rey preguntó: «¿Cuál es la historia de ese asceta? ¿Qué le ocurrió?»

HISTORIA DEL ASCETA Y LA JARRA DE MANTECA

«¡Oh, rey! Era un hombre que vivía bajo la protección de un noble de tal ciudad; era un asceta que recibía cada día lo que le daba aquel noble, esto es: tres mendrugos de pan, un poco de manteca y miel. Tenía una jarra en la que reunía cuanto le daban. Así la llenó. La colgó del techo, encima de su cabeza por miedo y precaución. Cierta noche, mientras estaba sentado en la cama con un bastón en la mano, le pasó por la cabeza una idea respecto a la manteca y lo cara que era. Se dijo: “He de vender toda la manteca que tengo y comprar, con su importe, una oveja que confiaré a un campesino. Al cabo del primer año habrá dado a luz un macho y una hembra y al segundo año una hembra y un macho. Este ganado seguirá multiplicándose dando machos y hembras y llegará a ser muy numeroso. Entonces dividiré mi parte, venderé lo que me plazca y compraré tal terreno para plantar un jardín y construir un gran palacio; adquiriré vestidos y trajes, compraré esclavos y doncellas y me casaré con la hija de tal comerciante. Celebraré una boda cual nunca se haya visto, degollaré ovejas, guisaré platos exquisitos, dulces y pastas; invitaré a todos los juglares, artistas y músicos; prepararé flores, perfumes y toda clase de plantas aromáticas e invitaré a ricos, pobres, sabios, nobles y grandes del reino. A todo aquel que me pida algo se lo concederé; prepararé toda clase de comidas y bebidas y ordenaré a un pregonero que grite: ‘¡Quien pida algo, lo obtendrá!’ Después me presentaré ante mi esposa cuando esté sin el velo y disfrutaré de su belleza y hermosura. Comeré, beberé, disfrutaré y me diré: ‘Has conseguido tu deseo’. Descansaré de la devoción y el ascetismo. Mi mujer quedará encinta, dará a luz un hijo varón y yo me pondré muy contento con él. Daré banquetes con esmero y le enseñaré la ciencia, la literatura y la aritmética. Haré que su nombre sea célebre entre la gente y me vanagloriaré de él en las tertulias de los grandes personajes. Le ordenaré que haga lo que está establecido y no me desobedecerá; le prohibiré que cometa torpezas o actos reprobables y le prescribiré que sea piadoso, que haga bien y le daré preciosos presentes. Si veo que obedece aumentaré aún mis dones, pero si se inclina hacia el mal, le sacudiré con este bastón”.

»En este momento levantó el palo para pegar a su hijo y alcanzó la jarra de manteca que tenía suspendida sobre la cabeza y la rompió. Los pedazos le cayeron encima y la manteca le pringó la cabeza, los vestidos y la barba. Esto constituye un ejemplo. Por esto, ¡oh, rey!, el hombre no debe hablar de algo antes de que suceda». «Dices la verdad. ¡Qué excelente visir eres, puesto que dices la verdad cuando hablas e indicas el bien! Tu posición, junto a mí, es la que tú prefieras y siempre serás bien acogido.» Simas se prosternó ante Dios y el rey e hizo votos por la duración del bienestar de éste. Dijo: «¡Que Dios prolongue tus días, ¡oh, rey!, y aumente tu poder! Sabe que yo no te oculto nada ni en público ni en secreto; que tu satisfacción es la mía y que tu enojo es el mío; no tengo más alegrías que las tuyas y no podría dormir si tú estuvieses enfadado conmigo ya que Dios (¡ensalzado sea!) me ha concedido toda suerte de bienes gracias a tu generosidad. Ruego a Dios (¡ensalzado sea!) que te proteja con sus ángeles y que sea generoso contigo cuando lo encuentres». El rey se puso muy contento con todo esto. Entonces Simas se marchó.

Al cabo de un tiempo, la esposa del rey dio a luz un muchacho varón. Los mensajeros se presentaron ante el rey y le dieron la grata nueva del nacimiento de un hijo. El soberano se alegró muchísimo y dio fervientes gracias a Dios. Exclamó: «¡Loado sea Dios que me ha concedido un hijo cuando ya desesperaba! ¡Él es indulgente y misericordioso con sus esclavos!” A continuación el rey escribió a todas las gentes de su reino para darles cuenta de la noticia e invitarles a que acudiesen a palacio. Acudieron los emires, primates, ulemas y magnates que estaban a sus órdenes. Esto es lo que hace referencia al rey.

He aquí lo que hace referencia a su hijo: Los timbales repicaron y las fiestas se extendieron por todo el reino. Sus súbditos acudieron desde todas las regiones y llegaron los sabios, los filósofos, los letrados y los eruditos. Todos se presentaron ante el rey y cada uno de ellos ocupó su sitio. Entonces el soberano hizo signo a los siete principales ministros, aquellos que presidía Simas, para que hablasen por turno según su propio entender. Empezó su jefe, el visir Simas. Éste pidió permiso al rey para hablar y se lo concedió.

Dijo: «¡Loado sea Dios que nos ha creado de la nada y nos ha traído a este mundo, que concede a los reyes, sus siervos, gente justa y equitativa, el poder y el recto camino poniendo en sus manos el sustento de sus súbditos! Lo ha hecho, en particular, con nuestro rey, el cual ha vivificado nuestro país gracias a los bienes con que Dios lo ha favorecido; nos ha concedido la paz, una vida cómoda y segura y la justicia. ¿Qué rey hace con sus súbditos lo que éste ha hecho con nosotros? Ha cuidado de nuestros asuntos, ha mantenido nuestros derechos y ha hecho justicia entre unos y otros; no se ha descuidado de nosotros y ha evitado los abusos. Una de las gracias que Dios hace a los hombres consiste en que el soberano se preocupe de sus asuntos y los proteja de sus enemigos, puesto que el fin del adversario consiste en triunfar del enemigo y tenerlo a su merced. Muchas personas ofrecen sus propios hijos a los reyes como criados. Así pasan a ocupar la categoría de esclavos con el fin de que los protejan de los enemigos. En cuanto a nosotros ningún enemigo ha hollado el país desde que gobierna nuestro rey. Esto constituye una gran felicidad, una inmensa fortuna que nadie puede describir puesto que es indescriptible. Tú, ¡oh, rey!, eres digno, puesto que has traído tan grandes bienes; nosotros estamos bajo tu protección, bajo la sombra de tu ala. ¡Que Dios te conceda una hermosa recompensa y prolongue tu vida! Antes rogábamos a Dios (¡ensalzado sea!) pidiéndole que te conservase y te concediera un hijo pío que te sirviese de consuelo. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha escuchado y accedido a nuestras súplicas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Simas prosiguió: »…Dios ha accedido a nuestras súplicas] y nos ha concedido un consuelo inmediato semejante al que dio a unos peces que se encontraban en un charco de agua». El rey preguntó: «¿Y cuál es la historia de los peces? ¿Qué ocurrió?»

HISTORIA DE LOS PECES Y EL CANGREJO

«Sabe, ¡oh, rey! —refirió Simas— que en cierto lugar había un charco de agua con algunos peces; el agua empezó a disminuir y los peces se pegaron unos al lado de otros; no quedando agua suficiente estuvieron a punto de morir. Dijeron: “¿Qué será de nuestra suerte? ¿Cómo nos las arreglaremos? ¿A quién pediremos consejo para salvarnos?” Uno de los peces, el más sensato e inteligente, dijo: “El único medio que tenemos de salvarnos consiste en rezar a Dios, pero pidamos al cangrejo su opinión, pues es nuestro jefe. Vayamos a su lado para ver cuál es su opinión, puesto que es más sabio que nosotros”. Los otros peces encontraron que su idea era buena y fueron todos a ver al cangrejo. Le encontraron recogido en su sitio sin saber nada de lo que les ocurría. Le saludaron y le dijeron: “¡Señor nuestro! ¿Es que no te interesan nuestras cosas, a pesar de que eres nuestro gobernador y nuestro jefe?” El cangrejo les replicó: “¡La paz sea sobre vosotros! ¿Qué es lo que os ocurre? ¿Qué queréis?” Le refirieron su historia y lo que les iba a suceder por causa de la falta de agua, puesto que cuando se secase iban a morir. Dijeron: “Hemos venido aquí y esperamos tu opinión y el consejo que nos pueda salvar, pues tú eres nuestro jefe y eres más inteligente que nosotros”. El cangrejo permaneció un rato con la cabeza gacha; después dijo: “No cabe duda de que sois cortos de entendederas, puesto que desesperáis de la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!) y del cuidado que tiene para conceder el sustento a todas sus criaturas. ¿Es que no sabéis que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) alimenta sin cuenta a todas sus criaturas? ¿Que antes de crear algo se ha preocupado ya de su alimento? Ha concedido un plazo de vida fija a cada persona y, con su poder divino, ha distribuido el sustento. ¿Por qué hemos de preocuparnos por algo que está escrito en lo desconocido? Mi opinión es que lo mejor que podéis hacer es rezar a Dios (¡ensalzado sea!). Es preciso que cada uno de nosotros se reconcilie interna y externamente con su Señor y que ruegue a Dios para que nos salve y nos libre de las calamidades ya que Dios (¡ensalzado sea!) no defrauda las esperanzas de quienes confían en Él, ni rechaza la petición de quien pide su mediación. Si sabemos corregirnos, nuestros asuntos mejorarán y obtendremos bienes y beneficios. Llegará el invierno y nuestra tierra, gracias a las rogativas de nuestros devotos, se verá inundada: nos daremos cuenta de que las buenas obras no se pierden. Mi opinión consiste en esperar y en confiar en lo que Dios haga. Si la muerte nos alcanza, como es su costumbre, descansaremos; si nos sucede algo que nos obligue a huir, huiremos y nos marcharemos de nuestra tierra yendo hacia donde Dios quiera”. Todos los peces dijeron-con una sola voz: “¡Es cierto, señor nuestro! ¡Que Dios te recompense con bien!” Cada uno de ellos se marchó luego a su sitio. Al cabo de pocos días, Dios les concedió una lluvia abundante que llenó la cuenca del charco más de lo que estaba antes.

»Así nosotros, ¡oh, rey!, estábamos desesperados porque no tenías ningún hijo. Ahora, cuando Dios nos ha concedido a nosotros y a ti este hijo bendito, rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) para que sea un buen hijo en el cual tú encuentres consuelo y sea un digno sucesor tuyo y que nos conceda con él lo mismo que nos ha concedido contigo. Dios (¡ensalzado sea!) no defrauda a quien a Él se dirige; nadie debe perder la esperanza en la misericordia de Dios.»

Entonces se levantó el segundo ministro, saludó al rey y éste le replicó diciendo: «¡Y sobre vosotros sea la paz!» El ministro empezó: «Al rey se le llama rey únicamente cuando hace dones, es justo, gobierna bien, es generoso y se comporta bien con sus súbditos siguiendo las leyes y las costumbres de éstos; cuando es justo con todos, evita los crímenes, aparta de ellos el daño y se preocupa de atender a los indigentes, cuida de grandes y pequeños y les concede los derechos que les corresponden, hasta el punto de que todos ejecuten sus órdenes. No cabe duda de que el rey que responde a esta descripción es amado por su pueblo y obtiene la preeminencia en este mundo y un puesto de honor y la satisfacción de su Creador en la última vida. Y nosotros, el conjunto de tus esclavos, reconocemos, ¡oh, rey!, que reúnes los requisitos que hemos dicho. Se dice que la mejor de todas las cosas consiste en que el rey sea justo, sabio, experto, esté bien informado y obre según su propio juicio. Nosotros, ahora, disfrutamos de esta felicidad. Antes habíamos caído en la desesperación temiendo que no tuvieras un hijo que heredase tu reino. Pero Dios (¡excelso sea su nombre!) no defraudó tu esperanza, aceptó tu plegaria por la confianza que depositaste en él. ¡Qué buena esperanza fue la tuya! Te ocurrió lo mismo que al cuervo con la serpiente». El rey preguntó: «¿Qué ocurrió? ¿Cuál es la historia del cuervo y la serpiente?»

HISTORIA DEL CUERVO Y DE LA SERPIENTE

El visir refirió: «Sabe, ¡oh, rey!, que había un cuervo que vivía, junto con su esposa, en un árbol llevando la vida más tranquila. Llegaron así hasta la época de la incubación, en plena canícula. Una serpiente abandonó su nido, se dirigió hacia aquel árbol, trepó por las ramas, subió al nido del cuervo, se instaló en él y permaneció durante todos los días del verano; el cuervo se encontraba perseguido y no encontraba un lugar en que instalarse para poder dormir. Al terminar los días de calor, la serpiente se marchó a su madriguera. El cuervo dijo a su esposa: “Demos gracias a Dios (¡ensalzado sea!) que nos ha salvado y nos ha librado de esta desgracia, aunque hayamos quedado privados de alimentos este año, ya que Dios (¡ensalzado sea!) no frustrará nuestra esperanza. Démosle gracias porque nos ha salvado y por la salud que nos ha concedido. Nosotros sólo hemos de confiar en Él. Si Dios lo quiere y vivimos hasta el próximo año, Él nos compensará con otra prole”. Al llegar la época de la incubación, la serpiente abandonó su madriguera y se dirigió al árbol. Mientras estaba colgada de una de las ramas y se dirigía al nido del cuervo según tenía por costumbre, se abatió encima de ella un milano que la picoteó en la cabeza y la desgarró. La serpiente cayó al suelo sin sentido; las hormigas se lanzaron encima y se la comieron, quedando el cuervo y su mujer tranquilos; incubaron muchos polluelos y dieron gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haber tenido hijos.

»Ahora, ¡oh, rey!, nos incumbe a nosotros dar gracias a Dios porque te ha concedido a ti y a nosotros ese bendito recién nacido cuando ya habíamos perdido las esperanzas. ¡Que Dios sea generoso contigo en la vida futura y dé un feliz término a tu asunto!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después se levantó el tercer ministro y dijo: «¡Enhorabuena, rey justo, por el bien presente y futuro, ya que quien es amado por las gentes de este mundo será amado por los moradores del cielo! Dios (¡ensalzado sea!) te ha concedido su afecto implantándolo en el corazón de las gentes de tu reino. ¡A Él sean dadas las gracias! ¡A Él pertenecen todas nuestras loas para que aumenten tus bienes y los que por tu mediación recibimos! Sabe, ¡oh, rey!, que el hombre nada puede si no es mediante la orden de Dios (¡ensalzado sea!). Él es el Donador de todos los bienes; cualquier beneficio que llega a una persona, de Él procede; Él distribuye los favores entre sus siervos como quiere: a unos les concede grandes dones, a otros les carga de trabajo para que consigan su sustento; a unos los ha puesto como jefes; a otros los ha colocado como ascetas en este mundo y sólo lo buscan a Él. Él dijo: “Yo soy Aquel que daña y es útil; curo y hago poner enfermo; enriquezco y empobrezco; mato y doy la vida; todas las cosas están en mi mano y de mí depende el destino”. Por esto es necesario que todas las gentes le den las gracias. Y tú, ¡oh, rey!, te cuentas entre aquellos felices, píos, de los que se dice: “El más feliz de los píos es aquel en que Dios ha reunido los bienes de ésta y de la otra vida; aquel que se contenta con lo que Dios le ha concedido y le da las gracias por lo que Él ha decidido”. Aquel que falta, que pide algo distinto de lo que Dios ha decretado, se parece al potro salvaje y la zorra». El rey preguntó: «¿Y qué ocurrió? ¿Cuál es su historia?»

HISTORIA DEL POTRO SALVAJE Y LA ZORRA

El visir refirió: «Sabe, ¡oh, rey!, que había una zorra que abandonaba cada día su país para salir en busca de sustento. Mientras cierto día recorría un monte, le llegó la hora del crepúsculo y se dispuso a regresar. Se reunió con otra a la que había visto en el camino y cada una de ellas refirió a su compañera la propia historia con la presa hecha. Una dijo: “Ayer me abalancé sobre un potro salvaje, pues estaba hambrienta: llevaba tres días sin comer. Me alegré de haberlo atrapado, di gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por habérmelo facilitado. Me resolví por el corazón, me lo comí, quedé harta y regresé a mi madriguera. Tras tres días en los que no he encontrado nada que comer aún me siento harta”. La otra zorra tuvo envidia de que estuviese harta y se dijo: “No me queda más remedio que comer el corazón de un potro salvaje”. Dejó de comer durante unos días, se adelgazó, y quedó a dos pasos de la muerte; su actividad y su fuerza disminuyeron y se encerró en la madriguera. Cierto día, mientras se encontraba en ésta aparecieron dos cazadores. Tropezaron con un potro salvaje y pasaron todo el día persiguiéndolo. Después, uno de ellos, le disparó una flecha de gancho que lo alcanzó, penetró en sus vísceras y se le clavó en el corazón. Lo mató enfrente de la madriguera de la zorra citada. Los cazadores le alcanzaron y le hallaron muerto. Sacaron la flecha que le había herido en el corazón, pero sólo sacaron el mango, dejando en el interior el gancho. Al caer la tarde salió la zorra de su madriguera, dando tumbos de lo débil y hambrienta que estaba, y encontró al potro salvaje abandonado junto a su puerta. Se alegró muchísimo, tanto que estuvo a punto de volar de alegría. Dijo: “¡Loado sea Dios que me concede la satisfacción de mi deseo sin fatiga ninguna! No esperaba dar caza ni a un potro salvaje ni a ninguna otra pieza. Dios me ha destinado éste y me lo ha traído hasta mi madriguera”. Saltó encima, le desgarró el vientre, metió la cabeza y empezó a husmear por los intestinos hasta alcanzar el corazón; lo comió y lo engulló. Cuando lo tuvo en la garganta, el garfio de la flecha se le clavó y no pudo hacerlo bajar hacia el vientre ni salir de la garganta. Así se dio cuenta de que iba a morir.

»Por esto, ¡oh, rey!, es necesario que el hombre esté satisfecho con lo que Dios le concede; que le dé gracias por sus beneficios; que no pierda la esperanza en su Señor. He aquí que tú, ¡oh, rey!, gracias a tu hermoso propósito y a tus buenas obras te has hecho acreedor del hijo que Dios te ha dado cuando ya desesperabas de tenerlo. Roguemos a Él (¡ensalzado sea!) que le conceda una larga vida, que haga su felicidad duradera y que tu bendito sucesor y heredero, después de una larga vida tuya, cumpla como tú.»

Después se levantó el cuarto visir y dijo: «Si el rey es inteligente, domina las puertas de la sabiduría,…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir dijo: »Si el rey es inteligente, domina las puertas] de las leyes, de la política; si tiene buenas intenciones, es justo con sus súbditos, favorece a quien necesita de su generosidad, si es desprendido con quien necesita de ello; si perdona cuando tiene poder para castigar, excepto en las cosas necesarias; si respeta a los jefes y principales personajes, les aligera las cargas, los colma de beneficios; si los protege y observa los pactos que le ligan a ellos, será feliz en este mundo y en el otro. Esto le librará de ellos, le ayudará a consolidar su reino, a triunfar de sus enemigos y a alcanzar sus deseos, además de proporcionarle mayores bienes procedentes de Dios, recibirá su auxilio y su ayuda. Pero si el rey no es así, no escapará a las calamidades y aflicciones que lo agobiarán a él y sus súbditos dada su tiranía con el extraño y el prójimo y le ocurrirá lo mismo que al príncipe peregrino». El rey preguntó: «¿Y cómo fue eso?»

EL REY INJUSTO Y EL PRÍNCIPE PEREGRINO

El visir refirió: «Sabe, ¡oh, rey!, que en un país de Occidente vivía un rey que gobernaba tiránicamente, era injusto, violento, opresor, maltrataba a sus súbditos y a los que entraban en su reino de tal modo que todo aquel que llegaba tenía que soportar que sus gobernadores le arrebatasen los cuatro quintos de sus bienes, quedándose únicamente con el quinto restante. Dios había dispuesto que tuviese un hijo feliz y grato a Él. El muchacho, al ver que las circunstancias de su mundo no eran buenas, lo abandonó y empezó a peregrinar consagrándose a la adoración de Dios (¡ensalzado sea!) desde su más tierna infancia: renunció al mundo y a lo que éste contenía. Inició su peregrinación, consagrado a obedecer a Dios, recorriendo las campiñas y los desiertos, entrando en las ciudades. Al cabo de unos días entró en tal ciudad. Cuando los vigilantes lo vieron, lo detuvieron, lo registraron y sólo le encontraron dos trajes: uno nuevo y otro viejo: le quitaron el nuevo y le dejaron el viejo, después de haberle vilipendiado y humillado. Empezó a quejarse y a decir: ¡Tiranos! Soy un pobre hombre que hace la peregrinación. ¿De qué os puede servir este vestido? Si no me lo dais iré a ver al rey y me quejaré ante él de vosotros”. Le replicaron: “Nosotros lo hemos hecho por orden del rey. Pero tú haz lo que bien te parezca”. El peregrino siguió adelante hasta llegar al sitio en que se encontraba el rey. Quiso entrar pero los chambelanes se lo impidieron. Volvió atrás y se dijo: “No me queda más remedio que esperar hasta que salga y quejarme a él de mi situación y de lo que me ha sucedido”. Mientras estaba esperando que saliera el rey, oyó que uno de los guardias anunciaba su paso. Fue adelantándose poco a poco hasta encontrarse ante la puerta. Antes de que se pudiese dar cuenta ya salía el rey. El peregrino se le puso delante e hizo los votos de ritual deseándole la victoria y le informó de lo que le había sucedido con los guardias; se quejó de su situación y le informó de que era un hombre consagrado a Dios, que había renunciado al mundo y que se había puesto en camino buscando la satisfacción de Dios (¡ensalzado sea!), que recorría la tierra y que todas las gentes a las que se había presentado le habían favorecido según sus posibilidades; que había entrado en ciudades y pueblos y que tal era su situación. Dijo: “Al entrar en esta ciudad esperaba que sus habitantes se portasen conmigo como se portan con los otros peregrinos, pero tus secuaces se me han opuesto, me han quitado uno de mis vestidos y me han castigado con golpes. Preocúpate de mi asunto, cógeme de la mano y entrégame el vestido. No me quedaré en esta ciudad ni una hora”. El rey injusto le contestó: “¿Y quién te había indicado que vinieses a esta ciudad si no sabías lo que hacía su rey?” “Cuando yo haya recuperado mi vestido puedes hacer conmigo lo que quieras.” El rey injusto, al oír las palabras del peregrino, cambió de humor y replicó: “¡Ignorante! Te hemos quitado el vestido para humillarte, pero desde el momento en que me has armado este griterío, te arrancaré el alma”. A continuación mandó que lo encarcelasen. Al entrar en la prisión empezó a arrepentirse de la respuesta que había dado, a reprocharse de no haber callado y salvado la vida. Pero mediada la noche se levantó, rezó una larga oración y dijo: “¡Oh, Dios! Tú eres un juez justo, conoces mi situación y cuanto me ha sucedido con este rey tirano. Yo soy tu servidor y he sido vejado. Pido de tu inmensa misericordia que me libres de la mano de este rey tirano y que tomes venganza de él, ya que Tú no ignoras las maldades de cada opresor. Si sabes que se me ha maltratado castígale con tu venganza esta misma noche y descarga sobre él tu tormento porque tu juicio es justo, porque Tú socorres a todos los afligidos, ¡oh, Tú, que posees el poderío y la grandeza hasta el fin de los tiempos!” Todos los miembros del carcelero temblaron al oír le plegaria de ese desgraciado. Mientras esto ocurría se declaró un incendio en el alcázar en que estaba el rey y ardió con todo lo que contenía hasta llegar a la puerta de la prisión; sólo se salvaron el carcelero y el peregrino. Éste, una vez libre, se puso en viaje acompañado por aquél y así llegaron a otro país. La ciudad del rey injusto fue destruida por completo a causa de la injusticia de su rey.

»En cuanto a nosotros, ¡oh rey feliz!, nos acostamos y nos levantamos haciendo votos por ti y damos gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por el favor que nos ha hecho al concedernos tu presencia, pues estamos seguros de tu justicia y de tu buena conducta. Estábamos muy tristes porque no tenías un hijo que pudiera heredar tu reino, pues temíamos que te sucediera un extraño. Pero ahora Dios (¡ensalzado sea!) nos ha favorecido con su generosidad, ha disipado nuestra pena y nos ha llenado de alegría con el nacimiento de este bendito muchacho. Rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) que le haga tu pío sucesor, que le conceda gloria, felicidad, bienes constantes y larga vida».

Luego se levantó el quinto ministro y dijo: «¡Bendito sea Dios, el Grande,…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir dijo: »¡Bendito sea Dios, el Grande,] el que concede los dones píos y da los grandes presentes! Estamos convencidos de que Dios concede sus bienes a quien se los agradece y observa su religión. Tú, ¡oh, rey!, te distingues por esas excelsas virtudes y por la justicia y equidad con que tratas a tus súbditos, lo cual satisface a Dios (¡ensalzado sea!). Por esto, Dios ha aumentado tu poder, ha hecho felices tus días y te ha concedido este hermoso regalo, que es tu hijo feliz, cuando ya desesperabas. Esto nos causa una gran alegría y una satisfacción continua, puesto que antes nos encontrábamos muy preocupados y experimentábamos una pena siempre creciente dado que no tenías hijos. Estábamos pensativos a causa de tu justicia y clemencia para con nosotros y temíamos que Dios hubiese dispuesto tu muerte sin que dejases un sucesor que pudiera heredar el reino. Nuestras opiniones habrían sido distintas, hubiese estallado la discordia y nos hubiese sucedido lo que al cuervo». El rey preguntó: «¿Y cuál es la historia del cuervo?»

HISTORIA DEL CUERVO Y DEL HALCÓN

El visir refirió: «Sabe, ¡oh rey feliz!, que en cierto país había un amplio valle que tenía riachuelos, árboles y frutos; en él los pájaros cantaban las alabanzas del Dios único, todopoderoso, creador de la noche y del día. Entre esos pájaros había cuervos que llevaban la más dulce vida. Su jefe y gobernador era un cuervo indulgente, de buen corazón. Gracias a él vivían en paz y seguridad y su buena organización no permitía que ninguno de los otros pájaros pudiera sobreponérseles. Sucedió que su jefe murió, pues así está dispuesto que ocurra con todos los seres. Los cuervos se entristecieron mucho por él y la pena era aún más, pues no había entre ellos nadie capaz de ocupar su puesto. Se reunieron para deliberar a quién debían nombrar que pudiera presidirlos por su buena conducta. Un grupo de ellos eligió a un cuervo. Dijeron: “Éste es el que nos conviene como rey”. Otros discreparon y no le quisieron. Así empezó entre ellos la discusión y la polémica; la discordia creció y después tuvieron que llegar a un acuerdo y pacto: que dormirían toda la noche y que ninguno de ellos madrugaría al día siguiente para ir en busca de su sustento; al contrario: que esperarían a que se hiciese claro y que, en el momento de aparecer la aurora, se reunirían todos en un lugar determinado. Entonces observarían cuál era el pájaro más veloz en el vuelo. Dijeron: “A ése lo elegiremos para el gobierno, lo nombraremos rey y lo encargaremos de nuestros asuntos”. Todos estuvieron conformes con esto, lo pactaron unos con otros y quedaron satisfechos. Mientras se encontraban en esta situación apareció un halcón. Le dijeron: “¡Padre del bien! Nosotros te nombramos nuestro gobernador para que te preocupes de nuestros asuntos”. El halcón quedó satisfecho con lo que le habían dicho. Les replicó: “Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, tendréis un buen bienestar”. Una vez lo hubieron elegido, empezó a salir cada día con los cuervos, se quedaba a solas con uno, lo acometía, comía su cerebro y sus ojos y abandonaba el resto. Siguió haciéndolo hasta que sospecharon de él y se dieron cuenta de que habían muerto en su mayor parte. Se convencieron de que iban a morir y se dijeron unos a otros: “¿Qué haremos si ha muerto la mayoría de nosotros sin que nos diésemos cuenta y hemos perdido a nuestros jefes? ¡Hemos de preocuparnos de nosotros mismos!” Al día siguiente huyeron y se alejaron.

»Nosotros temíamos que nos ocurriese algo semejante si teníamos un rey distinto de ti. Pero Dios nos ha concedido este favor enviándote ante nosotros; estamos convencidos de que todo irá bien y de que conseguiremos la paz, la seguridad y el bienestar de nuestro país. ¡Gracias sean dadas a Dios, el Grande! ¡A Él pertenecen las alabanzas, el reconocimiento y los mayores elogios! ¡Que Dios bendiga al rey y a nosotros, el conjunto de sus súbditos, y nos conceda a todos la máxima felicidad y haga su época feliz y próspera!»

A continuación se levantó el sexto visir. Dijo: «¡Que Dios te colme, ¡oh, rey!, de los mejores bienes en esta vida y en la futura! Los antiguos decían que quien reza, observa sus deberes para con los padres y es justo en sus quehaceres, encuentra a su Señor y Éste queda satisfecho de él. Tú nos has gobernado con justicia y has sido afortunado en todas tus actuaciones. Rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) que te recompense con creces y te pague por tus buenas acciones. He oído lo que ha dicho este sabio del temor que debíamos experimentar en el caso de que nuestra suerte nos privara del rey o nos deparase uno que no fuese como tú; nuestras querellas aumentarían después de tu muerte y la desgracia sería la secuela de la discrepancia. Si las cosas habían de ser como hemos dicho, era obligación nuestra rogar a Dios (¡ensalzado sea!) que concediera al rey un hijo feliz que pudiera sucederlo en el momento de su muerte. Hay veces que el hombre ama la vida mundanal y apetece cosas cuyo fin desconoce; por eso no es conveniente que pida a un Señor algo que no sabe las consecuencias que ha de tener, ya que es más fácil que le sean dañosas que útiles, y su petición puede causarle la muerte y afligirle del mismo modo que ocurrió al encantador de serpientes, su esposa, sus hijos y sus familiares».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey preguntó: «¿Y cuál es la historia del encantador de serpientes, su esposa, sus hijos y sus familiares?»

HISTORIA DEL ENCANTADOR DE SERPIENTES

El visir refirió: «Sabe, ¡oh, rey!, que hubo un hombre que se dedicaba a cuidar serpientes; tal era su oficio. Tenía una gran cesta con tres serpientes, pero su familia no lo sabía. Cada día salía con ella a recorrer la ciudad y así se ganaba su sustento y el de sus familiares; por la tarde volvía a su casa, metía a escondidas los reptiles en la cesta y al día siguiente por la mañana volvía a salir para recorrer la ciudad. Ésta era su costumbre inveterada, pero la familia ignoraba lo que contenía la cesta. Cierto día el encantador regresó a su casa como de costumbre. Su esposa lo interrogó y le preguntó: “¿Qué hay en esta cesta?” Le contestó: “¿Qué es lo que quieres de ella? ¿Es que no tenéis víveres más que suficientes para comer? Resígnate con lo que Dios te concede y no me preguntes más”. La mujer se calló, pero empezó a decirse: “Es preciso que averigüe lo que contiene esta cesta y sepa lo que hay en ella”. Se resolvió a saberlo, se lo explicó a sus hijos y los indujo a que preguntasen con insistencia a su padre por el contenido de la cesta para que los informase. Los chiquillos, convencidos de que contenía algo comestible, empezaron a preguntar cada día a su padre para que les mostrase lo que contenía la cesta. Éste los rechazaba, los tranquilizaba, les prohibía que le hiciesen preguntas. En estas circunstancias transcurrió un tiempo, pero la madre los incitaba a insistir. Entonces se pusieron de acuerdo con ella en que no probarían la comida ni beberían nada con su padre hasta que hubiese accedido a su petición y les hubiese abierto la cesta. Cierta noche llegó el encantador con mucha comida y bebidas. Los llamó para que cenasen con él, pero ellos, puestos de acuerdo, se negaron a acudir y se mostraron enfadados. Empezó a halagarlos con palabras cariñosas y a decirles: “Decid la comida, bebida o los trajes que queréis y os los traeré”. Le replicaron: “¡Padre! Sólo queremos que abras esta cesta para ver lo que contiene; de lo contrario nos mataremos”. “¡Hijos míos! No sacaréis de ella nada bueno; si la abro sólo recibiréis daño” Entonces se encolerizaron aún más. El padre, al verlos en esta situación, los amenazó y les dijo que iba a apalearlos si seguían así. Sólo consiguió que se enfadasen más y que insistiesen en su petición. El padre, indignado, cogió un palo para castigarlos; huyeron ante él por la casa. La cesta estaba allí delante, pues el encantador no la había escondido en ningún lugar. La madre dejó que el hombre persiguiese a los chiquillos y abrió, con prisas, la caja para ver qué contenía. Las serpientes salieron de la cesta, mordieron a la mujer y la mataron; después recorrieron la casa matando a grandes y pequeños, excepto al encantador que abandonó la casa y se marchó.

»Cuando te hayas dado cuenta de esto, ¡oh rey feliz!, comprenderás que el hombre no ha de desear nada de aquello que Dios (¡ensalzado sea!) le niega; al contrario: ha de contentarse con lo que Dios (¡ensalzado sea!) le destina y le concede. Ahora tú, ¡oh rey de inmensa ciencia, de excelente criterio!), que Dios te refresque los ojos, has tenido un hijo cuando ya desesperabas y tu corazón ha quedado tranquilo. Nosotros rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) que haga que sea un heredero justo, que goce de la satisfacción de Dios y de los súbditos».

Después se levantó el séptimo visir y dijo: «¡Oh, rey! He comprendido y estoy convencido de todo cuanto han dicho mis hermanos los visires, sabios y despiertos, de lo que han expuesto ante tu presencia, ¡oh, rey!; de la descripción que han dado de tu justicia, de tu hermosa conducta y de las características que te distinguen de los restantes reyes y por las cuales ellos te han preferido a ti. Pero esto sólo es parte del deber que te incumbe, ¡oh, rey! Yo, por mi parte, digo: ¡Loado sea Dios que te ha concedido sus dones, que te ha concedido el bienestar del reino con su misericordia, que te ha auxiliado a ti y a nosotros con el fin de que le estemos aún más reconocidos! Todo ello ha sido debido a tu existencia y mientras tú te encuentres entre nosotros no temeremos injusticia ni seremos oprimidos ni nadie podrá abatirse sobre nosotros aprovechando nuestra debilidad. Se dice que los mejores súbditos son aquellos que tienen un soberano justo y que los peores son los que tienen por rey a un tirano. Se dice también que vale más vivir con un león carnicero que con un sultán opresor. ¡Loado sea Dios (¡ensalzado sea!), que nos ha hecho don de tu persona y que te ha dado este hijo bendito cuando ya desesperabas por tener avanzada edad! El mejor don de la vida mundanal lo constituye un hijo virtuoso: quien no tiene hijos carece de sucesores y no deja memoria de sí. Tu equidad y tu recto proceder para con Dios (¡ensalzado sea!) han motivado que Éste te conceda un hijo feliz, un hijo que constituye un bendito don de Dios (¡ensalzado sea!) hecho a ti y a nosotros dada tu honesta vida y tu bella resignación. Te ha ocurrido con esto lo mismo que a la araña con el viento».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey preguntó: «¿Cuál es la historia de la araña y el viento?»

LA ARAÑA Y EL VIENTO

El visir refirió: «Sabe, ¡oh, rey!, que una araña se había instalado en una puerta aislada y alta en la cual había construido su nido. Allí vivía en paz dando gracias a Dios (¡ensalzado sea!) que le había deparado tal lugar tranquilizándola del miedo que tenía a los reptiles. En esta situación vivió durante cierto tiempo dando gracias a Dios por el sosiego de que disfrutaba y por el sustento que recibía continuamente. Pero su Creador quiso ponerla a prueba y expulsarla para ver hasta dónde llegaba su reconocimiento y su paciencia. Desencadenó un viento huracanado de levante que la arrastró junto con su tela y la arrojó al mar. Las olas la arrastraron hacia tierra. Entonces dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberla salvado y empezó a hacer reproches al viento diciendo: “¡Oh, viento! ¿Por qué has hecho esto conmigo? ¿Qué beneficio has obtenido con trasladarme desde aquel lugar hasta éste? Allí, con mi tela en lo más alto de la puerta, me encontraba segura y tranquila”. El viento le replicó: “Deja de hacerme reproches, pues yo te devolveré al sitio en que te encontrabas antes”. La araña tuvo paciencia en esperar a que la devolviese a su puesto. Pero sopló el viento del norte y no la llevó; luego sopló el viento del sur que la arrastró hacia su casa. Al pasar por ésta la reconoció y se agarró a ella.

»Nosotros, por tanto, rezamos a Dios que ha recompensando al rey por su soledad y su paciencia concediéndole este hijo cuando ya desesperaba y era viejo; que no se lo ha llevado de este mundo sin haberle concedido el consuelo de sus ojos y haberle dado lo que le ha dado: el reino y el poder, él ha sido indulgente con sus súbditos y los ha colmado de bienes». El rey replicó: «La alabanza a Dios precede a cualquier otra loa y el darle las gracias pasa por delante de cualquier otro agradecimiento. No hay más Dios que Él, el Creador de todas las cosas; Él, que nos ha dado a conocer con la luz de sus signos la inmensa majestad de su poderío; Él concede el reino y el señorío a aquel de sus esclavos que le place; Él elige a quien quiere para nombrarlo su vicario y su representante entre las criaturas. Él prescribe a éstas la justicia, la equidad, la observancia de los ritos y de las tradiciones, el obrar bien y el ser rectos en todos los asuntos según a Él le complace y a ellos es grato. Aquellos que cumplen lo que Dios manda, se conforman con lo que les destina y se muestran sumisos a su señor, se verán libres de los terrores de este mundo y se harán acreedores de una hermosa recompensa en la última vida, ya que Él no descuida de pagar a los benefactores[272]; aquellos que no cumplan lo que Dios manda, que falten de modo flagrante, se rebelen contra su Señor y prefieran la vida mundanal a la última, ésos no dejaran huella de sí en esta vida y no tendrán su parte en la futura, ya que Dios no contemporiza ni con los tiranos ni con los perversos; Él no se olvida de ninguno de sus siervos. Éstos, nuestros visires, han hecho mención de nuestra justicia y de nuestro buen comportamiento como causa de que Dios nos haya concedido su auxilio; nos es necesario darle las gracias por sus bienes siempre crecientes. Cada uno de ellos ha dicho lo que Dios le ha inspirado y han competido en darle las gracias, en alabarlo por sus favores y bienes. Yo le doy gracias, ya que soy un esclavo sumiso; mi corazón está en sus manos, mi lengua lo sigue, yo me encuentro siempre satisfecho con lo que decía para mí y para ellos. Cada uno de ellos ha dicho lo que le pasaba por la mente acerca de ese muchacho y ha recordado que esto significa una renovación de su favor para con nosotros desde di momento en que yo ya había llegado a la edad provecta en que se inicia la desesperación y disminuye la certitud. ¡Loada sea Dios que nos ha salvado de las desgracias de la fortuna y del cambio de gobernantes que se suceden como la noche y el día! Esto constituye un gran bien para vosotros y nosotros. Loemos a Dios (¡ensalzado sea!) que nos ha escuchado y nos ha concedido este hijo, del que ha hecho nuestro sucesor en tan elevado puesto. Rogamos de su generosidad e indulgencia que haga sus actos felices e inclinados al bien para que sea un rey y un sultán justo y equitativo con sus súbditos, y que con su cuidado, generosidad y bondad los proteja de las desgracias».

Cuando el rey hubo terminado de hablar, los sabios y los doctos se levantaron, se prosternaron ante Dios, dieron gracias al soberano, le besaron la mano y cada uno de ellos se marchó a su casa. Entonces el rey entró en palacio, examinó al muchacho, rezó por él y le puso el nombre de Wird Jan.

Cuando el niño hubo cumplido los doce años, el rey quiso que estudiase todas las ciencias, le construyó un alcázar en el centro de la ciudad, mandó hacer en él trescientas sesenta habitaciones, internó allí al muchacho y ordenó a tres sabios y doctos que no descuidaran de enseñarle durante el día y la noche; que cada día ocupasen una nueva sala y que procurasen que no quedara ni una disciplina por estudiar para que fuese experto en todas las ciencias. Mandó que se escribiesen en la puerta de cada habitación las ciencias que en ella estudiaba y que cada siete días le diesen un informe de lo que había aprendido. Los sabios se presentaron ante el muchacho y no dejaron de enseñarle ni de día ni de noche; no descuidaron de instruirle en ninguno de los conocimientos que tenían. El muchacho demostró tener un entendimiento despierto y una clara disposición, más que la de cualquier otro, para aprender las ciencias. Simas, cada semana, hacía un informe al rey explicándole de lo que su hijo había aprendido sólidamente; de este modo, el mismo rey se instruía en las ciencias y en las bellas letras. Los sabios decían: «¡Jamás hemos visto una persona más dotada que este muchacho! ¡Que Dios te bendiga con él y te conceda el placer de disfrutar de su compañía muchos años!»

Cuando el muchacho hubo cumplido los doce años había aprendido todas las ciencias de un modo perfecto y sobrepasaba a todos los sabios y doctores de su época. Sus maestros lo condujeron ante el rey, su padre, y le dijeron: «Que Dios consuele tus ojos, ¡oh, rey!, con este muchacho de buen agüero. Te lo presentamos después de haberle enseñado todas las ciencias hasta el punto de que no hay ningún sabio ni ningún doctor en nuestra tiempo que haya llegado a donde él ha llegado». El rey se alegró muchísimo, dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y cayó prosternado ante Él, todopoderoso y excelso, diciendo: «¡Loado sea Dios por sus bienes sin cuento!» Después llamó al visir Simas y le dijo: «Sabe, Simas, que los sabios se han presentado ante mí y me han informado de que mi hijo sabe todas las ciencias, que no queda ni una que no haya aprendido hasta el punto de que ha superado a todos sus predecesores ¿qué piensas, Simas?» Éste se prosternó ante Dios, todopoderoso y excelso, besó la mano del rey y dijo: «El rubí, aunque se encuentre incrustado en la dura roca, ha de iluminar como una antorcha. Tu hijo es una gema y su gran juventud no le impide ser un sabio. ¡Loado sea Dios por lo que ha dado! Si Dios quiere, mañana le interrogaré y le pondré a prueba ante una asamblea en que estarán reunidos los cortesanos, los sabios y los emires».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey Chilad, al oír las palabras de Simas, mandó convocar en el alcázar regio, para el día siguiente, los sabios más penetrantes, los expertos más inteligentes y los científicos más dotados. Todos acudieron. Cuando estuvieron reunidos ante la puerta del soberano, éste les concedió audiencia. Después compareció Simas, el visir quien besó la mano del hijo del rey. El príncipe se incorporó y se postró ante Simas. Éste le dijo: «No es propio del cachorro de león inclinarse ante una fiera cualquiera; tampoco la luz debe asociarse con las tinieblas». El muchacho replicó: «El cachorro del león se inclina cuando ve al visir del rey». Simas preguntó: «Háblame del eterno absoluto, de sus dos manifestaciones y cuál de éstas es la eterna». El joven replicó: «El eterno, el absoluto, es Dios, todopoderoso y excelso, ya que Él ni ha tenido principio ni tendrá fin; sus dos manifestaciones son: este mundo y la última vida; la eterna de ambas es la última vida». «Has dicho bien y lo admito. Pero desearía que me explicaras cómo sabes que una de sus dos manifestaciones está representada por el mundo y la otra por la última vida.» «Porque el mundo fue creado de la nada y por tanto debe referirse a un primer ser. Dicho mundo constituye un accidente en rápida mutación, por lo cual se hace necesario que exista una recompensa por las obras y esto exige la resurrección de lo perecedero; la segunda manifestación está constituida por la última vida.» Simas le replicó: «Dices la verdad y lo admito. Pero desearía que me explicaras cómo sabes que la manifestación de la última vida es la eterna». «Lo sé desde el momento en que es la morada en que se recompensan las obras hechas por los seres perecederos que ha sido preparada por el Eterno de modo que no tenga fin.» «Dime: ¿cuáles son las gentes de este mundo que merecen mayor consideración por sus obras?» «Aquellos que prefieren la última vida a la presente.» «¿Quiénes son los que prefieren la última vida a la presente?» «Aquellos que saben que se encuentran en una vida perecedera, que han sido creados únicamente para morir y que después de la muerte tendrán que rendir cuentas; aunque hubiera un ser que pudiera vivir eternamente en este mundo, desdeñaría esta vida para conseguir la otra.» «Dime: ¿la última vida podría existir sin la presente?» «Quien no ha tenido vida terrestre carecerá de vida futura. El mundo, sus habitantes y el término de su vida son como aquellos aldeanos a los que un príncipe construyó una casa estrecha, los metió en ella y les mandó que hiciesen un trabajo concediendo un plazo determinado a cada uno de ellos. Cuando uno terminara el trabajo que le había sido encomendado, el vigilante bajo cuya custodia estuviere lo sacaría de aquella angustia; aquel que no cumpliera lo que se le había mandado en el plazo fijado, sería atormentado. Mientras trabajaban empezó a filtrarse miel por las hendiduras; comieron, les complació su sabor y su dulzura, se distrajeron del trabajo que se les había encomendado, se lo echaron a la espalda y se quedaron en aquella angostura y pena a pesar de que sabían que andaban al encuentro del tormento; pero tenían bastante con aquella pequeña dulzura; el encargado expulsaba de la casa a todo aquel cuyo plazo se había concluido. Sabemos que el mundo es una casa ante la cual se queda perpleja la vista; que a sus habitantes se les ha fijado un plazo: aquel que encuentra la poca dulzura que hay en el mundo y que se aficiona a éste, se cuenta entre los perdidos, ya que prefiere la vida presente a la futura; quien prefiere ésta a aquélla y no presta atención a la poca dulzura de esta vida, ése es de los que triunfan.» Simas dijo: «He escuchado lo que has dicho acerca de esta vida y la futura y estoy de acuerdo. Pero creo que se trata de dos autoridades impuestas al hombre, a los que hay que satisfacer a la vez a pesar de que son antitéticas; si la criatura atiende a buscar su subsistencia, esto será dañoso para su alma en el momento del juicio final; si se preocupa sólo de la última vida, esto le es dañoso al cuerpo: no tiene, pues, medio para satisfacer a la vez los dos extremos». El muchacho replicó: «La búsqueda del sustento en esta vida constituye un viático para la última. Me hace el efecto de que esta vida y la otra son dos reyes: uno justo y otro tirano. Las posesiones de este último tienen árboles, frutos y plantas, pero su dueño no deja pasar a ningún mercader sin quitarle su dinero y sus mercancías. Ellos lo soportan gracias al viático que consiguen dada la fertilidad de la tierra. El rey justo manda entonces a uno de los hombres de su tierra, le da grandes riquezas y le ordena que vaya al territorio del tirano para comprar gemas. El hombre se pone en camino con el dinero y entra en aquella tierra. Se dice al rey: “Ha llegado a tus dominios un comerciante que trae grandes riquezas y que quiere comprar gemas”. El soberano le hace comparecer y le pregunta: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Quién te ha traído hasta mis posesiones? ¿Qué deseas?” de responde: “Yo vengo de tal tierra cuyo rey me ha dado dinero y me ha mandado que le compre gemas en este país. He obedecido su orden y he venido”. “¡Ay de ti! ¿Es que no sabes lo que hago con los habitantes de mi país? Cada día les arrebato sus bienes. ¿Cómo te has traído el dinero? ¿Desde cuándo?” “No me pertenece nada de ese dinero: es un depósito que tengo hasta que se lo entregue a su dueño”. “¡Yo no permitiré que compres tu sustento en mi tierra hasta que te hayas rescatado con todo el dinero…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey tirano dijo: «“¡Yo no permitiré que compres tu sustento en mi tierra hasta que te hayas rescatado con todo el dinero] o hayas muerto!”. El comerciante se dijo: “He caído entre dos reyes, pero ya sé que la tiranía de éste alcanza a todos los que viven en su tierra. Si no le doy satisfacción me matará y perderé el dinero, de esto no me escapo, y no podré llevar a término mi encargo. Si le entrego todo el dinero, entonces me dará muerte el rey a quien pertenece; esto es seguro. No tengo más remedio que entregarle una pequeña parte de esta gran suma para que quede satisfecho y así apartar todo peligro de mí y del resto del dinero. Obtendré mi sustento de la fertilidad de esta tierra hasta que haya podido comprar las gemas que necesito. El tirano quedará satisfecho con lo que le dé, yo obtendré mi beneficio de la fertilidad de su tierra y luego regresaré junto al dueño del dinero. Dada su justicia e indulgencia espero que no tendré que soportar ningún castigo por el dinero que me quite este rey y con mayor razón porque será una pequeña cantidad”. El comerciante, después de haber pronunciado los votos de rigor, dijo: “¡Oh, rey! Me rescato a mí y a esta suma con una parte pequeña; sirve desde el momento de mi entrada en tu tierra hasta que me marche de ella”. El rey aceptó y dejó en paz al comerciante durante un año. Éste compró gemas con todo el dinero de que disponía y partió a reunirse con su dueño. El rey justo simboliza la última vida; las gemas que se encuentran en la tierra del rey injusto son las buenas obras y las acciones pías; el hombre que lleva la riqueza, es aquel que ansia la vida mundanal; la riqueza, es la vida del hombre. Cuando medito en esto me doy cuenta de que quien busca la subsistencia en este mundo no debe descuidar ni un día el rezar para la última vida: satisfará así al mundo explotando su feracidad y a la última vida con el tiempo que emplee en desearla». Simas preguntó: «Dime: ¿el cuerpo y el espíritu participan por igual en el premio y en el castigo o el castigo sólo se destina al concupiscente, al que ha cometido pecados?» El muchacho replicó: «La inclinación por las pasiones y los pecados puede ser causa del premio, si es reprimida y hay arrepentimiento. Pero el asunto está en manos de Quien hace lo que quiere y las cosas se distinguen por sus extremos. Lo cierto es que los alimentos son necesarios para el cuerpo, que no hay cuerpo sin alma y que la limpieza de ésta sólo se consigue teniendo pureza de intención en este mundo y preocupación por lo que es útil en la última vida. Ambos se parecen a dos caballos de carrera o a dos hermanos de leche o a dos socios ligados por el negocio: por la intención se distinguen las buenas acciones. Del mismo modo el alma y el cuerpo están asociados en las obras, en la recompensa y en el castigo. Son como

EL CIEGO Y EL PARALÍTICO

»Un hombre, que era dueño de un jardín, hizo entrar en él a un ciego y un paralítico y les mandó que no hiciesen nada que pudiese causar daño o estropearlo. Cuando los frutos del jardín estuvieron en sazón, el paralítico dijo al ciego: “¡Ay de ti! Veo unos frutos magníficos y que me apetecen, pero no puedo ir en su busca para comerlos. Ponte tú en pie, pues tienes bien las piernas y tráelos: los comeremos”. El ciego replicó: “¡Ay de ti! ¿Por qué me los citas cuando yo los ignoraba? No puedo alcanzarlos, puesto que no los veo, ¿cuál será el medio de conseguirlos?” Mientras se encontraba en esta situación llegó el vigilante del jardín que era un hombre inteligente. El paralítico le dijo: “¡Vigilante! Nos apetecen esos frutos, pero, como ves, yo soy paralítico y mi compañero ciego, no ve nada, ¿cómo podemos hacerlo?” “¡Ay de vosotros! ¿Es que no sabéis lo que habéis prometido al dueño del jardín, esto es, que no haríais nada que pudiese causar daño? Quedaos tranquilos y nada hagáis.” Le replicaron: “¡Es imposible no comer parte de estos frutos! ¡Explícanos una de tus tretas!” Ellos no desistían de su idea por lo que el otro les dijo: “La solución está en que el ciego se ponga en pie y te lleve sobre su espalda, paralítico, acercándote al árbol en que se encuentran los frutos que te gustan; cuando estés a su lado cogerás lo que puedas alcanzar”. El ciego se puso de pie y se puso a cuestas al paralítico; éste empezó a conducirle por el camino que llevaba al árbol; así pudo coger los frutos que le apetecían. Tomaron esto por costumbre hasta dejar sin nada los árboles del jardín. Entonces llegó el dueño y les dijo: “¡Ay de vosotros! ¿Qué es lo que habéis hecho? ¿Es que no os comprometisteis a no arruinar el jardín?” “Ya sabes que no podemos tocar nada, ya que uno es paralítico y no puede ponerse de pie y el otro es ciego y no ve lo que tiene delante. ¿Cuál es nuestra culpa?” “¿Es que creéis que no sé cómo lo habéis hecho y cómo habéis arruinado mi jardín? Es como si hubiese estado contigo, ciego: tú te has puesto de pie y has colocado al paralítico sobre tus espaldas; éste te ha guiado por el camino hasta colocarte junto a los árboles.” Entonces el dueño los cogió, los castigó de mala manera y los expulsó del jardín. El ciego es la imagen del cuerpo, puesto que no ve si no es por medio del alma y el paralítico es el alma que no puede moverse sin el cuerpo; el jardín representa las acciones por las que se recompensa a la criatura y el vigilante es el entendimiento que nos manda el bien y nos prohíbe el mal: el cuerpo y el alma están asociados en la pena y en la recompensa». Simas exclamó: «Has dicho la verdad y acepto tu explicación. Dime: ¿cuál es el sabio que según tú merece más loas?» «Quien conoce a Dios y sabe sacar provecho de su ciencia.» «¿Y más exactamente?» «Quien busca la satisfacción de su Señor y evita su ira.» «¿Y quién es el más virtuoso?» «El que conoce mejor al Señor.» «¿Y quién es el más experto?» «Quien es más constante en poner en práctica su doctrina.» «Dime quién es el más puro de corazón.» «Aquel que está más preparado para la muerte, quien piensa más en Dios y tiene menos esperanza, ya que quien se ha acostumbrado a la idea de la muerte es como quien se mira en un espejo puro: conoce la verdad y el espejo aumenta la pureza y el esplendor.» Simas preguntó: «¿Cuál es el mejor tesoro?» «El del cielo.» «¿Cuál de los tesoros del cielo es más hermoso?» «Alabar y ensalzar a Dios.» «¿Cuál es el mejor de los tesoros de la tierra?» «¡Practicar el bien!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simas exclamó: «Dices bien y admito tus palabras. Háblame ahora de tres cosas distintas: la ciencia, el discernimiento y la razón, y de la base común que tienen». El muchacho contestó: «La ciencia arranca del estudio, el discernimiento de la experiencia y la razón del pensamiento; las tres se basan y encuentran su lugar común, en la razón. Quien reúne en sí estas tres dotes es perfecto; quien además tiene temor de Dios, se encuentra en el buen camino». «Dices la verdad y lo acepto. Háblame del sabio inteligente, dotado de buen discernimiento, de inteligencia despierta y de razón superior. ¿La pasión y la concupiscencia pueden alterar esas cosas que acabas de citar?» «Estas dos pasiones, cuando se apoderan de un hombre, alteran su ciencia, entendimiento, discernimiento y razón; le transforman en algo así como el águila, ave de presa, que dado su miedo a los cazadores y gracias a su astucia, permanece en lo más alto del cielo. Mientras está ahí, aparece un cazador que extiende su red y una vez ha terminado de hacerlo pone un pedazo de carne. El águila descubre la carne: la pasión y la concupiscencia se apoderan de ella y le hacen olvidar la red que ha visto y la mala situación en que se encuentran todos los pájaros que caen en ella. Se abate desde lo alto del cielo y cae encima del pedazo de carne quedando enredada en la red. El cazador, al ver el águila en la red, queda muy admirado y dice: “Yo había extendido la red para que cayesen palomas y pájaros débiles, ¿cómo ha caído esta águila?” Se dice que el hombre inteligente, cuando es presa de la pasión y la concupiscencia, reflexiona por sí mismo en las consecuencias de su acto; se abstiene de do que le presentan como cosa grata y con su inteligencia vence a ambas. Él hace con su razón lo mismo que un jinete experto con su caballo: si monta un corcel indócil da fuertes tirones con las riendas hasta que le mete en cintura y le lleva por donde quiere. Quien es tonto y carece de ciencia y discernimiento ve todas las cosas confusas, la pasión y la concupiscencia se enseñorean de él, obra según éstas y se cuenta entre los perdidos: no hay gente que esté peor que él.» Simas dijo: «Así es y lo acepto. Dime, ¿cuándo es útil la ciencia y el entendimiento sirve de valladar a la pasión y a la concupiscencia?» «Cuando aquel que los posee los emplea en la búsqueda del más allá, ya que ambos, la razón y la ciencia, son útiles. Pero quien los posee no debe emplearlos en buscar los bienes mundanales más que en la medida de lo necesario para procurar su sustento y apartar de sí las dificultades; debe emplearlos en buscar los bienes de la última vida.» «Dime cuál es la cosa más digna de ocupar siempre el corazón del hombre.» «Las obras pías.» «Pero si el hombre las hace carece de tiempo para procurarse la subsistencia. ¿Qué ha de hacer para conseguir su pan cotidiano que le es imprescindible?» «El día tiene veinticuatro horas: debe emplear una parte en conseguir la subsistencia, otra para la oración y el reposo y el resto ocúpelo en adquirir la ciencia, ya que el hombre es inteligente pero carece de doctrina. Es como la tierra estéril sobre la cual no se pueden realizar las tareas agrícolas ni la siembra; las plantas no crecen. Si no se prepara para la labor y la siembra, no da fruto alguno; si se prepara para la labor se siembra. Da hermosos frutos. Lo mismo ocurre con el hombre sin ciencia: sólo es útil cuando se le ha sembrado la semilla del saber.» Simas preguntó: «¿Y qué piensas de la ciencia sin razón?, ¿qué ocurre?» «Es como los conocimientos que tienen los animales que conocen las horas de comer y beber y el momento de despertarse a pesar de que carecen de razón.» «Has sido conciso en la respuesta, pero estoy conforme con tus palabras. Dime qué he de hacer para estar a cubierto del sultán.» «No le des ninguna oportunidad que pueda utilizar contra ti.» «¿Cómo puedo hacerlo si su poder está por encima mío y las riendas de mis asuntos están en su mano?» «El poder que tiene sobre ti está dentro de sus derechos; si le das lo que le debes no podrá constreñirte.» «¿Cuáles son las obligaciones del visir para con su rey?» «El consejo, el trabajar tanto en público como en privado, tener buen consejo, guardar sus secretos, no ocultarle nada de lo que tenga derecho a saber; distraerse poco de los asuntos que le han sido confiados, procurar que esté satisfecho por todos los medios y evitar su cólera.» «¡Dime cómo se ha de comportar un visir con su rey!» «Si eres visir del rey y quieres estar a salvo presta atención y proponte que tus palabras estén por encima de lo que espera y haz tus peticiones de acuerdo con el rango que ocupas junto a él; procura no adjudicarte un rango del cual no te crea digno, pues creería que esto era una temeridad frente a él. Si, ofuscado por su magnanimidad, te elevas a rangos para los cuales él no te crea apto, te ocurrirá lo mismo que al cazador que cobra las piezas, les quita la piel y emplea ésta para su servicio dejando la carne; luego llega el león y se come la carroña. Cuando sus visitas se multiplican al mismo sitio, se acostumbra al cazador y se familiariza con él. Éste le echa de comer, le acaricia el dorso con la mano y juega con su cola, pues se da cuenta de la mansedumbre, la familiaridad y la tranquilidad de la fiera. Entonces se dice: “Este león se me ha humillado y me pertenece. No veo por qué no he de cabalgarlo y arrancarle la piel como a los otros animales”. El cazador cobra ánimo, salta a lomos del león y se prepara. Pero el animal, al darse cuenta de lo que hace el cazador, se enfurece rabiosamente, levanta su mano, derriba al hombre y le mete las garras en los intestinos; sólo le deja después de haberlo destrozado. Puedes comprender que el ministro debe comportarse con su rey según su propia posición, que no debe propasarse por buena que sea la opinión que el soberano tenga de él; de lo contrario despierta los celos del soberano.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simas exclamó: «Dime cómo debe contraer méritos el visir ante el rey». El muchacho replicó: «Correspondiendo a la confianza que se le ha dado, aconsejándole, exponiéndole buenas ideas y ejecutando sus órdenes». Simas intervino: «Has dicho que el visir debe evitar la ira del rey, ejecutar lo que le causa satisfacción y cuidar de lo que se le ha confiado. Pero dime: ¿qué debería hacer el ministro si el rey se complaciese en ejercitar la tiranía, en practicar la injusticia y la opresión? ¿Qué debería hacer el ministro si se veía puesto a prueba por la compañía de un rey tirano? Si el visir intenta disuadirlo de su pasión, de su concupiscencia y de sus ideas no lo conseguirá; si sigue sus caprichos, aprueba su comportamiento y le adula, conseguirá la enemistad del pueblo. ¿Qué dices de esto?» El muchacho replicó diciendo: «¡Oh, visir! Has dicho bien el pecado y la falta que incumbe al ministro si sigue al soberano en sus fallos. En esas circunstancias si el rey consulta al visir sobre ello, éste debe indicarle el camino de la justicia y de la equidad; debe prevenirlo contra la tiranía y la opresión, darle a conocer cuál es la mejor conducta a seguir con sus súbditos, indicándole la recompensa que recibirá en caso de ponerla en práctica y del castigo de que se hará merecedor en caso contrario. Si el rey se inclina y acepta benévolamente sus palabras, habrá conseguido su deseo; si no, el único recurso que tiene consiste en separarse de él con buenos modos, ya que la separación constituirá la tranquilidad de los dos». El visir preguntó: «Infórmame de cuáles son los deberes del rey con sus súbditos y los de éstos con su rey». Replicó: «Los súbditos han de entender el sentido recto de lo que les mande; hacer aquello que es grato al soberano y que satisface a Dios y a su Enviado. El soberano debe al pueblo: defender sus bienes y proteger sus mujeres, del mismo modo que él puede exigir de ellos que le obedezcan, que se empleen en su servicio, respeten sus derechos y le den las gracias por la justicia y beneficios que les concede». Simas intervino: «Has contestado a mi pregunta acerca de los deberes del rey y de los súbditos. Dime: ¿tienen algún otro derecho, además de los que has mencionado, los súbditos sobre el rey?» «¡Sí!» «Los derechos de los súbditos frente al rey son más exigentes que los del rey frente a los súbditos; es más perjudicial que el pueblo deje de observar sus deberes con el soberano que no a la inversa ya que, en el primer caso, se produce la ruina del rey y el fin de su reinado y de su fortuna. Quien es reconocido como rey debe observar tres cosas: las peticiones de la religión, de sus súbditos y de la política. Si los observa su reino será duradero.» «Dime: ¿qué es necesario para mantener el bienestar de los súbditos?» «Observar sus derechos, respetar la tradición, emplear a sabios y doctos para que les enseñen, ser justo con todos, evitar el derramar su sangre, abstenerse de sus bienes, aligerar sus cargas y reforzar su ejército.» «Dime cuáles son los deberes del rey para con el ministro.» El muchacho contestó: «El rey no tiene deberes más imperativos que los que afectan al ministro por tres razones: la primera por las consecuencias que se seguirían a causa de cualquier error suyo y por la utilidad general, para el rey y los súbditos, en el caso de que la opinión del ministro sea exacta; la segunda para que la gente se dé cuenta de la buena posición de que goza el ministro junto al soberano; entonces el pueblo le ve con buenos ojos, respeto y sumisión; tercera: porque el visir, viendo el aprecio en que le tienen el rey y el pueblo, les evitará todo aquello que les pueda ser odioso y les deparará lo que desean». Simas dijo: «He escuchado todo lo que has dicho acerca de las cualidades del rey, del visir y de los súbditos. Estoy de acuerdo contigo. Pero infórmame de qué es necesario para preservar a la lengua de la mentira, de la estupidez, de la maledicencia y de la excesiva prolijidad». El muchacho replicó: «Es necesario que el hombre hable bien y de modo elegante, que no se pronuncie sobre lo que no le compete, se abstenga de la maledicencia, que no refiera lo que otro ha dicho acerca de su propio enemigo, que no intrigue ante el sultán para causar daño al amigo o al enemigo; que no se preocupe de nadie ni de quien espera un beneficio ni del que puede causarle un daño; que se ocupe únicamente de Dios (¡ensalzado sea!) pues es Él, en realidad, quien castiga y premia, que no atribuya a nadie un vicio y que no hable sin conocimiento de causa para evitar incurrir en falta y en pecado ante Dios y en el odio de la gente. Sabe que las palabras son como las flechas: una vez dichas nadie puede retirarlas. Guárdese de confiar un secreto a quien lo ha de divulgar, pues podría incurrir en los perjuicios que trae el conocimiento después de haber confiado en que no se sabría; debe guardar más el secreto ante el amigo que ante el enemigo. Mantener la discreción ante toda la gente constituye una muestra de lealtad». Simas le preguntó: «¿Cómo hay que comportarse con la familia y con los allegados?» «El hombre no encontrará reposo más que obrando rectamente: es necesario que dé a la familia lo que corresponde y a sus amigos lo que les pertoca.» «Dime ¿qué es lo que corresponde a la familia?» «Con los padres hay que ser sumiso y hablarles con dulzura, afabilidad, respeto y deferencia. A los amigos hay que darles consejos, dinero y ayuda en sus asuntos; alegrarse con sus alegrías y procurar no ver sus faltas. Éstos, al darse cuenta de ello, acogerán sus consejos con cariño y se mortificarán por él. Si tienes confianza en tu hermano, concédele tu afecto y préstale ayuda en todos sus asuntos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simas le objetó: «Yo creo que los amigos son de dos clases: amigos de confianza y amigos para pasar el rato; a los primeros se les debe lo que has dicho, pero ¿ya los otros, a los de pasar el rato?» El muchacho respondió: «De los amigos de circunstancias obtendrás alegrías, distracciones, buenas palabras y agradable compañía. Tú no les prives de tus alegrías; dáselas del mismo modo que ellos te dan las suyas; trátalos como te traten, con rostro sereno y agradables palabras: tu vida será feliz y tus opiniones bien acogidas». Simas dijo: «Ya que nos hemos enterado de todas estas cosas, dime cuáles son los bienes que el Creador ha deparado a sus criaturas, ¿se han distribuido entre el hombre y los animales de modo que cada uno tenga asignado su sustento hasta el fin de sus días? Si así es ¿qué es lo que les lleva a buscar su sustentó a fuerza de fatigas cuando saben que lo tienen predestinado y que lo han de conseguir sin duda ninguna, y por tanto sin esfuerzo ninguno? Si no les ha sido predestinado ¿lo obtendrán sólo a copia de un gran esfuerzo? ¿Deben dejar de hacerlo y confiarse a Dios, dejando tranquilos el cuerpo y el alma?» El muchacho replicó: «Creemos que cada uno tiene asignado su sustento para un plazo determinado, pero para obtenerlo hay distintos caminos. Quien va en su busca puede conseguir el reposo renunciando a obtenerlo, pero a pesar de todo el alcanzarlo resulta ser absolutamente necesario. Por tanto hay dos clases de gentes: los que lo consiguen y los que se quedan sin él. La satisfacción de quien lo consigue tiene dos aspectos: el haberlo obtenido y que el esfuerzo desplegado ha sido útil. Quien carece de bienes puede encontrar satisfacción en tres cosas: prepararse para buscar el sustento diario, evitar constituir una carga para la gente y escapar a la maledicencia». Simas dijo: «Háblame de lo que se refiere al que busca el pan cotidiano». «Al hombre le es lícito aquello que Dios le concede y le está prohibido aquello que Dios, Todopoderoso y Excelso, le veda.»

Cuando llegaron a este punto se interrumpió la conversación entre ambos. Simas y todos los sabios allí presentes se incorporaron y se prosternaron ante el muchacho; le alabaron y le felicitaron. El padre le estrechó contra su pecho y a continuación le hizo sentar en el trono del reino diciendo: «¡Loado sea Dios que me ha dado un hijo para consuelo de mis ojos!» El muchacho dijo a Simas y a los sabios allí presentes: «¡Oh, sabio, que conoces los problemas espirituales! Por poco que Dios haya abierto mis ojos a la ciencia creo que me doy cuenta del porqué tú has aceptado las respuestas que te he dado, tanto si he acertado como si no; tal vez tú perdones mis errores. Pero yo quiero interrogarte acerca de algo que soy incapaz de comprender, ante lo cual mi esfuerzo es impotente y que mi lengua no sabe describir, ya que se me presenta tan oscuro como el agua clara que llena un vaso negro. Deseo que me lo aclares de modo que en el futuro no me sea desconocido como lo era en el pasado, ya que del mismo modo como Dios ha hecho nacer la vida a partir del agua, la fuerza, de la comida y la salud del enfermo de las medicinas del médico, del mismo modo ha dispuesto que el ignorante se instruya con la ciencia del sabio. Presta atención a mis palabras.» Simas replicó: «¡Oh, tú, que tienes un entendimiento iluminado, tú que conoces los mejores argumentos! Todos los sabios aquí presentes dan testimonio de tu gran virtud, de tu capacidad de análisis, de tu lógica y de la agudeza de tu inteligencia que has demostrado al contestar a las preguntas que te he hecho. Tú eres más inteligente y más sabio que yo para responder a cualquier cosa que me preguntes, puesto que Dios te ha dado más ciencia que a persona alguna. Pregúntame lo que quieres saber». El muchacho dijo: «Explícame de qué ha hecho el Creador (¡exaltado sea su poder!) el universo si, con anterioridad, no existía nada y en este mundo todo lo que vemos ha sido creado a partir de otra cosa. El Sumo Hacedor (¡bendito y ensalzado sea!) puede crear las cosas de la nada pero ha dispuesto, por voluntad propia, en la perfección de su poder y majestad, el no crear nada si no es a partir de algo». El visir Simas replicó: «Los fabricantes de objetos de arcilla y los demás artesanos no pueden crear nada si no es a partir de algo preexistente, puesto que ellos mismos han sido creados. Pero el Creador, el Hacedor del mundo, bajo este aspecto prodigioso… Si quieres conocer su poder (¡bendito y ensalzado sea!) sobre las cosas existentes, fija tu pensamiento en las distintas criaturas: encontrarás prodigios y signos que denotan su poder: Él puede crear las cosas a partir de la nada; por tanto las ha hecho a partir del vacío más absoluto, ya que los elementos que forman la materia de las cosas no existían. Te lo aclararé para que no tengas la menor duda y te lo ejemplificaré con el prodigio de la noche y el día. Ambos se suceden: cuando desaparece el día y llega la noche aquél se nos oculta y no sabemos dónde se ha instalado; cuando la noche y sus oscuras tinieblas se retiran, reaparece el día y no sabemos dónde se ha instalado la noche. Cuando el sol surge por levante no sabemos de dónde se despliega su luz y cuando se pone ignoramos dónde se refugia en el ocaso. Así son los hechos del Creador (¡gloriado sea su nombre y ensalzado su poder!). Son muchas las cosas que dejan perplejo al entendimiento de las más perspicaces de sus criaturas». El muchacho dijo: «¡Oh, sabio! Tú me has dado a conocer el poder del Creador de un modo irrefutable, pero dime ¿cómo ha dado la vida a sus criaturas?» Simas replicó: «Las criaturas han sido creadas con su verbo que existe desde antes de aparecer el tiempo; con él ha creado todas las cosas». El muchacho objetó: «¡Luego Dios (¡ensalzado sea su nombre y exaltado su poder!) ha querido crear sus criaturas antes de que existiesen!» «Las ha creado por su voluntad mediante el Verbo; si no hubiese tenido el Verbo y hubiese pronunciado una palabra, las criaturas no existirían.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simas, después de haber contestado a las preguntas anteriores, le dijo: «¡Hijo mío! Nadie podría contestarte de modo distinto al mío a menos de que alterase las palabras de la ley divina y cambiase el aspecto de las verdades que en ella figuran. Tal es la afirmación de que el Verbo tiene un poder especial, pero yo busco refugio en Dios ante esta falsa creencia. Cuando decimos que Dios, Todopoderoso y Excelso, ha creado el universo con su Verbo, queremos significar que Él (¡ensalzado sea!) es Uno en su esencia y en sus atributos y no queremos decir que un Verbo tenga un poder independiente; al contrario: el poder es un atributo de Dios (¡ensalzado sea su poder y excelsa su autoridad!) como lo son el Verbo y otras muchas perfecciones. Él no se describe más que con su Verbo y éste no se concibe sin Él. Dios (¡exaltada sea su loa!) creó con su Verbo a todas las criaturas y sin él no se hubiese creado nada. Creó las cosas con su Verbo verídico y nosotros hemos sido creados con la verdad». El muchacho replicó: «He comprendido lo que se refiere al Creador y al poder de su Verbo que acabas de explicar y lo admito entendiéndolo. Pero te he oído decir que creó las criaturas con su Verbo verídico; ahora bien “verídico” significa lo contrario de falso. ¿Por donde aparece lo falso? ¿Cómo puede oponerse a la verdad hasta el punto de embrollarla y hacer que se presente confusa a las criaturas forzando a éstas a establecer una distinción entre ambas? El Creador, Excelso y Magnífico ¿ama lo falso o lo odia? Si me respondes que ama la verdad y que con ésta ha creado a sus criaturas y que odia la falsedad ¿por dónde se mezcla ésta a la que detesta el Creador, con la verdad a la que ama?» Simas replicó: «Dios ha creado al hombre con la verdad y éste no tuvo que arrepentirse hasta que la falsedad se mezcló con la verdad y que fue creada al mismo tiempo que ésta; y esto es debido a la capacidad que Dios ha puesto en el hombre y que conocemos como voluntad o inclinación llamada kasb. Lo falso se mezcla con lo verdadero y se confunde con él para que pueda ejercerse la voluntad del hombre, su capacidad y el kasb que es la parte de libre albedrío concedido al hombre a pesar de lo débil de su naturaleza. Dios ha creado el arrepentimiento para apartarlo de lo falso y confirmarle en la verdad; ha creado el castigo para el caso de que persistiera en permanecer en lo falso». El muchacho preguntó: «Dime cuál es la causa de que lo falso haya podido parangonarse con la verdad y confundirse con ella. ¿Por qué es necesario el castigo hasta el punto de exigir la existencia del arrepentimiento?» Simas replicó: «Dios, al crear al hombre con la Verdad, hizo que éste la amase; entonces no existía ni castigo ni arrepentimiento. Así continuó hasta que Dios le infundió el alma, la cual constituye la perfección de la humanidad a pesar de que ella posea inclinaciones y apetitos. De éstos nació lo falso que se entremezcló con la verdad, con la cual había sido creado el hombre y cuyo amor le había sido infundido. Al llegar a este punto, el hombre, rebelde, se desvió de la verdad y quien se aparta de ésta cae en lo falso». «Entonces ¿lo falso invadió el terreno de la verdad como consecuencia de la rebeldía y la desobediencia?» «Así es, ya que Dios ama al hombre y de tanto amor como le tiene hizo que éste tuviese necesidad de Él, de Él que por esencia es la Verdad. Pero, a veces, el hombre, a causa de la inclinación de su alma hacia las pasiones y por sentirse atraído por la desobediencia, cede y entonces cae en lo falso al rebelarse contra su Señor y merece el castigo. El arrepentimiento hace desaparecer lo falso, le devuelve el amor de la Verdad y le hace acreedor de la recompensa.» El muchacho preguntó: «Explícame el principio de la desobediencia. Si el origen de todos los hombres está en Adán y éste fue creado con la Verdad ¿cómo pudo entrar la desobediencia en su alma? Ésta, después de haberle penetrado en el alma, se asoció con el arrepentimiento, lo cual trajo como consecuencia el premio o el castigo. Vemos que algunas criaturas persisten en la rebeldía, se inclinan hacia lo que Él no ama, faltando así al fin de la creación, que es el amor a la verdad, y haciéndose acreedor de la ira de su Señor. Vemos que otras persisten en dar satisfacción a su Creador y en obedecerlo buscando así su misericordia y la recompensa. ¿Cuál es la diferencia que existe entre ambas clases?» Simas contestó: «La primera vez que la rebeldía hizo mella en el género humano fue a causa de Iblis, que era el ser más noble de cuantos ángeles, hombre y genios, había creado Dios (¡excelso sea su nombre!). Le había impreso el amor y no conocía nada más. Cuando se dio cuenta de que era el único que se encontraba en esta situación se llenó de admiración, prepotencia, orgullo y envanecimiento rompiendo los juramentos y la obediencia que debía a su Señor. Éste, entonces, le puso por debajo de todas las criaturas, lo expulsó de su amor e hizo que en su interior residiese la desobediencia. Iblis, al darse cuenta de que Dios (¡magnificado sea su nombre!) no gustaba de la desobediencia y al ver que Adán seguía la senda de la verdad, del amor y de la sumisión al Creador, se llenó de envidia. Empleó una treta para apartar a Adán de la verdad, para asociarle consigo en el culto a lo falso. Adán incurrió en el castigo por haberse dejado arrastrar a la desobediencia que su enemigo le presentaba disfrazada y por su sumisión a las pasiones. Así, a causa de la aparición de lo falso, transgredió la recomendación de su Señor. El Creador (¡ensalzada sea su loa y santificados sus nombres!), al darse cuenta de la debilidad del hombre y de la rapidez con que se había inclinado hacia su enemigo abandonando la verdad, decidió, en su misericordia, concederle el arrepentimiento con el cual pudiese rescatar su inclinación a la desobediencia y manejar el arma de la contrición para vencer al enemigo, Iblis y a sus ejércitos, volviendo así a la senda de la verdad, según la cual había sido forjado. El Demonio, al darse cuenta de que Dios (¡ensalzada sea su loa y santificados sus nombres!) le había concedido un plazo determinado, se abalanzó rápidamente sobre el hombre, para combatirlo; se le presentó con tretas para sacarlo del beneficio de su Señor y asociarlo en la ira de la cual él y sus ejércitos se habían hecho merecedores. Dios (¡ensalzada sea su loa!) concedió al hombre la posibilidad de arrepentimiento ordenándole que perseverase en la verdad y prohibiéndole la desobediencia y la rebeldía, descubriéndole que en la tierra tenía un enemigo que lo combatía sin descanso noche y día. Por consiguiente, el hombre se hace acreedor de la recompensa si cultiva la verdad, gracias a cuyo amor fue creada su naturaleza, y del castigo si es dominado por la carne y se inclina hacia las pasiones».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el muchacho siguió preguntando: «Dime ¿con qué fuerza pueden desobedecer las criaturas al Creador si él es Todopoderoso, conforme has dicho y si nada puede vencerlo ni escapar a su voluntad? ¿No te das cuenta de que puede apartar a sus criaturas de la desobediencia y obligarlas al amor eterno?» Simas replicó: «Dios (¡ensalzado sea y magnificado sea su nombre!) es justo, equitativo e indulgente con sus criaturas: les ha enseñado el camino del bien y les ha concedido la capacidad y el poder de hacer el bien que quieran. Si obran en sentido contrario caen en la destrucción y en la desobediencia». El muchacho arguyó: «Pero si el Creador es quien les ha concedido la capacidad mediante la cual pueden hacer lo que quieren ¿por qué no se interpone entre ellos y el mal que quieren hacer desviándolos hacia la verdad?» «Por su gran misericordia y profunda sabiduría. Como anteriormente Iblis había incurrido en su ira y Él no se había apiadado, en el caso de Adán mostró a éste su misericordia concediéndole el arrepentimiento y reconciliándose con él después de que el hombre hubo incurrido en su ira.» «¡Esta es la verdad —exclamó el muchacho— porque Él recompensa a cada uno según sus obras! ¡Dios es el único creador! ¡Él es todopoderoso!» A continuación siguió preguntando: «¿Dios ha creado lo que ama y lo que no ama o sólo ha creado lo que ama?» «Él lo ha creado todo, pero sólo se ha complacido en lo que ama.» «¿Y por qué esas dos cosas, una de las cuales satisface a Dios y quien la hace merece recompensa mientras que la otra le encoleriza y le lleva a desencadenar el castigo para quien la comete?» «Explícame cuáles son esas dos cosas y házmelas entender para que yo pueda hablar de ambas.» «Son el bien y el mal que residen en el cuerpo y el alma.» Simas replicó: «¡Oh, inteligente! Me doy cuenta de que comprendes que el bien y el mal son acciones realizadas por el cuerpo y el alma: el bien se llamó bien porque con él se consigue la satisfacción de Dios y el mal se llamó mal porque con él se provoca la ira de Dios. Es necesario que tú conozcas a Dios y le satisfagas haciendo el bien, puesto que nos ha mandado esto y nos ha prohibido hacer el mal». «Me doy cuenta de que estas dos cosas, quiero decir el bien y el mal, son realizadas por los cinco sentidos que residen en el cuerpo del hombre y en el cual se originan la palabra, el oído, la vista, el olfato y el tacto. Quiero que me expliques si estos cinco sentidos corporales han sido creados todos para el bien o para el mal.» Simas contestó: «Entiende ¡oh, hombre!, la explicación de lo que me has preguntado, pues constituye una prueba clara; colócala en tu mente y empápala en tu corazón. El Creador (¡bendito y ensalzado sea!) creó al hombre con la verdad y le imprimió el amor. Las criaturas han aparecido gracias a su excelso poder que actúa en todos los acontecimientos, a Él (¡bendito y ensalzado sea!) sólo se le puede atribuir un gobierno justo, equitativo y bienhechor; Él creó al hombre para amarlo e infundió en el alma una tendencia hacia la pasión; pero le concedió poder de decisión y le dio esos cinco sentidos para que fuesen causa de su salvación o su condena». «¿Y cómo es eso?» «Dios creó la lengua para hablar; las manos para obrar; los pies para andar; la vista para ver; los oídos para oír y atribuyó a cada uno de estos sentidos cierta capacidad incitándolos a actuar y a moverse, mandándoles que lo hiciesen según lo que a Él le satisface. Lo que le contenta de la palabra es la verdad y la abstención de aquello que es su contrario, o sea, la mentira. Lo que le contenta de la vista es que examine lo que a Él le gusta y la abstención de aquello que es su contrario, o sea, apartarla de lo que detesta como son las pasiones. Lo que le contenta del oído es que éste escuche únicamente la verdad, como los sermones y lo que contienen los libros divinos, y la abstención de aquello que es su contrario, o sea, escuchar lo que causa su ira. Lo que le contenta de las manos es que cojan lo que Dios les ofrece y emplearlo de modo que le satisfaga y que se abstengan de lo contrario, o sea, de coger o emplear aquello a lo que Dios atribuye valor de desobediencia. Lo que le contenta de los pies es que conduzcan hacia el bien, como cuando llevan a aprender, y que se abstengan de lo contrario, o sea de dirigirse a un camino distinto del de Dios. Las restantes pasiones que trabajan al hombre, llegan hasta el cuerpo por voluntad del espíritu. Las pasiones que nacen del cuerpo son de dos clases: las que derivan del instinto de reproducción y las que proceden del vientre. A Dios le satisface el ejercicio del instinto de reproducción mientras se produce de modo lícito y se indigna si se practica ilícitamente. La comida y la bebida, que constituyen los apetitos del vientre, le placen mientras cada uno toma, poco o mucho, aquello que le ha sido permitido y loa a Dios y le da las gracias, pero en cambio se encoleriza si se consume lo que no es lícito. Los demás preceptos acerca de esta materia son falsos. Sabe que Dios ha creado todas las cosas y que sólo le satisface el bien; que ha mandado a cada uno de los miembros del cuerpo hacer lo que le ha impuesto, ya que Él es el Omnisciente, el Sabio.» El muchacho preguntó: «Dios (¡ensalzado sea su poder!) proveyó que Adán comiese del árbol que Él le había prohibido para que sucediera lo que sucedió saliendo así de su obediencia e incurriendo en la rebeldía». Simas le contestó: «¡Sí, oh sabio! Esto lo sabía Dios (¡ensalzado sea!) antes de crear a Adán. Y la explicación de todo ello y la prueba de lo que antecede, es que le advirtió acerca de su comida y le anunció que si comía sería un rebelde y todo ello para ser justo y equitativo, para que Adán no pretendiera excusarse ante su Señor. Como cayó en el precipicio y en el pecado, como la vergüenza y el reproche lo agobiaron, esto se transmitió a sus descendientes. Entonces Dios (¡ensalzado sea!) envió Profetas y Mensajeros a los que donó las Escrituras. Ellos nos enseñaron los preceptos y nos explicaron las exhortaciones y las sentencias que contenían; nos ilustraron y nos aclararon el camino que conduce a la salvación y nos enseñaron lo que debíamos hacer y aquello otro de que debíamos abstenernos. Nosotros tenemos capacidad para obrar libremente. Quien obra dentro de estos límites acierta y alcanza la recompensa; quien las traspasa y obra prescindiendo de sus recomendaciones, desobedece y sale perdiendo en las dos vidas. Tal es el camino del bien y del mal. Tú sabes que Dios es poderoso sobre todas las cosas, y que nos infundió las pasiones porque así le placía y era su voluntad. Pero nos ha mandado que las usásemos de modo lícito para que fuesen causa de bien. Si las utilizamos del modo que está prohibido serán causa de perdición. El bien que recibimos procede de Dios (¡ensalzado sea!); si recibimos un mal, somos nosotros, las criaturas, las causantes; no proviene del Creador. ¡Ensalzado sea Dios de modo prodigioso por esto!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el muchacho, hijo del rey Chilad, que había dirigido esas preguntas al visir Simas y había recibido las correspondientes respuestas siguió: «He comprendido lo que me has dicho de Dios (¡ensalzado sea!) y lo que hace referencia a sus criaturas. Pero hay una de estas cosas que me deja extraordinariamente perplejo: me admiro de que los descendientes de Adán vivan tan despreocupados de la última vida y que no piensen en ella dado su amor por el mundo, por más que saben que ellos han de dejarlo y partir de él capitidisminuidos». Simas le contestó: «Sí; los cambios y traiciones que ves que causa el mundo a sus pobladores indica que el afortunado no gozará siempre de su bienestar y que el atribulado escapará a sus penas. Ninguna persona de la tierra está a cubierto de sus cambios; por más poderoso y feliz que sea, su situación cambiará y la muerte le llegará rápidamente: el hombre no puede tener confianza ni sacar provecho de los adornos que en él se encuentran. Cuando nos damos cuenta de esto comprendemos que la gente más desgraciada es la que se deja ofuscar y olvida la última vida. El bienestar de que gozan no equivale al miedo, a la pena y los terrores que experimentarán después de su muerte. Estamos convencidos de que si el hombre supiera lo que le ha de suceder en el momento de la muerte, como ha de separarse de las dulzuras y del bienestar de esta vida, renunciaría al mundo y a lo que contiene. Nosotros estamos seguros de que la última vida es mejor y más útil». El muchacho dijo: «¡Oh, sabio! Has disipado las tinieblas que tenía en mi corazón gracias a tu antorcha resplandeciente y me has conducido al camino que seguiré en pos de la verdad; me has dado una antorcha con la cual podré ver».

Entonces, uno de los sabios presentes, se incorporó y dijo: «En primavera tanto la liebre como el elefante deben buscar el pasto. Os he oído preguntas y explicaciones que jamás había escuchado. Esto me ha inducido a preguntaros alguna cosa. Decidme: ¿Cuál es el mejor regalo del mundo?» El muchacho replicó: «La salud del cuerpo, una ganancia lícita y un hijo pío». «¿Quién es el grande y quién el pequeño?» «El grande es aquel a quien ha de soportar uno más pequeño que él, y el pequeño, aquel que se somete a otro mayor.» «Decidme cuáles son las cuatro cosas comunes a todas las criaturas.» «Son comunes: el comer y el beber; el sueño; apetecer a las mujeres, y la agonía de la muerte.» «¿Cuáles son las tres cosas de las que nadie puede separar la torpeza?» «La estupidez, la mala naturaleza y la mentira.» «¿Cuál es la mejor mentira a pesar de que todas son feas?» «Aquella que es capaz de apartar el mal de quien la dice y hacerle bien.» «¿Cuál es la verdad reprobable por más que todas son hermosas?» «La soberbia y el orgullo de cuanto el hombre posee.» «¿Cuál es la más fea de las cosas feas?» «El hombre que se enorgullece de lo que no le pertenece.» «¿Cuál es el hombre más estúpido?» «Aquel que sólo se preocupa de lo que mete en el vientre.»

Simas dijo: «¡Oh, rey! Tú eres nuestro soberano, pero queremos que asignes el reino a tu hijo para después de tu muerte; nosotros somos siervos y súbditos». Entonces el rey exhortó a quienes estaban presentes, sabios y vulgo, a que se acordaran de lo que habían oído y lo aprendieran; les mandó que acatasen las órdenes de su hijo, pues él le nombraba su heredero y su sucesor en el reino de su padre. Todos sus súbditos: sabios y guerreros; ancianos y niños y demás gente juraron que no le desobedecerían y que no faltarían a lo que les mandara.

Cuando el príncipe cumplió diecisiete años, su padre se puso enfermo gravemente y estuvo a punto de morir. El rey, al darse cuenta de que la muerte le alcanzaba, dijo a sus servidores: «Mi enfermedad es mortal: convocad a mis familiares y a mi hijo; reunid a mis súbditos para que acudan todos». Salieron, avisaron a los allegados y pregonaron la noticia para los demás, ordenando que acudiesen todos. Se presentaron ante el rey y dijeron: «¿Cómo te encuentras, oh, rey? ¿Cómo estás con esta enfermedad?» Les contestó: «Esta enfermedad mía es mortal y me ha tocado la suerte que Dios (¡ensalzado sea!) me había destinado; ahora me encuentro en el fin de estos días de mi mundo y el principio de mis días de la última vida». A continuación se dirigió a su hijo: «¡Acércate!», le dijo. El muchacho se aproximó llorando a lágrima viva de tal modo que casi empapó el lecho. El rey y todos los presentes lloraban también. Éste dijo: «¡No llores, hijo mío! No soy el primero al que le ocurre lo destinado. Esto pasa a todas las criaturas de Dios. Teme a Dios y obra bien para que éste te preceda a la morada a que se dirigen todas las criaturas; no hagas caso de las pasiones y ocúpate en recordar a Dios tanto si estás en pie o sentado, si estás despierto o duermes. Fija la verdad como meta de tus ojos. Éstas son las últimas palabras que te dirijo. Y la paz».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después que el rey Chilad hubo dado estos consejos a su hijo y le hubo confiado el reino, el muchacho dijo: «¡Padre mío! Te he obedecido siempre; he observado tus recomendaciones, he ejecutado tus órdenes y he buscado satisfacerte. Tú has sido para mí el mejor de los padres ¿cómo he de dejar de practicar lo que te satisface después de la muerte? Después de haberme dado una buena educación te marchas de mi lado y yo no te puedo hacer regresar. Si observo tu consejo seré feliz y tendré una gran suerte». El rey, que se encontraba a punto de apurar la copa de la muerte, le replicó: «¡Hijo mío! Observa estas diez normas y Dios hará que te sean útiles en ésta y en la última vida. Son: Si te encolerizas, sofoca tu ira; si te ocurre una desgracia, ten paciencia; si hablas, di la verdad; si haces una promesa, cúmplela; si juzgas, sé equitativo; si eres poderoso, perdona; sé generoso con tus oficiales; perdona a tus enemigos; cubre de beneficios a tu adversario y abstente de causarle daño. Observa también estas diez máximas que te serán útiles con Dios y con las gentes de tu reino: Si divides, sé justo; si castigas, que sea con razón; si te comprometes a algo, cumple; acepta los consejos; desiste de las cosas inoportunas; obliga a tus súbditos a mantenerse dentro de la ley sagrada de loable tradición; sé un juez equitativo con todas las gentes para que te amen grandes y pequeños y te tema el rebelde y el perverso». A continuación se dirigió a los sabios y emires que estaban allí presentes, confió el reino a su hijo y sucesor y dijo: «¡Guardaos de desobedecer las órdenes de vuestro rey y las de vuestros superiores! Esto tendría como consecuencia la pérdida de vuestra tierra, el desmembramiento de vuestra sociedad, la ruina de vosotros mismos y la pérdida de vuestras riquezas. Vuestros enemigos se alegrarían. Vosotros sabéis qué es lo que me jurasteis; ese mismo juramento os liga con este muchacho; el pacto que existe entre nosotros se hace extensivo a vosotros y él. A vosotros os toca oír y obedecer sus órdenes, puesto que en ello está vuestro bienestar. Sedle fieles tal como fuisteis conmigo y vuestras cosas prosperarán, vuestra situación se hará mejor. Aquí tenéis a vuestro rey y a quien os ha de conceder las gracias. Y la paz». La agonía se apoderó de él y le trabó la lengua. Abrazó a su hijo, le besó y dio gracias a Dios. La muerte se apoderó de él y exhaló el alma. Todos los súbditos y los habitantes de su estado lo lloraron: lo amortajaron, lo enterraron con honor, pompa y solemnidad. Después regresaron con el muchacho, le pusieron el traje real, lo tocaron con la corona de su padre, le colocaron el sello en el dedo y le hicieron sentar en el trono del reino.

El muchacho siguió durante poco tiempo la conducta de su padre siendo justo y bienhechor. Pero el mundo le presentó sus galas y lo atrajo a sus placeres. Empezó a gozar de sus dulzuras y se dejó seducir por sus apariencias. Dejó de observar los pactos que le había recomendado su padre y contra la obediencia que debía a éste se despreocupó de sus súbditos y empezó a recorrer la senda que conduce a la perdición. El amor de las mujeres prendió en él con furia y apenas oía mentar una joven hermosa mandaba a buscarla y se casaba con ella. Así reunió un número de mujeres mayor que el que había dispuesto Sulayman b. Dawud, rey de los hijos de Israel. Algunas veces se aislaba con un grupo de ellas y pasaba así un mes entero sin apartarse de su lado, sin preguntar por su reino ni preocuparse de su gobierno ni examinar las querellas que le elevaban sus súbditos: si le escribían no contestaba. Cuando las gentes vieron la situación en que se encontraba, el desinterés que mostraba por sus asuntos y el abandono en que tenía los negocios del estado y los intereses de sus vasallos, se convencieron de que al cabo de poco tiempo iban a sufrir las desgracias. Esto les dolió y empezaron a murmurar. Unos decían a otros: «Marchemos a ver a Simas que es su primer ministro, contémosle lo que nos sucede y advirtámosle de lo que hace referencia a este rey para que le aconseje; de lo contrario, dentro de poco la desgracia caerá sobre nosotros, pues el rey se ha extraviado en los placeres del mundo y éstos le han enredado en sus lazos». Se presentaron a Simas y le dijeron: «¡Oh, doctor sabio! Este rey ha sido seducido por las dulzuras del mundo y cogido en sus lazos. Deslumbrado por lo falso deja que su reino se pudra pero, con la desintegración de éste, todas las gentes tienen que perder: nuestros asuntos irán a parar al fracaso. La causa de todo reside en que pasamos un mes y más sin verlo y a nosotros no nos llega ninguna orden de él ni de su ministro ni de cualquier otra autoridad; no podemos someterle ningún asunto; él no se preocupa del gobierno ni se entera de la situación de ninguno de sus súbditos dado el abandono que le es propio. Nos hemos presentado ante ti para informarte de la verdad de los asuntos ya que tú eres nuestro jefe y el más perfecto de nosotros. No es necesario que la desgracia se abata sobre una tierra en la que tú vives ya que tú, mejor que nadie, puedes corregir a este rey. Preséntate ante él y háblale: tal vez escuche tus palabras y vuelva a la senda de Dios». Simas se marchó en busca de quien podía hacerle llegar ante el soberano. Le dijo: «¡Excelente muchacho! Te ruego que pidas al rey una audiencia para mí, ya que tengo que someterle un asunto que exige que lo vea, le informe y oiga su respuesta». El muchacho replicó: «¡Señor mío! Hace un mes que no concede a nadie audiencia; durante todo este plazo no le he visto la cara. Pero voy a conducirte ante quien te podrá solicitar la audiencia. Debes ponerte en relación con el paje fulano que está muy cerca de él y le lleva la comida desde la cocina. Cuando vaya a recoger la comida exponle lo que deseas y él hará lo que quieras». Simas se marchó a la puerta de la cocina y se sentó un corto rato. El paje llegó y quiso pasar a la cocina pero Simas le habló diciendo: «¡Hijo mío! Deseo reunirme con el rey para informarle de algo que le afecta. Espero de tu generosidad que cuando haya terminado de comer y haya reposado, le hables y me consigas permiso para entrar pues he de decirle algo que le interesa». El paje replicó: «¡Oír es obedecer!» Cogió la comida, se presentó ante el rey y éste comió y quedó satisfecho. Entonces el paje le dijo: «Simas está en la puerta y desea que le concedas permiso para entrar, pues ha de informarte de un asunto de tu competencia». El rey, inquieto y sobresaltado, ordenó al paje que le hiciera pasar.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Simas, al llegar ante su presencia, se prosternó ante Dios, besó la mano del rey e hizo los votos de rigor. El soberano le preguntó: «¿Qué te sucede, Simas, que has pedido permiso para verme?» «Hace mucho tiempo que no te veo, señor rey. Tenía muchas ganas, pero sólo ahora contemplo tu rostro. He venido para decirte unas palabras, ¡oh, rey auxiliado por Dios con toda clase de bienes!» «¡Habla! ¿Qué te ocurre?» Simas explicó: «Sabe, ¡oh, rey!, que Dios (¡ensalzado sea!) te concedió en la pubertad tal cantidad de ciencia y de sabiduría como jamás había dado a ninguno de los reyes, tus antecesores; Dios ha contemplado su obra concediéndote el reino. Pero Él no quiere que tú, rebelándote, utilices lo que te ha concedido para una cosa distinta: no intentes hacerle frente con tus tesoros. Es necesario que observes sus preceptos y que te muestres sumiso a sus órdenes. Me he dado cuenta de que desde hace algún tiempo te has olvidado de tu padre y de sus consejos: has rechazado lo que le prometiste y tienes a menos sus amonestaciones y sus palabras; has renunciado a su justicia y a sus máximas; no recuerdas los beneficios que Dios te ha concedido y no los has asegurado dándole gracias». El rey preguntó: «¿Y cómo es eso? ¿Cuál es la causa?» «La causa reside en que tú has dejado de preocuparte de los asuntos de tu reino y de los problemas de los súbditos que Dios te ha confiado para procurarte un poco de esos placeres mundanales que te gustan. Se dice que el bienestar del reino, de la religión y de los súbditos deben estar bajo la vigilancia del rey. Mi opinión, ¡oh, rey!, es que debes meditar en tu futuro y así encontrarás el camino manifiesto que conduce a la salvación. No aceptes esa delicia pequeña y perecedera que conduce al precipicio de la destrucción, pues te acaecería lo que le sucedió al pescador.» El rey preguntó: «¿Y qué le sucedió?»

HISTORIA DEL PESCADOR

Simas relató: «Me he enterado de que un pescador había ido a pescar, como de costumbre, al río. Al llegar a éste y cruzar por el puente vio un pez grande. Se dijo: “No es necesario que me quede aquí. Seguiré este pez dondequiera que vaya hasta que le coja. Así podré dejar de pescar por unos días”. Se desnudó, se metió en el agua en pos del pez y se dejó arrastrar por la corriente hasta alcanzarlo y cogerlo. Al volverse descubrió que estaba lejos de la orilla. Observó lo que había hecho con él la corriente de agua, pero no soltó el pez ni intentó regresar; al contrario: arriesgó la vida y sujetando al animal con las dos manos dejó que su cuerpo siguiese el curso de la corriente. Ésta le transportó al centro de un torbellino del cual no conseguía escapar aquel que entraba. Empezó a gritar y a decir: “¡Salvad al que se ahoga!” Acudieron los vigilantes del río y le preguntaron: “¿Qué te sucede? ¿Qué te ha ocurrido para caer en este gran peligro?” Replicó: “¡Yo tengo la culpa por haber abandonado el camino recto que conduce a la salvación y haberme lanzado en pos de la pasión y la muerte!” Le dijeron: “¿Cómo has dejado el camino de la salvación y te has metido en este peligro? Tú sabes desde hace mucho tiempo que todo aquel que cae aquí no se salva. ¿Quién te ha impedido abandonar lo que tienes en la mano y salvarte? Hubieses salvado la vida y no hubieses caído en este peligro del que nadie escapa. Ninguno de nosotros puede rescatarte”. El hombre perdió la esperanza de salvar la vida, soltó lo que tenía en la mano, aquello que había despertado su apetito, y murió de mala manera.

»¡Oh, rey! Te he puesto este ejemplo para que te decidas a abandonar esta conducta detestable que te distrae de tus intereses y preocuparte en el gobierno de tus súbditos, que te ha sido confiado; trabaja en la administración de tu reino para que nadie encuentre en ti fallo alguno». El rey preguntó: «¿Y qué es lo que me ordenas que haga?» «Mañana, si te encuentras bien y con salud, permite que el pueblo acuda ante ti, examina su situación, excúsate ante tus súbditos y promételes que gozarán de bienestar y una buena conducta por tu parte». «¡Simas! Has dicho la verdad. Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, haré lo que me has aconsejado.»

Simas lo dejó e informó a las gentes de lo que le había dicho. Al día siguiente por la mañana el rey salió de sus habitaciones, dio permiso a las gentes para que acudiesen ante él, se disculpó y les prometió que haría lo que deseaban. Quedaron muy satisfechos y se marcharon; cada uno se fue a su casa. Después, una de las mujeres del rey, aquella a la que éste quería y honraba más, se presentó ante él. Vio que había cambiado de color, que estaba pensando en sus asuntos a causa de lo que había oído decir a su primer ministro. Le interrogó: «¡Rey! ¿Qué te ocurre para estar intranquilo? ¿Te quejas de algo?» «Los placeres me han distraído de mis deberes. No puedo descuidar así ni mis intereses ni los de mis súbditos. Si continuara haciéndolo dentro de poco el reino escaparía de mis manos». La mujer le replicó: «¡Oh, rey! Veo que tus gobernadores y ministros te han intranquilizado. Ellos sólo quieren fastidiar y enredar para que no obtengas de tu reino ni delicias ni placeres ni descanso. Quieren que pases tu vida evitándoles sus sinsabores hasta que te consumas de trabajo y fatiga y seas como aquel que se mató a sí mismo por el bien de los demás o como el muchacho y los ladrones». El rey preguntó: «¿Y cómo fue esto?»

EL MUCHACHO Y LOS LADRONES

La mujer refirió: «Dicen que un día salieron siete ladrones a robar como tenían por costumbre. Pasaron junto a un jardín en el que había nueces maduras. Entraron y tropezaron con un muchacho pequeño que estaba plantado ante ellos. Le dijeron: “¡Muchacho! ¿Quieres entrar con nosotros en este jardín, subir a ese árbol, comer nueces hasta hartarte y echarnos algunas?” El muchacho aceptó y entró con ellos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió:] »Uno dijo a los otros: “Veamos cuál de nosotros es más pequeño y más ligero. Lo auparemos” Le replicaron: “Ninguno de nosotros es más ligero que el muchacho”. Le ayudaron a subir y le dijeron: “¡No toques nada del árbol para evitar que te vean y que te castiguen!” “¿Y cómo lo haré?” “Ponte en el centro y sacude con fuerza rama por rama para que caiga lo que sostiene. Nosotros lo recogeremos. Una vez hayas terminado bajarás y tomarás tu parte de lo que hayamos reunido”. El muchacho, una vez hubo subido a lo alto del árbol, empezó a sacudir las ramas: las nueces caían y los ladrones las recogían. Mientras hacían esto apareció a su lado el dueño del árbol; ellos seguían en su faena. Les preguntó: “¿Qué tenéis que ver con este árbol?” “Nada hemos cogido de él. Pasábamos por este lugar y vimos a ese muchacho en la copa. Creyendo que era el dueño le pedimos que nos diese de comer. Entonces empezó a sacudir las ramas de modo que han caído las nueces. Nosotros no tenemos ninguna culpa.” El dueño del árbol preguntó al muchacho: “Y tú ¿qué dices?” “¡Esos mienten! Yo te voy a decir la verdad. Han venido juntos hasta aquí y me han mandado que subiera al árbol y que sacudiera las ramas con el fin de que ellos pudieran recoger las nueces. Yo les he obedecido.” “¡En menudo lío te has metido! ¿Pero has aprovechado para comer algunas?” “¡No he probado nada!” El dueño del árbol le dijo: “Ahora me doy cuenta de tu estupidez y de tu ignorancia: te has perjudicado a ti mismo para beneficiar a los demás”. Volviéndose hacia los ladrones les dijo: “Nada puedo hacer contra vosotros. Marchaos a vuestros quehaceres”. Después agarró al muchacho y lo castigó.

»Lo mismo se puede decir de tus ministros y las gentes de tu reino: quieren que te mates arreglando sus asuntos y hacer contigo lo que hicieron los ladrones con el muchacho. El rey replicó: «Lo que dices es verdad y yo creo en tu discurso. Mañana no me presentaré ante ellos; no voy a abandonar mis placeres». Durmió, aquella noche, en la más feliz de las vidas, con su esposa.

Al día siguiente por la mañana el visir reunió a todos los grandes del reino y a los súbditos que estaban con ellos y todos juntos, satisfechos y contentos, se dirigieron a la puerta del rey. Pero éste ni la abrió, ni salió ni les concedió audiencia. Cuando desesperaron de que ésta tuviese lugar dijeron a Simas: «¡Excelente visir! ¡Sabio perfecto! ¿No ves la situación de ese muchacho pequeño, de poco entendimiento? Une a sus defectos la mentira. Fíjate en la promesa que te hizo y cómo falta a ella y no la cumple. Ésta es una falta que hay que sumar a sus pecados. Esperamos que entres por segunda vez y veas cuál es la causa de su retraso y qué le impide salir. Nosotros no nos equivocamos al creer que esto corresponde a su mala naturaleza; ha llegado ya al límite de la dureza». Simas fue en busca del rey, entró y dijo: «¡La paz sea sobre ti, oh, rey! ¿Cómo es que te veo entregado a los pequeños placeres? ¿Por qué abandonas los asuntos importantes que requieren tu atención? Haces como aquel que tenía una camella en cuya leche confiaba. La bondad de la leche le hizo olvidar el sujetar las riendas. Un día, que fue a ordeñarla, no ató las riendas. El animal, al darse cuenta de que estaba suelto, dio un tirón y huyó al campo. Así, el hombre perdió la leche y la camella y el daño que le causó fue mayor que la utilidad que le había dado. Preocúpate, ¡oh, rey!, de lo que te conviene a ti y a tus súbditos, pues no es propio del hombre el estar siempre sentado en la puerta de la cocina dadas sus ganas de comer o estar pegado a las mujeres por la inclinación que hacia ellas siente. Así como el hombre come lo que le basta para calmar el ardor del hambre y bebe lo que es suficiente para quitarle la sed, del mismo modo, al hombre inteligente le bastan dos horas, de las veinticuatro que tiene el día, para estar con las mujeres y debe emplear el resto para cuidar de sus propios intereses y de los intereses de sus súbditos: no debe prolongar el tiempo que pasa con las mujeres ni debe quedarse a solas con ellas más de dos horas. Esto le sería perjudicial para la mente y el cuerpo, pues ellas no le mandan el bien ni lo guían por el buen camino. Es necesario que el hombre no dé crédito ni a sus palabras ni a sus hechos. Me he enterado de que son muchas las gentes que han muerto por culpa de sus mujeres. Entre ellos hay el caso de aquel que murió, estando reunido con su propia mujer, por haberla obedecido en lo que le mandaba». El rey preguntó: «¿Y cómo fue eso?»

EL HOMBRE Y LA MUJER

Simas refirió: «Aseguran que un hombre tenía una mujer a la que amaba y honraba. Atendía a sus palabras y obraba según su opinión. Tenía un jardín que había plantado con sus propias manos. Todos los días iba a cuidarlo y a regarlo. Cierto día su esposa le preguntó: “¿Qué has plantado en el jardín?” Le replicó: “Todo lo que te gusta y deseas. Ahora me ocupo en conservarlo y regarlo.” “¿Quieres llevarme y mostrármelo para que yo lo vea y pueda rezar por ti de modo piadoso? Así veré si mi plegaria es escuchada.” “Sí. Dame tiempo hasta mañana y yo vendré a buscarte.” Al día siguiente tomó consigo a su mujer, se dirigió con ella al jardín y entraron.

»Dos muchachos los vieron desde lejos cuando estaban entrando. Uno dijo al otro: “Este hombre es un adúltero y esa mujer es una adúltera. Han entrado en ese jardín para cometer adulterio. Sigámosle para ver en qué para su asunto”. Los dos muchachos se colocaron junto al jardín. El hombre y la mujer entraron en aquél y se instalaron. Aquél dijo a ésta: “Reza por mí la plegaria que has prometido”. “No rezaré hasta que hayas satisfecho mi deseo, aquel que las mujeres apetecen de los hombres.” “¡Ay de ti, mujer! ¿Es que no tienes bastante conmigo en casa? Aquí temo un escándalo que tal vez perjudique mis intereses ¿es que no temes que alguien nos vea?” “¡No te preocupes de esto! No vamos a cometer nada ilícito ni prohibido. Tienes tiempo para regar el jardín y tú puedes hacerlo en el momento en que quieras.” No admitió ni sus excusas ni sus razones y Je insistió en que cohabitara con ella. Entonces, el hombre, se tendió a su lado. Los dos muchachos citados, al verlos, les saltaron encima, los cogieron y les gritaron: “No os escaparéis, puesto que sois adúlteros: o gozamos de la mujer o presentamos vuestro caso al gobernador”. El hombre les replicó: “¡Ay de vosotros! ¡Esta es mi esposa y yo soy el dueño del jardín!” Pero no escucharon sus palabras y se dirigieron hacia la mujer. Ésta gritó pidiendo auxilio a su esposo diciendo: “¡No dejes que estos hombres me deshonren!” Entonces, pidiendo a gritos auxilio, el marido se abalanzó sobre ellos, pero uno se volvió, le hirió con una piedra y le mató. Los dos alcanzaron a la mujer y la violaron.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Simas prosiguió:] »Te hemos referido esta historia, ¡oh, rey!, para que aprendas que el hombre no debe escuchar las palabras de la mujer ni hacerle caso en ninguna cosa ni aceptar su opinión cuando se la consulta ¡ay de ti si revistes el traje de la ignorancia después de tener puesto el manto de la sabiduría y de la ciencia! ¡Ay de ti si sigues una opinión falsa después de haber conocido cuál era la recta y la útil! No busques pequeños placeres que conducen a la corrupción y cuyo fin se encuentra en la perdición siempre creciente y terrible». El rey, al oír estas palabras de Simas, le dijo: «Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, me presentaré ante ellos». El primer ministro acudió ante los grandes del reino allí presentes y les informó de lo que había dicho al rey.

La mujer se enteró de lo que Simas había dicho y se presentó ante el rey. Le dijo: «Los súbditos son los esclavos del rey y ahora acabo de ver que tú, rey, eres esclavo de tus súbditos porque los temes y te asustas del daño que puedan causarte. Lo único que ellos quieren es probarte hasta en lo más recóndito de tu alma: si se dan cuenta de que eres débil, te despreciarán; pero si se dan cuenta de que eres valeroso, te respetarán. Es así como actúan los visires de mal consejo con su rey, ya que sus tretas son muchas. Yo te he puesto al descubierto la verdad de sus maniobras. Si tú les complaces en lo que te piden, te sacarán de tu sitio para hacer lo que les plazca e irán cambiándote de un asunto a otro hasta que te arrojen en la ruina. Te ocurrirá lo mismo que al comerciante con los ladrones». El rey preguntó: «¿Y cómo fue eso?»

EL COMERCIANTE Y LOS LADRONES

La mujer refirió: «Me he enterado de que un comerciante que tenía mucho dinero partió, en viaje de negocios, para vender en una ciudad. Al llegar a ésta alquiló una casa y se instaló en ella. Los ladrones, que estaban observando a los comerciantes para robarles sus mercancías, le vieron. Se dirigieron a la casa de aquél y se las ingeniaron para entrar pero no encontraron ningún procedimiento. Su jefe les dijo: “Yo me bastaré para este asunto”. Se marchó, se vistió de médico, cargó a sus espaldas un saco con algunas medicinas y empezó a pregonar: “¿Quién necesita un médico?” Así llegó a la casa del comerciante. Vio que estaba sentado y comiendo. Le dijo: “¿Necesitas un médico?” “No necesito médico alguno, pero siéntate y come conmigo.” El ladrón se sentó enfrente y empezó a comer con él. El comerciante era un buen comedor y el ladrón pensó: “He encontrado mi ocasión”. Dirigiéndose al comerciante dijo: “Es necesario que te dé un consejo; ya que he recibido tus favores no puedo ocultarte mi advertencia: me he dado cuenta de que eres un hombre que come mucho y esto causa enfermedad en el estómago. Si no te preocupas enseguida de cuidarte, acabarás muriéndote”. El comerciante replicó: “Mi cuerpo es robusto, mi estómago digiere con rapidez y aunque sea un buen comedor, no padezco ninguna enfermedad. ¡Alabado sea Dios! ¡Gracias le sean dadas!’” El ladrón insistió: “Eso es lo que a ti te parece, pero yo sé que en tu interior hay una enfermedad latente. Si tú me haces caso, cúrate.” “¿Y dónde encontraré alguien que sepa curarme?” “El único que cura es Dios; pero un médico como yo trata la enfermedad de acuerdo con sus posibilidades.” El comerciante le dijo: “¡Enséñame ahora mismo la medicina y dame un poco!” El ladrón le dio unos polvos que contenían gran cantidad de áloe. Le dijo: “Empléalo esta noche”. Lo cogió y, llegada la noche, tomó un poco; se dio cuenta de que tenía buen gusto y no se negó; una vez ingerido experimentó una mayor ligereza. Al día siguiente por la noche regresó el ladrón llevando mayor cantidad que la primera vez. Se la administró. Una vez ingerido vio que le laxaba, pero se aguantó y no se negó a tomarlo. El ladrón, al darse cuenta de que el comerciante daba crédito a su palabra y le tenía confianza, al comprender que no le iba a contradecir, se marchó y regresó con un veneno mortal. Se lo entró. El comerciante lo cogió y lo bebió. Apenas acababa de beberlo, el vientre se deshizo de lo que contenía y los intestinos se le despedazaron quedando muerto. Los ladrones entraron y se apoderaron de todo lo que pertenecía al comerciante.

»¡Oh, rey! Te he referido esto para que no escuches una palabra de ese traidor, pues si le haces caso te sucederán cosas que te llevarán a la ruina». El rey le replicó: «Tienes razón; no me presentaré ante ellos».

Al día siguiente por la mañana se reunieron las gentes, se dirigieron a la puerta del rey y se sentaron. Aguardaron la mayor parte del día y cuando desesperaron de que saliera regresaron junto a Simas y le dijeron: «¡Oh, filósofo! ¡Oh, sabio experto! ¿No te das cuenta de que este muchacho ignorante nos miente cada día más? Lo prudente sería arrebatarle el reino de la mano y sustituirlo por otro; entonces nuestra situación se arreglaría y nuestros asuntos irían por buen camino. Ve a verlo por tercera vez e infórmale de que lo único que nos impide sublevarnos contra él y arrebatarle el reino son los beneficios que su padre nos concedió y las promesas y juramentos que nos tomó. Mañana nos reuniremos todos, hasta el último, con nuestras armas y destruiremos la puerta de la fortaleza: si sale y obra con nosotros conforme queremos, nada malo sucederá pero, en caso contrario, entraremos, lo mataremos y pondremos el reino en manos de otro». El visir Simas se marchó, se presentó ante el rey y le dijo: «¡Oh, rey entregado a los placeres y a las diversiones! ¿Qué es lo que haces contigo mismo? ¡Ojalá supiera quién te extravía así! Si tú eres el propio culpable esto quiere decir que nada queda ya de la piedad, sabiduría y elocuencia que te atribuíamos. ¡Ojalá supiera quién te ha trasladado de la ciencia a la ignorancia; de la fidelidad a la tiranía, de la dulzura a la dureza, del aprecio en que me tenías a apartarte de mí! Te he aconsejado tres veces y no me has hecho caso; te señalo lo que es oportuno y desestimas mi consejo. Dime qué significa este descuido y esta distracción, ¿quién te ha extraviado? Sabe que la gente de tu reino se ha comprometido a presentarse ante ti, matarte y entregar tu reino a otro. ¿Es que puedes hacerles frente a todos y salvarte de sus manos? ¿Es que puedes darte la vida después de muerto? Si tienes poder para hacerlo estás a seguro desde hace tiempo y no necesitas mis palabras. Pero si necesitas conservar la vida mundanal y el reino, vuelve en ti, preocúpate del estado, muestra a las gentes lo serio de tu resolución y preséntales tus excusas, pues quieren despojarte de lo que tienes en tu mano y entregárselo a otro; están resueltos a sublevarse y desobedecer y la prueba de ello es que conocen tu juventud y tu inclinación por las circunstancias y los placeres. La piedra, por más tiempo que haya permanecido dentro del agua, cuando se saca de ésta y choca con otra produce chispas de fuego. Ahora tus súbditos, que son muchos, conspiran contra ti y quieren arrebatarte el reino para entregárselo a otro: con tu muerte conseguirás lo que quieren y ocurrirá lo mismo que sucedió a la zorra y al lobo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey preguntó: «¿Y cómo fue eso?»

HISTORIA DE LA ZORRA Y EL LOBO

Simas refirió: «Cuentan que cierto día, una manada de zorras salió en busca de comida. Mientras merodeaban con este fin tropezaron con un camello muerto. Se dijeron: “Hemos encontrado algo con lo que podemos vivir largo tiempo. Pero tememos que una de nosotras se querelle con otra y que el fuerte con su fuerza humille al débil y éste perezca. Es necesario que busquemos un mediador que juzgue entre nosotros; le daremos su parte y así el fuerte no podrá imponerse sobre el débil”. Mientras celebraban consejo sobre esto se les acercó un lobo. Unas dijeron a otras: “Si os parece bien podemos nombrar al lobo nuestro juez, ya que él es la criatura más fuerte y su padre fue, precedentemente, nuestro sultán. Roguemos a Dios que sea justo con nosotros”. Después le salieron al encuentro y le explicaron lo que les ocurría. Le dijeron: “Te nombramos nuestro juez para que, cada día, des a cada una de nosotras lo que necesita para evitar que la más fuerte se imponga a la más débil y unas mueran en manos de otras”. El lobo aceptó su propuesta, se preocupó de sus asuntos e hizo el reparto aquel día de modo que les fuera suficiente. Al día siguiente, el lobo se dijo: “Repartir el camello entre estos ineptos no me reporta más que la ración que me dan; si me lo como yo solo, ellos no podrán causarme ningún daño, ya que para mí y mi familia constituyen un rebaño de seres indefensos; ¿quién, pues, me impide apoderarme de todo? Tal vez Dios me haya procurado esta buena ocasión. Lo que más conviene es que me lo reserve para mí prescindiendo de ellas. A partir de ahora ya no les daré nada”. Al día siguiente por la mañana las zorras, según tenían por costumbre, se presentaron ante él y le pidieron su ración. Le dijeron: “¡Oh, Abu Sirhan! Concédenos el sustento de cada día”. Les contestó: “No tengo nada más que daros”. Se separaron de él en un estado muy lastimoso. Dijeron: “Dios nos ha hecho caer en una gran calamidad con este detestable traidor que no respeta a Dios ni lo teme. No tenemos fuerza ni recurso contra él”. Una de ellas dijo a las otras: “La dureza del hambre le ha llevado a obrar así; dejémosle que hoy coma hasta hartarse y mañana volveremos ante él”. Al día siguiente por la mañana volvieron a presentarse y le dijeron: “¡Oh, Abu Sirhan! Te hemos elegido para que nos gobernaras, para que tú dieras a cada una su ración e hicieras justicia al débil y al fuerte y para que, una vez terminadas las provisiones, te esforzaras en conseguirnos otras. Nosotras permaneceremos siempre bajo tu protección y tu custodia. Pero el hambre nos zahiere, ya que llevamos dos días sin comer: danos nuestra ración; después tú puedes disponer de todo lo demás”. El lobo no les contestó; al contrario; se mostró más duro. Intentaron disuadirle, pero no hizo caso. Unas dijeron a otras: “No nos queda más remedio que ir en busca del león, ofrecernos a él, y entregarle el camello. Si él nos concede un poco, será porque le dará la gana y en caso contrario él tiene más derecho que este malvado”. Corrieron en busca del león y le explicaron lo que les había sucedido con el lobo. Le dijeron: “Nosotras somos tus esclavas y hemos venido a pedir tu protección para que nos libres de este lobo; nosotras seremos tus siervas”. El león, al oír las palabras de las zorras, se sintió lleno de celo ante Dios (¡ensalzado sea!) y las acompañó ante el lobo. Éste, al ver que se acercaba el león, emprendió la fuga. Pero el león lo persiguió, lo alcanzó y le hizo pedazos, permitiendo así a las zorras que recuperasen su presa.

»Esto nos enseña que ningún rey debe descuidar los asuntos de sus súbditos. Acepta mi consejo y cree en la verdad de las palabras que te he dicho. Sabe que tu padre, antes de morir, te recomendó que aceptases los consejos. Éstas son las últimas palabras que te dirijo. Y la paz». El rey replicó: «Te he oído y mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere me presentaré ante vosotros». Simas se marchó e informó a sus súbditos que el rey había aceptado su consejo y le había prometido que el día siguiente les recibiría.

Cuando la esposa del rey se enteró de las palabras que le había dicho Simas y se cercioró de que el rey iba a presentarse ante sus súbditos, corrió ante el soberano y le dijo: «¡Cuán admirada estoy de la docilidad y de la sumisión que demuestras ante tus esclavos! ¿Es que no sabes que esos ministros son tus esclavos? ¿Por qué los has elevado a ese puesto tan alto que les lleva a imaginarse que son ellos quienes te han regalado el reino, te han conferido el cargo y hecho tales regalos? Ellos no pueden causarte el menor perjuicio. Tu deber consiste en no humillarte ante ellos y en cambio, el suyo, consiste en humillarse ante ti y en ejecutar tus órdenes; ¿cómo puedes asustarte de tal modo ante ellos? Se dice que si no se tiene un corazón fuerte como el hierro no se puede ser rey. A ellos les ha extraviado tu clemencia hasta el punto de que se propasan contigo y dejan de obedecerte cuando en realidad ellos son quienes tendrían que estar constreñidos a tu obediencia y mantenerse sujetos a ti. Si te apresuras a escuchar sus palabras; si los dejas en la situación en que se encuentran y si sin quererlo los satisfaces en la menor de sus necesidades, se transformarán en una carga, apetecerán mayores cosas y esto pasará a ser su costumbre. Si me haces caso no elevarás la posición de ninguno ni escucharás sus palabras ni les darás pie a que se propasen contigo, pues te ocurriría como al pastor y el ladrón». El rey le preguntó: «¿Y qué fue eso?»

HISTORIA DEL PASTOR Y EL LADRÓN

La mujer refirió: «Aseguran que hubo un hombre que era pastor de ganado y que vigilaba a sus animales. Cierta noche se le acercó un ladrón que quería robarle parte de sus bestias. Pero lo encontró vigilándolas, sin dormir por la noche y sin distraerse durante el día. A pesar de que estuvo merodeando toda la noche no consiguió apoderarse de nada. Harto de buscar estratagemas se marchó a la selva, cazó un león, lo desolló, llenó la piel con paja y regresó. Colocó el espantajo en un lugar elevado para que el pastor lo viera y se convenciera de su existencia. Después, el ladrón se presentó ante el pastor y le dijo: “Ese león me envía para que te pida algún animal para cenar”. El pastor preguntó: “¿Y dónde está el león?” “¡Levanta la vista! Está ahí plantado.” El pastor levantó la cabeza y vio la figura de un león. Creyó que, en efecto, era un león de verdad y se llenó de un gran terror.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió: »El pastor le] dijo al ladrón: “¡Amigo mío! Coge lo que quieras, pues no he de contradecirte”. El ladrón cogió los animales que necesitaba y su ambición fue en aumento al ver el miedo del pastor. Acudía ante éste a cada momento y le decía: “El león necesita esto y se propone hacer eso otro” y a continuación cogía el ganado que precisaba. El ladrón siguió tratando al pastor de este modo hasta que hubo acabado con la mayor parte del ganado.

»Te he dicho estas palabras, ¡oh, rey!, para evitar que estos grandes de tu reino, seducidos por tu clemencia y tu buen natural, intenten abusar de ti. El mejor consejo consistiría en que les llegase la muerte antes de que ellos se atreviesen contra ti». El rey aceptó sus palabras y dijo: «Me satisface este consejo y no he de hacer caso de sus opiniones ni he de presentarme ante ellos».

Al día siguiente por la mañana los ministros, los grandes del reino y las gentes principales se reunieron. Cada uno llevaba sus armas. Se dirigieron a la casa del rey para atacarlo, matarlo y elegir a otro. Al llegar ante el alcázar del rey pidieron a los porteros que les abriesen la puerta. No se la abrieron. Entonces mandaron a buscar lumbre para quemar las puertas y entrar. El portero oyó sus palabras, apretó a correr e informó al rey de que las gentes estaban amotinadas junto a la puerta. Siguió: «Me han pedido que abriese, pero me he negado. Entonces han enviado a buscar fuego: quemarán las puertas, entrarán y te matarán ¿qué me ordenas?» El rey se dijo: «He caído en una gran sima». Mandó a buscar a la mujer y ésta compareció. Le dijo: «Simas no me ha anunciado nada que no me haya ocurrido realmente: han llegado los cortesanos y el vulgo dispuestos a matarme a mí y a vosotras. Como el portero no les ha abierto han mandado a buscar lumbre: van a quemar las puertas y arderá la casa con nosotros dentro ¿qué me aconsejas?» «No te preocupes ni te asustes por su revuelta. Esta es la época en que los necios se sublevan contra sus reyes.» «¿Qué me aconsejas que haga? ¿Qué treta hay que emplear en este asunto?» «Opino que debes taparte la cabeza con una venda y hacer ver que estás enfermo. Entonces debes mandar a buscar al visir Simas y hacerlo comparecer ante ti para que vea tu situación. Una vez le tengas delante dile: “Hoy quería mostrarme ante la gente, pero esta enfermedad me lo ha impedido. Infórmales de la situación en que me encuentro y diles que mañana acudiré ante ellos y resolveré sus problemas, y me preocuparé de sus asuntos”. Así los tranquilizarás y se calmará su cólera. Mañana manda llamar a diez esclavos de tu padre, resueltos, fuertes y seguros; que hagan caso de tus palabras y obedezcan tu orden; que guarden tu secreto y conserven tu amor. Colócalos junto a tu cabeza y mándales que no entre nadie ante ti a no ser uno en pos de otro. En cuanto pase uno diles: “¡Cogedlo! ¡Matadlo!” Cuando estén de acuerdo contigo para hacerlo, ocupa el trono que tienes en la sala de audiencias y abre la puerta: cuando vean que abres la puerta se tranquilizarán, se acercarán con el corazón sereno y te pedirán permiso para entrar. Permite que entren de uno en uno como te he dicho y ejecuta en ellos tu deseo. Pero es preciso que empieces matando a Simas, que es el más importante de todos, ya que es el primer ministro y el dueño de la situación. Mátalo en primer lugar. Después mátalos a todos, uno en pos de otro, sin dejar ni a uno de los que sabes que han violado su compromiso contigo; haz lo mismo con aquellos de los que temes su poder. Si así lo haces quedarán sin fuerza que oponerte, podrás disfrutar de la paz más completa, tendrás el reino en la mano y harás lo que te plazca. Sabe que no tienes otro recurso mejor que éste». El rey le contestó: «Tu opinión es certera y tu consejo es sensato. He de hacer lo que me has dicho». Mandó que le vendasen la cabeza, fingió estar enfermo y ordenó ir a buscar a Simas. Cuando estuvo ante él, le dijo: «¡Simas! Ya sabes que te aprecio y sigo tu consejo, pues tú eres para mí, por encima de los demás, como un padre y un hermano; sabes que yo acepto todo lo que me mandas. Me aconsejaste que me presentara ante mis súbditos y que me ocupase de sus asuntos. Quedé convencido de lo justo de tu consejo y ayer quise mostrarme ante ellos, pero me ha sorprendido esta enfermedad y no he podido tener sesión. Acabo de enterarme de que las gentes del reino están encolerizadas por no haberme presentado ante ellas y que quieren hacer conmigo un mal que no es propio, puesto que no saben que yo me encuentro enfermo. Sal e infórmales de mi situación, lo que estoy sufriendo y excúsame. Yo atenderé a sus palabras y haré lo que desean. Arréglame este problema y sal garante por mí. Tú has sido mi consejero; antes lo fuiste de mi padre: tu costumbre es arreglar las querellas que existen entre la gente. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, mañana me presentaré ante ellos: es posible que mi enfermedad se cure esta noche dada la pureza de intención y el deseo de bienestar que apetezco para mis súbditos». Simas se prosternó ante Dios, hizo los votos de ritual para el rey, le besó las manos y salió, muy contento, para presentarse a las gentes. Les refirió lo que había oído decir al rey, los disuadió de hacer lo que pretendían; les presentó sus excusas y les comunicó la causa que impedía salir al soberano. Les prometió que al día siguiente se presentaría ante ellos y que haría lo que deseaban. Los amotinados se marcharon a su casa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey. Mandó a buscar diez de los más robustos esclavos de su padre, a los que éste había escogido por su fuerza; eran decididos, fríos y muy arrojados. Les dijo: «Sabéis que mi padre os tenía en gran estima, os daba un rango elevado, os concedía benévolamente favores y os honraba. Yo, su sucesor, os colocaré en una posición más elevada aún. Os explicaré el porqué y estaréis a salvo a mi lado, pero he de pediros una cosa: que obedezcáis todas las órdenes que os comunique y guardéis el secreto ante toda la gente. Así os concederé más favores de los que podáis querer, siempre y cuando obedezcáis mi orden». Los diez le contestaron al unísono, coincidiendo: «¡Señor nuestro! Ejecutaremos todo lo que nos mandes y no nos apartaremos en un ápice de lo que nos indiques». Les dijo: «¡Que Dios os recompense! Ahora os explicaré la causa por la que os concedo tantos honores. Sabéis los favores que mi padre concedía a las gentes del reino, cómo las hizo reconocerme por heredero y les conminó a que no rompiesen su juramento y a que no contraviniesen mis órdenes. Ayer visteis lo que hacían al reunirse en torno mío para matarme. Yo quiero hacer en ellos un escarmiento ya que, visto lo de ayer, creo que no desistirán a menos de recibir un castigo ejemplar. Es necesario que os confíe el asesinato de aquellos a los que os señale en secreto con el fin de suprimir la rebeldía y la maldad del país con la muerte de sus jefes y cabecillas. He aquí el procedimiento: yo, mañana, me sentaré en el trono que está en la habitación y les concederé audiencia a uno en pos de otro. Entrarán por una puerta y saldrán por otra. Vosotros diez estaréis ante mí atentos a mis signos. Coged a todo aquel que entre, metedlo en esa habitación, matadlo y esconded su cuerpo». Le contestaron: «Oír tus palabras es obedecer tus órdenes». Entonces les concedió grandes favores, los despidió y se durmió. Al día siguiente los hizo llamar, les mandó que colocasen el trono y él se puso el traje regio. Tomó en la mano el Código y ordenó que se abriese la puerta. Se abrió. Los diez esclavos se colocaron ante él. El heraldo anunció: «¡Quienes ejerzan funciones de gobierno, preséntense ante el tapiz del rey!» Ministros, generales y chambelanes se adelantaron y cada uno ocupó el puesto que le correspondía según su rango. El rey ordenó que entrasen uno del otro en pos. El visir Simas pasó el primero, como tenía por costumbre, por ser el primer ministro. Entró, se colocó ante el rey, pero antes de que pudiera darse cuenta los diez esclavos le habían rodeado, sujetado, metido en la otra habitación y asesinado. Pasaron los restantes visires, luego los sabios y los notables. Mataron a uno tras otro hasta haber terminado con todos. A continuación mandó llamar a los verdugos y les mandó que acuchillasen espada en mano a los más valientes y decididos de las gentes allí reunidas: no quedó con vida ni uno de aquellos de los que sabían que era valiente; solo escaparon la plebe y el vulgo a los cuales echaron a la calle. Fueron a reunirse con sus familiares. Después el rey se dedicó a sus placeres, se entregó por completo a sus pasiones y se abandonó a la tiranía, al despotismo y a la injusticia hasta el punto de sobrepasar a las gentes malvadas que le habían precedido.

El territorio de este rey poseía minas de oro, plata, rubíes y gemas. Todos los soberanos que vivían a su alrededor envidiaban aquel estado y esperaban que decayese. Uno de los reyes vecinos se dijo: «Deseaba apoderarme del reino que está en manos de ese muchacho ignorante y lo he conseguido gracias a que ha dado muerte a los grandes de su reino, a los valientes y a los héroes que se encontraban en su país. Ésta es la ocasión de desposeerle de lo que tiene, ya que es pequeño y desconoce lo que es la guerra. Carece de razón y no hay nadie junto a él que pueda aconsejarlo o ayudarlo. Hoy mismo abriré la puerta del daño y le escribiré una carta reprochándole lo que ha hecho y burlándome de él. Veremos lo que contestará». Le escribió una carta que decía: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso». Y después: «Me he enterado de lo que has hecho con tus visires, tus sabios y tus valientes y del peligro al que te has arrojado, ya que no tienes ni fuerza ni poder para defenderte de quien te ataca, pues te has transformado en un tirano y un perverso. Dios me ha concedido que triunfe y te venza. Oye mis palabras y obedece mi orden: constrúyeme un fuerte palacio en medio del mar; si no puedes hacerlo, sal de tu país y ponte a salvo, pues he de enviar contra ti, desde el confín de la India, doce cuerpos de ejército cada uno de los cuales constará de doce mil combatientes: invadirán tu país, saquearán tus bienes, matarán a tus hombres y capturarán tus mujeres. Pondré a su frente a mi visir Badi y le ordenaré que bloquee la ciudad hasta que se apodere de ella. He mandado al muchacho que te lleva este mensaje que sólo espere tres días. Si obedeces mi orden te salvarás, en caso contrario despacharé contra ti lo que te he citado». A continuación selló la carta y se la entregó al mensajero. Éste viajó sin descanso hasta llegar a la ciudad, presentarse ante el rey y entregarle la misiva. El soberano perdió las fuerzas al leerla, el pecho se le oprimió, el asunto desbordó su capacidad y estuvo seguro de su ruina, pues no encontraba a nadie a quien pedir consejo, que le pudiera ayudar o socorrer. Se dirigió a ver a su esposa con el color alterado. Ésta le preguntó: «¿Qué te ocurre, oh, rey?» «Hoy ya no soy rey, sino el esclavo de un rey.» Abrió la carta y se la leyó. Al oírla, la mujer empezó a llorar, sollozar y a desgarrar sus vestidos. El rey le preguntó: «¿Tienes alguna idea? ¿Qué estratagema hay que emplear en este difícil asunto?» Le contestó: «Las mujeres nada sabemos de lo que afecta a la guerra. Las mujeres carecen de fuerza y consejo; la fuerza, el consejo y la astucia en asuntos de esta índole pertenecen a los hombres». El rey, al oír estas palabras, se arrepintió profundamente; se apenó y desesperó de modo sin igual por haber dado muerte a sus ministros y a los altos funcionarios de su estado.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey] hubiera preferido morir antes que recibir esa desagradable misiva. Dijo a sus mujeres: «Con vosotras me ha sucedido lo mismo que al francolín con las tortugas». Le preguntaron: «¿Qué ocurrió?»

EL FRANCOLÍN Y LAS TORTUGAS

El rey explicó: «Aseguran que había unas tortugas que vivían en una isla que tenía árboles, frutos y riachuelos. Cierto día pasó por su lado un francolín. Tenía mucho calor y estaba cansado. Entonces dejó de volar y se posó en la isla de las tortugas. Al ver a éstas buscó refugio a su lado y se colocó cerca. Las tortugas pacían por los diversos lugares de la isla. Al terminar regresaron a su casa, abandonando los prados. Al llegar descubrieron al francolín. Lo examinaron y les gustó; Dios le había engalanado ante sus ojos. Alabaron a su Creador, quedaron muy satisfechas con el nuevo animal y se alegraron. Se dijeron unas a otras: “No cabe duda de que es el pájaro más hermoso”. Todas le halagaron y le demostraron su afecto. El animal, al ver el cariño que le tenían, se sintió inclinado hacia ellas y se transformó en su amigo. Levantaba el vuelo dirigiéndose a donde quería, pero al caer la tarde regresaba a pasar la noche con ellas. Al día siguiente por la mañana volvía a remontar el vuelo yendo a donde le placía. Tal fue su costumbre y en esta situación vivió un cierto tiempo. Las tortugas, que sólo le veían por la noche, ya que en cuanto amanecía remontaba el vuelo, se marchaba y nada sabían de él, viendo que su ausencia las apenaba dado el gran cariño en que le tenían, se dijeron unas a otras: “Queremos mucho a este francolín que ha pasado a ser nuestro amigo; no podemos soportar el estar separadas de él. ¿Qué recurso podríamos emplear para tenerle siempre a nuestro lado? Ahora remonta el vuelo, permanece ausente durante todo el día y no le vemos más que por la noche”. Una de ellas dijo: “¡Hermanas mías! Estad tranquilas; yo haré que no se aparte de nosotras ni por un instante”. Cuando el francolín regresó de sus prados y se posó entre ellas, la tortuga taimada se le acercó, le saludó, le felicitó por encontrarse bien y le dijo: “¡Señor mío! Sabe que Dios te ha concedido nuestro afecto; también ha hecho que tu corazón nos quiera y aquí, en este nido, tú eres nuestro amigo; el tiempo más feliz transcurre mientras estamos reunidos y la aflicción más grande llega cuando nos separamos y alejamos, puesto que tú nos dejas al levantarse la aurora y no regresas hasta la puesta del sol. Nosotras nos encontramos en una gran soledad y esto nos duele mucho y nos causa gran pesar”. El francolín le contestó: “Sí; también os quiero y os aprecio muchísimo, del mismo modo que vosotras a mí; no me es fácil separarme de vosotras, pero no está en mi mano el dejar de hacerlo ya que soy un pájaro con alas; no puedo estar siempre con vosotras ya que esto es contrario a mi naturaleza. El pájaro que tiene alas no puede estar quieto más que por la noche, cuando duerme. En cuanto aparece el día remonta el vuelo y va por su sustento al lugar que le place”. La tortuga le replicó: “Dices la verdad, pero los seres alados no gozan de descanso en la mayoría de los casos ya que el bien que obtienen no alcanza ni a la cuarta parte de la fatiga que experimentan. El mayor deseo del hombre consiste en el bienestar y en el reposo. Dios ha establecido entre nosotros el amor y el afecto y tememos que uno de tus enemigos te cace y mueras: esto nos privaría de ver tu cara”. El francolín replicó: “Dices la verdad. ¿Qué opinas? ¿Qué harías en mi caso?” “Mi opinión consiste en cortarte las alas que te permiten volar rápidamente. Así permanecerías descansando entre nosotras, comerías nuestros alimentos y beberías nuestros sorbetes en esta pradera que tiene tantos árboles y frutos tan aromáticos. Viviríamos todos en este lugar tan feraz y cada uno de nosotros gozaría de su amigo”. El francolín se inclinó ante sus palabras y apeteció el gozar de reposo. Se arrancó todas las plumas, una tras otra, según el consejo que habían aprobado las tortugas; así se quedó viviendo entre ellas gozando del pequeño bienestar y de la afición perecedera. Mientras se encontraba en esta situación pasó por allí una comadreja; vio al francolín, lo contempló, se dio cuenta de que tenía las alas cortas y que no podía remontar el vuelo. Al ver la situación en que se encontraba se alegró muchísimo y se dijo: “Este francolín tiene mucha carne y pocas plumas”. Se acercó a él y le agarró. El francolín pidió auxilio a las tortugas, pero no se lo prestaron; al contrario, se alejaron de él metiéndose cada una en su caparazón. Al ver que la comadreja lo había cogido y lo atormentaba, el llanto las sofocó. El francolín les gritó: “¿Es que sólo sabéis llorar?” Le replicaron: “¡Hermano nuestro! ¡No tenemos fuerzas ni poder ni astucia que nos sirva frente a la comadreja!” Entonces el francolín se entristeció, perdió toda esperanza de escapar con vida y les dijo: “La culpa no es vuestra sino mía, ya que os hice caso y me desplumé las alas con las que podía volar. Merezco la muerte por haberos hecho caso.”

»Ahora, mujeres, no puedo censuraros y debo reprenderme a mí mismo por no haberme acordado de que vosotras fuisteis la causa de la falta cometida por nuestro padre, Adán, y que motivó su expulsión del paraíso. Me había olvidado de que vosotras sois el origen de todo mal y por ignorancia, por mi mala conducta y mi estupidez, os he hecho caso y he matado a mis ministros y a los funcionarios de mi reino, aquellos que me aconsejaban en todos los asuntos, que constituían mi fuerza y mi poder en cualquier circunstancia que pudiera preocuparme. Ahora no encuentro a quienes puedan sustituirlo ni veo a quienes puedan ocupar su lugar. ¡He caído en una ruina inmensa!

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey prosiguió:] »…¡Si Dios no me concede a alguien que me guíe con su criterio certero por el camino de la salvación estoy completamente perdido!» Entró en su dormitorio tras haber lamentado a sus ministros y sabios con estas palabras: «¡Ojalá estuvieran a mi lado en este momento tales leones! Bastaría con una hora para que yo pudiera excusarme, verlos, quejarme ante ellos de mi situación, de lo que me ha ocurrido después de su muerte». Sin comer y sin beber siguió sumergido en el mar de sus preocupaciones durante todo el día. Al hacerse de noche se quitó el traje, se vistió con unos harapos, se disfrazó y salió a pasear por la ciudad en espera de oír de alguien una palabra que lo tranquilizara. Mientras recorría sus calles descubrió a dos muchachos que estaban aislados y sentados junto a una pared; tenían la misma edad: doce años cada uno. Oyó que estaban hablando. El rey se aproximó a ellos para poder oír y entender sus palabras. Oyó que uno decía a otro: «¡Escucha, hermano mío, lo que me contó mi padre ayer acerca de lo que le ha pasado en la cosecha! Se ha secado antes de tiempo por falta de lluvia y por las muchas calamidades que han caído en la ciudad». El otro le preguntó: «¿Sabes la causa de tanta desgracia?» «No; pero si tú la sabes, cuéntamela.» «La sé y te la voy a contar: Sabe que uno de los amigos de mi padre me ha dicho que nuestro rey ha matado a sus ministros y a los grandes del reino, no porque éstos hubiesen incurrido en falta, sino por el mucho amor y gran inclinación que siente por las mujeres. Los ministros se lo habían prohibido, pero él no pudo abstenerse y, obedeciendo a sus mujeres, los ha mandado matar, incluyendo a mi padre Simas, ministro suyo y que antes lo había sido de su padre; él se encontraba al frente del gobierno. Pero ya verás lo que Dios hace de él a causa de sus culpas. Él lo vengará.» «¿Y qué puede hacer Dios una vez que están muertos?» «Sabe que el rey de la India extrema, teniendo a menos a nuestro rey, le ha enviado una carta en que le amenaza y le dice: “Constrúyeme un palacio en el centro del mar. Si no puedes hacerlo mandaré contra ti doce cuerpos de ejército cada uno de los cuales constará de doce mil combatientes. Pondré al frente de estas tropas a mi visir Badi, quien te arrebatará el reino, matará a tus hombres y te hará prisionero junto con tu harén”. Cuando ha llegado el mensajero del rey de la India remota con este ultimátum, le ha concedido únicamente un plazo de tres días. Sabe, hermano mío, que ese rey es un gigante prepotente, fuerte y decidido, que tiene numerosos súbditos en sus estados. Si nuestro rey no encuentra un expediente para contenerle estará perdido, pues Badi, después de matarlo, se apoderará de nuestros recursos, matará a nuestros hombres y capturará a nuestras mujeres.»

El rey, al oír sus palabras, se sintió emocionado y atraído hacia ellos. Se dijo: «Este muchacho debe ser un sabio, puesto que ha explicado algo que yo no le he dicho: la carta que acabo de recibir del rey de la India extrema está en mi poder; el secreto me pertenece y yo no se lo he revelado a nadie ¿cómo puede saberlo el muchacho? Pero yo me acercaré a él y le hablaré, rogando a Dios que nuestra salvación llegue por su mano». El soberano se aproximó discretamente al muchacho y le dijo: «¡Querido hijo! ¿Qué es eso que estás diciendo acerca de nuestro rey? Él ha obrado muy mal al dar muerte a sus ministros y a los grandes del reino, pero a decir verdad ha causado el daño a sí mismo y a sus súbditos. Has dicho algo cierto al hablar del asesinato. Pero muchacho ¿de dónde sabes que el rey de la India extrema ha escrito una carta a nuestro rey amenazándolo y diciéndose esas duras palabras que has pronunciado?» «Lo sé gracias a las palabras de los antiguos: “Nada está oculto a Dios, y las criaturas, descendientes de Adán, tienen un alma que les desvela los secretos escondidos”.» «Has dicho la verdad, muchacho. Pero ¿nuestro rey tiene alguna astucia o algún medio para salvarse y salvar a su reino de tan gran calamidad?» «¡Sí! Si el rey me mandara a buscar y me interrogara sobre lo que debe hacer para salvarse de su enemigo y librarse de sus insidias, le explicaría cuanto por la fuerza de Dios (¡ensalzado sea!) conduce a la salvación.» «¿Y quién podría decir esto al rey para que te enviase a buscar y te llamara?» «He oído decir que él busca gentes expertas y de buen consejo. Si me mandase a buscar me presentaría con éstas y le expondría aquello en lo que está su salvación y el medio de rechazar la amenaza que pesa sobre él. Pero si él se distrajera de este difícil asunto, se entretuviera con sus mujeres y yo intentara informarle del modo de salvarse, y me dirigiera, espontáneamente, hacia él, mandaría matarme del mismo modo que hizo con aquellos ministros. Conocerle sería la causa de mi muerte; las gentes me tendrían por poca cosa, despreciarían mi inteligencia y caería dentro de la sentencia de aquel que dijo: “Quien tiene más ciencia que razón, por más sabio que sea perece por ignorancia”.»

El rey, al oír las palabras del muchacho, quedó convencido de su sabiduría y se cercioró de que su salvación y la de sus súbditos iba a llegarle por su mano. El rey volvió a dirigir la palabra al muchacho y le preguntó: «¿De dónde eres? ¿Dónde está tu casa?» «Este muro conduce a mi casa.» El rey salió del lugar, se despidió del muchacho y regresó contento a su palacio. Una vez en su casa se puso sus trajes, pidió de comer y beber y se abstuvo de las mujeres. Comió, bebió, dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y le pidió que lo salvara, lo auxiliara, lo perdonara y lo disculpara por lo que había hecho con los sabios y los principales personajes de su reino. Se arrepintió con contrición perfecta ante Dios e hizo votos de ayunar y rezar numerosas oraciones. Después llamó a uno de sus pajes particulares, le describió el lugar en que estaba el muchacho y mandó que fuera a buscarlo y regresara con él tratándole con buenos modos. El esclavo se presentó ante el muchacho y le dijo: «El rey te manda llamar para favorecerte y hacerte una pregunta. Después regresarás con bien a tu casa». El muchacho le replicó: «¿Qué necesita el rey que me manda llamar?» «La causa de que mi señor te convoque consiste en una pregunta y una respuesta.» «Hay que escuchar mil veces la orden del rey y obedecerla otras tantas veces.» Le acompañó hasta palacio. Cuando se halló ante el soberano, se prosternó ante Dios e hizo los votos de ritual por el rey. Éste contestó a su saludo y le ordenó que se sentara. Así lo hizo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey] le preguntó: «¿Sabes quién habló ayer contigo?» «¡Sí!» «¿Dónde está?» «Es el que me está hablando en este momento.» El rey le replicó: «¡Dices la verdad, querido!» El soberano ordenó que colocaran un trono al lado del suyo, lo hizo sentar, mandó que le sirvieran de comer y beber y empezaron a hablar hasta que el rey le dijo: «Tú, visir, me hablaste ayer y me comunicaste que tenías un medio para salvarme de la intriga del rey de la India ¿cuál es ese medio?, ¿qué hay que hacer para apartar la amenaza que pesa sobre nosotros? Dímelo y haré de ti el primero que pueda dirigirme la palabra en el reino, te nombraré mi visir, seguiré tu consejo en todo lo que me indiques y te recompensaré de espléndida manera». El muchacho le replicó: «¡Oh, rey! Aconséjate, busca auxilio y concede tu recompensa a las mujeres que te sugirieron dar muerte a mi padre, Simas, y a los restantes ministros». El soberano, al oír estas palabras, se avergonzó, suspiró y le dijo: «¡Querido muchacho! ¿Simas era tu padre tal como dices?» Le contestó: «Simas era, en verdad, mi padre y yo soy su propio hijo». El rey se humilló, derramó abundantes lágrimas y pidió perdón a Dios. Dijo: «¡Muchacho! Lo hice por ignorancia y por el mal consejo y grandes tretas de las mujeres[273]. Te ruego que me perdones y yo te colocaré en el puesto de tu padre, tu rango será superior al suyo. Una vez haya desaparecido la venganza que se abate sobre nosotros, te pondré un collar de oro en el cuello, te haré sentar en el lugar más destacado y mandaré al pregonero que anuncie delante de ti: “Este muchacho excelente ocupará la segunda silla, la que sigue inmediatamente a la del rey“. En cuanto a lo que has dicho de las mujeres yo estoy decidido a vengarme de ellas, pero lo haré en el momento en que Dios (¡ensalzado sea!) lo disponga. Para tranquilizar mi corazón, dime qué recurso tienes». El muchacho le replicó: «¡Presta juramento de que no contrariarás mi opinión en lo que te voy a decir y que estoy a seguro de lo que temo!» El rey contestó: «Sea Dios testigo entre nosotros dos de que yo no me apartaré de tus palabras, de que tú serás mi consejero y de que ejecutaré cualquier cosa que me mandes. Dios (¡ensalzado sea!) es testimonio de cuanto digo». El pecho del muchacho se tranquilizó y abrió el campo a las palabras. Dijo: «¡Oh, rey! Mi opinión y mi astucia consisten en esperar el momento en que debe comparecer ante ti el correo en busca de la respuesta, una vez transcurrido el plazo fijado. Cuando le tengas delante y pida la contestación, aléjalo de ti y fija otro día. Entonces se excusará diciendo que su rey le ha fijado cierto número de días como límite y te insistirá basándose en tus palabras. Tú mándale salir y señálale otra fecha, sin decir cuál. Saldrá enfadado de tu presencia, se dirigirá al centro de la ciudad y hablará a voz en grito entre la gente diciendo: “¡Gentes de la ciudad! Yo soy el correo del rey de la India extrema; él es un soberano resuelto, capaz de moldear el hierro. Me ha enviado con una carta para el rey de esta ciudad y me ha fijado unos días. Me ha dicho: ‘Si no estás aquí después de los días que te he señalado, ejercitaré en ti mi venganza’. Vine, me presenté ante el rey de esta ciudad y le entregué la carta. Después de leerla me comunicó que al cabo de tres días me daría la contestación al mensaje. Para complacerle y por respeto acepté sus palabras. Pasados los tres días me he presentado a pedirle la contestación, pero me ha remitido a otra fecha. Yo no puedo esperar. Voy a partir, a presentarme ante mi señor, el rey de la India extrema, y le informaré de lo que me ha ocurrido. Vosotros, gentes, sois testigos entre yo y él”. Cuando te enteres de estas palabras manda a buscarlo, hazle comparecer ante ti y dile con dulzura: “¡Oh, tú, que corres hacia tu fin! ¿Qué es lo que te ha movido a injuriarnos ante nuestros súbditos? Te has hecho merecedor, ante nosotros, de tu muerte inmediata, pero los antiguos decían: ‘El perdón es una de las características de los nobles’. Sabe que el retrasar la contestación no es debido a impotencia por nuestra parte, sino a nuestras múltiples ocupaciones y al poco tiempo de que disponemos para escribir a vuestro rey”. Pide entonces la carta, léela por segunda vez y cuando termines rompe a reír a carcajada limpia. Dile: “¿No tienes más carta que ésta? También contestaremos a ella”. Te replicará: “No tengo ninguna otra carta”. Tú repetirás las mismas palabras por segunda y tercera vez. Él contestará: “No tengo ninguna otra”. Dile: “Este vuestro rey carece de razón, ya que en esta carta dice unas palabras con las cuales nos incita a enviar nuestro ejército contra él, a saquear su país y arrebatarle el reino. Pero, por esta vez, no le castigaremos por la mala educación que muestra en su carta, ya que es corto de entendimiento y carece de ánimo. Es propio de nuestro poder advertirle primero y amonestarle para que no vuelva a repetir estas fanfarronadas. Si se arriesga y vuelve a reincidir se hará merecedor de un pronto castigo. Pero creo que el rey que te ha enviado es un ignorante y un estúpido que no piensa en las consecuencias, que carece de un visir inteligente y de buen consejo al que poder consultar. Si fuera inteligente habría consultado al visir antes de enviarnos estas palabras que causan risa. Merece una contestación a la altura de su carta y aún más. Entregaré su escrito a uno de los pajes de la cancillería para que le conteste”. A continuación envía a buscarme y pregunta por mí. Cuando llegue ante ti, permite que lea la carta y que la conteste». Estas palabras dilataron el pecho del rey; aprobó la opinión del muchacho, le gustó su ardid, le colmó de regalos, le confirió el cargo que había tenido su padre y le despidió contento.

Transcurridos los tres días de plazo que había señalado el correo, éste se presentó ante el rey y le pidió la respuesta. El rey le emplazó para otro día. El mensajero se retiró hasta el fin de la alfombra de la sala y pronunció palabras inoportunas, tal como había previsto el muchacho. Después se marchó al mercado y chilló: «¡Gentes de esta ciudad! Yo soy el mensajero que el rey de la India extrema ha mandado a vuestro rey. Le he traído una carta y él me da largas para entregarme la respuesta. El plazo que me ha fijado nuestro rey ya ha terminado. Vuestro rey no tiene excusa alguna y vosotros sois testigos». El rey, al enterarse de estas palabras, mandó a buscar al mensajero y le hizo comparecer ante él. Le dijo: «¡Oh, tú, que te precipitas a la muerte! ¿No eres tú portador de una carta de rey a rey entre los cuales existen secretos? ¿Cómo te metes entre las gentes y revelas los secretos de los reyes al vulgo? Te has hecho merecedor de castigo, pero vamos a pasarlo por alto para que puedas volver con la respuesta ante ese rey estúpido. Lo más conveniente es que la conteste el más pequeño de los pajes de la cancillería». Mandó llamar al muchacho y éste acudió. El mensajero estaba delante cuando se presentó ante el rey. Se prosternó ante Dios y deseó al soberano larga vida y gran poder. Entonces el rey le tiró la carta y le dijo: «Lee esa carta y redacta, inmediatamente, la respuesta». El muchacho cogió el ultimátum, lo leyó y rompió a reír. Preguntó al rey: «¿Me has mandado a buscar para que conteste tal carta?» «¡Sí!» «¡Oír es obedecer!» Sacó tintero y papel y escribió:

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho escribió:] «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. ¡Paz sobre quien ha obtenido la seguridad y la misericordia del Clemente! Y después: Te comunico, ¡oh, tú, que te llamas gran rey de nombre, pero que no lo eres!, que hemos recibido tu carta, la hemos leído y hemos comprendido las leyendas y fanfarronadas que contiene. Estamos seguros de tu ignorancia y de las malas intenciones que nos tienes, pero has alargado la mano hacia lo que no puedes conseguir. Si no fuese por la compasión que nos inspiran las criaturas de Dios y tus súbditos, no hubiésemos tardado en colocarte en tu puesto. Tu mensajero se ha dirigido al mercader y ha difundido las noticias de tu carta entre los cortesanos y el pueblo, haciéndose merecedor de nuestro castigo. Le hemos dejado con vida porque hemos tenido misericordia de él y para que tú puedas excusarle; no lo hemos castigado por deferencia hacia ti. Lo que en tu carta hace referencia a la muerte de mis visires, mis sabios y los grandes de mi reino, es verdad y ha sido por razones que sólo a mí me incumben. Pero no he matado ni a uno de mis sabios sin disponer de otros mil de su misma especialidad y más sabios aún, inteligentes y expertos que él. A mi lado no hay ni un muchacho que no esté repleto de ciencia y tengo, en sustitución de cada uno de los muertos, otros de sus mismas cualidades y cuyo número no puede contarse. Cada uno de mis soldados puede hacer frente a uno de tus cuerpos de ejército. Refiriéndonos a la riqueza tengo una fábrica de oro y de plata; tengo tantas gemas como piedras. No te puedo describir ni la belleza ni la hermosura ni los bienes que poseen mis súbditos. ¿Cómo te propasas con nosotros y nos dices: “Constrúyeme un castillo en medio del mar”? Esto constituye algo prodigioso y tal vez nace de tu razón perturbada. Si hubieses tenido juicio habrías calculado la fuerza de las olas y los movimientos del viento y yo te habría construido ese castillo. Aseguras que me vencerás. ¡Dios nos guarde de ello! ¿Cómo puede atreverse contra nosotros un ser como tú y conquistar nuestro reino? Al contrario: Dios (¡ensalzado sea!) me concederá la victoria sobre ti, ya que eres un pecador y un ambicioso sin razón. Sabe que te has hecho acreedor del castigo de Dios y del mío. Pero como yo temo a Dios por lo que afecta a ti y a tus súbditos, no montaré a caballo dirigiéndome contra ti antes de haberte advertido. Si temes a Dios apresúrate a enviarme el tributo de este año, pues de lo contrario no renunciaré a montar a caballo y atacarte al frente de un millón cien mil combatientes, todos ellos valientes, montados en elefantes. Los formaré en torno de nuestro ministro y le ordenaré que os acometa durante tres años, tiempo en consonancia con los tres días que has concedido a tu mensajero; me apoderaré de tu reino, pero no mataré a nadie más que a ti y no cautivaré más mujeres que las de tu harén».

A continuación, el muchacho dibujó su propio retrato en la carta y escribió al lado: «Esta respuesta la ha escrito el más pequeño de los muchachos de la cancillería». La entregó al rey y éste se la pasó al correo, quien la cogió, besó la mano del rey y salió de su palacio dando gracias a Dios y al soberano por su clemencia. Emprendió el viaje admirado de la agudeza que había encontrado en el muchacho. Llegó a su patria el tercer día después de los tres de plazo que le habían fijado. El rey, en aquel momento, se encontraba reunido con su gobierno a causa del retraso del mensajero. Al llegar éste ante él, se prosternó y le entregó la carta. El soberano la cogió y preguntó al mensajero por la causa de su retraso y la situación del rey Wird Jan. Le refirió toda la historia y le contó todo lo que había visto con sus propios ojos y escuchado con sus oídos. El entendimiento del rey quedó admirado y dijo al correo: «¡Ay de ti! ¿Qué noticias son estas que me cuentas de un tal rey?» El mensajero replicó: «¡Rey poderoso! Estoy ante ti: abre la carta, léela y distinguirás la verdad de lo falso». El soberano abrió la misiva, la leyó, contempló el retrato del muchacho que la había escrito y estuvo cierto de que iba a perder el reino: quedó perplejo ante lo que le ocurría. Se volvió hacia sus visires y los grandes de su reino, les informó de lo que sucedía y les leyó la carta.

Temieron y se asustaron de modo terrible y empezaron a tranquilizar el temor del rey con palabras que les salían de la punta de la lengua mientras tenían el corazón destrozado por los latidos. Badi, el gran visir, dijo: «Sabe, ¡oh, rey!, que lo que dicen mis hermanos, los visires, no tiene utilidad. Mi opinión consiste en que escribas a ese rey una carta presentándole tus excusas y diciéndole: “Nos te queremos a ti igual como antes quisimos a tu padre; si enviamos al mensajero con esa carta fue sólo para probarte, para conocer tu firmeza y averiguar tu valentía en los asuntos que requieren ciencia y práctica, en aquellos de índole secreta, y las perfecciones que en ti se encierran. Rogamos a Dios (¡ensalzado sea!) que te bendiga en tu reino, que eleve las defensas de tu ciudad y aumente tu autoridad siempre que tú te preocupes de ti mismo y te ocupes de los asuntos de tus súbditos”. La mandarás con otro correo». El rey exclamó: «¡Por Dios, el Grande! ¡En esto existe un gran prodigio! ¿Cómo puede ser ése un gran rey y estar preparado para la guerra después de haber dado muerte a los sabios, a los consejeros y a los jefes del ejército de su reino? ¿Cómo puede tener un reino floreciente y sacar tan gran fuerza después de esto? Pero lo más extraordinario es que los meritorios de su cancillería contesten, en vez del rey, una respuesta como ésta. Yo, por mi mala ambición, he encendido este fuego contra mí y contra las gentes de mi reino; no sé cómo apagarlo si no es siguiendo la opinión de mi visir». Preparó preciosos regalos, muchos esclavos y criados y escribió una carta que decía: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Y después: Poderoso rey Wird Jan, hijo del hermano querido Chilad (¡apiádese Dios de él y conserve tu vida!). Hemos recibido la respuesta de nuestra carta y hemos leído y comprendido lo que contiene; hemos visto en ella lo que nos alegra y esto es el máximo de lo que habíamos pedido a Dios para ti. Le rogamos que aumente tu poder, fortifique los fundamentos de tu reino y te conceda el triunfo sobre los enemigos que buscan tu mal. Sabe, ¡oh, rey!, que tu padre era para mí como un hermano y que entre los dos existían pactos y compromisos durante su vida. Él no recibió de mí más que bien y nosotros recibimos lo mismo. Al morir y ocupar tú el trono de su reino nos llenamos de alegría y satisfacción, pero cuando nos enteramos de lo que habías hecho con los ministros y los grandes del reino, temimos que se enterara algún otro rey que pudiera amenazarte; creyendo que tú habías descuidado tus intereses, la preparación de tus defensas y la atención por los asuntos del reino, te escribimos para advertirte. Al ver que nos has dado una respuesta como ésta, nuestro corazón se ha tranquilizado. ¡Que Dios te permita disfrutar de tu reino y te sirva de ayuda en tus asuntos! Y la paz». A continuación preparó los regalos y se los envió con cien caballeros.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los caballeros] viajaron hasta presentarse a Wird Jan. Lo saludaron y le entregaron la carta. La leyó y comprendió su significado. Instaló en el puesto que le correspondía al jefe de los cien caballeros, le trató con deferencia y aceptó el regalo. La noticia se difundió entre la gente y el rey se alegró muchísimo. A continuación mandó llamar al muchacho hijo de Simas. Éste compareció ante él; le trató con miramientos, mandó a buscar al jefe de los cien caballeros, le pidió la carta que le había entregado su rey y se la entregó al muchacho. Éste la abrió y la leyó. El rey se alegró muchísimo y empezó a reprender al jefe de los cien caballeros que le besaba las manos, se excusaba y le deseaba larga vida y eterna felicidad. El rey le dio las gracias por ello, le trató con mucha deferencia e hizo regalos a él y a sus compañeros de acuerdo con su rango; les preparó los presentes que tenían que llevarse y ordenó al muchacho que redactase la contestación. Éste escribió la carta con buen estilo, trató brevemente del capítulo de la reconciliación e hizo hincapié en la corrección del mensajero y de los caballeros que le acompañaban. Cuando hubo terminado la carta se la ofreció al rey. Éste le dijo: «¡Querido muchacho! ¡Léela para que sepamos lo que está escrito!» El joven la leyó en presencia de los cien caballeros. El rey y todos los presentes quedaron admirados de la redacción y del contenido. El soberano la selló, se la entregó al jefe de los cien caballeros y le despidió haciéndolos escoltar por una parte de su ejército hasta los confines de su país. Esto es lo que se refiere al rey y al muchacho.

He aquí lo que hace referencia al jefe de los cien caballeros: Éste estaba perplejo de la razón y de los conocimientos que había visto que poseía el muchacho; dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!), que había solucionado con éxito y rapidez su misión y viajó sin parar hasta llegar a la presencia del rey de la India remota. Le ofreció los presentes y regalos, le entregó los dones y le informó de lo que había visto. El rey se alegró muchísimo, dio las gracias a Dios (¡ensalzado sea!), colmó de honores al jefe de los cien caballeros, le agradeció el valor que había desplegado en su misión y lo elevó de rango. Desde entonces vivió en paz, tranquilidad y bienestar. Esto es lo que se refiere al rey de la India remota.

He aquí lo que hace referencia al rey Wird Jan: Se puso con Dios en el camino recto y abandonó la senda de la perdición; se arrepintió sinceramente ante Él por lo que había hecho, abandonó a todas las mujeres y se consagró por completo al cuidado de su reino y se interesó, por temor de Dios, de sus súbditos. Nombró al hijo de Simas visir en sustitución de su padre, y además primer consejero del reino y confidente de sus secretos. Mandó engalanar la capital y todas las ciudades durante siete días y los súbditos se alegraron, desapareciendo el temor y el miedo que sentían. Gozaron de justicia y equidad y elevaron plegarias por el rey y por el visir que había hecho cesar las calamidades que les amenazaban. Después, el soberano preguntó al visir: «¿Qué es, según tu opinión, lo que hay que hacer para consolidar el reino, cuidar de sus súbditos y volver a la situación en que estaba antes mediante el hallazgo de jefes y consejeros?» El visir le replicó: «¡Rey poderoso! Según mi opinión antes que nada debes empezar por apartar el pecado de tu corazón; abandonar los placeres, la disipación y la afición a las mujeres que te dominaba: si vuelves a la senda del pecado te perderás por segunda vez de modo más terrible que la primera». El rey preguntó: «¿Y cuál es el origen del pecado que debo extirpar?» El visir, pequeño por la edad pero mayor por el entendimiento, replicó: «¡Gran rey! Sabe que el origen del pecado consiste en amar a las mujeres, sentir inclinación por ellas y aceptar sus opiniones y consejos, ya que la afición por ellas cambia la sana razón y corrompe la naturaleza más fuerte. Hay pruebas manifiestas que corroboran mis palabras. Si tú meditas en ellas y sigues con atención sus acontecimientos, deducirás un buen consejo para ti y podrás prescindir de todas mis palabras. Tu corazón no debe ocuparse en pensar en las mujeres, debes apartar de tu imaginación su figura ya que Dios (¡ensalzado sea!) nos ha mandado, por boca de su profeta Moisés, el no abusar. Un rey sabio dijo a su hijo: “¡Hijo mío! Cuando me sucedas en el reino no abuses de las mujeres para que tu corazón no se extravíe y tu razón no degenere ya que, en resumen, el abusar de ellas conduce a amarlas y su amor causa la degeneración del intelecto”. Prueba de ello es lo que sucedió a nuestro señor Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) a quien Dios distinguió con la ciencia, la sabiduría y un gran reino como no había dado a ninguno de sus predecesores. Pero las mujeres fueron la causa de la ofensa de su padre. Hay muchos más casos como éste, ¡oh, rey!; yo te he citado Salomón para que sepas que ningún otro soberano poseyó lo que él, ya que a él le obedecieron todos los reyes de la tierra. Sabe, ¡oh, rey!, que el amor de las mujeres es la causa de todo mal, que ninguna de ellas tiene ideas y que es preciso, al hombre, tratarlas únicamente según la necesidad y no entregarse a ellas por completo: esto conduce a la ruina y a la perdición. Si haces caso de mis palabras, ¡oh, rey!, todos tus asuntos se enderezarán; si no, te arrepentirás cuando de nada te sirva el arrepentimiento». El soberano le replicó: «Ya he abandonado mi excesiva inclinación…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el soberano le replicó: «Ya he abandonado mi excesiva inclinación] y he renunciado a preocuparme de ellas, pero ¿qué haré para castigarlas por lo que han hecho? La muerte de Simas, tu padre, fue causada por sus engaños, pues yo no tenía esa intención. No sé lo que debió pasar en mi mente para que yo estuviera conforme con su asesinato». El rey sollozó y gritó diciendo: «¡Ah! ¡Qué desgracia! ¡He perdido a mi ministro que tenía una opinión certera y un magnífico modo de obrar! ¡He perdido a sus iguales: ministros y jefes del reino cuyos consejos eran siempre buenos!» El visir le replicó: «Sabe, ¡oh, rey!, que la culpa no es sólo de las mujeres, ya que ellas son como una hermosa mercancía que despierta la pasión de todos los que la ven: la venden a quien la quiere y la compra; pero no obligan a comprar a quien no quiere. La culpa es de quien la compra y, muy especialmente, si sabe el peligro que va anejo a la mercancía. Mi padre te lo había advertido antes que yo, pero tú no admitiste su consejo». El rey contestó: «Dicho pecado pesa sobre mí como has dicho, visir, y no tengo más excusa que el recurrir a los divinos decretos». «Sabe, ¡oh rey!, que Dios (¡ensalzado sea!) nos ha creado y nos ha dotado de capacidad de obrar poniendo en nosotros la libertad y el libre albedrío. Si queremos, obramos y si queremos, no obramos. Dios, para que no cayésemos en el pecado, no nos ha mandado hacer el mal. Debemos sopesar cuál es la acción correcta, ya que Él (¡ensalzado sea!), nos manda, únicamente, que hagamos el bien en cualquier circunstancia y nos prohíbe el mal. Pero nosotros tenemos la voluntad y hacemos lo que queremos sea bueno o sea malo.» El rey replicó: «Dices la verdad; mi falta consistió en abandonarme a las pasiones. He sido advertido muchas veces sobre esto y tu padre, Simas, me puso en guardia. Pero mi alma concupiscente prevaleció sobre mi razón. ¿Tienes algún medio de evitar que vuelva a incurrir en esta falta y que permita a la razón imponerse sobre las pasiones?» «¡Sí! Vea algo que te impedirá caer en este pecado; consiste en que te desprendas de tu vestido de ignorancia y que te pongas el de la justicia; que desobedezcas a tu pasión y obedezcas a tu Señor volviendo a la conducta del rey justo que fue tu padre; cumple las obligaciones que tienes para con Dios y para con tus súbditos; observa tu religión, protege a tu pueblo, cuídate de ti mismo, no mandes matar a tus súbditos, medita en las consecuencias de los asuntos, abandona tu tiranía, la injusticia, la opresión y la perversión; obra con justicia, equidad y humildad; cumple las órdenes de Dios (¡ensalzado sea!) y muéstrate indulgente con las criaturas que te ha confiado; pórtate bien para que ellos tengan la obligación de elevar sus plegarias por ti. Si haces con constancia esto, tendrás una vida tranquila y Dios te perdonará con su misericordia, hará que te respeten todos los que te vean, tus enemigos desaparecerán y Dios (¡ensalzado sea!) destruirá sus ejércitos: estarás bienquisto con Dios y sus criaturas te respetarán y te amarán». El rey le contestó: «Has devuelto la vida a mis entrañas, me has iluminado el corazón con tus dulces palabras y has devuelto la vista a mi entendimiento después de la ceguera. Estoy resuelto, con la ayuda de Dios (¡ensalzado sea!) a hacer todo lo que me has dicho y a abandonar mi injusticia y las pasiones anteriores; haré pasar mi alma de la angustia al desahogo; del temor, a la tranquilidad. Es preciso que estés contento pues yo, a pesar de mis años, he pasado a ser tu hijo y tú, a pesar de tu poca edad, eres un padre querido. Me es preciso desplegar todas mis fuerzas para hacer lo que mandas. Doy gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por su bondad y la tuya ya que Él, contigo, me ha dado favores, un buen guía y una opinión certera, apartando de mí preocupaciones y penas, y concediéndome la salvación de mis súbditos gracias a tu intervención, a tu noble entendimiento y a la justeza de tus planes. Tú, ahora, gobiernas mi reino y el único honor que tengo por encima tuyo consiste en sentarme en el trono. Todo lo que llagas me parecerá bien y nadie se opondrá a tus palabras a pesar de tu corta edad, ya que tú tienes un gran entendimiento y mucha ciencia. Doy gracias a Dios que te destinó para mí, para que me guiases por el camino recto después de haber seguido yo el de la perdición». El visir le contestó: «¡Oh, rey feliz! Sabe que no hay mérito por mi parte al darte los consejos, ya que mi palabra y mis actos son sólo parte de lo que tienes derecho a pedirme puesto que he quedado abrumado por tus favores y no sólo yo, sino, con anterioridad, mi mismo padre quedó colmado por tus innumerables beneficios. Todos nosotros dependemos de tus dones y de tu favor. ¿Y cómo no hemos de confesarlo si tú, ¡oh, rey!, eres nuestro pastor, nuestro juez y nos defiendes de nuestros enemigos? Tú estás encargado de nuestra custodia y nuestra guardia y prodigas los esfuerzos para protegernos. Aunque nosotros diéramos nuestras vidas por obedecerte no pagaríamos la deuda de gratitud que tenemos contigo, pero rogamos humildemente a Dios (¡ensalzado sea!), Aquel que te ha concedido poder y jurisdicción cobre nosotros, que te conceda una larga vida, te dé el éxito en todas tus empresas, que no te ponga a prueba en e) curso de tu vida, que te haga conseguir tus deseos, haga que seas temido hasta tu muerte y conceda con generosidad a tus manos para que puedas guiar a todo sabio y vencer a cualquier rebelde; rogamos que haga que todos los sabios y valientes acudan a tu reino y que expulse a los ignorantes y traidores; que evite a tus súbditos la carestía y las penas; que siembre entre ellos la amistad y el afecto y te conceda con su gracia, su generosidad y sus favores ocultos la felicidad en ésta y en la otra vida. Amén. Él es poderoso sobre toda cosa, para Él no existen asuntos difíciles, a Él se vuelve y a Él pertenece el porvenir».

El rey, al oír esta invocación, se llenó de alegría y se sintió completamente inclinado hacia el joven. Le dijo: «Sabe, ¡oh, visir!, que eres para mí como un hermano, un hijo y un padre y que de ti sólo me separará la muerte. Todo lo que poseo puedes gastarlo, y si no tengo sucesor te sentarás en el trono en mi lugar; tú eres más digno que toda la gente de mi reino, y yo te invisto, en presencia de los grandes del estado, y te nombro mi heredero si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche novecientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey prosiguió:] »Den su testimonio de ello los grandes de mi reino con la ayuda de Dios (¡ensalzado sea!)». Después mandó llamar a su secretario. Éste se presentó. Le ordenó que escribiera a todos los grandes del reino para que acudieran ante él y ordenó difundir por la ciudad un pregón para todos los presentes, gente principal y vulgo. Mandó convocar a los emires, a los jefes, a los chambelanes y a todos los funcionarios; hizo lo mismo con los ulemas y los sabios. El rey celebró un consejo solemne y dio un banquete nunca visto: invitó a toda la gente, nobles y pueblo. Todos se reunieron, alegres, y comieron y bebieron durante un mes. Después vistió a todos los miembros de su corte y a los pobres del reino; hizo grandes regalos a los ulemas y escogió, de entre los ulemas y los sabios, un grupo conocido por el hijo de Simas. Los hizo comparecer ante él y ordenó a éste que eligiera siete para hacerlos ministros que dependieran de él, y de los cuales sería el jefe. El muchacho, hijo de Simas, tomó a los más dotados, de mejor entendimiento y de más rápida comprensión; encontró seis con estas características y los presentó al rey quien los invistió con el traje de ministros y les habló diciendo: «Vosotros seréis mis ministros y estaréis bajo la obediencia del hijo de Simas; haréis todo lo que os diga este visir mío y no os apartaréis de ello nunca, aunque sea más joven que vosotros puesto que tiene mayor entendimiento». El rey los hizo sentar en una silla de marquetería según la costumbre de los ministros y fijó sus rentas e ingresos. Les ordenó, a continuación, que eligieran de entre los grandes del reino que se habían reunido con motivo del festín, los que más convenían para el servicio del estado para nombrarlos comandantes de miles, cientos y dieces. Les fijó los sueldos e ingresos como era costumbre hacer con los grandes. Lo hicieron en un mínimo de tiempo. Les ordenó, también, que colmasen de honores al resto de los presentes y que despachasen a cada uno de ellos a sus posesiones tratándolos con respeto y generosidad. Mandó a sus gobernadores que fuesen justos con sus súbditos, les recomendó que tuviesen compasión de pobres y ricos y dispuso que recibieran subsidios de la hacienda del estado según su categoría. Los ministros hicieron votos por la duración de su vida y poder. A continuación mandó engalanar la ciudad durante tres días en acción de gracias a Dios (¡ensalzado sea!), por el auxilio que le había prestado. Esto es lo que hace referencia al rey, a su visir, hijo de Simas, y a la organización del reino, a sus emires y a sus gobernadores.