SE refiere también que en lo antiguo del tiempo vivía en Bagdad un hombre que era hijo de gentes en posición desahogada y que había heredado de su padre grandes riquezas. Se enamoró de una esclava y la compró. Él la amaba y ella le correspondía. Él fue gastando dinero por ella hasta que hubo perdido todos sus bienes y no le quedó nada. Buscó algún medio con que poder subsistir, pero no lo encontró. Durante los días en que había sido rico, ese muchacho había frecuentado las tertulias de las gentes aficionadas al canto y había alcanzado un conocimiento cabal. Pidió consejo a un amigo. Éste le contestó: «El arte que sé que conoces mejor es el del canto: dedícate a él con tu esclava y ganarás grandes riquezas, comerás y beberás». Pero esto no gustaba ni al joven ni a la esclava. La muchacha le dijo: «Tengo una idea». «¿Cuál?» «Véndeme y así nos libraremos de esta dificultad los dos; yo viviré regaladamente, ya que mujeres como yo sólo son compradas por gentes pudientes; yo me las ingeniaré para volver a tu lado.» El muchacho la condujo al zoco. El primero que la vio fue un hasimí de Basora. Era un hombre educado, agradable y generoso. La compró por mil quinientos dinares. El dueño de la joven refiere:
«Una vez hube cobrado el dinero me arrepentí y rompí a llorar; la esclava hizo lo mismo y me pidió que anulase la venta. Pero el nuevo dueño no aceptó. Guardé el dinero en la bolsa y no supe adonde dirigirme, ya que mi casa, sin ella, estaba desierta. Lloré, me abofeteé y sollocé como nunca lo había hecho. Entré en una mezquita y me senté a llorar y era tal mi aturdimiento que no me reconocía. Me dormí colocando la bolsa debajo de mi cabeza como si fuese una almohada. Yo no noté nada, pero un hombre la retiró y se marchó rápidamente. Me desperté asustado e inquieto y no hallé el dinero. Me incorporé para perseguirlo pero tenía un pie atado con una cuerda por lo que me caí de bruces y empecé a llorar, a abofetearme y a decirme: “Te has separado de tu alma y has perdido tus bienes”.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho bagdadí prosiguió:] »Las circunstancias me cegaron: me dirigí al Tigris, me tapé la cara con los vestidos y me arrojé al río. La gente que me vio exclamó: “¡Lo hace a causa de la gran pena que siente!” Se echaron al agua en pos mío, me sacaron y me preguntaron lo que me sucedía. Les expliqué lo que me había pasado. Se entristecieron. Un anciano que estaba entre ellos se acercó y dijo: “Has perdido el dinero, ¿cómo quieres ahora perder el alma? Serías uno de los habitantes del infierno. Ven conmigo para que yo pueda ver tu domicilio”. Así lo hice. Llegamos a mi habitación y se sentó a mi lado durante un rato, hasta que yo me hube tranquilizado. Le di las gracias por lo que había hecho y se marchó. Apenas hubo salido estuve a punto de suicidarme pero, acordándome de la última vida y del fuego, salí huyendo de mi casa y me marché a la de un amigo. Le referí lo que me había ocurrido. Él rompió a llorar, tuvo compasión de mí, me dio cincuenta dinares y me dijo: “¡Acepta mi consejo! Vete ahora mismo de Bagdad y toma esta bolsa para tus gastos hasta que tu corazón se haya olvidado de su amor y se haya consolado. Tú sabes redactar, escribir, tienes buena letra y estás bien educado. Vete ante cualquier gobernador, preséntate ante él y ofrécete para servirle ¡tal vez Dios te reúna con tu esclava!” Al oír esto recuperé el valor, mi pena se hizo menor y me marché hacia Wasit, ya que yo tenía parientes en ella. Me dirigí a la orilla del río, vi allí un barco anclado y que los marinos transportaban a él utensilios y telas preciosas. Les pedí que me llevasen con ellos. Contestaron: “Este buque pertenece a un hasimí y no podemos tomarte de esta manera”. Les solicité ofreciéndoles dinero. Me dijeron: “Si es así no hay inconveniente. Quítate esos vestidos preciosos que llevas, ponte unos de marinero y quédate a nuestro lado como si fueses uno de nosotros”. Volví a la ciudad, compré algunas ropas de marino, me las puse y fui al barco que zarpaba para Basora. Me instalé con los marinos y al poco rato descubrí a mi esclava acompañada por dos muchachas que estaban a su servicio. Calmé la nerviosidad que se había apoderado de mí y me dije: “Ahora oiré su canto hasta llegar a Basora”. Al poco rato apareció el hasimí montado a caballo y acompañado por algunos hombres. Embarcaron en el buque y éste zarpó. Sirvieron la comida y el hasimí comió con la esclava; los restantes comieron en el puente de la nave. El hasimí, después, dijo a la muchacha: “¿Cuánto tiempo vas a estar sin cantar, llena de tristeza y llanto? ¡No eres la primera que está separada de quien ama!” Así supe lo que le ocurría a causa de mi amor. Mandó que tendiesen una cortina en un rincón de la nave, colocó a la esclava detrás, y llamó a los que estaban cerca de mí y los invitó a sentarse al otro lado del velo. Pregunté quiénes eran y supe que se trataba de sus hermanos. Les ofreció el vino y las frutas secas que podían necesitar y todas insistieron a la esclava para que cantase, hasta que ésta pidió el laúd, lo afinó, moduló el canto y recitó este par de versos:
La caravana partió, con quien yo amaba, en medio de la tiniebla nocturna; no se han abstenido de emprender la marcha con el objeto de mis deseos.
Después de la partida de sus monturas arde la brasa del amor en el corazón del amante.
»El llanto la venció: tiró el laúd y dejó de cantar. Los presentes quedaron conmovidos y yo caí desmayado, los allí presentes creyeron que yo era víctima de un ataque de epilepsia: unos recitaron exorcismos en mi oído al tiempo que insistían con delicadeza a la joven para que siguiese. Afinó el laúd, empezó a cantar y declamó:
Me he detenido a sollozar cuando ya han emprendido la marcha; pero ellos, aunque se alejen y partan, están presentes en el corazón.
»Dijo también:
Me he detenido ante los restos del campamento para preguntar por ellos: la ciudad estaba vacía, las moradas deshabitadas.
»La joven cayó desmayada y motivó el llanto de todos los presentes. Yo di un grito y caí desmayado. Los marineros se agitaron en torno mío. Un paje del hasimí preguntó: “¿Cómo habéis traído a este poseso?” Se decían unos a otros: “Cuando lleguemos a cualquier pueblo le haremos desembarcar y nos quedaremos tranquilos”. Esto me causó una gran pena y un tormento doloroso. Haciendo un gran esfuerzo sobre mí mismo me dije: “No tengo más remedio, si quiero escapar de sus manos, que informarla de que me encuentro a bordo para impedir que me expulsen”. Seguimos navegando hasta aproximarnos a una aldea. El dueño del buque dijo: “¡Conducidnos a la orilla!” Desembarcaron todos. La tarde había caído. Yo me dirigí a la cortina, tomé el laúd, toqué algunos acordes y seguí con una música que yo le había enseñado. Después regresé a mi puesto en el barco.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [él joven prosiguió:] »al poco rato la gente que había desembarcado volvió a la nave. La luna lucía sobre la tierra y el agua. El hasimí dijo a la esclava: “¡Te conjuro por Dios a que no nos amargues la vida!” La muchacha tomó el laúd, lo pulsó con la mano y rompió a sollozar. Creyeron que el alma iba a abandonarle. Después dijo: “¡Por Dios! Mi maestro está con nosotros en esta nave”. El hasimí replicó: “Si estuviera con nosotros no le privaría de nuestra compañía, ya que es posible que aliviara tu pena y que pudiéramos oír tu canto. Pero es muy difícil que esté en el buque”. “¡No puedo tocar el laúd ni cambiar sus aires estando mi maestro con nosotros!” “¡Preguntaremos a los marinos!” “¡Hazlo!” El hasimí los interrogó y les preguntó: “¿Habéis traído a alguien con vosotros?” “No”, contestaron. Yo temí que aquí terminara el interrogatorio por lo que rompí a reír y dije: “¡Sí! Yo soy su maestro y le he enseñado cuando era su dueño”. Ella intervino: “¡Por Dios! Estas palabras son de mi dueño”. Los pajes se acercaron y me condujeron ante el hasimí. Al verme me reconoció. Exclamó: “¡Ay de ti! ¿Cómo estás así? ¿Qué te ha sucedido para encontrarte en tal estado?” Le referí lo que me había ocurrido y rompí a llorar; los sollozos de la muchacha se elevaron desde detrás de la cortina. El hasimí y sus hermanos lloraron amargamente y tuvieron compasión de mí. Dijo: “¡Por Dios! Ni me he aproximado a esta muchacha, ni la he poseído ni he podido oír, hasta hoy, su canto. Yo soy un hombre al que Dios ha concedido una vida desahogada. Vine a Bagdad para oír cantar y reclamar mis rentas al Emir de los creyentes. Realicé las dos cosas y me decidí a regresar a mi patria. Me dije: ‘Oirás algunos cantos de Bagdad’, y compré esta esclava ignorando cuál era vuestra situación. Pero atestiguo ante Dios que en cuanto llegue a Basora libertaré a esta esclava, la casaré contigo y os asignaré una renta que os será más que suficiente, con la única condición de que cuando desee oír cantar se tenderá una cortina y ella cantará desde detrás. Tú serás mi amigo y comensal”. Yo me alegré muchísimo. El hasimí metió la cabeza por la cortina y le preguntó: “¿Estás satisfecha?” La muchacha hizo los votos de rigor y le dio las gracias. El hasimí llamó a un paje y le dijo: “Coge de la mano a este joven, quítale esos vestidos, ponle unos que sean preciosos, perfúmalo y tráelo a nuestro lado”. El muchacho me tomó consigo e hizo lo que le había mandado su señor llevándome de nuevo a su lado. Éste me ofreció la misma bebida que tomaban los dos.
»Después, la esclava empezó a cantar las más hermosas melodías y recitó estos versos:
Me han censurado porque mis lágrimas corrían cuando mi amante vino a despedirse.
Pero ellos no han probado ni el gusto de la separación, ni la comezón causada por la tristeza entre mis costillas.
Sólo conoce la pasión el afligido que recorre aquellas tierras con el corazón alicaído.
»Estos versos impresionaron de manera extraordinaria a los reunidos. La alegría del muchacho creció y cogió el laúd a la esclava. Tocó las más hermosas melodías y recitó estos versos:
Pide una gracia si la pides a un hombre generoso que sólo ha conocido la riqueza y el bienestar.
Pedir a un noble es causa de honra; pedir al infame es causa de ignominia
Si no puedes evitar el humillarte, humíllate, cuando menos, pidiendo a los grandes.
El alabar al generoso no constituye ignominia; la ignominia está en que alabes a los menudos.
»Aquellas gentes se alegraron muchísimo y su satisfacción fue en aumento. Yo cantaba un rato y la esclava otro. Así nos acercamos a la orilla y el buque ancló; todos los que estaban a bordo, incluyéndome a mí, desembarcaron; yo estaba ebrio; me senté a orinar y el sueño me venció; los pasajeros volvieron al buque y éste zarpó; no se acordaron de mí, pues estaban ebrios. Yo había gastado mi dinero por la muchacha y no me quedaba nada. Ellos llegaron a Basora. A mí me despertó el calor del sol. Me puse en pie, di vueltas y no vi a nadie. Yo me había descuidado de preguntar al hasimí su nombre, la dirección de su casa en Basora y cómo poder encontrarlo. Me quedé perplejo; parecía que la alegría que había experimentado al encontrar a mi esclava era un sueño. Seguí sin saber qué hacer hasta que pasó ante mí una gran embarcación. Subí a bordo y llegué a Basora. No conocía a nadie en ella ni sabía dónde estaba la casa del hasimí. Me acerqué a un tendero, cogí tinta y papel…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y nueve, refirió:
—Me he enterado ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] »…y me senté a escribir. Mi letra le gustó; se fijó en que mi vestido estaba sucio y me preguntó mi historia. Le dije que yo era un pobre extranjero. Me preguntó: “¿Quieres quedarte conmigo y cada día te daré medio dirhem, te alimentaré y te vestiré a cambio de que me lleves las cuentas de la tienda?” “¡Sí!” Me quedé con él, contabilicé un negocio y asenté las entradas y salidas. Al cabo de un mes aquel hombre se dio cuenta de que sus entradas habían aumentado y sus salidas disminuido. Me dio las gracias por ello y empezó a pagarme cada día un dirhem. Al cabo de un año me invitó a casarme con su hija y a asociarme en el negocio. Acepté. Me uní a mi mujer y permanecí fijo en la tienda, pero tenía el ánimo deshecho y mi corazón estaba triste. El tendero bebía y me invitaba, pero yo me abstenía dada mi aflicción. En esta situación permanecí durante dos años. Cierto día, estando yo en la tienda, apareció un grupo de gente con comida y bebida. Pregunté al tendero qué ocurría. Me dijo: “Hoy es el día de las gentes alegres; músicos, juglares y jóvenes de vida alegre van a la orilla del río para comer y beber junto a los árboles que están en el canal de Ubulla”. Me entraron ganas de distraerme y pensé: “Tal vez uniéndome a esas gentes encuentre a quien amo”. Dije al tendero: “Me apetece ir”. “¡El irte con ellos es asunto tuyo!” Preparé comida y bebida y anduve hasta el canal de Ubulla. Las gentes se desperdigaban y yo quise marcharme con ellos; en aquel momento apareció la nave en que estaban el hasimí y la esclava cruzando el canal. Grité y el hasimí y quienes le acompañaban me reconocieron y me llevaron con ellos. Me dijeron: “¿Aún estás vivo?”, y me abrazaron. Me preguntaron por mi historia y se la referí. Me dijeron: “Nosotros creíamos que te habías ahogado mientras estabas borracho”. Les pregunté cómo se encontraba la muchacha. Me refirieron: “Al enterarse de tu desaparición, rasgó sus vestidos, quemó el laúd y empezó a abofetearse y a sollozar. Una vez hubimos llegado con el hasimí a Basora le dijimos: ‘¡Deja de llorar y de estar triste!’ Contestó: ‘Yo me vestiré de luto, construiré una tumba junto a esta casa, me quedaré a su lado y dejaré de cantar’. Le permitimos que lo hiciera y aún ahora se encuentra en esta situación”. Me llevaron con ellos, llegamos a su casa y la encontré en el estado que me habían descrito. A-l verme exhaló un sollozo profundo y yo creí que había muerto. La abracé durante largo rato. El hasimí me dijo: “¡Cógela!” Contesté: “¡Sí! Pero, conforme me prometiste, concédele la libertad y cásame con ella”. Así lo hizo. Nos regaló objetos preciosos, muchísimos vestidos, tapices y quinientos dinares. Dijo: “Ésta es la suma que os asigno mensualmente con la condición de que seáis mis contertulios y pueda oír cantar a la muchacha”. Después ordenó que nos preparasen una casa y mandó trasladar a ella cuanto necesitábamos. Al llegar vi que había sido recubierta de tapices y alfombras. Conduje allí a la muchacha y me marché a ver al tendero. Le referí todo lo que me había sucedido y le rogué que me permitiese repudiar a su hija, sin atribuirme la culpa. Le devolví la dote y todo lo que me había dado.
»Viví durante dos años con el hasimí. Me hice dueño de grandes riquezas y volví a recuperar la posición que había tenido en Bagdad. Dios, el Generoso, nos evitó las preocupaciones, nos colmó con toda suerte de bienes y puso, como meta de nuestra paciencia, la consecución de nuestro deseo. ¡Loado sea en ésta y en la otra vida!
»Dios es más sabio.»