—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa] se volvió a la princesa y le dijo: «¡Miryam! Sabe que tu padre, el rey de Francia, me ha escrito acerca de ti, ¿qué tienes que decir?» «¡Califa de Dios en la tierra, mantenedor de la azuna y de los preceptos de su Profeta! ¡Concédate Dios eterna prosperidad y guárdete de todo mal y daño! Tú eres el Califa de Dios en la tierra y yo he aceptado vuestra religión, ya que ésta es la verdadera, la cierta; he abandonado el credo de los infieles que mienten sobre el Mesías y creo en Dios, el Generoso; admito la revelación de su misericordioso enviado, adoro a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) y le tengo por único Dios; me prosterno, humildemente, ante él y le glorifico. Digo, ante el Califa, que atestiguo que no hay dios sino el Dios y doy fe de que Mahoma es el enviado de Dios, el Cual lo mandó con la buena dirección y la religión verdadera para que se hiciera patente sobre todas las religiones por más que pese a los politeístas[268]. ¿Está en tu poder, Emir de los creyentes, acceder a la carta del rey de los infieles y devolverme al país de los incrédulos que asocian dioses al Rey omnisciente, tienen en gran estima a la cruz, adoran los ídolos y creen que Jesús es Dios a pesar de ser una criatura? ¡Califa de Dios! Si haces esto conmigo, el día del Juicio ante Dios me agarraré a los faldones de tu traje y me querellaré contra ti delante de tu primo, el Enviado de Dios, al que Éste bendiga y salve; en ese día las riquezas y los hijos no serán de provecho sino para quien a Dios se acerque con un corazón limpio[269].» El Emir de los creyentes contestó: «¡Miryam! ¡Dios me guardará siempre de hacer tal cosa! ¿Cómo he de entregar yo a una mujer musulmana, que cree en la unicidad de Dios y en su Enviado, a quienes niegan a Dios y a su Enviado?» Miryam dijo: «Atestiguo que no hay dios, sino el Dios; doy fe de que Mahoma es el Enviado de Dios». «¡Que Dios te bendiga, Miryam, y mejore tu fe en el Islam! Como eres musulmana y profesas la unicidad de Dios tienes derechos sobre nosotros a los que no faltaré jamás, aunque para ello tenga que cubrir la tierra de perlas de oro; tranquilízate, regocija tus ojos, respira tranquilamente, pues sólo te han de ocurrir cosas buenas. ¿Estás conforme en que este muchacho, Alí el cairota, sea tu esposo y tú su esposa?» «¡Emir de los creyentes! ¿Cómo no lo he de aceptar por esposo si él me compró con sus riquezas, me ha hecho innumerables favores y ha expuesto su vida, por culpa mía, muchísimas veces?» Nuestro señor, el Emir de los creyentes, la casó con él, le dio la dote y mandó llamar al cadí, a los testigos y a los grandes del imperio para que asistiesen a la redacción del contrato matrimonial. Aquél fue un día señalado. Después, el Emir de los creyentes, se volvió hacia el visir del rey de los cristianos que estaba allí presente y le dijo: «¿Has oído sus palabras? ¿Cómo he de devolverla a su padre, infiel, si ella es musulmana y cree en la unidad de Dios? Él le causaría daño y se enfadaría con ella y muy especialmente por haberle matado a sus hijos, ¿puedo yo cargar con tal culpa para el Día del Juicio? Dios (¡ensalzado sea!) ha dicho: “Dios no ha concedido medio a los incrédulos para molestar a los creyentes”[270]. Vuelve junto a tu rey y dile: “Desiste de este asunto y no lo pretendas”». El visir, que era estúpido, contestó al Califa: «¡Juro por el Mesías y la Religión verdadera que no me es posible regresar sin Miryam, aunque ella sea musulmana! Si volviese junto a su padre sin ella, me mataría». El Califa chilló: «¡Coged a este maldito! ¡Matadlo!», y recitó este verso:

Esta es la recompensa de quien se rebela contra su superior y me desobedece.

A continuación mandó que cortasen el cuello al maldito visir y que lo quemasen. Pero la señora Miryam intervino: «¡Emir de los creyentes! No ensucies tu espada con la sangre de este maldito». Ella desenvainó la suya, le cortó el cuello y la cabeza saltó separada del cuerpo y fue a parar a la morada de la perdición; su refugio fue el infierno ¡y qué pésima morada es! El Califa quedó admirado de la robustez de su brazo y de la firmeza de su ánimo. Después regaló a Nur al-Din un precioso traje de Corte; asignó a los dos esposos una habitación en palacio y les concedió rentas, posesiones y fincas mandando que les entregasen cuantos trajes, tapices y vasos preciosos pudieran necesitar.

Vivieron en Bagdad durante cierto tiempo la más feliz y tranquila de las vidas. Después Nur al-Din deseó ver a su madre y a su padre. Se lo expuso al Califa y le pidió permiso para regresar a su país y hacer una visita a sus parientes. El Califa mandó llamar a Miryam; ésta se presentó ante él y el soberano le autorizó a marcharse haciéndole grandes regalos y presentes de valor. Recomendó cada uno de los esposos al otro y luego mandó escribir a los príncipes, a los ulemas de El Cairo, la bien guardada, recomendándoles a Nur al-Din, sus padres y su esposa para que los tratasen con los máximos respetos.

Cuando llegó a Egipto la noticia del regreso de Nur al-Din y se enteró de ello el comerciante Tach al-Din, padre de aquél, se alegró mucho y lo mismo sucedió a su madre. Los magnates, los príncipes y los grandes del reino salieron a recibir a Nur al-Din a causa de la recomendación del Califa. El día de su llegada fue un día solemne, estupendo, maravilloso, en el cual el amante se encontró unido a la amada y en el que el solicitante obtuvo lo que deseaba. En cada uno de los días siguientes se dio un banquete en casa de un Emir, la alegría fue creciendo y trataron a los dos jóvenes con honores siempre crecientes. Cuando Nur al-Din se reunió con su padre y su madre todos se alegraron muchísimo cesando la pena y la angustia. Del mismo modo se alegraron de recibir a la señora Miryam, la trataron con el máximo respeto y le hicieron regalos y presentes todos los emires y grandes comerciantes; cada día tenían una nueva satisfacción y experimentaban una alegría más grande que la de los días festivos.

Siguieron viviendo en la alegría, en medio de dulzuras y con el máximo bienestar comiendo y bebiendo y disfrutando durante un lapso de tiempo, hasta que les alcanzó el destructor de las delicias, el separador de los amigos, el que arruina casas y palacios y puebla el vientre de las tumbas. Abandonaron la vida, pasaron al mundo de los difuntos y se contaron en el número de los muertos. ¡Gloria a Dios, el Viviente, el que nunca muere! En su mano están las llaves del poder y del imperio.