SE cuenta que en lo antiguo del tiempo, en lo más remoto de las épocas y siglos pasados, vivió un comerciante egipcio llamado Tach al-Din. Era uno de los mayores traficantes y de los más fieles sindicados. Le gustaba visitar todos los países y tenía tendencia a recorrer campiñas, desiertos, llanuras, lugares abruptos e islas del mar en busca de dirhemes y dinares. Tenía esclavos y mamelucos, criados y esclavas. Había pasado peligros y afrontado calamidades capaces de hacer encanecer a los niños pequeños. Era el comerciante más rico de su tiempo, el que mejor hablaba; poseía caballos, mulos, camellos, dromedarios, sacos grandes y medianos; mercancías y riquezas; telas sin par; tejidos de Homs, vestidos de Baalbek, piezas de raso, trajes de Merw, confecciones indias, botones de Bagdad, albornoces magrebíes, así como mamelucos turcos, criados abisinios, esclavas romanas y pajes egipcios. Los trapos que tapaban sus fardos eran de seda, pues poseía enormes riquezas. Era muy hermoso, de buenos andares, llamaba la atención tal y como dijo de él uno de sus descriptores:
He visto un comerciante entre cuyos admiradores ardía la guerra.
Preguntó: «¿Por qué arma la gente ese alboroto?» Contesté: «Por tus ojos, comerciante».
Otro, que hizo una magnífica descripción, dijo en este sentido:
Un comerciante nos ha visitado de buen talante; el corazón queda perplejo ante sus miradas.
Me dijo: «¿Qué es lo que te ha aturdido?» Respondí: «Tus ojos, comerciante».
Aquel mercader tenía un hijo varón que se llamaba Nur al-Din. Éste parecía ser la luna cuando brilla en la noche de su plenilunio: era de extraordinaria belleza y hermosura, gracioso talle y de armónicas proporciones. Cierto día el muchacho se sentó, como tenía por costumbre, en la tienda del padre para vender y comprar, tomar y dar. Los hijos de los demás comerciantes lo rodeaban y él, entre ellos, parecía ser la luna cuando brilla entre las estrellas: frente clara, mejillas sonrosadas, bozo oscuro y cuerpo como el mármol. Tal como dijo de él el poeta:
Un hermoso joven me ha dicho: «Descríbeme; tú eres experto en las descripciones».
Respondí brevemente: «Todo lo que hay en ti es hermoso».
O bien como dijo uno de sus descriptores:
Tiene un lunar en la superficie de la mejilla que parece ser un punto de ámbar en una superficie de mármol.
Sus miradas son espadas que gritan, al acometer al que desobedece en amor: «¡Dios es grande!»
Los hijos de los comerciantes lo invitaron diciendo: «Señor mío Nur al-Din. Nos gustaría que hoy nos acompañases a visitar tal jardín». Les contestó: «Esperad a que pida consejo a mi padre. Yo no puedo marcharme sin su consentimiento». Mientras hablaban así llegó su padre, Tach al-Din. El muchacho lo miró y le dijo: «¡Padre mío! Los hijos de los comerciantes me invitan para que los acompañe a visitar tal jardín ¿me lo permites?» «Sí, hijo mío.» Le dio algún dinero y le dijo: «Ve con ellos». Los hijos de los comerciantes montaron en asnos y mulos. Nur al-Din subió a una mula y los acompañó a un jardín en el que había cuanto podía apetecer al ánimo y distraer la vista. Estaba sólidamente construido, los muros eran altos y tenía una entrada de bóveda de cañón que parecía un salón; una puerta celeste que asemejaba a las del paraíso. El portero se llamaba Ridwán y encima había cien parras de uva de todos los colores: rojas como el coral; negras como las narices de los sudaneses, blancas como huevos de paloma. Había además ciruelas, granadas, peras, albaricoques y manzanas de todas las clases sueltas o aisladas…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [había frutas]… tal y como dijo el poeta:
Uva cuyo gusto es el mismo del vino; el color negro es como el del cuervo.
Aparece entre las hojas y la ves como si fuese las puntas de los dedos de las mujeres, libres de alheña.
O como dijo también un poeta:
Racimos que cuelgan de una rama y que se asemejan a mi cuerpo extenuado.
Se parecen a la miel y al agua en un ánfora; tras haber sido ácido se transforma en vino.
Después se dirigieron hacia las parras del jardín: descubrieron a Ridwán, el portero, que estaba sentado debajo de su sombra. Parecía ser el Ridwán que guarda el paraíso. En la puerta de entrada de la pérgola vieron escritos este par de versos:
¡Riegue Dios un jardín del que cuelgan los racimos cuyo jugo abundante hace que se inclinen las ramas!
Cuando el soplo del céfiro las hace bailar la lluvia las cuaja de perlas.
En el interior de la pérgola vieron escritos este par de versos:
¡Amigo! Entra con nosotros en un jardín que aleja las penas del corazón.
El céfiro tropieza con su propio faldón y la flor sonríe en el cáliz.
En aquel jardín había árboles frutales de distintas especies, pájaros de todas clases y colores tales como palomas, ruiseñores, chorlitos, tórtolas y pichones que cantaban en sus ramas; ríos que llevaban agua corriente y en cuyas orillas crecían flores y frutos sabrosos. Tal y como de ellos dijo el poeta en este par de versos:
El céfiro corre entre las ramas que se asemejan a una hermosa que tropieza con sus magníficas ropas.
Sus riachuelos parecen espadas en el momento en que la mano de los caballeros las sacan de la vaina.
O como ha dicho otro poeta:
El río avanza hacia las ramas y refleja el cuerpo de éstas en su corazón.
Hasta el punto de que el céfiro, cuando se da cuenta, tiene celos, corre hacia ellas y las aparta de su lado.
Los árboles del jardín tenían dos especies de cada fruto; entre ellos había granadas que parecían pelotas de plata. Tal y como dijo, acertadamente, el poeta:
Granadas de piel tersa que parecen senos vírgenes cuando aparece el varón;
Si las pelo aparecen granos como rubíes ante los que queda absorta la mente.
Y como dijo el poeta:
Redondo, muestra, a quien lo busca, un interior de rubíes rojos escondidos en un magnífico envoltorio.
Es una granada; cuando la miras parece ser un seno virgen o una cúpula de mármol.
Guarda en sí la curación y la salud del enfermo y sobre ella existe una tradición del Profeta puro.
Acerca de ella ha dicho Dios: «¡Grande es su Majestad!» Unas palabras certeras que figuran en el libro escrito[263].
Había en aquel jardín unas manzanas azucaradas y almizcladas que dejaban perplejo a quien las miraba. Tal como dijo el poeta:
Una manzana que tiene dos colores a la vez: los de las mejillas del amado y del amante están juntas.
Brillan en la rama como los dos extremos de un prodigio: una oscura y la otra resplandeciente.
Ambas se abrazan: al aparecer el censor una se sonroja de vergüenza y la otra palidece de pasión.
En aquel jardín había melocotones almendrados y alcanforados, unos de Chilán y otros de Antab. Tal como dijo el poeta:
El melocotón almendrado parece un amante al que la llegada del amado haya dejado perplejo.
Lo que en sí encierra basta para describir al amante, pálido exteriormente y despedazado por dentro.
Otro poeta ha dicho muy bien:
Mira el melocotón: en sus flores hay jardines cuyo resplandor recrea la pupila.
Cuando brotan las flores parecen estrellas. La rama brilla con ellas entre las hojas.
En el mismo jardín había albaricoques, cerezas y uvas capaces de curar al enfermo de todos sus males; los higos de color entre rojo y verde, colgaban de las ramas de tal modo que la vista y el entendimiento quedaban estupefactos. Tal y como dijo el poeta:
Los higos que muestran rojo y verde entre las hojas del árbol parecen ser
Muchachos griegos plantados en lo alto del castillo que, caídas las tinieblas, montan la guardia.
¡Qué bien dijo otro!:
¡Bien venidos los higos alineados en la bandeja!
Parecen una mesa doblada que queda cerrada sin anillo.
¡Qué bien dijo otro!:
¡Dame un higo de buen sabor y bien vestido! Su aspecto externo da noticia del interior.
Cuando lo pruebas da aroma de camomila y gusto de azúcar.
Si los colocas en el plato parecen ser bolas hechas de seda verde.
¡Qué bien dijo otro!:
Cuando ya me había acostumbrado a comer higos prescindiendo de los demás frutos me preguntaron:
«¿Por qué prefieres los higos?» Les contesté: «Unos prefieren los higos y otros el sicómoro».
¡Qué bien dijo otro!:
Los higos me gustan más que los restantes frutos cuando, maduros ya, se pliegan a la rama.
Parece que sea un asceta que, cuando la nube derrama la lluvia, deja escapar lágrimas por temor de Dios.
En aquel jardín había peras del Sinaí, de Alepo y de Grecia, formando grupos o aisladas…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [había peras] cuyos colores, que iban del amarillo al verde, dejaban admirados a cuantos los veían. Tal y como dijo el poeta:
Que te sienten bien las peras cuyo color es el de un amante muy pálido.
Parecen ser vírgenes que están en su habitación y se han cubierto con el velo.
Había en aquel jardín ciruelas sultaníes con colores distintos que iban desde el amarillo al rojo. Tal y como dijo el poeta:
Las ciruelas que están en el jardín y que se han recubierto con sangre de dragón parecen ser
Avellanas de oro amarillo cuya superficie se hubiese recubierto con sangre.
Había en aquel jardín almendras verdes muy dulces que parecían ser meollo de palma; su carne estaba recubierta por tres membranas que constituían una de las obras del Rey Generoso, tal y como dijo el poeta:
Tres membranas sobre la carne fresca; por obra del Señor tienen distinta forma.
Noche y día amenaza la muerte sin que el prisionero tenga la menor culpa.
¡Qué bien dijo otro!:
¿Es que no ves la almendra cuando la arranca la mano del recolector de la rama?
Las cáscaras nos muestran el corazón; parece una perla en el interior de la concha.
¡Qué bien dijo otro!:
¡Qué hermosura de almendra verde más pequeña que el contenido de la mano!
Parece como si sus pelillos fuesen el bozo que nace en el rostro del adolescente.
Su cauce, amigo mío, es doble o sencillo
Como si fuesen perlas escondidas en el interior de una esmeralda.
¡Qué bien dijo otro!:
Mis ojos no han visto jamás nada tan hermoso como la almendra cuando aparecen sus flores.
La cabeza se enciende de cabellos grises mientras se vuelve verde el bozo.
En aquel jardín había frutos de loto de múltiples colores formando grupo o bien separados. Uno de sus descriptores dijo estos versos:
Observa el loto, que se alinea en las ramas; parece ser magníficos melocotones que brillan en el árbol.
Su color amarillo parece, ante los ojos de quien los mira, campanillas que se hayan teñido de rojo.
¡Qué bien dijo otro!:
El árbol de loto presenta cada día más encantos.
Como si sus flores, los lotos, cuando se muestran ante los ojos,
Fuesen campanillas de oro colgadas de las ramas.
En aquel jardín también había naranjos parecidos al jalanch, tal y como dijo el poeta enamorado:
Fruto encarnado, del tamaño de una mano, que por fuera parece de fuego y por dentro de nieve.
Lo curioso es que la nieve no se funda con tanto fuego y que el fuego carezca de llamas.
¡Qué bien dijo otro!:
Cuando se mira fijamente a los naranjales, parece que sus frutos sean
Mejillas de mujer, cubiertas de galas en día de fiesta y vestidas de seda.
¡Qué bien dijo otro!:
Cuando sopla la brisa en las colinas de naranjales y sus ramas se balancean parecen
Mejillas hermosísimas a cuyo encuentro salen, en el momento del saludo, otras mejillas.
¡Qué bien dijo otro!:
Era una gacela. Le dijimos: «Descríbenos este jardín y sus naranjales».
Me contestó: «Vuestro jardín es como mi rostro; quien recoge naranjas cosecha fuego».
Tenía aquel jardín unas toronjas del mismo color amarillo; estaban colocadas en lo alto y pendían de las ramas como si fuesen barras de oro. Acerca de ellas dijo el poeta apasionado:
¿No ves la rama con las toronjas en flor? Inclinándose por el peso hace temer su fin.
Cuando sopla el céfiro parece como si la rama agitase varitas de oro.
También tenía aquel jardín limones grandes que colgaban de las ramas como si fuesen pechos de mujeres vírgenes, bellas cual gacelas; eran muy apetitosos. ¡Qué bien dijo el poeta!:
¡Cuántos limones he visto en las ramas del jardín, que parecen el talle de una persona!
Cuando el viento los curva se inclinan como pelota de oro en pala de esmeralda.
También tenía aquel jardín limones de aroma penetrante que parecían huevos de gallina; su color amarillo constituía el adorno de las cosechas y su olor placía al cosechero tal y como dijo uno de sus descriptores:
¿No ves el limón, que cuando se muestra, conquista la vista con su brillo?
Parecen huevos de gallina a los que una mano haya recubierto de azafrán.
En aquel jardín había toda clase de frutos; arrayanes y plantas; flores como el jazmín, la alheña, la pimienta, espigas ambarinas, rosas de toda clase, zaragatona, mirto y toda clase de flores; aquel jardín no tenía igual y parecía un trozo del paraíso. Si entraba en él un enfermo salía de allí como un león furioso; no había lengua capaz de describirlo dados los muchos prodigios y maravillas que contenía y que sólo se encuentran en el Edén. ¿Y cómo no iba a ser así si su portero se llamaba Ridwán? Pero, entre los dos sitios hay diferencia.
Los hijos de los comerciantes recorrieron el jardín y después se sentaron debajo de uno de sus pabellones y colocaron a Nur al-Din en el centro…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [colocaron a Nur al-Din en el centro] encima de un tapete de cuero bordado en oro y colocado encima de un cojín relleno de plumas de avestruz, redondo, cubierto de armiño. Le ofrecieron un abanico de plumas de avestruz en que estaban escritos este par de versos:
Un abanico de olor perfumado recuerda la época feliz
Y en cada momento lleva su aroma al rostro de un muchacho libre y generoso.
Aquellos muchachos se quitaron los turbantes y los vestidos y se sentaron a hablar, a entretenerse y a decirse palabras amables. Todos contemplaban a Nur al-Din y examinaban su belleza y hermosura. Al cabo de un rato de estar tranquilos, apareció un criado llevando en la cabeza una mesa de comida que contenía platos de porcelana china y de cristal. Y esto porque uno de los hijos de los comerciantes lo había pedido a sus familiares antes de marcharse al jardín. La mesa contenía toda clase de animales que andan, vuelan o nadan en los mares, tales como perdices y codornices, pichones, corderos y peces finos. Colocó la mesa ante ellos, se acercaron y comieron según el apetito que tenían. Al terminar retiraron la mesa, se lavaron las manos con agua pura y jabón almizclado. Después secaron sus manos con toallas tejidas con seda y lino. A Nur al-Din le ofrecieron una toalla bordada con oro rojo. Se secó las manos. Sirvieron el café y cada uno de ellos bebió el que le apetecía. A continuación se sentaron para hablar. Entonces el jardinero se alejó para regresar con un cesto lleno de rosas. Preguntó: «¡Señores míos! ¿Qué decís de estas flores?». Uno de los muchachos replicó: «No hay inconveniente en aceptarlas; en especial las rosas no serán rechazadas». «Sí; pero tenemos por costumbre el no dar las rosas más que a cambio de una tertulia. Quien quiera cogerlas debe recitar algún verso que corresponda al momento presente.» Los hijos de los comerciantes eran diez. Uno de ellos dijo: «Dámelas y te recitaré lo que hace al caso». El jardinero le entregó un ramillete de rosas. Lo cogió y recitó estos versos:
Aprecio la rosa, pues no cansa.
Todas las flores forman un ejército del que ella es el comandante en jefe.
Cuando se ausenta todas se enorgullecen y discuten; pero cuando vuelve, se humillan.
Entregó un ramillete de rosas al segundo; éste las cogió y recitó este par de versos:
¡Señor mío! Toma una rosa cuyo olor te recuerda el almizcle.
Parece una esbelta muchacha que se ha cubierto la cabeza con sus pétalos porque la veía el amante.
Entregó un ramillete de rosas al tercero; éste las cogió y recitó este par de versos:
¡Preciosa rosa que alegra el corazón de quien la ve! Su olor parece el del ámbar gris.
El talle la ha abrazado cariñosamente con sus propias hojas del mismo modo que quien presta su boca al beso.
Entregó un ramillete de rosas al cuarto; éste las cogió y recitó este par de versos:
¿No ves el rosal que muestra maravillas engarzadas en sus ramas?
Parecen jacintos que cercan las esmeraldas que contienen incrustaciones de oro.
Entregó un ramillete de rosas al quinto; éste lo cogió y recitó este par de versos:
Las soportan tallos de esmeralda cuyos frutos son lingotes de oro puro.
La gota que cae encima de sus pétalos parece ser una lágrima vertida por los párpados.
Entregó un ramillete de rosas al sexto; éste lo cogió y recitó este par de versos:
¡Rosa! ¡Reúnes en ti prodigiosa belleza! Dios ha depositado en ti sutiles secretos.
Parece ser la mejilla del amado a la que, el amante, en el momento de la unión, ha punteado con un dinar.
Entregó un ramillete al séptimo; éste lo cogió y recitó este par de versos:
Dije a la rosa: «Tus espinas hieren instantáneamente a todo aquel que te acaricia».
Me contestó: «Todas las flores constituyen mi ejército. Yo soy su jefe y la espina mi arma».
Entregó un ramillete de rosas al octavo; éste lo cogió y recitó este par de versos:
¡Guarde Dios la rosa amarilla fresca y resplandeciente como el oro,
Y la bella rama en la que ha florecido y que soporta pequeños soles!
Entregó un ramillete de rosas al noveno; éste lo cogió y recitó este par de versos:
Los arbustos de rosas amarillas renuevan la pasión en el corazón del enamorado.
¡Prodigio es que el rosal, regado con agua como la plata, dé frutos de oro!
Entregó un ramillete de rosas al décimo; éste lo cogió y recitó este par de versos:
¿No ves el ejército de las rosas que resplandece, amarillo y rojo, en el avance?
Las rosas con sus espinas parecen flechas de esmeralda tras un escudo de oro.
Cuando les hubo distribuido las rosas, el jardinero les presentó el servicio del vino. Colocó ante ellos una jarra de porcelana con dibujos de oro rojo y recitó este par de versos:
La aurora anuncia la luz, escancia el vino viejo que hace del cuerdo un loco.
No sé, tal es su transparencia, si está dentro de la copa o la copa está dentro de él.
El jardinero llenó la copa, bebió y así fue girando en ruedo hasta llegar a Nur al-Din, hijo del comerciante Tach al-Din. El jardinero llenó la copa y se la entregó. El muchacho le dijo: «Sabe que ignoro lo que es eso y que no he bebido jamás, ya que el hacerlo constituye un gran pecado y está prohibido en el libro del Señor Todopoderoso». El jardinero replicó: «¡Señor mío, Nur al-Din! Si te abstienes de beberlo por el mero hecho de que es pecado, debes recordar que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!), es generoso, clemente, indulgente y misericordioso; que perdona las mayores faltas y que su indulgencia abarca todas las cosas. ¡Él tenga piedad del poeta que dijo!:
Sé como quieras ser, pues Dios es generoso; no hay ningún mal en que cometas pecados
Excepción hecha de dos: el asociar a Dios otros dioses y el causar daño al prójimo».
Uno de los hijos de los comerciantes dijo: «¡Te conjuro, por mi vida, señor mío Nur al-Din, a que bebas esta copa!» Otro lo invitó jurando que repudiaría a su mujer y otro se le plantó delante. Nur al-Din se avergonzó, cogió la copa que le ofrecía el jardinero y tomó un sorbo que escupió en seguida diciendo: «¡Es amargo!» El jardinero le replicó: «¡Señor mío Nur al-Din! Si no fuese amargo no tendría estas virtudes; ¿es que no sabes que si se toma una cosa dulce, por vía de medicina, parece ser que es amarga? Este vino tiene muchas propiedades y entre ellas se cuentan: el que hace digerir bien, disipa la pena y la congoja, suprime los vientos, limpia la sangre, purifica el color, vigoriza el cuerpo, del cobarde hace un valiente y acrece el apetito sexual del hombre; ¡qué largo sería si tuviésemos que citar todas sus virtudes! Un poeta ha dicho:
Hemos bebido y el perdón de Dios nos llega por todas partes; he curado mis dolencias sorbiendo de la copa.
Sé el pecado que es y sólo me ha extraviado las palabras de Dios: “En él hay ventajas para los hombres[264]”».
En aquel mismo momento el jardinero se puso de pie, abrió una de las habitaciones del pabellón, sacó un pan de azúcar refinado, partió un buen pedazo y lo colocó en la copa de Nur al-Din. Le dijo: «¡Señor mío! Temías beber el vino por lo amargo que estaba, pero puedes beberlo ahora pues está dulce». El muchacho cogió la copa y la vació; se la llenó de nuevo uno de los hijos de los comerciantes y le dijo: «¡Señor mío Nur al-Din! Soy tu esclavo». Otro le dijo: «Y yo soy tu criado». El tercero le dijo: «Bébela en mi honor». El cuarto exclamó: «¡Te conjuro por Dios, señor Nur al-Din! ¡Bebe a mi salud!» Los restantes obraron de modo parecido con el joven y así le hicieron beber diez copas; una por cada uno de ellos. El vientre de Nur al-Din estaba virgen de vino, no lo había bebido jamás hasta entonces, razón por la cual sus vapores se le subieron a la cabeza y se emborrachó de mala manera. Se puso de pie, pero tenía la lengua pesada y apenas podía articular una palabra. Dijo: «¡Compañeros! ¡Por Dios! Sois hermosos y vuestras palabras son hermosas. Pero es necesario complacer al oído pues beber sin satisfacer a ese sentido carece de razón tal y como dijo el poeta en este par de versos:
Haz girar la copa entre grandes y pequeños y cógela de la mano de la luna resplandeciente.
No bebas sin música, pues he visto que hasta los caballos beben al son del pífano».
Entonces, se incorporó el dueño del jardín, montó en una de las muías que pertenecían a los hijos de los comerciantes y se marchó. Regresó acompañado por una muchacha egipcia que parecía ser una áloe fresca, pura plata o un dinar que estuviese en una vasija o una gacela en la campiña; su rastro avergonzaba al del sol de la mañana; tenía ojos encantadores y unas cejas que parecían arcos curvados; mejillas sonrosadas, dientes como perlas, labios de azúcar, ojos lánguidos, senos ebúrneos, vientre sutil con pliegues recónditos, nalgas como cojines rellenos; dos muslos que parecían columnas sirias y entre ellos había una bolsita dentro de un envoltorio de tela. Tal y como dijo el poeta en estos versos:
Si ella se presentase a los idólatras, tomarían su rostro como Dios y prescindirían de los ídolos.
Si ella se mostrase, en Oriente, a un monje, éste dejaría de dirigirse a Oriente para volverse hacia Occidente.
Si escupiese en el mar, y eso que el mar es amargo, sus aguas se volverían dulces gracias a su saliva.
Otro recitó estos versos:
Más brillante que la luna, con ojos negros, se ha mostrado como una gacela dispuesta a cazar cachorros de león.
La noche de sus trenzas la ha levantado una casa de cabellos que no necesita pivotes para cerrarse.
El fuego de la rosa de sus mejillas sólo se alimenta de corazones derretidos y de entrañas.
Si la viesen las hermosas de la época se pondrían en pie y dirían: «¡La palma corresponde a la que viene!»
¡Qué bien ha dicho un poeta!:
Tres cosas la impiden venir a visitarnos por temor del espía y el miedo del envidioso enfadado:
La luz de su frente, el tintineo de las joyas y el perfume de ámbar que exhalan sus miembros.
Puede tapar la frente con la manga y quitarse las joyas pero ¿cómo podrá suprimir su fragancia?
Esa muchacha era como la luna cuando aparece en la catorceava noche; llevaba puesta una túnica azul; un velo verde cubría su radiante frente, dejaba aturdido el entendimiento y perplejos a aquellos que piensan.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el jardinero condujo a la adolescente que hemos descrito y que era extraordinariamente bella y hermosa, de esbelta estatura y bien proporcionada. Tal y como aludió el poeta:
Se ha presentado vestida de azul lapislázuli, color del cielo
En esos vestidos he reconocido la luna de verano en las noches de invierno.
¡Qué bien dijo otro poeta!:
Llegó velada y le dije: «Descubre tu rostro, luna resplandeciente y brillante».
Replicó: «Temo deshonrarme». Le dije: «¡Habla poco! ¡Que el transcurso de los días no te asuste!»
Levantó, de encima de sus mejillas, el velo de la hermosura y el cristal caía sobre la perla.
De tanto como la quería me decidí a matarla con el fin de que fuese mi acreedor en el día de la resurrección.
Y que fuésemos, el día del juicio, los primeros amantes que se querellasen ante el sumo Señor.
Para poder decir: «¡Prolonga nuestro juicio y así seguiré gozando de la visión de la amada!»
El joven dueño del jardín dijo a la adolescente: «Sabe, señora de las bellas y de todos los astros que brillan, que te hemos traído a este lugar para que entretengas a este hermoso muchacho, nuestro señor Nur al-Din, pues jamás, hasta hoy, ha venido a nuestra casa». Le replicó: «Si me lo hubieses dicho hubiera traído todo lo que poseo». «¡Señora mía! ¡Voy a buscártelo y regreso!» «¡Haz lo que bien te parezca!» «¡Dame una señal!» La muchacha le entregó un pañuelo. Entonces se marchó en seguida, estuvo ausente una hora y regresó con una bolsa de seda de raso verde con dos lazos de oro. La adolescente lo cogió, lo desató y la vació: salieron treinta y dos pedazos de madera; montó unos encima de otros: macho sobre hembra y hembra sobre macho; se descubrió las muñecas, los montó y construyó un magnífico laúd liso de tipo indio. Se inclinó sobre él como la madre se dobla sobre el hijo y le pulsó con las yemas de sus dedos. El laúd resonó y gimió por las antiguas moradas recordando las aguas que las habían regado, la tierra en que había germinado y crecido, los leñadores que lo habían cortado, los barnizadores que lo habían preparado, los comerciantes que lo habían exportado y los buques que lo habían transportado. Chilló, gritó y gimió como si la muchacha le hubiese preguntado todo eso y él contestase, de acuerdo con las circunstancias, recitando los siguientes versos:
Era un tronco que servía de refugio a los ruiseñores; tenía afición por ellos y mi rama era verde.
Cantaban en mi copa y yo comprendía sus trinos, pero éstos fueron causa de que mi secreto fuese conocido.
Sin culpa alguna por mi parte, el leñador me derribó al suelo y me transformó como me ves, en un madero delgado.
Por las pulsaciones que yo soporto dicen que soy una víctima paciente entre las criaturas.
Por esto todo comensal que oye mi canto se embelesa y embriaga.
El Señor ha hecho que sus corazones tengan compasión de mí y, por encima de todos los pechos, paso yo.
Las más hermosas abrazan mi talle y lo mismo hace la gacela flexible con mirada de hurí.
¡Que Dios no separe de nosotros a los enamorados! ¡Que no exista ningún amado que se separe y se aleje!
La adolescente calló un momento. Después apoyó el laúd contra su seno como la madre que se reclina sobre su hijo y tocó una serie de tonadas para volver a recoger la primera y cantar estos versos:
Si ellos volviesen hacia el enamorado o le visitasen, pronto quedaría libre de sus graves preocupaciones.
¡Cuántos ruiseñores cantan sobre las ramas como si fuesen enamorados que están lejos de la morada!
¡Levántate! ¡Despierta! Las noches de la unión están iluminadas por la luna; parece que sean auroras por la alegría que dan.
Hoy no se fijan en nosotros los envidiosos y las cuerdas nos invitan al placer.
¿No ves las cuatro delicias que hoy se han reunido? ¿El mirto y la rosa; el alelí y la anémona?
Hoy se han juntado cuatro cosas bajo la mirada: el amante, el amigo, la bebida y el dinar.
Disfruta, según tu destino, en este mundo pues sus dulzuras son perecederas y sólo quedan tradiciones y relatos.
Nur al-Din al oír estos versos de la adolescente la miró con ojos de amante y de tanta pasión como sentía apenas pudo contenerse. La muchacha se encontraba en idénticas circunstancias, pues después de haber examinado a todos los hijos de los comerciantes allí reunidos y a Nur al-Din, había visto que éste era como una luna entre las estrellas; que tenía dulces palabras, coqueto, de esbelto talle, resplandeciente, hermoso, más ligero que el céfiro, más suave que el Tasnim[265]. Tal y como se dice en estos versos:
Juro por sus mejillas, por el nombre de su boca por las flechas que dispara con sus gracias.
Por la delicadeza de su cuello, por los dardos de su mirada, por la nitidez de su frente, por lo negro de sus cabellos.
Por los escorpiones que avanzan por sus aladares y que se apresuran a matar al amado con su desvío.
Por la rosa de sus mejillas y el mirto de su bozo, por el coral de su sonrisa y las perlas de su boca.
Por la rama esbelta de su cintura adornada con frutos de granada que adornan el pecho.
Por sus nalgas tiernas cuando se mueve o está en reposo, por lo estrecho de su talle,
Por la seda que viste, por su propia ligereza, por toda la belleza que contiene su ser.
Juro por el aroma de almizcle que exhala su aliento y la brisa que lo difunde por doquier.
El sol resplandeciente vale menos que ella y la luna en creciente es sólo un recorte de su uña.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nur al-Din, al oír las palabras y los versos de esa adolescente, quedó admirado de lo hermosos que eran. La embriaguez le venció y empezó a alabarla diciendo:
La tocadora de laúd se inclinó hacia nosotros, dada la embriaguez del vino.
Las cuerdas dijeron: «¡Dios nos ha concedido el don de la palabra!»
Apenas acabó Nur al-Din de pronunciar estas palabras y de recitar esta composición, la adolescente clavó en él una mirada amorosa que aumentó el amor y la pasión que el joven sentía. La muchacha estaba admirada de la belleza, hermosura, esbeltez de talle y bellas proporciones de Nur al-Din. No pudiéndose contener se abrazó por segunda vez al laúd y recitó estos versos:
Me censuran porque le miro, pero él me rehúye a pesar de que mi alma está en sus manos.
Me aleja cuando sabe que está en mi corazón: parece como si Dios se lo hubiese revelado.
He dibujado su imagen en la palma de mi mano y he dicho a mis ojos: «¡Llorad encima!»
Mis ojos jamás vieron uno igual y mi corazón, a su lado, no sabe tener paciencia.
¡Corazón! Te arrancaré de mi pecho, pues tú eres uno de quienes me lo envidian.
Si digo: «¡Corazón! ¡Ten paciencia!», mi corazón sigue inclinándose por él.
Cuando la joven terminó de recitar estos versos, Nur al-Din estaba impresionado por la hermosura de la composición, la elocuencia de sus palabras, la elegancia de su dicción y la facundia de su lengua. La pasión, desvarío y amor le hicieron perder la razón; fue incapaz de esperar ni un instante, se inclinó hacia ella y la estrechó contra su pecho. La joven se pegó a él y se le entregó por completo besándole entre los ojos; él la besó en la boca y, después de estrecharla por la cintura, empezó a jugar con ella, besándola, como si fuesen un par de palomos que se dan el pico; la muchacha le correspondía del mismo modo. Los allí reunidos, sintiéndose incómodos, se pusieron de pie. Nur al-Din se avergonzó y retiró de ella las manos. La muchacha, entonces, tomó el laúd, tocó numerosas melodías y, volviendo a la primera, recitó estos versos:
Es una luna que, cuando se inclina, desenvaina de sus párpados la afilada espada y cuando mira toma a burla la gacela.
Es un rey cuyos prodigiosos encantos le sirven de ejército y que en el momento del combate utiliza su estatura como lanza.
Si la extenuación del talle estuviera en su corazón no sería dura ni cruel con quien ama.
¡Cuán duro es su corazón y cuán delicado es su talle! ¿Por qué no será al revés?
¡Oh tú que censuras el amor en que la tengo! Quédate con su belleza eterna; yo me contento con la perecedera.
Cuando Nur al-Din hubo oído sus dulces palabras y exquisito de su música, quedó maravillado y se prendó de ella. No pudiendo contenerse recitó estos versos:
La he retenido hasta estar alto el sol de la mañana; el amor que irradia me abrasa el corazón.
¿Qué la impide saludarme con un gesto, con la extremidad de los dedos o guiñando los ojos?
El calumniador vio su rostro y perplejo ante los encantos que irradiaba su belleza dijo:
«¿Es ésta la que amas perdidamente de pasión? Tienes disculpa». Repliqué: «Ésa es:
Me asaeteó intencionadamente con una mirada y no se ha apiadado de mi situación, ni de mi abatimiento ni de mi malestar ni de mi enajenación.
Con el corazón arrobado, apasionado, gimo y lloro a todo lo largo del día y de la noche».
Cuando Nur al-Din hubo terminado de recitar estos versos la adolescente quedó boquiabierta de su elocuencia y de la delicadeza de sus palabras. Tomó el laúd, tocó diversos movimientos y volviendo a la primera melodía recitó estos versos:
¡Por tu cara, vida de las almas! No me alejaré de ti tenga que desesperar o no.
Si tú me eres cruel, tu imagen acude ante mí; si te pierdo de vista, tu recuerdo es mi compañero.
¡Oh, tú que has alterado mi mirada! Sabes que nunca, fuera de tu amor, me he sentido feliz.
Tus mejillas son rosas, tu saliva es vino ¿por qué no me las has ofrecido en esta reunión?
Nur al-Din quedó impresionado del modo emocionante con que recitaba la muchacha. Quedó estupefacto y le contestó con estos versos:
Desveló su rostro cual sol en medio de la noche para eclipsar a la luna llena que estaba en el horizonte
Mostró, ante los ojos de la aurora, su trenza, para preservar la raya con la penumbra[266].
Recoge el fluir de mis lágrimas engarzadas cual cadenas y haz que te cuenten la historia de amor del modo más breve.
Cuántas veces he dicho a una lanzadora de dardos: «Ve con cuidado con tus dardos, pues mi corazón está partido.
Si mis lágrimas son como la corriente del Nilo, tu amor tiene relación con la tierra de Malaq».
Contestó: «¡Trae todas tus cosas!» Repliqué: «¡Cógelas!» Dijo: «Y también el sueño». Repliqué: «Cógelo de mis pupilas».
El corazón de la adolescente, al oír las dulces palabras de Nur al-Din y su estupenda elocuencia, empezó a palpitar y quedó conmovido; el amor ocupó las entretelas de su corazón y le estrechó contra su pecho y empezó a besarle del mismo modo como el palomo da el pico a la paloma; el muchacho también la besaba, pero el mérito corresponde al que empieza. Cuando hubieron terminado de besarse, la joven cogió el laúd y recitó estos versos:
¡Ay de él y ay de mí por los reproches de quien me censura! ¿Me quejaré a él o le expondré mi nerviosidad?
¡Oh, tú, que me rehúyes! No pensé que llegara a merecer tu desprecio, amándote, mientras tú me perteneces.
He tratado injustamente a los amantes apasionados y por ti he ofrecido mi humillación a quien te censuraba.
Ayer criticaba a los que amaban y hoy encuentro disculpa para todo amante apasionado.
Si tu separación me ha causado pena, invoco a Dios con tu nombre, ¡oh, Alí!
Una vez hubo terminado de recitar estos versos la adolescente recitó este par:
Los enamorados dicen: «Si no nos escancia su saliva o el vino de su boca
Rogamos al Señor de los mundos que nos escuche y todos diremos: “¡Oh, Alí!”».
Nur al-Din, al oír estas palabras, verso y poesía de la adolescente, quedó admirado de su elocuencia y le dio las gracias por su seductora gentileza. La joven, al oír los elogios que le hacía Nur al-Din, se puso en seguida de pie, se quitó todos los vestidos y pulseras que llevaba puestos; se lo arrancó, se sentó sobre sus rodillas y le besó entre los ojos y en las lunares de sus mejillas; le hizo ofrenda de todo aquello…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven le hizo ofrenda de todo aquello] que tenía y le dijo: «Sabe, amigo de mi corazón, que el regalo es siempre proporcionado a quien lo hace». Nur al-Din lo aceptó y después se lo devolvió; la besó en la boca, en las mejillas y en los ojos. Cuando todo se hubo terminado —y no hay nada que dure si no es el Viviente, el Subsistente, el que conserva la vida al pavo y al búho— Nur al-Din se retiró de la reunión; se puso en pie. La adolescente le dijo: «¿Adónde vas, señor?» «A casa de mi padre.» Los hijos de los comerciantes le rogaron que pasase la noche allí, pero él se negó, montó en la mula, y anduvo sin parar hasta llegar a casa de su padre. Su madre le salió a recibir y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Cuál es la causa de que hayas estado ausente hasta ahora? ¡Por Dios! Tu ausencia nos ha hecho estar intranquilos a mí y a tu padre. Estábamos preocupados». La madre se acercó para besarle en la boca y percibió el olor del vino. Le dijo: «¿Después de haber rezado y hecho tus devociones te pones a beber vino y a desobedecer a Quien es dueño de todas las criaturas y del destino?» Mientras hablaban llegó el padre. Nur al-Din se estiró en la cama y se durmió. Aquél preguntó: «¿Qué le ocurre al chico para estar así?» La madre contestó: «Parece ser que el aire del jardín le ha causado dolor de cabeza». El padre se acercó para preguntarle qué le dolía y saludarlo. Percibió el olor del vino. Ese comerciante, llamado Tach al-Din, no era partidario de beber vino. Le increpó: «¡Ay de ti, hijo mío! ¿Es que tu necedad llega hasta el extremo de beber vino?» El muchacho, borracho, al oír estas palabras levantó la mano y lo abofeteó. El destino tenía dispuesto que dicha bofetada cayese sobre el ojo derecho del padre, el cual se desprendió de su sitio y resbaló por la mejilla. El padre cayó desmayado al suelo y permaneció así un rato. Lo rociaron con agua de rosas y cuando volvió en sí quiso dar una paliza al muchacho.
La madre lo impidió y el padre juró que repudiaría a su mujer si al día siguiente no hacía cortar la mano diestra del muchacho. El pecho de la madre quedó oprimido al oír las palabras de su marido y temió que ocurriese algo a su hijo. Procuró calmar y tranquilizar al padre hasta que el sueño le venció. La mujer esperó a que saliese la luna y fue en busca de su hijo cuya borrachera había ya desaparecido. Le dijo: «¡Nur al-Din! ¿Qué es esa fea acción que has realizado con tu padre?» «¿Qué es lo que he hecho a mi padre?» «¡Le has dado una bofetada en el ojo derecho y éste ha resbalado por su mejilla! Ha jurado, por el repudio, que mañana te ha de hacer cortar la mano derecha.» Nur al-Din se arrepintió de lo hecho cuando ya de nada le servía el arrepentimiento. La madre siguió: «¡Hijo mío! Este arrepentimiento no te sirve de nada. Necesitas levantarte ahora mismo y huir en busca de tu salvación; sal y escóndete hasta llegar junto a uno de tus compañeros y espera a que Dios decida. Él hace que una situación suceda a otra». Su madre abrió el cofre en que estaba el dinero y sacó una bolsa que contenía cien dinares. Le dijo: «¡Hijo mío! Toma estos dinares y atiende con ellos tus necesidades. Cuando se te terminen haz que me informen para que te pueda enviar más. Cuando me los hagas pedir aprovecha para darme, confidencialmente, noticias tuyas. Tal vez Dios te conceda alguna escapatoria y regreses a tu casa». La madre se despidió de él llorando del modo más amargo. Nur al-Din cogió la bolsa con los dinares que le daba su madre y se dispuso a salir. En aquel momento vio una bolsa muy grande que su madre había olvidado al lado del cofre y que contenía mil dinares. El joven la cogió. Se ató las dos bolsas a la cintura y salió a la calle dirigiéndose, antes de que apareciese la aurora, hacia Bulaq. Al amanecer, a la hora en que se levantan todas las criaturas proclamando la unidad del Rey todopoderoso saliendo cada uno de su casa para ir a obtener lo que Dios le concede, llegó a Bulaq. Empezó a pasear por la orilla del río y descubrió un buque con la escala en tierra; por ella subía y bajaba la gente; sus cuatro anclas estaban clavadas en tierra y los marinos estaban prestos. Nur al-Din les preguntó: «¿Adónde vais?» Contestaron: «A la ciudad de Alejandría». «¡Llevadme con vosotros!» «¡De buen grado! ¡Sé el bien venido, hermoso joven!» Nur al-Din corrió inmediatamente al mercado, compró los víveres que necesitaba, una colchoneta y una sábana y regresó al barco cuando éste estaba aparejado. El muchacho subió a bordo y tuvo que esperar poco, pues se puso en seguida en movimiento. El buque navegó sin cesar hasta llegar a la ciudad de Rasid. Al llegar a ésta, Nur al-Din descubrió una barquichuela que se dirigía a Alejandría. Embarcó en ella, atravesó el canal y navegó sin parar hasta llegar a un puente que se llamaba Bab Sidra y Dios le hizo pasar inadvertido de tal modo que ninguno de los que estaban en ella se dio cuenta de él. Nur al-Din siguió andando hasta llegar a Alejandría.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que vio que ésta era una ciudad de sólidas murallas, de hermosos paseos, que complacía a sus habitantes e invitaba a tomarla por morada; el invierno con sus fríos se había ido y había llegado la primavera con sus rosas: las flores habían abierto sus capullos, los árboles se habían cubierto de hojas, los frutos estaban maduros y los arroyuelos corrían a borbotones. Era una ciudad bien trazada y construida y sus habitantes eran los mejores soldados. Cuando se cerraban las puertas sus moradores quedaban bien protegidos. Era tal y como se dice en estos versos:
Un día dije a un amigo de elocuente palabra: «¡Describe a Alejandría!» Replicó: «Es una hermosa frontera».
Pregunté: «¿Y en ella se puede vivir?» Replicó: «Si sopla el viento».
Un poeta ha dicho:
Alejandría es una ciudad fronteriza de dulce saliva.
¡Qué hermoso sería reunirse en ella con el amado si no existiese el cuervo de la separación!
Nur al-Din recorrió la ciudad y no cesó de andar hasta haber visitado el zoco de los carpinteros, el de los cambistas, el de los vendedores de fruta seca, el de los fruteros y el de los drogueros. Estaba admirado de dicha ciudad, ya que su descripción estaba de acuerdo con su nombre. Mientras recorría el zoco de los drogueros tropezó con un hombre muy anciano que salía de su tienda. Lo saludó, lo cogió de la mano y le condujo a su domicilio. Nur al-Din vio un hermoso callejón barrido y regado, en el que soplaba fresca la brisa y al que daban sombra las hojas de un árbol. En dicho azucaque había tres casas y en el fondo se encontraba otra cuyos fundamentos se sumergían en el agua y cuyos muros se elevaban a la cúpula de los cielos; habían barrido y regado la plaza que estaba delante; quien iba a ella percibía el aroma de las flores y era acariciado por el céfiro tal y como si estuviese en el paraíso terrenal. El principio del callejón estaba barrido y regado y el fin con pavimento de mármol. El anciano entró en aquella casa con Nur al-Din y le ofreció algo de comer. Comieron juntos. Una vez hubieron terminado el anciano le preguntó: «¿Cuándo has llegado desde el Cairo a esta ciudad?» «Esta noche, padre.» «¿Y cómo te llamas?» «Alí Nur al-Din.» «¡Hijo mío, Nur al-Din! Me forzarás a pronunciar el triple repudio si tú, mientras permaneces en esta ciudad, te separas de mí. Yo te arreglaré un lugar en el que puedas vivir.» Nur al-Din replicó: «¡Señor mío! ¡Anciano! ¡Explícame parte de tu historia!» El viejo refirió: «¡Hijo mío! Un año fui al Cairo con mercancías; las vendí y compré otras, pero me hicieron falta cien dinares y tu padre Tach al-Din me los dio sin necesidad de escritura a pesar de no conocerme y esperó hasta que yo hube regresado a esta ciudad desde donde despaché a un paje para que se los devolviera y le entregara un regalo. Cuando yo te conocí tú eras pequeño. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, te pagaré parte del favor que me hizo tu padre».
Nur al-Din al oír estas palabras se llenó de alegría, sonrió y sacando la bolsa en que tenía los mil dinares se la entregó al viejo y le dijo: «Guárdame esto en depósito hasta que haya comprado algunas mercancías para comerciar». Nur al-Din permaneció unos días en la ciudad de Alejandría; cada día recorría sus callejas, comía, bebía, se divertía y disfrutaba. Así concluyó los cien dinares que tenía para sus gastos. Entonces fue a visitar al viejo droguero para recoger una parte de los mil dinares y gastarla. Pero no lo encontró en la tienda. Se sentó a esperar a que regresara y se entretuvo en contemplar a los comerciantes y mirar a derecha e izquierda. Mientras estaba allí, entró un persa en el mercado; montaba en una mula y a su grupa iba una esclava que parecía ser o plata purísima o peces del Nilo o una gacela de la estepa; su rostro avergonzaba al sol resplandeciente, ojos embelesadores, senos de marfil, dientes cual perlas, vientre delgado, costados redondeados, muslos como cola de carnero; su belleza era perfecta, el talle esbelto y bien proporcionado. Tal y como dijo de ella uno de sus descriptores:
Ella es como tú puedes desearlo: ha sido creada del modo más hermoso: ni alta ni baja.
Ante sus mejillas la rosa se sonroja de vergüenza y la de su talle muestra los frutos.
La luna es su cara; el almizcle, su aliento; la rama, su cuerpo; ningún ser humano la iguala.
Parece como si ella hubiese sido moldeada en agua de perlas; la belleza de cada uno de sus miembros asemeja la luna.
El persa se apeó de la mula e hizo desmontar a la adolescente. Llamó al corredor y éste corrió a su lado. Le dijo: «Toma esta muchacha y ofrécela por el mercado». El corredor la cogió, la condujo al centro del mercado, estuvo un momento ausente y regresó con una silla de ébano con incrustaciones de marfil blanco. Colocó la silla en el suelo e hizo sentar en ella a la adolescente. Después le quitó el velo de la cara y debajo apareció un rostro que parecía ser un escudo daylamí o un lucero resplandeciente. Parecía la luna cuando se muestra en la noche decimocuarta con todo su brillo deslumbrante. Tal como dijo el poeta:
La luna, estúpidamente, quiso competir con su bella figura, pero quedó eclipsada y se fue furiosa.
Si el tronco de sauce osa compararse con su esbeltez ¡perezcan las manos de quien acarree su leña![267]
¡Qué hermoso es lo que dijo el poeta!:
Di a la hermosa de velo dorado: «¿Qué has hecho de un asceta consagrado a Dios?
La luz de tu velo debajo del cual brilla la de tu rostro ha puesto en fuga, con su resplandor los ejércitos de las tinieblas».
Si mis ojos consiguen lanzar una mirada furtiva a su mejilla, allí tropieza con unos guardianes que la asaetean con un lucero.
El corredor gritó entonces a los comerciantes: «¡Cuánto dais por una perla del buceador, por una presa del cazador!» Un comerciante gritó: «¡Cien dinares!» Otro: «¡Doscientos!» El tercero: «¡Trescientos!» De este modo los comerciantes fueron pujando por aquella esclava hasta llegar a los novecientos cincuenta dinares. Aquí se detuvo la puja en espera del contrato de compraventa.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces el corredor se acercó al persa, su dueño, y le dijo: «Tu esclava ha subido hasta novecientos cincuenta dinares ¿la cedes y tomas el precio?» El persa preguntó: «¿Ella está conforme? Quiero tratarla con miramientos, ya que cuando me puse enfermo en el curso del viaje, esta esclava me trató de modo excelente y yo juré que sólo la vendería a quien ella quisiera y deseara. He confiado la venta a sus manos. Pídele consejo y si ella está conforme, véndela a quien ella desea. Si dice que no, no la vendas». El corredor se dirigió a su lado y le dijo: «¡Señora de las hermosas! Sabe que tu dueño te ha confiado a ti misma la venta. Tu precio ha subido hasta novecientos cincuenta dinares. ¿Permites que realice tu venta?» La esclava dijo al vendedor: «Muéstrame quién quiere comprarme antes de hacer la venta en firme». El corredor le llevó un comerciante: era un anciano decrépito. La muchacha le examinó durante una hora y después se volvió al corredor y le dijo: «¡Corredor! ¿Es que estás loco o tienes mal la cabeza?» «¿Por qué me dices tales palabras, señora de las hermosas?» «¿Es que Dios te permite vender a un ser como yo a ese viejo decrépito que ha dicho de su mujer estos versos:
Me dijo estando enfadada en su orgullo de mujer, pues me había incitado a algo que no tuvo lugar:
“Si no haces conmigo lo que el hombre debe a su mujer no me censures si te transformas en un cornudo.
Tu miembro tiene la maleabilidad de la cera: cuanto más lo froto, más tierno está”.
»Y refiriéndose al miembro dijo:
“Tengo un miembro que duerme en la ignominia y en la deshonra.
Al amanecer, cuando me encuentro solo en casa, quiere alancear y combatir”.
»Refiriéndose también al miembro dijo:
“Tengo un miembro pésimo, y muy cruel, que trata mal a quien le honra.
Si duermo se incorpora y si me incorporo se duerme. ¡Que Dios no tenga piedad de quien le tiene misericordia!”»
El anciano comerciante al oír la dura sátira de la adolescente se enfadó enormemente, hasta un límite extremo, y dijo al corredor: «¡Oh, corredor de infame agüero! Te has presentado ante nosotros, en el zoco, con una esclava vituperable que se propasa conmigo y me expone a la burla de los comerciantes». El corredor cogió a la muchacha y se separó del anciano. Le dijo: «¡Señora mía! No tengas tan poca educación. El anciano al que has ofendido es el síndico y el almotacén del mercado y el mejor consejero de los comerciantes». La joven rompió a reír y recitó este par de versos:
Es propio de los gobernantes de nuestros días y eso es lo que se debe a la autoridad:
Ahorcar al gobernador en su puesto y apalear al almotacén con el alguacil.
A continuación la muchacha dijo al corredor: «¡Por Dios Señor mío! No quiero ser vendida a ese viejo, véndeme a otro ya que éste, avergonzado de mí, me vendería a otro y pasaría a ser una criada y no es propio de mí que yo me humille sirviendo. Sé que el asunto de mi venta está en mi mano». «¡Oír es obedecer!», replicó el corredor. La condujo hacia un comerciante muy importante. Al llegar con ella ante aquel hombre preguntó: «¡Señora mía! ¿Te venderé a éste, mi señor Saraf al-Din, por novecientos cincuenta dinares?» La joven le observó y vio que era viejo a pesar de que tenía la barba teñida. Le contestó: «¿Estás loco o mal de la cabeza para querer venderme a este viejo decrépito? ¿O es que yo estoy hecha para que vaya paseándome de anciano en anciano? Ambos son como un muro que está a punto de caer o como un demonio caído de un lucero. Del primero dicen las circunstancias, estos versos:
La he pedido un beso en los labios. Contestó: “¡No! ¡Por Aquel que creó las cosas de la nada!”
No necesito aliarme con la blancura de las canas ¿es que en plena vida el algodón ha de ser el relleno de mi boca?
»¡Qué hermosos son los versos del poeta!:
Han dicho: “La blanca canicie difunde una luz resplandeciente que reviste el rostro de respeto y luz.
Pero hasta que no aparezca la línea de canas junto a mi raya desearé no verme privada de las tinieblas.
Aunque la barba de un hombre encanecida constituye la página de sus buenas acciones, el día del juicio él preferirá no tenerla blanca”.
»¡Qué hermoso es lo que dijo otro poeta!:
Un huésped sin vergüenza se ha instalado en mi cabeza; la espada haría, en las trenzas, una obra mejor que él.
¡Idos lejos, canas sin blancura! Ante mis ojos sois más negras que las tinieblas.
»En cuanto al otro tiene defectos y faltas y se ha ennegrecido las canas de la peor manera posible. A él hacen referencia este par de versos:
Ella me ha dicho: “Veo que te has teñido las canas”. Le contesté: “¡Oído mío! ¡Vista mía! Te las he escondido”.
Ella se carcajeó y dijo: “¡Es maravilloso! ¡Tu falsedad ha crecido hasta alcanzar los cabellos!”
»¡Qué bien dijo el poeta!:
»¡Oh, tú, que te tiñes de negro las canas con el fin de retener y preservar la juventud!
¡Ah! ¡Tíñete una vez con el negro de mi suerte! Te garantizo que ésta no destiñe».
El anciano que tenía la barba teñida, al oír estas palabras de la joven, se enfadó terriblemente e increpó al corredor: «¡Oh, el más infausto de los corredores! Hoy nos has traído al mercado una adolescente necia que injuria a todos los que están en el zoco uno después de otro, que los satiriza con versos y con malas palabras». Este comerciante salió de su tienda y se marchó enfadado. Dijo: «¡Por Dios! Jamás en mi vida he visto una muchacha que tenga menos vergüenza que tú. Hoy me has hecho perder mis ingresos y los tuyos y has hecho que, por tu causa, todos los comerciantes se hayan enfadado conmigo». Un comerciante lo vio por el camino y pujó la oferta en diez dinares. Dicho comerciante se llamaba Sihab al-Din. El corredor pidió permiso a la muchacha para venderla. Le contestó: «Muéstramelo para que pueda verle y pedirle una cosa. Si la tiene en su casa seré vendida a él; de lo contrario no». El corredor la dejó allí, se acercó al comerciante y le dijo: «Señor mío Sihab al-Din: sabe que esa joven me ha dicho que te pedirá una cosa; que si la tienes se venderá a ti. Pero tú has oído lo que ha dicho a tus compañeros, los comerciantes…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el corredor prosiguió:] »…por eso, yo, por Dios, no me atrevo a presentártela pues hará contigo lo mismo que ha hecho con tus vecinos y yo me cubriré de vergüenza ante ti. Sólo si tú me concedes permiso para presentártela te la traeré». El otro le contestó: «Tráemela». «¡Oír es obedecer!», replicó el corredor. Le llevó la joven. Ésta lo miró y dijo: «¡Señor mío Sihab al-Din! ¿Tienes en tu casa cojines rellenos con retales de piel de armiño?» «¡Sí, señora de las hermosas! En casa tengo diez cojines rellenos con retales de piel de armiño, pero te conjuro, por Dios, a que me digas qué harás con ellos». «Esperar a que te quedes dormido y colocarlos encima de tu boca y de tu nariz para que te mueras.» A continuación la joven se volvió hacia el corredor y le dijo: «¡Oh, el más vil de los corredores! ¡Parece que estás loco! Hace un rato me presentaste a dos viejos cada uno de los cuales tenía dos defectos, pero ahora me presentas ante mi señor Sihab al-Din que tiene tres: El primero: que es bajo; el segundo: que tiene la nariz grande; el tercero: que tiene la barba larga. De él ha dicho un poeta:
»No hemos visto ni hemos oído decir que haya una criatura como ésta entre todas las criaturas.
Tiene una barba larga, de un codo, una nariz de un palmo y sólo tiene un dedo de estatura.
»Otro ha dicho:
»El alminar de la mezquita está en su casa y se yergue delgado como el meñique dentro del anillo.
Si el universo entrase por su nariz, el mundo se quedaría sin pobladores».
El mercader Sihab al-Din, al oír a la joven estas palabras, salió de la tienda, agarró por el cuello al corredor y le dijo: «¡Oh, el más infausto de los corredores! ¿Cómo nos presentas una esclava que se burla de nosotros y nos satiriza a uno en pos de otro en sus versos y sus vanas palabras?» El corredor cogió a la muchacha y se fue de su lado. Le dijo: «¡Por Dios! ¡He pasado todo lo largo de mi vida en esta profesión y jamás he visto una esclava menos educada que tú ni estrella más nefasta para mí que la tuya! Me has quitado mi sustento del día de hoy y sólo me has dado a ganar un pescozón en la nuca y un apretujón de cuello». Se plantó con la esclava ante un comerciante que tenía esclavos y pajes y le preguntó: «¿Quieres ser vendida a este comerciante, mi señor Ala al-Din?» La muchacha le miró y se dio cuenta de que era jorobado. Le contestó: «Éste es jorobado. El poeta ha dicho:
»Sus hombros se han encogido y sus vértebras alargado, se parece a un demonio que haya tropezado con una estrella.
Como si él hubiese gustado la primera vez y sentido la segunda transformándose en un jorobado.
»Un poeta dijo también:
»Cuando vuestro jorobado monta en una mula, los hombres le señalan
¿Es que no hace reír? No os admiréis si la mula se asusta debajo de él.
»O como dijo un poeta:
»¡Cuántos jorobados tienen otros defectos a más de su fea joroba que todos los ojos rehúyen!
Parece que sea una rama encogida y seca que se haya doblado bajo el peso de las toronjas.»
Entonces el corredor se precipitó sobre ella, la cogió y la llevó ante otro corredor. Le preguntó: «¿Te venderás a éste?» Le miró y vio que era legañoso. Replicó: «Éste es legañoso ¿cómo me vas a vender a él, del cual ha dicho un poeta:
»Al hombre cuyo ojo supura la enfermedad le aniquila la fuerza.
¡Gentes! Poneos en pie y mirad estos polvos que tiene en el ojo».
El corredor la cogió y la llevó a otro comerciante. Le preguntó: «¿Te venderás a éste?» Lo miró y vio que tenía una barba frondosa. Contestó: «¡Ay de ti! ¡Este hombre es un carnero cuya cola le ha crecido en el mentón! ¿Cómo has de venderme a él, oh, el más infausto de los corredores? ¿Es que no sabes que todo hombre de larga barba tiene poco entendimiento y que cuanto más larga sea la barba menos razón hay? Esto es bien sabido de las gentes inteligentes; como dijo un poeta:
»Jamás la luenga barba de un hombre ha hecho crecer su prestigio
Lo que pierde en entendimiento, que era largo, lo gana su barba.
»O como dijo también un poeta:
Tenemos un amigo cuya barba Dios alarga sin ninguna utilidad.
Parece que fuese una noche de invierno larga, oscura y fría».
El corredor la cogió y se la llevó. La joven le preguntó: «¿Dónde vas?» «En busca de tu señor, el persa. Lo que hoy, por tu causa, nos ha sucedido, basta: tu escasa educación ha impedido que él y yo nos ganásemos hoy el sustento.» La joven miró el mercado; se volvió a derecha e izquierda, hacia atrás y hacia delante y, porque así estaba decretado, su mirada cayó sobre Nur al-Din al-Misrí. Se dio cuenta de que éste era un hermoso muchacho, imberbe, esbelto, que tenía catorce años, prodigiosa hermosura, belleza, maneras elegantes; parecía la luna llena cuando se muestra en la noche decimocuarta: frente brillante, mejillas sonrojadas, cuello cual mármol, dientes como perlas y una saliva más dulce que el azúcar. Tal y como dijo uno de sus descriptores:
Se mostró para competir, con su belleza, con la luna y las gacelas. Le dijo: «¡Quédate!
Vosotras, gacelas, guardaos de competir con ella y vosotras, lunas, no os preocupéis».
¡Qué bello es el decir de un poeta!:
Esbelta de talle, por su cabello y su frente los seres humanos se encuentran en las tinieblas y en la luz.
No despreciéis el lunar que tiene en su mejilla: Todas las anémonas tienen un punto negro.
Apenas la joven vio a Nur al-Din, éste le hizo perder la razón, su entendimiento quedó profundamente impresionado y su corazón quedó prendado de su hermosura.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se volvió hacia el corredor y le preguntó: «Ese joven comerciante que está sentado entre los demás, que se tapa con una túnica de trapo, ¿no ha pujado nada en mi precio?» «¡Señora de las hermosas! Éste es un joven extranjero, cairota, cuyo padre es uno de los más importantes comerciantes de El Cairo y está por encima de todos sus mercaderes y magnates. El muchacho hace poco que vive en esta ciudad; reside en el domicilio de un hombre que es amigo de su padre. Pero en lo que a ti se refiere ni ha pujado ni ha regateado.»
La muchacha, al oír las palabras del corredor, se quitó del dedo un valioso anillo que tenía un jacinto y dijo al corredor: «¡Condúceme junto a ese hermoso joven: si me compra, este anillo es para ti como recompensa por tu trabajo de hoy!» El corredor se alegró y la condujo hacia Nur al-Din. Cuando se encontró al lado de éste le contempló y le vio como si fuese una luna llena, ya que su belleza era prodigiosa, esbelto y bien proporcionado. Como dijo uno de sus descriptores:
El agua de la belleza purifica su rostro y sus miradas lanzan venablos.
Si castiga al amante con la amargura de la separación, éste se sofoca. Yo deseo la unión.
Su frente límpida, su persona y mi amor constituyen el colmo de la perfección entre las perfecciones.
Sus hermosos vestidos se abrochan sobre un cuello arqueado como la luna en creciente.
Su pupila, su trenza y mi estado constituyen la noche más negra entre las noches.
Sus cejas, su rostro y mi cuerpo constituyen un creciente en un creciente de un creciente.
Sus mejillas han servido en ruedo un vaso de vino entre los enamorados que amarga mi dulce.
Ha calmado mi ardiente sed con el agua pura de la sonrisa de su boca en el día de la unión.
Mis bienes, mi sangre y mi honor le pertenecen en la más lícita de las licitudes.
La joven, a continuación, miró a Nur al-Din y le dijo: «¡Señor mío! Te pregunto, por Dios: ¿soy hermosa?» «¡Señora de las hermosas! ¿Hay en el mundo otra más bella que tú?» «¿Y cómo has estado callado, sin pronunciar palabra ni pujar tan siquiera un dinar en mi precio mientras todos los comerciantes intervenían en la subasta? Parecía, señor mío, que no te gustaba.» «Señora mía, sí hubiese estado en mi ciudad te hubiese comprado con todas mis riquezas.» «¡Señor mío! No te voy a decir que me compres contra tu voluntad, pero si hubieses pujado en algo mi precio me hubieses complacido, aunque luego no me hubieses comprado, pues así hubiesen dicho los comerciantes: “Si esta muchacha no fuese hermosa, este comerciante cairota no pujaría, ya que las gentes de El Cairo entienden de mujeres”.» Nur al-Din se avergonzó y se sonrojó al oír las palabras dichas por la muchacha. Preguntó al corredor: «¿A cuánto ha llegado el precio de la muchacha?» «Sólo a novecientos cincuenta dinares. Los derechos del sultán van a cargo del vendedor.» Nur al-Din dijo al corredor: «Dámela por mil dinares, corretaje y precio incluidos». La joven se apartó y dijo al corredor: «Yo me vendo a este hermoso joven por mil dinares». Nur al-Din se había quedado callado. Uno de los concurrentes dijo: «¡Vendida!» Otro: «¡Le conviene!» Un tercero: «¡Maldito sea el hijo del maldito que puja y no compra!» Un cuarto: «¡Por Dios! ¡Son el uno para el otro!» Antes de que Nur al-Din se hubiese dado cuenta, el corredor ya había hecho acudir al cadí y a los testigos. Pusieron por escrito el acta de venta y compra y el corredor la entregó a Nur al-Din diciéndole: «¡Coge a tu esclava! ¡Que Dios te bendiga, pues sólo tú le convienes a ella y ella a ti!» A continuación recitó este par de versos:
La felicidad se ha dejado conducir hacia él arrastrando su manto.
Ella sólo le convenía a él y él no convenía más que a ella.
Entonces Nur al-Din, avergonzado ante los comerciantes, se levantó al momento y pesó los mil dinares que había dejado en depósito en casa del droguero amigo de su padre. Cogió a la joven y la condujo a la casa en que le había instalado el anciano droguero. La muchacha, al entrar, vio que contenía un tapiz en harapos y un viejo tapete de cuero. Dijo: «¡Señor mío! ¿Es que no merezco aprecio y no soy digna de que me conduzcas a tu casa particular, aquella en la que tienes tus bienes? ¿Por qué causa no me has presentado a tu padre?» Nur al-Din le replicó: «¡Señora de las hermosas! Ésta es la casa en que vivo, pero pertenece a un anciano droguero de esta ciudad que la ha preparado y me ha aposentado en ella. Ya te dije que soy un extranjero, que soy un cairota». La joven replicó: «¡Señor mío! La más pequeña basta hasta que regreses a tu país, pero, señor mío, te conjuro por Dios a que vayas a buscarme algo de carne asada, de vino y frutas secas y frescas». «¡Por Dios, señora de las hermosas! No tenía más dinero que los mil dinares que pesé como tu precio y, prescindiendo de ellos, no poseo nada más. Tenía unos cuantos dirhemes que gasté ayer.» «¿Y no tienes en esta ciudad un amigo que te preste cincuenta dirhemes para traerlos aquí? Yo te diré lo que has de hacer con ellos.» «No tengo más amigo que el droguero.» Nur al-Din se marchó al acto en busca de aquél y le dijo: «¡La paz sea sobre ti, tío!» Le devolvió su saludo y le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué has comprado hoy con los mil dinares?» «¡Una esclava!» «¡Hijo mío! ¿Estás loco para comprar una sola esclava por mil dinares? ¡Ojalá supiera de qué raza es esta esclava!» «¡Tío! Es de la raza de los francos.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el viejo le aconsejó: «¡Hijo mío! Sabe que los francos de más categoría cuestan en esta nuestra ciudad cien dinares. ¡Por Dios! Te han preparado una encerrona con esta muchacha. Si la amas pasa la noche con ella, satisface tu deseo y al amanecer llévala al mercado y véndela aunque hayas de perder doscientos dinares; piensa que los has perdido en el mar o que te los han robado los ladrones». «Dices la verdad, tío; pero tú sabes que yo sólo tenía los mil dinares con que he comprado la esclava y que no me queda nada, ni un solo dírhem, para poderlo gastar. Quiero pedir de tu generosidad y bondad, que me prestes cincuenta dirhemes. Los gastaré de hoy a mañana, venderé la esclava y te los devolveré de su importe.» «Te los doy de buen grado», replicó el viejo. Pesó los cincuenta dirhemes y le dijo: «¡Hijo mío! Eres un muchacho de poca edad y esa joven es hermosa. Es posible que tu corazón se enamore de ella y te sea difícil venderla. Tú, que no posees nada, gastarás de estos cincuenta dirhemes y los terminarás. Volverás de nuevo a verme y te prestaré por primera, segunda, tercera vez y así, hasta la décima. Pero si vuelves, aun después, no te devolveré el saludo y se perderá el afecto que tenía por tu padre». El jeque le entregó los cincuenta dirhemes. Nur al-Din los cogió y se los llevó a la esclava. Ésta le dijo: «¡Señor mío! Ve al mercado ahora mismo y tráeme veinte dirhemes de seda de cinco colores distintos; con los otros treinta dirhemes trae carne, pan, frutos, sorbetes y flores». El muchacho se marchó al mercado y compró todo lo que le había pedido su esclava y luego regresó. La muchacha se puso a trabajar en seguida: remangó las mangas e hizo una magnífica y estupenda comida. Dio de comer a Nur al-Din y ambos comieron juntos hasta hartarse. Después sirvió el vino: ambos bebieron. La esclava le fue llenando la copa y le trató cariñosamente hasta embriagarle y dejarlo dormido. Entonces la joven se puso en pie, sacó de su equipaje un saco de piel de Taif, lo abrió, sacó dos agujas, se sentó y empezó a trabajar hasta dejar terminado un magnífico cinturón; después de haberlo limpiado y pulido lo envolvió en un paño y lo colocó debajo del cojín. Entonces se desnudó, se tendió a dormir al lado de Nur al-Din y se pegó a éste quien, al despertarse, se encontró al lado de una adolescente que parecía plata purísima, más suave que la seda, más embrujadora que la cola de una oveja; más visible que una bandera y más hermosa que un camello rojo; tenía una estatura de cinco pies, senos notorios; cejas cual arcos para disparar flechas; ojos como los de las gacelas; mejillas cual anémonas; vientre con repliegues; ombligo capaz de contener una onza de ungüento de sauce; muslos como almohadas rellenas de plumas de avestruz y entre ellos se encontraba algo que la lengua es incapaz de describir y a cuya sola mención fluyen las lágrimas. Parece como si el poeta aludiese a ello en los siguientes versos:
Sus cabellos son la noche; la raya, es la aurora; sus mejillas son rosas y su saliva, vino.
Unirse a ella constituye un refugio; separarse, equivale a ir al fuego del infierno; sus labios son rosas y su cara, la luna.
¡Qué bello es el decir del poeta!:
Aparece cual una luna; se contonea cual rama de sauce; exhala aroma de ámbar y tiene miradas de gacela.
Parece como si la tristeza se hubiese enamorado de mi corazón: en el momento en que la amada se aleja de mí, aquélla consigue la unión.
Tiene un rostro que supera las Pléyades y la luz de su frente sobrepuja al creciente.
Un poeta dijo:
Se desvelaron cual lunas y brillaron como el creciente; se balancearon cual ramas y volvieron la cabeza cual corzos.
Entre ellas hay una de ojos negros por la cual, las Pléyades, se transformarían en polvo para sus pies.
Nur al-Din se volvió al acto hacia la joven, la estrechó contra su pecho, y le chupó el labio superior, después el inferior; introdujo la lengua entre sus labios, se colocó encima de ella y vio que era una pena sin perforar y una montura que jamás había cabalgado nadie antes de él. Le arrebató la virginidad y la poseyó, ligando entre ambos el amor lazos inseparables e indestructibles; sus besos caían en la mejilla de la muchacha como los guijarros caen en el agua y se movía como la lanza que golpea en una dura algara, ya que Nur al-Din ansiaba abrazar muchachas con ojos de hurí, chupar sus labios, soltar sus cabellos, abrazar su pecho, morder sus mejillas, apretar sus senos con movimientos cairotas, con coqueterías yemeníes, ardor abisinio, abandonos indios, ardores nubianos, enojos campesinos, gemidos de Damieta, ardores de Said y descansos alejandrinos. Y esa muchacha poseía todas esas ventajas junto con una extraordinaria belleza y coquetería. Tal como dijo el poeta:
A ésta no podré olvidarla a lo largo del tiempo ni podré inclinarme hacia quien no se le parezca.
Por la constitución de su figura parece la luna. ¡Gloria a su Creador, a su Hacedor!
Mi falta es grave por amarla, pero no me arrepentiré el día que pueda esperar en ella.
Me ha vuelto triste, enamorado, enfermo; el corazón está perplejo pensando en sus cualidades.
He recitado un verso que sólo puede comprender el joven iniciado en las rimas de la poesía.
La pasión sólo la conoce quien la sufre y el amor sólo lo experimenta quien lo siente.
Después Nur al-Din y la muchacha pasaron la noche hasta el día siguiente…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [pasaron la noche] en medio de dulzuras y regocijos, revestidos por la túnica bien cerrada de los abrazos, a seguro de las vicisitudes de la noche y del día; pasaron la noche en el mejor de los estados sin preocuparse, en medio de la unión, de lo que se dice y dirá. Tal como acerca de ambos dijo el excelente poeta:
Visita a quien amas y no te preocupes de las palabras del envidioso. La envidia, en asuntos de amor, no sirve de nada.
El Clemente no ha creado cosa más hermosa de ver que un par de amantes sobre el mismo lecho,
Abrazados, vestidos con el traje de la felicidad, teniendo por almohada la muñeca y el brazo.
Si los corazones están de acuerdo en el amor, las gentes golpean en hierro frío.
¡Oh, tú, que censuras el amor de los amantes!, ¿puedes curar a un corazón enfermo?
Si en toda tu vida se te aparece un solo amigo —¡excelente amigo!— vive para él solo.
Al día siguiente, al hacerse claro, Nur al-Din se despertó del sueño. Se dio cuenta de que la muchacha ya le había preparado el agua. Los dos, después de las abluciones, rezaron la plegaria al Señor. Tras esto la muchacha le ofreció de comer y beber cuanto podía serle grato.
Nur al-Din comió y bebió. La muchacha, después, metió la mano debajo de la almohada, sacó el cinturón que había hecho por la noche, se lo entregó a su dueño y le dijo: «¡Señor mío! ¡Coge este cinturón!» Le preguntó: «¿De dónde viene?» «¡Señor mío! Es la seda que ayer compraste por veinte dirhemes. Sal, ve al mercado de los persas y dáselo al corredor para que lo saque a subasta. Véndelo únicamente por veinte dinares cabales.» «¡Señora de las hermosas! ¿Algo que ha costado veinte dirhemes y que ha de venderse por veinte dinares puede ser hecho en una noche?» «¡Señor mío! Tú no conoces el precio de esto. Pero ve al mercado, dáselo al corredor y cuando lo anuncie te darás cuenta de su valor.» Nur al-Din cogió el cinturón que le entregaba la joven, lo llevó al mercado de los persas, lo entregó al corredor y le ordenó que lo anunciase. El muchacho se sentó en el banco de una tienda. El corredor permaneció ausente un rato y regresó diciendo: «Ven y toma el precio de tu cinturón: te quedan limpios veinte dinares». Nur al-Din al oír estas palabras se quedó muy admirado y se estremeció de emoción. Se incorporó para cobrar los veinte dinares sin saber si tenía que dar crédito o no a la noticia. Una vez tuvo el dinero en su poder corrió a comprar con ellos sedas de distintos colores para que la joven las emplease, por completo, en fabricar cinturones. Después regresó a su casa, le entregó la seda y dijo: «¡Empléala toda en hacer cinturones y enséñame también a fabricarlos! Jamás en mi vida he visto un oficio mejor que éste ni que dé mejores beneficios. ¡Por Dios! ¡Es mil veces mejor que el comercio!» La joven rompió a reír ante estas palabras y le dijo: «¡Señor mío Nur al-Din! Ve a ver a tu amigo el droguero y pídele en préstamo treinta dirhemes; mañana se los devolverás, junto con los cincuenta que le pediste anteriormente, de lo que cobres por el cinturón. Nur al-Din se incorporó y fue a ver a su amigo el droguero. Le dijo: «¡Tío! Préstame treinta dirhemes y mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, te devolveré los ochenta dirhemes de una sola vez». El anciano tendero, entonces, le pesó los treinta dirhemes. El joven los tomó, se marchó al zoco y con ellos compró pan, frutas secas y frescas y flores del mismo modo como había hecho el día anterior. Se lo llevó a la esclava. Ésta se llamaba Miryam la cinturonera. Tomó la carne al momento, preparó una hermosa comida y la colocó delante de su señor Nur al-Din. Después arregló el servicio del vino, se lo ofreció y ambos bebieron juntos; ella llenaba el vaso y le daba de beber y el hacía lo mismo con ella. Una vez el vino se hubo enseñoreado de su razón, la muchacha admirada de la delicadeza y buenos modos del joven, recitó este par de versos:
Digo a un joven esbelto que ha brindado con una copa sellada con su hálito:
«¿Es que lo has exprimido de tus mejillas?» Contestó: «¡No! ¿Desde cuándo el vino se exprime de las rosas?»
La joven siguió invitando a Nur al-Din, y éste a ella: la muchacha le daba el cáliz y la copa y le pedía que se los llenase y le sirviese el líquido que regocija al alma. Cuando el muchacho le ponía la mano encima esquivaba con coquetería. La embriaguez había aumentado su belleza y hermosura, por lo que Nur al-Din recitó este par de versos:
Una esbelta que gustaba del vino dijo a su amante, que temía sus fastidios en una tertulia agradable:
«Si no haces girar en rueda el vaso y me escancias, te dejaré pasar la noche solo». El muchacho temió sus fastidios y sirvió.
Así siguieron hasta que la embriaguez se apoderó del joven y se quedó dormido. Ella se incorporó al momento y empezó a trabajar en el cinturón como tenía por costumbre. Una vez hubo terminado lo arregló y lo envolvió en una hoja de papel. Después se desnudó y pasó al lado de Nur al-Din…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven pasó al lado de Nur al-Din] y entre ambos, hasta la aurora, ocurrió la unión que ocurrió. Entonces el joven se levantó y una vez estuvo arreglado, la muchacha le entregó el cinturón y le dijo: «Ve al zoco y véndelo por veinte dinares tal y como ayer vendiste el otro». Nur al-Din lo cogió, se marchó al zoco y lo vendió por veinte dinares. Fue a visitar al droguero, le devolvió los ochenta dirhemes, le dio las gracias por su bondad e hizo por él los votos de rigor. El viejo le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Has vendido la joven?» «¿Cómo he de vender mi alma y mi cuerpo?» y a continuación le refirió toda la historia desde el principio hasta el fin y le explicó todo lo que le había ocurrido. El viejo droguero se alegró muchísimo, de un modo indescriptible. Le dijo: «¡Por Dios, hijo mío! Me has dado gran alegría. Si Dios quiere tú estarás siempre en el bienestar. Yo, por afecto hacia tu padre y la larga amistad que tengo con éste, sólo te deseo bien».
A continuación Nur al-Din se separó del anciano droguero, se marchó en seguida al zoco, compró carne, frutas, bebidas y todo lo que según tenía por costumbre necesitaba y lo llevó a la muchacha. Nur al-Din y la joven siguieron comiendo, bebiendo, jugando, distrayéndose, gozando de su amor y de su compañía, durante un año entero. Ella hacía cada noche un cinturón; al día siguiente el muchacho lo vendía por veinte dinares que invertía en comprar lo que necesitaba y lo que sobraba se lo entregaba a la muchacha para que ésta lo guardase para un caso de necesidad.
Transcurrido el año la muchacha le dijo: «¡Señor mío, Nur al-Din! Mañana, cuando hayas vendido el cinturón, cómprame con su importe seda de seis colores distintos. Me ha pasado por la cabeza el hacerte un pañuelo para que con él puedas cubrirte los hombros; los hijos de los comerciantes y de los reyes no se alegrarán con otro igual». Nur al-Din, entonces, se dirigió al zoco, vendió el cinturón, compró la seda de colores conforme le había mandado la muchacha y se la llevó. Miryam la cinturonera empleó una semana entera en hacer el pañuelo, ya que cuando terminaba de confeccionar, de noche, el cinturón, trabajaba un poco en el pañuelo. De este modo lo concluyó y se lo entregó a Nur al-Din. Éste se lo puso sobre los hombros y fue con él al zoco. Los comerciantes, las gentes y los magnates de la ciudad formaron dos filas a su lado para poder admirar su hermosura, el pañuelo y lo bien hecho que éste estaba. Cierta noche Nur al-Din, que estaba durmiendo, se despertó y encontró a la joven llorando y recitando estos versos:
Se aproxima y se acerca el momento de la separación del amado, ¡qué pena causa la partida, qué pena!
Mis entrañas se desgarran doloridas por las noches que transcurrimos en medio de la alegría.
Sin duda el envidioso nos mira con malos ojos y conseguirá su deseo.
¿Qué cosas nos son más dañosas que la envidia, los ojos de los censores y del espía?
Nur al-Din le preguntó: «¡Miryam, señora mía! ¿Qué te hace llorar?» «Lloro por el dolor que me causa la separación. Mi corazón la presiente.» «¡Señora de las hermosas! ¿Quién ha de separarnos? Yo soy de todas las criaturas la que más te ama y te adora.» «Y yo experimento por partida doble lo que tú sientes. Pero cuando las gentes piensan bien del destino les acomete la desgracia.» ¡Qué bien dijo el poeta!:
Has pensado bien del transcurso de los días mientras te eran propicios y no has temido el daño que te podía traer el destino.
Las noches te han sido favorables y te has engañado con ellas; en medio de la noche apacible nace la desgracia.
En el cielo hay innumerables astros, pero sólo se eclipsan el sol y la luna.
¡Cuántas plantas verdes y secas se hallan sobre la tierra! Pero sólo se apedrean las que dan fruta.
¿No has visto que en el mar flotan las carroñas y que sólo, en lo más profundo, se encuentran las perlas?
Añadió: «¡Señor mío Nur al-Din! Si quieres evitar la separación ponte en guardia frente a un hombre franco que es tuerto del ojo derecho, cojo del pie izquierdo; es un viejo de cara oscura y espesa barba. Éste va a ser la causa de nuestra separación. He visto que ha llegado a esta ciudad y creo que sólo ha venido en mi busca». Nur al-Din replicó: «¡Señora de las hermosas! Si mis ojos lo ven, lo mato y así servirá de ejemplo». «¡Señor mío! No lo matarás, ni le hablarás, ni lo venderás, ni lo comprarás, ni lo tratarás, ni lo frecuentarás, ni lo acompañarás, ni hablarás jamás con él una sola palabra. Ruega a Dios para que nos proteja de sus tretas y males.» Al día siguiente Nur al-Din tomó el cinturón, lo llevó al mercado y se sentó en un banco para hablar con los hijos de los comerciantes. Le entró sueño y se durmió en aquel banco. Mientras estaba dormido, en aquel momento, el franco en cuestión, acompañado por otros siete, cruzó por el mercado. Descubrió a Nur al-Din que dormía encima del banco de la tienda con la cara envuelta en el pañuelo, uno de cuyos extremos sujetaba con la mano. El franco se sentó a su lado, cogió un extremo del pañuelo, lo examinó con la mano y siguió dándole vueltas durante un rato. Nur al-Din lo notó, se despertó del sueño y encontró al mismo franco descrito por la joven, sentado junto a su cabeza. Nur al-Din dio un alarido que asustó al otro, quien le preguntó: «¿Por qué nos chillas? ¿Es que te hemos quitado algo?» «¡Por Dios, maldito! —replicó el muchacho—. Si me hubieses arrebatado algo ya te hubiese conducido ante el gobernador.» «¡Musulmán! ¡Por tu religión y lo que crees! Dime de dónde te viene este pañuelo.» «Lo ha hecho mi madre…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nur al-Din dijo: »Lo ha hecho mi madre] con sus propias manos.» «¿Me lo vendes y cobras su precio?» «¡Por Dios, maldito, que no he de venderlo ni a ti ni a nadie! Sólo lo ha hecho para mí y para nadie más.» «¡Véndemelo y te pagaré y te daré su precio ahora mismo: quinientos dinares! Deja que quien te lo ha hecho te haga otro más hermoso aún.» «No lo venderé jamás, ya que en esta ciudad no se encuentra otro semejante.» «¡Señor mío! ¿Tampoco lo venderás por setecientos dinares de oro puro?» El franco siguió aumentando el precio de cien en cien dinares hasta llegar a los novecientos dinares. Nur al-Din exclamó: «¡Que Dios me abra la puerta de otros negocios! Yo no lo vendo ni por dos mil dinares, ni por una suma mayor». El franco siguió haciendo ofertas al joven por dicho pañuelo hasta llegar a los mil dinares. Un grupo de comerciantes allí presentes dijo: «Nosotros te lo vendemos: paga su importe». Nur al-Din exclamó: «¡Pero yo, por Dios, no lo vendo!» Uno de los comerciantes intervino: «Sabe, hijo mío, que el precio de este pañuelo es de cien dinares cuando más y eso si encontrases quien lo quisiera. Este franco te paga mil dinares en total, luego tu beneficio es de novecientos dinares. ¿Qué ganancia mayor que ésta quieres? Mi opinión es que debes vender este pañuelo, coger los mil dinares y decir a quien te lo ha hecho, que te haga otro más hermoso que éste; así quitarás a este franco maldito, enemigo de la religión, mil dinares». Nur al-Din, avergonzado ante los comerciantes, vendió al franco dicho pañuelo por mil dinares. El extranjero le pagó al contado. El muchacho se dispuso a marcharse en busca de la joven Miryam para darle la buena noticia de lo que le había sucedido con el franco. Éste dijo: «¡Comerciantes! ¡Detened a Nur al-Din! Vosotros y él seréis mis huéspedes esta noche. Tengo un ánfora de vino añejo griego, un cordero cebado, frutas del tiempo y secas y flores. Esta noche me honraréis con vuestra presencia. ¡Que nadie se retrase!» Los comerciantes dijeron: «¡Señor mío Nur al-Din! Desearíamos que nos acompañases en una tal noche para poder charlar contigo. Esperamos de tu bondad y cortesía el que vengas con nosotros. Todos seremos huéspedes de este franco, ya que es un hombre generoso». Los comerciantes le conjuraron por el divorcio y le impidieron, por la fuerza, el marcharse a su casa. En seguida cerraron las tiendas, tomaron con ellos a Nur al-Din y se marcharon con el franco a una hermosa y acogedora habitación que tenía dos pabellones. Los hizo sentarse, colocó ante ellos una mesa bien hecha, magníficamente acabada, que tenía esculpidas las figuras del vencedor y del vencido, del amante y del amado, del pedigüeño y del mecenas. El franco colocó en aquella mesa preciosos vasos de porcelana china y de cristal; todos ellos estaban repletos de frutas secas y del tiempo y flores. Después les ofreció un ánfora de vino añejo griego y mandó degollar al cordero cebado. El franco encendió el fuego, se dedicó a asar la carne y a dar de comer a los mercaderes, a escanciarles vino y hacía guiños a éstos para que escanciasen abundantemente a Nur al-Din. Le sirvieron de beber hasta que perdió la razón y se embriagó. El franco, al ver que estaba completamente ebrio, le dijo: «Esta noche nos haces feliz, señor mío Nur al-Din. ¡Bienvenido seas! ¡Bienvenido seas!» El franco siguió halagándolo con sus palabras. Después se acercó a él, se sentó a su lado y se dedicó a hablarle durante una hora. A continuación añadió: «¡Señor mío Nur al-Din! ¿Me vendes la esclava que compraste hace un año por mil dinares ante todos estos comerciantes? Yo te daré ahora como precio cinco mil dinares, es decir, cuatro mil más». El joven se negó. El franco siguió dándole de comer, de beber y pujando en el precio hasta llegar a ofrecerle diez mil dinares por la esclava. Entonces, Nur al-Din, ebrio, dijo ante todos los comerciantes: «¡Te la vendo! ¡Dame los diez mil dinares!» El franco se alegró muchísimo ante estas palabras y pidió el testimonio de los comerciantes. Pasaron la noche comiendo, bebiendo y divirtiéndose hasta la llegada de la mañana. Entonces el franco gritó a sus pajes: «¡Traedme el dinero!» Se lo llevaron y contó diez mil dinares en monedas para Nur al-Din. Le dijo: «¡Señor mío Nur al-Din! Toma este dinero como precio de tu esclava que me vendiste anoche en presencia de todos estos comerciantes musulmanes». El muchacho le replicó: «¡Maldito! ¡Yo no te he vendido nada! Me estás mintiendo. Yo no tengo esclavas». «Me has vendido tu esclava y estos comerciantes son testigos de la venta.» Los mercaderes dijeron todos a una: «¡Sí, Nur al-Din! Tú le vendiste la esclava delante de nosotros: nosotros somos testigos de que tú se la vendiste por diez mil dinares. Ven, coge el precio y entrégale la esclava. Dios te dará una mejor que ella. ¿Es que te parece poco, Nur al-Din, el haber comprado una esclava por mil dinares, el haber gozado durante año y medio todos los días y todas las noches de su hermosura, belleza, trato y posesión y después de todo esto ganar, por encima del precio primitivo, nueve mil dinares en la esclava? Además, cada día, te confeccionaba un cinturón que vendías por veinte dinares. ¿Tras todo esto te niegas a venderla y tienes en poco el beneficio? ¿Qué negocio hay mejor que éste? ¿Qué beneficio puede ser mayor? Si la amabas ya has quedado harto de ella durante este período. Coge su importe, compra otra que sea más hermosa que ella. Si lo prefieres te casaremos con una de nuestras hijas fijando una dote inferior a la mitad de esta suma; será más hermosa que tu esclava y el resto del dinero quedará en tu mano como capital». Los comerciantes siguieron hablando cariñosa y hábilmente a Nur al-Din hasta que éste aceptó tomar los diez mil dinares como precio de su esclava. Entonces, el franco, mandó a buscar inmediatamente a los jueces y los testigos los cuales pusieron por escrito el contrato de venta por parte de Nur al-Din de la esclava llamada Miryam la cinturonera. Esto es lo que hace referencia al muchacho.
He aquí lo que hace referencia a Miryam la cinturonera: Ésta esperó a su señor durante todo el día hasta la puesta del sol y luego desde la puesta del sol hasta la media noche. Pero su dueño no regresó. Se asustó y rompió a llorar amargamente. El viejo droguero oyó que lloraba y le mandó a su propia esposa. Ésta se presentó ante ella, la encontró sollozando y le preguntó: «¡Señora mía! ¿Qué te ocurre para llorar?» «¡Madre mía! Estoy esperando la llegada de mi señor Nur al-Din y hasta ahora no ha venido. Femó que alguien, y por mi causa, le haya enredado para que me venda y que él haya caído en la trampa y me haya vendido.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y ocho, refirió:
—Me he enterado ¡oh rey feliz!, de que la esposa del droguero le replicó: «¡Señora mía! ¡Miryam! Aunque entregasen a tu señor, a cambio de ti, toda esta habitación llena de oro no te vendería y eso por el amor que yo sé que te tiene. Pero, señora Myriam, puede ser que haya llegado un grupo de la ciudad de El Cairo, de junto a sus padres, y les haya invitado a comer en el sitio en que se hospedan, pues habrá tenido vergüenza de traerlos a este lugar ya que no es suficientemente amplio o porque su rango no fuese suficiente para traerlos a casa o por que haya querido ocultarle tu existencia. Pasará con ellos la noche hasta la aurora y luego mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, vendrá a tu lado sano y salvo. No te preocupes ni te apenes, señora mía, porque esté separado de ti durante esta noche. Yo pasaré la noche contigo y te consolaré hasta que llegue tu señor». La esposa del droguero distrajo y consoló a Miryam con sus palabras hasta que la noche desapareció por completo. Apenas fue claro Miryam vio a su señor Nur al-Din que entraba en su azucaque seguido por el franco y rodeado de un grupo de comerciantes. Los miembros de Miryam empezaron a temblar en cuanto los vio, palideció y se tambaleó como si fuese un navío azotado por un viento impetuoso en medio del mar. La mujer del droguero, al verla, le dijo: «¡Señora mía! ¡Miryam! ¿Qué te ocurre que veo que cambia tu estado, que tu cara palidece y se marchita?» «¡Señora mía! ¡Por Dios! Mi corazón ha presentido la separación y el alejamiento.» La esclava empezó a gemir con profundos suspiros y recitó estos versos:
No te fíes de la separación, pues tiene un gusto amargo.
El sol, cuando se pone, palidece por el dolor de la separación.
Por eso mismo, cuando sale, su rostro resplandece por la alegría del encuentro.
A continuación Miryam la cinturonera rompió a llorar amargamente, de modo inigualable, y quedó convencida de que iban a separarse. Dijo a la esposa del droguero: «¿No te había dicho que han tendido una trampa a Nur al-Din para que me venda? No hay duda de que esta noche me ha cedido a ese franco a pesar de que le puse en guardia sobre él. Pero de nada sirve estar en guardia contra el destino. Ahora te das cuenta de que era verdad lo que te decía». Mientras dirigía estas palabras a la esposa del droguero llegó su señor Nur al-Din y entró en la habitación. La joven vio que había perdido el color, que sus miembros temblaban y que en el rostro se veían las huellas de la tristeza y del arrepentimiento. Le dijo: «¡Señor mío Nur al-Din! ¡Parece ser que me has vendido!» El joven rompió a llorar amargamente, gimió, y con un profundo suspiro recitó estos versos:
De nada sirve estar en guardia frente a los hados; si tú te equivocas el destino no falla.
Cuando Dios decreta que a un hombre le suceda algo, por más que tenga inteligencia, oído y vista,
Los oídos se le tapan, la vista se le ciega y pierde la razón con la misma facilidad que un cabello.
Una vez se ha cumplido en él su decreto, le devuelve la razón para que reflexione.
No preguntes por lo ocurrido, cómo ocurrió: todas las cosas están predestinadas y ordenadas.
A continuación Nur al-Din pidió perdón a la joven y le dijo: «¡Por Dios, señora mía, Miryam! La pluma escribe lo que Dios dispone. La gente, para conseguir que te vendiera, me ha tendido una trampa; yo he caído en ella y te he vendido cometiendo contigo la mayor injusticia. Es posible que quien ha dispuesto la separación nos conceda el favor de reunimos de nuevo». La esclava le replicó: «Te había advertido y esto me preocupaba». A continuación le estrechó contra su pecho, le besó entre sus ojos y recitó estos versos:
¡Juro por vuestro amor que jamás me consolaré de vuestro cariño aunque tuviese que perder el alma por la pasión y el deseo!
Me lamento y lloro todo el día y la noche del mismo modo como gime la tórtola sobre el árbol que crece encima de un montículo de arena.
¡Amigos míos! Mi vida es amarga desde vuestra partida. Desde el momento en que os habéis ausentado se me ha negado la reunión.
Mientras ambos se encontraban en esta situación, el franco se adelantó, se acercó y besó las manos de la señora Miryam. Ésta le dio una bofetada en la mejilla y le dijo: «¡Aléjate, maldito! Me has perseguido hasta conseguir engañar a mi dueño pero, maldito, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, el resultado será feliz». El franco rompió a reír ante sus palabras, se admiró de su acción y le pidió disculpa. Le dijo: «¡Señora mía! ¡Miryam! ¿Cuál es mi culpa? Te ha vendido éste, tu señor Nur al-Din, de buen grado y sabiendo lo que se hacía. ¡Juro por el Mesías que si te hubiese amado no hubiese obrado contigo a la ligera; si no estuviese harto de ti no te hubiese vendido! Un poeta ha dicho:
»Márchese de mi lado, inmediatamente, quien me fastidia; si volviese a acordarme de él, no estaría más en la buena dirección.
El mundo entero no me parece tan pequeño para que me tengas que ver solicitando a quien no me quiere.»
Esta esclava era hija de un rey de Francia, ciudad amplia, con muchas industrias, maravillas y plantas: se parecía a Constantinopla. La causa de que esta muchacha hubiese abandonado la ciudad de su padre constituye un hecho prodigioso y un asunto admirable que expondremos con orden para que quienes escuchan disfruten y se deleiten.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas setenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Miryam había sido educada al lado del padre y de la madre, en medio del respeto y de las atenciones. Había estudiado elocuencia, escritura, aritmética, equitación; había aprendido a coser, tejer, fabricar cinturones, pasamanería, repujar oro sobre plata y plata sobre oro y había practicado todos los oficios propios de hombres y mujeres hasta el punto de ser la perla única de su tiempo, y constituir un caso singular en su época. Dios, (¡gloriado y ensalzado sea!) le había dado belleza, hermosura, distinción y cualidades que la hacían destacar entre todos sus contemporáneos. Los soberanos de las islas la habían pedido en matrimonio a su padre, pero éste se negaba a casarla con aquel que se la pedía de tan grande como era el amor en que la tenía y que no le permitía estar separado de ella ni un instante. No tenía ninguna hija más y en cambio, sí muchos hijos varones; pero la amaba a ella más que a los chicos. Un año la muchacha se puso gravemente enferma llegando a estar a punto de morirse; entonces hizo votos de que si se curaba de dicha enfermedad iría en visita piadosa a tal monasterio que se encontraba en determinada isla. Dicho monasterio era tenido en mucha estima por ellos los cuales cumplían sus votos en él y recibían sus bendiciones. Miryam se curó de la enfermedad y quiso cumplir la promesa que había hecho a aquel cenobio. Su padre, el rey de Francia, la envió a dicho convento en una nave pequeña y mandó con ella a algunas de las hijas de los grandes y de los patricios de la ciudad para que la sirviesen. Cuando estuvieron cerca del monasterio les salió al encuentro una nave ocupada por musulmanes consagrada a combatir en la senda de Dios. Éstos se apoderaron de todos los patricios, muchachas, riquezas y regalos que transportaba y vendieron lo que habían cogido en la ciudad de Qayrwan. Miryam fue a parar a poder de un comerciante persa impotente que no se acercaba a las mujeres y que jamás había desnudado a una de éstas. La utilizó para su servicio. Después el persa se puso gravemente enfermo y estuvo a punto de morir. La enfermedad fue larga, duró varios meses y Miryam le sirvió de modo muy diligente hasta el punto de que Dios le devolvió la salud. El persa se acordó de las._ atenciones y cuidados que le había prodigado, el servicio que le había hecho y quiso recompensaría por el bien que había recibido. Le dijo: «¡Miryam! ¡Pídeme algo!» «¡Señor mío! Te ruego que no me vendas más que a aquel a quien yo desee y quiera.» «¡Por Dios! Te lo concedo, Miryam. Sólo te venderé a quien tú quieras: tu venta queda en tu mano.» La joven se alegró muchísimo. El persa le explicó la religión del Islam y ella se convirtió. Después le enseñó los ritos del culto y durante un tiempo la joven aprendió la religión y las disciplinas relacionadas con ésta; le hizo saber de memoria El Corán, el fiqh y las tradiciones proféticas pertinentes. Luego la llevó a la ciudad de Alejandría y la vendió a quien ella quiso, pues le había dejado el derecho de venderse a sí misma conforme hemos dicho. Ya hemos referido cómo la compró Nur al-Din. Esto es lo que hace referencia a la salida de Miryam de su país.
He aquí lo que hace referencia a su padre, el rey de Francia: Cuando se enteró de lo sucedido a su hija y a quienes la acompañaban se puso en seguida en movimiento y despachó en pos de ella buques, patricios, caballeros y campeones. Pero después de haber hecho averiguaciones por las islas de los musulmanes y no haber encontrado noticias regresaron junto a su padre gimiendo, gritando de dolor y de la dureza del destino. El soberano se entristeció muchísimo por su pérdida y mandó en su búsqueda a ese tuerto del ojo derecho y cojo de la pierna izquierda que era el más importante de sus ministros, prepotente, vanidoso, maniobrero y astuto. Le ordenó que recorriese todos los países musulmanes hasta encontrarla y que la comprase aunque tuviese que pagar una nave repleta de oro. Aquel maldito la buscó por las islas del mar y por todas las ciudades, pero no encontró ni rastro hasta llegar a la ciudad de Alejandría. Aquí preguntó por ella y se enteró de que estaba en poder de Nur al-Din el cairota. Con éste le ocurrió lo que le ocurrió y le tendió una trampa hasta conseguir comprársela, conforme hemos dicho, después de haberla descubierto gracias al pañuelo que sólo podía haber hecho la propia princesa; él es quien se había puesto de acuerdo con los comerciantes y convenido con ellos la treta con que había de recuperarla.
La joven, al encontrarse en el domicilio del visir, lloró y gimió. Éste le dijo: «¡Señora mía! ¡Miryam! Abandona esta tristeza y este llanto; ven conmigo a la ciudad de tu padre, a la sede de tu reino, a la residencia de tu gloria, a tu patria, para vivir entre tus criados y tus pajes; deja esta humillación y esta vida en el extranjero. Basta ya con las fatigas y viajes que he hecho por tu causa, con el dinero que he gastado. Estoy cansado, pues llevo viajando casi un año y medio, ya que tu padre me ha ordenado que te comprase aunque tuviese que pagar un barco lleno de oro». A continuación el visir del rey de Francia empezó a besarle los pies y a humillarse ante ella y seguía besándole manos y pies. Pero la cólera de la muchacha iba en aumento con todas esas pruebas de cortesía. Le dijo: «¡Maldito! ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) no permita que alcances tu deseo!» En aquel instante los pajes le acercaron una mula que llevaba una silla recamada. La ayudaron a montar y levantaron por encima de su cabeza un parasol de seda sostenido por varas de oro y de plata. Los francos la escoltaron disponiéndose a su alrededor y así salieron por la puerta del mar. La hicieron subir en una barca pequeña y remaron hasta llegar a un gran navío en el que la instalaron. Entonces, el visir tuerto se incorporó y gritó a los marineros: «¡Levantad el mástil!» Lo levantaron al momento, izaron las velas y las banderas, desplegaron el algodón y el lino, empezaron a remar y zarparon.
Mientras sucedía todo esto, Miryam tenía los ojos clavados en Alejandría hasta que la perdió de vista. Lloró amargamente a escondidas…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Miryam] sollozó, derramó abundantes lágrimas y recitó estos versos:
¡Morada de los amados! ¿Volverás a nuestro lado? No sé lo que Dios dispondrá.
Los buques de la separación se alejan rápidamente; las lágrimas han llagado mis ojos
Por haberme separado de un amigo que constituye mi máximo deseo; en él se curaba mi enfermedad y desaparecían mis dolores.
¡Dios mío! Sé mi representante a su lado. A ti pertenece el día en que no se pierden los depósitos.
Miryam, cada vez que se acordaba de Nur al-Din, lloraba y sollozaba. Los patricios corrían a su lado y la consolaban, pero ella no hacía caso de sus palabras y seguía sumergida en su pena de amor y pasión. Lloraba, gemía, se quejaba y recitaba estos versos:
La lengua del amor habla de ti en mis entrañas y te dice que yo te quiero.
Las brasas del amor han derretido mi corazón y éste, herido, palpita por estar separado de ti.
¡Cuántas veces escondo el amor que me consume! Mis párpados están ulcerados y mis lágrimas corren a raudales.
Miryam siguió en esta situación sin poder estar quieta ni conseguir tener paciencia durante toda la duración del viaje. Esto es lo que hace referencia a ella y al visir tuerto.
He aquí lo que hace referencia a Nur al-Din el cairota, hijo del comerciante Tach al-Din: Después de que Miryam hubo embarcado y partido, el mundo le pareció angosto y perdió la paciencia. Regresó a la habitación en que había vivido con ella y vio que era oscura y tenebrosa; contempló los instrumentos que empleaba para hacer los cinturones y los vestidos que habían cubierto su cuerpo. Estrechó éstos contra su pecho, rompió a llorar, las lágrimas rebosaron de sus párpados y recitó estos versos:
¡Ojalá supiera si después de la separación, de mi pena y de mi dolor volverá la unión!
¡Ay de ti! Lo que fue en el pasado no vuelve ¿tendré la suerte de reunirme de nuevo con mi amado?
¿Volverá a reunirme Dios con quien deseo?, mis amigos ¿observarán los pactos de mi amor?
¿Conservará su amor aquel al que he perdido por mi ignorancia? ¿Observará las promesas que me hizo y los lazos que antes nos unían?
Después de haberme apartado de él no soy más que un muerto ¿Algún día les parecerá bien mi muerte a los amigos?
¡Qué pena la mía si mi dolor sirviese de algo! Me consumo de pasión ante mi creciente pesar.
Ha pasado ya el tiempo en que estábamos juntos, ¿será generoso el destino con mis deseos?
¡Corazón! ¡Aumenta tu amor! ¡Ojo! ¡Derrama las lágrimas y no las dejes en mi pupila!
¡Oh, separación de los seres amados, paciencia perdida! Pocos son mis defensores cuanto más aumenta mi pena.
Ruego al Dios de los mundos que sea generoso conmigo concediéndome el retorno de mi amado y la unión acostumbrada.
Después. Nur al-Din rompió a llorar desesperadamente, de un modo inigualable, miró los rincones de la habitación y recitó este par de versos:
Veo sus huellas y la pasión me derrite; derramo lágrimas sobre sus moradas.
Ruego a Quien ha decretado que me separase de ella que me conceda pronto el día de la reunión.
A continuación el joven se puso de pie, cerró la puerta de la casa y corrió al mar donde contempló el lugar desde el cual había zarpado la embarcación llevándose a Miryam. Rompió a llorar, exhaló profundos suspiros y recitó estos versos:
La paz sea sobre vosotros, pues nada más puedo hacer: estar cerca o lejos, tal es mi situación.
En cada momento me acuerdo de vosotros y os deseo del mismo modo que el sediento ansia la fuente.
Mi oído, mi corazón y mi vista se han quedado a vuestro lado. Recordaros es para mí algo más dulce que la miel.
¡Qué pena la mía cuando vuestro buque zarpó! ¡Con él se desvaneció el objeto de mis deseos!
Nur al-Din, lloró, sollozó y gritó: «¡Miryam! ¡Miryam! ¿Te he visto en sueño o sólo en una pesadilla?» Al hacerse más hondos los suspiros recitó estos versos:
Después de esta separación, ¿volverán a veros mis ojos y oiré, en casa, vuestra voz?
¿Volverá a reunimos la lar que nos era familiar de modo que a mí se me concedan los deseos de mi corazón y a ti los tuyos?
¡Llevad mis huesos en el ataúd donde quiera que vayáis! ¡Enterradme enfrente del lugar en que os instaléis!
Si tuviese dos corazones, con uno viviría y el otro lo dejaría presa de vuestro amor y pasión.
Si se me preguntase: «¿Qué queréis pedir a Dios?», respondería: «¡Merecer la satisfacción del Clemente y luego la vuestra!»
Mientras Nur al-Din se encontraba en esta situación diciendo: «¡Miryam! ¡Miryam!», desembarcó un anciano que le vio llorar y recitar este par de versos:
¡Vuelve, hermosa Miryam! Las nubes repletas de agua dejan correr la lluvia a través de mis pupilas.
Prescindiendo del vulgo, interroga a quienes me censuran: sabrás que los párpados de mis ojos están anegados de agua.
El anciano dijo: «¡Hijo mío! Parece ser que lloras por la esclava que se llevó ayer el franco». Nur al-Din cayó desmayado al oír las palabras del viejo y permaneció así durante una hora. Al recobrar el conocimiento rompió a llorar amargamente, de modo inigualable y recitó estos versos:
¿Después de esta separación puedo esperar reunirme de nuevo con ella y que vuelva en su plenitud la delicia del amor?
En mi corazón hay herida y pasión y me inquietan los dimes y diretes de los espías.
Paso el día perplejo, absorto; por la noche espero que me visite su imagen.
¡Por Dios! No me consolaré, ni por un instante de su amor, ¿cómo podría resignarme si mi corazón está harto de los espías?
Es una muchacha de miembros delicados, de esbelta cintura; tiene una pupila que asaetea con sus dardos mi corazón.
Su figura asemeja la rama de sauce en el jardín; su hermosura y su belleza avergüenzan la luz del sol.
Si no temiese a Dios (¡ensalzado sea en su Majestad!) diría a la hermosa: «¡Exaltada sea tu majestad!»
El corazón del anciano se entristeció y se apiadó de la situación de Nur al-Din, al darse cuenta de su belleza, hermoso talle, equilibrio de proporciones, elocuencia de dicción y su delicadeza. Ese anciano era capitán de un navío que iba a partir hacia la ciudad de aquella joven llevando a cien comerciantes musulmanes creyentes. Le dijo: «Ten paciencia, pues, si Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) lo quiere, sólo te ha de llegar bien. Yo te conduciré a su lado…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el capitán prosiguió: »…yo te conduciré a su lado] si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere». Nur al-Din preguntó: «¿Cuándo emprendemos el viaje?» «Dentro de tres días; entonces zarparemos en paz y con bien.» El joven se alegró muchísimo al oír las palabras del capitán y le dio las gracias por su bondad y el favor que le hacía. Después, acordándose de los días en que estaban reunidos y satisfacía su amor por aquella muchacha incomparable, rompió a llorar a lágrima viva y recitó estos versos:
¿El Clemente me reunirá con vos? ¡Señores míos! ¿Podré o no conseguir el objeto de mis deseos?
¿Las vicisitudes del destino permitirán vuestra visita? ¿Cerraré, ávidamente, mis párpados al veros?
Si vuestro amor se pusiera en venta le compraría a costa de mi alma; pero creo que vuestro amor vale más.
Inmediatamente después Nur al-Din se dirigió al mercado, compró todos los víveres y útiles que necesitaba para el viaje y se presentó ante el capitán. Éste, al verlo, le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué es esto que traes?» «Los víveres y lo que necesito para el viaje.» El capitán se rió de sus palabras y dijo: «¡Hijo mío! ¿Es que vas de paseo a las columnas de Pompeyo? Si el viento y el tiempo nos son favorables, te separan dos meses de viaje del lugar al que te diriges». El anciano pidió unos dirhemes a Nur al-Din, se dirigió al zoco y le compró todo lo que precisaba de modo imprescindible para el viaje y le llenó un barril de agua dulce. Nur al-Din vivió en la embarcación los tres días. Cuando los comerciantes hubieron terminado sus quehaceres y subido a bordo, el capitán desplegó las velas. Navegaron durante cincuenta y un días al cabo de los cuales les salieron al encuentro los corsarios, los piratas del mar, los cuales saquearon la nave y capturaron a todos los que iban en ella. Los condujeron a una ciudad de los francos y los presentaron al rey. Nur al-Din se encontraba entre ellos. El soberano mandó que los encarcelasen; en el momento en que salieron de la sala de audiencias yendo a la cárcel, llegó la galera que transportaba a la reina Miryam la cinturonera y el visir tuerto. La galera atracó en la ciudad y el visir desembarcó, corrió ante el rey y le dio la buena nueva de la llegada sana y salva de su hija Miryam la cinturonera. Los tambores repicaron y la ciudad revistió sus mejores galas. El rey, los grandes del reino y todo el ejército montaron a caballo y se dirigieron a la orilla del mar a recibir a la princesa. Al llegar ante la nave desembarcó su hija, Miryam, y el padre la abrazó y la saludó. La muchacha le devolvió el saludo. Le ofreció un corcel y ella montó. Al llegar a palacio su madre la abrazó, la besó y le preguntó cómo se encontraba y si seguía siendo virgen como antes, cuando estaba con ellos, o era ya una mujer experta. Miryam le replicó: «¡Madre mía! ¿Cómo puede quedarse virgen una joven que ha sido vendida a un hombre del país de los musulmanes y ha pasado de mano en mano de los comerciantes? El que a mí me compró me amenazó con apalearme, me forzó y me arrebató la virginidad. Éste me vendió a otro y éste a otro». Para la madre, la luz se transformó en tinieblas al oír estas palabras. Contó al padre lo sucedido y éste se indignó, le supo muy mal y expuso lo sucedido a su hija a los grandes del reino y a sus patricios. Le replicaron: «¡Oh, rey! Ella se ha ensuciado al tener relaciones con los musulmanes, sólo la purificará la ejecución de cien de éstos». Entonces el rey mandó que le llevasen los prisioneros que estaban en la cárcel. Hicieron comparecer a todos, incluido Nur al-Din, ante él. El soberano ordenó que les cortasen el cuello. El primer ejecutado fue el patrón de la nave. Luego cortaron el cuello a todos los comerciantes, uno en pos de otro, hasta que sólo quedó Nur al-Din. Le arrancaron un pedazo del faldón de su traje, le vendaron los ojos, le condujeron al tapiz de la sangre y se dispusieron a cortarle el cuello. En aquel momento apareció una mujer anciana que se acercó al rey y le dijo: «¡Señor mío! Tú has hecho promesa de dar, a cada iglesia, si Dios te devolvía a tu hija Miryam, cinco esclavos musulmanes para consagrarlos a su servicio; ahora que has recuperado a tu hija, la señora Miryam, cumple la promesa que hiciste». El rey le contestó: «¡Madre mía! ¡Juro por el Mesías y la religión verdadera! De todos los prisioneros sólo me queda éste al cual me disponía a matar. Cógelo. Él te auxiliará en el servicio de la iglesia hasta que tengamos más prisioneros musulmanes: entonces te enviaré otros cuatro. Si hubieras llegado antes de cortar el cuello de estos prisioneros te hubiese dado todos los que hubieras querido». La vieja dio las gracias al rey por su acto e hizo votos para que viviese largo tiempo con poder y bienestar. A continuación la anciana se acercó a Nur al-Din, lo sacó del tapiz de la sangre y lo miró. Vio que era un muchacho hermoso, agradable, de buen ver y que su rostro parecía ser la luna llena cuando se muestra en su decimocuarta noche. Le tomó consigo y le llevó a la iglesia. Le dijo: «¡Hijo mío! Quítate los vestidos que llevas, pues no son propios para servir al sultán». Luego entregó a Nur al-Din una aljuba y una capucha de lana negra y un ancho cinturón. Le puso la aljuba, le colocó la capucha y ciñó su talle con el cinturón mandándole que sirviese a la iglesia. Así trabajó en la iglesia durante siete días. Mientras él estaba en sus faenas llegó la anciana y le dijo: «¡Musulmán! ¡Coge tus vestidos de seda y póntelos! Toma estos diez dirhemes y sal ahora mismo a distraerte durante todo el día; no te quedes aquí ni un instante, pues perderías la vida». «¡Madre mía! ¿Qué ocurre?» «Sabe, hijo mío, que la hija del rey, la señora Miryam la cinturonera, quiere venir, ahora, a la iglesia, para realizar una visita, santificarse en ella, hacer una ofrenda en acción de gracias por haber escapado del país de los musulmanes y cumplir los votos que hizo para el caso de que el Mesías la salvase. La acompañan cuatrocientas doncellas, cada una de las cuales es bella y hermosa. Entre ellas se encuentra la hija del visir y las hijas de los emires y de los grandes del reino. Vienen ahora: si te viesen en esta iglesia serías pasto de las espadas». Nur al-Din tomó los diez dirhemes que le daba la vieja y, tras haberse puesto sus vestidos, se dirigió al zoco y empezó a pasear por las calles de la ciudad para conocer sus barrios y sus puertas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después regresó a la iglesia y vio que Miryam la cinturonera, la hija del rey de Francia, había llegado a ésta acompañada por cuatrocientas doncellas de senos vírgenes que parecían lunas. Entre ellas estaba la hija del visir tuerto y las hijas de los emires y de los grandes del reino. Miryam avanzaba entre ellas como si fuese la luna que rodean los luceros. Al verla, Nur al-Din no pudo contenerse y un grito escapó de lo más hondo de su corazón diciendo: «¡Miryam! ¡Miryam!» Las muchachas, al oír los gritos del joven que decía «¡Miryam!» se abalanzaron sobre él y el acero de las espadas brilló como un relámpago. Quisieron matarlo en aquel mismo instante. Miryam se volvió hacia él, lo observó y lo reconoció perfectamente. Dijo a las muchachas: «¡Dejadlo! ¡Este muchacho, sin duda, está loco, ya que en su cara se ven claros los indicios de la locura!» Nur al-Din, al oír las palabras de su señora Miryam, descubrió su cabeza, desorbitó los ojos, gesticuló con las manos, curvó los pies, sacó baba por la boca y por la comisura de los labios. La señora Miryam añadió: «¿No decía yo que éste estaba loco? Acercádmelo y alejaos para que yo oiga lo que dice, pues sé árabe. Veré cuál es su estado y si su locura tiene o no remedio». Las muchachas lo cogieron y se lo llevaron. Después se alejaron. La princesa preguntó: «¿Has venido hasta aquí por mi causa? ¿Te has expuesto y te has fingido loco por mí?» El muchacho replicó: «¡Señora mía! ¿No has oído lo que dice el poeta?:
»Me preguntaron: “¿Te has vuelto loco por quien amas?” Les contesté: “Sólo los locos gozan de las dulzuras de la vida;
¡Traed mi locura! ¡Traedme aquella que me ha vuelto loco! Si ella está conforme con mi locura, no me censuréis”».
Miryam le dijo: «¡Por Dios, Nur al-Din! Tú eres el propio culpable. Yo te había puesto en guardia sobre todo esto antes de que sucediese. Pero tú no hiciste caso de mis palabras y seguiste los impulsos de tu pasión. Yo no te había advertido ni por deducción, ni por fisiognómica, ni porque lo hubiera soñado, sino porque lo había visto con mis propios ojos, porque había visto al visir tuerto y me había dado cuenta de que sólo había ido a aquella ciudad en mi busca». «¡Señora mía! ¡Miryam!
¡Busquemos refugio en Dios ante los resbalones del hombre sensato!» La situación se había hecho penosa para Nur al-Din, por lo que recitó estos versos:
Perdona la culpa de aquel cuyo pie ha resbalado; al esclavo le pertoca la generosidad de sus señores.
A aquel que ha cometido una gran falta le basta con un gran arrepentimiento cuando el arrepentimiento no sirve de nada.
He hecho, lo confieso, algo que exige una reprimenda, pero ¿dónde está el perdón y la comprensión que requiere?
Nur al-Din y la señora Miryam la cinturonera siguieron haciéndose reproches que sería largo referir. Cada uno de ellos contó al otro lo que le había sucedido, le recitó versos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas como si fuesen mares. Cada uno se quejó al otro de lo fuerte de su pasión, del dolor y la pasión que sentía por estar solo y así siguieron hasta que no les quedaron fuerzas para hablar. El día había desaparecido y las tinieblas llegado. La señora Miryam llevaba puesta una túnica verde bordada en oro rojo y cuajada de perlas y gemas que hacía resaltar su belleza, hermosura y encantos. ¡Qué bien lo dijo el poeta!:
Se mostró vestida con una túnica verde como si fuese la luna llena: botones desabrochados, cabellos sueltos.
Le pregunté: ¿Cuál es tu nombre?» Contestó: «Yo soy aquella que tuesta el corazón de los amantes sobre brasas;
Soy la blanca plata y el oro que rescatan al preso de la dureza de la cárcel».
Le dije: «La separación me ha afectado». Contestó: «¿Te quejas a mí, que tengo el corazón de piedra?»
Le repliqué: «Tú tienes el corazón de piedra, pero Dios ha hecho brotar de la roca agua purísima».
Al hacerse de noche, la señora Miryam se acercó a las jóvenes y les preguntó: «¿Habéis cerrado la puerta?» Le contestaron: «La hemos cerrado». Entonces, la señora Miryam, tomó consigo a las muchachas y las llevó a un lugar que llamaban «Camarín de la señora Virgen María, madre de la luz», ya que los cristianos creen que su espíritu y su secreto poder residen allí: Las jóvenes empezaron a impetrar su bendición y dar vueltas por toda la iglesia. Una vez terminada la visita la señora Miryam se volvió hacia ellas y les dijo: «Quiero entrar sola en la iglesia para implorar bendiciones; tengo gran deseo de ello a causa de mi larga ausencia en tierra de musulmanes. Vosotras, una vez hayáis terminado la visita, dormiréis donde queráis». Le replicaron: «¡De mil amores! Tú haz lo que desees». Se separaron de ella, se desparramaron por la iglesia y se durmieron.
Miryam, aprovechando su distracción, empezó a buscar a Nur al-Din. Lo encontró en un rincón sentado, como sobre brasas, esperándola. Cuando la princesa estuvo a su lado se puso de pie y le besó las manos. Se sentaron el uno al lado del otro. La princesa se quitó las joyas, la túnica y los preciosos vestidos, estrechó a Nur al-Din contra su pecho y lo colocó en su seno. Se besaron, abrazaron y jugaron la partida del amor sin descanso. Decían: «¡Qué corta es la noche de la unión y cuán largo el día de la separación!» Recitaron las palabras del poeta:
¡Oh, noche de la unión! ¡Oh, virgen del destino! Tú eres la noche más clara de todas las noches.
La aurora se ha levantado en el momento del ocaso, ¿eres tú el colirio en los ojos de la aurora
O sueño en unos ojos enfermos?
¡Oh, noche de la separación! ¡Cuán larga eres! El fin empalma con el principio
Como si fuese una argolla fundida cuyo principio no se encuentra: el día del juicio tendrá lugar antes.
Después de la resurrección el amante seguirá muerto por la separación.
Mientras ambos se encontraban en esta gran dulzura, en esta profunda alegría, uno de los pajes de la Virgen tocó el naqus en la azotea de la iglesia para recordar a los fieles los rezos de ritual. Era tal como dijo el poeta:
Vi que tocaba el naqus. Le pregunté: «¿Quién ha enseñado a la gacela a tocar el naqus?»
Me dije: «Qué sonido es más doloroso ¿el del naqus o el que anuncia la separación? Mide».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al oírlo, Miryam se incorporó y se puso sus ropas y joyas. Esto supo muy mal a Nur al-Din, quien se apenó y rompió a llorar con abundantes lágrimas y recitó estos versos:
No paro de besar las mejillas de rosa fresca ni de morder, apasionado, lo que ella me ofrece.
Hasta que, cuando gozábamos, mientras al espía se le cerraban los ojos de sueño,
Tocó el naqus para despertar a sus fieles del mismo modo que el almuédano llama para la plegaria ritual.
Ella se puso de pie y vistió, de prisa, sus vestidos temerosa de que el lucero de nuestro espía apareciese.
Dijo: «¡Oh, mi deseo! ¡Oh, pasto de mi corazón! Ha llegado la mañana con su blanco rostro».
Juro que si algún día alcanzo el poder y soy un sultán poderoso
Destruiré hasta el último rincón de las iglesias y mataré a todos los sacerdotes de la tierra».
A continuación, la señora Miryam estrechó a Nur al-Din contra su pecho, le besó en la mejilla y le preguntó: «¡Nur al-Din! ¿Cuántos días hace que estás en la ciudad?» «¡Siete!» «¿La has recorrido? ¿Conoces sus calles, sus salidas y sus puertas, tanto las que dan al mar como a la tierra?» «¡Sí!» «¿Sabes dónde se encuentra la caja que está en la iglesia en que se guardan las ofrendas?» «¡Sí!» «Puesto que sabes todo eso, cuando haya transcurrido el primer tercio de la próxima noche ve a buscar la caja de las ofrendas y coge lo que desees y te guste; abre la puerta de la iglesia que da al pasadizo que conduce al mar: hallarás un barquichuelo con diez hombres marineros. El capitán, al verte, te extenderá la mano: dale la tuya y te hará subir a bordo; quédate con él hasta que yo llegue a tu lado y ten cuidado, pero mucho cuidado, en que el sueño no te venza esa noche, pues te arrepentirías cuando de nada sirviera el arrepentimiento». La señora Miryam se despidió de Nur al-Din y se marchó, en seguida, de su lado; despertó a las doncellas y a todas las muchachas que aún dormían, las tomó consigo, se dirigió a la puerta de la iglesia, llamó y la vieja la abrió. Al salir vio que los criados y los patricios estaban esperando: le ofrecieron una mula y montó en ella. Entonces los criados la cubrieron con un velo de seda, los patricios cogieron la mula por las riendas, las muchachas se colocaron detrás. Los soldados de escolta la rodearon con las espadas desenvainadas y la acompañaron hasta dejarla en el castillo de su padre. Esto es lo que hace referencia a Miryam la cinturonera.
He aquí lo que se refiere a Nur al-Din el cairota: Continuó oculto detrás de la cortina que le había permitido estar a solas con Miryam hasta que se hizo de día, se abrió la puerta de la iglesia y acudió gran número de fieles. Entonces se mezcló con éstos y se presentó a la vieja que custodiaba la iglesia. Le preguntó: «¿Dónde has dormido esta noche?» Le replicó: «En un sitio de la ciudad conforme me mandaste». «¡Has hecho bien, hijo mío! Si hubieses pasado la noche en la iglesia hubieses muerto de mala manera.» «¡Loado sea Dios que me ha salvado de los peligros de esta noche!» Nur al-Din siguió prestando sus servicios a la iglesia hasta que se terminó el día y llegó la noche con sus oscuras tinieblas. Entonces, el joven se dirigió a la caja de las ofrendas, cogió las joyas que tenían poco peso y mucho valor y esperó a que hubiese transcurrido el primer tercio de la noche para salir por la puerta que daba al pasadizo que conducía al mar, rogando a Dios que lo ocultase. Anduvo sin descanso hasta llegar a la puerta: la abrió, se internó en el pasadizo, llegó hasta el mar y encontró anclado el navío junto a la orilla del mar, al lado de la puerta. El capitán era un anciano jeque de larga barba que estaba plantado en el centro del puente: diez hombres se encontraban delante suyo. Nur al-Din le alargó la mano conforme le había mandado Miryam. El otro se la cogió, tiró de él y le dejó en medio del buque. Entonces el jeque gritó a los marineros: «¡Levad las anclas del buque de tierra y navegad por el mar antes de que sea de día!» Uno de los diez marinos le replicó: «¡Señor mío! ¡Capitán! ¿Cómo hemos de zarpar si el rey nos ha informado que mañana embarcará en el buque para hacer una gira por este mar y ver lo que hay en él, ya que teme que ocurra alguna desgracia a su hija Miryam a causa de los piratas musulmanes?» El capitán les gritó: «¡Ay de vosotros, malditos! ¿Habéis llegado al punto de contradecirme y no hacer caso de mis palabras?» A continuación, el anciano sacó la espada de la vaina, cortó el cuello del que había hablado y la espada salió brillante. Uno de los marinos le dijo: «¿Qué falta ha cometido nuestro compañero para que hayas tenido que cortarle el cuello?» El anciano alargó la mano a la espada y cortó el cuello al que había hablado. De este modo el capitán fue cortando el cuello de los marinos, uno en pos de otro, hasta haber dado muerte a los diez; los echó a la orilla del mar. Luego se volvió a Nur al-Din y le dijo con un grito que le dejó aterrorizado: «¡Ve a tierra y leva anclas!» El joven, temiendo que le matase con la espada, se puso en movimiento, saltó a tierra, levó el palo y subió de nuevo a bordo más rápido que el relámpago. El capitán le decía: «¡Haz esto y esto! ¡Mueve tal y tal! ¡Observa las estrellas!» y Nur al-Din hacía todo lo que le mandaba el arráez, pues tenía el corazón aterrorizado. Después izó la vela del navío y éste se adentró en el mar tumultuoso, cuyas olas entrechocan.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el viento les fue favorable. Nur al-Din sujetaba la vela con la mano mientras permanecía sumido en el mar de sus reflexiones, inmerso en sus propios pensamientos, pero ignoraba cuánto le guardaba oculto el destino: cada vez que miraba al capitán se quedaba con el corazón atemorizado; ignoraba adonde le conducía el capitán y era presa de temores y preocupaciones. Así siguió hasta que se hizo de día, momento en el cual clavó la vista en el capitán. Éste cogió su luenga barba con la mano, tiró de ella y la arrancó del mentón. Nur al-Din la examinó y vio que era una barba falsa; entonces contempló al capitán con miradas penetrantes y descubrió que era su enamorada, la señora Miryam, la amada de su corazón. Ésta había preparado una trampa al capitán, lo había matado y arrancado la piel de la cara con la barba y se la había colocado tal cual en su propia cara. Nur al-Din quedó admirado de lo que había hecho, de la valentía de su corazón y perdió la razón de alegría; su pecho se alegró y dilató. Le dijo: «¡Bien venida, amada mía, mi máximo deseo!» A continuación, el muchacho se sintió presa de ardor y deseo y quedó convencido de que había conseguido lo que apetecía y ansiaba. Moduló la voz sobre las más dulces melodías y recitó estos versos:
Di a la gente que ignora mi pasión por un amante al cual no han conseguido alcanzar:
«Preguntad a mis familiares por mi pasión; dulces son mis versos y delicado mi canto por amor de una gente que ha acampado en mi corazón».
Cuando los recuerdo cesa la enfermedad de mi pecho y desaparece mi dolor.
Mi pasión y mi amor van creciendo desde el momento en que el corazón ha quedado triste y enamorado.
Pasando a ser proverbial entre la gente.
No acepto censuras por él ni busco nada que de él me distraiga.
Pero el amor me ha causado un pesar que ha encendido una brasa en mi corazón.
Y su ardor quema mis entrañas.
¡Qué maravilla! Han considerado natural mi enfermedad y mi desvelo a lo largo de la noche.
¿Cómo han buscado mi fin con su desvío y han considerado, como cosa lícita en el amor, derramar mi sangre?
Pero aún, en su tiranía, han sido justos.
¡Oh! ¿Quién os ha recomendado apartaros de un joven que os amaba?
¡Por vida mía y por Aquel que os ha creado! Si los censores hablan una sola palabra sobre vos.
¡Mienten, por Dios, en lo que refieren!
¡Que Dios no cure mis males, no, ni calme el ardor que hay en mi corazón.
El día en que me queje de estar harto de vuestro amor! Nadie, más que vos, me satisface.
Atormentad mi corazón o, si lo preferís, uníos.
Tengo un corazón que jamás ha faltado a vuestro amor a pesar de que soporta el pesar de vuestra separación.
La pena y la alegría de vos proceden: haced lo que queráis de vuestro esclavo.
Él, por vos, daría sin reparo la vida.
La señora Miryam quedó muy admirada de los versos que acababa de recitar Nur al-Din y le dio las gracias por sus palabras. Dijo: «Quien se encuentra en esta situación debe recorrer el camino de los hombres sin cometer villanías ni bajezas». La señora Miryam tenía un corazón fuerte y conocía el arte de conducir las embarcaciones por el mar salado, distinguía todas las clases de viento y sabía todos los caminos del mar. Nur al-Din le dijo: «¡Por Dios, señora mía! Si me hubieses dejado más tiempo en esta situación hubiese muerto de pánico y de terror, dado que era presa de la llama de la pasión y del deseo; del dolor y del tormento de la separación». La joven se rió ante esas palabras, se puso de pie al momento, sirvió algo de comer y beber. Comieron, bebieron, gozaron y disfrutaron. Después sacó jacintos, gemas, distintos metales preciosos, objetos de gran valor y varias clases de oro y de plata; todo ello era fácil de llevar y tenía gran valor. Lo había tomado consigo arrebatándolo del palacio y de los tesoros de su padre. Se lo mostró a Nur al-Din y éste se alegró muchísimo. Todo esto ocurría mientras soplaba un viento moderado y la embarcación seguía su curso. Navegaron sin descanso hasta dar vista a Alejandría, hasta avizorar sus monumentos, antiguos y nuevos, y contemplar la Columna de Pompeyo. Nur al-Din desembarcó del buque en cuanto llegaron al puerto, amarró la nave a una de las piedras de los bataneros, tomó consigo parte de las riquezas que había llevado la joven consigo y dijo a la señora Miryam: «¡Señora! Quédate en el buque hasta que vuelva para conducirte a Alejandría conforme quiero y deseo». Le replicó: «Pero es preciso que resuelvas pronto tus asuntos: quien es moroso en los asuntos se arrepiente». «¡No me entretendré!» Miryam se quedó en el buque y Nur al-Din se dirigió a la casa del droguero, amigo de su padre, para pedir prestado para su mujer un velo, un manto, un par de sandalias y una capa de las que llevan normalmente las mujeres de Alejandría. Pero no había tenido en cuenta las vicisitudes del destino, padre de las más grandes maravillas. Esto es lo que se refiere a Nur al-Din y Miryam la cinturonera.
He aquí lo que hace referencia a su padre, el rey de Francia. Al amanecer buscó a su hija Miryam, pero no la encontró. Preguntó por ella a sus doncellas y criadas. Le contestaron: «Salió de noche y se fue a la iglesia. Después no hemos tenido ninguna noticia más». Mientras el soberano conversaba con las doncellas y los criados oyó dos gritos penetrantes que hicieron eco; procedían de la parte baja del palacio. Preguntó: «¿Qué ocurre?» Le contestaron: «¡Rey! Se han encontrado diez hombres muertos junto a la orilla del mar y el buque del rey ha desaparecido; hemos visto abierta la puerta de la iglesia que da al pasadizo que conduce al mar; el prisionero que estaba al servicio de la iglesia ha desaparecido». El rey dijo: «Si mi buque, que estaba en la mar, ha desaparecido quiere decir, sin duda alguna, que mi hija Miryam se encuentra en él».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que llamó al acto al capitán del buque y le dijo: «Si no capturas, inmediatamente, con un grupo de guerreros, mi buque, y a quienes en él se encuentran, juro por el Mesías y la religión verdadera que he de darte la muerte más cruel y hacer de ti un escarmiento». El rey le lanzó un grito de amenaza y el capitán salió corriendo, temblando, en busca de la vieja de la iglesia. Le preguntó: «¿Has oído decir al prisionero que tenías algo acerca de su país y de la ciudad de qué es?» «Decía: “Yo soy de la ciudad de Alejandría”». El capitán, oídas las palabras de la vieja, regresó en seguida al puerto y gritó a los marinos: «¡Aparejad! ¡izad las velas!» Hicieron lo que les había mandado, emprendieron el viaje y no pararon de navegar, ni de noche ni de día, hasta que avistaron la ciudad de Alejandría en el preciso momento en que Nur al-Din desembarcaba dejando so-la a la señora Miryam. Entre los francos se encontraba el visir cojo y tuerto que la había comprado a Nur al-Din. Vieron que e-l buque había atracado y lo reconocieron. Anclaron su buque lejos del que buscaban, tomaron una de sus chalupas que sólo desplazaba dos codos de agua y embarcaron en ella cien guerreros, entre los cuales se contaba el visir tuerto y cojo que era un gigante prepotente, un demonio maligno y un ladrón astuto al que nadie podía enredar; parecía ser Abu Muhammad al-Battal. Remaron hasta llegar junto al buque: le acometieron con una carga inigualable, pero sólo encontraron a la señora Miryam. Se apoderaron de ella y del buque en que estaba; desembarcaron y estuvieron al acecho algún tiempo. Después volvieron a bordo de sus naves habiendo conseguido su objetivo sin necesidad de combate y sin haber sacado a luz sus armas regresaron hacia los países cristianos. Navegaron con viento favorable y realizaron el viaje a buen seguro hasta llegar al país de Francia. Llevaron a la señora Miryam ante su padre que se encontraba sentado en el trono de su reino. La miró y la increpó: «¡Ay de ti, traidora! ¿Cómo abandonas la religión de tus padres y de tus abuelos, te levantas contra la protección del Mesías en el cual confiamos y sigues la religión del Islam que ha empuñado la espada contra la Cruz y los ídolos?» Miryam replicó: «Yo no tengo culpa alguna. Había salido de noche para ir a la iglesia a hacer una visita a la Señora Virgen e impetrar su bendición. Mientras yo estaba absorta cayó sobre mí una partida de piratas musulmanes: me amordazaron la boca, me sujetaron con cuerdas; me colocaron en el buque y zarparon conmigo dirigiéndose hacia su país. Yo les engañé: hablé con ellos acerca de su religión hasta que soltaron mis ligaduras: jamás hubiese creído que tus hombres pudiesen llegar hasta mí y salvarme. ¡Lo juro por el Mesías y la religión verdadera! ¡Juro por la Cruz y Quien en ella fue crucificado que me he alegrado muchísimo al ser rescatada; mi pecho se ha dilatado al verme salvada del cautiverio de los musulmanes!». Su padre la replicó: «¡Mientes, desvergonzada, libertina! ¡Juro por cuanto está mandado y prohibido en el verídico Evangelio que he de matarte del modo más cruel, que he de hacer contigo el escarmiento más ejemplar! ¿No te bastaba con lo que hiciste la primera vez cubriéndonos de vergüenza para reincidir ahora con tus mentiras?» El rey mandó matarla y crucificarla junto a la puerta del alcázar. Pero en este momento intervino el visir tuerto, que desde hacía tiempo estaba enamorado de ella y dijo: «¡Oh, rey! No la mates. Cásame con ella, pues yo la custodiaré del modo más completo. No tendré relaciones con ella hasta haber construido un alcázar de dura roca y de tan altos muros que ningún ladrón podrá trepar hasta su azotea. Una vez terminado el edificio sacrificaré, ante su puerta, treinta musulmanes que constituirán una ofrenda al Mesías en nombre suyo y mío». El rey consintió en dársela en matrimonio y autorizó a sacerdotes, monjes y patricios a que la casasen con él. La casaron con el visir y éste dispuso que se iniciase, inmediatamente, la construcción del elevado castillo que convenía a la joven. Los obreros empezaron el trabajo. Esto es lo que hace referencia a la reina Miryam, a su padre y al visir tuerto.
He aquí lo que se refiere a Nur al-Din y al anciano droguero. El joven se presentó ante el amigo de su padre y pidió prestado a su esposa un manto, unas sandalias y vestidos de los que usaban las mujeres de Alejandría. Regresó con ello a orillas del mar y buscó el navío en que estaba la señora Miryam. Pero vio que el aire estaba vacío y que la meta se encontraba distante.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el corazón se apenó, rompió a llorar desconsoladamente y recitó las palabras del poeta:
El fantasma de Sada ha venido a llamar a mi puerta y me ha sobrecogido al amanecer, mientras mis compañeros aún dormían en el desierto.
Cuando nos despertamos para acoger el fantasma que había llegado, encontré el aire vacío, la meta, lejana.
Nur al-Din se dirigió a la orilla del mar, volviéndose a derecha e izquierda; vio gran número de gente reunida junto a la orilla. Decían: «¡Musulmanes! La ciudad de Alejandría ya no es inviolable desde el momento en que los francos entran en ella, la saquean y regresan a su país sin dificultad, sin que ningún musulmán, ningún guerrero de la fe, salga en pos de ellos». Nur al-Din preguntó: «¿Qué ocurre?» Le contestaron: «¡Hijo mío! Una nave de los francos que transportaba soldados acaba de atacar el puerto apoderándose de un buque y de quienes había a bordo; estaba anclado aquí y ha podido zarpar, tranquilamente hacia su país». Nur al-Din al oír estas palabras cayó desmayado. Al volver en sí le preguntaron por su historia y les refirió todo desde el principio hasta el fin. Cuando la hubieron oído todos lo increparon y lo censuraron diciéndole: «¿Por qué no la bajaste a tierra sin manto y sin velo?» Unos le dirigían palabras injuriosas, otros decían: «¡Dejadlo estar! ¡Le basta con lo que le ha sucedido!» Todos le dirigían palabras ofensivas y le lanzaban dardos de reproche: el muchacho cayó desmayado. Mientras se encontraban con Nur al-Din llegó el anciano. Vio a los drogueros y se dirigió hacia ellos para averiguar lo que pasaba. Distinguió a Nur al-Din tumbado entre ellos, desmayado. Se sentó junto a su cabeza y lo hizo volver en sí. Cuando hubo recuperado el conocimiento le dijo: «¡Hijo mío! ¿Cómo estás en tal situación?» «¡Tío! He traído aquí, desde la tierra de su padre, en una embarcación, pasando mil sufrimientos, a la esclava que había perdido. Al llegar a esta ciudad atraqué la embarcación a tierra, dejé en ella a la muchacha y me dirigí a tu casa. Tu esposa me dio las cosas que necesitaba la joven para poder entrar en la ciudad. Pero, entre tanto, llegaron los francos, se apoderaron del buque y de la esclava que estaba en él y se marcharon sin dificultad hasta sus propias embarcaciones.»
La luz se transformó en tinieblas ante la faz del anciano droguero al oír las palabras de Nur al-Din y se entristeció muchísimo. Le preguntó: «¿Por qué no la hiciste desembarcar sin manto? Pero ahora ya no sirven de nada las palabras. Ven, hijo; acompáñame a la ciudad. Tal vez Dios te conceda una esclava aún más hermosa que te consuele de su pérdida. ¡Loado sea Dios que no te ocasionó, con ella, ninguna pérdida y sí ganancia! Sabe hijo mío, que la reunión y la separación están en la mano del Rey excelso». «¡Tío! Yo no podré consolarme jamás y no pararé de buscarla aunque por su causa haya de apurar el vaso de la muerte.» El droguero le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué piensas hacer?» «Voy a regresar al país de los cristianos, a entrar en la ciudad de Francia y a arriesgarme jugándome el todo por el todo.» «¡Hijo mío! Un refrán corriente dice que la jarra no se salva siempre. Si la primera vez no te hicieron nada es posible que ésta te maten, pues ahora, especialmente, te conocen a la perfección.» Nur al-Din le replicó: «¡Tío! Permite que me ponga en viaje y que muera por su amor inmediatamente antes de que sucumba de impaciencia y perplejidad por su abandono».
Por voluntad del destino, había en el puerto, anclada, una nave que estaba preparada para partir. Su equipaje había terminado con todos los trabajos y en aquel momento levaban anclas. Nur al-Din embarcó. El buque navegó unos días. El tiempo y el viento fueron favorables a sus pasajeros. Mientras seguían su rumbo aparecieron unas naves de los francos que recorrían el mar encrespado: capturaban al buque que veían temerosos de que los piratas musulmanes capturasen a la hija del rey. Cuando se apoderaban de una nave conducían a todos los que estaban a bordo ante el rey de Francia y éste los degollaba cumpliendo así el voto que había hecho por causa de su hija Miryam. Descubrieron la nave de Nur al-Din: le dieron caza, se apoderaron de todos los que iban en ella y los condujeron ante el rey, padre de Miryam. Cuando estuvieron plantados ante él, el soberano se dio cuenta de que eran cien musulmanes. Mandó degollarlos inmediatamente. Entre ellos estaba Nur al-Din.
Los degollaron a todos. Sólo faltaba éste, puesto que el verdugo le había dejado para el fin compadeciéndose de su juventud y de sus buenas formas. El rey, al verlo, le reconoció perfectamente. Le dijo: «Tú eres Nur al-Din, aquel que ya estuvo con nosotros una vez antes». Le replicó: «¡Jamás he estado con vosotros y no me llamo Nur al-Din, sino Ibrahim!» «¡Mientes! —clamó el rey—. Tú eres Nur al-Din y yo te cedí a la anciana que cuida de la iglesia para que la ayudases en su servicio.» «¡Señor mío! Me llamo Ibrahim.» «Vendrá la vieja que cuida de la iglesia, te verá y sabrá si eres o no Nur al-Din.» Mientras estaban hablando llegó el visir tuerto que se había casado con la hija del rey; entró al momento, besó el suelo ante el soberano y le dijo: «¡Oh, rey! Sabe que el castillo está terminado; sabe también que hice voto al Mesías de que cuando hubiese concluido de edificarlo, sacrificaría treinta musulmanes ante su puerta. Vengo a pedirte que me des treinta musulmanes a quienes degollar para cumplir así mi voto al Mesías; te los tomaré como préstamo y tan pronto como consiga prisioneros, te los daré en cambio». El rey le replicó: «¡Juro por el Mesías y la religión verdadera que sólo me queda este prisionero! —y señaló a Nur al-Din—. ¡Cógelo! ¡Mátalo ahora mismo y espera hasta que te pueda enviar el resto en cuanto reciba más prisioneros musulmanes!» Entonces, el visir tuerto, tomó consigo a Nur al-Din, y le condujo al alcázar para sacrificarlo en el dintel de la puerta, pero los pintores le dijeron: «¡Señor nuestro! ¡Aún tenemos trabajo para pintar dos días! Ten paciencia con nosotros y retrasa el sacrificio de este prisionero hasta que hayamos terminado de pintar. Es posible que entretanto recibas los que te faltan hasta treinta y puedas sacrificarlos a todos de una vez y cumplir así tu voto en un mismo día». Entonces, el ministro mandó encarcelar a Nur al-Din.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que lo cogieron, lo encadenaron y lo dejaron hambriento y sediento; el joven se afligió por sí mismo, pues veía la muerte con sus propios ojos.
Porque estaba destinado y decretado, el rey tenía dos caballos sementales hermanos uterinos. Uno se llamaba Sabiq y el otro Lahiq. Los reyes persas apetecían tener uno de ellos. El uno era de un gris inmaculado y el otro negro como la noche oscura. Los reyes de las islas decían: «Daremos todo lo que pida, oro rojo, perlas y aljófares, a aquel que robe, para nosotros, uno de estos dos corceles». Uno de ellos se puso enfermo de los ojos y el rey mandó que acudiesen todos los veterinarios para cuidarlo. Pero no tuvieron éxito. Entonces se presentó ante el soberano el visir tuerto que se había casado con su hija. Se dio cuenta de que el rey estaba preocupado por el caballo y quiso quitarle la pena. Le dijo: «¡Oh, rey! Dame ese corcel y yo lo curaré». Se lo entregó y el visir lo llevó al establo en que tenía encerrado a Nur al-Din. En el mismo momento en que el otro corcel se vio separado de su hermano lanzó un relincho penetrante y siguió inquieto, asustando a la gente. El visir comprendió que tales relinchos eran por verse separado de su hermano, por lo que marchó a informar al rey. Cuando éste comprendió sus palabras le dijo: «Si él, que es un animal, no puede soportar estar separado de su hermano ¿qué ha de ocurrir a los seres dotados de razón?» Mandó a los pajes que llevasen al animal junto a su hermano que se encontraba en la casa del visir, el esposo de Miryam. Les indicó: «Decid al visir: “El rey te dice: los dos caballos constituyen un regalo que te hace como dote de su hija Miryam’ ”».
Mientras Nur al-Din permanecía en el establo, encadenado y sujeto, descubrió a los corceles. Vio que uno de ellos tenía los ojos cubiertos. El joven tenía idea de la hipología y práctica en la cura de caballos. Se dijo: «¡Por Dios! Éste es el momento oportuno: me dirigiré al ministro, le mentiré y le diré: “Yo puedo curar al caballo”. Haré algo que le haga perder los ojos. El ministro me matará, pero yo descansaré de esta vida lamentable». El joven esperó a que el visir entrase en el establo para visitar los caballos. Entonces le dijo: «¡Señor mío! ¿Qué merecería yo que me dieras si te tratase este caballo e hiciese algo que le curase los ojos?» El visir replicó: «¡Por vida de mi cabeza! ¡Si le curas te rescataré del sacrificio y te permitiré que me pidas un favor!» «¡Señor mío! Manda que se me quiten las cadenas.» El visir mandó que lo soltasen. Nur al-Din se puso de pie, tomó vidrio virgen y lo pulverizó; cogió cal viva y la mezcló con jugo de cebollas y después lo aplicó todo al ojo del animal y se lo sujetó. Se dijo: «Ahora sus ojos perderán la luz, me matarán y yo descansaré de esta vida vituperable». El joven durmió aquella noche con el corazón libre de la menor preocupación. Se humilló ante Dios (¡ensalzado sea!) y dijo: «¡Señor mío! Tu ciencia es suficiente para prescindir de peticiones». Al día siguiente por la mañana, al salir el sol por encima de las colinas y las llanuras, el visir corrió al establo y quitó la venda que cubría los ojos del caballo: los observó y vio que estaban perfectamente bien gracias al poder del rey que todo lo puede. El visir dijo: «¡Musulmán! Jamás he visto en el mundo persona más experta que tú. ¡Juro por el Mesías y la religión verdadera que me dejas admirado, pues todos los veterinarios de nuestro país han sido incapaces de curar a este animal!» Se acercó a Nur al-Din, le quitó los grillos de las manos, le hizo poner una túnica preciosa, le nombró jefe de sus cuadras, le asignó rentas y sueldos y le instaló en un departamento situado encima de la cuadra. El nuevo palacio que había construido para la señora Miryam tenía una ventana que daba a la casa del visir y al piso en que se alojaba Nur al-Din. Éste pasó cierto número de días comiendo, bebiendo, disfrutando y distrayéndose. Daba órdenes y fijaba prohibiciones a los mozos de cuadra; a aquel que se ausentaba o al que no daba el pienso que estaba asignado al caballo lo tumbaba por el suelo, le pegaba despiadadamente y ponía grillos y hierros en sus pies. El visir estaba muy contento, respiraba tranquilo y era feliz gracias a Nur al-Din, pero él no sabía lo que el destino le reservaba. El muchacho bajaba cada día a atender a los caballos y los cuidaba con sus propias manos, pues sabía el aprecio y el cariño en que los tenía el ministro. El visir tuerto tenía una hija virgen muy hermosa: parecía ser una gacela fugitiva o una rama curvada. Cierto día estaba sentada en la ventana que daba a la casa del visir y al lugar en que vivía Nur al-Din. Éste cantaba y se consolaba de sus penas recitando estos versos:
¡Oh, tú, que me censuras mientras vives feliz y te enorgulleces con tus delicias!
Si el destino te mordiese con sus desgracias dirías, al probar sus amarguras:
«¡Ah! el amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón».
Pero hoy has escapado a su perfidia, a sus envidias, a su tiranía.
No censures a quien ha quedado preso en el sin saber qué hacer y dice por exceso de pasión:
«¡Ah! el amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
Sé indulgente con la situación de los enamorados y no auxilies a quien los vitupera.
¡Guárdate de caer en iguales redes y de tener que apurar la amargura de sus penas!
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
Antes de conocerte vivía entre los hombres como aquel que pasa la noche con el corazón tranquilo.
Desconocía lo que era el amor y el gusto del insomnio hasta que éste me invitó a sus tertulias.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
No sabe lo que es el amor ni sus humillaciones sino aquel que lo ha sufrido largo tiempo;
Aquel cuyo entendimiento ha quedado enajenado por el amor y que ha bebido su amargo cáliz.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
¡Cuántos ojos de amante ha hecho velar en las tinieblas! ¡A cuántos párpados ha privado de las dulzuras del sueño!
¡Cuántas lágrimas mezcladas con sus penas ha hecho correr a raudales sobre las mejillas!
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
A cuántos seres humanos, heridos por la pasión, insomnes, lejos del sueño por el amor,
Los ha vestido con el traje de la consunción y de la enfermedad aquel que aleja de ellos el sueño.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
¡Cómo termina mi paciencia, se vuelven finos mis huesos y mis lágrimas fluyen como sangre de dragón!
Una persona de talle delicado ha hecho amarga mi comida que antes tenía sabor dulce.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
Desgraciado es, entre las gentes, aquel que, como yo, ama y pasa en vela las tinieblas de la noche.
Si nada en el mar de la separación se ahoga; se queja del amor y de sus suspiros.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
¿Quién, es aquel que no ha sido puesto a prueba por el amor, quién se ha salvado de la más simple de sus tretas?
¿Quién, con él, vive cual libre? ¿Dónde está el que ha encontrado su reposo?
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
¡Dios mío! Preocúpate de quien ha sido puesto a prueba por él y protégelo, pues tú eres el mejor Señor.
Concédele la constancia más excelsa y sé indulgente con él en todas sus calamidades.
¡Ah! El amor con sus vicisitudes me abrasa con fuerza el corazón.
Al terminar Nur al-Din de recitar las últimas palabras de su composición la hija del visir se dijo: «¡Por el Mesías y la religión verdadera! Este musulmán es un hermoso muchacho, pero no cabe duda de que es un amante separado de su amada ¡ojalá supiera si su amada es tan bella como él y si ella sufre lo mismo que él o no! Si su amada es tan bella como él, hace bien en derramar lágrimas y en quejarse de su pasión; pero si no lo es, pierde la vida con sus suspiros privándose de gozar de sus dulzuras».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el día anterior se había verificado el traslado al castillo de Miryam la cinturonera, la esposa del visir. La hija de éste se enteró de que tenía el pecho oprimido y resolvió ir a verla y contarle la historia de aquel muchacho y los versos que le había oído. Pero no había terminado de pensar en su discurso cuando ya, la señora Miryam, esposa de su padre, la mandaba buscar para distraerse con su conversación. La muchacha acudió a su lado y se dio cuenta de que tenía el corazón oprimido, que las lágrimas resbalaban por sus mejillas y que lloraba de modo inigualable; pero contuvo el llanto y recitó estos versos:
Mi vida pasa, pero la vida del amor es eterna; mi corazón está agobiado por el exceso de pasión.
Mi corazón se derrite por el dolor de la separación y espera la vuelta de los días de un nuevo encuentro.
De modo que la unión llegue por sus pasos contados.
Moderad las críticas de quien tiene el corazón robado y el cuerpo extenuado por el amor y la pena.
Y no asaeteéis su amor con la flecha del reproche: en todo el universo no hay persona más desgraciada que el amante.
Pero la amargura del amor es dulce al paladar.
La hija del visir preguntó a la señora Miryam: «¿Qué te ocurre, oh, reina? Tienes el pecho oprimido y el pensamiento ocupado». La señora Miryam, al oír las palabras de la hija del visir y al recordar las grandes alegrías que había vivido, recitó este par de versos:
Soportaré con paciencia la separación de mi dueño y mis lágrimas serán como un collar de perlas.
Es posible que Dios me conceda la alegría, pues él esconde el consuelo debajo de la dificultad.
La hija del visir le dijo: «¡Oh, reina! No acongojes tu pecho y acompáñame ahora mismo a la ventana del alcázar. Tenemos en la cuadra un hermoso muchacho, de buen talle y de dulces palabras, que parece ser un enamorado separado de su amada». La señora Miryam preguntó: «¿Y por qué señal sabes que es un amante separado de la amada?» «¡Oh, reina! Lo sé porque recita casidas y versos a todas las horas del día y de la noche.» La señora Miryam se dijo: «Si es cierto lo que dice la hija del visir, estos atributos corresponden al afligido y desgraciado Nur al-Din ¡ojalá supiera si este muchacho que menciona la hija del visir es él!» La pasión, el desvarío, el amor y el cariño se avivaron en la joven. Se puso en pie al momento y, acompañada por la hija del visir se dirigió a la ventana. Miró por ella y vio a su amado, a su señor Nur al-Din: clavó la vista en él y le reconoció perfectamente a pesar de que estaba enfermo por el mucho cariño en que la tenía y que se hallaba consumido por la llama del amor, el dolor de la separación y de la tristeza; su cuerpo estaba extenuado. Recitó estos versos:
Mi corazón es un criado y mis ojos son una doncella con la que ninguna nube puede competir.
Llanto, insomnio, pasión, sollozos y tristeza sufro por los que amo
Y también llama, pena y comezón: o sea, que en total soporto ocho calamidades.
Seguidas de seis por cinco; fijaos y escuchad mis palabras:
Recuerdo, meditación, suspiros, extenuación, ardiente deseo, preocupación.
Prueba, destierro, mal de amor, ardor y tristeza ves en mí.
Mi paciencia y mi capacidad de soportar la pasión disminuyen; la paciencia se va y la desesperación se aproxima.
En mi corazón aumentan las ansias de amor. ¡Oh, tú, que preguntas por la naturaleza del fuego de mi amor!
Porque las lágrimas me abrasan las entrañas y el fuego de mi corazón no para de arder:
Date cuenta de que me anego en el diluvio de mis lágrimas y que la llama de este amor me mantiene en el infierno.
La señora Miryam, al ver a su dueño Nur al-Din, al oír sus hermosos versos y su bella composición quedó convencida de que se trataba de él en persona. Pero lo ocultó a la hija del visir y le dijo: «¡Juro por el Mesías y la religión verdadera! ¡No creía que tú supieras nada de mi pena!» A continuación se alejó de la ventana y volvió a su habitación mientras la hija del visir se marchaba a sus quehaceres. La señora Miryam aguardó durante una hora y después se dirigió a la ventana, se sentó y empezó a mirar a su señor Nur al-Din y a contemplar su belleza y sus bellas proporciones: le parecía que era la luna cuando está en su decimocuarta noche. El muchacho seguía suspirando y derramando lágrimas, pues recordaba el pasado. Recitó estos versos:
He esperado unirme a mis amigos, pero no lo he conseguido jamás; en cambio he alcanzado la amargura de la vida.
Mis lágrimas, en su correr, asemejan al mar; pero, cuando veo a mis censores, los retengo.
¡Ah! ¡Desgraciado aquel que ha deseado nuestra separación! Si pudiese alcanzar su lengua se la cortaría.
No hay por qué reprender a los días por sus hechos: han mezclado en mi copa la bebida con bilis.
¿Cómo he de buscar a otro en vez de vos si he dejado mi corazón donde tú estás?
¿Quién me hará justicia frente a un malvado que tiñe cada vez más sus juicios con la arbitrariedad?
Le he concedido poder sobre mi espíritu para que custodiase sus dominios, pero me ha perdido y ha perdido cuanto le había confiado.
He dilapidado mi vida en su amor ¡ojalá me concediera la unión por lo que he gastado!
¡Oh, gacela amada que estás en mis entrañas! ¡Ya basta con la separación que he probado!
Tú eres aquella en cuyo rostro se encuentran todas las bellezas, pero por el cual he perdido la paciencia.
La he instalado en mi corazón y en él he introducido la aflicción; pero yo estoy contento con quien se ha alojado.
Mis lágrimas fluyen como un mar encrespado. Si supiera dónde hay una senda la recorrería.
Temo que voy a morir de pena y perder todo lo que había esperado.
Miryam, al oír a Nur al-Din, el pobre, el enamorado, el separado de la amada, tales versos, notó que se encendían en ella llamas y llorando a lágrima viva recitó este par de versos:
Ansiaba hallar a quien amo y, al encontrarlo, no he podido dominar ni la lengua ni la vista.
Había preparado cuadernos de reproche, pero, al reunimos, no he encontrado ni una letra.
Nur al-Din, al escuchar estas palabras, la reconoció y rompió a llorar amargamente. Dijo: «¡Por Dios! Éste es sin duda ni vacilación ni conjetura el canto de la señora Miryam la cinturonera».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ochenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nur al-Din prosiguió:] »¡Ojalá supiera si lo que yo creo es verdad y si se trata de ella o de otra!» Los suspiros de Nur al-Din fueron en aumento y recitó estos versos:
Quien me censura por mi pasión, al ver que había encontrado a mi amor en un sitio amplio
Y que, al encontrarlo, no le había dirigido ningún reproche (¡y cuántas veces el reproche constituye la cura del afligido!)
Dijo: «¿Qué significa este silencio que te ha distraído de dar la respuesta certera?»
Respondí: «¡Oh, tú, que desconoces la situación de los enamorados como persona que duda!
Es característico del enamorado callar cuando encuentra al amado».
Cuando el joven terminó de recitar estos versos, la señora Miryam tomó tinta y papel y después de haber puesto la noble eulogía, escribió: «La paz, la misericordia y la bendición de Dios sean sobre ti. Te informo de que tu esclava, Miryam, te saluda y te ama ardientemente. Ésta es una carta que te envía. Ponte en movimiento en el mismo instante en que tengas esta hoja entre las manos y haz con el mayor celo lo que quiere. Guárdate, guárdate de desobedecerla o de dormirte. Cuando haya transcurrido el primer tercio de las tinieblas nocturnas llegará el momento más feliz: no tendrás más trabajo que el de ensillar los dos caballos y conducirlos fuera de la ciudad. A todo aquel que te pregunte: «¿Adónde vas?», contesta: «Los llevo de paseo». Si dices esto nadie te pondrá dificultades, pues la gente de esta ciudad confía en el cierre de las puertas». A continuación la señora Miryam envolvió la carta en un pañuelo de seda y, desde la ventana, se lo arrojó a Nur al-Din. Éste lo cogió, leyó lo que contenía y reconoció la letra de la señora Miryam. Besó la misiva y la puso encima de sus ojos. Recordó todo lo que le había sucedido con ella y lo felices que habían sido juntos; rompió a llorar y recitó estos versos:
He recibido vuestra carta en las tinieblas de la noche; me ha curado y ha avivado mi deseo de vos.
Me ha recordado la vida que pasé a vuestro lado.
¡Gloria al Señor que me ha puesto a prueba con la separación!
Cuando la noche desplegó sus tinieblas, Nur al-Din se dedicó a preparar los dos corceles y esperó hasta que hubo transcurrido el primer tercio de las tinieblas. Entonces, tomó los caballos, les puso sus mejores sillas, salió por la puerta de la cuadra, que cerró, los llevó a la puerta de la ciudad y se sentó a esperar a Miryam. Esto es lo que se refiere a Nur al-Din.
He aquí lo que hace referencia a la reina Miryam: Esta se marchó al momento al salón que le habían preparado en el castillo y encontró sentado, reclinado en una almohada rellena de plumas de avestruz, al visir tuerto, quien se avergonzaba de alargar la mano hacia ella o de dirigirle la palabra. La muchacha, al verlo, rogó, con el corazón, a su señor, y dijo: «¡Dios mío! No permitas que consiga su deseo y no decretes que yo quede manchada después de haber permanecido limpia.» La joven se acercó hacia él aparentando tenerle cariño, se sentó a su lado, le trató con dulzura y le dijo: «¡Señor mío! ¿Por qué te apartas de nuestro lado? ¿Lo haces por orgullo o por coquetería? El autor de un proverbio corriente dice: “Si el saludo cae en desuso, los que están sentados saludan a los que están de pie”. ¡Señor mío! Si no te acercas a hablar conmigo yo me aproximaré a ti y te dirigiré la palabra.» El visir le replicó: «A ti pertenece la gracia y el favor, reina de todo lo largo y ancho de la tierra. Yo soy uno de tus criados, el más ínfimo de tus pajes; me avergüenzo al oír tu preciosa conversación ¡oh, solitaria! Mi rostro se encuentra a tus pies». Le replicó: «¡Déjate de tales palabras y tráenos de comer y de beber!» El visir llamó inmediatamente a esclavos y servidores y les mandó que sirvieran de comer y de beber. Les acercaron una mesa que contenía animales de carrera y de vuelo y peces del mar; había codornices, perdices, palomos, corderos, gruesas gallinas asadas y animales de toda clase de formas y colores. La señora Miryam alargó la mano hacia la mesa, empezó a comer, a preparar bocados y a ofrecérselos al visir y a besarlo en la boca. Comieron hasta quedar hartos. Se lavaron las manos y los criados levantaron la mesa de comer y sirvieron la del vino. Miryam servía el vino, bebía y le escanciaba cuidando del visir con gran exquisitez; el corazón de éste estaba a punto de volar de alegría; su pecho se había tranquilizado y alegrado. Cuando la bebida hizo mella en él y perdió la justa razón, Miryam alargó la mano hacia su bolsillo, sacó una pastilla de purísimo narcótico magrebí, capaz de hacer dormir a un elefante de un año a otro con sólo haber aspirado una ínfima parte. Había preparado la pastilla para este momento: distrajo al visir, la desmenuzó en su copa, llenó ésta de vino y se la alargó; la razón del visir volaba de alegría y apenas podía creer que Miryam se lo ofrecía. Tomó la copa, la bebió y apenas le hubo llegado al vientre cayó tumbado, de repente, al suelo. Miryam se puso de pie, fue en busca de dos grandes alforjas, las llenó con las joyas, jacintos y distintas clases de gemas de poco peso y mucho valor; cogió algo de comer y de beber, se puso un traje de guerra y de combate, tomó armas y municiones y recogió aquello que podía ser útil a Nur al-Din: preciosos trajes reales y espléndidas armas. Cargó las alforjas encima de sus hombros y salió del alcázar y se fue, valiente y resuelta, en busca de Nur al-Din. Esto es lo que hace referencia a Miryam.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de lo que hace referencia a Nur al-Din, el pobre enamorado. Se sentó en la puerta de la ciudad en espera de la princesa conservando las riendas de los caballos. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) le hizo entrar sueño y se durmió (¡loado sea Aquel que no duerme!). En aquella época los reyes de las islas ofrecían dinero como recompensa a quien consiguiese los dos caballos o uno de ellos. Durante estos días, un esclavo negro que había crecido en las islas, se encontraba en la ciudad; estaba especializado en el robo de caballos. Los reyes francos le habían ofrecido grandes riquezas para que robase uno de los dos caballos y le habían prometido que si conseguía los dos, le regalarían una isla entera y le darían un precioso traje de Corte. Por eso, desde hacía largo tiempo, dicho esclavo recorría a escondidas la ciudad de Francia pero sin poder apoderarse de los corceles, puesto que ambos se encontraban al lado del rey. Cuando éste los regaló al visir tuerto, quien los trasladó a su cuadra, el esclavo se alegró muchísimo y, ansiando tener a los dos, exclamó: «¡Juro por el Mesías y la religión verdadera que los robaré!» Dicho esclavo se dirigía aquella noche a la cuadra para robarlos. Mientras recorría el camino, su vista tropezó con Nur al-Din, que estaba durmiendo con la rienda de los corceles en la mano. Les quitó el aparejo de la cabeza y se dispuso a cabalgar en uno y conducir al otro delante suyo. Pero, en este momento, apareció la señora Miryam cargada con las alforjas en la espalda. Creyendo que el esclavo era Nur al-Din, le entregó una de las alforjas que aquél colocó sobre el caballo; a continuación le dio la segunda, que colocó, sin decir palabra, en el otro caballo. La princesa seguía creyendo que era Nur al-Din. Luego ésta, acompañada por el esclavo que seguía mudo, salió por la puerta de la ciudad. Dijo: «¡Señor mío Nur al-Din! ¿Qué te ocurre que estás callado?» El esclavo, encolerizado, se volvió hacia ella y le replicó: «¿Qué dices, criada?» La princesa al oír su mala pronunciación se dio cuenta de que no se trataba de la lengua de Nur al-Din. Levantó la cabeza hacia él, le miró y vio que tenía unas narices como aguamanil. La luz se transformó en tinieblas ante su rostro. Le dijo: «¿Quién eres, oh, jeque de los hijos de Cam? ¿Cómo te llamas entre las gentes?» Le replicó: «¡Muchacha desgraciada! Me llamo Masud, el que roba los caballos cuando la gente duerme». La princesa no contestó ni una sola palabra, desenvainó al instante el sable, le golpeó en el cuello y la lámina salió reluciente de tendones mientras el esclavo caía tumbado por el suelo debatiéndose en su propia sangre. Dios apresuró la marcha de su alma hacia el fuego y ¡qué pésima morada es! Entonces, la señora Miryam, recogió los dos corceles, montó en uno de ellos, sujetó el otro con la mano y volvió en busca de Nur al-Din. Le encontró durmiendo con las riendas en la mano en el sitio en que había quedado citado. Dormía de modo profundo y era incapaz de distinguir las manos de los pies. La joven se apeó del corcel y le sacudió con la mano. Se despertó sobresaltado. Le dijo: «¡Señora mía! ¡Loado sea Dios que llegas salva!» «¡Ponte en pie! Monta en este caballo y calla. Se incorporó, montó en el corcel; la señora Miryam hizo lo mismo en el otro y ambos salieron de la ciudad. Caminaron durante una hora y, al cabo de ésta, la señora Miryam se volvió a Nur al-Din y le dijo: «¿No te había dicho que no te durmieses? Quien duerme no triunfa». «¡Señora mía! Yo me he quedado dormido gracias al fresco que experimentaba mi corazón desde el momento en que me diste la cita. ¡Señora mía! ¿Qué ha ocurrido?» La princesa le refirió toda la historia del esclavo desde el principio hasta el fin. Nur al-Din exclamó: «¡Loado sea Dios que nos ha salvado!» A continuación apresuraron la marcha y confiaron su suerte al Atento, al Omnisciente. Siguieron andando hasta llegar al esclavo al que había dado muerte la señora Miryam; el joven le vio tendido en el polvo como si fuese un efrit. La princesa dijo al muchacho: «Apéate, quítale los vestidos y coge sus armas». «¡Señora mía! Yo no puedo bajar del lomo del caballo ni ponerme a su lado ni acercarme a él» Nur al-Din estaba atónito ante su corpulencia. Dio las gracias a la señora Miryam por lo que había hecho y quedó admirado de su valentía y de la fuerza de su corazón. Continuaron viajando rápidamente durante el resto de la noche, hasta que amaneció, apareció la luz, se hizo de día y el sol se extendió por colinas y llanuras. Llegaron a un amplio prado en el cual pacían las gacelas; estaba cubierto de verde por todas partes; los frutos se encontraban en todos los lugares; las flores, de todos colores, parecían vientres de serpientes; los pájaros cantaban y los torrentes corrían de distintos modos tal como dijo feliz y exactamente el poeta:
Un valle nos ha protegido del calor con la sombra espesa de sus árboles
Hemos acampado bajo su copa que se ha inclinado sobre nosotros con la ternura de la nodriza sobre el lactante.
Nos ha dado a beber, para calmar nuestra sed, agua purísima más dulce que el vino para el contertulio.
La floresta nos protegía de los rayos del sol, eclipsándolo y permitiendo el paso de la brisa.
Los guijarros causaban la admiración de las vírgenes cubiertas de joyas que buscaban en ellos sus collares.
O como dijo otro:
Es un valle en el que cantan pájaros y riachuelos, que gusta a los enamorados por la mañana
Sus orillas parecen las del Paraíso: tienen sombras, frutos y agua corriente.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en este valle comieron de sus frutos, bebieron de su agua y dieron suelta a los caballos para que pacieran comiendo y bebiendo en él. Nur al-Din y Miryam se sentaron a conversar; se contaron sus aventuras y lo que les había ocurrido; cada uno de ellos se quejaba a su compañero de lo que le había hecho sufrir el dolor de la separación y la pena que le había causado el apartamiento y la pasión. Mientras así estaban hablando se levantó un nube de polvo que cerró el horizonte; debajo de ella se oía el relincho de los caballos y el chocar de las armas. He aquí la causa: El rey había casado a su hija con el ministro, y éste había pasado con ella la primera noche. Al día siguiente por la mañana el soberano quiso, como es costumbre que hagan los soberanos con sus hijas, dar los buenos días a Miryam. Se levantó, tomó consigo un traje de seda y monedas de oro y de plata para arrojarlas a las criadas y peinadoras. El rey, acompañado por un paje, anduvo hasta llegar al alcázar nuevo; halló al visir tendido en la cama incapaz de distinguir su cabeza de los pies.
El rey recorrió el palacio a derecha e izquierda, pero no encontró a su hija. Esto le sentó mal y lo preocupó. Mandó que le llevasen agua caliente, vinagre puro e incienso. Cuando tuvo éste ante él, lo mezcló, lo hizo aspirar al ministro, le sacudió y éste expulsó el narcótico, que tenía en el estómago, como si fuese un pedazo de queso. Le hizo respirar la mezcla por segunda vez y se desveló. Le preguntó cómo se encontraba y qué había sido de su hija. Le replicó: «¡Rey poderoso! Lo único que sé de ella es que, con su propia mano, me llenó una copa de vino. Desde entonces hasta este momento he perdido el conocimiento e ignoro lo que ha sido de ella». La luz se transformó en tinieblas ante la faz del rey al oír las palabras del ministro; desenvainó la espada, dio un mandoble en la cabeza de éste y la lámina salió reluciente por entre los molares. A continuación mandó llamar a pajes y escuderos; cuando los tuvo ante él les preguntó por los dos caballos. Le replicaron: «¡Oh, rey! Esta noche han desaparecido los caballos y nuestro jefe. Al despertarnos hemos encontrado abiertas todas las puertas». El rey exclamó: «¡Juro por mi religión y lo que creo firmemente que sólo mi hija puede haberse apoderado de los caballos y del prisionero que estaba al servicio de la iglesia! Al verlo, lo reconocí perfectamente y sólo lo salvó de mi mano este ministro que ya ha recibido la recompensa de su acción». El rey mandó llamar, al instante, a sus tres hijos que eran valientes héroes; cada uno de ellos era capaz de hacer frente a mil caballeros en el campo de batalla, en la palestra de la lanza y de la espada. Les dio un grito ordenándoles que montasen a caballo. El soberano, los patricios de la corte, los grandes del reino y los magnates hicieron lo mismo. Siguieron las huellas de los dos jóvenes y los alcanzaron en aquel valle. Miryam, al verlos, se puso de pie, montó en su corcel, ciñó la espada, empuñó sus armas y preguntó a Nur al-Din: «¿Cuál es tu situación y cómo se comporta tu corazón en el combate, en la guerra y en el encuentro singular?» Le contestó: «Mi firmeza en el combate es la misma que la de un palo plantado en salvado». A continuación recitó:
¡Miryam! Deja de causarme dolor con tus reproches y no procures matarme con el largo tormento que me das.
¿Cómo he de ser yo un combatiente si me asusto del graznido del cuervo?
Cuando veo un ratón me lleno de terror y el miedo me hace ensuciar los vestidos.
A mí sólo me gusta alancear a solas y la vulva conoce la violencia de mi miembro.
Éste es mi justo punto de vista; quien no lo ve así no está en lo cierto.
Miryam, después de haber oído las palabras y los versos y la composición de Nur al-Din, rompió a reír. Le contestó: «¡Señor mío Nur al-Din! Quédate en tu sitio, pues yo me bastaría, para evitar que te causasen daño, aunque fuesen tan numerosos como los granos de arena». Se preparó en un instante, montó a lomos de su corcel, dio vuelta a las riendas y dirigió la punta de su lanza en dirección de las de los enemigos. El caballo que tenía debajo de ella salió raudo como el viento impetuoso o como el agua cuando escapa por un caño estrecho. Miryam era la persona más valiente de su tiempo y única en su época ya que su padre, cuando era pequeña, le había enseñado a montar a caballo y a sumergirse en medio de los mares de la guerra en plena tiniebla de la noche. Dijo a Nur al-Din: «Sube a tu corcel y quédate detrás mío, pero si fuésemos vencidos preocúpate sólo de no caer, pues nadie puede dar alcance a tu montura». El rey, al ver a su hija, la reconoció perfectamente. Se dirigió al hermano mayor y le dijo: «¡Bartawt! ¡Tú que te apodas Ras al-Qilawt! Ésta es, sin duda alguna, tu hermana Miryam. Nos ataca y nos mueve guerra y combate; sal a su encuentro y acométela. ¡Por el Mesías y la verdadera religión! Si la vences no la mates antes de haberle expuesto la religión de los cristianos. Si vuelve a su antigua fe, tráemela prisionera, pero si no se convierte mátala del modo más horrible y haz con ella un escarmiento ejemplar; lo mismo harás con ese maldito que la acompaña. Haz en él un castigo ejemplar». Bartawt le replicó: «¡Oír es obedecer!» y salió, en seguida, a medirse con su hermana Miryam. Aquél la acometió y ésta le salió al encuentro; él cargó y ella se le acercó y aproximó. Bartawt le dijo: «¡Miryam! ¿No te basta con haber abandonado la religión de tus padres y abuelos y seguir la religión de los vagabundos que corren por el país, es decir, la religión del Islam? ¡Si no vuelves a la religión de los reyes que fueron tus padres y tus abuelos y no te comportas conforme exige la buena educación, juro por el Mesías y la religión verdadera que he de matarte de mala manera y hacer en ti el peor de los escarmientos!» Miryam rompió a reír al oír las palabras de su hermano y le replicó: «¡Ay de ti! ¡Ay de ti! El pasado no vuelve y quien murió no recupera la vida. Yo te voy a hacer tragar las peores angustias. ¡Juro, por Dios, que no abandonaré la religión de Mahoma, hijo de Abd Allah, cuyo recto camino se ha difundido por doquier y constituye la religión verdadera! No abandonaría la buena senda aunque tuviese que tragar la copa de la muerte».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la luz se transformó en tinieblas ante la faz de Bartawt al oír las palabras de su hermana; le molestaron y le afligieron. Entre ambos se inició el combate, se avivó la guerra y el choque y se acometieron a todo lo largo y ancho del valle haciendo frente al peligro. Todas las miradas llenas de estupefacción estaban clavadas en ellos que evolucionaron un rato y se esforzaron durante largo tiempo: Bartawt acometía a su hermana Miryam con distintas formas de ataque, pero ella las paraba todas y lo rechazaba con arte, gracias a su fuerza, habilidad y conocimientos de caballería. En esta situación siguieron hasta que el polvo cubrió sus cabezas y los contendientes desaparecieron de la vista de los espectadores. Miryam siguió esquivando sin descanso, parando sus ataques, frustrando sus esfuerzos y deshaciendo sus combinaciones hasta que su hermano empezó a perder fuerzas. Entonces le golpeó con la espada en el cuello y el arma quedó reluciente con sus tendones. Dios precipitó su alma al fuego ¡y qué pésima morada es! Hecho esto, Miryam caracoleó por el campo del combate, por la palestra de la guerra y de la lanza y ofreció combate y lucha diciendo: «¿Hay algún guerrero? ¿Hay algún contendiente? Que hoy no se presente ni el cansado ni el impotente; enfréntenseme sólo los paladines enemigos de la religión para que les dé a beber la copa del ignominioso tormento. ¡Adoradores de ídolos! ¡Descreídos! ¡Rebeldes! ¡Éste es el día en que resplandece el rostro de los fieles y se oscurece la faz de los que no creen en el Misericordioso!» El rey, al ver muerto a su hijo mayor, se abofeteó la cara, desgarró sus vestidos, llamó a su hijo mediano y le dijo: «¡Bartus! ¡Tú que te apodas Jar al-Sus! Combate, hijo mío, en seguida a Miryam, la asesina de tu hermano; venga a tu hermano Bartawt y tráemela presa, humillada, vencida». «¡Padre mío! ¡Oír es obedecer!» Ofreció combate a la joven y ella le salió al encuentro cargando contra él. Se combatieron de modo terrible, de una forma más violenta que en el combate anterior. Pero Bartus, dándose cuenta de que era incapaz de matarla, intentó fugarse y huir. No pudo hacerlo, pues ella, con su valor le atajaba cada vez que lo probaba acercándose a él, dándole caza y encerrándolo. Al fin le golpeó con la espada en la nuca y el arma salió reluciente por el cuello obligándole, así, a reunirse con su hermano. Hecho esto, Miryam caracoleó por el campo del combate, por la palestra de la guerra y de la lanza y gritó: «¿Dónde están los caballeros y los valientes? ¿Dónde está el visir tuerto y cojo que practica la religión falsa?» El padre, con el corazón lacerado, con los ojos llenos de lágrimas, exclamó: «¡Has matado a mi segundogénito! ¡Por el Mesías y la religión verdadera!» A continuación llamó a su hijo pequeño y le dijo: «¡Fasyán! ¡Tú que te apodas Sahl al-Subyán! Sal, hijo mío, a combatir con tu hermana y venga a tus dos hermanos. Atácala y venga a uno de los dos. Si tú consigues la victoria, mátala del modo más vil». El hermano pequeño salió a hacerle frente y ella avanzó a su encuentro con su habilidad y lo cargó con elegancia, valentía, experiencia de la guerra y de la caballería. Le increpó: «¡Enemigo de Dios! ¡Enemigo de los musulmanes! ¡Voy a reunirte con tus dos hermanos en la peor morada de los infieles!» Sacó la espada de la vaina y de un golpe le cortó el cuello y los dos brazos reuniéndolo con sus hermanos. Dios hizo llegar, inmediatamente, su alma al fuego ¡y qué pésima morada es!
El corazón de los patricios y caballeros que habían acompañado al padre de los tres muchachos muertos, a pesar de ser los más valientes de sus contemporáneos, se llenó de terror ante la señora Miryam y quedaron perplejos; la angustia les sobrecogió e inclinaron la cabeza hacia el suelo, pues estaban seguros de que iban a perecer, morir, quedar envilecidos y arruinados; la llama del furor prendió en su corazón, volvieron la espalda y confiaron en la fuga. El rey, al ver a sus tres hijos muertos y a su ejército derrotado, quedó perplejo y aturdido mientras su corazón se abrasaba con una llama de fuego. Se dijo: «La señora Miryam nos tiene en poca cosa. Si yo me arriesgase y, solo, me enfrentase con ella, es probable que me venciese, me matase de mala manera e hiciese en mí el peor de los escarmientos del mismo modo como lo ha hecho con sus hermanos; ella no tiene nada que esperar de nosotros y nosotros no deseamos su regreso. Lo mejor es que yo conserve mi honor y regrese a la ciudad». El rey dio rienda suelta a su caballo y volvió a la capital. Cuando estuvo de nuevo en el alcázar notó que su corazón ardía por causa de la muerte de sus tres hijos, la derrota de su ejército y la mancha caída sobre su honor. Apenas había transcurrido media hora cuando ya convocaba a los magnates del imperio y a los grandes del reino. Se quejó ante ellos de lo que le había hecho su hija Miryam: había dado muerte a sus hermanos y le había vencido y apenado. Les pidió consejo y todos le dijeron: «Escribe una carta al Califa de Dios en la tierra, el Emir de los creyentes Harún al-Rasid, e infórmalo de todo el asunto». Escribió a al-Rasid una carta en que decía, después del saludo al Emir de los creyentes: «Tenemos una hija llamada Miryam la cinturonera a la que ha pervertido un prisionero musulmán llamado Nur al-Din, hijo del comerciante Tach al-Din el cairota. Éste la ha raptado una noche y se la ha llevado a su país. Yo ruego de la bondad de nuestro señor, el Emir de los creyentes, que escriba a todos los países musulmanes para que la detengan y nos la devuelvan con un mensajero seguro…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la carta proseguía: »…y nos la devuelvan con un mensajero seguro] escogido entre los criados de su excelencia el Emir de los creyentes». Entre otras cosas la carta añadía: «A cambio de vuestro auxilio en este asunto os concederemos la mitad de la ciudad de Roma, la Grande, para que podáis construir en ella mezquitas para los musulmanes y os pague el tributo correspondiente». Una vez escrita la carta, según el consejo de las gentes de su reino y de los magnates del imperio, la dobló y llamó al visir que había nombrado en sustitución del tuerto. Le ordenó que sellase la carta con el sello real; los magnates del reino también estamparon sus sellos después de haber puesto su firma de puño y letra. Dijo al visir: «Si traes a mi hija te cederé un par de provincias de mi imperio y te daré un vestido de Corte con dos orlas bordadas». Le entregó la carta y le ordenó que se dirigiese a la ciudad de Bagdad, morada de la paz, y entregase la misiva en propia mano del Emir de los creyentes. El ministro se puso en camino y cruzó valles y desiertos hasta llegar a la ciudad de Bagdad. Al entrar en ésta descansó durante tres días, al cabo de los cuales preguntó por el alcázar del Emir de los creyentes, Harún al-Rasid. Se lo indicaron. Al llegar pidió audiencia al Emir de los creyentes. Se la concedió. Entró, besó el suelo ante él y le entregó la carta del rey de Francia y le hizo ofrenda de los regalos y ricos presentes propios del rango del Emir de los creyentes. El Califa abrió la carta, la leyó y comprendió el contenido. Mandó, inmediatamente, a sus visires que escribiesen cartas a todos los países musulmanes. Así lo hicieron. En las cartas dieron la descripción de Miryam y de Nur al-Din, el nombre de ambos y comunicaron que eran fugitivos; quienquiera que los encontrase debía detenerlos y enviárselos al Emir de los creyentes. Se advertía que debía hacerse sin demora, dudas ni negligencia. A continuación selló las cartas y las mandó con correos a los gobernadores. Éstos se apresuraron a ejecutar la orden y empezaron a buscar por toda su provincia las personas de esas características. Esto es lo que hace referencia a los reyes y su Corte.
He aquí lo que se refiere a Nur al-Din el cairota y Miryam la cinturonera, hija del rey de Francia: Ambos, inmediatamente después de haber derrotado al rey y a su ejército, emprendieron la marcha hacia Siria. El que todo lo oculta los protegió y llegaron a la ciudad de Damasco. Pero los mensajeros despachados por el Califa habían llegado a la ciudad el día antes y el gobernador había sido informado de que tenía que detenerlos en cuanto los encontrase y hacerlos comparecer ante el Califa.
En cuanto los dos jóvenes entraron en la ciudad de Damasco, se les acercaron los espías y les preguntaron cómo se llamaban. Les contestaron la verdad, les refirieron toda su historia y les explicaron todo lo que les había ocurrido. Los reconocieron, los detuvieron y los condujeron ante el Emir de Damasco. Éste los remitió al Califa que estaba en la ciudad de Bagdad, morada de la paz. Una vez llegados a la capital pidieron audiencia al Emir de los creyentes, Harún al-Rasid. La concedió. Entraron y besaron el suelo ante él. Le dijeron: «¡Emir de los creyentes! Ésta es Miryam la cinturonera, hija del rey de Francia y éste es Nur al-Din, hijo del comerciante Tach al-Din, el cairota; es el prisionero que la ha seducido arrebatándosela a su padre, sacándola de su ciudad y de sus Estados y huyendo con ella a Damasco. Los descubrimos cuando entraban en esta ciudad; les preguntamos sus nombres y nos contestaron la verdad; los hemos traído y aquí están delante tuyo». El Emir de los creyentes miró a Miryam y se dio cuenta de que era esbelta, bien formada, de palabra elocuente, una hermosa entre las gentes de su tiempo, perla única de su época, de voz dulce, firme y resuelta. Miryam besó el suelo al hallarse ante el soberano e hizo los votos de rigor deseándole poderío, bienestar y el fin de todo daño y enemigo. El Califa quedó admirado de sus bellas proporciones, de la dulzura de sus palabras y de la rapidez de su respuesta. Le preguntó: «¿Tú eres Miryam la cinturonera, hija del rey de Francia?» «¡Sí, Emir de los creyentes, imán de los que creen en un único Dios, protector de la fe, primo del señor de los enviados!» Entonces el Califa se volvió hacia Nur al-Din y se dio cuenta de que era un hermoso muchacho, de bella constitución; padecía ser la luna cuando resplandece en el plenilunio. El Califa le preguntó: «¿Tú eres el prisionero Alí Nur al-Din, hijo del comerciante Tach al-Din el cairota?» «Sí, Emir de los creyentes, columna de los que obran rectamente.» «¿Y cómo has raptado a esta muchacha en el propio reino de su padre y has huido con ella?» Nur al-Din empezó a contar al Califa todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin. Cuando hubo terminado de hablar, el soberano quedó profundamente admirado y fue presa de una alegría indescriptible. Exclamó: «¡Cuántas fatigas ha de sufrir el hombre!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas noventa y cuatro, refirió: