TAMBIÉN se cuenta que en lo antiguo del tiempo, en las épocas y siglos pasados, vivía un hombre que se llamaba Masrur: era uno de los más hermosos de su época, tenía mucho dinero, vivía desahogadamente, gustaba pasearse por los arriates y jardines y le complacía el amor de las mujeres hermosas. Cierta noche, mientras dormía, se vio en sueños: estaba en un magnífico huerto en el cual había cuatro pájaros y, entre éstos, una paloma blanca como la plata más pura. La paloma le gustó y quedó enamorado apasionadamente de ella. Poco después se abatió encima de ésta un pájaro enorme y se la arrebató de las manos. Esto le apenó mucho, se despertó, pero no encontró la paloma y fue presa de la pasión hasta que llegó la mañana. Se dijo: «He de ir hoy, sin falta, a un oneirólogo para que me interprete el sueño».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que salió, corrió a derecha e izquierda, se alejó de su casa pero no halló nadie que le explicase este sueño. Después regresó a su casa. Mientras recorría el camino le pasó por la mente entrar en el domicilio de un comerciante. Pertenecía a una persona rica. Al llegar oyó una voz quejosa, propia de un corazón triste, que recitaba estos versos:
El céfiro de la aurora sopla desde su campamento trayendo un perfume que cura al enfermo.
Permanecí junto a los vestigios del campamento preguntando; pero las ruinas no contestaban a las lágrimas.
Dije: «Céfiro, ¡por Dios!, dime ¿recuperará esta casa su esplendor
Para que yo pueda gozar de una gacela que inclinó hacia mí su persona y cuyos párpados lánguidos me consumieron con su ardor?»
Masrur, al oír esta voz, miró al interior de la casa: vio el jardín más hermoso que imaginarse pueda; en su interior había una cortina de brocado rojo bordado con perlas y aljófares; en él, detrás de la cortina, había cuatro esclavos entre los cuales se hallaba una adolescente menor de quince años y mayor de catorce; parecíase a la luna llena cuando brilla. Tenía ojos alcoholados, cejas arqueadas y una boca que parecía el sello de Salomón; los labios y los dientes parecían perlas y coral; arrobaba el entendimiento con su belleza, hermosura, talle y proporciones. Masrur, al verla, entró en la casa y siguió adelante hasta alcanzar la cortina. La adolescente levantó la cabeza y le miró. Él la saludó y ella le devolvió el saludo con dulces palabras. Al verla y contemplarla el joven perdió el entendimiento y el dominio de su corazón. Miró el jardín: estaba repleto de jazmines, alhelíes, violetas, rosas, naranjos y toda clase de flores olorosas. Los árboles estaban cargados de frutos y el agua corría desde cuatro pabellones que estaban unos enfrente de otros. Masrur miró hacia el primero y vio que tenía escrito en círculo, con bermellón, este par de versos:
¡Oh, casa! ¡Ojalá jamás penetre en ti la tristeza ni el tiempo traicione a tu dueño!
¡Qué bella es la casa que acoge a cualquier huésped aunque éste se encuentre angustiado!
En el segundo pabellón vio escrito en círculo, con oro rojo, estos versos:
¡Brille en ti el vestido de la suerte, ¡oh casa!, mientras canten en las ramas del jardín los pájaros!
Perduren en ti los penetrantes perfumes y en ti disfruten la felicidad los amantes.
Que tus moradores vivan en el poder y el bienestar todo el tiempo que el lucero recorra el firmamento.
Contempló el tercer pabellón y vio que tenía inscrito, en círculo, con lapislázuli azul, este par de versos:
¡Ojalá perdures ¡oh casa! en el poder y el bienestar mientras la noche despliegue sus tinieblas y el día levante sus luces!
Que la felicidad resida en tu puerta, acoja a todos los que entren y conceda bienes sin cese a quien a ti vaya.
Contempló el cuarto pabellón y vio que tenía inscrito, en círculo, con tinta amarilla, este verso:
Esto es el jardín y ése el estanque: un magnífico lugar y un dueño comprensivo.
En el jardín había pájaros: tórtolas, palomas, ruiseñores, pichones; todos cantaban. La adolescente se balanceaba: su belleza, hermosura, talle y proporciones ponían a prueba a todo el que la veía. Preguntó: «¡Hombre! ¿Qué es lo que te ha traído a una casa que no es la tuya? ¿Por qué has venido a ver, sin permiso del dueño, unas jóvenes que no te pertenecen?»
Le contestó: «¡Señora mía! He visto este jardín y me ha gustado su bello color verde, el aroma de sus flores y el canto de sus pájaros. He entrado para pasar en él un rato; luego seguiré a mis quehaceres». «¡De mil amores!» Masrur el comerciante, al oír sus palabras, cruzó la mirada con ella, se fijó en la esbeltez del talle y en la hermosura del jardín y de los pájaros. Todo esto le hizo perder la razón, quedó perplejo por lo que le sucedía y recitó estos versos:
Es una luna que aparece con toda su prodigiosa belleza entre colinas, brisas y aromas.
El mirto, el escaramujo y la violeta difunden su aroma desde las ramas.
¡Oh, jardín que encierras todas las cualidades, que contienes toda clase de flores y ramas!
La luna resplandece bajo la sombra de sus ramas mientras los pájaros improvisan sus mejores melodías.
La tórtola, el ruiseñor y la paloma y también la filomela excitaron mi pasión.
Pasión que por su belleza quedó indecisa en mi corazón igual que la perplejidad de los borrachos.
Zayn al-Mawasif, al oír los versos de Masrur, dirigió a éste una mirada que le iba a causar mil pesares y a robarle el entendimiento y el corazón. Le contestó con estos otros:
No esperes unirte con aquella de la que te has prendado y corta las esperanzas que acaricias.
Abandona lo que esperas: no podrás apartar a la hermosa de la que te has enamorado.
Mis miradas cosechan amantes, pero a mí no me saben mal las palabras que te he dicho.
Masrur, al oír estos versos, se hizo el fuerte y tuvo paciencia ocultando en su interior lo que le ocurría y disimulándolo. Se dijo: «La pena no tiene más remedio que la paciencia». Siguieron juntos hasta la caída de la noche. La adolescente mandó que llevaran la mesa; se la colocaron delante; contenía toda suerte de guisos: codornices, palomas y carne de cordero. Comieron hasta hartarse. Mandó luego que quitaran la mesa; se la llevaron. Les ofrecieron los utensilios para lavarse las manos y se las lavaron. A continuación ordenó que colocasen los candelabros y pusieron en ellos velas de cera alcanforada. Zayn al-Mawasif dijo después: «¡Por Dios! Esta noche tengo el pecho acongojado, tengo fiebre». Masrur le contestó: «¡Que Dios te consuele y te quite la pena!» «¡Masrur! Estoy acostumbrada a jugar al ajedrez, ¿sabes?» «Sí; sé.» Les llevaron el tablero, era de ébano con incrustaciones de marfil; el marco era de oro reluciente; las figuras tenían embutidas perlas y jacintos.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Masrur quedó perplejo al verlo. Zayn al-Mawasif se volvió hacia él y le preguntó: «¿Quieres las blancas o las rojas?» «¡Hermosa señora! ¡Adorno del aura matutina! Coge tú las rojas porque son bellas y te convienen más; déjame las piezas blancas.» «Estoy conforme.» Cogió las rojas y las colocó enfrente de las blancas. Alargó la mano hacia la pieza con la cual pensaba iniciar la partida. El joven miró la punta de sus dedos y vio que eran muy blancos. Quedó admirado de sus dedos y de su magnífica belleza. La joven se volvió hacia él y le dijo: «¡Masrur! No te distraigas, ten paciencia y calma». Le contestó: «Señora de la hermosura, que estás por encima de la luna cuando te contempla el amante, ¿cómo he de tener paciencia?» Mientras él se encontraba así ella le dijo: «¡Jaque mate!», y le ganó. Zayn al-Mawasif, que se había dado cuenta de que estaba loco de amor, le dijo: «¡Masrur! No jugaré contigo si no es apostando una prenda dada o una suma conocida». «¡Oír es obedecer!» «¡Júramelo y yo te prestaré el mismo juramento para que nadie engañe a su adversario!» Ambos prestaron juramento. La joven dijo: «¡Masrur! ¡Si te venzo te cogeré diez dinares, pero si tú me vences yo no te daré nada!» El muchacho creyó que la iba a ganar y contestó: «¡Señora mía! Sé fiel a tu juramento, pues veo que eres experta en el juego». «¡Estoy de acuerdo!» Empezaron la partida moviendo los peones; ella los hizo seguir por la reina, los alineaba, acercaba a ellos la torre hasta que juzgó oportuno avanzar los caballos. Zayn al-Mawasif llevaba encima de la cabeza un paño de brocado azul: se lo quitó y remangó una manga: apareció una columna de luz. Alargó la mano ‘hacia las piezas rojas y dijo: «¡Ten cuidado!» Masrur se quedó admirado, perdió el entendimiento y el corazón: miraba su exquisitez, la dulzura de sus rasgos y quedó desorientado y confuso; extendió la mano hacia las blancas, pero fue a parar a las rojas. La joven le dijo: «¡Masrur! ¿Dónde tienes la razón? Las rojas son las mías y las blancas las tuyas». «Quien te mira pierde la razón.» Zayn al-Mawasif, al verlo en esta situación, cogió las rojas y le dio las blancas. Jugó con aquéllas, pero la joven volvió a vencerlo. Siguieron jugando. Ella ganaba y él le pagaba, cada vez, diez dinares. Zayn al-Mawasif, al darse cuenta de que el muchacho sólo pensaba en su amor, le dijo: «¡Masrur! No obtendrás lo que deseas a menos de que me hayas vencido tal y como te lo has propuesto; no seguiré jugando contigo a menos de que apuestes cien dinares por partida». «¡De mil amores!», replicó. Volvieron a jugar y la joven le fue venciendo; el muchacho pagaba cien dinares por partida y así siguieron hasta la mañana sin que él la hubiese vencido ni una vez. El muchacho se puso de pie. La joven le preguntó: «¿Qué quieres, Masrur?» «Marcharme a mi casa y traerte mis bienes. Tal vez así consiga mis deseos.» «¡Haz lo que bien te parezca!» El joven marchó a su casa y le llevó todos sus bienes. Al encontrarse de nuevo a su lado recitó este par de versos:
En sueños vi un pájaro que cruzaba junto a mí en un jardín acogedor cuyas flores sonreían.
Lo capturé en cuanto apareció. De ti, si eres fiel, espero la interpretación del sueño.
Cuando estuvo junto a ella con todo su dinero, empezó a jugar y ella a vencerlo sin que él consiguiera el triunfo ni en una sola partida. Siguieron jugando durante tres días y la joven le ganó sus bienes. Cuando los hubo perdido le preguntó: «Masrur ¿qué es lo que quieres?» «¡Apostar la tienda de droguista!» «¿Cuánto vale?» «¡Quinientos dinares!» Jugó cinco partidas y volvió a ganarle. Siguió jugándose las esclavas, las fincas, los jardines y las cosas. La joven le quitó así todo cuanto poseía; después se volvió hacia él y le dijo: «¿Te queda algún dinero para jugar?» «¡Juro por Aquel que me ha hecho caer en las redes de tu amor que ya no poseo nada: ni bienes ni cosa parecida sea poco o mucho!» «¡Masrur! Una cosa que ha tenido buen principio no puede tener mal fin; si estás arrepentido recoge tus bienes y vete a tus quehaceres. Yo te considero libre en lo que a mí respecta.» «¡Juro por Aquel que nos ha destinado estas cosas que si te complaciera el arrebatarme la vida esto me parecería bien poca cosa con tal de complacerte! Sólo te amo a ti.» «Entonces, Masrur, ve a buscar al cadí y a los testigos y pon a mi nombre todos tus bienes y fincas.» «¡De mil amores!» Se puso en pie al momento, fue a buscar el cadí y los testigos y los llevó a su domicilio.
El cadí, al verla, perdió el entendimiento y el corazón y su pensamiento quedó turbado al contemplar la belleza de sus dedos. Le dijo: «¡Señora mía! No firmaré el acta si no es a condición de que tú compres las fincas, los esclavos y las posesiones y que todo esto pase a ser tu propiedad y tu dominio».
Zayn al-Mawasif le dijo: «Estamos de acuerdo en ello. Escribe el contrato en que conste que las esclavas, tierras y fincas de Masrur pasan a ser propiedad de Zayn al-Mawasif por tal y tal cantidad». El cadí lo puso por escrito, los testigos pusieron sus firmas y la joven cogió el documento.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la joven dijo: «¡Masrur! ¡Vete a tus quehaceres!» La esclava Hubub se volvió hacia él y le dijo: «Recítanos algunos versos». El muchacho recitó los siguientes acerca del ajedrez:
Me quejo al tiempo por lo que me ha sucedido; me quejo de la pérdida, del ajedrez y de la mirada.
Por el amor de una muchacha esbelta y delicada que no tiene igual en el género humano ni entre varones ni hembras.
Las flechas de su mirada han hecho mella en mí y ha avanzado hacia mí con ejércitos que vencen a los hombres:
Rojos y blancos; caballeros dispuestos al combate. Me incitó a la lucha y me dijo: «¡Ponte en guardia!»
Al mover la punta de los dedos me anonadaron en el ala de la oscura noche que parecían los cabellos.
No pude librar a las blancas de sus movimientos; la pasión me hacía derramar abundantes lágrimas.
Peones y torres, con su reina, atacaron; las blancas se replegaron vencidas.
Sus ojos me habían asaeteado con las flechas de su mirada y mi corazón estaba desgarrado con ese dardo.
Ella me dejó escoger entre los dos ejércitos y yo tomé al azar el ejército blanco.
Dije: «Este ejército blanco me conviene; es lo que deseo. Para ti el rojo».
Jugó conmigo una prenda y yo acepté, pero no conseguí satisfacer mi deseo.
¡Pobre corazón mío! ¡Oh, mi deseo y mi pena por haber querido unirme a una muchacha que parecía la luna!
Mi corazón no arde ni está triste por la pérdida de mis bienes; sólo se preocupa de tus miradas.
Quedé perplejo, atónito y temeroso reprendiendo al destino por todo lo que me había ocurrido.
Ella preguntó: «¿Por qué estás perplejo?» Respondí: «¿El que bebe vino puede evitar la embriaguez?»
Un ser humano me ha arrancado el entendimiento con su figura, ¡si su corazón que parece de piedra fuese indulgente!
Mantuve quieto el ánimo y dije: «Hoy la poseeré como prenda sin temor ni preocupación».
Mi corazón deseó continuamente unirse a ella hasta que quedó pobre en los dos sentidos.
El amante apasionado ¿puede desistir de su amor, aunque éste le dañe, cuando está metido en el mar de la pasión?
Ha pasado a ser un esclavo sin riquezas; es un prisionero del amor ardiente que no ha conseguido su propósito.
Zayn al-Mawasif, al oír estos versos, quedó admirada de la elocuencia de su lengua y le dijo: «¡Masrur! Deja esa locura, recupera tu razón y vete a tus quehaceres. Has perdido tus bienes y tus fincas jugando al ajedrez sin llegar a conseguir tu propósito; no tienes ningún medio para alcanzarlo». El joven se volvió hacia la muchacha y le contestó: «¡Señora mía! ¡Pídeme cualquier cosa que desees, pues yo te traeré y te colocaré delante lo que pidas!». «¡Masrur! ¡Si no te queda dinero!» «¡Extremo límite de los deseos! Si nada me queda los hombres me ayudarán.» «¿Aquel que hacía regalos va a ser un pedigüeño?» «Tengo parientes y amigos y me darán cualquier cosa que les pida.» «Pues te pido cuatro vesículas de almizcle aromático; cuatro onzas de algalia; cuatro libras de ámbar; cuatro mil dinares; cuatrocientos mantos de regio brocado recamado. Si me traes todo esto, Masrur, te concederé mis favores.» «¡Todo esto me es fácil de conseguir, oh, tú que avergüenzas las lunas!»
Masrur se separó de ella para ir a buscar lo que le había pedido. La joven despachó, en pos suyo, a Hubub para que ésta averiguase la influencia que tenía con las personas que había mencionado. Mientras el muchacho recorría las calles de la ciudad dio media vuelta y vio a Hubub a los lejos. Se detuvo y dejó que le alcanzase. Le preguntó: «¡Hubub! ¿Adónde vas?» «Mi señora me ha mandado que te siga para ver tal y tal cosa», y a continuación le refirió todo lo que la había dicho Zayn al-Mawasif desde el principio hasta el fin. El joven exclamó: «¡Por Dios, Hubub! ¡No poseo ni un céntimo!» «¿Y por qué se lo prometiste?» «¡Cuántas promesas no se cumplen! En el amor hay que hacer grandes promesas.» La muchacha, al oírlo, le dijo: «¡Masrur! Tranquilízate y alegra tus ojos. Yo seré la causa de que te reúnas con ella». La joven le dejó y se marchó. Corrió a presentarse a su señora llorando amargamente. Le dijo: «¡Señora mía! ¡Por Dios! Es un hombre de grandes recursos y muy respetado por la gente». Su dueña replicó: «¡No hay astucia que nos libre del decreto de Dios, (¡ensalzado sea!)! Este hombre no nos ha encontrado con un corazón misericordioso, ya que le hemos arrebatado todos sus bienes y no ha hallado en nosotros ni afecto ni compasión para que le concediéramos favores. Si accedo a su deseo temo que el asunto se divulgue». Hubub le dijo: «¡Señora mía! Nos preocupa su situación y el haberle quitado todo lo que poseía. Pero tú sólo me posees a mí y a tu esclava Sakub ¿cuál de nosotras podría hablar de lo que haces si somos tus esclavas?» La joven inclinó su cabeza hacia el suelo. Las esclavas le dijeron: «¡Señora mía! Nuestra opinión consiste en que mandes a buscarlo, le concedas tus favores y que no le dejes ir a pedir algo a personas de baja estofa. ¡Cuán amargo es tener que pedir!» Zayn al-Mawasif aceptó el consejo de las esclavas, pidió papel y pluma y le escribió estos versos:
¡Masrur! La hora de la unión se acerca. ¡Alégrate sin dudar! Cuando el ala de la noche se extienda, ven al acto.
¡Muchacho! No pidas dinero a seres reprobables. Yo estaba ebria y ahora he recuperado la razón.
Todo lo que te pertenecía te será devuelto y por encima te daré, Masrur, mis favores
Ya que has tenido paciencia y dulzura frente a la tiranía del amado que te ha tratado injustamente.
Corre a gozar de lo que deseas y sé feliz y no te descuides para que mis familiares no se enteren.
Ven a nuestro lado rápidamente, sin demora y come, del fruto del amor, en la ausencia del marido.
Dobló el escrito y lo entregó a su esclava. Ésta lo cogió y fue a buscar a Masrur. Le encontró llorando y recitando estos versos:
El céfiro del amor sopló sobre mi corazón y las entrañas se conmovieron por el excesivo dolor.
Después de la marcha de los seres amados mi pasión ha crecido y mis párpados desbordan con el llanto siempre creciente.
Se me ocurren tales ideas que si las expusiese, los guijarros y las piedras se apiadarían en seguida.
¡Ojalá supiera si volveré a ver a la que me alegra y conseguiré, según espero, la realización de mi deseo!
Y que las noches de la separación que han seguido a su marcha cesen y que los dolores que en mi corazón residen, tengan fin.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Masrur se encontraba en el extremo límite del deseo. Mientras recitaba sus versos y los repetía, Hubub, que estaba escuchándole, llamó a la puerta. Abrió. La joven entró y le entregó la carta. La cogió, la leyó y dijo: «¡Hubub! ¿Qué otras noticias me traes de tu señora?» «¡Señor mío! Esa carta contiene lo suficiente para evitar que yo tenga que contestarte. Tú eres inteligente.» Masrur se alegró muchísimo y recitó este par de versos:
Ha llegado la carta: su contenido me ha alegrado y he querido guardarla en mi corazón.
Mi pasión ha aumentado desde el instante en que la he besado; parece que encierra en sí la perla de la pasión.
A continuación escribió una carta de contestación y se la entregó a Hubub. Ésta la cogió y se la llevó a Zayn al-Mawasif. Cuando llegó junto a la joven empezó a alabar las cualidades, la hermosura y la generosidad del muchacho ayudándolo así a conseguir su propósito. Zayn al-Mawasif le dijo: «¡Hubub! Tarda en venir a nuestro lado.» «Vendrá en seguida», le replicó. Apenas terminaba de pronunciar estas palabras cuando ya llegaba el joven y llamaba a la puerta. Le abrió, le condujo y le hizo sentar junto a su señora Zayn al-Mawasif. Ésta lo saludó, lo acogió bien, e hizo que se colocase a su lado. Dijo a su esclava Hubub: «¡Tráeme mi más hermoso traje!» La joven la entregó un manto bordado en oro. Lo cogió e hizo que se lo pusiera Masrur mientras ella misma se ponía otro preciosísimo y tocaba su cabeza con una redecilla de perlas relucientes; encima de ésta colocó una cinta de brocado recamado con perlas, aljófares y jacintos; por debajo de la cinta descendían dos trenzas en cada una de las cuales había un rubí engastado en oro brillante; sus cabellos caían como si fuesen la noche tenebrosa; se perfumó con áloe y se sahumó con almizcle y ámbar. Hubub le dijo: «¡Que Dios te guarde del mal de ojo!» Zayn al-Mawasif empezó a pasear contoneándose y balanceándose. La esclava recitó estos estupendos versos:
Sus pasos avergüenzan a las ramas de sauce y sus miradas embrujan a los enamorados.
Es una luna que aparece entre las tinieblas de sus cabellos y resplandece como el sol entre sus rizos.
Feliz aquel junto al cual pasa la noche su belleza: jura por su vida y muere por ella.
Zayn al-Mawasif le dio las gracias. Después se acercó a Masrur como si fuese la luna llena en todo su esplendor. El joven, al verla, se puso en pie y le dijo: «Si mi razón dice la verdad ésta no es un ser humano sino una de las esposas del paraíso». La joven pidió la mesa. La llevaron. En sus extremos tenía grabados los siguientes versos:
Entra con la cuchara en el campo de las sopas y disfruta con los fritos y los asados.
Encima hay un plato que siempre me gusta: magníficos pollos y gallinas.
¡Qué estupendo es el asado en que brilla lo dorado y la verdura cubierta por el vinagre de la escudilla!
¡Qué bueno es el arroz con leche en el que se mete la mano hasta los brazaletes!
¡Qué pena la de mi corazón por esos dos platos de pescado junto a dos panecillos de tawarich!
Ambos comieron, bebieron, disfrutaron y gozaron. Después retiraron la mesa y colocaron el servicio del vino: la copa y el vaso giraron en rueda y fueron la delicia del alma. Masrur llenó la copa y dijo: «¡Oh, tú de quien soy esclavo, señora mía!», y a continuación recitó los siguientes versos:
Me maravilla el que mis ojos puedan saciarse de una hermosa muchacha cuya belleza resplandece.
No hay, en su época, quien se la parezca por la delicadeza de su cuerpo y la hermosura de su naturaleza.
La rama de sauce envidia la esbeltez de su talle cuando se mueve, con mesura, en el interior del vestido.
Tiene una cara que resplandece y avergüenza a la luna en medio de la tiniebla y una raya que compite, en luz, con la luz del creciente.
Cuando se mueve sobre la tierra, extiende un aroma que alcanza llanuras y montes.
El joven terminó de recitar estos versos y ella le dijo: «¡Masrur! Nos es necesario dar lo que merece a aquel que se ha mantenido firme en su religión y ha comido nuestro pan y nuestra sal. No te preocupe, pues yo te restituiré tus bienes y todo lo que te he cogido». «¡Señora mía! Todo lo que has citado te pertenece lícitamente, aunque tú hayas violado el juramento que existía entre nosotros dos. Yo voy a hacerme musulmán.» La joven Hubub intervino: «¡Señora mía! Tú eres muy joven y sabes mucho. Yo pido a Dios, el Grande, que interceda junto a ti; si no me haces caso y no me atiendes, no pasaré esta noche en tu casa». «¡Hubub! Sólo he de hacer lo que tú quieras. Ponte en pie y arréglanos otra habitación.» La criada les preparó y les arregló una cámara; la perfumó con los mejores aromas, tal como gustaba y prefería su dueña, preparó comida, sirvió vino, y el vaso y la copa giraron entre ellos haciendo la delicia del alma.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Zayn al-Mawasif dijo: «¡Masrur! Ha llegado el momento del encuentro y de la unión. Si pretendes estar celoso de mi amor recita un verso de ideas peregrinas». Masrur recitó esta casida:
Soy prisionero y tengo en el corazón una llama que arde a causa de que el ligamen del amor se rompió con la separación.
Por el amor de una muchacha cuya silueta desgarró mis entrañas y cuyo terso rostro arrobó mi entendimiento.
Tiene cejas unidas, mirada de hurí; cuando sonríe, su boca compite, en resplandor, con el relámpago.
Tiene sólo catorce años; mis lágrimas, por su amor, parecen ser la sangre del dragón.
La vi entre el río y el jardín; su rostro sobrepujaba a la luna llena cuando aparece por el horizonte.
Se inclinó, cual rama de sauce, bajo sus vestidos y consintió en la unión antes prohibida.
Pasamos una noche satisfaciendo el deseo de estar unidos, besando y chupando labios rojos.
¡No hay delicia en el mundo comparable a la de tener a quien amas a tu lado y poder disponer de él!
Al aparecer la aurora se puso en pie y se despidió con una hermosa cara que superaba a la luna del cielo.
En el momento de la despedida, mientras las lágrimas que resbalaban por la mejilla formaban un collar, recitó:
«¡Mientras viva entre hombres no olvidaré el pacto contraído ante Dios, ni la belleza de la noche ni el solemne juramento!»
Zayn al-Mawasif se emocionó y dijo: «¡Masrur! ¡Qué bellas son tus palabras! ¡Ojalá perezca aquel que es tu enemigo!» Entró en su habitación y llamó al joven. Éste pasó, la tomó en sus brazos, la abrazó, la besó, y obtuvo de ella lo que deseaba, alegrándose de conseguir la bella unión. Después, Zayn al-Mawasif le dijo: «¡Masrur! No es lícito que continúe teniendo tus bienes legalmente ahora que somos amantes». Le devolvió todas las riquezas que le había arrebatado y le dijo: «¡Masrur! ¿Tienes un jardín al que podamos ir a pasear?» «¡Sí, mi señora! Tengo un jardín que no tiene par.» El joven se marchó a su casa y ordenó a sus criadas que preparasen un magnífico banquete en una hermosa sala y dispusiesen una hermosa compañía. Después invitó a Zayn al-Mawasif a ir a su casa. Ésta acudió con sus criadas. Comieron, bebieron, disfrutaron y se divirtieron. La copa y el vaso giraron en ruedo y fueron la delicia del alma. El amante quedó a solas con su amado. La joven le dijo: «¡Masrur! Me pasan por la cabeza unos versos delicados. Querría recitarlos acompañándome del laúd». «¡Recítalos!» La muchacha tomó el laúd en la mano, lo afinó, tocó sus cuerdas, moduló y recitó estos versos:
La alegría de las cuerdas me afecta; bebemos el vino puro en el momento de la aurora.
El amor descubre un corazón enamorado y la pasión aparece cuando se desgarran los velos.
Su belleza resplandece con el vino como el sol que brilla en manos de las lunas.
Todo esto en una noche que nos trajo su alegría borrando, con su tranquilidad, todas las contrariedades.
Al terminar de recitar estos versos dijo: «¡Masrur! Di uno de tus versos y permite que gocemos de tus frutos». El joven recitó este par de versos:
Nos ha impresionado una luna que sirve el vino y la melodía de un laúd en los arriates en que nos encontramos.
La tórtola ha cantado; las ramas se han inclinado durante la aurora: en aquel lugar está el límite de la pasión.
Al terminar de recitar esto, Zayn al-Mawasif le dijo: «Si es que realmente me amas recita versos en que se aluda a lo que nos ha sucedido».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Masrur replicó: «¡De mil amores!» e improvisó la siguiente casida:
Detente y escucha lo que me ha sucedido por el amor de esta gacela.
Una gacela que me ha disparado un dardo y cuya mirada me ha herido.
La pasión me dominó y me he quedado sin recursos en el amor.
Me enamoré de una bella protegida por un valladar de flechas.
La vi en el centro de un jardín; su cuerpo era bien proporcionado.
La saludé. Contestó: «¡La salud!», al oír mis palabras.
Le pregunté: «¿Cómo te llamas?» Contestó: «Mi nombre corresponde a mi belleza;
Me llamo Zayn al-Mawasif». Le dije: «¡Apiádate de mi situación!
En mí hay un gran amante; no hay ningún otro enamorado como yo».
Me dijo: «Si me amas y quieres unirte conmigo sabe que quiero grandes riquezas, que superan a todos los regalos;
Quiero que me des costosos vestidos de seda
Y un cuarto de quintal de almizcle por pasar una sola noche conmigo;
Perlas y cornalina de alto precio:
Plata y oro purísimos para los adornos».
Yo hice gala de la hermosa paciencia a pesar de lo grande de mi preocupación,
Ella me concedió sus gracias ¡qué hermosa unión!
Si el prójimo me censurase yo diría: «¡Hombres!
Tiene cabellos largos del color de la noche
Sobre sus mejillas hay rosas iguales a la llama cuando arde
Sus párpados son la funda de las espadas y sus miradas son como dardos.
Su boca es roja y su saliva como agua purísima.
Sus dientes son un collar de perlas blanquísimas.
Su cuello parece ser el de una gacela, estupenda en su perfección.
El pecho parece de mármol y los senos colinas.
El vientre tiene un recoveco perfumado con los mejores aromas.
Debajo de esto hay algo que constituye el objeto de mi esperanza:
Redondeado, carnoso ¡es tan magnífico, señores!
Parece que sea el solio de un rey a quien he de exponer mi situación.
Entre sus muslos se encuentran estrados elevados;
Pero su descripción es capaz de extraviar la razón de los hombres.
Tiene grandes labios y un umbral como el de los mulos.
Se muestra con el color rojo del ojo y la baba de un camello.
Cuando te acercas a él, resuelto a la acción,
Encuentras una cálida acogida, afectuosa y satisfactoria.
Rechaza el combatiente extenuado que no está presto para el combate.
Alguna vez lo encuentras con barba larga.
Te lo anuncia un hombre hermoso y bello,
Al igual como Zayn al-Mawasif es hermosa en sus perfecciones.
Una noche me llegué hasta ella y obtuve, lícitamente, sus favores, ¡Qué noche la que pasé con ella! ¡Sobrepuja a todas las otras noches!
Al llegar la aurora se incorporó mientras su rostro parecía el creciente.
Vibraba todo su cuerpo como vibran las más largas lanzas.
Se despidió de mí y dijo: “¿Cuándo volverán estas noches?”
Contesté: “¡Luz de mis ojos! ¡Ven cuando quieras!”»
Zayn al-Mawasif se alegró muchísimo al oír esta casida y llegó al límite máximo de satisfacción. Dijo: «¡Masrur! Llega ya la mañana y no queda más remedio que separarnos para evitar un escándalo». Contesté: «¡De mil amores!» Se puso de pie, acompañó a la muchacha hasta su casa y después se marchó a su domicilio meditando en sus hermosuras. Al día siguiente por la mañana, cuando brilló la luz del día, preparó un estupendo regalo para ella y se lo llevó. Se sentó a su lado. En esta situación pasaron cierto número de días viviendo en la más cómoda y feliz de las vidas.
Pero cierto día la joven recibió una carta de su esposo en la que éste le anunciaba que llegaría en breve. La muchacha se dijo: «¡Que Dios no le salve ni le conceda la vida! Si viene a nuestro lado nos va amargar la existencia. ¡Ojalá hubiese desesperado ya de su vida!» Cuando Masrur llegó a su lado, se sentó y habló con ella como tenía por costumbre. La joven le interrumpió: «¡Masrur! Acaba de llegarnos una carta de nuestro esposo. Dice que dentro de poco estará a nuestro lado de regreso de su viaje. ¿Qué hay que hacer si ninguno de nosotros dos puede soportar la separación del otro?» «No sé lo que ocurrirá. Tú estás más informada. Explícame las costumbres de tu esposo; sobre todo, tú eres una mujer muy inteligente y conoces los engaños; ya idearás algo mejor que lo que puedan hacer los hombres.» «¡Él es un hombre difícil! Tiene celos incluso de las gentes de la casa. Cuando haya regresado del viaje y tú te hayas enterado de su llegada, ven, salúdale, siéntate a su lado y dile: “¡Hermano mío! Yo soy un droguero”. Cómprale algún producto y trátale con frecuencia, habla mucho con él, y haz cualquier cosa que te mande sin rechistar. Tal vez lo que yo idee tenga éxito.» Masrur replicó: «¡Oír es obedecer!» El joven se marchó de su lado llevando prendida, en el corazón, la llama del amor.
Al llegar a su casa el marido de la joven, ésta demostró gran alegría, lo acogió bien y lo saludó. El marido clavó la vista en la cara de su mujer y vio que estaba pálida; así era porque antes se la había lavado con azafrán empleando una de las tretas de las mujeres. Le preguntó cómo se encontraba y le replicó que ella y las esclavas se habían puesto enfermas desde el mismo instante en que había emprendido el viaje. Añadió: «Tu larga ausencia ha llenado de preocupación nuestro corazón». Siguió quejándose ante él de las penas de la separación y lloró a mares. Le dijo: «Si hubieses ido con un compañero mi corazón no hubiese experimentado toda esta pena. ¡Te conjuro por Dios, señor mío, a que no vuelvas a emprender un viaje si no va contigo un amigo; no vuelvas a interrumpir tus noticias para que yo pueda tener el corazón y el pensamiento tranquilos!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el marido le contestó: «¡De mil amores! Tu idea es buena y tu consejo certero. ¡Juro por el aprecio que tiene mi corazón a tu vida que ha de ser tal como deseas!» Trasladó parte de las mercancías a la tienda, las abrió, y se sentó a vender en el zoco. Mientras estaba en su tenducho apareció Masrur. Se aproximó, lo saludó, se sentó a su lado y pronunció las fórmulas de rigor. Estuvo hablando un rato con él. A continuación sacó una bolsa, la desató, sacó algo de dinero, se lo entregó al marido de Zayn al-Mawasif y le dijo: «Dame unas drogas a cambio de estos dinares para que yo las pueda vender en mi tienda». «¡Oír es obedecer!», y le entregó lo que le había pedido. Masrur le frecuentó durante varios días. El esposo de Zayn al-Mawasif, volviéndose hacia él, le dijo: «Tengo el propósito de asociar un hombre a mi comercio». «Pues yo soy el otro —replicó Masrur—; yo busco un hombre para asociarlo a mi negocio ya que mi padre era un mercader del Yemen que me legó una gran riqueza. Temo perderla.» El marido de Zayn al-Mawasif volviéndose hacia él, le dijo: «¿Te complacería ser mi compañero? Yo sería el tuyo, sería tu socio y amigo tanto en los viajes como en la ciudad: te enseñaría a vender y a comprar, a tomar y a dar.» Masrur replicó: «¡De mil amores!» El otro se lo llevó a su casa, le invitó a sentarse en el vestíbulo y corrió a presentarse a su esposa Zayn al-Mawasif. Le dijo: «He encontrado un compañero y lo he invitado a comer. Prepáranos una buena hospitalidad». La mujer se alegró, ya que se dio cuenta de que se trataba de Masrur. Preparó un magnífico banquete y guisó sabrosos platos de tanta alegría como tenía al ver a Masrur y lo que había conseguido con su astucia. Cuando el joven llegó a la casa del matrimonio, el marido dijo a la mujer: «Sal conmigo, recíbele bien y dile: “Nos haces felices”».
Zayn al-Mawasif se enojó y replicó: «¿Es que me vas a presentar a un hombre extraño? ¡Busco refugio en Dios! ¡Aunque me cortaras a pedazos no me presentaría ante él!» «¿Pero de qué te avergüenzas si es un cristiano y nosotros somos judíos? Seremos amigos.» «¡Yo no quiero dejarme ver por un hombre extranjero al cual ni he visto antes ni conozco!» El marido se creyó que decía la verdad y siguió tratándola con miramientos hasta convencerla: la joven se incorporó, se puso el velo, tomó la comida y se presentó ante Masrur y le dio la bienvenida. Éste inclinó la cabeza hacia el suelo como si se avergonzase. El marido, al ver el gesto, dijo: «No cabe duda de que se dedica al ascetismo». Comieron hasta hartarse. Después quitaron la mesa y sirvieron el vino. Zayn al-Mawasif se sentó enfrente de Masrur y empezó a mirarlo; él la correspondía. Así transcurrió el día. Entonces Masrur se fue a su casa; la llama del amor había prendido en su corazón. El marido, en cambio, estaba pensativo, por la dulzura y hermosura de su compañero. Apenas llegó la noche, la esposa le sirvió la cena conforme tenía por costumbre. El marido poseía un ruiseñor en la casa. Cuando se sentaba en la mesa, el pájaro acudía a comer con él y aleteaba encima de su cabeza. Dicho pájaro se había familiarizado con Masrur, y acudía a posarse en la cabeza de éste cada vez que se sentaba a comer. Pero cuando el muchacho se hubo ausentado y regresó el dueño, el pájaro no quiso reconocer a éste ni se le aproximó. El marido empezó a meditar acerca del pájaro y en el modo que tenía de apartarse de él. Por su parte, Zayn al-Mawasif no dormía, pues tenía el corazón pendiente de Masrur. Lo mismo ocurrió la segunda y tercera noches. El judío pensó en todo, observó con atención a su mujer mientras estaba ocupada y notó algo raro. La cuarta noche, se despertó a mitad del sueño y oyó que su mujer, mientras dormía apoyada en su seno, pronunciaba el nombre de Masrur. El marido disimuló y ocultó lo que ocurría. El día siguiente, por la mañana se marchó a la tienda y se sentó. Mientras así estaba llegó Masrur; lo saludó y le devolvió el saludo. Le dijo: «¡Bienvenido, amigo! ¡Tenía ganas de verte!» Se sentó y charló con él durante una hora. A continuación le dijo: «¡Amigo mío! ¡Acompáñame a mi casa y confirmaremos nuestra amistad!» «¡De mil amores!», replicó Masrur. Al llegar a su domicilio, el judío informó a Zayn al-Mawasif de la llegada del joven y de que estaba dispuesto a asociarle en su negocio. Le dijo: «Prepara una hermosa fiesta; es necesario que tú estés con nosotros y que observes nuestra amistad». «¡Por Dios que no he de mostrarme ante ese hombre extraño! ¡No tengo por qué presentarme ante él!» No le contestó y ordenó a las criadas que sirviesen la comida y la bebida; a continuación llamó al ruiseñor, pero éste fue a posarse en el seno de Masrur sin reconocer a su dueño. Entonces preguntó: «¡Señor mío! ¿Cómo te llamas?» «¡Masrur!» Pero el caso era que su esposa había estado pronunciando este nombre a todo lo largo de la noche. Levantó la cabeza y vio a ésta que estaba haciendo señas y guiños al contertulio y se dio cuenta de que había tenido éxito la treta que había empleado con él. Dijo: «¡Señor mío! Permíteme un momento: voy en busca de mis primos para que vean nuestro pacto de fraternidad». «¡Haz lo que bien te parezca!», le replicó Masrur. El esposo de Zayn al-Mawasif se puso de pie, salió de la casa y rodeando a ésta fue a colocarse detrás del salón.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se plantó allí, pues había una ventana desde la que podía verlos; se acercó y los observó sin que ellos pudieran verlo.
Zayn al-Mawasif preguntó a su criada Sakub: «¿Adonde ha ido tu señor?» «¡Ha salido de casa!» «¡Cierra la puerta, asegúrala con el cerrojo y no la abras hasta que llame y sólo después de haberme informado!» «¡Así se hará!», replicó la criada. Todo esto sucedía bajo la mirada del marido. Zayn al-Mawasif cogió la copa, la perfumó con agua de rosas y almizcle en polvo y corrió al lado de Masrur. Éste salió a recibirla. Le dijo: «¡Por Dios! ¡Tu saliva es más dulce que esta bebida! Empezaron a escanciarse mutuamente; después ella le roció con agua de rosas desde la cabeza hasta los pies; hasta que el aire de toda la habitación hubo quedado impregnado de aquel olor. Y todo esto ocurría bajo la mirada del marido, el cual se admiraba del gran amor que existía entre los dos. Pero su corazón se llenó de rabia ante lo que veía; la cólera y los celos más tremendos se apoderaron de él: corrió a la puerta y vio que estaba cerrada; llamó fuerte. La criada dijo: «¡Señora! ¡El señor ha llegado!» «¡Ábrele la puerta y que Dios le niegue la salud!» Sakub corrió a la puerta y la abrió. El marido preguntó a ésta: «¿Qué te ha ocurrido para cerrar la puerta?» «Mientras tú estás ausente permanece siempre cerrada; no se abre ni de día ni de noche.» «¡Magnífico! ¡Esto me gusta!» Se presentó ante Masrur riendo y ocultando lo que le sucedía. Le dijo: «¡Masrur! ¡Dejemos por hoy el pacto de fraternidad! Ya lo contraeremos otro día». «¡Oír es obedecer! ¡Haz lo que quieras!», le respondió el muchacho. Después se marchó a su casa mientras el marido de Zayn al-Mawasif se quedaba pensando en lo que le sucedía, sin saber qué hacer, con el pensamiento lleno de amargura. Se dijo: «El ruiseñor no me ha reconocido y las esclavas me han cerrado la puerta en mis mismas narices puesto que tienen simpatía por otro». De tanto furor como tenía empezó a recitar estos versos:
Masrur vivió, durante una temporada, feliz y contento de la dulzura de sus días mientras mi vida se truncaba.
El transcurso del tiempo me fue infiel en aquel a quien amo mientras que mi corazón arde siempre más en el fuego de la pasión.
El destino te fue favorable en el amor de una hermosa, pero ya ha pasado su época aunque sigas enamorado de sus gracias.
Mis propios ojos habían contemplado sus encantos y mi corazón estaba apasionado por ella.
Durante largo tiempo, con su amor, me dio a sorber, con su propia boca, su dulce saliva para apagar mi sed.
¿Qué te ocurre, ruiseñor, para abandonarme y pasar a ser esclavo de aquel que me ha sustituido en el amor?
Mis ojos han visto cosas prodigiosas que me han hecho abrir los párpados cuando dormía.
He visto que mi amado se ha desprendido de mi amor y que mi ruiseñor ya no revolotea a mi alrededor.
¡Juro por el Señor de los mundos, Aquel que cuando quiere imponer algo a las criaturas lo consigue,
Que haré cuanto se merece ese injusto que imprudentemente se ha acercado y ha buscado su amor!
Todas las venas de Zayn al-Mawasif temblaron al oír estos versos; palideció y preguntó a su doncella: «¿Has oído la poesía?» «¡Jamás en mi vida he oído tales versos! ¡Déjale que diga lo que le plazca!» Cuando el marido se dio cuenta de que la cosa era seria empezó a vender todo lo que poseía. Se dijo: «¡Si no les saco de su tierra jamás volverán en sí de la situación en que se encuentran!». Una vez tuvo vendidos todos sus bienes escribió una carta falsa y se la leyó a Zayn al-Mawasif; pretendía que era de sus primos los cuales le pedían que fuese a visitarlos. La joven le preguntó: «¿Cuánto tiempo pasaremos con ellos?» «Doce días.» Le dio su conformidad y le preguntó: «¿Debo llevar conmigo alguna doncella?» «Llévate a Hubub y Sakub y deja aquí a Jatub.» El marido preparó un hermoso palanquín para poder marcharse con las mujeres. Zayn al-Mawasif envió a decir a Masrur: «Si transcurrido el plazo fijado no hemos regresado debes entender que él nos ha engañado y nos ha tendido una trampa para separar al uno del otro. Pero tú no olvides ni los pactos ni los juramentos que tenemos. Yo temo cualquier cosa de su astucia y mala fe». El marido se preparaba para el viaje mientras Zayn al-Mawasif pasaba el tiempo llorando y sollozando, sin poder estarse quieta ni de día ni de noche. El marido se daba cuenta de ello, pero no le hacía caso. La mujer, al comprender que su esposo no iba a desistir del viaje, reunió sus ropas y enseres, lo depositó todo en casa de su hermana y la informó de lo que le había sucedido. Se despidió de ella y regresó, llorando, a su casa. El marido ya había reunido los camellos, colocado encima los fardos y reservado la montura más hermosa para Zayn al-Mawasif. Ésta, al comprender que tenía que separarse de Masrur, quedó perpleja en el preciso momento en que su esposo salía para algunos quehaceres. Entonces, la mujer se acercó a la primera puerta y escribió estos versos:
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y cuatro, refirió:
¡Paloma de la casa! Transmite nuestro saludo, el del amante al amado, en el momento de la separación.
Dile que siempre estoy triste y que lamento el hermoso tiempo pasado,
Que mi amor sigue siendo apasionado, que estoy apenada por la alegría transcurrida.
Pasamos nuestros días felices y contentos, permanecíamos juntos de día y de noche.
Pero cuando menos lo esperábamos, el cuervo de la separación empezó a graznar anunciando la partida.
Nos marchamos dejando vacías las mansiones ¡Ojalá nunca hubiésemos abandonado estas casas!
Después se acercó a la segunda puerta y escribió estos versos:
¡Oh, tú, que llegas ante esta puerta! Te conjuro, por Dios, a que observes la belleza de mi amado en las tinieblas y le informes,
De que lloro cuando recuerdo nuestra unión, que las lágrimas del llanto corren sin cesar.
Dile: «Si no encuentras consuelo por lo que me ha sucedido, cubre de polvo y de tierra tu cabeza,
Recorre el país por oriente y occidente y vive con resignación, pues Dios es todopoderoso».
Después se acercó a la tercera puerta, lloró amargamente y escribió estos versos:
Ten cuidado, Masrur, cuando visites su casa: recorre las puertas y lee sus líneas.
No olvides el pacto del amor si eres fiel ¡cuántas veces ella gozó de dulzuras y amarguras en la noche!
Te conjuro, Masrur, a que no olvides que la tuviste al lado y te dejó satisfecho y feliz.
Llora por los días afortunados en que estabais juntos: cuando tú llegabas, ella corría las cortinas.
Por nuestra causa se marchó a lejanos países; síguela; afronta los mares y cruza los desiertos.
Han pasado ya las noches en que estuvimos unidos y la intensidad de las tinieblas de la separación apagan su resplandor.
¡Bendiga Dios los días transcurridos! ¡Qué felices eran cuando recogíamos las flores en el jardín de los deseos!
¿Por qué no han durado conforme yo esperaba? Quiera Dios que tal como han pasado, vuelvan.
¿Volverá el transcurso de los días a reunimos con nuestro deseo y podré ser fiel, cuando lleguen en votos, al Señor?
Sabe que todos los asuntos dependen de Aquel que escribe sus líneas en la pizarra de la frente.
Derramó de nuevo abundantes lágrimas, regresó a la casa y rompió a llorar y sollozar. Recordando todo lo sucedido exclamó: «¡Gloria a Dios que dispuso que nos sucediera todo esto!» Siguió lamentándose por tener que separarse de los seres amados y verse obligada a dejar su domicilio. Recitó estos versos:
¡Que la paz del Señor quede contigo, oh, casa vacía! Para ti se han terminado ya los días felices.
¡Paloma de la casa! Sigue zureando por aquel que ha abandonado sus lunas y sus astros.
¡Poco a poco, Masrur! Llora por nuestra separación; mis ojos han perdido la luz desde que han dejado de verte.
¡Si hubieses contemplado con tus propios ojos el día de nuestra partida, mientras mis lágrimas azuzaban el fuego de mi corazón!
No olvides el pacto contraído a la sombra de un jardín que tendió sus velos mientras estuvimos juntos.
A continuación se presentó ante su esposo. Éste la colocó en el palanquín que le había preparado. Cuando estuvo en lomos del camello recitó estos versos:
¡Que la paz de Dios quede contigo, oh, casa vacía! En ti, disfrutamos con creces en el tiempo pasado.
¡Ojalá mi vida hubiese concluido mientras estaba bajo tu protección y hubiese muerto de pasión!
Estoy desesperado por estar lejos; mi corazón queda en un refugio que le apasiona; pero no sé lo que le ha sucedido.
¡Ojalá supiera si he de volver a verlo y si será tan acogedor como lo fue la primera vez!
Su esposo le dijo: «¡Zayn al-Mawasif! No te entristezcas por separarte de tu casa; dentro de poco volverás». Siguió tranquilizándola y tratándola con cariño. Se pusieron en marcha, salieron fuera de la ciudad y emprendieron la ruta. La joven se dio cuenta de que la separación era algo real y esto le dolió mucho.
Mientras tanto, Masrur se encontraba sentado en su casa meditando en su caso y en el de su amada: el corazón presentía que se había marchado. Se incorporó al momento, y se puso en camino hasta llegar a su domicilio. Encontró la puerta cerrada y descubrió los versos que había escrito Zayn al-Mawasif. Leyó los que estaban en la primera puerta y al terminar, cayó desmayado al suelo. Al volver en sí, abrió la puerta y llegó hasta la segunda: leyó lo que había escrito en ésta y en la tercera. Una vez leídos todos los mensajes fue presa de la pasión, del deseo y del desvarío y salió corriendo en pos de sus pasos hasta conseguir alcanzar la caravana. Vio a la amada en la zaga y al marido delante de todo debido a la disposición del equipaje. Al verla, se colgó del palanquín llorando; triste por el dolor de la separación recitó estos versos:
¡Ojalá supiera a causa de qué pecado hemos sido asaeteados para largos años por la flecha de la separación!
¡Oh, deseo del corazón! Un día, cuando la llama de mi pasión por ti se avivó, acudí a tu casa.
Pero la vi en ruinas, desierta; me quejé por la separación y mis gemidos fueron en aumento.
Pregunté a los muros por todo aquello que deseo: «¿Adonde fueron llevándose mi corazón prisionero?»
Contestaron: «Se marcharon de sus moradas amagando la pasión en sus entrañas».
Ella me ha escrito unas líneas en las paredes tal y como hacen las gentes fieles de todo el mundo.
Zayn al-Mawasif, al oír estos versos, supo que los recitaba Masrur.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que ella y sus esclavas rompieron a llorar. Dijo: «¡Masrur! ¡Te conjuro, por Dios, a que te alejes de nosotras para que mi marido no nos vea!» El joven, al oír estas palabras, cayó desmayado. Al volver en sí se despidieron. Él recitó:
El camellero dio el grito de partida antes de amanecer, aún de noche, y el céfiro difundió su voz.
Ensillaron las acémilas y se pusieron en marcha; ésta fue en aumento cuando inició el camellero su canción.
Perfumaron todas las partes del suelo y apresuraron el paso por aquel valle.
En el momento de la partida se apoderaron de mi corazón y me dejaron, sobre sus huellas, bien de mañana.
¡Vecinos! Tengo el propósito de no abandonarles hasta haber empapado el polvo con mis lágrimas tempranas.
Después de su partida ¡ay de mi corazón! ¿Qué ha hecho con mis entrañas a pesar mío, la mano de la separación?
Masrur seguía la caravana llorando y sollozando mientras ella le rogaba que volviese atrás, antes de despuntar la mañana, pues temía un escándalo. El joven se acercó al palanquín, se despidió de nuevo de ella, y cayó desmayado. Así permaneció durante una hora. Al volver en sí los había perdido de vista. Aspiró la brisa y declamó los siguientes versos:
Si sopla el viento de la cercanía hacia el enamorado, éste se queja de la comezón del amor.
El aura matinal ha soplado hacia él, pero al despertar ha visto que se encontraba en el campo.
Tendido, por la consunción, sobre el lecho del enfermo; sus lágrimas, abundantes, eran de sangre.
Por unos vecinos que partieron llevando con ellos, entre los viajeros que guiaba el jefe de la caravana, mi corazón.
¡Por Dios! Basta con que sople el céfiro en mis cercanías para que yo clave mis pupilas en el horizonte.
Masrur regresó a su domicilio presa de la pasión más agobiante; pero encontró que carecía de interés, que no había amigos. Rompió a llorar hasta dejar empapados los vestidos y cayó desmayado faltando poco para que el alma abandonara su cuerpo. Al volver en sí recitó este par de versos:
¡Oh, casa! ¡Ten piedad de mi humillación, desgracia, delgadez de mi cuerpo y fluir de mis lágrimas!
Difunde entre nosotros el aroma de su céfiro que basta para sanar el pensamiento del atormentado.
Masrur, una vez en su casa, quedó perplejo y llorando por causa de todo eso y así siguió durante diez días.
He aquí lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif: Ésta se había dado cuenta de que el engaño empleado por su marido había tenido éxito. El viaje continuó durante diez días al cabo de los cuales llegaron a una ciudad. Zayn al-Mawasif escribió una carta a Masrur, la entregó a su esclava Hubub y le dijo: «Haz llegar esta carta a Masrur para que sepa que el engaño empleado con nosotros ha tenido éxito y que el judío nos ha traicionado». La joven tomó la carta y se la envió a Masrur. Éste se apenó mucho al recibirla y rompió a llorar hasta dejar empapado el suelo. Escribió una carta de contestación y se la envió a Zayn al-Mawasif; terminaba con estos versos:
¿Cuál es el camino que conduce a las puertas del consuelo? ¿Cómo ha de consolarse quien está en el ardor del fuego?
¡Qué suaves eran los tiempos ya pasados! ¡Ojalá estuviesen cerca de nosotros en algunas ocasiones!
La carta llegó hasta Zayn al-Mawasif, quien la cogió, la leyó y la entregó a su criada Hubub. Le dijo: «¡Escóndela!» Pero el marido se enteró de que mantenía correspondencia. Entonces, cogió a Zayn al-Mawasif y a su esclava y emprendió un viaje durante veinte días al cabo de los cuales se instaló con ellas en otra ciudad. Esto es lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif.
He aquí lo que hace referencia a Masrur: Éste no conseguía conciliar el sueño ni podía estarse quieto ni tener paciencia. Siguió en esta situación hasta una noche en que vio en sueños a Zayn al-Mawasif. Ésta se le acercaba, cuando estaba en un jardín, y lo abrazaba. Al despertarse no la encontró a su lado: perdió la razón, quedó confuso y sus ojos se le llenaron de lágrimas. Los mayores dolores hacían presa en sus entrañas. Recitó estos versos:
¡Salud a aquella cuyo espectro me ha visitado en sueños, excitando mi pasión y aumentando mi desvarío!
Me he despertado del sueño dolorido por la visión de un espectro que se me ha presentado cuando dormía.
Pero los sueños ¿me informan con certeza sobre quien amo, sacian mi sed ardiente de amor y curan mi enfermedad?
Unas veces se presenta generosa, otras me abraza y en ciertos casos me habla con hermosas palabras.
Pero cuando en sueños llegamos a los reproches, mis ojos se ensangrientan con el llanto.
Sorbí la saliva de sus labios rojos como si fuese néctar cuyo perfume era de almizcle de marca.
Quedé maravillado de cuanto en sueños ocurrió entre nosotros, pues obtuve de ella lo que era mi deseo y mi propósito.
Me desperté y no encontré, de aquel espectro, más que mi comezón y mi dolor.
Al verla me puse como un loco y quedé borracho sin necesidad de vino.
¡Céfiro! Te conjuro, por Dios a que les hagas llegar mis deseos y mis saludos.
Diles: «Las vicisitudes del destino han escanciado la copa de la muerte a aquel con quien pactasteis».
A continuación se marchó a su casa y llegó hasta allí sin dejar de llorar. Observó el lugar y vio que estaba desierto; pero la imagen de la amada brillaba siempre ante él como si estuviese realmente presente. El fuego que le atormentaba se avivó, la tristeza fue en aumento y cayó desmayado.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al volver en sí recitó estos versos:
He aspirado el olor de perfume y de sangre que exhalaban y me he alegrado con un corazón amoroso y atormentado.
Cabizbajo y apasionado soporto mi pasión, en una morada desierta del amado y los amigos…
La separación, el amor y el desespero me han puesto enfermo, pues me han recordado el tiempo pasado en compañía de mis amigos.
Terminados de recitar estos versos, oyó un cuervo que graznaba al lado de la casa. Rompió a llorar y exclamó: «¡Gloria a Dios! ¡El cuervo sólo grazna encima de las ruinas!» Gimió, suspiró y recitó estos versos:
¿Por qué llora el cuervo ante la casa del amor mientras el fuego tuesta y abrasa mis entrañas?
Por el recuerdo del tiempo pasado en su amor mi corazón se ha extraviado en sus precipicios.
Muero de pasión mientras el fuego del amor abrasa mis entrañas y escribo cartas para las que no encuentro mensajero.
¡Qué pena tener el cuerpo extenuado! Mi amada ha partido. ¡Ojalá volviesen sus noches!
¡Aura matinal! Si la visitas de mañana, salúdala y quédate en su morada.
Zayn al-Mawasif tenía una hermana que se llamaba Nasim y que vigilaba a Masrur desde un sitio elevado. Al verlo en esta situación rompió a llorar, sollozó y recitó:
¿Cuánto tiempo durarán estas visitas, llorando, a su morada, mientras la casa gime de pena por aquella que la edificó?
Antes de la partida de sus inquilinos albergaba la alegría y en ella brillaba el sol.
¿Dónde están las lunas que en ella surgían? Las vicisitudes del destino han borrado sus más espléndidas manifestaciones.
Deja de pensar en aquella hermosa a la que frecuentaste y espera: tal vez, el transcurso de los días la haga reaparecer.
Si no hubiese sido por tu causa, sus moradores no hubiesen partido jamás y tú no habrías visto en su azotea al cuervo.
Al oír tales palabras, Masrur rompió a llorar a lágrima viva, pues comprendió el significado de los versos y de la poesía. La hermana de Zayn al-Mawasif sabía la pasión y el amor que experimentaba, el afecto y el desvarío que le embargaba. Le dijo: «¡Te conjuro, por Dios, Masrur! Deja esta casa para que nadie pueda creer que vienes aquí por mí. Has sido la causa de la partida de mi hermana; ¿quieres también que yo tenga que marcharme? Sabes perfectamente que de no ser por ti la casa no se hubiese quedado sin sus habitantes. Abandónala y déjala. Ha pasado lo que ha pasado». Masrur, al oír las palabras de la hermana, rompió a llorar y le contestó: «¡Nasim! Si pudiese volar, remontaría el vuelo y correría a su lado de tanto como la quiero. ¿Pero cómo puedo consolarme?» «¡No tienes más remedio que tener paciencia!» «¡Te conjuro, por Dios, a que tú misma le escribas una carta y que me hagas llegar su contestación con el fin de tranquilizar mi pensamiento y apagar el fuego que abrasa mi pecho!» «¡De mil amores!» La joven cogió tinta y papel. Masrur le describió su gran pasión y lo mucho que le hacía sufrir el dolor de la separación. Decía: «Esta carta procede de Ja lengua del apasionado, triste, desgraciado y alejado amante que no encuentra reposo ni de noche ni de día; que derrama lágrimas abundantes las cuales le producen llagas en los párpados; la tristeza le ha encendido una llama en sus entrañas; grande es su desespero e inmensa su intranquilidad tal como ocurre al pájaro que ha perdido su pareja y cuyo fin está próximo. ¡Qué desgracia que estés lejos! ¡Qué angustia por no tener tu compañía! Mi cuerpo ha enflaquecido, mis lágrimas corren a raudales y montes y llanuras me parecen angostos. De tan grande como es mi pasión digo:
Mi afecto por esas moradas continúa igual; mi pasión por sus habitantes ha crecido.
Os he enviado el relato de mi pasión, pues el copero me ha escanciado del vaso de vuestro amor.
Vuestro viaje, el alejamiento de vuestra casa ha hecho correr por los párpados lágrimas abundantes.
¡Oh, tú que conduces las literas! ¡Detente junto a la cerca pues el fuego crece en mi corazón!
Da mis saludos al amado y dile: «Sólo estos labios rojos pueden curarlo.
El destino le ha herido, le ha separado del amado y la flecha de la separación le ha arrancado el último aliento».
Infórmale de mi pasión, de mi gran dolor, de la pena que sufro desde que se ha alejado de mí.
«¡Juro por vuestro amor que os he sido fiel al pacto y a la promesa!
Jamás me he apartado ni me he consolado de vuestro amor ¿cómo podría consolarse el enamorado fiel?
Recibid mi saludo perfumado de almizcle que llevan las hojas.»
La hermana, Nasim, quedó admirada de la elocuencia de su lengua, de la belleza del contenido y de la delicadeza de los versos. Se apiadó de Masrur, selló la carta con almizcle puro y la perfumó con áloe y ámbar. La entregó a un comerciante y le dijo: «Dáselo únicamente a mi hermana o a su esclava Hubub». «¡Así lo haré!», le replicó. Zayn al-Mawasif, al recibir la carta, se dio cuenta de que había sido redactada por Masrur y le reconoció por sus agradables palabras. La besó y la colocó encima de sus ojos: las lágrimas desbordaron de sus párpados y lloró sin cesar hasta caer desmayada. Al volver en sí pidió tintero y pluma y escribió la contestación a la carta describiendo en ella su pasión, su afecto y la nostalgia que sentía por estar separada de los seres amados. Se quejó de la situación en que se encontraba y de lo que le había ocurrido por el mucho afecto en que le tenía.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zayn al-Mawasif] decía: «Esta carta está destinada a mi señor, a mi dueño y poseedor, al que posee todos mis secretos y confidencias. Y después: El insomnio me turba, las preocupaciones van en aumento y no sé estar separada de ti, de ti cuya belleza sobrepuja a la del sol y la luna. La pasión me atormenta y el amor me mata y ¿cómo no ha de ser así si soy un ser humano? ¡Resplandor del mundo! ¡Adorno de la vida! ¿Es que puede beber la copa aquel a quien le falta el aliento? Él no está ni entre los vivos ni entre los muertos». A continuación compuso estos versos:
Tu carta, Masrur, ha excitado mi pena. ¡Por Dios! Lejos de ti carezco de paciencia y de consuelo.
Cuando leí tus letras mis miembros se enternecieron y seguía abrevándome, sin interrupción, con mis propias lágrimas.
Si fuese un pájaro volaría en medio de la tiniebla nocturna; después de alejarme de ti no he vuelto a conocer el sabor de la comida ni el de la tranquilidad.
Después de separarme de ti, la vida constituye para mí un pecado y no puedo resistir el ardor de la separación.
A continuación secó la carta con polvo de almizcle y ámbar, la selló y la envió con un comerciante. Le dijo: «¡Entrégasela únicamente a mi hermana Nasim!» El comerciante se presentó ante ésta, quien a su vez la remitió a Masrur. Éste, al recibirla, la colocó encima de sus ojos y rompió a llorar hasta caer desmayado. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que hace referencia al marido de Zayn al-Mawasif: Éste, al descubrir la existencia de correspondencia entre los dos amantes, empezó a viajar, con su esposa y su esclava, de un sitio a otro. Zayn al-Mawasif le dijo: «¡Gloria a Dios! ¿Adónde nos llevas? Nos alejas de nuestra patria». «He de alejarme, con vosotras, durante un año de marcha, hasta que no recibáis más cartas de Masrur. Ahora veo cómo me habéis arrebatado toda mi riqueza para dársela a Masrur. Pero todo lo que he perdido me lo cobraré en vosotras y veré si Masrur os sirve de algo u os puede salvar de mi mano.» A continuación el marido se fue en busca del herrero y le hizo fabricar tres argollas de hierro. Regresó con ellas al lado de las mujeres. Les quitó los vestidos de seda y les puso otros de pelo y las ahumó con azufre. A continuación llamó al herrero y le dijo: «Pon estas argollas en los pies de esas muchachas». La primera en adelantarse fue Zayn al-Mawasif. El herrero, al verla, perdió la razón, se mordió la punta de los dedos y el entendimiento le voló de la cabeza al tiempo que quedaba enamorado. Preguntó al judío: «¿Cuál es la falta de estas muchachas?» «Son mis esclavas; me han robado el dinero y han huido.» «¡Que Dios te defraude en lo que piensas! ¡Por Dios! Si esta esclava estuviese en casa del cadí de los cadíes y cometiese cada día mil faltas, éste no la reprendería. Además no muestra indicios del hurto y no podrá soportar los grillos en los pies.» A continuación le rogó que no la aherrojase y siguió intercediendo ante el marido para que no la encadenase. Zayn al-Mawasif, al ver que el herrero intercedía por ella, dijo al judío: «¡Te ruego, por Dios, que no me hagas mostrar a ese hombre extraño!» «¿Y cómo, pues, saliste ante Masrur?» La joven no contestó. Entonces, el marido aceptó la intercesión del herrero y colocó en sus pies un grillete ligero colocando los más pesados a la esclava. Zayn al-Mawasif tenía un cuerpo esbelto, incapaz de soportar malos tratos. Ella y su esclava siguieron vistiendo los trajes de pelo día y noche hasta que su cuerpo se debilitó y perdieron el color. Por su parte el herrero había quedado locamente enamorado de Zayn al-Mawasif y se había marchado a su casa lleno de los pesares más profundos. Empezó a recitar estos versos:
¡Herrero! ¡Séquese tu diestra por haber aherrojado aquellos pies y músculos!
Has aherrojado los pies de una esbelta dama, de una belleza creada de la más maravillosa de las maravillas.
Si hubieses sido justo, sus ajorcas no hubiesen sido de hierro sino de oro.
Si el cadí de los cadíes viese su belleza, se apiadaría de ella y la instalaría, orgulloso, en su estrado.
El cadí de los cadíes cruzaba por delante de la casa del herrero mientras éste recitaba los versos. Le hizo comparecer y le preguntó: «¡Oh herrero! ¿Quién es ésa a la que mencionas y cuyo amor ocupa tu corazón?» El herrero se puso de pie ante el cadí, le besó la mano y le replicó: «¡Que Dios prolongue los días de nuestro señor el cadí y le dé larga vida! Se trata de una esclava cuyo aspecto es éste y éste». Le describió la esclava y su mucha hermosura, belleza, esbeltez y agradables proporciones; le dijo que tenía un rostro perfecto, cintura delgada y pesadas nalgas. A continuación le explicó la situación humillante en que se encontraba: detenida, aherrojada y con escasa comida. El cadí le dijo: «¡Herrero! Indícanos dónde está, condúcela ante nosotros para que esa esclava obtenga justicia, ya que eres responsable de ella. Si no nos lo indicas, Dios te castigará el día del juicio». «¡Oír es obedecer!», replicó el herrero. Marchó al momento a casa de Zayn al-Mawasif. Encontró la puerta cerrada. Pero oyó una voz dulce que salía de un corazón triste: la joven recitaba en aquel momento estos versos:
Estaba en mi patria reunida con mis amigos; el amor me llenaba las copas con vino puro.
Circulaban entre nosotros con la alegría que deseábamos y no se alteraban ni por la mañana ni por la tarde.
Pasamos una época en que la copa, el laúd, el arpa y la alegría nos distraían.
Pero el destino y las vicisitudes de la suerte nos separaron; el amor pasó y los tiempos tranquilos se alejaron.
¡Ojalá el cuervo de la separación se aleje! ¡Ojalá brille la aurora de la unión de amor!
El herrero, al oír tales versos y tal composición, rompió a llorar como si fuese una nube. Después llamó en la puerta. Preguntaron: «¿Quién hay en la puerta?» «¡Soy el herrero!» A continuación les refirió lo que le había dicho el cadí y que éste quería recibirlas para que le expusiesen la querella y poder hacer justicia…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta, y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el herrero les dijo que el cadi quería hacer justicia] castigando a su opresor. La joven dijo al herrero: «¿Cómo hemos de poder ir si la puerta está cerrada, si tenemos los grillos puestos y el judío tiene las llaves?» El herrero les contestó: «Haré llaves para tales cerraduras y abriré la puerta y los grillos». «¿Y quién nos guiará a casa del cadí?» «Yo os la enseñaré.» Zayn al-Mawasif preguntó: «¿Y cómo hemos de ir a casa del cadí si estamos vestidas con vestidos de pelo que han sido sahumados con azufre?» «El cadí no os ha de reprender dada vuestra situación.» El herrero fabricó al momento llaves para las cerraduras y abrió la puerta y los grillos. Les quitó éstos de los pies, las hizo salir y las condujo a la casa del cadí. A continuación la esclava Hubub quitó a su dueña los vestidos de pelo que llevaba, la acompañó al baño, la lavó y le puso vestidos de seda. Así recuperó su color. Para colmo de la felicidad, su marido se encontraba en un banquete en casa de cierto comerciante. Zayn al-Mawasif se arregló del modo más completo y marchó a casa del cadí. Éste, al verla, se puso de pie y la saludó con dulces palabras y frases zalameras; mientras tanto ella le asaetaba con los dardos de su mirada. Dijo: «¡Que Dios conceda larga vida a nuestro señor el cadí y auxilie, por su mediación, a los que pleitean!» A continuación le explicó el asunto del herrero y el modo generoso con que éste se había comportado y le refirió los tormentos, capaces de aturdir cualquier entendimiento, que le había infligido el judío y añadió que él esperaba darles muerte de no haber quien las rescatase. El cadí replicó: «¡Doncella! ¿Cómo te llamas?» «Zayn al-Mawasif. Esta criada mía se llama Hubub.» «Tu nombre concuerda con quien lo lleva y sus palabras corresponden a su significado.» La joven sonrió y tapó su rostro. El cadí la preguntó: «¡Zayn al-Mawasif! ¿Tienes marido o no?» «Tengo marido.» «¿Cuál es tu religión?» «La del Islam, la del mejor de los hombres.» «¡Júrame, según la xaraa, aquella que contiene los versículos de El Corán y las amonestaciones, que tú perteneces a la religión del mejor de los seres humanos!» La joven lo juró y dio fe de ello. El cadí preguntó: «¿Y cómo pasas tu juventud con ese judío?» «Sabe, ¡oh cadí! (¡que Dios alargue tus días felices, te haga conseguir tus deseos y recompense tus actos del mejor modo!) que mi padre, al morir, me legó quince mil dinares, cuya administración confió a ese judío para que negociase con ellos y que partiese los beneficios con nosotros. El capital quedaba garantizado según las prescripciones de la xaraa. Muerto mi padre, el judío me apeteció y me pidió a mi madre como esposa. Mi madre le replicó: “¿Cómo he de obligarla a salir de su religión y hacerse judía? ¡Por Dios! ¡Te denunciaré a la autoridad!” El judío se asustó de estas palabras: tomó consigo el dinero y huyó a la ciudad de Aden. Cuando nos enteramos de que estaba en esta ciudad, corrimos en su busca. Al llegar a su lado nos recordó que él comerciaba con mercancías, que compraba fardo tras fardo. Siguió engañándonos hasta que consiguió encarcelarnos, ponernos en grillos y hacernos gustar los peores tormentos. Nosotros somos extranjeros y no tenemos más auxilio que el de Dios (¡ensalzado sea!) y el de nuestro señor el cadí.» El juez, al oír la historia, preguntó a la criada Hubub: «¿Es ésta tu señora? ¿Vosotras sois extranjeras y ella no tiene marido?»[262] «Es cierto.» «¡Cásame con ella y yo me comprometo a manumitir mis esclavos, ayunar, peregrinar y hacer limosna si no os concedo frente a ese perro aquello a lo que tenéis derecho después de haberlo castigado por su acción!» Hubub le replicó: «¡A ti es a quien hay que oír y obedecer!» El cadí siguió: «Ve, tranquilízate y tranquiliza a tu señora. Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, mañana enviaré a buscar a ese infiel y os obtendré aquello a que tenéis derecho; verás cosas portentosas en su castigo». La joven se despidió de él y se marchó, dejándole presa de amor, de pasión y de cariño. Ella y su señora se marcharon y preguntaron por la casa del segundo cadí. Les indicaron dónde vivía. Al hallarse ante este último le informaron de lo que ocurría. Lo mismo hicieron con el tercero y con el cuarto, con lo cual su asunto quedó en conocimiento de los cuatro cadíes. Cada uno de éstos la había solicitado en matrimonio y la joven le había contestado que sí. Pero ninguno de los cadíes sabía lo ocurrido con los demás y cada uno de ellos ansiaba poseerla, sin que el judío supiese nada, ya que estaba en un banquete. Al día siguiente, la joven se levantó, se puso su vestido más precioso y se presentó ante los cuatro cadíes en el juzgado. Al encontrar a los cuatro a la vez, palideció y se cubrió la cara con el velo. Los saludó y le devolvieron el saludo, ya que todos la habían reconocido. A uno de ellos, que estaba escribiendo, se le cayó la pluma de la mano; a otro, que estaba hablando, se le trabó la lengua; el tercero, que estaba contando, se equivocó en la cuenta. Le dijeron: «¡Hermosa señora! ¡Portento de belleza! ¡Que tu corazón sea feliz! Es necesario que te hagamos justicia y permitamos que consigas tu deseo». La joven pronunció las palabras de ritual y se marchó.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cincuenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que a todo esto el judío seguía en el banquete, en casa de sus amigos, sin saber nada de lo que ocurría. Zayn al-Mawasif pedía a los magistrados y funcionarios que la ayudaran contra ese incrédulo hereje y que la libraran del tormento doloroso. Rompiendo a llorar recitó estos versos:
¡Oh, ojos! Derramad lágrimas como si se tratase del diluvio; tal vez las lágrimas laven y me limpien de penas.
Después de llevar trajes de seda recamados, mis vestidos han pasado a ser como los de los monjes.
El perfume de mis ropas es sahumerio de azufre ¡qué diferencia hay entre el ámbar gris y el arrayán!
¡Oh, Masrur! Si supieses cuál es nuestra situación, no tolerarías nuestra humillación e ignominia.
Hubub se encuentra presa en argollas de hierro a causa de quien no cree en el Único, en el Retribuidor.
He repudiado los ritos judíos y su religión y hoy, mi fe, es la más noble de todas.
Me inclino ante el Clemente como se inclina un musulmán y sigo la xaraa de Mahoma.
No olvides, Masrur, el afecto que entre los dos existe y guarda el pacto de amor y de fe.
Por tu amor he cambiado de fe, pero mi gran pasión por ti siempre permanece oculta.
Si has conservado nuestro amor, tal como lo guardan los seres generosos, corre a nuestro lado sin retraso.
A continuación escribió una carta en la que refería todo lo que el judío había hecho con ella desde el principio hasta el fin y en ella insertó los versos. Dobló la carta y se la entregó a la joven Hubub. Le dijo: «Guarda esta carta en tu bolsillo hasta que podamos enviarla a Masrur». Mientras hablaban llegó el judío. Al ver que estaban alegres les preguntó: «Veo que estáis contentas, ¿es que habéis recibido alguna carta de vuestro amigo Masrur?» Zayn al-Mawasif le replicó: «Contra ti no tenemos más auxilio que el de Dios (¡gloriado y ensalzado sea!). Él es quien nos va a salvar de tu tiranía. Si no nos devuelves a nuestro país y a nuestra patria, mañana elevaremos pleito contra ti ante el gobernador y los jueces de esta ciudad». El judío preguntó: «¿Y quién os ha librado de los grillos que teníais en los pies? No me va a quedar más remedio que el haceros grillos de diez ratl de peso y mandaros dar la vuelta a la ciudad». Hubub le replicó: «Si Dios quiere, todo lo que nos has preparado recaerá sobre ti. Del mismo modo como nos has alejado de nuestra patria, mañana te conduciremos ante el gobernador de la ciudad». Así continuaron hasta la llegada de la aurora. Entonces el judío se levantó y fue en busca del herrero para que le fabricase grillos. Por su parte Zayn al-Mawasif y su doncella se fueron al palacio del gobierno y entraron. Encontraron a los cuatro cadíes y los saludaron. Los cuatro les devolvieron el saludo. El cadí de los cadíes dijo a los que estaban a su alrededor: «Esta muchacha es un sol; todo aquel que la ve queda prendado de ella y se humilla ante su belleza y hermosura». El cadí mandó con ella cuatro nobles como mensajeros. Les dijo: «¡Traedme a su ofensor a viva fuerza!» Esto es lo que a ella se refiere.
He aquí lo que hace referencia al judío: Una vez tuvo hechas las argollas se marchó a su casa. No encontró a la joven y quedó perplejo. Mientras se encontraba en esta situación llegaron los mensajeros: se apoderaron de él, le dieron tremendos golpes y le arrastraron de bruces hasta llegar ante el cadí. Éste, al verlo, le gritó a la cara: «¡Ay de ti, enemigo de Dios! ¡Has llegado hasta el punto de hacer esto y esto! Has alejado a esas personas de su país, les has robado sus riquezas y quieres que se conviertan al judaísmo. ¿Cómo te atreves a pedir a un musulmán que sea infiel?» El judío replicó: «¡Señor mío! ¡Es mi esposa!» Todos los jueces a la vez, al oír tales palabras, le gritaron: «¡Extended este perro en el suelo! ¡Golpeadle la cara con las sandalias y hacedlo del modo más doloroso posible! Su falta no tiene perdón».
Le quitaron los vestidos de seda, le pusieron otros de pelo, le arrojaron al suelo, le arrancaron la barba y le golpearon en la cara con sus sandalias del modo más doloroso posible Después le obligaron a montar en un asno con el rostro hacia atrás y ataron la cola del asno a su mano. Le hicieron recorrer la ciudad poniéndole en la picota en todos los barrios. Después le condujeron de nuevo ante el cadí: se encontraba terriblemente humillado. Los cuatro cadíes sentenciaron que tenían que cortarle las manos y los pies y después crucificarlo. El maldito quedó estupefacto ante tales palabras y perdió la razón. Dijo: «¡Señores cadíes! ¿Qué es lo que queréis de mí?» «Di: “Esta joven no es mi esposa; mis bienes le pertenecen y yo la he ofendido y la he alejado de su patria”.» El judío lo confesó todo y levantaron el acta de prueba. Le quitaron sus bienes y se los entregaron a Zayn al-Mawasif, junto con el atestado.
La joven se marchó: todos los que veían su belleza y hermosura quedaban perplejos. Cada uno de los jueces creía que ella terminaría perteneciéndole. Una vez en su casa preparó todo lo que necesitaba y esperó la llegada de la noche. Entonces tomó lo que tenía poco peso y mucho valor y se marchó junto con su doncella aprovechando las tinieblas. Viajaron sin cesar durante una distancia de tres días con sus noches. Esto es lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif.
He aquí lo que hace referencia a los cadíes. Una vez se hubo marchado la joven dieron orden de encarcelar al judío, su esposo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al día siguiente, por la mañana, los jueces y los testigos esperaban que acudiese Zayn al-Mawasif. Pero ésta no se presentó. Entonces, el juez ante quien ella había comparecido primero, dijo: «Hoy quiero salir fuera de la ciudad, pues tengo algo que hacer». Montó en su mula, tomó consigo un paje y empezó a recorrer todo lo largo y ancho de las calles de la ciudad en busca de Zayn al-Mawasif. Pero no pudo hallar ninguna noticia. Mientras se encontraba en esta situación tropezó con los restantes cadíes, pues cada uno de ellos creía ser el único en tener una cita con ella. Les preguntó la causa de que hubiesen montado a caballo y de que recorriesen las callejas de la ciudad. Le refirieron lo que les sucedía. Entonces se dio cuenta de que estaban en su misma situación y de que su problema era el suyo propio. Todos juntos se lanzaron en su busca, pero no encontraron ningún rastro, por lo cual cada uno de ellos se marchó enfermo a su casa y tuvo que meterse en la cama extenuado. Entonces el cadí de los cadíes se acordó del herrero y le mandó a buscar. Una vez le tuvo delante le dijo: «¡Herrero! ¿Sabes algo de la joven sobre cuya pista nos pusiste? ¡Por Dios! ¡Si no me das noticias te haré moler a latigazos!» El herrero, al oír las palabras del cadí, recitó estos versos:
Aquella que se ha enseñoreado de mi amor posee todas las bellezas, sin que le falte ni una.
Mira como una gacela; huele como el ámbar; resplandece como el sol, se mueve como las ondas del estanque y se curva como la rama.
A continuación el herrero siguió: «¡Señor mío! Desde el instante en que me marché de tu noble presencia no la he vuelto a ver, a pesar de que se ha enseñoreado de mi razón y de mi entendimiento y sólo sé hablar o pensar en ella. He ido a su domicilio y no la he encontrado ni he hallado a nadie que me informara de lo que ha hecho. Parece ser como si se hubiese sumergido en las profundidades de las aguas o hubiese trepado al cielo». El cadí, al oír estas palabras, dejó escapar un sollozo y poco le faltó para perder la vida. Exclamó: «¡Por Dios! ¡No teníamos ninguna necesidad de verla!» El herrero se marchó y el cadí cayó encima de su cama y se puso enfermo de la consunción que experimentaba por ella. Lo mismo ocurrió a los testigos y los jueces restantes. Los médicos acudieron a visitarlos, pero ellos no tenían una enfermedad que necesitara médicos. Las gentes notables acudieron a ver al primer cadí. Le saludaron y le preguntaron por su salud. Suspiró y descubrió lo que celaba su pensamiento recitando estos versos:
¡Basta de censuras! Tengo suficiente con el dolor de la enfermedad. Excusad a un juez que sentencia entre las gentes.
Que me perdone aquel que me censuraba por amor; que no me reprenda, pues la víctima de la pasión no es censurable.
Fui juez y los hados me ayudaron con mi suerte y con mi pluma a escalar altos puestos.
Hasta el momento en que fui herido por una flecha ante la cual no sirve el médico: la mirada de una muchacha que vino a derramar mi sangre.
Como una musulmana que se queja de una injusticia: su boca presentaba una hilera de raras perlas engarzadas.
Debajo del velo, que había descorrido, una luna llena brillaba en medio de las tinieblas nocturnas.
Era un rostro resplandeciente, una boca cuya sonrisa mostraba prodigios: la belleza la comprendía desde la raya de la cabeza hasta los pies.
¡Por Dios! Mis ojos no han visto jamás un rostro como el suyo entre las criaturas árabes o persas.
¡Oh, qué bella promesa la que me hizo al decir: «Si prometo, cumplo, cadí de las gentes»!
Tal es mi situación y ésta es la desgracia que me aflige. ¡No me preguntéis por mi sufrimiento, gentes de buen consejo!
El cadí, al terminar de recitar estos versos, rompió a llorar a lágrima viva. Sufrió un estertor y el alma abandonó su cuerpo. Al darse cuenta de lo ocurrido le lavaron, lo amortajaron, rezaron por él, lo enterraron y sobre su tumba escribieron estos versos:
Aquel que yace en la tumba fue víctima del amado y de su apartamiento; pero tuvo todas las cualidades de los amantes.
Entre los vivos fue un juez cuyas sentencias mantenían en la vaina la espada de los malhechores.
Pero el amor sentenció contra él. Jamás, antes, hubo entre los hombres quien trátate con más deferencia al esclavo.
Apiadándose de él se marcharon a visitar al segundo cadí. El médico le acompañaba. Pero encontraron que no tenía dolor o enfermedad que necesitase doctor. Le preguntaron cómo se encontraba y qué le preocupaba. Les informó de lo que le sucedía. Entonces le reprendieron y censuraron por encontrarse así. Pero les contestó declamando estos versos:
Me encuentro desahuciado, pero a personas como yo no se las censura. Me ha herido el dardo lanzado por la mano de un arquero.
Acudió ante mí una mujer llamada Hubub, que cuenta el tiempo año tras año.
La acompañaba una adolescente que tenía un rostro que sobrepujaba a la luna llena cuando brilla en medio de las tinieblas.
Mientras se querellaba mostró sus bellezas: las lágrimas fluían de sus párpados.
Escuché sus palabras; la miré y una boca sonriente me extenuó.
Mi corazón se marchó con ella y me dejó rehén de mi pasión.
Tal es mi historia; apiadaos de mí y nombrad cadí, en mi lugar, a mi hijo.
A continuación sufrió un estertor y el alma se separó de su cuerpo. Lo prepararon, lo enterraron y se apiadaron de él. Fueron a ver al tercer cadí. Lo encontraron enfermo. Le sucedió lo mismo que al segundo. Lo mismo pasó con el cuarto. A todos los encontraron enfermos de amor. También los testigos habían enfermado de amor: todo aquel que la había visto murió de amor; y si no murió vivió sufriendo el aguijón de la pasión.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif: Ésta marchó rápidamente durante unos días y así recorrió una gran distancia. Ella y su esclava encontraron un convento junto al camino. En él vivía un superior que se llamaba Danis. Gobernaba a cuarenta monjes. Al ver la belleza de Zayn al-Mawasif le salió al encuentro y la invitó diciendo: «¡Descansad en nuestra casa durante diez días! ¡Después seguid el viaje!» Ella y su esclava se hospedaron en el convento. El superior, al ver su belleza y hermosura, perdió su propia fe, se enamoró de ella y empezó a enviarle monje tras monje para que la solicitasen. Pero todo aquel a quien enviaba quedaba enamorado de ella y la solicitaba para sí mismo. La joven se excusaba y se negaba. Danis la siguió enviando monje tras monje y así fueron a verla los cuarenta. En cuanto la contemplaban se enamoraban de ella, la trataban galantemente y la solicitaban sin acordarse ni del nombre de Danis. Ella se negaba y les contestaba con malos modos.
La paciencia del superior se acabó y al mismo tiempo la pasión se hizo más violenta. Se dijo: «El autor de los proverbios dice: “Sólo mis uñas rascan el cuerpo y mis pies me conducen al objeto de mis deseos”». Se puso de pie, preparó una comida exquisita, la cogió con sus propias manos y fue a colocarla ante la joven. Aquel día era el noveno de los diez que había convenido con ella que duraría su estancia de reposo en el convento. Al dejar la comida ante la joven le dijo: «¡Hónrame, en nombre de Dios! ¡Es la mejor comida que tenemos!»
La joven alargó la mano y dijo: «¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso!» Ella y su esclava empezaron a comer. Al terminar, el superior le dijo: «¡Señora mía! Quiero recitarte unos versos». «Recítalos.» Empezó:
Te has apoderado de mi corazón con tus miradas y tus mejillas: mi prosa y mis versos cantan tu amor.
¿Me dejarás abandonado, presa de amor, de pasión, sufriendo de querer incluso en sueños?
No me abandones presa de inquietud: he plantado mis deberes con el convento para después del placer.
¡Muchacha! Has tenido por lícito, en el amor, derramar mi sangre: apiádate de mi situación y sé generosa con mis lamentos.
Zayn al-Mawasif, al oír estos versos, le replicó con este pareado:
¡Oh, tú que buscas la unión amorosa! No te engañe la esperanza en lo que a mí respecta. ¡Oh, hombre! Desiste de tal petición.
No hagas que el alma apetezca lo que no ha de poseer. Los deseos van junto con la muerte.
El superior, al oír estos versos, regresó pensativo a su celda sin saber qué había de hacer para conseguirla. Pasó aquella noche en el peor de los estados. Al caer las tinieblas, Zayn al-Mawasif dijo a su esclava: «Levántate y vámonos, pues no podemos hacer frente a cuarenta monjes, cada uno de los cuales me solicita para sí mismo». La esclava respondió: «¡De mil amores!» Montaron en sus caballos y salieron, de noche, por la puerta del convento…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [las muchachas salieron por la puerta del convento] y corrieron sin cesar hasta encontrar una caravana en marcha. Se sumaron a ella: era una caravana de la ciudad en que había estado Zayn al-Mawasif, Adén. Los viajeros habían oído referir la historia de la joven y sabían que los cadíes y los testigos habían muerto de amor por ella, teniendo que nombrar los habitantes de la ciudad otros jueces y otros testigos. Éstos habían sacado de la prisión el marido. Zayn al-Mawasif, al oír estas palabras se volvió a su criada y la preguntó: «¡Hubub! ¿No has oído esas palabras?» «Si los monjes, cuya regla les impide amar a las mujeres, se han enamorado de ti, ¿qué han de hacer los cadíes cuya fe dice que en el Islam no existe el ascetismo? Marchemos con ellos hacia nuestra patria mientras podamos ocultar nuestra historia.» Así continuaron su viaje rápidamente. Esto es lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif y a su criada.
He aquí lo que hace referencia a los monjes: Al hacerse de día corrieron todos en busca de Zayn al-Mawasif para saludarla, pero vieron que su habitación estaba vacía. La enfermedad hizo mella en sus entrañas. El primer monje desgarró sus vestidos y empezó a recitar estos versos:
¡Amigos míos, venid! Dentro de poco me separaré de vosotros y me iré.
En mis entrañas reside una enfermedad y un dolor y mi corazón muere por el suspiro del enamorado.
Por una muchacha que vino a nuestra tierra y que era igual a la luna llena cuando aparece por el horizonte.
Se marchó, pero me dejó víctima de su belleza; las flechas me alcanzaron en las partes vitales.
El segundo monje recitó estos versos:
¡Oh, tú, que al marchar te llevaste mi sangre! Ten piedad de quien has hecho desgraciado y concédele el favor de tu regreso.
Marcharon y mi tranquilidad se fue en pos de ellos; se alejaron mientras la dulzura de sus palabras resonaba en mis oídos.
Se fueron instalando, lejos, su morada ¡ojalá me concedáis el favor de presentaros en sueños!
En el momento de partir me arrancaron mis entrañas, dejándome sumergido en mis lágrimas.
El tercer monje recitó estos versos:
Mi corazón, mis ojos y mis oídos reconstruyen vuestra imagen: mi corazón y todo mi ser os sirven de asilo.
Vuestro recuerdo me es más dulce que la miel en la boca y corre, como el espíritu vital, entre mis costillas.
Me habéis transformado, por consunción, en algo así como una astilla y me habéis ahogado en la pasión con mis lágrimas.
Dejadme que os vea en sueños: tal vez refresquéis mis mejillas de los ardores del llanto.
El cuarto monje recitó estos versos:
La lengua ha enmudecido y apenas hablo de ti: el amor es mi sufrimiento y mi enfermedad.
¡Oh, luna llena que resides en el cielo! ¡Por ti crece mi amor y mi pasión!
El quinto monje recitó estos versos:
Amo a una luna de hermosas formas cuya esbelta cintura se queja de fatiga.
Su saliva es como el mosto o el vino de calidad y sus pesadas nalgas constituyen la delicia de los humanos.
El corazón se enciende de pasión y el amante cae muerto durante la noche.
Las lágrimas resbalan sobre mi mejilla como la lluvia que corriese sobre la roja cornalina.
El sexto monje recitó estos versos:
¡Oh, tú, que con tu alejamiento me has herido de amor! ¡Oh, rama de sauce cuya buena estrella se ha levantado!
Me quejo ante ti por mi tristeza y mi pasión ¡Oh, tú, que me abrasas en el fuego de las rosas de tu mejilla!
¿Hay algún amor como el mío que me lleva a traicionar mis votos y a dejar de inclinarme y prosternarme?
El séptimo monje recitó estos versos:
Ha aprisionado mi corazón, dado vuelta a mis lágrimas, despertado mi amor y desgarrado mi paciencia.
¡Qué amarga es la separación de ese ser de dulce apariencia! En el momento del encuentro asaetea el corazón con sus flechas.
¡Censor! Deja de criticarme y arrepiéntete del pasado: tú no puedes ser verídico en los asuntos de amor.
De este modo todos los monjes y ermitaños lloraron y recitaron versos. Su superior, Danis, lloró y gimió con fuerza al no tener medio de unirse con ella. Después declamó los siguientes versos:
Perdí la paciencia el día en que se marchó mi amado; se apartó de mí quien era mi extremo deseo y mi amor.
¡Oh, tú que conduces las literas! Azuza con cuidado a los animales: tal vez así me concedan la gracia de regresar a mi domicilio.
El día de su marcha mis párpados se negaron al sueño: mis penas se renovaron, mis dulzuras, cesaron.
Me quejo a Dios por los sufrimientos que me causa su amor: ha extenuado mi cuerpo y ha destruido mi fuerza.
Cuando los monjes perdieron la esperanza de que regresase, se pusieron de acuerdo en retratarla en un cuadro que conservaron hasta que se les presentó el destructor de las dulzuras.
Esto es lo que se refiere a los monjes que vivían en el convento.
He aquí lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif: Siguió viajando en busca de su amado Masrur. Así, sin descansar, llegó a su casa, abrió la puerta y entró. Mandó llamar a su hermana Nasim. La hermana, al enterarse, se alegró muchísimo y le ofreció tapices y telas preciosas; cubrió la casa de alfombras, la adornó, corrió las cortinas ante la puerta, la aromatizó con áloe, incienso, ámbar y almizcle de la mejor clase hasta impregnar todo el ambiente del modo más suave. A continuación Zayn al-Mawasif se puso sus más preciosos vestidos y se engalanó de la manera más perfecta. Todo esto sucedía sin que Masrur supiese que había regresado; al contrario: se encontraba completamente agobiado de pena y de tristeza.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas sesenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después, Zayn al-Mawasif se sentó para hablar con sus criadas, con aquellas que no la habían acompañado en el viaje. Les contó todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin. Volviéndose a Hubub, le dio unos dirhemes y le mandó que se marchase y regresara con algo de comer para ella y sus esclavas. La doncella salió y regresó con los alimentos y bebidas que le habían pedido. Una vez hubieron terminado de comer y beber, Zayn al-Mawasif mandó a Hubub que fuese en busca de Masrur, averiguase dónde se encontraba y viese la situación en que se encontraba.
Masrur no podía estarse quieto ni tener paciencia. Cuando la pena, la pasión, el amor y el desvarío le vencían, se consolaba recitando versos, yendo a su casa y besando las paredes. Un día, Masrur se dirigió al lugar en que se habían despedido y recitó estos magníficos versos:
He ocultado lo que me sucede por su causa, pero es bien manifiesto. El sueño de mis ojos se ha transformado en insomnio.
Cuando mi corazón fue esclavo del pensamiento grité: «¡Oh, destino! ¡Líbrame de tus cambios y no me atormentes!»
Mi vida se encuentra entre la pena y el peligro.
Si el sultán del amor hubiese sido equitativo conmigo, el sueño no se hubiese apartado de mis ojos.
¡Señores míos! Tened piedad de un amante moribundo y lamentad la situación de quien fue el jefe de la gente y hoy se encuentra humillado.
En la ley del amor ¡cuántos ricos se empobrecen!
Los censores se cebaron en ti, pero yo no los escuché: cerré mis oídos y los ignoré.
Guardé la promesa hecha a los que amo. Dijeron: «¿Amas a quien se marchó?»
Contesté: «¡Basta! Cuando se cumple el destino la vista está ciega».
Entonces el joven regresó, llorando, a su casa. El sueño le venció. Durmiendo vio que Zayn al-Mawasif llegaba a su domicilio. Se despertó llorando y se marchó a la casa de Zayn al-Mawasif recitando estos versos:
¿Puedo olvidar a aquella que me hizo prisionero con su amor? Mi corazón está sobre un fuego más ardiente que la brasa.
Me he enamorado de aquella que me hace quejar ante Dios por su lejanía, por el mudar mis noches y los sucesos de mi destino.
¿Cuándo nos reuniremos ¡oh, límite extremo del corazón y del deseo! y podré gozar, ¡oh luna llena! de nuestra unión?
Recitó los últimos versos de la poesía mientras cruzaba por la calle de Zayn al-Mawasif. Aspiró su aroma penetrante: perdió la cabeza; el corazón marchó de su pecho, la pasión se apoderó de él y creció su desvarío. En ese momento Hubub se dirigió hacia él para cumplir el encargo. Vio que se le acercaba desde el otro extremo del callejón. Al darse cuenta de que la muchacha iba en su busca experimentó una gran alegría. La joven lo saludó y le dio la buena nueva de la llegada de su señora, Zayn al-Mawasif. Le dijo: «Ella me ha ordenado que te buscara». Masrur experimentó una alegría sin igual. Hubub lo acompañó hasta Zayn al-Mawasif. Ésta, al verle, bajó de su estrado, le acogió bien, lo besó y lo abrazó; él también la estrechó entre sus brazos. Siguieron besándose y abrazándose hasta que cayeron desmayados. Permanecieron así largo rato por lo mucho que se querían y por la angustia que les había causado la separación. Al volver en sí del desmayo la joven mandó a su esclava Hubub que le llevase una jarra llena de un sorbete azucarado y otra con un sorbete de limón. La joven le llevó todo lo que le había pedido. Comieron, bebieron y pasaron el tiempo hasta que llegó la noche. Se contaron lo que les había ocurrido desde el principio hasta el fin. Después la muchacha le explicó que se había convertido al Islam. El muchacho se alegró y se convirtió también; lo mismo hicieron las restantes esclavas y todos se arrepintieron ante Dios (¡ensalzado sea!). Al día siguiente por la mañana mandaron llamar al cadi y a los testigos, les dijeron que la joven era viuda, que había cumplido el retiro y que quería casarse con Masrur. Escribieron el contrato matrimonial y vivieron en la más dulce de las vidas. Esto es lo que hace referencia a Zayn al-Mawasif y Masrur.
He aquí lo que hace referencia al esposo judío. Una vez que la gente de la ciudad lo sacó de la prisión, se puso en viaje dirigiéndose a su país. Viajó sin descanso hasta llegar a tres días de distancia de la ciudad en que estaba Zayn al-Mawasif. Ésta se enteró, llamó a su esclava Hubub y le dijo: «Ve al cementerio de los judíos, abre una tumba, planta arrayanes y rodéalos de agua. Si el judío se presenta y te pregunta por mí responde: “Mi señora murió de dolor por ti. Han transcurrido ya veinte días desde su muerte”. Si te dice: “Muéstrame su tumba”, condúcelo a la fosa y procura ingeniártelas para enterrarlo vivo», «¡Oír es obedecer!», replicó Hubub. Los novios se levantaron de la cama y escondieron ésta en una buhardilla. Zayn al-Mawasif se fue a casa de Masrur y permanecieron juntos, comiendo y bebiendo, durante los tres días. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que hace referencia a su esposo: En cuanto llegó del viaje llamó a la puerta. Hubub preguntó: «¿Quién hay en la puerta?» «¡Tu señor!» Le abrió la puerta. El judío vio que las lágrimas le corrían por las mejillas. Le preguntó: «¿Qué te hace llorar? ¿Dónde está tu señora?» «¡Ha muerto de dolor por ti!» El judío, al oír estas palabras, quedó perplejo y rompió a llorar amargamente. Luego dijo: «¡Hubub! ¿Dónde está su tumba?» Le acompañó al cementerio y le mostró la tumba que había abierto. Entonces, el judío, reanudó su llanto y recitó este par de versos:
Hay dos cosas por las que, si mis ojos derramaran lágrimas de sangre hasta casi desaparecer,
No pagarían ni la décima parte de su valor: la flor de la juventud y la separación de los seres amados.
Siguió llorando y recitó estos versos:
¡Ah! ¡Qué pena! Mi cuerpo me traiciona y muero de dolor por encontrarme separado de mi amado.
¡Ah! ¡Qué es lo que me ha ocurrido lejos de él! Tengo el corazón desgarrado por obra de mis propias manos.
¡Ojalá hubiese callado el secreto toda mi vida y no hubiese revelado la pena que agitaba mi corazón!
Vivía en una vida feliz y tranquila; pero después quedé humillado y envilecido.
¡Hubub! Tú me has llenado de pena al informarme de la muerte de quien, prescindiendo de las demás criaturas, era mi sostén.
¡Zayn al-Mawasif! ¡Ojalá nunca hubiese existido la ruptura que me separa el alma del cuerpo!
Me arrepiento por no haber cumplido el pacto y mi alma me censura por lo exagerado de mi resolución.
Al terminar de recitar estos versos rompió a llorar y a quejarse. Gayó desmayado. Mientras estaba sin sentido, Hubub le arrastró y le depositó, vivo pero sin conocimiento, en la tumba. Cerró ésta, regresó al lado de su señora y le informó de lo ocurrido. Zayn al-Mawasif se alegró muchísimo y recitó este par de versos:
El destino había jurado que me causaría amarguras; pero has faltado al juramento ¡oh, tiempo!: paga el precio de la expiación.
El censor ha muerto y tengo al lado aquel a quien amo. ¡Ve al que da la alegría y ciñete el vestido!
Después se dedicaron a comer, a beber, a jugar y a distraerse hasta que les llegó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos, el que hace morir hombres y mujeres.