SE cuenta también que en lo más antiguo del tiempo, en los siglos y épocas pasadas, vivía en la ciudad de Bagdad un hombre que era pescador y se llamaba Jalifa. Era pobre, desgraciado, y no se había casado jamás en la vida. Cierto día cogió la red y se marchó al río como de costumbre, para pescar antes que los demás. Al llegar, se apretó el cinturón y se arremangó. Se adentró un poco, preparó la jábega y la arrojó una y dos veces sin sacar nada. Siguió echándola hasta la décima, sin conseguir nada. El pecho se le acongojó, quedó perplejo y dijo: «¡Pido perdón a Dios, el Grande! No hay más Dios, que Él, el Viviente, el Inmutable. Ante Él me arrepiento. No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande. Sucede lo que Dios quiere, y lo que Él no quiere, no sucede. Dios, todopoderoso y excelso, concede el sustento. Cuando Dios concede algo a su siervo, nada podrá privar a éste de ello. Pero cuando le niega algo, nadie podrá dárselo». Profundamente afligido, recitó estos versos:
Si el destino te concede alguna desgracia, ten paciencia y no te acongojes.
El Señor de los mundos, con su generosidad, hace que a las dificultades sucedan las alegrías.
A continuación se sentó un rato para meditar en lo que le ocurría; tenía la cabeza inclinada hacia el suelo. Después recitó estos versos:
Ten paciencia en las horas dulces y amargas, y date cuenta de que Dios hace su voluntad.
¡Cuántas noches pasé entre preocupaciones como un absceso, al que dominé con la llegada de la aurora!
Los sucesos transcurren en la vida del hombre hasta borrarse del pensamiento.
A continuación se dijo: «Tiraré la jábega otra vez y pondré en Dios mi esperanza. Tal vez Él no me defraude». Se acercó al río y la echó con toda la fuerza de su brazo; dio cuerda y esperó durante una hora; después la retiró y notó que pesaba…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la arrastró hacia la orilla, la sacó y vio que contenía una mona tuerta y coja. Jalifa, al ver aquello, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos! ¿Qué significa tanta desgracia y un ascendente tan nefasto? ¿Qué es lo que me sucede en este día bendito? Pero todo ello se debe a los decretos de Dios (¡ensalzado sea!)». Cogió la mona, la ató con una cuerda y, dirigiéndose a un árbol que crecía en la orilla, la ató. Tenía un látigo: lo cogió con la mano, lo levantó en el aire y se dispuso a dejarlo caer encima de la mona. Pero Dios concedió la palabra, del modo más elocuente, ab animal, que dijo: «¡Jalifa! ¡Detén tu mano y no me golpees! Déjame atada a este árbol, vuelve al mar, arroja tu red y confía en Dios, pues Él te concederá tu sustento». El pescador, al oír las palabras de la mona, se dirigió al mar, lanzó la jábega y tiró de la cuerda. Advirtió que pesaba más que la vez anterior; siguió tirando hasta que consiguió llevarla a la orilla: vio que contenía otra mona con los dientes muy separados, ojos alcoholados y manos teñidas de alheña; llevaba un harapo en la cintura y reía. Jalifa exclamó: «¡Loado sea Dios, que ha transformado todos los peces del mar en monas!» Se acercó a la que estaba atada al árbol y le dijo: «¡Mira el mal consejo que me has dado! ¡Sólo he conseguido esta otra mona! Me has amenizado la mañana con tu cojera y tu ojo tuerto: me encuentro vencido, fatigado, y no poseo ni un dirhem ni un dinar». Empuñó el látigo, lo restalló en el aire tres veces consecutivas y se dispuso a dejarlo caer sobre el animal. Éste le pidió perdón, diciendo: «¡Te conjuro, por Dios, a que me perdones en gracia a mi compañero! Pídele lo que necesites, y él te indicará cómo has de conseguirlo». Jalifa tiró el látigo y lo perdonó. Se dirigió hacia el otro mono y se plantó ante él. El animal le dijo: «¡Jalifa! Las palabras que vas a oír no te serán útiles a menos que me escuches y me obedezcas sin contrariarme, ya que yo voy a ser la causa de tu riqueza». Jalifa le preguntó: «Di lo que tengas que decir, pues obedeceré». «¡Déjame atada en este lugar, vete a la orilla del río y arroja tu jábega! Ya te diré luego lo que tienes que hacer.» Jalifa tomó la red, se dirigió a la orilla del río, la arrojó y esperó un rato. Después tiró de ella hacia la costa y notó que pesaba mucho. Siguió maniobrando con ella hasta conseguir subirla a tierra. Contenía otro mono; pero éste era rojo, llevaba un paño en la cintura, alheña en pies y manos y los dos ojos alcoholados. Jalifa, al verlo, exclamó; «¡Gloria a Dios, el Grande! ¡Gloria al Rey de los reyes! Este día es bendito desde el principio hasta el fin; su ascendente es feliz, pues apareció la primera mona; el contenido de una página se conoce desde el inicio. Este día es el de los monos, y en el río ya no queda ni un pez; hoy hemos salido a cazar monos: ¡Loado sea Dios que ha metamorfoseado los peces en monas!» Dirigiéndose al tercer mono, le dijo: «¿Qué eres tú, desgraciada?» «¿Es que no me reconoces, Jalifa?» «¡No!» «Yo soy el mono de Abu-l-Saadat, el judío, el cambista.» «¿Y qué le haces?» «Por la mañana lo acompaño y gano cinco dinares; hago lo mismo a la caída de la tarde, y gano otros cinco.» Jalifa se dirigió a la primera mona y exclamó: «¡Mira, desgraciada, qué buenos monos tiene la gente! Tú, en cambio, me das los buenos días con tu cojera y tu ojo tuerto. ¡Qué mal ascendente! Yo soy pobre, sin un céntimo y estoy hambriento». Levantó el látigo, lo chasqueó tres veces en el aire y trató de restallarlo sobre el animal. Pero el mono de Abu-l-Saadat intervino: «¡Déjalo, Jalifa! ¡Levanta tu mano y ven conmigo para que te diga lo que has de hacer!» Jalifa tiró el látigo, se acercó a él y le preguntó: «¿Qué me dices, señor de todos los monos?» «Coge la jábega y tírala al río; yo permaneceré a tu lado con estos monos; tráeme lo que saques y yo te diré algo que te ha de alegrar.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Jalifa replicó: «¡Oír es obedecer!» Cogió la jábega, la plegó en su mano y recitó estos versos:
Cuando mi pecho se acongoja, pido auxilio a mi Creador; es Todopoderoso y hace fáciles las cosas difíciles.
En un abrir y cerrar de ojos, por gracia de Nuestro Señor, queda en libertad un preso y se cura un enfermo.
Confía a Dios todas las cuestiones: todo hombre perspicaz conoce sus favores.
Y luego recitó estos otros:
Tú eres quien ha arrojado a las gentes en la tribulación, pero Tú apartas también penas y preocupaciones.
No apetezco lo que no puedo alcanzar ¡Cuántos ambiciosos no han podido alcanzar lo que deseaban!
Jalifa, al terminar de recitar estos versos, se acercó al río, arrojó la red y esperó un rato. Después la arrastró y sacó un pez muerto, de cabeza grande, orejas como cucharones y ojos como dos dinares. El hombre, al verlo, se alegró mucho, pues jamás en su vida había visto nada parecido. Boquiabierto, se lo llevó al mono de Abu-l-Saadat, el judío; le parecía que era dueño de todo el mundo. El mono le dijo: «¿Qué quieres hacer con esto, Jalifa? ¿Qué harás con tu mono?» «Te comunico, señor de todos los monos, lo que haré: primero me las ingeniaré para matar a esa maldita, a mi mona, te tomaré a ti en su lugar y cada día te daré de comer lo que apetezcas». «Puesto que tú me has informado, yo te diré lo que has de hacer; de esta forma si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, mejorarás tu situación. Medita en lo que te voy a decir. Prepara una cuerda para mí, átame al árbol, déjame así y vete al medio del dique; arroja la jábega en el Tigris y aguarda un poco; después, sácala: hallarás un pez. Jamás en toda tu vida habrás visto otro más hermoso que él; lo cogerás y me lo traerás. Yo te diré lo que has de hacer después.» Jalifa se marchó al momento, tiró la red en el Tigris y la sacó. Encontró un pez blanco, del tamaño de un cordero; jamás en su vida había visto otro igual; era más grande que el pez anterior. Lo cogió y se lo llevó al mono. Éste le dijo: «Toma un poco de hierba verde; coloca la mitad en una alcofa, pon el pez encima y cúbrelo con la otra mitad. Déjanos atados aquí, carga la alcofa sobre tus hombros, entra en la ciudad de Bagdad y no contestes a quien te hable ni te interrogue, hasta que hayas entrado en el zoco de los cambistas. Al principio de éste encontrarás la tienda del maestro Abu-l-Saadat el judío, jeque de los cambistas. Verás que está sentado en su escabel, reclinado en cojines y que tiene delante dos cajas, una para el oro y otra para la plata; junto a él hay mamelucos, esclavos y pajes. Acércate. Coloca la alcofa ante él y dile: “Abu-l-Saadat: hoy he salido a pescar y he arrojado mi jábega pronunciando tu nombre. Dios (¡ensalzado sea!) me ha concedido este pez”. Él dirá: ¿“Lo ha visto otra persona?” Contesta: “¡No, por Dios!” Lo cogerá y te dará un dinar. Devuélveselo. Te dará dos dinares. Devuélveselos; cada vez que te dé algo más, devuélveselo siempre; y aunque te dé su peso en oro, no lo cojas. Te dirá: “Di lo que quieres”. Responde: “¡Por Dios! Sólo he de venderlo por un par de palabras”. Te preguntará: “¿Y cuáles son?” Contesta: “Ponte en pie y di: ‘Atestiguad todos los que estáis en el mercado de que cambio mi mono por el de Jalifa el pescador; cambio mi suerte por su suerte y mi destino por el suyo’. Tal es su precio, pues yo no quiero oro”. Si él lo hace, cada día, mañana y tarde, te saludaré y ganarás diez dinares de oro; en cambio, Abu-l-Saadat el judío tendrá por compañero a esta mona tuerta y coja, y Dios lo pondrá a prueba cada día con las penas que te afligían antes a ti. Así seguirá: quedará pobre y no poseerá nada jamás. Oye lo que te digo: serás feliz y te encontrarás en el buen camino». Jalifa el pescador, oídas las palabras del mono, le dijo: «¡Acepto tu consejo, rey de todos los monos! En cuanto a ese desgraciado, ¡que la bendición de Dios no le llegue! No sé qué hacer con él». «¡Échanos al agua a las dos!» «¡Oír es obedecer!» El pescador se acercó a las monas, las soltó y las dejó en libertad; ellas se metieron en el río. Jalifa se acercó al pez, lo cogió, lo lavó, colocó en el fondo de la alcofa hierba verde, metió el pez, lo cubrió de hierba y, cargándolo en sus hombros, se echó a andar, cantando este mawwal:
Confía tus asuntos al Señor de los cielos y estarás a salvo; haz el bien a todo lo largo de tu vida y no te arrepentirás.
No frecuentes el trato de los sospechosos, pues serás sospechoso; guarda tu lengua y no injuries, pues serías injuriado.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que anduvo hasta entrar en la ciudad de Bagdad. La gente lo reconoció y empezó a gritar y a decir: «¿Qué llevas, Jalifa?» Pero él no se volvió hacia nadie. Así llegó al zoco de los cambistas; pasó por delante de las tiendas, como le había aconsejado el mono. Vio que el judío estaba sentado en su tienda; los pajes estaban a su servicio, y él parecía el rey de los reyes del Jurasán. Jalifa lo reconoció. Avanzó hasta colocarse delante. El judío levantó la cabeza, lo vio y le dijo: «¡Bien venido, Jalifa! ¿Qué necesitas? ¿Qué deseas? Si alguien te ha dicho algo o se ha querellado contra ti, dímelo para que te acompañe al gobernador: te hará justicia». «¡No, por vida de tu cabeza! ¡Cabeza de los judíos! Nadie me ha dicho nada. Hoy he salido de casa invocando tu suerte, me he dirigido al río, he echado mi jábega en el Tigris y he sacado este pez.» Abrió la alcofa y puso el pez ante el judío. Éste, al verlo, se admiró y exclamó: «¡Juro por la Torá y las palabras! Ayer, durmiendo, vi en sueños al Todopoderoso, que me decía: “Sabe, ¡oh Abu-l-Saadat!, que te he enviado un magnífico regalo”. Debe ser sin duda este pez». Dirigiéndose a Jalifa dijo: «¡Por tu religión! ¿Lo ha visto alguna otra persona?» «No, jefe de los judíos, ¡lo juro por Dios y por Abu Bakr el Verídico! Tú eres el único que lo ha visto.» El judío se volvió a uno de sus pajes y le dijo: «Coge ese pez y llévalo a casa; deja que Saada lo prepare, lo fría y lo ase; cuando termine mi trabajo iré a casa». Jalifa repitió: «¡Muchacho! Deja que la mujer del Maestro lo fría y lo ase». El paje contestó: «¡Oír es obedecer, señor mío!» Cogió el pez y lo llevó a la casa. El judío, por su parte, extendió la mano con un dinar y se lo entregó a Jalifa el pescador, diciéndole: «Quédate con eso, Jalifa, y gástatelo con tu familia». Pero Jalifa, al tenerlo en la mano, exclamó: «¡Gloria al Poseedor de la creación!» Jalifa tomó el dinar como si jamás en la vida hubiera visto otro, y anduvo unos pasos; pero en seguida, recordando el consejo del mono, regresó, le devolvió el dinar y le dijo: «¡Coge tu oro y devuelve el pescado que pertenece al prójimo! ¿Es que vas a burlarte del prójimo?» El judío, al oír estas palabras, creyó que bromeaba; le entregó dos dinares a más del anterior. Pero Jalifa insistió: «Dame el pez y no hagas bromas. ¿Es que crees que voy a vender el pez por tal precio?» El judío tendió su mano en busca de otros dos dinares y le dijo: «Quédate con estos cinco dinares; es el precio del pez: no seas ambicioso». Jalifa los cogió y se marchó lleno de alegría, contemplando el oro y admirándose de él. Decía: «¡Gloria a Dios! El califa de Bagdad no tiene hoy lo que yo poseo». Siguió andando hasta llegar a la entrada del mercado; entonces se acordó del consejo que le había dado el mono. Regresó al lado del judío y le tiró el oro. Éste le preguntó: «Jalifa, ¿qué es lo que pides? ¿Es que quieres que te cambie los dinares en dirhemes?» «¡No quiero ni dirhemes ni dinares! Sólo quiero que me devuelvas el pez del prójimo». El judío se enfadó y le gritó: «¡Pescador! Me traes un pez que no vale ni un dinar, te pago cinco; ¿aún no estás contento? ¿Es que estás loco? ¡Dime por cuánto lo vendes!» «No te lo venderé ni por plata ni por oro; sólo te lo venderé por un par de palabras.» El judío, al oír «dos palabras» notó que los ojos se le salían de las órbitas; respiró con dificultad, y castañetearon sus dientes. Lo increpó: «¡Pedazo de musulmán! ¿Quieres que abandone mi religión a cambio de tu pez? ¿O que corrompa la creencia y la fe que vi practicar a mis padres?» Llamó a sus pajes, y éstos acudieron. Les dijo: «¡Ay de vosotros! ¡Haceos cargo de ese hombre de mal agüero! ¡Rompedle a palos la nuca! ¡Pegadle en los oídos!» Se abalanzaron sobre él y no pararon de pegarle hasta que cayó al pie de la tienda. El judío intervino: «¡Dejad que se levante!» Jalifa se levantó, como si nada hubiese pasado. El judío le preguntó: «¿Qué quieres como precio de ese pez? Te lo daré, ya que hasta ahora no has obtenido ningún bien nuestro». Jalifa replicó: «¡No temas nada por los golpes administrados, maestro; yo admito tantos palos como diez asnos!». El judío rompió a reír al oír aquellas palabras. Le dijo: «¡Te conjuro, por Dios, a que me digas qué es lo que quieres, y yo lo prometo por mi religión, te lo daré!» «Sólo me satisfará un par de palabras[259] como pago de ese pez». «Imagino que me pides que me convierta al Islam.» «¡Por Dios, judío! Si te conviertes, ni serás útil a los musulmanes, ni perjudicarás a los judíos; si continúas siendo infiel, tu infidelidad no perjudicará a los musulmanes ni será útil a los judíos. Lo que yo te pido es que te pongas de pie y digas: “¡Sedme testigos, oh gentes del zoco, de que cambio mi mono por el mono de Jalifa el pescador; de que cambio mi suerte en este mundo por la suya, y mi destino por el suyo!»„ El judío replicó: «Si tal es tu deseo, me es fácil complacerte».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el judío se puso en seguida de pie y pronunció las palabras que le había indicado Jalifa el pescador. Después, volviéndose hacia éste, le dijo: «¿Quieres algo más de mí?» «¡No!» «Pues vete.» Jalifa se marchó al momento, cogió su jábega, se fue al Tigris y la echó. Al retirarla vio que pesaba mucho. La sacó con trabajo, y la halló repleta de peces de todas clases. Se le acercó una mujer que llevaba un plato y le dio un dinar por un pez; se le acercó otro criado y compró por valor de un dinar; de este modo fue vendiendo peces hasta tener diez dinares. Cada día vendía por valor de diez dinares. Al cabo de diez días había reunido cien dinares de oro. El pescador vivía en una casa situada en el interior del pasaje de los comerciantes. Cierta noche, mientras descansaba, se dijo: «¡Jalifa! Todas las gentes saben que eres un pobre hombre, pescador. Pero has reunido cien dinares de oro. El Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, se enterará de ello por algunas personas, y si necesita dinero te enviará a buscar y te dirá: “Yo necesito cierta suma de dinares. Me he enterado de que tú tienes cien dinares. ¡Préstamelos!” Yo le diré: “Emir de los creyentes: yo soy un hombre pobre, y quien te ha informado de que tengo cien dinares, ha mentido; no tengo ni poseo nada de todo eso”. Entonces me entregará al gobernador, y le dirá: “Arráncale los vestidos y muélelo a palos hasta que confiese y saque el dinero que tiene”. Para salvarme de tal desgracia, lo mejor que puedo hacer es levantarme ahora mismo y darme latigazos; así me acostumbraré a recibir palos». El haxix que había ingerido le sugirió: «¡Desnúdate!». Se puso de pie al momento, se quitó los vestidos, cogió un látigo, y como tenía al lado un cojín de piel, empezó a dar un azote al cojín y otro a su piel. Gritaba: «¡Ay! ¡Ay! ¡Por Dios! ¡Eso es falso, señor mío! ¡Mienten! ¡Soy un hombre pobre, un pescador! ¡No poseo ninguno de los bienes de este mundo!» La gente oyó que Jalifa el pescador se atormentaba y azotaba el cojín con el látigo; los golpes que se propinaba y dejaba caer en el cojín se difundían en la noche. Entre las personas que lo oían estaban los comerciantes. Dijeron: «¡Quién supiera lo que le ocurre a ese desgraciado que grita así! Oímos que lo están azotando. Parece que los ladrones han entrado en su casa y lo atormentan». El ruido de los golpes y el alboroto de los gritos hizo que se levantasen todos. Salieron de su casa y fueron a la de Jalifa. Vieron que estaba cerrada y se dijeron: «Tal vez los ladrones hayan bajado por detrás de la habitación. Es necesario que subamos a la azotea». Treparon al techo, se metieron por la claraboya y vieron que Jalifa, desnudo, estaba castigándose. Le preguntaron: «¿Qué te ocurre, Jalifa? ¿Cuál es tu historia?» «Sabed, ¡oh gentes!, que me he hecho con algunos dinares, y temo que se entere de ello el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid. Éste me mandará comparecer y me pedirá el dinero, y yo me negaré. Al negarme, temo que me haga atormentar; por eso estoy castigándome y preparándome para lo que venga.» Los comerciantes rompieron a reír y le dijeron: «¡Deja de hacerlo! ¡Que Dios no te bendiga ni a ti ni los dinares que has conseguido! Esta noche nos has inquietado y has turbado nuestro corazón». Jalifa dejó de azotarse y se durmió hasta el día siguiente. Se dispuso a marcharse al trabajo, pero, meditando en los cien dinares que poseía, se dijo: «Si los dejo en casa, los ladrones los robarán; si los coloco en la correa alrededor de mi cintura, es posible que alguien los vea y me vigile, para sorprenderme en un lugar desierto; entonces me matará y me robará. Tengo un recurso magnífico». Se puso en pie al momento, cosió un bolsillo en el interior de la aljuba, metió los cien dinares en una bolsa, que cosió, y metió ésta en el nuevo bolsillo. A continuación se puso de pie, cogió la jábega y el bastón y se echó a andar hasta llegar al Tigris.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que tiró la red y la sacó, pero no obtuvo nada; entonces se trasladó a otro sitio: tiró la red, pero no sacó nada. Siguió cambiando de sitio hasta llegar a medio día de distancia de la ciudad; arrojaba la red, pero nunca sacaba nada. Se dijo: «¡Por Dios! Ésta es la última vez que tiro mi jábega; tanto si tengo suerte como si no». La arrojó con gran fuerza, lleno de furia; la violencia hizo saltar la bolsa que contenía los cien dinares, la cual cayó en el centro del río y fue arrastrada por la corriente. El pescador soltó la red de la mano, se quitó los vestidos, que abandonó en la orilla, se metió en el agua y se zambulló tras la bolsa; buceó y salió a la superficie cerca de cien veces; perdió sus fuerzas sin dar con la bolsa. Cuando desesperó de alcanzarla, subió a tierra y sólo encontró el bastón, la jábega y la alcofa. Buscó sus vestidos, pero no halló ni rastro. Se dijo: «Esto es más vil que lo que dice el refrán: “La peregrinación no es completa si no se toma el camello[260]”». Arregló la red, la arrolló, tomó el bastón en la mano, colocó la alcofa en la espalda y empezó a trotar como un camello perdido, de derecha a izquierda, de atrás adelante, cubierto de polvo, como si fuese un efrit rebelde escapado de la prisión salomónica. Esto es lo que hace referencia a Jalifa el pescador.
He aquí ahora lo que se refiere al califa Harún al-Rasid. Éste era amigo de un joyero llamado Ibn al-Qirnas. Toda la gente, comerciantes, corredores y comisionistas, sabían que Ibn al-Qirnas operaba por cuenta del Califa, por lo cual todos los regalos y objetos preciosos que se vendían en la ciudad de Bagdad no eran puestos en venta pública sin antes mostrárselos, y lo mismo se hacía con esclavos y esclavas. Cierto día, Ibn al-Qirnas estaba sentado en su tienda. Fue a verlo el síndico de los corredores, acompañado de una esclava como jamás se había visto otra igual: era la culminación de la hermosura y de la belleza; bien proporcionada y de talle esbelto. Tenía, como cualidades, el conocer todas las ciencias y las artes, saber componer versos y tocar toda clase de instrumentos musicales. Ibn al-Qirnas, el joyero, la compró por cinco mil dinares y la llevó ante el Emir de los creyentes. Éste pasó con ella la noche y la examinó en todas las ciencias y las artes. Se dio cuenta de que era experta en ciencias y oficios y comprendió que no había en su época, otra muchacha igual.
Se llamaba Qut al-Qulub, y era tal como dijo el poeta:
Clavo la mirada en ella cada vez que levanta el velo, pero su esquivez la rechaza.
Cada vez que se vuelve, su cuello parece el de una gacela; las gacelas son proverbiales en cuanto a mover el cuello.
Pero, ¿qué es eso en comparación de esto otro?:
¿Quién me trae una morena cuyo cuello es como las lanzas de Samhar, alto y esbelto?
Ojos lánguidos, mejillas de seda, que vive en el corazón del amante extenuado.
Al día siguiente, el califa Harún al-Rasid mandó llamar a Ibn al-Qirnas el joyero. En cuanto se presentó, le dio diez mil dinares como precio de aquella muchacha. El corazón del Califa había quedado prendado de Qut al-Qulub; abandonó a la señora Zubayda, hija de al-Qasim, a pesar de ser éste su tío; olvidó a todas sus favoritas, y durante un mes sólo se separó de aquella joven para hacer la plegaria del viernes; en cuanto terminaba, corría de nuevo a su lado. Esto les pareció mal a los grandes del reino, los cuales se quejaron del asunto al visir, Chafar, el barmekí. Éste esperó que llegara el viernes. Entonces entró en la mezquita, se reunió con el Emir de los creyentes y le refirió las historias de amor más prodigiosas que le habían sucedido, con el fin de que el Califa sacase a relucir lo que celaba. Éste le dijo: «¡Chafar! Esto no me ha ocurrido voluntariamente. Mi corazón ha caído en la red del amor y no sé qué hacer». El visir le replicó: «Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que esa favorita, Qut al-Qulub, está siempre a tus órdenes y forma parte de tus servidores; no se apetece aquello que se tiene en la mano. He de decirte otra cosa: aquello de que más se vanaglorian los reyes y sus hijos es la caza, la pesca y el saber aprovechar los motivos de diversión. Si tú te dedicas a esto, es posible que te distraigas y la olvides». El Califa replicó: «Sí, es cierto lo que dices; marchémonos inmediatamente de caza y de pesca». Al terminar la oración del viernes, ambos salieron de la mezquita, montaron en seguida a caballo y se fueron de caza y de pesca.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que anduvieron sin parar hasta que llegaron al campo. El Emir de los creyentes y el visir Chafar montaban en sendas muías e iban distraídos hablando. Los soldados los precedían. El calor era sofocante. Al-Rasid dijo: «¡Chafar, tengo mucha sed!» El Califa lanzó una mirada y vio una facha en lo alto de una colina. Preguntó al visir: «¿Ves lo mismo que yo?» «Sí, Emir de los creyentes. Veo una figura borrosa en una colina elevada. Debe ser el guardián de un jardín o el de un campo de cohombros; en cualquier caso, debe haber agua allí arriba. Iré hasta allí y te traeré agua.» Al-Rasid replicó: «Mi mula es más rápida que la tuya; quédate aquí con los soldados, pues yo iré, beberé allí mismo, junto a aquella persona, y regresaré». El Califa espoleó la mula y ésta partió como el viento cuando corre o como el agua de una acequia. Corrió sin parar hasta llegar, en un abrir y cerrar de ojos, adonde estaba aquella figura, que no era sino Jalifa el pescador. Al-Rasid vio que estaba desnudo, envuelto en la jábega, con los ojos inyectados en sangre que parecían tizones de fuego; tenía un aspecto aterrador; estaba sucio, cubierto de polvo; parecía un efrit o un león furioso. Al-Rasid lo saludó, y Jalifa, enfadado y sobre ascuas, le devolvió el saludo. El soberano le dijo: «¡Hombre! ¿Tienes agua?» Le replicó: «¡Mira éste! ¿Estás ciego o loco? Tienes ahí mismo, detrás de esa colina, el Tigris». Al-Rasid rodeó el montículo, bajó al Tigris, bebió y dejó beber a su mula. Subió al momento y regresó adonde estaba Jalifa el pescador. Le preguntó: «¡Oh, hombre! ¿Qué te sucede para estar aquí, en pie? ¿Cuál es tu oficio?» «Esta pregunta es más peregrina y extraña que el pedirme agua. ¿Es que no ves los útiles de mi oficio en el hombro?» «Parece ser que eres pescador.» «Sí.» «¿Y dónde están tu aljuba, tu turbante, tus zaragüelles y tu vestido?» Las ropas que habían quitado a Jalifa eran las mismas que acababa de enumerar el Emir de los creyentes; creyó que hablaba con la persona que le había robado sus cosas en la orilla del río. Jalifa bajó, más rápido que el rayo cegador, de la cima de la colina, y agarró la rienda de la mula del Califa. Le dijo: «¡Hombre! Devuélveme mis cosas y déjate de juegos y bromas». «¡Por Dios! Yo no he visto tus vestidos ni los conozco.» Al-Rasid tenía las mejillas grandes, y la boca pequeña. Jalifa le dijo: «Tal vez tu oficio sea el de cantante o músico. Pero si no me devuelves los vestidos por las buenas, te daré de palos con este bastón hasta que te orines encima o ensucies tu traje». El Emir de los creyentes, al ver el bastón que tenía Jalifa, se dijo: «¡Por Dios! ¡No podría soportar ni la mitad de un golpe de este mendigo con semejante bastón!» Al-Rasid llevaba un manto de raso. Se lo quitó y dijo a Jalifa: «¡Hombre! Toma este manto a cambio de tus vestidos». El pescador lo cogió y se lo puso. Dijo: «Mis vestidos valían diez veces más que esta capa de colorines». «Póntela mientras te traigo tus ropas.» Jalifa la cogió, se la puso y advirtió que le iba larga. En el asa de la alcofa tenía atado un cuchillo: lo cogió y cortó un tercio del faldón del manto, hasta que sólo le llegó a la rodilla. Se volvió hacia al-Rasid y le dijo: «¡Por Dios, flautista! Dime cuánto pagas por mes a tu maestro para que te enseñe a tocar». «Cada mes le pago diez dinares de oro.» «¡Por Dios, desgraciado! Me das pena. Yo gano diez dinares cada día. ¿Quieres trabajar a mi servicio? Yo te enseñaré a pescar y te asociaré a las ganancias; cada día te daré cinco dinares, serás mi paje, y yo te protegeré, ante tu maestro, con este bastón.» El Califa contestó: «Acepto». Jalifa le dijo: «Apéate del asno y átalo para que pueda sernos útil en el transporte del pescado. Ven para que te enseñe a pescar ahora mismo». Al-Rasid bajó de la mula, la ató y se remangó los vestidos hasta el cinturón. Jalifa le dijo: «¡Flautista! Coge esta red así, colócala encima de tu brazo de este modo y arrójala al Tigris en este sentido». Al-Rasid, haciendo de tripas corazón, llevó a cabo lo que le había dicho Jalifa. Echó la red al agua y luego tiró de ella, pero fue incapaz de sacarla. Jalifa se acercó a ayudarlo, pero entre los dos no pudieron subirla a la orilla. Jalifa exclamó: «¡Flautista de mal agüero! Si la primera vez te he cogido el manto a cambio de mis vestidos, ahora veo que si mi red se rompe, te voy a coger el asno y te voy a moler a palos hasta que pierdas la vida». Al-Rasid le replicó: «¡Tiremos los dos a la vez!» Tiraron los dos conjuntamente y lograron sacar la red, aunque con mucha fatiga. Al tenerla fuera la examinaron y vieron que estaba repleta de peces de todas clases y de todos los colores.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Jalifa exclamó: «¡Por Dios, flautista! Eres feo, pero si te dedicas a la pesca, serás un gran pescador. El buen consejo consiste en que montes en tu asno, vayas al mercado y me traigas dos cestas. Yo guardaré los peces hasta que vuelvas; los colocaremos, entre los dos, a lomos de tu asno. Yo tengo balanzas, pesos y todo lo necesario; lo llevaremos todo, y tú lo único que tendrás que hacer es sujetar la balanza y cobrar. Tenemos peces por valor de veinte dinares. Corre, tráeme las dos cestas y no tardes». «¡Oír es obedecer!», replicó el Califa. Dejó a Jalifa con los peces y azuzó a la mula, lleno de alegría. Iba riéndose de lo que le había sucedido con el pescador. Diego junto a Chafar. Éste, al verlo, preguntó: «¡Emir de los creyentes! ¿Tal vez al ir a beber has encontrado un hermoso jardín, has entrado en él y has gozado a solas de sus delicias?» Al-Rasid, al oír las palabras de Chafar, rió aún más. Entonces todos los barmequíes besaron el suelo ante él y dijeron: «¡Emir de los creyentes! ¡Que Dios haga durar tu alegría y aleje de ti toda preocupación! ¿Por qué has tardado tanto al ir a beber? ¿Qué te ha ocurrido?» «Me ha sucedido algo prodigioso, emocionante, magnífico.» Y les refirió la historia de Jalifa el pescador y lo que le había sucedido con éste cuando le dijo: «Tú has robado mis vestidos»; cómo le había entregado el manto y cómo lo había cortado al ver que le iba largo. Chafar intervino: «¡Por Dios, Emir de los creyentes! Se me había ocurrido pedirte el manto, pero iré ahora mismo junto al pescador y se lo compraré». «¡Por Dios! ¡Pero si ha cortado un tercio del faldón y lo ha estropeado! Chafar: Me he roto los riñones pescando en el río, ya que he cogido numerosos peces que ahora se encuentran en la orilla junto a mi maestro, Jalifa, el cual está esperando que regrese con dos cestas para después marcharnos a venderlos al mercado y repartirnos las ganancias.» «¡Emir de los creyentes! Yo iré a comprarlos.» «¡Chafar! Juro por mis antepasados que daré un dinar de oro a todo aquel que me traiga uno de los peces que se encuentran ante ese Jalifa que me ha enseñado a pescar.» El pregonero anunció a los soldados: «¡Id a comprar peces para el Emir de los creyentes!» Los mamelucos corrieron a la orilla del río. Mientras Jalifa esperaba que el Emir de los creyentes le llevara los dos cestos, los mamelucos cayeron sobre él como si fuesen cuervos, le arrebataron los peces y los colocaron en sus mandiles, bordados en oro. Jalifa exclamó: «¡No cabe duda de que estos peces son del paraíso!» Cogió dos con la mano derecha y dos con la izquierda, se metió en el agua hasta el cuello y exclamó: «¡Dios! ¡Por la virtud de estos peces! Haz que tu esclavo, el flautista, llegue ahora mismo». En aquel momento apareció un esclavo, el jefe de todos los esclavos que estaban con el Califa. Se había retrasado porque su caballo tuvo que detenerse en el camino para orinar. Al llegar junto a Jalifa se dio cuenta de que ya no quedaban peces. Miró a derecha e izquierda y vio al pescador en medio del agua con algunos peces. Entonces le gritó: «¡Pescador! ¡Ven!» Él replicó: «¡Vete sin más!» El criado se adelantó hacia él y le dijo: «¡Dame esos peces y te pagaré su valor!» Jalifa le replicó: «¿Es que estás loco? No los venderé». El criado empuñó la maza. El pescador le dijo: «¡Desgraciado! ¡No me pegues! La generosidad puede más que la maza». Le tiró los peces, el criado los cogió, los colocó en el mandil, metió la mano en el bolsillo pero no encontró ni un solo dirhem. Dijo: «¡Pescador! Tienes mala suerte. ¡Por Dios! No tengo ni un solo dirhem. Pero mañana ven a la sede del Califato y di: “Conducidme ante el eunuco Sandal”. Los criados te llevarán a mi presencia. Cuando estés allí, te pagaré lo que te corresponde; lo cogerás y te marcharás a tus quehaceres». Jalifa exclamó: «Éste es un día bendito; su buena suerte se manifiesta desde el principio». Se colocó la red encima del hombro y anduvo hasta entrar en Bagdad. Recorrió los zocos. La gente se dio cuenta de que llevaba el manto del Califa. Lo empezaron a observar; entró en un callejón en cuya puerta se encontraba la tienda del sastre del Emir de los creyentes. El sastre del Califa descubrió que el pescador llevaba un manto perteneciente a la guardarropía del soberano y que valía mil dinares. Preguntó: «¡Jalifa! ¿De dónde has sacado este vestido?» Le contestó: «¿Qué te ocurre para ser tan curioso? Me lo ha dado una persona a la que he enseñado a pescar y que ahora es mi paje, pues lo he salvado de que le cortasen la mano, ya que me había robado los vestidos. Me ha entregado este manto a cambio de aquéllos». El sastre comprendió que el Califa habría pasado junto al pescador mientras éste pescaba, se habría reído de él y le habría regalado el traje.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el pescador, después, se marchó a su casa. Esto es lo que a él se refiere.
He aquí ahora lo que hace referencia al califa Harún al-Rasid. Éste había salido de caza y pesca con el único objeto de olvidar a la esclava Qut al-Qulub. Zubayda, al enterarse de la existencia de ésta y de que el Califa se había enamorado de ella, se puso celosa como se ponen las mujeres; se negó a comer y beber, perdió la dulzura del sueño y empezó a espiar las ausencias y viajes del Califa para tender la red del engaño a Qut al-Qulub. Al enterarse de que el Califa había salido de caza y pesca, mandó a las esclavas que alfombrasen la casa, que la adornasen y que sirviesen comidas y dulces. Hizo un pastel, que colocó en una bandeja de porcelana china, y en él metió un narcótico. Luego mandó a un criado que fuese a ver a la joven Qut al-Qulub y la invitase a comer con Zubayda, hija de al-Qasim, esposa del Emir de los creyentes, diciéndole: «La esposa del Emir de los creyentes toma hoy una medicina. Ha oído hablar de tu buena voz y desearía comprobar cómo ejecutas parte de tu repertorio». La esclava replicó: «¡Oír es obedecer a Dios y a la señora Zubayda!», y se fue a verla, al momento, sin saber lo que el destino le reservaba. Tomó consigo todos los instrumentos necesarios y salió con el criado. Anduvieron sin parar hasta encontrarse ante la señora Zubayda. Al llegar ante ésta, besó el suelo muchas veces. Luego se puso en pie y dijo: «¡La paz sea sobre la bien guardada, la inaccesible señora de la estirpe abbasí, la descendiente del Profeta! ¡Que Dios te conceda salud y bienestar en el transcurso de los días y de los años!» La joven se quedó entre esclavos y criados. La señora Zubayda volvió la cabeza hacia ella, observó su belleza y hermosura y descubrió sus tersas mejillas; su rostro, como la Luna; la frente, clarísima, y la mirada, de hurí; los párpados, lánguidos; su rostro irradiaba luz como si el Sol saliera por la frente y las tinieblas de la noche por sus tirabuzones; su aliento olía a almizcle, y su belleza resplandecía por todas partes; la Luna aparecía por su frente, y la rama cimbreaba en su cintura: era como la Luna llena cuando aparece por Oriente en medio de las tinieblas; tenía ojos arrebatadores, las cejas en arco, y los labios de coral. Todo el que la veía quedaba prendado de su hermosura, embrujado por su mirada. ¡Gloria a Quien la creó e hizo perfecta sin par! Era tal y como dijo el poeta de una mujer que se le parecía:
Cuando se enfada, ves que la gente muere; cuando está contenta, recupera la vida.
Tiene en la mirada un embrujo con el cual mata o da la vida a quien quiere.
Con sus ojos encadena a todo el mundo, como si éste fuera su esclavo.
La señora Zubayda le dijo: «¡Bien venida, Qut al-Qulub! ¡Siéntate y alégranos con tu trabajo y tu bello arte!» «¡Oír es obedecer!», replicó ella. Se sentó, extendió la mano y cogió el adufe, del cual, uno de sus descriptores ha dicho estos versos:
Tú que tocas el adufe inflamas de amor mi corazón; mientras tú lo tocas, grita de pasión.
Sólo has capturado un corazón herido: el hombre apetece mientras tú tocas.
Pronuncia palabras graves o agudas, toca lo que quieras, pues en cualquier caso conmueves.
Sé bueno, descubre tus mejillas, amado, y ven, baila, danza, agrada y encanta.
La joven empezó a tocar y a cantar hasta que los pájaros detuvieron su vuelo en el cielo y la habitación se movió. Luego dejó el adufe y tomó la flauta, sobre la cual se ha compuesto este verso:
Tienes ojos que, con auxilio de los dedos, dan un canto que, sin duda, es magnífico.
O como dijo el poeta:
Cuando la flauta hace llegar los cantos a su punto, el tiempo pasa feliz por la unión.
Dejó la flauta, después de haber impresionado a todos los presentes, y tomó el laúd, sobre el cual ha dicho el poeta:
El laúd de la cantante se parece a las frescas ramas; las personas nobles y virtuosas suspiran por él.
Sus dedos lo tocan y lo tañen con arte excelso, y sus cuerdas producen los hermosos tonos.
Tensó las cuerdas, arregló sus resortes, lo apoyó en su seno y se inclinó sobre él del mismo modo que la madre se inclina sobre su hijo. Parecía como si el poeta hubiese aplicado a ella y a su laúd estos versos:
Hizo hablar claramente la cuerda persa, e hizo comprender al que no entendía.
Explicó que el amor es un asesino que causa la pérdida de la razón al hombre musulmán.
Es una muchacha, ¡por Dios, qué maravilla!, que, con su mano, arranca palabras de algo que no tiene boca.
Con el laúd ha detenido el curso del amor, del mismo modo que el médico experto detiene el correr de la sangre.
A continuación tocó de catorce modos distintos y cantó una pieza entera: todos los allí presentes quedaron perplejos, impresionados. Luego recitó este par de versos:
Te ha llegado alguien bendito que da nueva alegría.
Da alegría sin fin, y sus dones no se agotan.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta, refirió:
—Me he enterado ¡oh rey feliz!, de que Qut al-Qulub, después de haber tocado y cantado versos ante la señora Zubayda, se puso de pie y realizó juegos de habilidad y de salón, de un modo maravilloso. La señora Zubayda estuvo a punto de enamorarse de ella y se dijo: «No se puede censurar a mi primo al-Rasid de que se haya prendado de ella». Al fin, la joven besó el suelo ante Zubayda y se sentó. Le acercaron la comida y los dulces y luego el plato en que se encontraba el narcótico. Comió.
Apenas llegó el pastel a su estómago, le entraron mareos y cayó, inconsciente, al suelo. La señora Zubayda dijo a las criadas: «Llevadla a una habitación cualquiera hasta que os mande a buscarla». Le contestaron: «¡Oír es obedecer!» Dijo a un criado: «Haz una caja y tráemela». Luego ordenó que se construyera una especie de tumba y que se difundiera la noticia de que la esclava había muerto ahogada. Advirtió a todos sus familiares que cortaría la cabeza al que dijera que la muchacha aún vivía.
El Califa regresó entonces de la pesca y de la caza y lo primero que hizo fue preguntar por la joven. Se le acercó un criado, al cual había recomendado Zubayda que dijera al Califa, si le preguntaba. «¡Ha muerto!» El criado besó el suelo ante el soberano y le dijo: «¡Señor mío! ¡Viva tu cabeza! Qut al-Qulub ha muerto atragantada por la comida». El Califa replicó: «¡Que Dios no te conceda ningún bien, esclavo de mal agüero!» Entró en el alcázar y oyó que todo el mundo hablaba de la muerte de la muchacha. Preguntó: «¿Dónde está su tumba?» Lo llevaron al mausoleo y le mostraron la tumba que se le había levantado. Le dijeron: «¡Ésta es!» Al verla, gritó, se abrazó al sepulcro, rompió a llorar y recitó estos versos:
¡Por Dios, tumba! ¿Han desaparecido sus bellezas? ¿Aquel rostro sonriente se ha descompuesto?
¡Tumba! Tú no eres ni jardín ni firmamento, ¿cómo puedes reunir en ti la rama y la Luna?
El Califa lloró amargamente y permaneció allí una hora. Luego se alejó, muy triste, de la tumba. La señora Zubayda se enteró de que su treta había dado resultado. Dijo al criado: «¡Tráeme la caja!» Se la llevó. Mandó que le trajeran la esclava, la colocó en el interior y dijo al criado: «Procura vender esta caja con la condición de que quien la compre la adquiera sin abrirla; el dinero que obtengas dalo como limosna». El criado se llevó la caja dispuesto a cumplir las órdenes que había recibido. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que hace referencia a Jalifa el pescador. Al hacerse de día, se dijo: «Hoy tengo que trabajar. Lo mejor que puedo hacer es marcharme a ver al eunuco que me compró los peces. Él me ha citado en el palacio Califal». Salió de su casa y se marchó a la sede del Califato. Al llegar a ésta encontró mamelucos y esclavos y criados que estaban de pie o sentados. Los observó y de pronto descubrió al criado que le había comprado el pescado. Estaba sentado, y los mamelucos lo rodeaban dispuestos a servirle. Un paje de los mamelucos interrogó al pescador. El eunuco se volvió a ver de quién se trataba y descubrió a Jalifa. Éste, al darse cuenta de que lo había visto y de que era él mismo le dijo: «¡Rubio! No me he retrasado. Así obran los hombres de palabra». El eunuco, al oír tales palabras, se echó a reír y le dijo: «¡Por Dios! ¡Dices la verdad, pescador!» El criado Sandal quiso darle algo y se echó la mano al bolsillo. De pronto se elevó un gran griterío. El criado levantó la cabeza para ver qué ocurría y distinguió al visir Chafar, el barmekí que salía de visitar al Califa. Al verlo, se puso de pie, se colocó a su lado, y se pusieron a hablar mientras andaban. Jalifa el pescador esperó un rato, pero el tiempo pasaba sin que el eunuco regresara. Harto de esperar, salió a su encuentro y, desde lejos, haciendo señas con la mano, le dijo: «¡Señor mío! ¡Rubio! ¿Dejas que me marche?» El criado tuvo vergüenza de contestar, puesto que se encontraba ante Chafar; siguió hablando con éste, haciendo caso omiso del pescador. Jalifa lo increpó: «¡Tú, pagador moroso! ¡Que Dios cargue de infamia a todas las personas pesadas y a todos aquellos que, después de haberse apoderado de los bienes de la gente, se desentiendan del pago! Te pido protección, señor de la tripa de salvado. Dame lo que me debes para que me vaya». El criado le oyó y quedó avergonzado porque Chafar había oído aquello. Éste había visto al pescador hacer señas y hablar con el criado, pero no entendió bien lo que quería decir. Preguntó al criado: «¡Eunuco! ¿Qué te pide ese desgraciado pedigüeño?» «¿Es que no lo reconoces, señor visir?» «¡Por Dios! No lo recuerdo. ¿De dónde he de conocerlo si acabo de verlo ahora mismo?» «¡Señor mío! Éste es el pescador al que ayer quitamos sus peces en la orilla del Tigris. Yo no pude coger ninguno, y me avergoncé de tener que volver junto al Emir de los creyentes sin nada mientras que todos los mamelucos habían cogido lo suyo. Al llegar a su lado lo encontré en medio del agua rezando a Dios; tenía cuatro peces. Le dije “Dame lo que tienes y cobra su precio”. Al entregarme los peces metí la mano en el bolsillo para pagarle algo. Pero no encontré ni una moneda. Le dije: “Ven a verme mañana al alcázar y te daré algo que pueda aliviar tu pobreza.”. Y ha venido a eso. Tenía metida ya la mano en el bolsillo para pagarle cuando viniste tú, y me he puesto a tu servicio desentendiéndome de él. Así, ha perdido la paciencia. Tal es mi historia y la causa de que ése esté aquí.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el visir, al oír las palabras del eunuco, sonrió y le dijo: «¡Eunuco! ¡Qué! ¿Este pescador viene a verte en un momento en que necesita algo y no lo atiendes? ¿Pero no lo conoces, jefe de los eunucos?» «¡No!» «Pues es el maestro y el socio del Emir de los creyentes. El Califa, nuestro señor, se encuentra con el pecho oprimido, tiene el corazón triste y está preocupado. Sólo este pescador es capaz de distraerlo; no permitas que se marche hasta que yo haya consultado con el Califa y lo haya conducido ante él. Tal vez Dios lo distraiga y lo consuele, mediante Jalifa, por la pérdida de Qut al-Qulub; quizá le dé algo que lo ayude: tú serías la causa de todo ello.» El criado replicó: «¡Señor mío! Haz lo que quieras.
¡Que Dios (¡ensalzado sea!) te conserve como pilar del imperio del Emir de los creyentes! (¡Él haga que dure su sombra y conserve sus ramas y sus raíces!)»
El visir Chafar corrió al lado del Califa. El criado ordenó a los mamelucos que no se separaran del pescador. Entonces, Jalifa el pescador le dijo: «¡Rubio! ¡Qué estupenda es tu generosidad! El que reclamaba ha pasado a ser deudor. Yo he venido a pedirte mi dinero y me encarcelan por los impuestos que no he pagado». Chafar se presentó ante el Califa, al que encontró sentado, con la cabeza baja y el pecho oprimido, pensativo. Salmodiaba estas palabras del Profeta:
Mis censores me exigen que me consuele; pero yo no tengo poder para que mi corazón obedezca más.
¿Cómo podría consolarme del amor de una joven, si no supe tener paciencia cuando se alejó?
No la olvidaré: la copa ha girado en ruedo entre nosotros, y el vino de sus miradas me ha emborrachado.
Chafar, al encontrarse ante el Califa dijo: «¡La paz sea sobre ti, Emir de los creyentes, Protector de los fundamentos de la religión, descendiente del tío del Señor de los enviados (¡Él lo bendiga y lo salve, así como a su familia!)!». El Califa levantó la cabeza y contestó: «¡Sobre ti sean la paz, la misericordia y la bendición de Dios!» Chafar siguió: «¿Concede permiso el Emir de los creyentes para que su siervo hable con libertad?» «¿Desde cuándo se te han puesto impedimentos para hablar siendo, como eres, el señor de los visires? ¡Di lo que quieras!» «Acababa de marcharme de tu lado, señor nuestro, y me dirigía a mi casa. Pero me he encontrado con tu maestro, tu profesor y tu socio, Jalifa el pescador. Estaba perplejo por ti, ante la puerta, y se quejaba. Decía: “¡Gloria a Dios! Yo lo enseñé a pescar. Se marchó por un par de cestas y no regresó. ¿Dónde terminará la sociedad y el respeto que se debe a los maestros?” Si te propones mantener la sociedad, sigue adelante, y, en caso contrario, díselo para que busque otro socio.» El Califa sonrió al oír estas palabras, y se le ensanchó el pecho. Dijo a Chafar: «¡Por tu vida! ¿Es verdad lo que dices de ese pescador? ¿Está esperando en la puerta?» «¡Por vida tuya, Emir de los creyentes! ¡Está esperando en la puerta!» «¡Chafar, por Dios! He de esforzarme en satisfacer lo que le debo: si Dios quiere que mi mano le cause una desgracia, la tendrá; si mi mano le ha de conceder la felicidad, la tendrá.» El Califa cogió una hoja de papel, la partió en pedazos y dijo: «¡Chafar! Escribe con tu mano veinte cifras en dinares, hasta mil; los cargos administrativos y los gobiernos de las provincias, desde el menor de los oficios hasta el Califato; escribe también veinte clases distintas de castigos, desde el más insignificante hasta la muerte». «¡Oír es obedecer al Emir de los creyentes!», replicó Chafar. Escribió en los pedazos de papel tal como se lo había mandado el Califa. Luego éste le dijo: «¡Chafar! ¡Juro por mis puros antepasados, por mis ascendientes Hamza y Aqil, que quiero que comparezca aquí Jalifa el pescador! Le ordenaré que tome una hoja de éstas, cuyo contenido sólo conocemos tú y yo; le daré lo que indique la hoja; si le he de entregar el Califato, yo mismo dimitiré y se lo entregaré sin regatear, pero si he de ahorcarle, cortarle algún miembro o matarlo, también lo haré. ¡Ve! ¡Tráemelo!» Chafar, al oír estas palabras, se dijo: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Tal vez ocurra una desgracia a ese pobre diablo, y yo seré la causa. Pero el Califa ha jurado, y no me queda más remedio que llevarlo a su presencia. Sólo ocurrirá lo que Dios quiera». Fue en busca de Jalifa el pescador y lo cogió de la mano para llevarlo ante el soberano. La razón abandonó la cabeza de Jalifa, el pescador. Se dijo: «¡Qué me habrá traído en busca de este esclavo rubio de mal agüero! Me ha dado a conocer a esta tripa de salvado». Chafar avanzaba sin cesar, precedido y seguido por esclavos y mamelucos. Jalifa se decía: «No bastaba con tenerme prisionero: han de ponerme gente delante y detrás para impedirme que huya». Chafar siguió avanzando cruzó siete pórticos y dijo a Jalifa: «¡Ay de ti, pescador! ¡Vas a encontrarte ante el Emir de los creyentes, ante el defensor de la religión!» Levantó la gran cortina. Los ojos de Jalifa el pescador vieron al Califa sentado en el trono; los grandes del reino estaban de pie, dispuestos a servirle. Al reconocerlo, se acercó a él y le dijo: «¡Bien venido, flautista! No has hecho bien transformándote en pescador y abandonándome luego allí, junto a los peces, mientras tú te ibas para no volver. Antes de que pudiera darme cuenta de ello, se abalanzaron sobre mí mamelucos montados en distintas cabalgaduras, y me arrebataron los peces mientras yo estaba solo. Todo eso me ocurrió por tu culpa. Si hubieses regresado en seguida, con las cestas, habríamos vendido el pescado por cien dinares. Yo he venido a reclamar lo que me deben y me han detenido. ¿Tú también estás detenido aquí?» El Califa se sonrió, levantó la punta de la cortina, sacó la cabeza por debajo y dijo: «¡Acércate y coge una hoja de éstas!» Jalifa el pescador replicó al Emir de los creyentes: «Tú eres pescador, y hoy te has transformado en un astrólogo. Hombre de muchos oficios, pobre seguro». Chafar le dijo: «Coge inmediatamente, sin chistar, una hoja y obedece la orden del Emir de los creyentes». El pescador se adelantó, extendió la mano y dijo: «¡Que este flautista no vuelva a ser mi paje ni a pescar conmigo!» Cogió una hoja y se la entregó al Califa. Exclamó: «¡Flautista! ¿Qué es lo que se me destina? ¡No me ocultes nada!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa la cogió y se la entregó al visir Chafar. Le dijo: «Lee lo que contiene». Chafar la miró y exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» «¡Di lo que has leído!» «¡Emir de los creyentes! La hoja dice que hay que dar cien palos al pescador.» Obedecieron su orden y dieron cien bastonazos a Jalifa. Éste dijo al final: «¡Que Dios maldiga este juego, tripa de salvado! ¿Es que la cárcel y los palos forman parte del juego?» Chafar intervino: «¡Emir de los creyentes! Este desgraciado ha venido al mar, ¿cómo vamos a dejar que se vuelva sediento? Esperamos del espíritu caritativo del Emir de los creyentes que pueda coger otra hoja: tal vez obtenga algo con que pueda marcharse y le sirva de auxilio en su pobreza». El Califa le contestó: «¡Por Dios, Chafar! ¡Si saca una hoja y en ella está escrita la muerte, lo mataré y tú serás la causa!» «Si muere, descansará.» Jalifa le dijo: «¡Que Dios no te conceda jamás una buena noticia! ¿Es que os he hecho imposible la vida en Bagdad para que queráis darme muerte?» Chafar le dijo: «Coge una hoja y pide a Dios (¡ensalzado sea!) que te conceda un bien». Extendió la mano, cogió una hoja y se la dio a Chafar. Éste la tomó, la leyó y se quedó callado. El Califa le preguntó: «¿Qué te ocurre para que te quedes callado, hijo de Yahya?» «¡Emir de los creyentes! En la hoja ha salido que no darás nada al pescador.» «¡Pues no le daremos nada! ¡Dile que se marche!» Chafar intervino: «¡Por tus puros antepasados! Si le permitieras coger otra hoja, tal vez obtuviera algún beneficio». «Pues que coja otra, ¡y basta!» El pescador extendió la mano y cogió la tercera hoja. En ella decía que había que entregarle un dinar. Chafar dijo a Jalifa: «He buscado tu suerte, pero Dios sólo te ha concedido un dinar». El pescador exclamó: «¡Cien palos por un dinar es un gran bien! ¡Que Dios niegue la salud a tu cuerpo!» El Califa rompió a reír. Chafar tomó de la mano a Jalifa y lo sacó.
Al cruzar la puerta lo vio Sandal, el criado, quien le gritó: «¡Pescador! ¡Ven! ¡Danos parte de lo que te ha concedido el Emir de los creyentes, ya que ha bromeado contigo!» Jalifa le replicó: «¡Dices la verdad, rubio! ¿Quieres compartir conmigo, ¡piel negra!, los cien palos que he aguantado y quedarte con el dinar? ¡Quédatelo!» Tiró el dinar al criado y salió; las lágrimas corrían por sus mejillas. El criado, al darse cuenta de la situación en que se encontraba, comprendió que decía la verdad. Se volvió hacia él y gritó a los pajes: «¡Traédmelo!» Se lo llevaron. Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa roja. La abrió y la vació en sus manos: contenía cien dinares de oro. Dijo: «¡Pescador! Este oro es el precio de tus peces. Vete a tus quehaceres». Jalifa se alegró mucho, cogió los cien dinares a más del dinero del Califa y se marchó, sin acordarse ya de los golpes. Pero Dios (¡ensalzado sea!) quería que se realizase lo que tenía dispuesto: Jalifa el pescador cruzó por el zoco de las doncellas y vio un corro en el que había mucha gente. Se dijo: «¿Qué pasará?» Se acercó y cruzó entre la muchedumbre compuesta de comerciantes y otros. Los comerciantes dijeron: «¡Haced sitio al piloto tunante!» Le hicieron un hueco, y Jalifa pudo ver a un anciano que estaba de pie; ante él tenía una caja, y a su lado había un criado sentado. El jeque gritaba y decía: «¡Comerciantes! ¡Hombres ricos! ¿Quién se arriesga e invierte el dinero en esta caja de contenido desconocido? Proviene del palacio de la señora Zubayda, hija de al-Qasim, esposa del Emir de los creyentes, al-Rasid. ¡Que Dios os bendiga! ¿Cuánto dais?» Un comerciante exclamó: «¡Por Dios! Esto constituye un riesgo. Pero diré unas palabras, por las cuales no se me podrá censurar: ¡Me la quedo por veinte dinares!» Otro gritó: «¡Doy cincuenta!» Los comerciantes fueron pujando hasta llegar a los cien. El pregonero gritó: «¡Comerciantes! ¿Alguno de vosotros da más? Jalifa el pescador chilló: «¡Me la quedo por ciento un dinar!» Los comerciantes, al oír las palabras de Jalifa, creyeron que bromeaba. Rompieron a reír, y dijeron: «¡Eunuco! ¡Véndesela a Jalifa por ciento un dinar!» El criado dijo: «¡Por Dios que sólo he de vendérsela a él! ¡Pescador! ¡Que Dios te bendiga! ¡Dame el oro!» Jalifa sacó el dinero y se lo entregó. Concluida la operación, el criado dio como limosna el dinero obtenido en aquel sitio y regresó al alcázar para informar a la señora Zubayda de lo que había hecho. Ésta se alegró. A continuación, Jalifa el pescador cargó la caja sobre sus hombros; dado lo mucho que pesaba, no pudo transportarla. Se la puso encima de la cabeza y se marchó a su barrio. Una vez en éste, se la bajó de la cabeza, completamente extenuado. Se sentó a meditar en lo que le había ocurrido y empezó a decirse: «¡Ojalá supiera lo que contiene esta caja!» Abrió la puerta de su casa, y, como pudo, consiguió meterla y después se las ingenió para abrirla. Pero no lo logró. Se dijo: «Pero ¿cómo se me habrá ocurrido comprar esta caja? Es necesario que la rompa y vea lo que contiene». Removió la cerradura, pero no pudo abrirla. Se dijo: «Lo dejaré para mañana». Se dispuso a dormir, pero no encontró sitio dónde hacerlo, ya que la caja tenía el mismo tamaño de la habitación. Entonces se subió encima y se durmió. Así transcurrió un tiempo. De pronto, algo se movió. Jalifa se asustó, el sueño lo abandonó, y perdió la razón.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Jalifa] dijo: «Parece ser que contiene un genio. ¡Loado sea Dios que ha hecho que no la pudiera abrir! Si la hubiese abierto, me habría acometido en medio de las tinieblas y me habría matado; no habría obtenido ningún bien». Volvió a su sitio y se durmió; la caja se movió de nuevo con más fuerza que la vez anterior. Jalifa se desveló y dijo: «Vuelve a repetirse, y esta vez aterroriza». Corrió a buscar una lámpara, pero no la encontró; además no tenía dinero para comprarla. Salió de la casa y gritó: «¡Gentes del barrio!» Casi todos estaban durmiendo, y se despertaron al oír sus gritos. Preguntaron: «¿Qué te ocurre, Jalifa?» «¡Dadme una lámpara! ¡Los genios me han acometido!» Se rieron de él, pero le dieron la lámpara. La cogió, volvió a entrar en su casa, golpeó la cerradura con una piedra y la rompió. Abrió la caja y apareció una joven que parecía una hurí; dormía en su interior, aletargada por el narcótico, que acababa de vomitar en aquel momento. Se despertó, abrió los ojos y, al notarse aprisionada, se movió. Jalifa, al verla, le dijo: «¡Te conjuro por Dios, señora! ¿De dónde vienes?» La joven abrió sus ojos y le dijo: «Tráeme jazmín y narciso». Jalifa le replicó: «Sólo tengo alheña». La muchacha, al reponerse del todo, se fijó en el pescador y le preguntó: «¿Quién eres? ¿Dónde me encuentro?» «Estás en mi casa.» «¿No estoy en el alcázar del Califa Harún al-Rasid?» «¿Qué dices de al-Rasid, loca? Tú eres mi esclava, y hoy mismo te he comprado por ciento un dinar y te he traído a mi casa; estabas metida en esa caja y dormías.» La esclava, al oír estas palabras, preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» «Me llamo Jalifa; pero, ¿qué hace mi estrella que ahora me es favorable? ¡Jamás he conocido así a mi estrella!» La muchacha se rió y dijo: «Déjate de tonterías. ¿Tienes algo de comer?» «¡Por Dios que no! Y tampoco tengo nada de beber. Llevo dos días que no como nada; ahora mismo necesito un bocado.» «¿Pero no tienes ni un dírhem?» «¡Que Dios conserve esta caja que me ha empobrecido! He gastado en ella cuanto tenía y no me ha quedado ni un céntimo.» La muchacha se echó a reír y le dijo: «Pide algo de comer a tus vecinos, pues tengo hambre». Jalifa salió de su casa y gritó: «¡Gente del barrio!» Estaban durmiendo y se despertaron. Preguntaron: «¿Qué te ocurre, Jalifa?» «¡Vecinos! Tengo hambre, y ahora no dispongo de nada». Uno de ellos le dio un panecillo; otro, una rebanada de pan; un tercero, un pedazo de queso, y otro, un cohombro. Con la falda del traje llena regresó a su casa, y colocó todo ante la muchacha. Le dijo: «¡Come!» La mujer se rió de él y le dijo: «¿Cómo he de comer esto si no tengo un vaso de agua para beber? Temo que se me atragante un pedazo y muera». «Te llenaré de agua esta jarra.» La cogió, corrió al centro de la calle y gritó: «¡Vecinos!» Le replicaron: «¿Qué desgracia te ha ocurrido esta noche, Jalifa?» «¡Vosotros me habéis dado de comer, pero yo tengo sed! ¡Dadme de beber!» Uno le bajó un vaso; el otro, un aguamanil, y otro, un ánfora; así llenó su jarra y volvió a entrar en su casa. Dijo: «¡Señora mía! ¿Necesitas algo más?» «No, no necesito nada más.» «¡Pues habla y cuéntame tu historia!» «¡Ay de ti! Si no me conoces, voy a decirte quién soy: me llamo Qut al-Qulub, y soy la favorita del califa Harún al-Rasid. La señora Zubayda ha tenido celos de mí; me ha narcotizado y me ha metido en esa caja. ¡Loado sea Dios que ha hecho del asunto una cosa fácil y sin consecuencias! Todo esto me ha sucedido a causa de tu buena estrella. No cabe duda de que obtendrás grandes riquezas del Califa al-Rasid, que serán la base de tu enriquecimiento.» «Pero, ¿al-Rasid no es ése en cuyo palacio he estado prisionero?» «¡Sí!» «¡Por Dios! ¡No he visto nunca persona más avara que ese flautista! Es poco desprendido, y carece de entendimiento: ayer me mandó dar cien bastonazos y sólo me regaló un dinar, a pesar de ser yo quien le enseñó a pescar y lo asoció al negocio. Me ha traicionado.» «¡No digas eso, abre los ojos y sé educado cuando vuelvas a verlo! Obtendrás tu deseo.» Jalifa oyó estas palabras como si estuviese soñando; se desveló, y Dios descorrió el velo que ocultaba su perspicacia, con el fin de hacer su felicidad. Dijo: «Estoy a tus órdenes», y añadió: «Te conjuro, por el nombre de Dios, a que duermas». La joven se durmió, y Jalifa hizo lo mismo separado de ella.
Al día siguiente por la mañana, la joven le pidió tintero y papel. Él se los llevó. Ella escribió al comerciante amigo del Califa y lo informó de su situación, de lo que le había ocurrido y de que se encontraba en casa de Jalifa el pescador, el cual la había comprado. Le entregó la hoja y le dijo: «Coge esta carta, llévala al mercado de los joyeros y pregunta por la tienda de Ibn al-Qirnas. Entrégasela y no digas nada». Jalifa replicó: «¡Oír es obedecer!» Cogió la hoja, corrió al zoco de los joyeros y preguntó por la tienda de Ibn al-Qirnas. Le indicaron dónde estaba. Se acercó a él y lo saludó; el otro le devolvió el saludo, vio que el pescador era un ser insignificante y le preguntó: «¿Qué necesitas?» Jalifa le entregó la hoja. La cogió y no la leyó, pues creyó que se trataba de un pobre que pedía una limosna. Dijo a uno de sus criados: «¡Dale medio dirhem!» Jalifa intervino: «¡No necesito limosna, sino que leas la hoja!» La cogió, la leyó y comprendió su contenido. Al darse cuenta de lo que quería decir, la besó y la colocó encima de su cabeza.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se puso de pie y le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Dónde está tu casa?» «¿Qué quieres de mi casa? ¿Te propones ir a ella para robarme la esclava?» «¡No! Quiero comprar algo para que podáis comer los dos.» «Mi casa está en tal calle.» «¡Magnífico! ¡Que Dios no te conceda salud, desgraciado!» Llamó a dos de sus esclavos y le dijo: «Acompañad a este hombre a la tienda de Muhsin el cambista y decidle “¡Muhsin! Dale mil dinares de oro”. Luego volvéis aquí con él». Los dos esclavos acompañaron a Jalifa a la tienda del cambista y dijeron: «¡Muhsin! ¡Da mil dinares de oro a este hombre!» Él se los dio. Jalifa los cogió y regresó con los dos esclavos a la tienda de su señor. Lo encontraron montado en una mula parda que costaba mil dinares; los mamelucos y los pajes estaban a su alrededor; al lado de su montura había otra mula ensillada y embridada. Dijo a Jalifa: «¡En el nombre de Dios! Monta en esta mula». «¡Por Dios que no montaré! ¡Tengo miedo de que me tire!» El comerciante Ibn al-Qirnas, dijo: «¡Por Dios que es necesario que montes!» Jalifa se acercó para subir: se colocó al revés, se agarró a la cola y chilló: el animal lo tiró al suelo. Todos se rieron de él. Se incorporó y le dijo: «¿No te he dicho que no quería montar en un asno tan grande?» Ibn al-Qirnas dejó a Jalifa en el mercado y se marchó a ver al Emir de los creyentes para darle noticias de la esclava. Después regresó y llevó a ésta a su casa. Jalifa volvió a su casa para ver a la esclava. Encontró a todos los vecinos de la calle reunidos. Decían: «Jalifa se encuentra hoy en mala situación. ¡Ojalá supiéramos de dónde le ha venido la esclava!» Otro dijo: «Ése es un alcahuete que está loco. Tal vez la haya encontrado en su camino, ebria, y la ha traído a su casa. Se ha ido al comprender la falta cometida». Mientras así hablaban, llegó Jalifa. Le dijeron: «¿Cuál es tu situación, desgraciado? ¿Es que no sabes lo que te ha ocurrido?» «¡No, por Dios!» «Acaban de llegar los mamelucos, se han apoderado de tu esclava y te han buscado, pero no te han encontrado.» «¿Y cómo me han quitado la esclava?» Uno de los presentes le dijo: «¡Si te llegan a encontrar, te matan!» Jalifa no les hizo caso y regresó a la tienda de Ibn al-Qirnas. Lo encontró montado a caballo. Lo increpó: «¡Por Dios! ¡No está bien lo que has hecho! Me has entretenido mientras enviabas a tus mamelucos a robar mi esclava». «¡Loco! ¡Ven y calla!» Lo llevó consigo a una casa bien construida. Entró con él y halló a la esclava sentada en un estrado de oro; a su alrededor había diez jóvenes que parecían lunas. Ibn al-Qirnas, al verla, besó el suelo. La joven preguntó: «¿Qué has hecho de este mi nuevo señor, que me compró por todo lo que poseía?» «¡Señora mía! Le he dado mil dinares de oro.» Ibn al-Qirnas le refirió, desde el principio hasta el fin, todo lo que le había sucedido con Jalifa. La joven se echó a reír y le dijo: «¡No lo reprendas! ¡Es un infeliz!» Volviéndose hacia el pescador, añadió: «Estos otros mil dinares son un regalo que te hago. Pero si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, obtendrás del Califa lo que ha de enriquecerte». Mientras estaban hablando se presentó un criado del Califa, que iba en busca de Qut al-Qulub, puesto que sabía que estaba en el domicilio de Ibn al-Qirnas; el Califa, al saber lo ocurrido, como no podía pasar sin ella, le enviaba a buscar. La joven se llevó consigo a Jalifa y se presentó al Emir de los creyentes. Una vez ante él, besó el suelo. El soberano salió a su encuentro, la saludó, le dio la bienvenida y le preguntó cómo se había encontrado con su comprador. Ella contestó: «Ese hombre se llama Jalifa el pescador y está esperando en la puerta. Me ha contado que nuestro señor, el Emir de los creyentes, tiene que liquidar con él las cuentas de una sociedad que formaron para la pesca». «¿Y está esperando?» «¡Sí!» El soberano lo hizo entrar. Pasó, besó el suelo ante el Califa e hizo los votos de rigor. El soberano se quedó admirado y luego rompió a reír. Le dijo: «¡Pescador! ¿Ayer fuiste mi socio de verdad?» Jalifa comprendió la intención de estas palabras; haciendo de tripas corazón, replicó: «¡Juro por Aquel que te designó para la sucesión de tu primo, que no la conozco, y que nuestras únicas relaciones han sido las miradas y las palabras!». Y le contó todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. El Califa no hacía más que reírse. A continuación le refirió la historia del criado y lo que le había sucedido con él, y cómo éste le había dado cien dinares además del dinar que le había entregado el propio Califa. Le refirió también cómo había entrado en el mercado y había comprado una caja, cuyo contenido ignoraba, por ciento un dinar. Le contó toda la historia, desde el principio hasta el fin. El Califa se rió y cesó la congoja que sentía. Le dijo: «¡Nosotros te concederemos lo que deseas, pues devuelves los bienes a su legítimo poseedor!» Calló y mandó que entregasen al pescador cincuenta mil dinares de oro, un traje de Corte como sólo tenían los más poderosos califas, y una mula; le regaló esclavos negros para que lo sirviesen y el pescador se convirtió en una especie de rey por su opulencia. El Califa estaba muy contento por el retorno de su esclava y comprendió que todo había sido una maniobra de la señora Zubayda, la hija de su tío.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuarenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa] se enfadó mucho y permaneció largo tiempo apartado de ella, sin ir a visitarla ni demostrarle el menor afecto. Zubayda se dio cuenta de que todo esto le ocurría por el gran enfado que tenía su marido; su rostro perdió el color y palideció. Agotada la paciencia, escribió a su primo, el Emir de los creyentes, pidiéndole perdón y confesando su falta.
Terminaba con los siguientes versos:
Recurro a la satisfacción que teníais para poner fin a mi pena y a mi tristeza.
¡Señores míos! ¡Tened compasión de mi cariño!
¡Basta ya con lo que he recibido de vuestra parte!
¡Oh, amado mío! Mi paciencia se ha agotado con vuestro alejamiento; habéis amargado mi vida, que era tranquila.
Mi vida depende de que cumpláis vuestras promesas; si no las cumplís, moriré.
Sed indulgente, aunque yo haya cometido una falta. ¡Por Dios! ¡Qué dulce es el amado cuando perdona!
Cuando la carta de Zubayda llegó al Emir de los creyentes, éste la leyó, se dio cuenta de que confesaba su falta y de que le había escrito pidiéndole perdón por lo que había hecho. Se dijo: «Dios perdona todos los pecados; Él es indulgente y misericordioso[261]». Le contestó con una carta que contenía palabras de perdón y olvido por lo que había pasado. Zubayda se alegró mucho al recibirla.
El Califa asignó a Jalifa una renta mensual de cincuenta dinares como recompensa, y el pescador ocupó un rango elevado y un puesto de honor y prestigio junto al soberano. Antes de marcharse, Jalifa besó el suelo ante el Emir de los creyentes y salió tranquilamente. El eunuco que le había dado los cien dinares, lo reconoció al cruzar la puerta y le dijo: «¡Pescador! ¿Cómo has obtenido todo esto?» Jalifa le refirió todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. El criado se alegró de haber sido él la causa de su enriquecimiento. Le dijo: «¿No me haces ningún regalo con todos esos bienes que has obtenido?» Jalifa se metió la mano en el bolsillo, sacó una bolsa que contenía mil dinares de oro y se la entregó. El criado le dijo: «¡Quédate con tus bienes y que Dios te los bendiga!» Jalifa quedó admirado de su nobleza, y desprendimiento, a pesar de que era pobre. El pescador dejó al eunuco y salió montado en una mula; los criados lo seguían. Anduvo hasta llegar a su barrio: las gentes lo observaban y se admiraban del alto rango que había alcanzado. Una vez descabalgado, los vecinos se le acercaron y le preguntaron por el origen de su buena suerte. Les refirió todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. Luego compró una casa bien construida, invirtió gran cantidad de dinero en su arreglo y se instaló en ella; recitó estos versos:
Mira esta casa que parece ser el paraíso; disipa las penas y cura al enfermo.
Fue edificada para las más altas cosas, y el bien reside permanentemente en ella.
Una vez instalado en su domicilio, pidió por esposa a la hija de uno de los notables de la ciudad, que era muy bella, y consumó el matrimonio. Vivió con la máxima felicidad, con suerte y bienes siempre en aumento, y en el más completo bienestar. Al verse tan feliz, dio gracias a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) por los grandes dones y los ininterrumpidos favores que le hacía. Se mostró reconocido con su Señor y cantó los siguientes versos:
¡A Ti se te deben las loas, Señor, que das tu gracia sin cesar! Tu generosidad es inmensa, enorme.
A Ti debo yo mis loas; acéptalas, pues me acuerdo de tu generosidad, beneficios y favores.
Me has abrumado con tus dones, presentes y regalos, y ahora te doy las gracias.
Todo el género humano abreva en el mar de tu generosidad; Tú le concedes auxilio en las adversidades.
Tú, Señor, nos has concedido abundantemente las huellas de tus favores; Tú perdonas mis faltas.
¡Por la gracia de Aquel que tiene misericordia de la gente, del Profeta generoso, sincero y puro:
Que la bendición de Dios descienda sobre él, sus auxiliares y su familia, mientras lo visite un peregrino;
Sobre sus nobles compañeros, sabios e ilustres, durante todo el tiempo que cantan en el bosque los pájaros!
Jalifa hizo frecuentes visitas al califa Harún al-Rasid y fue siempre bien recibido; el soberano lo colmaba de regalos y favores. Jalifa siguió viviendo en el más completo bienestar; fue respetado y querido, sus bienes fueron en aumento, su rango, creciendo: su vida fue tranquila y feliz, llena de goces serenos, hasta que se le presentó el destructor de todas las dulzuras, el que separa a los amigos. ¡Gloria a Dios Todopoderoso y Eterno! ¡Él vive eternamente, jamás muere!