—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la vieja le preguntó: «Si te lo traigo ¿vas a reunirle con los niños? Si resulta que éstos no son sus hijos ¿vas a perdonarlo y permitirle que regrese a su país?» La reina al oír estas palabras se enfadó de mala manera y dijo: «¡Ay de ti, vieja de mal agüero! ¿Hasta cuándo vas a intrigar en favor de ese hombre extranjero que se ha atrevido a venir hasta nosotras, que ha levantado nuestro velo y ha visto nuestra situación? ¿Es que él cree que una vez llegado a nuestro país, vista nuestra cara y profanado nuestro honor ha de regresar al suyo sano y salvo para explicar nuestra situación en su país y a sus gentes, transmitiendo nuestras noticias a los reyes de todas las regiones de la tierra? Los comerciantes las difundirían por todas partes diciendo: “Un hombre consiguió entrar en las islas Waq tras cruzar el país de los brujos y de los sacerdotes y hollar las tierras de los genios, de las fieras y de los pájaros regresando salvo”. ¡Esto no ocurrirá jamás! ¡Lo juro por el Creador y Constructor del cielo, por Aquel que alisó la tierra y la extendió, por el Creador de las criaturas, cuyo número conoce, que si no son sus hijos he de matarlo! Yo misma le cortaré el cuello con mi mano». A continuación dio un chillido a la vieja, la cual se cayó de miedo; dio orden al chambelán de que la escoltase con veinte mamelucos y les dijo: «¡Acompañad a esta vieja y traedme inmediatamente al joven que está en su casa!» La anciana salió acompañada por el chambelán y los mamelucos; estaba pálida, sus venas palpitaban. Avanzó hasta su casa y entró a ver a Hasán. Éste, al verla, le salió al encuentro, le besó las manos y la saludó; ella no se lo devolvió. Le dijo: «Ve a hablar con la reina. ¿Es que no te dije: “Vete a tu país y déjate de todo esto”? Tú no escuchaste mis palabras. Te dije: “Te daré cosas que nadie tiene pero vuelve en seguida a tu país”. Pero tú ni me obedeciste ni me escuchaste, al contrario, me contradijiste y preferiste la muerte para ti y para mí. Ahí tienes lo que escogiste: la muerte está próxima. Ve a hablar con esa perversa, desvergonzada, libertina y tirana».
Hasán salió con las ideas deshechas y el corazón triste y amedrantado. Decía: «¡Salvador! ¡Sálvame! ¡Dios mío! ¡Sé indulgente conmigo en aquellas penas que hayas decretado! ¡Oh, el más misericordioso de los misericordiosos! ¡Protégeme!» Desesperando de la vida avanzó escoltado por los veinte mamelucos, el chambelán y la anciana. Se presentaron a la reina. Hasán vio a sus hijos Mansur y Nasir sentados en el regazo de la soberana, quien los trataba con cariño y los distraía. Al verlos los reconoció, dio un alarido y cayó desmayado por la gran alegría que experimentaba.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas quince, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al volver en sí los reconoció; los chiquillos, al ver a su padre, llevados por su gran amor, escaparon del regazo de la reina y corrieron junto a Hasán. Dios, Todopoderoso y Excelso, les concedió la palabra y dijeron: «¡Padre!» La anciana y todos los presentes rompieron a llorar llenos de misericordia y compasión por él. Exclamaron: «¡Alabado sea Dios que os ha reunido con vuestro padre!» Hasán, al volver en sí del desmayo, abrazó a sus hijos y volvió a perder el conocimiento. Al recuperarlo recitó estos versos:
¡Juro que mi alma es incapaz de soportar la separación aunque la unión hubiera de causarme la muerte!
Vuestra imagen me dice: «El encuentro tendrá lugar mañana». Pero ¿viviré yo, a pesar de los enemigos, mañana?
¡Juro por vosotros, señores míos, que desde el día en que os marchasteis, no he vuelto a gozar de la vida!
Si Dios ha decretado que muera por mi amor con vos, moriré por vos como un buen mártir.
Hay una gacela que pace en las entretelas de mi corazón, mientras su figura, como el sueño, huye de mis ojos.
Si ella, en el campo de la ley, negase haber derramado mi sangre, la que hay sobre sus dos mejillas testimoniaría en contra suyo.
La reina, al darse cuenta de que los niños eran sus hijos y la señora Manar al-Sana su esposa, aquella en cuya búsqueda había ido, se enfadó de manera inimaginable.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas dieciséis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nur al-Huda] chilló a Hasán y éste cayó desmayado. Al volver en sí recitó estos versos:
Os marchasteis, pero sois la persona más próxima a mis entrañas; os alejasteis, pero vivís presente en mi corazón.
¡Por Dios! Mi corazón no se inclina hacia nadie más; yo tengo mucha paciencia ante la tiranía del tiempo.
Paso las noches pensando en vuestro amor; en mi corazón hay suspiros y llamas.
Soy un muchacho que no podía soportar ni un
instante la separación. ¿Qué haré ahora que han transcurrido seis meses?
Tengo celos del céfiro que te acaricia; tengo celos por la hermosa mujer.
Hasán cayó desmayado al terminar de recitar estos versos. Al volver en sí se dio cuenta de que le habían sacado arrastrándolo de bruces. Se puso de pie y empezó a andar enredándose en los faldones de su traje; apenas creía que estuviese a salvo después de lo que la reina le había hecho sufrir. Esto dolió a la vieja Sawahi, la cual no pudo hablar a la reina de lo que hacía referencia a Hasán dado el gran enfado de la soberana. Una vez fuera del alcázar, el muchacho echó a andar desorientado, sin saber ni adonde ir, hacia dónde dirigirse ni qué camino tomar. La tierra le pareció angosta a pesar de lo ancha que es; no encontró a nadie que le hablara con afecto, ni que lo consolara; no halló a nadie a quien consultar ni a quien dirigirse en busca de refugio. Creyó que iba a morir, ya que no podía marcharse ni conocía a quien pudiera acompañarlo ni sabía el camino ni podía atravesar de nuevo el Valle de los Genios ni la Tierra de las Fieras ni las islas de los Pájaros. Desesperó de la vida. Rompió a llorar hasta caer desmayado. Al volver en sí pensó en sus hijos, en su esposa, en cómo ésta había llegado junto a su hermana y en lo que podía sucedería por causa de la reina. Se arrepintió de haber llegado hasta esas regiones y por no haber querido escuchar a nadie. Recitó estos versos:
Dejad que mis pupilas lloren por la pérdida de los que amo: es difícil que me consuele mientras mis penas aumentan.
He bebido el vaso de las vicisitudes de la separación hasta el fin. ¿Quién es el que tiene fuerza ante la pérdida de los seres amados?
Habéis extendido entre vos y yo el tapiz de los reproches; ¿cuándo te plegarás, tapiz de los reproches, lejos de nosotros?
Volé mientras vosotros dormíais; asegurabais que yo me había olvidado de vuestro amor, cuando lo único que he olvidado ha sido el olvido.
Mi corazón ansia la unión con vosotros: vosotros sois mis médicos; ¡guardaos de los medicamentos!
¿Es que no veis lo que me ha sucedido con vuestra separación? Me he humillado ante los iguales y los que no lo son.
He ocultado vuestro amor cuando la pasión delataba; mi corazón siempre se ha cocido en el fuego del amor.
Tened piedad y misericordia de mi situación, ya que yo he sido fiel al pacto de amor en secreto y en la confidencia.
¡Ah! ¿Es que crees que el transcurso de los días me reunirá con vos? Sois mi corazón, y mi alma por vos arde.
Mi corazón está herido por la separación. ¡Ojalá nos enviéis noticias de vuestra tribu!
Una vez terminó de recitar los versos siguió andando hasta salir al exterior de la ciudad. Llegó al río y remontó su orilla sin saber hacia dónde iba. Esto es lo que hace referencia a Hasán.
He aquí lo que se refiere a su esposa Manar al-Sana: Al día siguiente de la partida de la anciana se dispuso a emprender el viaje. Cuando ya estaba decidida a salir, llegó el chambelán del rey, su padre. Besó el suelo ante ella…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas diecisiete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el chambelán]… le dijo: «¡Oh reina! Tu padre, el gran rey, te saluda y te pide que te presentes ante él». La joven, acompañada por el chambelán, fue a ver qué deseaba el soberano. Éste la hizo sentar a su lado, encima del estrado, y le dijo: «¡Hija mía! Esta noche he tenido un sueño y estoy asustado por ti, pues temo que como consecuencia de este viaje, caigas en una gran dificultad». «¡Padre mío! ¿Por qué? ¿Qué has visto en sueños?» El rey explicó: «Me ha hecho el efecto de que entrabas en un tesoro. Éste estaba repleto de grandes riquezas, aljófares y muchos jacintos. De todo el tesoro sólo me gustaban siete perlas que eran lo más precioso que había allí. De las siete escogí una: la más pequeña, hermosa y de mayor luz. Me gustaba tanto que la cogí con la mano y salí del tesoro. Una vez cruzada la puerta abrí la mano lleno de alegría y besé la perla. De pronto apareció un pájaro extraordinario que venía de un país lejano, puesto que no se parecía a los del nuestro. Desde el cielo se avalanzó encima mío, me arrebató la perla que tenía en la mano y se alejó por el mismo lugar por donde había llegado. La pena, la tristeza y la angustia hicieron presa de mí; me asusté de un modo inconcebible y me desperté del sueño. Al desvelarme me encontraba triste y afligido por causa de la perla. Llamé inmediatamente a los oneirólogos y a los ocultistas y les conté mi sueño. Me dijeron: “Tienes siete hijas: perderás a la menor, la cual te será arrebatada por la fuerza y sin tu consentimiento”. Tú eres la menor de mis hijas, eres la que más quiero y aprecio… y ahora tú te marchas al lado de tu hermana. No sé lo que te puede hacer. No vayas y vuélvete a tu alcázar». Las palabras del padre, oídas que fueron por Manar al-Sana, hicieron palpitar su corazón, temió que ocurriese algo a sus hijos y bajó la cabeza durante rato. Después miró a su padre y le dijo: «¡Oh, rey! La reina Nur al-Huda ha preparado fiestas en mi honor y espera mi llegada hora tras hora; hace cuatro años que no me ha visto. Si desisto de visitarla se enfadará conmigo. Permaneceré a su lado, como máximo, un mes y después volveré a tu lado. ¿Quién puede recorrer nuestro país y llegar a las islas Waq? ¿Quién puede llegar a la Tierra Blanca y al Monte Negro, alcanzar la isla del alcanfor y a la fortaleza de los pájaros? ¿Cómo podría atravesar el Valle de los Pájaros y después el de las Fieras y el de los Genios y alcanzar nuestras islas? Si un extranjero llegase hasta aquí naufragaría en los mares de la perdición. Tranquilízate y refresca tus ojos en lo que se refiere a mi viaje: no hay nadie que pueda hollar nuestra tierra». Siguió dando razones a su padre hasta que éste le concedió permiso para partir.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas dieciocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey mandó a mil caballeros que la acompañasen hasta el río; debían permanecer en este lugar hasta que llegase a la ciudad y entrase en el alcázar de su hermana. Les ordenó que permaneciesen a su lado hasta que la recogieran y la devolvieran junto a su padre. Luego le aconsejó que sólo permaneciese dos días con su hermana y que regresase inmediatamente. La princesa dijo: «¡Oír es obedecer!» Se puso en pie y salió. Su padre la acompañó para despedirse. Las palabras del padre habían hecho mella en su corazón y temía que sucediera algo a sus hijos. Pero de nada sirve encastillarse contra los embates del destino.
Se puso en camino y durante tres días con sus noches avanzó sin cesar hasta llegar al río. Levantaron las tiendas en la orilla. Después lo cruzó acompañada por algunos pajes y escoltada por su séquito y sus visires.
Al llegar a la ciudad de la reina Nur al-Huda se dirigió al alcázar, se presentó ante su hermana y vio que sus hijos estaban al lado de ésta llorando y gritando: «¡Padre!» Las lágrimas resbalaron de los ojos de la princesa. Estrechó a los chiquillos contra su pecho y les preguntó: «¿Habéis visto a vuestro padre? ¡Ojalá no hubiera existido la hora en que lo abandoné! Si hubiese sabido que aún estaba vivo os hubiese llevado junto con él». Sollozó por sí misma, por su esposo y por el llanto de los niños y recitó estos versos:
¡Amigos míos! A pesar de la distancia y la dureza os amo y me enternezco dondequiera que estéis.
Mi mirada se vuelve en vuestra busca y mi corazón se queja por los días pasados con vosotros.
¡Cuántas noches pasamos libres de angustia, amándonos, gozando de la fidelidad y del cariño!
Nur al-Huda, al ver cómo abrazaba a los niños y decía: «¡Yo hice eso conmigo y con mis hijos arruinando mi familia!», no la saludó y la increpó: «¡Libertina! ¿Cómo tienes esos hijos? ¿Te has casado con alguien sin que lo supiese tu padre o has cometido adulterio? Si es esto último hay que castigarte y si te has casado sin que lo supiéramos nosotros ¿por qué has abandonado a tu esposo llevándote a tus hijos…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas diecinueve, refirió:
—Me he enterado ¡oh rey feliz!, de que [Nur al-Huda prosiguió: »…por qué te has llevado a tus hijos] separándolos de su padre, regresando a nuestro país y ocultándolos? ¿Es que creías que no nos íbamos a enterar? Dios (¡ensalzado sea!) que conoce perfectamente las cosas ocultas nos ha desvelado tu historia y ha puesto al descubierto tu situación mostrando tus vergüenzas». Después ordenó a sus servidores que la detuviesen. La cogieron, Nur al-Huda la cargó con argollas y cadenas de hierros y le dio una paliza muy dolorosa que le desgarró la piel; luego la arrastró tirando de los cabellos y la encerró en la cárcel. Escribió una carta al gran rey, su padre, en la que le contaba toda la historia y le decía:
«Se ha presentado en nuestra tierra un hombre. Mi hermana Manar al-Sana ha confesado que es su esposo legal habiendo tenido, con él, dos hijos; los ha mantenido ocultos ante nosotros y nadie lo hubiese descubierto de no haber llegado ese hombre, ese ser humano; se llama Hasán y nos ha informado que se había casado con mi hermana, la cual vivió en su casa un largo período de tiempo. Después se marchó llevándose los niños sin que él lo supiera. Pero avisó a su madre a la que dijo: “Di a tu hijo, que si tiene nostalgia, que venga a buscarme a las islas Waq”. Encontramos en nuestra tierra a ese hombre y entonces mandé a la vieja Sawahi que trajese a la madre y a los niños. Manar al-Sana se preparó para el viaje, pero yo había ordenado a la vieja que me trajese a los niños antes de que ella llegase. Por tanto se adelantó con éstos; después mandé a buscar al hombre que aseguraba ser su esposo. Al llegar ante mí y ver a los chiquillos los reconoció. Entonces me convencí de que éstos eran sus hijos y Manar al-Sana su esposa; de que las palabras de aquel hombre eran verdad y de que él no había cometido ninguna falta; comprendí que la falta y la culpa recaían sobre mi hermana; temí que nuestra reputación padeciese entre los habitantes de las islas. Cuando esa libertina traidora se presentó ante mí, me enfadé con ella, la azoté de modo doloroso y la arrastré tirando de su cabellos. Te he informado de lo que ocurre, pero es a ti a quien incumbe el asunto. Haremos lo que nos mandes. Tú sabes que nuestra reputación depende de este asunto, pues constituye una ignominia para todos. Si los habitantes de la isla se enteran nos haremos proverbiales ante ellos. Es necesario que nos contestes inmediatamente».
Entregó la carta a un mensajero, el cual se puso en camino. El gran rey, al leerla, se encolerizó enormemente contra su hija Manar al-Sana. Contestó a Nur al-Huda con una carta en la que decía:
«Te entrego el caso a ti y te concedo poder sobre su vida. Si la cosa es tal como dices, mátala sin pedirme consejo».
Al recibir la carta de su padre la leyó y mandó a buscar a Manar al-Sana. Ésta compareció ante ella anegada en su propia sangre, con el cabello recogido, sujeta por una pesada cadena de hierro y cubierta por un vestido de pelo. La colocaron ante la reina. Permaneció quieta, humillada, despreciada. Al verse tan abatida y caída tan bajo meditó en el puesto tan alto que había ocupado y rompió a llorar amargamente. Recitó este par de versos:
¡Señor! Mis enemigos se esfuerzan en perderme y aseguran que no tengo salvación.
Pero espero que Tú hagas vanas sus obras. ¡Señor! Tú eres el refugio de los que temen y esperan.
Siguió llorando hasta caer desmayada. Al volver en sí recitó estos dos versos:
Las vicisitudes se me han hecho familiares y yo misma, después de haberme mantenido apartada, he vuelto a tratarlas, pues quien es generoso es sociable.
Las preocupaciones que me oprimen no son de una clase; gracias a Dios lo son de miles.»
A continuación recitó este par de versos:
¡Cuántas desgracias se abaten sobre el hombre sin que éste pueda hacerles frente! Pero Dios tiene la salida.
Cuando sus argollas iban cerrándose más y más llegó la salvación. Ya había creído que no llegaría.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veinte, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la reina mandó que le llevasen una escalera de madera y ordenó a los criados que la extendieran y la atasen con la espalda apoyada en las escaleras. Extendieron sus brazos y los ataron con cuerdas. Después le descubrieron la cabeza y ligaron los cabellos a la escalera de madera. La piedad había desaparecido del corazón de la reina. Manar al-Sana al verse tan humillada y envilecida gritó y lloró, pero nadie acudió en su auxilio. Dijo: «¡Hermana mía! ¡Qué cruel es tu corazón conmigo! ¿No te apiadas de mí ni de esos niños pequeños?» La dureza de la reina aumentó al oír estas palabras. La injurió y le dijo: «¡Enamoradiza! ¡Desvergonzada! ¡Qué Dios no tenga piedad de quien de ti la tenga! ¿Cómo he de apiadarme de ti, traidora?» Manar al-Sana, estirada como estaba, replicó: «¡Invoco contra ti al señor del cielo ya que me calumnias! ¡Soy inocente! ¡Por Dios! ¡No he cometido adulterio! Me he casado legalmente y mi Señor sabe si lo que digo es cierto o no. La dureza de tu corazón ha indignado al mío ¿cómo me acusas de adulterio sin saberlo? Pero mi Señor me librará de ti. Si esa acusación de adulterio que me haces es verdad ¡que Dios me castigue por ello!» La reina meditó en las palabras que había oído y le replicó: «¿Cómo me diriges ese discurso?» Se acercó a ella y la azotó hasta que perdió el sentido. Le rociaron la cara con agua, al volver en sí, los golpes, las ligaduras apretadas y las injurias sufridas habían marchitado su belleza. La joven recitó este par de versos:
Si he cometido algún pecado y he hecho algo reprobable
Yo me arrepiento por lo pasado y acudo a vos pidiendo perdón.
Nur al-Huda se indignó aún más al oír estos versos. La increpó: «¡Desvergonzada! ¿Aún hablas delante mío y te disculpas, en verso, por las barbaridades que has hecho? Querría devolverte a tu marido para ver tu libertinaje y tu desvergüenza, ya que todavía te vanaglorias de las torpezas, barbaridades y excesos que has cometido». Mandó a los pajes que le llevasen un azote de palma. Se lo entregaron. Se acercó a la víctima, se remangó y empezó a azotarla desde la cabeza hasta los pies; después pidió un látigo anudado de tal modo que si con él se hubiese azuzado a un elefante hubiese emprendido una rápida marcha. Se acercó de nuevo y la azotó por la espalda, en el vientre y en todos sus miembros hasta que perdió el conocimiento.
La vieja Sawahi, al ver lo que hacía la reina, huyó llorando y maldiciéndola. Pero la reina chilló a los criados: «¡Traedmela!» Se avalanzaron sobre ella, la sujetaron y se la llevaron. Mandó que la tendieran en el suelo y entonces dijo a las doncellas: «Arrastradla de bruces y sacadla». La arrastraron y se la llevaron. Esto es lo que a ellas se refiere.
He aquí lo que hace referencia a Hasán: Se cargó de paciencia, anduvo por la orilla del río y avanzó hacia la campiña. Estaba perplejo y afligido y desesperaba de la vida. Aturdido por la dureza de lo que le había sucedido no distinguía la noche del día y avanzaba sin cesar. Así llegó junto a un árbol; había una hoja colgada en él. La cogió, la examinó y vio que tenía escritos estos versos:
He dispuesto tus cosas desde que estabas en embrión dentro del vientre de tu madre.
Hice su corazón tan generoso contigo que hasta te meció en sus brazos.
Nos te bastamos frente a cualquier preocupación
o pena que te aflija.
Ponte en pie y adóranos, pues te conduciremos de la mano a través de tus preocupaciones.
Hasán, al terminar de leer la hoja, quedó convencido de que se salvaría de las dificultades y que conseguiría reunise con los suyos. Dio un par de pasos y se halló solo en un lugar desierto y peligroso en el que no había nadie que le hiciese compañía. La soledad y el miedo le hacían perder el corazón. Ese sitio aterrador hacía temblar a sus miembros. Recitó estos versos:
¡Oh, céfiro de la mañana! Si cruzas por la tierra en que están mis caros, dáles mis más copiosos saludos.
Diles que soy rehén de la pasión y que mi pena está por encima de cualquier otra.
Es posible que el céfiro me traiga su recuerdo y vivifique estos huesos carcomidos.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintiuna, refirió:
—Me he enterado ¡oh rey feliz!, de que siguió andando por la orilla del río; encontró dos niños pequeños que eran hijos de brujos y magos: tenían delante una varita de bronce en que estaban grabados los talismanes; junto a la varita tenían un birrete de piel de tres piezas en el cual se habían grabado en acero los nombres y los sellos. Ambos objetos estaban en el suelo. Los dos niños se pelearon y golpearon por ellos hasta el punto de hacerse sangre. Uno decía: «¡Yo seré el único en tener la varita!» y el otro le replicaba: «¡No! ¡Seré yo!» Hasán se interpuso y los separó. Les preguntó: «¿Por qué os querelláis?» Le contestaron: «¡Oh, tío! Haznos justicia. Tal vez Dios (¡ensalzado sea!), te ha conducido para que juzgues de acuerdo con la verdad». «Contadme vuestra historia y yo sentenciaré.» «Somos hermanos uterinos. Nuestro padre era un mago poderoso que vivía en una cueva de este monte. Al morir nos legó el birrete y la varita. Mi hermano dice: “Yo seré el único en tener la varita” y yo digo: “¡No! ¡Seré yo!” Juzga y líbranos al uno de las manos del otro.» Hasán, una vez oídos, les dijo: «¿Cuál es la diferencia que hay entre la varita y el birrete? ¿Cuál es su poder? Según las apariencias la varita vale seis chudad y el birrete tres». «¡Tú no conoces sus virtudes!» «¿Cuáles son?» «Cada uno de estos objetos tiene poderes ocultos; la varita por sí sola vale tanto como la contribución territorial de todas las islas Waq y lo mismo ocurre con el birrete.» Hasán le dijo: «¡Hijos míos! Os conjuro, por Dios, a que me expliquéis sus virtudes». «¡Tío! Son inmensas. Nuestro padre vivió durante ciento treinta y cinco años mejorando sus cualidades hasta conseguir el máximo de perfección: involucró en ellas secretos ocultos, las utilizó para servicios extraordinarios y las dispuso a semejanza del firmamento que gira y a ellos sometió todos los encantamientos. Cuando hubo concluido de perfeccionarlos le sorprendió la muerte, pues ésta ha de alcanzar, sin remedio, a cada uno de nosotros. El birrete tiene las siguientes propiedades: todo aquel que se lo coloca en la cabeza se hace invisible y nadie lo ve mientras lo tiene puesto; todo aquel que posee la varita gobierna a siete taifas de genios y todos ellos lo obedecen y ejecutan las órdenes y decisiones de quien la tiene; cuando éste golpea con ella el suelo se humillan ante él todos los reyes y todos los genios acuden a servirlo». Hasán, al oír estas palabras, inclinó la cabeza hacia el suelo. Se dijo: «¡Por Dios! Con la varita y el birrete, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quisiera, vencería. Además, ahora, yo tengo más derecho que ellos a poseerlos. He de idear el modo de conseguirlos para poder emplearlos en mi salvación y en la de mi esposa y mis hijos de las manos de esta reina injusta. Nos marcharemos de este lugar depresivo en el cual no hay ningún ser humano y del cual no se puede escapar. Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) me ha conducido hasta estos dos niños para que me apodere de la varita y el birrete». Levantó la cabeza y les dijo: «Si queréis que yo zanje la cuestión he de imponeros una prueba. Quien venza a su compañero se quedará con la varita y el que pierda cogerá el birrete. Sólo después de haberos examinado y puesto a prueba sabré lo que merece cada uno de vosotros». «¡Tío! Te encomendamos que nos examines, nos pongas a prueba y juzgues lo que bien te parezca.» Hasán les preguntó: «¿Me haréis caso y estaréis conformes con mis palabras?» «Sí.» «Cogeré una piedra y la tiraré; aquel de vosotros que consiga llegar primero hasta ella y que la coja antes que su compañero, recibirá la varita; el que quede atrás y no la consiga tendrá el birrete.» «Aceptamos tus palabras y estamos conformes.» Hasán cogió una piedra y la lanzó con tanta fuerza que se perdió de vista. Los dos muchachos echaron a correr. En cuanto se alejaron, Hasán cogió el birrete y se lo puso, tomó la varita en la mano y se marchó del sitio en que estaba para comprobar si eran verdad sus palabras acerca de los secretos de su padre. El chico más pequeño ganó la carrera, cogió la piedra y regresó al sitio en que se encontraba Hasán. Pero no vio ni rastro de éste. Gritó a su hermano: «¿Dónde está el hombre que hacía de juez entre nosotros?» El otro replicó: «No lo veo; no sé si ha subido al cielo altísimo o ha descendido al fondo de la tierra». Los dos le buscaron, pero no le vieron, mientras Hasán seguía inmóvil en su sitio. Se insultaron el uno al otro y exclamaron: «La varita y el birrete se han perdido; no es ni tuya ni mío. Nuestro padre nos había dicho estas mismas palabras pero tú y yo hemos olvidado sus advertencias». Ambos volvieron sobre sus pasos.
Hasán, con el birrete en la cabeza y la varita en la mano, entró en la ciudad sin que nadie le viera. Penetró en el alcázar y se dirigió al sitio en que estaba Sawahi Dat al-Dawahi. Entró con el birrete puesto y la vieja no lo vio; siguió avanzando y llegó a un estante repleto de vidrio y porcelanas chinas que estaba encima de la cabeza de la anciana. Lo tiró con la mano al suelo. Sawahi Dat al-Dawahi chilló y se abofeteó la cara. Se puso de pie, volvió a colocar en su sitio todo lo que había caído y se dijo: «¡Por Dios! Creo que la reina Nur al-Huda me ha enviado un demonio que es el que me ha hecho esta faena. ¡Ruego a Dios (¡ensalzado sea!) que me libre de ella y me salve de su enojo! ¡Señor mío! Si ella ha hecho tanto mal, azotando y maltratando a su hermana, que tan cara es a su padre ¿qué hará con aquel que le es extraño, como es mi caso, cuando se enfade?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintidós, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sawahi prosiguió:] «¡Te conjuro, demonio, en nombre del Compadeciente, el Generoso, el Todopoderoso, el Omnipotente creador de hombres y genios, en nombre del que ha grabado el anillo de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) a que me hables y me contestes!» Hasán dijo: «Yo no soy un demonio, sino Hasán, el enamorado, el amante, el perplejo». Se destocó la cabeza y se apareció a la anciana, la cual le reconoció. Se lo llevó aparte y le preguntó: «¿Qué te ha pasado en la cabeza para venir hasta aquí? ¡Vete! ¡Escóndete! Si esa desvergonzada ha infligido a tu esposa el castigo que la ha infligido a pesar de ser su hermana, ¿qué hará si te coge?» A continuación le refirió todo lo que había sucedido a su esposa y los tormentos y angustias que pasaba; le contó también el castigo que ella misma había sufrido. Añadió: «La reina se ha arrepentido de haberte dejado en libertad y ha despachado un mensajero para que te lleve ante ella; lo recompensará con un quintal de oro y le concederá el cargo que yo desempeñaba; ha jurado que cuando tú vuelvas te matará junto con tu esposa y tus hijos». La anciana rompió a llorar y mostró a Hasán lo que la reina le había hecho. Hasán la acompañó en el llanto y le dijo: «¡Señora mía! ¿Cómo escapar de estas regiones y de esta reina injusta? ¿Qué medio he de emplear para salvar a mi mujer y a mis hijos y regresar, después, a mi país?» «¡Ay de ti! ¡Escapa tú solo!» «¡No! He de salvar a mi mujer y a mis hijos aunque sea en contra de la voluntad de la reina.» «¿Cómo podrás librarlos a la fuerza? Vete y escóndete, hijo mío, hasta que Dios (¡ensalzado sea!) te conceda algún medio.» Hasán le enseñó la varita de cobre y el birrete. La anciana, al verlos, se alegró muchísimo y exclamó: «¡Gloria a Aquel que hace resucitar a los huesos cuando ya son carroña![258] ¡Por Dios, hijo mío! Tú y tu mujer estabais bien muertos, pero ahora, hijo mío, os habéis salvado los dos junto con tus hijos. Yo reconozco la varita y sé quién es su autor. Él fue mi maestro en brujería. Era un gran sabio que empleó ciento treinta y cinco años en terminar la varita y el birrete. Una vez los hubo perfeccionado, le llegó la muerte, que acude sin remedio. Le oí decir a sus hijos: “¡Hijos míos! Estos dos objetos no harán vuestra fortuna, pues vendrá un extranjero y os los arrebatará por la fuerza sin que sepáis cómo”. Le preguntaron: “¡Padre! ¡Dinos cómo llegará a arrebatárnoslos!” Les contestó: “No lo sé”». La anciana siguió: «¡Hijo mío! ¡Dime cómo llegaste a apoderarte de ellos!» Hasán le explicó cómo se los había quitado a los dos muchachos. La anciana, al oírlo, se alegró y le dijo: «Como tu esposa y tus hijos están en tu poder oye lo que te voy a decir: yo no puedo continuar junto a esta desvergonzada después de haberme dado tormento. Yo me marcharé a la cueva de los brujos y viviré con ellos hasta la muerte. Tú, hijo mío, ponte el birrete y empuña la varita. Preséntate ante tu esposa y tus hijos en el lugar en que están ahora; golpea el suelo con la varita y di: “¡Servidores de estos nombres!” Éstos se presentarán ante ti. Cuando aparezca uno de los jefes de las tribus mándale lo que desees y prefieras». Hasán se despidió de la anciana, se puso el birrete, cogió la varita y entró en el lugar en que se encontraba su esposa: la vio carente de todo, sujeta a la escalera y con los cabellos atados a ésta; lloraba, tenía el corazón triste, se encontraba en el peor de los estados y no sabía por dónde escapar con sus hijos que jugaban al pie de la escalera. Los miraba y lloraba por lo que le había ocurrido, por los tormentos y golpes dolorosos que había soportado. Cuando la vio en tan mala situación recitó estos versos:
No queda más que un aliento que tremola y un ojo cuya pupila está apagada.
Y un amante en cuyas entrañas arde el fuego aunque él calle.
El censor se apiada por lo que ve ¡ay de aquel de quien se apiada el que injuria!
Hasán, al ver el tormento, la humillación y la ignominia en que se encontraba su esposa rompió a llorar hasta caer desmayado. Al volver en sí y ver cómo jugaban sus hijos y al darse cuenta de que su madre se había desmayado por el gran dolor que sentía, se quitó el birrete de la cabeza. Los niños gritaron: «¡Padre!» Él volvió a ponérselo al tiempo que sus gritos hacían volver en sí a la mujer. Ésta no pudo verlo; los niños lloraban y gritaban: «¡Padre!» La madre, al oír que se acordaban del padre y lloraban, notó que el corazón se le desgarraba y que sus entrañas se hendían. Desde el fondo de sus entrañas, con el corazón dolorido, exclamó: «¿Dónde estáis? ¿Dónde está vuestro padre?» Después, acordándose del tiempo en que había permanecido con los seres amados y pensando en lo que le había ocurrido tras su marcha, rompió a llorar tan amargamente que las lágrimas resbalaron sobre sus mejillas, las ulceraron y fueron a empapar el suelo; la gran cantidad de lágrimas le anegaban la cara y como no tenía libres las manos para secárselas, las moscas se saciaban sobre su piel. La pobre mujer no tenía más recurso que el llanto ni otro consuelo que el de recitar versos. Recitó los siguientes:
Recuerdo el día de la separación después de alejarme de quien me despidió; las lágrimas corrían a ríos a mi alrededor.
El camellero de la caravana entonó la hida pero yo no encontré ni paciencia ni consolación n el corazón se quedó conmigo.
Regresé sin saber el camino; no me recuperé n de la angustia ni del dolor ni de la pasión.
Pero lo más doloroso fue que a mi regreso se me acercó un malvado de aspecto humilde.
¡Oh, alma! Ya que el amado ha partido, abandona las dulzuras de la vida y no ansíes la vida eterna.
¡Amigo mío! Escucha la historia de mi amor, que tu corazón oiga lo que digo:
Yo cuento mi pasión que va engarzada a hechos prodigiosos, maravillosos, hasta el punto que parece que yo sea al-Asmaí.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintitrés, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la mujer se volvía a derecha e izquierda para ver cuál era la causa de los gritos y de las llamadas de los dos niños a su padre. Pero no vio a nadie: quedó extrañada de que sus hijos llamaran al padre en ese momento. Esto es lo que a ellos se refiere.
He aquí lo que hace referencia a Hasán: Al oír recitar los versos cayó desmayado y las lágrimas corrieron por sus mejillas como si fuesen lluvia. Se acercó a los chiquillos y se quitó el birrete. Al verlo le reconocieron y gritaron: «¡Padre!» Al oírles mencionar a su padre, la mujer rompió a llorar y exclamó: «¡No hay subterfugio que permita escapar al decreto de Dios!», y se dijo: «¡Qué maravilla! ¿Cuál será la causa que les hace acordarse y llamar a su padre en este momento?» Rompió a llorar y recitó estos versos:
El país ha quedado privado de la lámpara que surgió. ¡Pupilas mías! ¡Sed generosas al derramar las lágrimas!
Se marcharon. ¿Cómo podré tener paciencia después de su partida? ¡Juro que no me quedan ni corazón ni paciencia!
¡Oh, viajeros! En mi corazón está su morada. ¡Señores míos! ¿Es que después de esto regresaréis?
¿Qué mal ocurriría si regresasen y yo pudiese disfrutar de su compañía y ellos se apiadasen de mis lágrimas y mis sufrimientos?
El día de la partida se nublaron mis ojos pero —¡oh, maravilla!— no por eso se apagó lo que ardía en mis costillas.
Quería que se quedasen, pero no pude seguir a su lado y mis deseos fueron defraudados por la separación.
¡Por Dios, amados nuestros! ¡Volved a nuestro lado! Ya basta con las lágrimas que he derramado.
Hasán ya no pudo soportar más: se quitó el birrete de la cabeza. Su esposa lo vio, lo reconoció y dio un grito que conmovió a cuantos estaban en el alcázar. A continuación preguntó: «¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Has bajado del cielo o has salido del suelo?» Los ojos se le llenaron de lágrimas y Hasán también lloró.
Ella le dijo: «¡Hombre! No es éste el momento de llorar ni de hacernos reproches. Se ha cumplido el destino; los ojos humanos son ciegos y la pluma escribe lo que Dios decreta para el futuro. ¡Te lo suplico por Dios! ¡Vete por donde viniste y ocúltate para que nadie te vea! Si mi hermana se entera nos degollará a los dos». Hasán le replicó: «¡Señora mía! ¡Señora de todas las reinas! Yo he arriesgado mi vida para llegar hasta aquí; por tanto o muero o te salvo de la situación en que te encuentras. Tú, los niños y yo regresaremos a nuestro país por más que pese a esa desvergonzada de tu hermana». La joven, al oír estas palabras, sonrió, rió, meneó la cabeza largo rato y le replicó: «¡Alma mía! Sólo Dios (¡ensalzado sea!) podrá salvarme de la situación en que me encuentro. Ponte a salvo, vete y no te arrojes a la perdición. Ésta posee un ejército en marcha al que nadie puede hacer frente. Pero supon que me coges y me sacas de aquí: ¿cómo llegarás a tu país y escaparás de éstas y de las dificultades de estos lugares? Al venir ya has visto los prodigios, maravillas, terrores y penalidades que existen y de los cuales no escaparía ni un genio rebelde. Vete en seguida y no añadas pena a mis penas ni preocupación a mis preocupaciones; no pretendas librarme de esto, pues ¿quién podrá conducirme a tu país a través de estos valles, de estas tierras desiertas y de estos sitios aterradores?» Hasán le replicó: «¡Por tu vida, luz de mis ojos! No saldré de aquí ni me pondré en viaje si no es contigo». «¡Hombre! ¿Cómo podrás hacerlo? ¿De qué raza eres? No sabes lo que dices: aunque fueses señor de genios, efrites, brujos, clanes y servidores, no podrías escapar de estos lugares. Sálvate tú solo y déjame. Tal vez Dios traiga otros acontecimientos después de éstos.» Hasán le replicó: «¡Señora de las bellas! Yo he venido aquí a salvarte con el auxilio de esta varita y este birrete», y, a continuación le refirió toda la historia de los dos muchachos. Mientras él hablaba llegó la reina y oyó su conversación. Él, al verla, se puso el birrete. Aquélla dijo a su hermana: «¡Desvergonzada! ¿Con quién hablabas?» «¿Quién hay aquí para hablar si no son los niños?» La reina empuñó el látigo y la azotó. Hasán permanecía inmóvil mirándola. Los azotes siguieron hasta que la víctima se desmayó. La reina mandó que la trasladasen desde aquel sitio a otro. La desataron y la transportaron a otro lugar. Hasán los acompañó. Los carceleros la dejaron desmayada en su nueva habitación y se quedaron allí contemplándola. Al volver en sí recitó estos versos:
Me he arrepentido tan completamente de mi separación que mis párpados derraman raudales de lágrimas.
He hecho voto de que si el tiempo vuelve a reunirme con el amado jamás mi lengua volverá a pronunciar la palabra «separación».
Diré a los envidiosos: «¡Morid de pena! ¡Por Dios, yo ya he alcanzado mi deseo!»
La alegría desbordó en mí hasta el punto de hacerme llorar.
¡Ojo! ¿Por qué te has acostumbrado al llanto? Derramas lágrimas de alegría y de tristeza.
Las esclavas se marcharon cuando hubo terminado de recitar sus versos. Entonces, Hasán, se quitó el birrete y su esposa le dijo: «¡Hombre! Observa que me ocurre todo esto por haberte desobedecido, no haber hecho caso de tu orden y haber salido sin tu permiso. Te pido por Dios, ¡oh hombre!, que no me reprendas por mi culpa. Sabe que la mujer no conoce el valor del hombre hasta que se encuentra separada de él. Yo he cometido una falta y he pecado, pero pido perdón a Dios, el Grande, por todo lo que hice. Si Dios nos reúne no volveré a desobedecer tus órdenes jamás».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veinticuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Hasán, que tenía el corazón dolorido por su causa, le contestó: «Tú no cometiste falta alguna. Quien la cometió fui yo al irme de viaje y dejarte confiada a quien ni conocía tu valor ni sabía tu rango ni tu posición. Pero sabe, amada de mi corazón, fruto de mis entrañas, luz de mis ojos, que Dios (¡exaltado sea!) me ha concedido poder para ponerte en libertad, ¿quieres que te haga llegar a casa de tu padre y recibir de él lo que Dios te haya decretado o marchar directamente a nuestra tierra, allí donde fuiste feliz?» «¿Quién puede salvarme si no es el Señor de los cielos? Regresa a tu país y abandona tus deseos; tú desconoces los peligros de estas regiones. Si no me obedeces, verás.» A continuación recitó estos versos:
En mí y alrededor mío está la satisfacción que deseas. ¿Por qué me miras enfadado y te apartas?
Lo sucedido, el amor que antes nos unía, no puede ser olvidado ni destruido.
El calumniador se ha mantenido lejos de nosotros, pero cuando descubrió indicios de ruptura se presentó.
Estoy seguro de que piensas bien de mí aunque el calumniador ignorante diga e incite.
Callaremos y custodiaremos el secreto que entre nosotros existe, aunque la espada de la injusticia se desenvaine.
Paso toda mi jornada observando; tal vez un mensajero tuyo me traiga el consuelo.
Ella y los niños rompieron a llorar. Las esclavas, al oír el llanto entraron y vieron a la reina Manar al-Sana llorando junto con sus hijos, pero no consiguieron descubrir a Hasán que estaba a su lado. Las jóvenes, llenas de compasión, rompieron también a llorar y maldijeron a la reina Nur al-Huda.
Hasán esperó hasta la noche; los guardianes encargados de la custodia de su esposa fueron a acostarse. Entonces se ciñó el cinturón, se acercó a su esposa, la desató, la besó en la cabeza, la estrechó contra el pecho y la besó en la frente. Le dijo: «¡Cuán largamente hemos deseado estar en nuestro país y conseguir nuestra reunión allí! ¿Estamos juntos en sueños o despiertos?» Él cogió al niño mayor y ella al menor. Salieron del alcázar y Dios corrió un velo a su alrededor. Marcharon, salieron del alcázar y llegaron hasta la puerta que daba al serrallo de la reina. Vieron que estaba cerrada. Hasán exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos!» Los dos desesperaron de llegar a salvarse. Hasán exclamó: «¡Oh, Tú que disipas las penas!»; dio una palmada y siguió: «Todo lo había imaginado y previsto sus consecuencias excepto esto. Cuando se haga de día nos detendrán. ¿Qué hay que hacer en este caso?» A continuación Hasán recitó este par de versos:
Tuviste una buena opinión del transcurso de los días mientras éstos fueron favorables y no temiste las desgracias que trae el destino.
Las noches te fueron favorables y te engañaste: tras la serenidad de las noches llega la desgracia.
Hasán y su esposa rompieron a llorar; ésta derramaba lágrimas por la humillación en que se encontraba y por los dolores que el destino le había reservado. Hasán se volvió hacia su mujer y recitó estos dos versos:
El destino me hace frente como si yo fuese su enemigo; cada día me aflige con una desgracia.
Si busco el bien me trae lo contrario; si un día me favorece al día siguiente me trae una desgracia.
Recitó, además, este par de versos:
El destino está en contra mío sin saber que yo estoy bien alto y que las calamidades me son leves.
Mientras paso la noche me muestra cómo es su enemistad pero, mientras él la pasa, yo le enseño cómo es la verdadera paciencia.
La esposa le dijo: «¡Por Dios! No tenemos más escapatoria que la de matarnos; así descansaremos de tan grandes fatigas; de lo contrario tendremos que soportar dolorosos tormentos». Mientras así hablaban se oyó una voz que decía desde el otro lado de la puerta: «¡Por Dios! No te abriré la puerta, mi señora Manar al-Sana ni a ti ni a tu esposo Hasán a menos de que me obedezcáis en lo que os diré». Los dos se callaron al oír estas palabras y quisieron alejarse del lugar en que se encontraban. La misma voz siguió: «¿Qué os ocurre que os calláis y no me contestáis?» Entonces, por la voz, reconocieron que era la anciana Sawahi Dat al-Dawahi la que les hablaba. Replicaron: «Haremos cualquier cosa que nos mandes, pero ábrenos la puerta, pues no es éste el momento de hablar». «¡Por Dios! ¡No os abriré hasta que no me hayáis jurado que me llevaréis con vosotros y que no me dejaréis en poder de esta desvergonzada! El daño que os ha hecho también me lo ha hecho a mí. Si os salváis me salvaré y si perecéis, pereceré. Esa depravada, perversa, me desprecia y me atormenta a cada instante por vuestra causa. Tú, hija mía, sabes mi valor.» Una vez la hubieron reconocido, se tranquilizaron y juraron para tranquilizarla. Después que hubieron prestado juramento solemne, les abrió la puerta y salieron. Encontraron a la anciana montada en una jarra, griega hecha de arcilla roja. En el cuello de la jarra estaba atada una cuerda de palma que giraba debajo y que corría más que una potra del Nachd. Se acercó a ellos y les dijo: «Seguidme y no temáis nada. Conozco cuarenta capítulos de magia, el más pequeño de los cuales me permitiría transformar esta ciudad en un mar encrespado, cuyas olas entrechocasen; o embrujar a esa mujer transformándola en un pez. Y todo esto antes de la llegada de la aurora. Pero yo no puedo hacer ese daño por temor del rey, su padre, y por respeto a sus hermanas, ya que éstos son poderosos por el gran número de servidores, clanes y criados de que disponen. Pero os haré ver los prodigios de mi magia. Andad a mi lado con la bendición y el auxilio de Dios (¡ensalzado sea!).» Hasán y su esposa se alegraron y estuvieron seguros de que iban a salvarse.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veinticinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que una vez fuera de la ciudad Hasán empuñó la varita, golpeó el suelo con ella y haciendo acopio de valor dijo: «¡Servidores de estos nombres! Acudid y hacedme conocer a vuestros hermanos». La tierra se hendió y salieron diez efrites; cada uno de ellos tenía los pies en el fondo de la tierra y la cabeza en las nubes. Besaron el suelo tres veces consecutivas ante Hasán y dijeron todos a la vez: «¡Henos aquí, señor nuestro! Escucharemos y ejecutaremos cualquier cosa que nos mandes; si lo quieres podemos secar los mares y trasladar los sitios de su lugar». Hasán se alegró de lo que decían y de lo rápidamente que habían contestado. Cobró ánimos y se decidió. Les preguntó: «¿Quiénes sois? ¿Cómo os llamáis? ¿A qué tribu, clan y grupo pertenecéis?» Besaron otra vez el suelo y contestaron todos a la vez: «Somos siete reyes y cada uno de nosotros gobierna siete tribus de genios, demonios y marides; somos siete reyes, pero gobernamos cuarenta y nueve tribus que tienen toda clase de genios, demonios, marides, clanes, servidores que vuelan y que bucean; que habitan las montañas, las campiñas, los desiertos y los mares. Mándanos lo que quieras, pues nosotros somos tus criados y tus esclavos; todo aquel que es dueño de esta varita es nuestro dueño y nosotros nos debemos a él». Hasán, su esposa y la anciana se alegraron muchísimo al oír estas palabras. Entonces Hasán dijo a los genios: «Quiero que me mostréis vuestros clanes, ejércitos y servidores». «¡Señor nuestro! Tenemos reparos en mostrarte, a ti y a tus acompañantes, a nuestros vasallos. Éstos forman ejércitos numerosos, tienen formas diversas; colores, caras y cuerpos muy distintos: unos tienen cabeza sin cuerpo y otros cuerpo sin cabeza; unos se parecen a los animales y otros a las fieras. Pero si lo deseas te los mostraremos empezando por los que tienen aspecto de animal. ¡Señor mío! ¿Qué es lo que quieres ahora de nosotros?» «Que me llevéis a mí, a mi mujer y a esta mujer pía a Bagdad sin pérdida de tiempo.» Al oír estas palabras bajaron la cabeza. Hasán les preguntó: «¿No contestáis?» Replicaron todos a la vez: «¡Oh, señor que nos gobiernas! En la época de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!), juramos que no transportaríamos sobre nuestra espalda a ningún hijo de Adán. Desde entonces no hemos transportado a ningún hombre ni sobre nuestra espalda ni sobre nuestros hombros. Pero ahora mismo vamos a ensillar caballos de genios para que te transporten a ti y a quienes te acompañan, hasta tu país». Hasán les preguntó: «¿Qué distancia nos separa de Bagdad?» «Siete años para un jinete hábil.» Hasán quedó admirado y les dijo: «¿Y cómo he podido llegar yo aquí en menos de un año?» «Porque Dios ha hecho que el corazón de los hombres puros se apiadara de ti. De no haber sido así no hubieses llegado ni a estas regiones ni a este país y jamás lo hubieses visto con tus propios ojos. El jeque Abd al-Quddus te hizo montar en un elefante y el corcel afortunado recorrió contigo, en tres días, el camino en que un jinete experto hubiese empleado tres años. El jeque Abu-l-Ruways te confió a Dahnas y éste, en un día y una noche, recorrió la distancia de tres años. Todo esto ha sido así debido a la bendición de Dios, el Grande, ya que el jeque Abu-l-Ruways es de la estirpe de Asaf b. Barjiya y conoce el gran nombre de Dios. Además, desde Bagdad hasta el palacio de las muchachas hay un año; es decir, siete en total.» al oír Hasán estas palabras quedó admirado y exclamó: «¡Gloria a Dios que hace fáciles las cosas difíciles, que reúne lo que está roto, acerca al que está lejos y humilla a todo tirano prepotente, que nos ha hecho fáciles todas las cosas, que me ha traído hasta este país y me ha sometido todos estos seres reuniéndome con mi esposa y con mis hijos! Ignoro si estoy dormido o despierto, si estoy sereno o embriagado». Dirigiéndose a ellos les preguntó: «Una vez me hayáis instalado a lomo de vuestros caballos ¿en cuántos días llegaré a Bagdad?» «Llegarás en menos de un año después de haber pasado apuros, penalidades y terrores; después de haber cruzado valles estériles, desiertos vírgenes y numerosos territorios. Pero, señor mío, no podemos garantizarte frente a los habitantes de estas islas…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintiséis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los genios le contestaron: »…no podemos garantizarte frente a los habitantes de estas islas] ni frente a la maldad del gran rey ni la de estos brujos y sacerdotes. Puede ser que nos venzan y os saquen de nuestro poder. Lo sentiríamos. Todos aquellos que se enterasen de esto nos dirían: “Vosotros tenéis la culpa, ¿cómo os atrevisteis a desafiar al gran rey y sacasteis del país seres humanos entre los cuales se encontraba su hija?” Si fueses tú solo la cosa nos sería fácil. Pero aquel que te hizo llegar hasta estas Islas puede devolverte a tu país y reunirte con tu madre en breve. Ten valor, confía en Dios y no temas. Estaremos a tu disposición hasta que consigas llegar a tu país». Hasán les dio las gracias y les dijo: «¡Que Dios os recompense con bien! ¡Apresuraos a traernos los caballos!» «¡Oír es obedecer!», replicaron. Dieron unas patadas en el suelo y éste se abrió. Desaparecieron un instante y regresaron con tres caballos ensillados y embridados; en el arnés de cada silla había una alforja; un lado contenía una cantimplora llena de agua y el otro estaba repleto de provisiones. Les acercaron los caballos y Hasán montó en uno colocando delante de él a un niño. La madre montó en el segundo corcel y colocó delante al otro muchacho; la vieja se apeó de la jarra y montó en el tercero. Después se pusieron en camino. Avanzaron sin parar durante toda la noche hasta que apareció la aurora, abandonaron el camino y se internaron por el monte mientras su lengua no paraba de mencionar el nombre de Dios. Viajaron durante todo el día faldeando la montaña. Mientras andaban, Hasán vio frente a él algo que parecía ser una enorme columna de humo que ascendía hacia el cielo. Recitó una parte de El Corán y buscó refugio en Dios frente al demonio lapidado. Aquella cosa negra se veía mejor conforme se acercaba. Al llegar a sus inmediaciones vieron que era un efrit cuya cabeza parecía ser una cúpula enorme; los colmillos eran garfios; las narices, aguamaniles; las orejas, adargas; la boca, una caverna; los dientes, columnas de piedra; las manos, horquillas; los pies, mástiles de un buque; tenía la cabeza en las nubes y los pies se hundían en el suelo, debajo de la tierra. Hasán, al ver al efrit, se inclinó y besó el suelo ante él. Le dijo: «¡Hasán! ¡No temas! Soy el jefe de esta tierra, de la primera de las islas Waq. Soy musulmán y profeso la unidad de Dios. Oí hablar de vosotros y me enteré de vuestra llegada. Cuando me informé de vuestra situación tuve ganas de abandonar el país de los brujos y marcharme a otra parte, despoblada, lejos de la tierra de los hombres y de los genios, para vivir yo solo en ella y consagrarme a Dios hasta que me llegue el plazo. Deseo acompañaros y ser vuestro guía hasta que abandonéis estas islas. Yo sólo me muestro de noche. Tranquilizad vuestros corazones por lo que a mí se refiere, pues al igual que vosotros soy musulmán». Hasán se alegró muchísimo al oír las palabras del efrit y se convenció de que se salvarían. Volviéndose hacia él le dijo: «¡Que Dios te recompense con bien! Ven con nosotros con la bendición de Dios». El efrit se puso en cabeza y empezó a hablar y bromear tranquilizando el pecho y distrayendo a los viajeros. Hasán explicó a su esposa todo lo que le había sucedido y cuánto había sufrido. Avanzaron sin descanso durante toda la noche…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintisiete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los caballos marchaban como el relámpago cegador. Al aparecer el día, cada uno metió la mano en la alforja: sacó algo de comer y agua para beber. Siguieron avanzando rápidamente, sin detenerse: el efrit que los precedía abandonó el camino y tomó otro apenas hollado que bordeaba la orilla del mar. Continuaron cruzando valles y desiertos por espacio de un mes entero. El día trigésimo primero vieron levantarse una polvareda que ocultaba todas las regiones y apagaba la luz del día. Hasán palideció al verla; oyeron un ruido atronador. La anciana se volvió hacia Hasán y le dijo: «¡Hijo mío! ¡Es el ejército de las islas Waq que nos da alcance! Ahora mismo van a capturarnos». Hasán preguntó: «¿Qué haré, madre mía?» «¡Golpea el suelo con la varita!» Así lo hizo. Los siete reyes comparecieron, lo saludaron y besaron el suelo ante él. Le dijeron: «¡No temas ni te entristezcas!» Estas palabras alegraron a Hasán. Les replicó: «¡Magnífico, señores de los genios y de los efrites! ¡Os ha llegado la hora!» «¡Sube con tu esposa, tus hijos y quienes te acompañan a la cima de ese monte! Déjanos solos con ellos; sabemos que vosotros tenéis razón y ellos no. Dios nos auxiliará». Hasán, su esposa, sus hijos y la anciana descabalgaron, dieron suelta a los caballos y subieron a la cima del monte.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintiocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la reina Nur al-Huda llegó acompañada, a diestra y siniestra, por sus tropas. Los jefes las recorrían ordenándolas grupo tras grupo. Los dos ejércitos chocaron y las dos tropas se enfrentaron: los fuegos ardieron, los valientes avanzaron, los cobardes retrocedieron y los genios arrojaron por la boca llamas de chispas hasta que llegó la noche tenebrosa; entonces se separaron los dos grupos y los dos enemigos se alejaron. Al bajar de sus caballos, se plantaron en el suelo, encendieron los fuegos y los siete reyes subieron a presentarse ante Hasán y besaron el suelo; el joven se acercó a ellos, les dio las gracias, hizo votos para que consiguiesen el triunfo y les preguntó qué les había sucedido con el ejército de la reina Nur al-Huda. Le replicaron: «No nos resistirá más de tres días. Hoy le hemos vencido haciendo más de dos mil prisioneros y matando una multitud cuyo número no puede calcularse. Tranquilízate y respira con tranquilidad». Se despidieron del joven y bajaron a reunirse con sus soldados y a vigilarlos. Los fuegos siguieron encendidos hasta que apareció la mañana y brilló la luz del día. Entonces los caballeros montaron en sus corceles de raza y reanudaron la lucha con las afiladas espadas y se alancearon con las negras lanzas. Montados en sus caballos chocaban como las olas del mar y el ardor de la lucha encendía la llama del fuego. Siguieron combatiendo y compitiendo hasta que las tropas de Waq se dejaron vencer, fue rota su resistencia; su decisión disminuyó; sus pies resbalaron y donde quiera que se dirigían encontraban el desastre. Volvieron la espalda y se confiaron a la fuga. Fueron matados en su mayor parte y la reina Nur al-Huda, los grandes de su reino y los cortesanos fueron hechos prisioneros. Al día siguiente los siete reyes comparecieron ante Hasán y le erigieron un trono de mármol cuajado de perlas y aljófares. Hasán se sentó en él. Colocaron un estrado de marfil chapeado con oro reluciente para su esposa Manar al-Sana y, a su lado, pusieron otro para la anciana Sawahi Dat al-Dawahi. A continuación hicieron comparecer a los prisioneros entre los cuales se encontraba la reina Nur al-Huda con las manos atadas y los pies en grillos. La anciana, al verla, dijo: «Tu recompensa, desvergonzada tirana, consistirá en atarte junto a dos perras hambrientas, a la cola de caballos; se conducirá los caballos hacia el mar para que así se desgarre tu piel; se te cortará la carne y ésta les servirá de alimento. Es lo mismo que tú hiciste con ésta tu hermana, ¡desvergonzada!, a pesar de que ella se había casado lícitamente de acuerdo con la azuna de Dios y de su Profeta, ya que en el Islam no existe el celibato; el matrimonio es una de las instituciones de los enviados de Dios (¡sobre todos ellos sea la paz!); además las mujeres han sido creadas para los hombres». Hasán ordenó entonces matar a todos los prisioneros y la anciana chilló y dijo: «¡Matadlos a todos y no dejéis ni a uno solo!» La reina Manar al-Sana, al ver la situación en que se encontraba su hermana, en argollas y presa, rompió a llorar y le dijo: «¡Hermana mía! ¿Quién es el que nos ha hecho prisioneros en nuestro propio país y nos ha vencido?». Nur al-Huda intervino: «¡Es algo increíble! Ese hombre que se llama Hasán se ha apoderado de nosotros. Dios le ha concedido el gobierno sobre nosotros y sobre nuestro reino; nos ha vencido a nosotros y a los reyes de los genios». Manar al-Sana prosiguió: «Dios es quien le ha concedido la victoria sobre vosotros; os ha vencido y os ha aprisionado gracias a este birrete y a esta varita». Nur al-Huda se dio cuenta y quedó convencida de que Hasán había puesto en libertad a su esposa con esos objetos. Se humilló ante su hermana y consiguió enternecerla. Preguntó a su esposo Hasán: «¿Qué quieres hacer con mi hermana? Está a tu disposición. No ha hecho nada por lo que podamos reprenderla». «¡Basta con lo que te ha atormentado!» «Todo lo que me ha hecho tiene disculpa. Tú eres el que ha abrasado el corazón de mi padre raptándome; ¿qué le ocurrirá si también pierde a mi hermana?» «Pienso lo que tú piensas. Di lo que quieres y lo haré.» La reina Manar al-Sana mandó poner en libertad a todos los prisioneros. Los soltaron y lo mismo hicieron con Nur al-Huda. Ésta se acercó a su hermana, la abrazó y ambas rompieron a llorar. Sollozaron durante una hora. La reina Nur al-Huda dijo a su Piermana: «¡Hermana mía! ¡No me reprendas por lo que he hecho contigo!» Manar al-Sana replicó: «¡Hermana! Eso me estaba predestinado». Después las dos se sentaron en el trono para hablar. La mujer de Hasán reconcilió a su hermana con la anciana y las dos quedaron tranquilas y en buenas relaciones. A continuación Hasán despidió al ejército que estaba al servicio de la varita y dio las gracias a sus hombres por haber obtenido la victoria sobre los enemigos. Después la reina Manar al-Sana contó a su hermana todo lo que le había ocurrido con su esposo Hasán; lo sucedido a éste y lo mucho que había sufrido por ella. Añadió: «¡Hermana mía! Desde el momento en que ha acometido estas empresas y esta fuerza es suya; desde el momento en que Dios le ha ayudado con esa resolución que le ha llevado a entrar en nuestro país, a cogerte, a hacerte prisionera, a poner en fuga a tu ejército y a intimidar a tu padre, el gran rey que gobierna a los reyes de los genios, desde ese momento, es necesario que se le dé lo que merece». Nur al-Huda replicó: «¡Por Dios, hermana! Has dicho la verdad en cuanto se refiere a todos los prodigios que a este hombre le han tocado sufrir, pero ¿todo ha sido por tu causa, hermana?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas veintinueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Manar al-Sana respondió:] «¡Sí!» Pasaron la noche conversando hasta que se hizo de mañana. Al salir el sol se dispusieron a partir: se despidieron unos de otros. Manar al-Sana se despidió de la anciana después de haber reconciliado a ésta con su hermana Nur al-Huda. Entonces Hasán golpeó el suelo con la varita y comparecieron sus servidores. Le saludaron y le dijeron: «¡Loado sea Dios que te ha tranquilizado el corazón! ¡Mándanos lo que desees para que lo ejecutemos más rápidamente que un abrir y cerrar de ojos!». Les dio las gracias y les dijo: «¡Que Dios os pague tanto bien! ¡Preparadnos dos estupendos corceles!» Hicieron en seguida lo que les había mandado y le ofrecieron corceles ensillados. Hasán montó en uno y colocó delante a su hijo mayor. La esposa montó en el otro corcel tomando consigo al menor. Por su parte la reina Nur al-Huda y la anciana montaron en sus caballos y regresaron a su país con todo su séquito. Hasán y su esposa torcieron a la derecha; Nur al-Huda y la anciana se volvieron hacia la izquierda. Hasán caminó sin cesar en compañía de su esposa y de sus hijos durante un mes entero. Al cabo de éste divisaron una ciudad rodeada de árboles frutales y ríos. Al llegar a la arboleda bajaron del lomo de los caballos y se dispusieron a descansar; se sentaron para hablar. De pronto apareció un gran número de jinetes que se dirigían a su encuentro. Hasán, al verlos, se incorporó y les salió al encuentro: se trataba del rey Hassún, señor de la Tierra del Alcanfor y de la Fortaleza de los Pájaros. El joven se aproximó hacia él, besó el sudo y le saludó. El soberano, al reconocerlo descabalgó y se sentó con Hasán encima de los tapices, debajo de los árboles. Saludó al muchacho, le felicitó por haberse salvado y se puso muy contento. Le dijo: «¡Hasán! ¡Cuéntame lo que te ha ocurrido desde el principio hasta el fin!» El joven se lo refirió todo. El rey Hasán quedó admirado y le dijo: «¡Hijo mío! ¡Ninguno de los que han llegado a las islas Waq ha regresado! Tú eres el único y te ha sucedido algo prodigioso. ¡Loado sea Dios que te ha salvado!» El rey, después de esto, se incorporó, montó a caballo y mandó a Hasán que hiciese lo mismo y le acompañase. Obedeció. Anduvieron hasta llegar a la ciudad. Entraron en la casa del rey y éste concedió hospitalidad durante tres días a Hasán, a su esposa y a sus hijos en las habitaciones de los huéspedes. Transcurrieron los tres días comiendo, bebiendo, jugando y divirtiéndose. Al fin de este plazo Hasán pidió permiso al rey Hassún para reemprender el viaje hacia su país. Se lo concedió. Él, su esposa y sus hijos montaron a caballo. El soberano los acompañó durante diez días. Cuando éste quiso regresar se despidió de Hasán, el cual, con su familia, siguió avanzando durante un mes entero, al cabo del cual descubrieron una cueva enorme cuyo piso era de cobre amarillo. Hasán dijo a su esposa: «¡Contempla esta cueva! ¿La reconoces?» «¡Sí!» «Pues en ella habita un jeque que se llama Abu-l-Ruways y yo le debo grandes favores, ya que él fue la causa de que yo conociera al rey Hassún.»
A continuación explicó a su esposa toda la historia de Abu-l-Ruways. Éste salió por la puerta. Hasán, al verlo, echó pie a tierra y le besó las manos. El jeque lo saludó, lo felicitó por haberse salvado y se alegró de ello. Lo tomó consigo, entró con él en la cueva y los dos se sentaron a conversar. El joven refirió al jeque Abu-l-Ruways todo lo que le había sucedido en las islas Waq. El jeque quedó sumamente admirado y preguntó: «¡Hasán! ¿Cómo pudiste librar a tu esposa y a tus hijos?» Entonces le contó la historia de la varita y del birrete. El jeque, al oír sus palabras, quedó boquiabierto y dijo: «¡Hasán! ¡Hijo mío! Si no hubiera sido por esa varita y ese birrete no hubieses podido salvar ni a tu esposa ni a tus hijos!» «¡Es cierto, señor mío!» Mientras estaban conversando, alguien llamó a la puerta de la cueva. El jeque Abu-l-Ruways, salió, abrió y se encontró con el jeque Abd al-Quddus que llegaba montado encima de su elefante. Aquél salió al encuentro de éste, lo saludó, lo abrazó; se alegró muchísimo; y le felicitó por encontrarse bien. Después, el jeque Abu-l-Ruways dijo a Hasán: «¡Cuenta al jeque Abd al-Quddus todo lo que te ha sucedido!» El joven empezó a referir al jeque todo lo ocurrido desde el principio hasta el fin y así llegó a lo de la varita…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven llegó a lo de la varita] y a lo del birrete. El jeque Abd al-Quddus dijo a Hasán: «¡Hijo mío! Tú te has salvado, has recuperado a tu esposa y a tus hijos y ya no te queda ningún deseo. Pero en cambio, yo que he sido la causa de que llegases a las islas Waq, que te he tratado bien debido a la recomendación de mis sobrinos, tengo que pedir algo de tu generosidad y bondad: dame a mí la varita y entrega al jeque Abu-l-Ruways el birrete». Al oír Hasán las palabras del jeque Abd al-Quddus inclinó la cabeza hacia el suelo avergonzándose de tener que decir: «No os los entregaré». Se dijo: «Estos dos ancianos me han hecho un gran favor puesto que ambos han sido la causa de que llegase a las Islas Waq; si no hubiese sido por ellos jamás hubiese llegado a tales lugares ni hubiese salvado a mi esposa ni a mis hijos ni hubiese conseguido el birrete ni la varita». Levantó la cabeza y dijo: «Sí; os los entrego. Pero, señores míos; yo temo que el gran rey, padre de mi esposa, venga con sus ejércitos a nuestro país y me ataque; yo no podré hacerle frente si os entrego la varita y el birrete». El jeque Abd al-Quddus contestó a Hasán: «¡No temas, hijo mío! Nosotros seremos tus espías y te auxiliaremos desde este lugar. Rechazaremos todo aquél que, enviado por tu suegro, vaya a buscarte; no temas nada en absoluto: tranquilízate, alegra tus ojos y respira hondo pues no te ha de ocurrir daño». Lleno de vergüenza, Hasán, al oír estas palabras, entregó el birrete al jeque Abu-l-Ruways y dijo al jeque Abd al-Quddus: «Acompáñame a mi país y una vez en éste te daré la varita». Los dos jeques se alegraron muchísimo, y prepararon tan grandes riquezas y tesoros para Hasán que son imposibles de describir. Permanecieron con él durante tres días al cabo de los cuales se dispuso a partir. El jeque Abd al-Quddus se preparó para acompañarlo. Hasán y su esposa montaron en las respectivas monturas. El jeque silbó y al acto compareció un gran elefante que salía de la campiña y llegaba al trote de sus pies y manos. El jeque Abd al-Quddus montó en él y, junto con Hasán, su esposa y sus hijos, se pusieron en marcha. El jeque Abu-l-Ruways regresó al interior de la cueva.
Los viajeros anduvieron sin cesar cruzando la tierra a todo lo largo y lo ancho; el jeque Abd al-Quddus les enseñaba el camino más fácil y los atajos. Así se aproximaron a la patria. Hasán se puso muy contento al darse cuenta de que regresaba al lado de su madre acompañado por su esposa e hijos. Al llegar a su país después de tantos terrores loó a Dios (¡ensalzado sea!), le dio gracias por sus favores y beneficios y recitó estos versos:
Tal vez Dios nos reúna en breve y nos ayude el abrazo.
Os contaré las cosas prodigiosas que me han sucedido y lo que me ha hecho sufrir el dolor de la separación.
Curaré mis pupilas contemplándoos, pues mi corazón es presa del amor.
He guardado en mi corazón una historia para contárosla en el momento del encuentro.
Os reprenderé un momento por lo que hicisteis mientras que el amor será eterno.
Al terminar de recitar estos versos levantaron la vista y vieron brillar la cúpula verde, el surtidor y el alcázar verde; descubrieron a lo lejos el monte de las Nubes. El jeque Abd al-Quddus dijo: «¡Hasán! Te doy una buena noticia: esta noche serás huésped de mis sobrinas. El joven y su esposa se alegraron muchísimo. Acamparon junto a la cúpula, descansaron, comieron y bebieron y volvieron a caminar hasta llegar a las inmediaciones del alcázar. Entonces salieron a recibirlos las sobrinas del jeque Abd al-Quddus; saludaron a su tío y a sus acompañantes y ellos les devolvieron el saludo. El anciano dijo: «¡Hijas de mi hermano! ¡Yo he satisfecho el deseo de vuestro amigo Hasán y le he auxiliado a rescatar a su esposa e hijos!» Las jóvenes se acercaron a él, le abrazaron, se alegraron de verlo y lo felicitaron por haber escapado sano y salvo y haberse reunido con su esposa y sus hijos; aquél fue un día de fiesta. La hermana pequeña de Hasán se acercó, le abrazó y rompió a llorar. El muchacho la acompañó en el llanto debido a la gran soledad en que se había encontrado. La joven se le quejó del dolor de la separación, la pena de su corazón y de lo que había hecho sufrir su alejamiento. Recitó este par de versos:
Después de tu marcha mi pupila no ha podido fijarse en nadie sin verte a ti en su lugar.
Jamás se plegó al sueño sin contemplarte como si tú te encontrases entre el párpado y el ojo.
Una vez recitados los versos se alegró muchísimo. Hasán le dijo: «¡Hermana mía! Yo te doy las gracias, por todo el asunto, con preferencia a las demás hermanas. Dios (¡ensalzado sea!) te ayude y te auxilie». A continuación le refirió todo lo que le había sucedido, desde el principio hasta el fin, durante el viaje; lo que había sufrido, lo que le había ocurrido con la hermana de su esposa y cómo había recuperado a ésta y a sus hijos; le contó, también, los prodigios y las grandes calamidades que había pasado hasta el punto de que su cuñada había querido matarlo a él, a su esposa y a sus hijos; pero Dios (¡ensalzado sea!) lo había salvado; luego le refirió la historia de la varita y del birrete y que los jeques Abu-l-Ruways y Abd al-Quddus le habían pedido estos objetos y que él se los había entregado por deferencia hacia ella. La joven le dio las gracias, le deseó una larga vida y Hasán le replicó: «¡Jamás olvidaré todo el bien que me has hecho desde el principio hasta el fin!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas treinta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la hermana se volvió hacia su esposa Manar al-Sana, la abrazó, estrechó a los niños contra su pecho y dijo: «¡Hija del gran rey! ¿Es que tu corazón no conoce la misericordia para haberlo separado así de sus hijos abrasándole las entrañas? ¿Es que querías matarle con este hecho?» Manar al-Sana rompió a reír y contestó: «Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) lo había decretado así. Aquel que se burla de la gente sufre las burlas de Dios». A continuación les sirvieron algo de comer y beber. Comieron, bebieron y se pusieron alegres. Hasán permaneció a su lado, comiendo, bebiendo, distrayéndose y entreteniéndose durante diez días, al cabo de los cuales hizo los preparativos de viaje. Su hermana le arregló riquezas y regalos cuya descripción es imposible de hacer. A continuación, como despedida, le estrechó contra su pecho y le abrazó. Hasán la aludió en estos versos:
El consuelo de los enamorados está lejos y la separación del amor es bien duro.
La crueldad y la lejanía son una desgracia; el que muere de amor es un mártir.
¡Cuán largas son las noches para el enamorado que se ha separado del amigo y ha quedado solo!
Las lágrimas corren por sus mejillas y dice: “¡Oh, lágrimas! ¿No sois más?”
Hasán entregó al jeque Abd al-Quddus la varita. Éste se alegró mucho, le dio las gracias y una vez la tuvo en la mano montó a caballo y regresó a su residencia. Hasán, su esposa y los niños montaron y emprendieron el camino. Las muchachas salieron a despedirlo y después regresaron. A continuación Hasán regresó a su país cruzando campiñas y desiertos durante dos meses y diez días y así llegó a la ciudad de Bagdad, morada de la paz. Entró en su casa por la puerta secreta que daba al desierto y al campo y llamó. Su madre, dado lo largo de la ausencia, había perdido el sueño y sólo tenía por compañeros la tristeza, el llanto y los ayes; había caído enferma y no probaba bocado ni gustába del sueño; al contrario: lloraba de noche y de día y no dejaba de recordar a su hijo: desesperaba de verlo regresar. Hasán, al detenerse ante la puerta, la oyó llorar y recitar estos versos:
¡Por Dios, señores míos, curad a vuestro enfermo! Tiene el cuerpo delgado y el corazón partido.
Si, generosamente, le concedéis vuestra reunión, el amante quedará cubierto por las gracias del amado.
No desespero de reunirme a vos: Dios es todopoderoso y en medio de das dificultades hay suspiros.
Cuando terminó de recitar estos versos oyó que su hijo Hasán gritaba desde la puerta: «¡Madre mía! ¡El transcurso de los días ha permitido que nos reunamos!» La anciana lo reconoció al oír estas palabras. Se acercó a la puerta sin saber si debía dar crédito o no a lo que oía. La abrió y encontró a su hijo en compañía de su esposa y sus hijos. La inmensa alegría la hizo proferir un alarido y cayó, desmayada, al suelo. Hasán la atendió con cariño hasta que volvió en sí; la abrazó. La madre rompió a llorar, llamó a los pajes y a los esclavos y les mandó que metiesen en la casa todo lo que llevaba su hijo. Entraron los fardos. Después pasaron la esposa y los niños. La anciana se acercó hacia aquélla, la abrazó y la besó en la cabeza y en los pies. Le dijo: «¡Hija del gran rey! ¡Si he cometido alguna falta en lo que a ti respecta pido perdón de ello a Dios, el Grande!» A continuación se volvió hacia su hijo y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Cómo ha sido tan larga la ausencia?» Al oír estas palabras le refirió todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin. Al oír el relato dio un grito enorme y cayó desmayada en el suelo al recapacitar en todo lo que había ocurrido a su hijo. Éste la trató con cariño hasta que volvió en sí. La anciana dijo: «Has obrado despreocupadamente con la varita y el birrete; si los hubieras conservado serías el rey de la tierra, a todo lo largo y ancho de la misma. Pero, loado sea Dios, hijo mío, que te ha salvado junto con tu esposa y tus hijos». Pasaron una noche feliz.
Al día siguiente por la mañana Hasán cambió los vestidos, se puso una túnica preciosa, salió al zoco y se dedicó a comprar esclavos, esclavas, telas y objetos preciosos: joyas, ropas, tapices y vasos de metales preciosos como no se encuentran ni entre los reyes; a continuación compró casas, jardines, fincas, etcétera.
Él, su esposa, sus hijos y su madre siguieron comiendo, bebiendo, disfrutando y gozando de la vida más dulce y feliz hasta que les llegó el destructor de las dulzuras y el separador de las sociedades. ¡Gloriado sea el Poseedor, el Rey excelso! ¡Él es el eterno Viviente, el que nunca muere!