SE cuenta también que en lo más antiguo del tiempo, en épocas pasadas y siglos remotos, vivió un hombre que era comerciante y estaba instalado en tierra de Basora. Este comerciante tenía dos hijos varones y muchísimas riquezas. Dios, el Oyente, el Omnisciente, dispuso que el comerciante muriera, compareciendo ante la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!) y abandonando aquellas riquezas. Los dos hijos lo prepararon y lo enterraron. Después partieron las riquezas y cada uno se quedó la mitad y abrió una tienda. Uno de ellos era mercader de cobre y el otro orfebre. Cierto día, mientras éste se hallaba sentado en su tienda, apareció un persa que recorría el mercado cruzando entre la gente. Pasó por la tienda del orfebre, observó su producción y la contempló como un experto. Le gustó. El joven orfebre se llamaba Hasán. El persa meneó la cabeza y dijo: «¡Por Dios! ¡Eres un buen orfebre!» Continuó mirando su trabajo y leyendo en un libro viejo que tenía en la mano. La gente admiraba la hermosura, belleza, talle y bellas proporciones de Hasán. A la hora del asr la gente desalojó las tiendas. Entonces el persa se acercó a Hasán y le dijo: «¡Hijo mío! Eres un hermoso muchacho. ¿Qué libro es éste? Yo no tengo hijos, pero sé un arte que no tiene par en el mundo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas setenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el persa prosiguió:]
—»Mucha gente me ha preguntado por él para que se lo enseñara, mas no he querido explicárselo a nadie. Pero me permitiré explicártelo y hacer de ti mi hijo; extenderé un velo que te separará de la pobreza y podrás descansar con este oficio de las fatigas del martillo, carbón y fuego». Hasán replicó: «¡Señor mío! ¿Cuándo me lo enseñarás?» «Mañana vendré aquí y en tu propia presencia transformaré el cobre en oro puro.» Hasán se alegró y se despidió del persa. Marchó a ver a su madre, entró, la saludó y comió con ella, pero se encontraba absorto, distraído y sin atención. La madre le preguntó: «¿Qué te pasa, hijo mío? ¡Guárdate de escuchar las palabras de la gente, en especial las de los persas! No los obedezcas en nada, pues son unos enredones que ejercen el arte de la alquimia y engañan a la gente robándoles sus riquezas y gastándolas en cosas fútiles». «¡Madre mía! Nosotros somos pobres y no tenemos nada que puedan apetecer. Por tanto no se molestarán en engañarnos. Me ha visitado un hombre persa, que es un buen anciano y tiene aspecto de ser un hombre bondadoso: Dios lo ha mandado en mi auxilio.» La madre, indignada, calló. El hijo siguió meditabundo y no pudo conciliar el sueño en toda la noche por la gran alegría que le causaban las palabras del persa. Al amanecer se levantó, cogió las llaves y abrió la tienda. El persa acudió. Hasán se puso en pie y quiso besarle las manos. Pero aquél se lo impidió y no lo admitió. Después dijo: «¡Hasán! Pon el crisol y monta el soplete». Hizo lo que el persa le mandaba y encendió el carbón. El persa siguió: «¡Hijo mío! ¿Tienes cobre?» «Tengo una bandeja rota.» Le mandó que recortase el metal y lo dejase en pequeños pedazos; luego lo arrojó al crisol e inyectó aire con el soplete hasta que quedó fundido. El persa metió la mano en un turbante, sacó una hoja doblada, la abrió y espolvoreó en el crisol por peso de medio dirhem. El polvo en cuestión parecía ser un kohol amarillo. Ordenó a Hasán que inyectase aire con el soplete y éste hizo lo que le había mandado, hasta que todo se hubo transformado en un lingote de oro. Hasán, al verlo, quedó boquiabierto; las ideas se le confundieron por la alegría que experimentaba. Tomó el lingote, lo examinó por todos lados, tomó la lima y vio que era oro puro, de la mejor ley. Había perdido la razón y quedado estupefacto por la gran alegría. Se inclinó y besó la mano del persa quien le dijo: «¡Toma este lingote, llévalo al zoco, véndelo, cobra su precio y no hables!». Hasán se marchó al zoco y entregó el lingote al corredor. Éste lo cogió, lo limó y vio que era oro puro y abrió la subasta con diez mil dirhemes. Los comerciantes fueron pujando y lo vendió por quince mil dirhemes. Hasán tomó el dinero, se marchó a su casa y contó a su madre todo lo que había hecho. Dijo: «¡Madre mía! He aprendido a hacerlo». La madre rompió a reír y replicó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después, turbada, se calló. Hasán, ignorante de todo, cogió un mortero y se fue con él en busca del persa. Éste seguía sentado en la tienda. Se lo colocó delante y el hombre preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué quieres hacer con este mortero?» «Lo meteremos en el fuego y haremos lingotes de oro.» El persa rompió a reír y replicó: «¡Hijo mío! ¿Estás loco para llevar al zoco dos lingotes en el mismo día? ¿Es que no sabes que la gente nos reprueba? Perderíamos la vida. Una vez que te haya enseñado este arte, hijo mío, no debes utilizarlo más que una vez al año, pues ello te basta para ir viviendo de año en año». «Tienes razón, señor mío.» Se sentó en la tienda, montó el crisol y echó carbón en el fuego. El persa le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Qué quieres?». «¡Que me enseñes el arte!» El persa rompió a reír y dijo: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Eres corto de entendederas, hijo. Este arte no te conviene. ¿Es que alguien, en plena vida, lo enseña en medio de la calle o en los zocos? Si nos ponemos a trabajar en este lugar la gente se echará sobre nosotros diciendo: “¡Hacen alquimia!” El Gobernador oirá hablar de nosotros y perderemos la vida. Si quieres que te enseñe este arte, hijo mío, acompáñame a mi casa». Hasán se puso en pie, cerró la tienda y se marchó con el persa. Pero en el camino recordó las palabras de su madre y por la cabeza le pasaron mil sospechas.
Se detuvo y permaneció mirando el suelo durante una hora. El persa se volvió hacia él y al verlo rompió a reír y le dijo: «¿Estás loco? Yo, en mi corazón, sólo te deseo bien; en cambio tú crees que te voy a perjudicar. Si es que temes venir a mi casa, yo iré a la tuya y te enseñaré en ella». «Sí, tío.» «¡Pues ve delante!» Hasán le precedió y se dirigió hacia su casa. El persa le seguía detrás. Así llegaron a su domicilio. Hasán entró en la casa y encontró a su madre. Le explicó que el persa había llegado con él y que estaba esperando en la puerta. La madre arregló y puso en orden la casa y una vez terminadas sus faenas se marchó. Entonces Hasán permitió al persa que entrara. Entró y el muchacho tomó una bandeja y se marchó al mercado para comprar de comer. Fue y regresó con la comida. La colocó ante él y le dijo: «¡Come, señor mío! Así existirá entre nosotros el lazo del pan y de la sal. Dios (¡ensalzado sea!) castiga al que traiciona la alianza del pan y de la sal». «Dices verdad, hijo mío», replicó el persa sonriéndose. A continuación añadió: «¡Quién sabe el poder del pan y de la sal!» El persa se acercó a Hasán y comieron juntos hasta quedar hartos. Después, aquél, dijo: «¡Hasán, hijo mío! Danos algunos dulces». Hasán marchó al zoco y regresó con diez bandejas de dulces. El joven estaba muy contento de las palabras del persa. Le ofreció los dulces y comieron parte de ellos. El anciano le dijo: «¡Dios te recompense con bien, hijo mío! Las gentes que se parecen a ti son dignas compañeras; se les descubren los secretos y se les enseña lo que es útil. Hasán, trae los utensilios». El muchacho apenas daba crédito a estas palabras. Salió corriendo como si fuera un potro al que se diera suelta en primavera, fue a la tienda, tomó los instrumentos y regresó. Los colocó delante de él. El persa sacó un pedazo de papel y le dijo: «¡Hasán! Juro por el pan y la sal que si tú no me fueses más querido que mi hijo, no te enseñaría este arte. Sólo me queda este papel de elixir, pero fíjate cuando machaque los simples y los coloque ante ti. Sabe hijo mío, Hasán, que por cada diez ratl de cobre has de poner medio dirhem de esto que contiene el papel. Entonces los diez ratl se transforman en oro purísimo. Añadió: En este papel hay tres onzas egipcias de piedra filosofal. Cuando se termine lo que contiene te fabricaré más». Hasán cogió la hoja y vio que contenía algo amarillo, más menudo aún que lo de la vez anterior. Preguntó: «¡Señor mío! ¿Cómo se llama? ¿Dónde se encuentra? ¿De qué se fabrica?» El persa se rio por la avidez demostrada por Hasán y le replicó: «¿Por qué preguntas? ¡Trabaja en silencio!» Hasán sacó un recipiente que tenía en su casa, lo cortó, lo arrojó en el crisol y puso encima un poco de polvo que contenía aquel papel: se transformó en un lingote de oro puro. Hasán se alegró muchísimo al verlo y se quedó perplejo y preocupado examinando el lingote. El persa sacó rápidamente una bolsita que llevaba en la cabeza, la cortó y colocó el contenido en un pedazo de dulce. Dijo: «Hasán: tú eres mi hijo, me eres más caro que mi espíritu y mis bienes. Tengo una hija y te casaré con ella». «Yo soy tu paje. Dios (¡ensalzado sea!) tendrá en cuenta cualquier cosa que hagas conmigo.» «¡Hijo mío! Sé comprensivo, ten paciencia y recibirás bien.» A continuación le entregó el pedazo de dulce. Hasán lo cogió, le besó la mano y se lo metió en la boca sin saber lo que el Destino le había preparado. Engulló el dulce: la cabeza le cayó a los pies, y perdió el mundo de vista. El persa, al verlo en poder de la desgracia, se alegró mucho. Se puso en pie y dijo: «¡Ya has caído, carne de horca, perro árabe! ¡Hace muchos años que te busco! ¡Te he encontrado, Hasán!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se quitó el cinturón, lo ató y le ligó, juntos, pies y manos. Cogió una caja, sacó las cosas que contenía; metió a Hasán en el interior y lo encerró en ella. Vació otra caja, metió en ella todos los bienes propiedad del joven y los lingotes de oro hechos la primera y la segunda vez y la cerró. Salió, fue al zoco, contrató un faquín y éste cargó con las dos cajas y las llevó a un barco anclado que había sido fletado por el persa. El capitán le estaba esperando. Los marineros, al verlo, le salieron al encuentro, cargaron las dos cajas y las colocaron en el buque. El persa chilló al capitán y a los marineros: «¡En marcha! ¡El asunto está listo! ¡Hemos conseguido nuestro deseo!» El capitán chilló al equipaje: «¡Levad las anclas! ¡Desplegad las velas!» La nave se puso en marcha con viento favorable. Esto es lo que hace referencia al persa y a Hasán.
He aquí lo que se refiere a la madre de Hasán: Ésta aguardó hasta la cena, pero como ni oyera voces, ni tuviera noticia alguna se dirigió a la casa: la encontró abierta y no vio a nadie en ella. No encontró ni las cajas ni las riquezas y comprendió que su hijo había desaparecido cumpliéndose así el destino. Se abofeteó la cara, desgarró sus vestidos y empezó a gritar y a emitir alaridos de dolor. Decía: «¡Hijo! ¡Fruto del corazón!» Recitó estos versos:
Mi paciencia disminuye y mi ansiedad crece. Después de vuestra marcha aumentan mis sollozos y mis gemidos.
¡Por Dios! He agotado la paciencia después de vuestra partida. Después de haber perdido la esperanza ¿cómo puedo tener paciencia?
¿Cómo he de disfrutar del sueño después de la marcha de mi amado? ¿Quién goza llevando una vida vil?
Te has marchado y has dejado desierta la casa, solos a sus habitantes. Has enturbiado la pureza de mi fuente, tan clara hasta ahora.
Eras mi auxilio en todas las calamidades, mi fuerza, mi honra y mi intermediario con los hombres.
El día en que permanecías lejos de mi vista, no existía hasta que estabas de regreso.
Siguió llorando y sollozando hasta la mañana. Los vecinos acudieron a preguntarle por su hijo y les explicó lo que había sucedido con el persa. Convencida de que no le volvería a ver jamás, empezó a dar vueltas, llorando, por la casa. Mientras recorría su domicilio vio escritas en la pared dos líneas. Mandó llamar al alfaquí quien se las leyó. Decían:
Cuando el sueño me venció apareció, antes del amanecer, el fantasma de Layla. Mis compañeros dormían en el desierto.
Al desvelarme para ver el fantasma que había acudido vi el aire vacío, la meta lejana.
La madre de Hasán, al oír tales versos, gritó y dijo: «¡Sí, hijo mío! La casa se ha quedado vacía y la meta está lejos». Los vecinos le rogaron que tuviera paciencia y le auguraron que se reuniría pronto con su hijo; después se despidieron. La madre de Hasán siguió llorando durante toda la noche y el día. Construyó en el centro de la casa una tumba sobre la cual puso el nombre de Hasán y la fecha en que había desaparecido; no se separó ya de la tumba desde el momento de la desaparición de su hijo. Esto es lo que a ella se refiere.
He aquí lo que hace referencia a su hijo Hasán y al persa. Éste era un mago que odiaba muchísimo a los musulmanes. Cada vez que se apoderaba de uno de éstos le mataba; era un estupendo y maldito alquimista, como sobre él dijo el poeta:
Es un persa; su padre era un perro y su abuelo también: no puede esperarse bien de un perro que desciende de otro perro.
Ese maldito se llamaba Bahram el mago y todos los años raptaba y degollaba a un musulmán para conseguir un tesoro. Cuando hubo triunfado mediante su estratagema de Hasán el orfebre, viajó con éste desde el principio del día hasta la noche. Entonces el buque ancló junto a la tierra. Al día siguiente, al salir el sol, la nave reanudó el viaje. El persa mandó a sus esclavos y pajes que le llevasen la caja en que se encontraba Hasán. La llevaron, la abrieron, le sacaron de ella, le hicieron oler vinagre y le puso en la nariz unos polvos. Hasán tosió, vomitó el narcótico, abrió los ojos y miró a derecha e izquierda. Se encontró en alta mar mientras la nave seguía su ruta. El persa estaba sentado a su lado. Se dio cuenta de que había sido víctima de la astucia del maldito persa y que había caído en aquello que su madre temía. Pronunció las palabras que no avergüenzan a quien las dice, o sea, «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos! ¡Señor mío! Sé bondadoso conmigo en la ejecución de tus deseos y haz que tenga resignación en las desgracias, Señor de los mundos.» A continuación se volvió hacia el persa y le habló con palabras suaves. Le dijo: «¡Padre mío! ¿Qué significan estos actos? ¿Dónde están el pan, la sal y los juramentos que me has hecho?» El otro le miró y le replicó: «¡Perro! ¿Es que uno como yo reconoce el pan y la sal? He matado novecientos noventa y nueve jóvenes como tú. Tú serás el milésimo». Le chilló y Hasán calló: se dio cuenta de que la saeta del destino le había alcanzado.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces aquel maldito mandó que le quitasen las ligaduras. Después le dieron un poco de agua mientras el mago reía y le decía: «¡Juro por el fuego y la luz, la tiniebla y el calor que jamás había creído que cayeras en mi red! Pero el fuego me ha dado fuerzas y me ha ayudado a capturarte para que pudiera realizar mi deseo de regresar contigo y hacerle así un sacrificio para que quede satisfecho de mí». «¡Has traicionado el pan y la sal!» El mago levantó la mano y le dio un golpe. Hasán cayó y mordió el suelo con sus dientes: se desmayó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. El mago ordenó que le encendiesen fuego. Hasán preguntó: «¿Qué harás con él?» «Esto es el fuego, el señor de la luz y de las chispas. Yo le adoro. Si tú le adoras como yo, te regalaré la mitad de mis riquezas y te casaré con mi hija». Hasán le chilló: «¡Ay de ti! Tú eres todopoderoso, Creador de la noche y del día: ¡Eso es una desgracia y no una religión!» El persa se enfadó y le replicó: «¿No aceptas y entras en mi religión, perro árabe?» Hasán no le contestó. El maldito persa se incorporó y se prosternó ante el fuego ordenando a sus pajes que pusiesen a Hasán de bruces. El mago le azotó con un látigo anudado de piel hasta que le desgarró los flancos. Hasán pedía clemencia, pero no le era concedida; pedía auxilio, mas nadie acudía. Levantó su vista hacia el Rey Todopoderoso y pidió la intercesión del Profeta elegido: la paciencia se había terminado y las lágrimas corrían sobre sus mejillas como si fuesen lluvia. Recitó estos dos versos:
¡Paciencia ante tu ciencia en los juicios, Dios mío! Si eso te satisface yo tengo paciencia.
Hemos sido vejados, ofendidos y maltratados. Tal vez con tu benevolencia perdonarás lo pasado.
A continuación el persa mandó a los esclavos que se sentasen y ordenó que le dieran algo de comer y de beber. Lo sirvieron pero Hasán se negó a comer y a beber. El persa le atormentaba de noche y de día a todo lo largo del camino. Pero el joven tenía paciencia y se mostraba humilde ante Dios (¡gloriado y ensalzado sea!). El corazón del mago era cada vez más duro con él. Navegaron sin cesar por el mar durante tres meses. Hasán era constantemente atormentado por el mago. Al cabo de los tres meses, Dios (¡ensalzado sea!) envió un viento contra la embarcación: el mar se enturbió, el fuerte viento hizo cabecear a la nave. El capitán y los marineros dijeron: «Esto, ¡por Dios!, ocurre a causa de este muchacho, al que este mago hace tres meses que está atormentando. Esto no es lícito ante Dios (¡ensalzado sea!)». Fueron en busca del mago y mataron a sus pajes y a todos los que le acompañaban. El mago, al ver que mataban a sus pajes se convenció de que iba a morir; temiendo por sí mismo quitó las ligaduras a Hasán, le quitó los vestidos de harapos que llevaba, le puso otro, se reconcilió con él y le prometió que le enseñaría su arte y le devolvería a su país. Añadió: «¡Hijo mío! ¡No me reprendas por lo que he hecho contigo!» «¿Cómo he de tener confianza en tí?» «¡Hijo mío! Si la culpa no existiera ¿cómo iba a existir el perdón? Todo lo que te he hecho no tenía más objeto que el de ver hasta dónde llegaba tu paciencia. Tú sabes que todas las cosas están en manos de Dios.» Los marineros y el capitán se alegraron de verlo en libertad. Hasán hizo votos por ellos y loó y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!). El viento se calmó, las tinieblas se disiparon; el viento sopló favorablemente y el viaje siguió bien. Hasán preguntó al mago: «¡Persa! ¿Adónde vas?» «¡Hijo mío! Me dirijo al monte de la nube en el cual se encuentra el elixir que empleamos en la alquimia.» Juró por el fuego y por la luz que no ocultaba nada a Hasán. El corazón de éste se tranquilizó y se alegró al oír las palabras del persa. Comía, bebía y dormía con él, y éste le vestía con sus trajes. Siguieron viajando durante otros tres meses al cabo de los cuales la nave ancló ante una tierra muy larga repleta de guijarros blancos, amarillos, azules, negros y de todos los colores. Al detenerse la nave, el persa se incorporó y dijo: «¡Hasán! ¡Ven, desembarca! Hemos llegado a nuestro objetivo, a donde queríamos». Hasán desembarcó con el persa y éste recomendó sus cosas al capitán. Hasán y el persa se marcharon, se alejaron de la nave y se perdieron de vista. El mago se sentó, sacó del bolsillo un tambor de cobre y una acción de seda con hilos de oro que llevaba inscritos nombres mágicos y golpeó el tambor. Inmediatamente, al terminar, se levantó una nube desde el suelo. Hasán se admiró de lo que había hecho, pero se llenó de miedo y se arrepintió de haber desembarcado con él; perdió el color. El persa lo vio y le preguntó: «¿Qué te sucede, hijo mío? ¡Juro por el fuego y la luz que no has de temer nada de mí! Si no fuera porque sólo conseguiré mi deseo gracias a tu nombre, no te hubiese hecho desembarcar. Aguarda toda suerte de bienes, pues esta polvareda la produce algo que nosotros montaremos y que nos ayudará a cruzar esta tierra, evitándonos las fatigas».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al cabo de poco, debajo de la nube, se vieron tres camellos de pura raza. El persa montó en uno, Hasán en otro y los transportó al tercero. Viajaron durante siete días. Al octavo llegaron a una amplia tierra. Al apearse vieron una cúpula que se levantaba sobre cuatro columnas de oro rojo. Descendieron de los camellos, entraron en el pabellón, comieron, bebieron y descansaron. En un momento dado, Hasán vio algo elevado y preguntó: «¿Qué es eso, tío?» El mago replicó: «Es un palacio». «¿Por qué no entramos en él para descansar y visitarlo?» El mago se indignó: «¡No me menciones ese palacio!» Pertenece a un enemigo mío y hay una historia acerca de lo sucedido entre nosotros dos. No es éste momento de contártela». Golpeó el tambor, acudieron los camellos, volvieron a montar y prosiguieron el viaje durante siete días. Al octavo el mago dijo: «¡Hasán! ¿Qué ves?» «Nubes y niebla que se extienden desde Oriente a Occidente.» «No son ni nubes ni niebla: es un monte elevado en el cual chocan las nubes; en él no hay nubes dada la gran altura de su cima, su gran elevación. Éste es el monte al que me dirigía. En su cima está lo que buscamos, eso por lo cual te he traído conmigo, puesto que sólo puedo conseguirlo por tu mano.» Hasán desesperó de conservar la vida y dijo al mago: «¡Por aquel al que adoras y en cuya religión crees! ¿Qué necesidad es ésa por la que me has traído aquí?» «La alquimia sólo puede ejercerse con una hierba que crece en el lugar por donde pasan y chocan las nubes. Éste es el monte y la hierba se halla en su cima. Cuando consigamos la hierba te haré ver algo de este arte.» De tanto miedo como tenía, Hasán replicó: «Sí, señor mío». Desesperaba ya de salir con vida y lloraba por encontrarse separado de su madre, de su familia y de su patria; se arrepintió de haber contrariado a su madre y recitó este par de versos:
Contempla los hechos de tu Señor como si te trajeran la alegría inmediata que deseas.
No desesperes cuando te alcanza una desgracia ¡cuánta bondad divina puede encontrarse en esa desgracia!
Siguieron el viaje hasta llegar al monte. Se detuvieron en su pie y Hasán vio que en la cima del monte había un alcázar. Preguntó al mago: «¿Qué es este alcázar?» «Es la morada de los genios, de los ogros y de los demonios.» Se apeó del camello y mandó a Hasán que bajase. Después se acercó a éste, le besó en la cabeza y le dijo: «No me reprendas por lo que te hice. Yo me preocuparé de ti mientras subes al alcázar, pero es preciso que tú no me ocultes nada de lo que traigas. Tú y yo nos lo repartiremos por mitad». «¡Oír es obedecer!», replicó. A continuación, el persa abrió un saco, extrajo de él un molinillo y una cierta cantidad de grano. Molió este último, amasó con la harina tres tortas, encendió fuego y las coció. Después sacó el tambor de cobre, y la ación. Repicó en el tambor acudieron camellos de raza y escogió uno de ellos: lo degolló y lo despellejó. A continuación se volvió a Hasán y le dijo: «Escucha, hijo mío, Hasán, lo que te voy a recomendar». «¡Sí!» «Métete en este pellejo. Yo coseré la piel y la dejaré en el suelo. Acudirán los pájaros de presa, quienes te recogerán y subirán volando contigo hasta lo más alto del monte. Tú coge este cuchillo. Cuando hayan terminado su vuelo y tú estés convencido de que te han depositado en la cima, abre la piel con el cuchillo y sal. Los pájaros se asustarán y se alejarán volando de tu lado. Entonces asómate por la cima del monte y háblame para que yo pueda informarte de lo que has de hacer.» Le preparó las tres tortas y una cantimplora con agua, colocó esto a su lado en el interior de la piel y después la cosió. El persa, luego, se alejó. Se acercó un ave de presa, lo cogió y remontó el vuelo con él hacia lo más alto del monte, depositándolo allí. Hasán, al darse cuenta de que el ave le había depositado en la cima, hendió la piel, salió de ella y llamó al persa. Éste se puso muy contento al oír sus palabras y bailó de alegría. Le dijo: «Ponte a andar en la dirección de tu espalda y dime todo lo que veas». Hasán obedeció. Vio muchos huesos y mucha leña de quemar. Le explicó todo lo que veía. El mago le replicó: «Esto es lo que buscaba y quería. Coge seis botes de leña y échamelos, pues con ellos practicaremos la alquimia». Le arrojó los seis hatos. El mago, al tenerlos consigo, gritó a Hasán: «¡Carne de horca! ¡He conseguido el servicio que quería que me prestaras! Si quieres puedes quedarte en ese monte o si lo prefieres puedes matarte arrojándote aquí abajo». El mago se marchó y Hasán exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Ese perro me ha engañado». Se sentó a llorar por sí mismo y recitó estos versos:
Cuando Dios quiere que suceda algo a un hombre por más que éste sea inteligente, tenga buen oído y vista.
Lo hace sordo de oídos, ciega su corazón y le quita la inteligencia del mismo modo que se quitan los cabellos.
Una vez realizada su voluntad le devuelve el entendimiento para que reflexione.
No preguntes cómo ocurrió lo ocurrido: Todas las cosas tienen lugar según el decreto y la voluntad de Dios.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se puso en marcha y anduvo por la cima del monte a derecha e izquierda. Se convenció de que estaba destinado a morir y siguió paseando hasta llegar a la otra vertiente. Descubrió, en el flanco del monte, las olas del mar azul de ondas encrespadas y espumosas; cada una de ellas era tan alta como un monte enorme. Se sentó, recitó la sección que más convenía del Corán y rogó a Dios (¡ensalzado sea!) que le facilitase o bien la muerte o bien la salvación de esas calamidades. Rezó por sí mismo las oraciones propias del entierro y se arrojó al mar. Las olas, gracias al favor que Dios (¡ensalzado sea!) le había concedido, le transportaron, por decreto de Dios (¡ensalzado sea!) sano y salvo por el mar. Hasán se alegró, salió del agua indemne y le dio las gracias y lo alabó. Empezó a andar buscando algo de comer.
Mientras hacía esto, se encontró, de pronto, en el mismo lugar en que había estado con Bahram el mago. Siguió andando un rato y llegó a un gran alcázar que se elevaba por los aires. Entró. Era el palacio sobre el cual había preguntado al mago recibiendo la respuesta: «Este alcázar es de mi enemigo». Hasán se dijo: «¡Por Dios! ¡Es necesario que entre en este alcázar! Tal vez Dios me conceda una alegría». Se acercó y vio que la puerta estaba abierta. La cruzó y vio, en el vestíbulo, un banco. En él estaban sentadas dos jóvenes que parecían la luna en la noche del plenilunio. Delante tenían un tablero de ajedrez y jugaban. Una de ellas levantó la cabeza, lo vio y dio un grito de alegría. Exclamó: «¡Por Dios! ¡Éste es un ser humano! Creo que es el que ha traído este año Bahram el mago». Al oír tales palabras, Hasán se arrojó al suelo ante ellas, rompió a llorar a lágrima viva y dijo: «¡Señoras mías! ¡Yo soy ese desgraciado!» La hermana menor dijo a la mayor: «Da fe, hermana mía, de que éste es mi hermano, ante la ley y el tribunal de Dios: moriré si muere y viviré si vive; me alegraré de sus alegrías y sentiré sus penas». A continuación se puso de pie, lo abrazó, lo besó, lo cogió de la mano y le hizo entrar en el alcázar. Su hermana le acompañaba. Le quitó los harapos que llevaba puestos, le llevó una túnica propia de un rey y se la endosó. Le preparó comida de todas clases y se la ofreció. Ella y su hermana se sentaron a comer con él. Le dijeron: «Cuéntanos tu historia con ese perro perverso y brujo desde el momento en que caíste en su poder hasta que te libraste de él. Nosotras te contaremos lo que nos ha ocurrido con él desde el principio hasta el fin para que estés en guardia cuando lo vuelvas a ver». Hasán, al oír estas palabras y la buena acogida que le hacían, se tranquilizó, recuperó sus entendederas y les refirió todo lo que le había ocurrido con él desde el principio hasta el fin. Le preguntaron: «¿Y le interrogaste acerca de este alcázar?» «Sí; le pregunté y me contestó: “No quiero oír hablar de él, pues este alcázar pertenece a los demonios y los espíritus malignos”. Las dos jóvenes se encolerizaron de mala manera y exclamaron: «¿Es que ese descreído nos coloca entre los demonios y los espíritus malignos?» Hasán dijo: «¡Sí!» La pequeña, la hermana de Hasán, exclamó: «¡Por Dios! ¡He de matarlo del peor modo posible privándole del aliento del mundo!» «¿Cómo llegarás hasta él y le matarás?», preguntó Hasán. Le contestó: «Él vive en un jardín que se llama al-Musayyad. Lo he de matar dentro de poco». Su hermana intervino: «Hasán, ha dicho la verdad y todo lo que ha contado de ese perro es cierto. Pero cuéntale toda nuestra historia para que le quede en la cabeza».
La muchacha más joven refirió: «Sabe, hermano mío, que nosotras somos hijas de reyes y que nuestro padre es el rey de reyes de los genios; es muy importante, y tiene genios, auxiliares y criados que son marides. Dios (¡ensalzado sea!) le concedió siete hijas de su única mujer. Él es completamente tonto, celoso y engreído de tal modo que no nos quiso casar con ningún hombre. Mandó llamar a sus ministros y amigos y les preguntó: “¿Conocéis algún lugar en el que no pueda llamar ningún viandante, sea hombre o sea genio? Debe tener muchos árboles, frutos y ríos”. Le preguntaron: “¿Qué vas a hacer, oh rey del tiempo?” “Quiero llevar ahí a mis siete hijas.” “¡Oh, rey! Lo más apropiado para ellas es el alcázar del Monte de las Nubes que ha construido un efrit de los genios marides que se sublevaron en tiempos de Salomón (¡sobre el cual sea la paz!). Desde que éste los aniquiló no lo han ocupado ni genios ni hombres, ya que está muy alejado y nadie puede llegar hasta él; a su alrededor hay árboles, frutos y ríos y por éstos fluye un agua más dulce que la miel y más fresca que la nieve. Cualquier leproso, enfermo de elefantiasis o de otra enfermedad la bebe y queda curado al acto.” Cuando nuestro padre oyó tales palabras nos envió a este alcázar escoltadas por un ejército de genios. Acumuló aquí cuanto podíamos necesitar. Cuando quiere montar a caballo toca un tambor, acuden todos sus soldados, escoge a los que le han de acompañar y concede licencia al resto. Si quiere que seamos nosotras las que vayamos, ordena a los brujos de su séquito que nos hagan comparecer. Vienen, nos cogen y nos conducen ante él para que goce de nuestra compañía y satisfacemos nuestros deseos con él. Después nos devuelve a nuestra morada. Tenemos cinco hermanas que han salido de caza por este desierto, en el cual se encuentran tal cantidad de fieras que es imposible contarlas. Dos de nosotras, por turno, hemos de quedarnos aquí para preparar la comida. Ahora nos toca a mí y a esta hermana prepararles la comida. Rogábamos a Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) que nos deparase un ser humano para distraernos con él. ¡Gracias a Dios que te ha hecho llegar a nuestro lado! Tranquilízate y alegra tus ojos, pues no te ha de ocurrir ningún daño». Hasán se alegró y exclamó: «¡Gracias a Dios que nos ha conducido por este camino de salvación y que ha hecho que los corazones tengan compasión de nosotros!» La joven se puso de pie, le cogió por la mano, le hizo entrar en una habitación y sacó ropas y tapices tales como ninguna criatura podía poseer.
Al cabo de un rato regresaron sus hermanas de caza y pesca. Les explicaron la historia de Hasán y se alegraron mucho de su llegada. Entraron en su habitación, le saludaron y le felicitaron por haberse salvado. Se quedó con ellas viviendo en la más dulce vida y en la más feliz alegría: salía con ellas de caza y pesca, y mataba a las presas. Hasán vivía amigablemente con ellas y en esta situación siguió hasta que su cuerpo se hubo repuesto y curado de lo que había padecido: recuperó fuerzas, engordó y echó carnes debido a lo bien tratado que estaba y a permanecer con ellas en aquel lugar: se divertía con ellas en aquel palacio fastuoso, en todos los jardines y entre las flores. Las jóvenes le trataban bien y le hablaban dulcemente haciéndole olvidar las fatigas. Las muchachas estaban cada vez más contentas y también él lo estaba, incluso más que ellas. La pequeña explicó a sus hermanas la historia de Bahram el mago y cómo éste las había llamado genios malignos, demonios y ogros. Le juraron que lo matarían.
Al año siguiente el maldito llegó con un hermoso joven musulmán que parecía la luna. Le llevaba encadenado y completamente extenuado por el tormento. Desembarcó con él al pie del alcázar en el que se encontraba Hasán con las muchachas. Aquél estaba sentado junto al río, debajo de los árboles. Al verlo, el corazón de Hasán empezó a palpitar. Cambió de color y palmoteo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Hasán] dijo a las muchachas: «¡Por Dios, hermanas mías! ¡Ayudadme a matar a este maldito! Él ha venido y lo tenéis en vuestro puño; lo acompaña, preso, un musulmán de buena familia; le martiriza con toda clase de torturas dolorosas. Voy a matarlo, a tranquilizar mi corazón, a librar a ese joven de sus tormentos para ganar la recompensa y para que ese musulmán regrese, salvo, a su patria y se reúna con sus amigos, familiares y personas queridas. Esto constituirá una buena acción por vuestra parte y recibiréis la recompensa de Dios (¡ensalzado sea!)». Las muchachas le replicaron: «Hay que escuchar a Dios, obedecerlo y hacerte caso, Hasán». Se pusieron el velo, tomaron los instrumentos de guerra, ciñeron las espadas y ofrecieron a Hasán un espléndido corcel; le pusieron todos sus arreos y le armaron del mejor modo. Todos se pusieron en marcha. Alcanzaron al mago cuando éste ya había degollado el camello y, atormentando al muchacho, decía: «¡Métete en esta piel!» Hasán se le aproximó por la espalda sin que aquél se diese cuenta: chilló aturdiéndose y atontándole. Acercándose le increpó: «¡Levanta tu mano, maldito! ¡Enemigo de Dios y de los musulmanes! ¡Perro! ¡Traidor! ¡Adorador del fuego! ¡Viandante por el camino extraviado! ¿Cómo adoras al fuego y a la luz? ¿Cómo juras por las tinieblas y el calor?» El mago se volvió y reconoció a Hasán. Le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Cómo te salvaste? ¿Por dónde bajaste al suelo?» «Me salvó Dios. Éste ha entregado tu alma en mano de tus enemigos. Del mismo modo que me atormentaste a lo largo del camino, incrédulo y zendo, has caído en la angustia y te has apartado de la recta senda. Ni madre ni hermano ni amigo ni pacto solemne te han de salvar; tú eres quien ha dicho que Dios se venga del que traiciona el pan y la sal. ¡Tú has traicionado el pan y la sal y Dios te ha hecho caer en mi poder! ¡No podrás escapar de mí!» «¡Por Dios, hijo mío! Me eres más querido que mi propia vida, que la luz de mis ojos.» Hasán se acercó a él, se apresuró a darle un golpe en el cuello y la espada salió brillando con los tendones. Dios precipitó su alma en el fuego ¡qué pésima morada! Hasán tomó el saco que llevaba, lo abrió, sacó el tambor y la ación, repiqueteó con ésta sobre aquél y al momento, como relámpagos, acudieron los camellos. Quitó las ligaduras del joven, le hizo montar en un camello y en los restantes colocó los víveres y el agua. Le dijo: «Vete a donde quieras». Dios le había librado de las dificultades gracias a la mediación de Hasán. El joven se marchó. Las muchachas se alegraron muchísimo al ver cómo Hasán cortaba la cabeza del mago. Formaron círculo a su alrededor admiradas de su valentía y de su bravura. Le dieron las gracias por lo que había hecho, le felicitaron por haberse salvado y añadieron: «¡Hasán! Has hecho algo que ha saciado al sediento y que ha satisfecho al Rey, al Excelso». Regresó con las muchachas al palacio y siguió con ellas comiendo, bebiendo, jugando y divirtiéndose. De tanto como le gustaba vivir con ellas olvidó a su madre.
Siguió en esta vida agradable hasta que un día se levantó, desde el suelo, una polvareda enorme que oscureció el horizonte. Las jóvenes le dijeron: «¡Hasán! Métete en tu habitación y escóndete; si prefieres ir al jardín, ocúltate entre los árboles y las vides; no te ocurrirá nada malo». Marchó, entró, se escondió en su habitación y la cerró por dentro. Al cabo de un rato aclaró la polvareda y debajo distinguió un ejército que avanzaba como si fuese el mar tumultuoso. Lo había enviado el rey, padre de las muchachas. Éstas alojaron con muchos miramientos a los soldados durante tres días y, transcurridos éstos, les preguntaron cómo se encontraban y qué noticias llevaban. Respondieron: «El rey nos envía a buscaros». «¿Qué quiere el rey?» «Un rey prepara una gran boda y quiere que estéis presentes en la ceremonia para que os divirtáis.» «¿Cuánto tiempo permaneceremos ausentes de nuestro domicilio?» «El tiempo de ir, volver y quedaros allí durante dos meses.» Las jóvenes entraron en el alcázar e informaron a Hasán de lo que ocurría. Le dijeron: «Este sitio te pertenece; nuestra casa es la tuya. Tranquilízate, refresca tus ojos y no temas ni te entristezcas, ya que nadie puede llegar hasta este lugar. Tranquiliza tu corazón y distrae tu pensamiento hasta que volvamos a tu lado. Aquí tienes las llaves de todas nuestras habitaciones pero, hermano nuestro, por el derecho que concede la amistad te conjuramos a que no abras esta puerta, ya que no la necesitas para nada». Después se despidieron y se marcharon acompañadas por los soldados. Hasán se quedó solo en el palacio. El pecho se le angustió, terminó la paciencia, la pena creció, se sintió intranquilo y se entristeció muchísimo por hallarse separado de ellas. El palacio, a pesar de su tamaño, le pareció pequeño. Al verse aislado e intranquilo y al acordarse de ellas recitó estos versos:
Todo el espacio se ha vuelto pequeño ante mis ojos; todos mis pensamientos son confusos.
Desde el momento en que mis amados han partido se ha enturbiado mi serenidad; las lágrimas desbordan mis ojos.
El sueño ha abandonado mi pupila desde el momento de su partida; todos mis pensamientos son negros.
¿Volverá el tiempo a unirnos con nuestro deseo? ¿Volveré a regocijarme con ellos y a ser su contertulio?
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que empezó a salir de caza, solo, por la campiña; cobraba las piezas, las degollaba y las comía. La soledad y la inquietud por estar aislado fueron en aumento. Recorrió el alcázar, husmeó por todas partes, abrió las habitaciones de las jóvenes y encontró en ellas riquezas capaces de hacer perder la razón a cuantos las viesen. Pero, como las muchachas estaban ausentes, nada le satisfacía y su corazón se inflamaba al pensar en la puerta que su hermana le había recomendado que no abriese; que no se acercase ni la traspasara jamás. Se dijo: «Mi hermana me ha recomendado que no abra esa puerta, puesto que tras ella hay algo que no quiere que vea nadie. ¡Por Dios! ¡He de abrirla y ver lo que contiene aunque eso haya de causarme la muerte!» Cogió la llave y abrió; pero no vio ninguna riqueza; sólo distinguió, en la testera del lugar, una escalera construida con ónix yemení. Subió por ella hasta llegar a la azotea del alcázar. Se dijo: «Esto es lo que me prohibía hacer». Recorrió la terraza y descubrió, al pie del palacio, un lugar lleno de cultivos, jardines, árboles, flores, animales y pájaros que cantaban y loaban a Dios el Único, el Todopoderoso. Clavó los ojos en aquellos paseos y descubrió un mar proceloso cuyas olas entrechocaban. Siguió paseando por el palacio, a derecha e izquierda, hasta llegar a un pabellón construido sobre cuatro columnas. En él se hallaba un asiento que tenía engarzadas toda clase de piedras: jacintos, esmeraldas, rubíes y gemas. Estaba construido de ladrillos de oro, plata, jacintos y verdes esmeraldas. En el centro había una alberca repleta de agua que contenía un enrejado de sándalo y áloe que tenía incrustadas varitas de oro rojo, esmeralda verde y toda suerte de aljófares y perlas; cada grano de éstas tenía el tamaño de un huevo de paloma. Al lado de la alberca, había un trono de madera de áloe cuajado de perlas, aljófares entrelazados con oro rojo, gemas coloreadas de todos los tipos y metales preciosos; todo ello dispuesto simétricamente. A su alrededor había pájaros que cantaban con distintas voces y que alababan a Dios (¡ensalzado sea!) con sus más bellos trinos y más variadas melodías. Un palacio como ése no lo habían poseído ni Cosroes ni César. Hasán había quedado estupefacto ante lo que veía. Se sentó para contemplar lo que le rodeaba. Permanecía quieto y admiraba lo bien hecho que todo estaba, la hermosura de las perlas y jacintos que contenía, la perfección de todo lo que allí había y los sembrados y pájaros que alababan a Dios, el Único, el Todopoderoso; examinaba los indicios del poder de Dios (¡ensalzado sea!) que quedaban manifiestos en la construcción de dicho alcázar que era algo imponente. De pronto aparecieron diez pájaros que llegaban por el lado de tierra y se dirigían hacia el pabellón y la alberca. Cuando Hasán se dio cuenta de que se dirigían a la alberca a beber agua se ocultó, pues temía que le vieran y huyeran. Los pájaros se posaron en un árbol muy grande y hermoso y dieron vueltas en torno de éste. Hasán se fijó en un pájaro mayor, estupendo, que era más bonito que los otros. Éstos le rodeaban y estaban a su servicio. El muchacho quedó admirado. Aquel pájaro empezó a picotear a los otros nueve, mostrándose superior a éstos que huían de él. Hasán lo observaba todo desde lejos. Después se sentaron en el trono. Cada animal abrió con sus garras la piel y salió: se trataba de un vestido de plumas de cuyo interior surgieron diez muchachas vírgenes cuya hermosura afrentaba a la de la luna. Se quitaron los trajes, se metieron todas en la alberca, se lavaron y empezaron a jugar y a retozar. El pájaro que las mandaba salpicaba y sumergía a la fuerza a las demás que huían de ella, pues no podían alcanzarla con su mano. Hasán al verla perdió la razón y la inteligencia y comprendió que las jóvenes le habían prohibido abrir la puerta por eso. El muchacho quedó prendado al contemplar su belleza, hermosura, su talle y bellas proporciones. La muchacha jugaba, bromeaba y salpicaba de agua a las demás mientras Hasán las observaba y suspiraba por no poder encontrarse a su lado. Su entendimiento había quedado perplejo y su corazón preso en su amor: cayó en las redes de la pasión: los ojos miraban mientras el corazón ardía y el alma era presa del sufrimiento. Hasán rompió a llorar de pasión por su belleza y en sus entrañas prendieron las brasas del afecto, una llama cuyas chispas no se apagan y una pasión cuya impresión no se esconde. Las muchachas salieron de la alberca sin descubrir a Hasán. Éste no las perdía de vista y seguía admirando su belleza y hermosura, sus atractivos y sus buenos modos. Al volver la vista contempló a la muchacha mayor, que estaba desnuda y descubrió entre sus muslos una cúpula magnífica, redondeada, con cuatro pilastras: parecía un tazón de plata o de cristal que recordaba el decir del poeta:
Cuando quitó el vestido que cubría sus partes encontré un desfiladero que era tan angosto como mi carácter y mis recursos.
Metí la mitad y ella suspiró. Le pregunté: «¿Por qué?» Respondió: «Por lo que falta».
Cada una de ellas se puso el vestido al salir del agua. La joven mayor se cubrió con una túnica verde y su belleza sobrepujó a la hermosura de los horizontes; su rostro relució más que la luna llena cuando aparece por el horizonte y sus cimbreos superaron los de las ramas haciendo perder la cabeza por la incitación del deseo. Era tal como dijo el poeta:
Apareció una muchacha nerviosa; el sol la había pedido en préstamo la mejilla.
Llevaba puesta una camisa verde, verde como las ramas del granado.
Le pregunté: «¿Cómo se llama este vestido?» Respondió con palabras de dulce significado:
«Hemos despedazado el corazón de nuestros enamorados y el céfiro quema los corazones».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que las muchachas, puestos los vestidos, se sentaron a hablar y reír mientras Hasán no las perdía de vista y seguía sumergido en el mar del amor y perdido en el valle de sus pensamientos. Se decía: «¡Por Dios! Mi hermana me dijo: “No abras esa puerta” únicamente a causa de estas muchachas, pues debía temer que me prendase de alguna de ellas». Siguió observando los encantos de la joven que era el ser más perfecto creado por Dios en su época, pues sobrepujaba con su belleza a todos los seres humanos. Tenía una boca que parecía el sello de Salomón; un cabello negro como la noche en que el amante triste se separa de la amada; su frente brillaba como la luna de ramadán; los ojos competían con los de las gacelas; nariz resplandeciente y aguileña; mejillas como anémonas; labios que parecían de coral y dientes alineados como perlas engarzadas en un collar de oro; el cuello parecía un lingote de plata que se hubiese extendido sobre una rama de sauce; el vientre tenía pliegues y rincones sobre los cuales levantaba sus súplicas el amante; el ombligo tenía capacidad para una onza del mejor almizcle perfumado. Los muslos eran llenos y redondos como si fuesen columnas de mármol o dos cojines de pluma de avestruz; entre ellos se veía algo que era mayor que un gran collado o que una liebre con las orejas gachas: tenía azoteas y columnas. Esta muchacha sobrepujaba en belleza y en talle a la rama de sauce y a la caña de bambú. Tal como dijo el poeta enamorado:
Es una muchacha cuya saliva compite con la miel: tiene una mirada más penetrante que la espada india.
Al moverse avergüenza a las ramas de sauce y cuando sonríe aparece en su boca un relámpago.
He comparado su mejilla a rosas ensartadas, pero se ha apartado y ha dicho: «¿Quién se atreve a compararme con la rosa y
a decir que mi seno se parece a la granada? ¿no se avergüenza? ¿Desde cuándo el granado tiene ramas como la que sostiene mi seno?
¡Juro por mi belleza, mis ojos, y la sangre de mi corazón; por el paraíso que se encuentra en mi amor y lo duro que resulta mi separación!
Si vuelve a compararme le privaré de la dulzura de mi unión; le castigaré apartándome de él.
Dicen: “En el jardín hay rosas ensartadas”. Pero sus rosas no son como mi mejilla ni sus ramas como mi talle.
Si en los jardines encuentra algo que se me parezca ¿qué es lo que ha venido a pedirme?»
Las muchachas no pararon de reír y jugar bajo la mirada de Hasán que seguía de pie. Éste se olvidó de comer y beber hasta la tarde. La muchacha dijo a sus compañeras: «¡Hijas de reyes! El tiempo pasa y nuestro país queda lejos. Hemos estado a placer en este lugar. Marchémonos y regresemos a nuestro domicilio». Cada una de ellas se puso el vestido de plumas; una vez endosados volvieron a ser aves como antes y remontaron todas el vuelo llevando en el centro a la muchacha. Hasán desesperó. Quería levantarse y bajar pero no podía ponerse en pie. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. La pena se apoderó de él y recitó estos versos:
Si después de vuestra partida conozco las dulzuras del sueño, jamás seré fiel a un pacto.
Después de vuestra partida no he pegado los ojos; no he tenido reposo después de vuestra marcha.
Creo veros en sueños, ¡ojalá los sueños fuesen realidad!
Aunque no lo necesite quiero dormir, ¡quizás os encuentre en sueños!
Hasán anduvo un poco sin acertar a seguir el camino para descender a la planta inferior del palacio. Se arrastró hasta llegar a la puerta de su habitación. Entró, cerró tras él y se tendió, enfermo, sin poder comer ni beber. Estaba sumergido en el mar de sus pensamientos. Lloró y se lamentó hasta el día siguiente. Al amanecer recitó estos versos:
Por la tarde los pájaros han levantado el vuelo gritando; pero quien muere de amor no tiene alas.
Guardo secreto el relato de mi amor mientras puedo, pero cuando me desborda la pasión queda al descubierto.
El fantasma de aquel cuyo rostro se parece a la aurora viene de noche a visitarme. Mi noche, en la pasión, no conoce aurora.
Me lamento por ella mientras que los que no aman, duermen; los vientos de la pasión juegan conmigo.
He dado suelta a mis lágrimas; después a mis bienes, a mi sangre, a mi razón y a mi alma. En la generosidad reside la ganancia.
Las peores desgracias y penas se experimentan cuando las hermosas resisten.
Dicen que es pecado unirse a las mujeres castas y que es lícito derramar la sangre de los enamorados.
El único remedio del amante extenuado reside en darse con generosidad en amor, aunque sea en broma.
Grito de pasión y de dolor por el amado; gritar es el único bien del apasionado.
Al salir el sol abrió la puerta de su cuarto y subió al sitio en que había estado; se sentó allí, enfrente del pabellón, hasta la caída de la noche. Pero no acudió ningún pájaro. Permaneció sentado en su espera y lloró muchísimo, hasta el punto de caer desmayado y quedar tumbado en el suelo. Al volver en sí se arrastró y fue a la parte baja del palacio. Llegó la noche; el mundo le pareció algo desdeñable; siguió llorando y sollozando durante toda la noche. Así llegó la aurora y el sol se levantó sobre colinas y llanuras. Ni comía, ni bebía, ni dormía, ni podía estarse quieto; durante el día vivía perplejo y durante la noche desvelado, estupefacto y ebrio por el pensamiento que le atormentaba, dada la mucha pasión. Recitó las palabras del poeta:
¡Oh, tú, que afrentas los rayos del sol matutino! ¡Oh, tú, que, sin saberlo, desbancas las ramas!
¿Permitirán los días que vuelvas y apagues los fuegos encendidos en mis entrañas?
¿Nos reunirá el abrazo en el momento del encuentro y tu mejilla rozará con la mía y tu seno se apoyará en el mío?
¿Quién ha hablado de las dulzuras del amor? En el amor hay días más amargos que el acíbar.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que mientras él era presa de la pasión se levantó una polvareda desde el suelo. Se apresuró a bajar al alcázar y a ocultarse, pues se dio cuenta de que llegaban las dueñas del castillo. Al cabo de un rato descabalgaron los soldados y rodearon el alcázar. Las siete muchachas se apearon, entraron en el palacio, se quitaron los arreos y las armas de guerra que llevaban puestos. Pero la hermana menor, la hermana de Hasán, no se quitó las armas sino que corrió a la habitación del joven. No le vio. Le buscó y le encontró en una celda: estaba débil, delgado; el cuerpo había enflaquecido y tenía los huesos deshechos; se había vuelto pálido y los ojos se le habían hundido en la cara por lo poco que había comido y bebido y las muchas lágrimas que había derramado a causa de su pasión y de su amor por la muchacha. Su hermana, la genio, al verlo en esta situación quedó estupefacta, perdió la mesura y le preguntó por lo que le ocurría, por la situación en que se encontraba y por el mal que le había herido, añadiendo: «¡Cuéntamelo, hermano mío, para que yo pueda ingeniármelas y hacer desaparecer tu mal! ¡Yo seré tu rescate!» El joven rompió a llorar amargamente y recitó:
El enamorado, cuando se ha apartado de él la amada, no puede estar más que triste y atormentado.
Su interior está enfermo, su exterior lleno de pasión. Lo primero lo debe a la memoria y lo segundo al pensamiento.
Al oírle recitar esto su hermana quedó admirada de su elocuencia, de su facilidad de palabra, y de la hermosa dicción de que daba muestras al responderle en verso. Le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Cuándo has caído en la situación en que te encuentras? ¿Cuándo te ha sucedido esto? Veo que hablas en verso y derramas abundantes lágrimas. ¡Te conjuro por Dios y por el sagrado lazo de amor que hay entre nosotros, hermano mío, a que me expongas tu situación y me des a conocer tu secreto! No temas daño por mi parte por aquello que te haya podido suceder en nuestra ausencia; mi pecho está acongojado, la vida me es dura por tu causa». El muchacho suspiró, derramó lágrimas tan abundantes como la lluvia y replicó: «¡Hermana mía! Temo que si te lo explico no me ayudes a conseguir mi deseo y me dejes morir de pena sumergido en mi desgracia». «¡Hermano mío! ¡Por Dios! ¡No te abandonaré aunque me cueste la vida!» Le explicó lo que le había sucedido y lo que había visto al abrir la puerta. Le informó de que la causa de las penas y de las aflicciones era el amor que sentía por la muchacha a la que había visto; que estaba enamorado de ella; que llevaba diez días sin probar bocado ni beber. Rompió a llorar amargamente y recitó estos dos versos:
Devolved, como tenía, el corazón a la víscera; las pupilas al sueño; después, partid.
¿Creéis que las noches cambian el pacto de amor? ¡Muera aquel que cambia!
Su hermana le acompañó en el llanto, se apiadó de su situación y tuvo misericordia de su exilio. Le dijo: «¡Hermano mío, tranquilízate y refresca tus ojos! Arriesgaré mi vida por ti y perderé mi existencia por satisfacerte. Aunque me cueste la vida he de idear una estratagema para que consigas, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, tu propósito. Pero te aconsejo, hermano mío, que ocultes tu secreto a mis hermanas y que no expongas a ninguna de ellas tu situación, pues los dos perderíamos la vida. Si te preguntan si has abierto la puerta contesta: “Jamás la he abierto, pero tenía el corazón preocupado porque estabais separadas de mí; deseaba veros y estaba solo en el palacio”». «Sí; eso es lo correcto.» Hasán la besó en la cabeza, tranquilizó sus ideas y dio reposo a su pecho. Antes, por haber abierto la puerta, había temido a su hermana. Pero después de haber estado a punto de morir, por el mucho miedo, recuperó el ánimo. Pidió a la muchacha algo de comer. Ésta salió de su habitación y fue llena de pena y llorando a ver a sus hermanas. Le preguntaron qué le ocurría y les respondió que estaba preocupada por su hermano que se encontraba enfermo y que no había probado bocado desde hacía diez días. Le preguntaron por la causa de la enfermedad y contestó: «Lo largo de nuestra ausencia hasta el punto de que le ha entrado morriña. Estos días que hemos permanecido lejos de él, le han parecido más largos que mil años. Tiene perdón porque es un extranjero y estaba solo. Le hemos dejado aislado, sin nadie que le hiciese compañía y le distrajese. En todo caso es un muchacho joven y tal vez se haya acordado de su madre, que es una mujer mayor, y haya pensado que debe estar llorando de tristeza por él a todo lo largo de la noche y durante todas las horas del día. Hemos de consolarle con nuestra compañía». Sus hermanas, al oír estas palabras, rompieron a llorar, llenas de tristeza, y le dijeron: «¡Por Dios que tiene disculpa!» Salieron al encuentro de los soldados, los despidieron y entraron a saludar a Hasán. Vieron que su belleza se había alterado; su rostro, palidecido; su cuerpo, adelgazado. Rompieron a llorar de compasión, se sentaron a su lado, le trataron con cariño y tranquilizaron su corazón contándole todos los prodigios y maravillas que habían visto y lo que había ocurrido entre el novio y la novia. Las muchachas permanecieron a su lado durante un mes entero; le trataron con cariño y amabilidad, pero su enfermedad siguió empeorando. Siempre que le veían así lloraban copiosamente y el llanto más abundante era el de la hermana menor.
Al cabo de un mes las muchachas desearon montar a caballo y salir de caza y pesca. Se decidieron a hacerlo y rogaron a su hermana pequeña que las acompañase, pero ella les replicó: «¡Por Dios, hermanas mías! No puedo acompañaros dejando a mi hermano en este estado. Antes debe desaparecer la situación en que se encuentra y curar. Me quedaré con él para atenderlo». Al oír estas palabras le dieron las gracias por su generosidad y añadieron: «Serás recompensada por todo lo que haces con este extranjero». La dejaron en el alcázar, montaron a caballo y tomaron consigo provisiones para veinte días.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas ochenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la hermana pequeña se quedó con Hasán en el palacio. Cuando calculó que sus hermanas se habían alejado mucho se acercó a su hermano y le dijo: «Levántate y muéstrame el lugar en que has visto a las muchachas». Respondió: «¡En el nombre de Dios, en seguida!» Se puso muy contento y se convenció de que iba a conseguir su propósito. Quiso incorporarse para ir a enseñarle el sitio, pero no tuvo fuerzas para andar. La joven lo cogió en brazos y lo llevó al alcázar. Cuando llegaron a la azotea le mostró el lugar en que había visto a las muchachas, le enseñó el trono y la alberca de agua. Su hermana le dijo: «Descríbeme el modo cómo han llegado». Le explicó lo que había visto y en especial lo que se refería a la joven de la que se había prendado su corazón. Al oír su descripción la reconoció: palideció y se puso nerviosa. El muchacho le preguntó: «¡Hermana mía! Tu rostro ha palidecido y estás intranquila». «¡Hermano! Sabe que esa joven es la hija del rey de reyes de los genios, del rey más poderoso. Su padre es señor de hombres y genios; de brujos y sacerdotes; de clanes y servidores; de regiones y numerosas ciudades. Posee un sinfín de riquezas y nuestro padre es uno cualquiera de sus lugartenientes. Dado los muchos soldados de que dispone, la magnitud de su reino y la gran cantidad de riquezas que posee nadie puede hacerle frente. Ha concedido a las muchachas que has visto, sus hijas, terrenos que miden un año completo a lo largo y a lo ancho. Este territorio lo ha rodeado por un río al que nadie, sea genio o sea hombre, puede alcanzar. Dispone de veinticinco mil amazonas que guerrean con la lanza y con la espada; cada una de ellas monta a caballo, ciñe los instrumentos de guerra y es capaz de hacer frente a mil caballeros valientes. Siete de éstas, por su valor y adiestramiento, equivalen a todas las restantes o aún más. Ha confiado el gobierno de la región que te he citado, a su hija mayor, la cual es la mayor de las hermanas. Es más valiente, caballeresca, hábil, lista y bruja que todos sus súbditos. Las muchachas que la acompañaban eran los grandes de su reino, sus servidoras y sus allegadas. El manto de plumas con el cual vuelan es un producto de la magia de los genios. Si quieres poseer a esa muchacha y casarte con ella quédate aquí y espérala. Esas muchachas acuden a este lugar al principio de cada mes. Cuando veas que llegan ocúltate y guárdate de aparecer, pues si te viesen perderíamos todos la vida. Fíjate en lo que te digo y consérvalo en la memoria. Permanece en un lugar próximo de aquel en que ellas estén y obsérvalas sin que te vean. Una vez se hayan desnudado pon tus ojos en el manto de plumas que pertenece a la mayor, ésa a la que deseas. Cógelo y no toques nada más. Esto te permitirá llegar a su país. Mientras tengas el vestido, tendrás a la mujer. Pero ¡ay de ti si te dejas engañar! Ella te dirá: “¡Oh, tú, que has robado mi vestido, devuélvemelo, ya que yo estoy ante ti, a tu disposición y en tu poder!”. Si se lo entregas, te matará, arruinará nuestros palacios y matará a nuestro padre. Entérate ahora de lo que te va a suceder: Sus hermanas, al darse cuenta del robo del vestido, levantarán el vuelo y la dejarán sola. Entonces te acercarás a ella, la cogerás por los cabellos y la atraerás hacia ti: la poseerás y será tu propiedad. Después guarda bien el manto de plumas, pues mientras esté en tu poder ella será tuya, será tu prisionera, ya que no podrá levantar el vuelo hacia su país si no es con él. Cuando te hayas apoderado de ella, cógela en brazos, bájala a tu habitación, pero no le dejes ver que te has apoderado del vestido». El corazón de Hasán se tranquilizó al oír las palabras de su hermana; su temor desapareció y cesó su dolor. Se puso de pie, la besó en la cabeza y bajó de la azotea. Ambos se fueron a dormir y él se cuidó de sí mismo hasta la mañana.
Al salir el sol se puso de pie, abrió la puerta, subió a la azotea, se sentó y no se movió hasta la caída de la tarde. Su hermana le llevó algo de comer y de beber. Después durmió.
Este sistema de vida siguió hasta que apareció el novilunio del nuevo mes. Hasán, al ver el creciente, se puso al acecho de las muchachas. Éstas aparecieron como el relámpago. Al verlas se escondió en un lugar desde donde las veía y no le veían. Los pájaros descendieron y cada uno se posó en un sitio. Se quitaron los mantos y lo mismo hizo la joven a la que amaba. Esto ocurría en un sitio muy próximo de aquel donde estaba Hasán. La joven se metió en la alberca con sus hermanas. Entonces el muchacho se incorporó, anduvo un poco, escondiéndose, y Dios lo ocultó. Cogió el manto sin que ninguna de ellas lo viese, puesto que jugaban unas con otras. Al terminar salieron y cada una se puso su traje de plumas. La que él amaba buscó su vestido, pero no lo encontró. Gritó, se abofeteó la cara y desgarró sus ropas. Las hermanas se acercaron y le preguntaron qué le ocurría. Les explicó que había perdido su vestido de plumas. Lloraron, gritaron y se abofetearon la cara. Pero cuando se aproximó la noche no pudieron continuar a su lado y la dejaron en el pabellón.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Hasán, al ver que levantaban el vuelo y que la abandonaban, escuchó con atención y oyó que decía: «¡Oh, tú, que has cogido mi vestido y me has desnudado! Te ruego que me lo devuelvas para cubrir mis vergüenzas. ¡Ojalá Dios no te haga probar mi pesar!» Hasán, al oír estas palabras, perdió la razón de amor, quedó aún más prendado de ella y no pudo contenerse. Abandonó el lugar en que se encontraba y corrió a arrojarse encima. La cogió, la atrajo hacia sí, la llevó a la parte inferior del castillo, la metió en su habitación y le dio un manto suyo. Ella seguía llorando y mordiéndose las manos. Hasán cerró la puerta, corrió a buscar a su hermana y le informó de que la había conseguido y que se había apoderado de ella haciéndola bajar a su habitación. Añadió: «Ahora está sentada llorando y mordiéndose las manos». Su hermana, al oír estas palabras, se incorporó, se dirigió a la habitación y entró. La encontró llorando y triste. Besó el suelo ante ella y la saludó. La joven le increpó: «¡Muchacha! ¡Hija de reyes! ¿Las gentes como tú hacen cometer atentados detestables con las hijas de los reyes? Tú sabes que mi padre es un rey poderoso, que todos los reyes de los genios le respetan y temen su ira; dispone de brujos, sabios, sacerdotes, demonios y marides a los que nadie puede resistir; sólo Dios conoce el número de criaturas que le obedecen; ¿cómo, pues, os parece bien, hijas de reyes, acoger a seres humanos enseñándoles nuestra situación y la vuestra? Si no fuese así ¿cómo habría llegado este hombre hasta nosotras?» La hermana de Hasán replicó: «¡Hija del rey! Este hombre es un perfecto caballero; no se propone nada deshonesto. Pero él te ama y las mujeres fueron creadas para los hombres. Si él no te amase no habría enfermado por ti hasta el punto de morir de amor». Siguió contándole toda la historia del amor de Hasán como éste se la había referido: cómo habían llegado volando las muchachas y se habían bañado; que ella era la única que le había gustado, puesto que era la que podía sumergir a las demás en la alberca mientras que ninguna de las otras podía extender su mano en contra. Al oír estas palabras la joven desesperó de salvarse. La hermana de Hasán se puso de pie, se marchó y regresó con una túnica preciosa que le hizo vestir. Le llevó algo de comer y beber. Comieron juntas las dos jóvenes y la hermana tranquilizó el corazón y calmó el temor que la otra sentía. La trató con cariño y dulzura y le dijo: «¡Concédele tu mirada, pues está muerto de amor por ti!» Siguió hablándole con cariño, tranquilizándola y halagándola. Pero la joven siguió llorando hasta la aparición de la aurora. Cuando se convenció de que había caído y que no tenía posibilidad de escapar, se tranquilizó, detuvo su llanto y dijo a la hermana de Hasán: «¡Hija del rey! Dios ha decretado que mi destino sea el de estar ausente y separada de mi país, mi familia y mis hermanas. ¡Hay que tener una bella paciencia con lo que mi Señor ha decretado!» La hermana de Hasán la instaló en la habitación más hermosa del palacio. Siguió a su lado, consolándola y tranquilizándola hasta que se resignó, se ensanchó su pecho y rompió a reír, dejando de lado la pena y la angustia que experimentaba por encontrarse separada de su familia, de la patria, de sus hermanas, de su padre y de su reino. Entonces la hermana de Hasán fue a buscar a éste y le dijo: «¡Vamos! ¡Entra a verla en su habitación y bésale manos y pies!» Acudió, hizo lo que le había indicado y la besó entre los ojos diciendo: «¡Hermosa señora! ¡Vida del espíritu! ¡Regocijo de los videntes! Tranquiliza tu corazón. Yo sólo te he capturado para transformarme en tu esclavo hasta el día de la resurrección. Ésta, mi hermana, es tu servidora y yo, señora mía, sólo quiero casarme contigo según la azuna de Dios y de su Profeta y marcharme a mi país. Tú y yo viviremos en la ciudad de Bagdad. Te compraré doncellas y esclavos. Tengo madre, una de las mejores mujeres, que estará a tu servicio. No hay país más hermoso que el nuestro. Todo lo que éste contiene es mejor que lo de cualquier otra región: sus habitantes, sus súbditos, son gentes buenas, de rostro luminoso». Mientras le hablaba, la halagaba y ella no contestaba ni una letra, alguien llamó a la puerta del alcázar. Hasán salió a ver quién llamaba: Eran las muchachas que regresaban de caza. Se alegró de volverlas a ver, salió a recibirlas, y las saludó. Éstas le desearon que se encontrase bien y con salud y el joven hizo las mismas manifestaciones. Después se apearon de los caballos, entraron en el alcázar y cada una de ellas se fue a su habitación. Se cambiaron los vestidos usados por hermosas ropas. Habían salido de caza y habían cobrado gran número de gacelas, vacas salvajes, liebres, fieras, hienas, etcétera. Degollaron una parte de estos animales y el resto lo enjaularon en el palacio. Hasán, de pie entre ellas, con la cintura ceñida, los degollaba mientras ellas jugaban y se divertían muchísimo. Cuando terminaron de sacrificar los animales se sentaron para preparar algo de comer. Hasán, entonces, se acercó a la hermana mayor y le besó la cabeza. Después besó la cabeza de las restantes. Le dijeron: «¡Hermano nuestro! Tú te has humillado ante nosotras. Nos admira el mucho amor en que nos tienes siendo, como eres, un hombre y nosotras genios». Las jóvenes rompieron a llorar y el muchacho hizo lo mismo. Le preguntaron: «¿Qué ocurre? ¿Qué te hace llorar? Tu llanto nos amarga el día de hoy. Parece ser que deseas volver a ver a tu madre y a tu país. Si tal es tu deseo haremos nuestros preparativos y te acompañaremos a tu patria, junto a las personas a las que amas». Les replicó: «¡Por Dios! ¡No quiero separarme de vosotras!» «Entonces, ¿cuál de nosotras te ha turbado hasta el punto de preocuparte?» Hasán tuvo vergüenza de contestar que era el amor por la joven que estaba escondida el que le hacía estar así, temeroso de que le reprendieran. Calló y no les explicó nada de lo que le ocurría. Pero su hermana se puso de pie y les dijo: «Ha sido presa del pájaro del amor. Os pide que le ayudéis a domesticarlo». Todas las jóvenes se volvieron hacia él y le dijeron: «Nosotras estamos a tu servicio: haremos cualquier cosa que nos pidas, pero cuéntanos tu historia y no nos ocultes nada de lo que te sucede». Hasán, volviéndose a su hermana, dijo: «¡Cuéntales lo que me ha sucedido, ya que yo siento vergüenza y no puedo decir tales palabras!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la joven contó: «¡Hermanas mías! Cuando salimos de viaje y dejamos solo a este desgraciado, Hasán se encontró intranquilo y temeroso de que alguien le saliese al encuentro. Ya sabéis que los hijos de Adán son miedosos. Abrió la puerta que conduce a la azotea del palacio mientras se sentía angustiado y solo; subió, se sentó allí y contempló el valle sin perder de vista la puerta por temor de que alguien penetrase en el alcázar. Cierto día, mientras estaba allí sentado, vio que diez pájaros se acercaban hacia él, pues venían hacia el alcázar. Volaron sin cesar hasta posarse en la alberca que está al pie del mirador. Hasán clavó la vista en el más hermoso, en el que picoteaba a los demás que no podían extender sus manos hacia él. A continuación llevaron las garras a sus collares, abrieron los vestidos de plumas y salieron: cada uno de ellos se había transformado en una joven parecida a la luna en la noche del plenilunio y se quitaron los vestidos que llevaban puestos mientras Hasán las contemplaba. Se metieron en el agua y jugaron. La muchacha mayor las sumergía sin que ninguna de ellas pudiese extender su mano hacia ella que era la de rostro más hermoso, la de talle más sutil y la de vestidos más limpios. Continuaron así hasta mediada la tarde. Entonces, salieron de la alberca, se pusieron los vestidos, se metieron en el manto de plumas y, volviéndole la espalda, remontaron el vuelo. Quedó con el corazón preocupado: el fuego prendió en sus entrañas a causa del pájaro mayor y se arrepintió de no haberle robado el manto de plumas. Enfermó. Se quedó en la azotea del palacio esperándola; perdió el apetito, la sed y el sueño. En esta situación continuó hasta que apareció el creciente. Mientras se encontraba allí sentado, las jóvenes se presentaron de nuevo según su costumbre: se quitaron los vestidos y se metieron en la alberca. Hasán robó el manto de la mayor, puesto que se había dado cuenta de que no podía levantar el vuelo sin él. Lo cogió y lo escondió bien, temeroso de que lo descubrieran y lo mataran. Esperó hasta que remontaron el vuelo. Entonces se puso en pie, la capturó y bajó con ella a los aposentos inferiores del palacio.» Sus hermanas preguntaron: «¿Y dónde está?» «Está con él en tal aposento.» «¡Hermana! ¡Descríbenosla!»
La pequeña siguió: «Es más hermosa que la luna en la noche del plenilunio; su rostro es más brillante que el sol; su saliva más dulce que un sorbete; su cintura más esbelta que una caña; tiene mirada de hurí; rostro luminoso; frente brillante; un pecho que parece de aljófares y dos senos como granadas; sus mejillas parecen dos manzanas; el vientre tiene pliegues y el ombligo parece de marfil repleto de almizcle; las piernas parecen dos columnas de mármol. Arroba los corazones con sus miradas alcoholadas, con la esbeltez del talle, la pesadez de sus caderas y con palabras capaces de curar al enfermo. De hermosas formas y graciosa sonrisa, aseméjase a la luna en el plenilunio». Las jóvenes, escuchada esta descripción, se volvieron a Hasán y le dijeron: «Deja que la veamos». El muchacho, lleno de amor, las acompañó hasta la habitación en que se encontraba la hija del rey. Abrió la puerta, entró y ellas lo siguieron. Al verla y al contemplar su belleza, besaron el suelo ante ella, quedaron boquiabiertas de la hermosura de su aspecto y lo lindo de sus cualidades. Le dijeron: «¡Por Dios, hija del gran rey! Esto es algo enorme. Si tú oyeras lo que las mujeres dicen de ese hombre, quedarías boquiabierta ante él durante toda tu vida. Está completamente enamorado de ti, pero no te solicita para ninguna mala acción y sólo te pide algo lícito. Si supiéramos que las muchachas pueden prescindir de los hombres, le hubiésemos disuadido de su deseo, a pesar de que no te ha enviado ningún mensajero y se ha presentado, en persona, ante ti. Nos ha dicho que ha quemado el manto de plumas; de lo contrario se lo hubiésemos arrebatado». Después, una de las jóvenes se puso de acuerdo con la princesa, realizó las negociaciones para el matrimonio y estipuló las condiciones del mismo con Hasán. Hasán le dio la mano y la intermediaria, obtenido el consentimiento, la casó con él. Las muchachas prepararon las cosas que eran propias de la hija de un rey y condujeron a Hasán ante ella. Éste abrió la puerta, le quitó el velo, le arrebató la virginidad y su amor por ella creció así como la pasión. Al conseguir su deseo se felicitó y recitó estos versos:
Tu figura seduce; tus ojos son de hurí; en tu cara gotea el agua de la belleza.
Has quedado grabada en mi retina del mejor modo: la mitad eres jacinto, el tercio aljófar,
El quinto almizcle y el sexto ámbar. Te pareces a una perla, pero brillas más.
Eva no ha dado a luz a nadie que pueda comparársete y en el paraíso eterno no existe una mujer como tú.
Atorméntame si quieres, pues es ley de amor; si quieres perdonarme, a ti te incumbe.
¡Oh, adorno del mundo! ¡Oh, sumo deseo! ¿Quién puede prescindir de la belleza de tu rostro?
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que las otras jóvenes estaban plantadas detrás de la puerta. Cuando oyeron los versos le dijeron: «¡Hija del rey! ¿Has oído las palabras de este ser humano? ¿Cómo puedes censurarnos si recita versos sobre tu amor?» La princesa, al oír esto, sonrió y se puso contenta y alegre. Hasán permaneció con ella durante cuarenta días; estaba contento, feliz, satisfecho y alegre. Las jóvenes renovaban cada día, en su honor, la alegría, los dones, los regalos y los presentes. Entre ellas el muchacho se encontraba bien y la princesa estaba tan satisfecha que terminó por olvidar a su familia.
Al cabo de los cuarenta días Hasán vio en sueños a su madre: estaba apenada, con los huesos descoyuntados, el cuerpo exhausto y el rostro pálido: había cambiado su situación mientras él se encontraba estupendamente. La madre, al verlo así, le dijo: «¡Hijo mío! ¡Hasán! ¿Cómo puedes ser feliz en el mundo y olvidarme? Mira la situación en que me encuentro después de tu marcha: yo no te olvido; mi lengua no dejará de mencionarte hasta el momento de la muerte. Para no olvidarte te he construido, en casa, una sepultura. ¿Viviré, hijo mío, para volver a verte a mi lado y vivir juntos como en el pasado?» Hasán se despertó llorando y sollozando; las lágrimas resbalaban por sus mejillas como si fuesen agua de lluvia. Se encontraba triste, afligido y no podía ni contener el llanto ni reconciliar el sueño; no podía estar quieto ni tener paciencia. Al amanecer las jóvenes fueron a verlo y a distraerse con él conforme tenían por costumbre. Pero no les hizo caso. Preguntaron a su esposa qué le ocurría. Replicó: «No lo sé». Le dijeron: «¡Pregúntaselo!» Se acercó a él y le dijo: «¿Qué te sucede, señor mío?» Hasán, entre suspiros y lamentos, le informó de lo que había visto en sueños. Después recitó este par de versos:
Hemos permanecido irresolutos y perplejos buscando una vecindad imposible de alcanzar.
Las calamidades del amor crecen sobre nosotros: pesado es el lugar que en nosotros ocupa el amor.
Su esposa les explicó lo que había dicho. Las jóvenes, al oír al verso, tuvieron piedad de su situación y le dijeron: «¡En el nombre de Dios! Haz lo que bien te plazca. Nosotras no podemos impedirte que vayas a visitarla; al contrario: te auxiliaremos en todo lo que podamos. Pero para ello es necesario que no cortes tus relaciones con nosotras y nos visites, aunque sólo sea una vez al año». Les replicó: «¡Oír es obedecer»! Las jóvenes se pusieron en seguida de pie, prepararon víveres y engalanaron a la novia con joyas, vestidos y muchas cosas de gran valor cuya descripción es imposible. Para él prepararon regalos que ninguna pluma puede describir. Después, repicaron en el tambor y de todas partes acudieron camellos de raza. Escogieron algunos para que transportasen todo lo que habían preparado e hicieron montar a Hasán y su esposa. Les llevaron veinticinco literas de pro y cincuenta de plata. Los acompañaron durante tres días en los cuales recorrieron una distancia de tres meses. Entonces se despidieron de los dos y se dispusieron para el regreso. La hermana pequeña rompió a llorar hasta el punto de desmayarse. Al volver en sí recitó este par de versos:
¡Ojalá jamás hubiese existido el día de la separación que arrebata el sueño a las pupilas!
Ha roto, entre nos y vos, la unión destruyendo las fuerzas y el cuerpo.
Al terminar estos versos se despidió de ellos. Hasán le había asegurado que una vez llegado a su país, reunido con su madre y tranquilizado su corazón, acudiría a verlas una vez cada seis meses. La joven le dijo: «Si algún asunto te preocupase o temieses alguna faena, toca el tambor del mago y acudirán los camellos. Monta, regresa a nuestro lado y no te separes de nosotras». Hasán se lo juró. Después les rogó que regresasen y, tras despedirse, se marcharon tristes por tener que separarse de él. Pero su hermana pequeña estaba más triste que las demás: no podía estarse quieta, había perdido la paciencia y lloraba noche y día. Esto es lo que a ellas se refiere.
He aquí lo que hace referencia a Hasán: Viajó durante toda la noche y el día y cruzó con su esposa campiñas, desiertos, valles y terrenos rocosos por la mañana y por la tarde. Dios les prescribió que quedaran a salvo y así llegaron a la ciudad de Basora. Siguieron camino hasta hacer arrodillar sus camellos en la puerta de su casa. Desmontaron, despidió los camellos, se acercó a la puerta para abrirla y oyó que su madre lloraba y con voz tenue, por el fuego que abrasaba su corazón, recitaba estos versos:
¿Cómo ha de gustar el sueño quien vive en el insomnio y vela durante la noche mientras las gentes reposan?
Poseía bienes, familia y poder, pero ha pasado a ser un extraño y a vivir solo.
La brasa ardiente está entre sus costillas; tiene tal amor que no admite más.
Ha sido vencido por la pasión y ésta le señorea; gime, a pesar de su ánimo, por lo que ha llegado.
El amor le mantiene triste, cabizbajo; las lágrimas lo atestiguan.
Hasán rompió a llorar al oír sollozar y llorar a su madre. Llamó con fuerza a la puerta. La madre preguntó: «¿Quién hay?» «¡Abre!», contestó. Abrió, le vio y al reconocerlo cayó desmayada. El muchacho la trató con cuidado hasta que volvió en sí. Entonces se abrazaron y ella le besó. Trasladó, después, sus cosas y objetos al interior de la casa, mientras la princesa examinaba a Hasán y a su madre. Ésta, cuando hubo tranquilizado su corazón, puesto que Dios la había reunido con su hijo, recitó estos versos:
El tiempo tuvo misericordia de mi situación y se apiadó de mi largo sufrimiento.
Uniéndome con lo que ansiaba y poniendo fin a lo que temía.
Perdonémosle de las faltas que cometió en el pasado e incluso la de haber vestido mi cabeza con cabellos blancos.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Hasán y su madre se sentaron a conversar. Ella le preguntó: «¿Cómo te trató el persa, hijo mío?» Le contestó: «¡Madre! No era un persa sino un mago que adoraba al fuego prescindiendo del Rey Todopoderoso». A continuación le explicó lo que había hecho con él desde el momento en que emprendieron el viaje hasta aquél en que le metió dentro de la piel de camello, le cosió en el interior y los pájaros le agarraron y le depositaron en la cima de la montaña; le explicó las criaturas muertas como consecuencia de los engaños del mago que había hallado en la cima del monte; éste los había abandonado allí después de haber satisfecho sus instintos; le refirió cómo se había arrojado al mar desde la cima y cómo Dios (¡ensalzado sea!) le había salvado y le había conducido hasta el alcázar de las muchachas, una de las cuales se había convertido en su hermana; cómo había vivido con ellas y cómo Dios le había hecho apoderarse del mago; después le explicó cómo se había enamorado de la adolescente y la había cazado, y le terminó de referir la historia hasta el momento en que Dios los había unido. La madre quedó boquiabierta al oír su relato y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) porque estaba bien y con salud. Se acercó a los fardos, los examinó y le preguntó por ellos. Le dijo lo que contenían. La madre se alegró muchísimo. Después se aproximó para hablar con la princesa y la trató afectuosamente. Al verla quedó estupefacta ante tanta belleza, se alegró y se maravilló de su hermosura, belleza, talle y justas proporciones. Dijo: «¡Hijo mío! ¡Loado sea Dios que te ha salvado y ha permitido que regreses sin contratiempos!» Después se sentó al lado de la joven, la trató con cariño y la tranquilizó. Al día siguiente por la mañana se dirigió al mercado, compró diez de las más preciosas túnicas que había en la ciudad, preparó magníficos tapices e hizo que la princesa se pusiese lo mejor de todo aquello. Después se acercó a su hijo y le explicó: «¡Hijo mío! Con semejantes riquezas no podemos vivir en esta ciudad. Sabes que somos personas pobres: la gente nos acusará de practicar la alquimia. Pongámonos en viaje y marchémonos a Bagdad, ciudad de la paz; así estaremos bajo la protección del Califa. Tú abrirás una tienda, venderás y comprarás y temerás a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!). Éste te auxiliará con esos bienes». Hasán escuchó estas palabras, las encontró justas y al momento salió, vendió la casa, hizo comparecer los camellos, cargó en ellos todos sus bienes y enseres; ayudó a montar a su madre y a su esposa y viajaron sin descanso hasta llegar a orillas del Tigris. Allí alquiló una embarcación para llegar a Bagdad, trasladó a ella todos sus bienes y enseres, hizo embarcar a su madre y a su esposa y después subió él a bordo. El viento le fue favorable y al cabo de diez días divisaron Bagdad. Al verla se alegraron. El buque entró con ellos en la ciudad e inmediatamente después desembarcaron. Hasán alquiló un almacén en una caravanera y trasladó a éste las mercancías que tenía en la nave. Pasaron la noche en la fonda. Al día siguiente cambió los vestidos que llevaba puestos. El corredor, al verlo, le preguntó si necesitaba algo y lo que quería. Le contestó: «Quiero una casa amplia y espaciosa». Le mostró las casas de que disponía. Le gustó una que había pertenecido a un visir. Hasán la compró por cien mil dinares de oro y le pagó su precio. Después volvió a la fonda en que se había hospedado y trasladó todas sus riquezas y enseres a la casa. Salió al zoco a comprar los vasos, tapices y demás enseres que necesitaba; además compró criados y un pequeño esclavo para la casa.
Vivió tranquilo con su esposa en la más dulce y alegre de las vidas durante tres años. Su mujer le dio dos hijos: a uno le llamó Nasir y al otro Mansur. Después de este tiempo se acordó de sus amigas, las muchachas; pensó en los favores que le habían hecho y en cómo le habían ayudado a conseguir su propósito. Deseó volver a verlas. Recorrió los zocos de la ciudad comprando joyas, telas preciosas y golosinas como ellas no habían visto ni conocido jamás. Su madre le preguntó por la causa de la compra de tales regalos. Le replicó: «He decidido ponerme en viaje para ir a ver a mis hermanas, aquellas que me hicieron tanto bien; la situación desahogada en que ahora me encuentro es debida a sus beneficios y favores. Quiero ir, a verlas y regresar en breve si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere». «¡Hijo mío! ¡No te ausentes!» «Sabe (¡oh, madre!) que te quedarás con mi esposa. El manto de plumas está guardado en una caja enterrada en el suelo. Vigila para que no lo encuentre, pues si lo cogiese remontaría el vuelo llevándose a sus hijos. Yo, al no tener noticias de ella, moriría de dolor. Sabe, madre, que te prevengo para que no hables de esto con ella. Sabe también que es hija de un rey de los genios y que ninguno de éstos es más grande ni posee mayores ejércitos y riquezas que él. Sabe también que ella gobierna a sus propios súbditos y que su padre la quiere mucho. Es una mujer de mucho valor: por tanto sírvela tú misma y no le permitas que cruce la puerta o que se asome por la ventana o por encima de la tapia. Yo temo que el soplo del viento la dañe. Si le ocurriese alguna desgracia yo me suicidaría.» La madre le replicó: «¡Dios me libre de no hacerte caso, hijo mío! ¿Es que estoy loca para desobedecerte y que tengas que hacerme tales recomendaciones? Vete tranquilo y sin preocupaciones. Cuando regreses, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, volverás a verla y te explicará mi comportamiento. Pero, hijo mío, no te entretengas más que el tiempo necesario para el camino».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el hado había querido que la mujer oyera las palabras que decía a su madre sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Hasán salió fuera de la ciudad, tocó el tambor y al instante aparecieron los camellos. Cargó veinte con regalos del Iraq, se despidió de su madre, esposa e hijos. Uno de éstos tenía un año y el otro dos. Regresó al lado de su madre, le dio sus consejos por segunda vez, montó y se puso en camino para ir a ver a sus hermanas. Viajó sin cesar noche y día por valles, montes, llanuras y pedregales durante diez días. El undécimo llegó al alcázar. Entró a ver a sus hermanas llevándoles sus regalos. Cuando le vieron se alegraron muchísimo y le felicitaron por encontrarse a salvo. Su hermana engalanó el alcázar por dentro y por fuera. Cogieron los regalos, y le instalaron en una habitación, como de costumbre. Le preguntaron por su madre y por su esposa y les refirió que ésta había dado a luz dos hijos. Su hermana menor, al verle tan bien, se puso muy contenta y recitó este verso:
Pregunto al viento, cuando sopla, por vos; sólo vos habéis ocupado siempre mi corazón.
Permaneció con ellas como huésped honrado durante tres meses. Vivía alegre, contento, satisfecho y feliz, dedicado a la caza y a la pesca. Ésa es su historia.
He aquí la historia que hace referencia a su madre y a su esposa. Después de la marcha de Hasán, ésta permaneció con su madre el primero y segundo día. El tercero le dijo: «¡Gloria a Dios! ¡He vivido con él durante tres años sin haber ido nunca al baño!» Rompió a llorar y la madre se apiadó de ella. Le dijo: «¡Hija mía! Nosotras somos extrañas en este lugar y tu marido no está en la ciudad. Si estuviera aquí permanecería a tu servicio. Yo no conozco a nadie. Pero, hija mía, te calentaré agua y te lavaré la cabeza en el baño de casa». «¡Señora mía! Si dijeras tales palabras a las esclavas, éstas pedirían ser vendidas en el zoco y no querrían seguir contigo. Pero, señora mía, los hombres tienen excusa, pues padecen de celos y su razón les dice que si la mujer sale de casa va a cometer una torpeza. Las mujeres, señora mía, no son todas iguales: sabes bien que nadie puede conseguir impedir a la mujer hacer lo que quiere ni puede guardaría ni protegerla ni impedirla ir al baño, o a otro lugar cualquiera o hacer lo que le plazca.» Rompió a llorar, se lamentó de su situación y se recriminó por encontrarse en tierra extraña. La madre se apiadó de su situación y comprendió que era verdad lo que le había dicho. Preparó los utensilios que eran necesarios para tomar un baño las dos, los cogió y salieron. Al entrar en el baño se desnudaron. Todas las mujeres la miraron, loaron a Dios (¡ensalzado y gloriado sea!) y contemplaron la bella figura creada por Él. Todas las mujeres que pasaban por la puerta entraban a contemplarla. La noticia se difundió por la ciudad, las mujeres se aglomeraron y no se podía entrar en el baño dado el gran número de mujeres que lo llenaban.
Coincidió este hecho portentoso con la ida al baño, aquel día, de una de las esclavas del Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, llamada Tuhfa la del Laúd. Ésta observó la aglomeración de mujeres y vio que no se podía transitar dado el gran número de viejas y jóvenes. Preguntó por lo que ocurría y le informaron de la joven que allí estaba. Se aproximó, la miró y la examinó: ante su belleza y hermosura quedó con la razón en suspenso y alabó a Dios, Todopoderoso y Excelso, por los hermosos seres que había creado. No siguió adelante ni se lavó: se quedó sentada admirando a la joven hasta que ésta, habiendo terminado de lavarse, salió y se vistió añadiendo belleza a su belleza. Cuando salió de la terma se sentó en el tapiz y los almohadones. Las mujeres la miraban. Se volvió hacia ellas y salió. Tuhfa la del Laúd, la esclava del Califa, salió en pos de ella, averiguó la casa en que vivía y regresó al alcázar del Califa sin detenerse hasta llegar a presencia de la señora Zubayda. Besó el suelo ante ella y ésta preguntó: «¡Tuhfa! ¿Cuál es la causa de que te hayas retrasado en el baño?» «¡Señora mía! He visto un prodigio como jamás han visto hombres ni mujeres; esto me ha distraído, ha turbado mi entendimiento y me ha dejado perpleja hasta el punto de no lavarme ni la cabeza.» «¿Y qué era, Tuhfa?» «¡Señora mía! En el baño he visto una joven acompañada por dos muchachos pequeños que parecían dos lunas como no se han visto antes ni se verán después; pero en todo el mundo no hay una mujer como ella. Juro por tus favores, señora mía, que si el Emir de los creyentes la conociera, mataría a su esposo para apoderarse de ella, ya que no hay mujer que pueda comparársela. He preguntado por el marido y me han respondido: “Es un comerciante que se llama Hasán al-Basrí”. La he seguido, al salir del baño, hasta que ha entrado en su casa. Ésta es la del visir, aquélla que tiene dos puertas, una cara al río y la otra cara a la tierra. Temo, señora mía, que si el Emir de los creyentes oye hablar de ella, va a violar la Ley, a matar al marido y a casarse con ella.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la señora Zubayda replicó: «¡Ay de ti, Tuhfa! ¿Esa muchacha alcanza tal grado de belleza y hermosura como para hacer que el Emir de los creyentes trueque su religión por el mundo y por su causa desobedezca la ley? Es preciso que vea a esa muchacha. Si no es tal como dices haré que te corten el cuello, libertina. En el harén del Emir de los creyentes hay trescientas sesenta jóvenes, tantas como días tiene el año, ¿es posible que ninguna se parezca a la que citas?» «¡Señora! ¡No, por Dios! En todo Bagdad no hay una mujer como ésa; ni tan siquiera la hay ni en la tierra de los persas o de los árabes. Dios, Todopoderoso y Excelso, no ha creado otra igual que ella.»
Entonces, la señora Zubayda, llamó a Masrur. Éste compareció y besó el suelo ante ella. Le dijo: «Masrur: ve a la casa del visir, una de cuyas puertas da al río y la otra a la tierra. Tráeme a la adolescente, a los hijos de ésta y la vieja que encuentres allí. Vuelve en seguida y no te entretengas». «¡Oír es obedecer!», contestó Masrur. Se marchó, corrió a la puerta de la casa y llamó. La anciana, la madre de Hasán, salió y preguntó: «¿Quién está en la puerta?» «¡Masrur, el criado del Emir de los creyentes!» Le abrió la puerta, le saludó y le preguntó qué necesitaba. Contestó: «La señora Zubayda, hija de al-Qasim y esposa del Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, sexto de los descendientes de al-Abbás, tío paterno del Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!), te manda llamar, al igual que a la mujer de tu hijo y a tus nietos. Las mujeres le han hablado de su belleza y hermosura». La madre de Hasán replicó: «¡Masrur! Nosotros somos extranjeros; el esposo de la muchacha, mi hija, no se encuentra en la ciudad; él no me ha autorizado a salir ni a mí ni a ella ni a ninguna de las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!). Temo que ocurra alguna cosa y que al regresar mi hijo se suicide. Pido de tu bondad, Masrur, que no nos obligues a hacer lo que no podemos». «¡Señora mía! Si creyera que esto constituye un peligro para vosotros no os obligaría a salir. Pero la señora Zubayda quiere verla y después la dejará regresar. No me contradigas, pues te arrepentirás. Del mismo modo como ahora os llevo os traeré de nuevo aquí, a salvo, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere.» La madre de Hasán no pudo negarse. Pasó al interior, arregló a la joven y salió con ella y con sus hijos siguiendo a Masrur. Éste las precedía en el camino al alcázar del Califa. Las hizo pasar hasta colocarlas ante la señora Zubayda. Besaron el suelo ante ella y formularon los votos de rigor. La joven tenía el rostro cubierto. La señora Zubayda le dijo: «¿Por qué no destapas tu cara para que la vea?» La joven besó el suelo ante ella y descubrió un rostro que avergonzaba a la luna en el momento de aparecer por el horizonte del cielo. La señora Zubayda, al verla, clavó los ojos en ella; el alcázar resplandeció con su luz y el brillo de su cara. Ante tanta hermosura Zubayda quedó estupefacta; lo mismo ocurrió a todos los que estaban allí. Todo aquel que la veía enloquecía y no podía decir palabra. La esposa del Califa se puso de pie, se acercó a la princesa, la estrechó contra su pecho, la obligó a sentarse a su lado en el trono y mandó que engalanasen el alcázar. A continuación ordenó que le llevasen una túnica del más precioso tejido y un collar hecho con las más valiosas gemas. Ella misma se lo endosó a la princesa y le dijo: «¡Hermosa señora! Me has dejado admirada y mi vista se recrea en ti, ¿qué tesoros posees?» «¡Señora mía! Tengo un vestido de plumas. Si me lo pusiese ante ti verías cosas magníficas, quedarías admirada de él y hablarían de su belleza, de generación en generación, todos aquellos que lo viesen.» «¿Y dónde está ese vestido?» «En el domicilio de mi suegra. Pídeselo.» La señora Zubayda dijo: «¡Madre! Te conjuro a que vayas y me traigas el vestido de plumas para que podamos ver lo que hace; después volverás a recuperarlo». «¡Señora mía! ¡Es una embustera! ¿Es que se ha visto alguna vez una mujer con un vestido de plumas? ¡Así sólo van los pájaros!» La princesa terció: «¡Por tu vida señora! Ella tiene un vestido de plumas que es mío. Está en una caja enterrada en una alhacena que hay en la casa». La señora Zubayda se quitó del cuello un collar de aljófares que valía tanto como los tesoros de Cosroes y de César y le dijo: «¡Madre mía! ¡Toma este collar!» Se lo entregó y añadió: «¡Te conjuro, por mi vida, a que vayas y me traigas el vestido para poder verlo! Después te lo volverás a llevar». La anciana juró que jamás había visto tal vestido y que no sabía cómo conseguirlo. La señora Zubayda chilló a la vieja, le arrancó la llave y llamó a Masrur. Éste compareció y le dijo: «Coge esta llave, ve a la casa, ábrela y entra en la alhacena cuya puerta es así y asá. En el centro hay una caja. Sácala, fuérzala, coge el vestido de plumas que contiene y tráelo».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Masrur] contestó: «¡Oír es obedecer!» Tomó la llave que le tendía la señora Zubayda y se marchó. La anciana madre de Hasán lo acompañó: lloraba y se arrepentía de haber hecho caso a la muchacha y haberla llevado al baño, ya que ésta sólo lo había utilizado como un medio. Llegó a la casa con Masrur y abrió la alhacena. Éste entró, sacó la caja, extrajo de ella la camisa de plumas, la envolvió en un paño y la llevó a la señora Zubayda. Ésta la cogió, la miró por todas partes y quedó admirada de lo bien hecha que estaba. Después se la entregó a la princesa y le preguntó: «¿Es éste tu vestido de plumas?» «¡Sí, señora!» La joven alargó su mano hasta el traje, y lo cogió llena de alegría; lo examinó y vio que estaba intacto, como antes, que no había caído ni una pluma. Se puso contenta y se acercó a la señora Zubayda. Tomó la camisa, la abrió, colocó a sus hijos en su seno, se metió dentro y, por un decreto de Dios Excelso y Todopoderoso, se transformó en un pájaro. La señora Zubayda y todos los allí presentes quedaron admirados, boquiabiertos por lo que había hecho. La princesa empezó a balancearse, a andar, bailar y jugar. Nadie la perdía de vista; todos estaban maravillados de sus actos. A continuación dijo con lengua elocuente: «¡Señora mía! ¿Es esto hermoso?» Todos contestaron: «¡Sí, señora de la belleza! ¡Todo lo que haces es magnífico!» «Pues lo que voy a hacer será más hermoso aún, señora.» Extendió las alas y remontó el vuelo con sus hijos: se colocó encima de la cúpula y se detuvo en la azotea de la habitación. Todas las pupilas estaban fijas en ella. Gritaron: «¡Por Dios! ¡Esto es prodigioso, maravilloso! ¡Jamás lo habíamos visto!» Dispuesta a levantar el vuelo hacia su país y acordándose de Hasán dijo: «¡Escuchad, señores!» y recitó:
¡Oh, tú, que abandonaste esta morada y te marchaste raudo y veloz junto a tus seres queridos!
¿Es que creías que yo era feliz entre vosotros, que vuestra vida no me disgustaba?
Cuando fui aprisionada y quedé prendida en las redes del amor, él hizo de éste mi cárcel y se alejó.
Cuando escondió mi traje quedó convencido de que yo no iba a rogar al Único, al Todopoderoso.
Y entonces recomendó a su madre que lo guardase en un rincón; fue injusto y tirano conmigo.
Yo oí lo que decían y lo aprendí de memoria en espera de obtener un beneficio creciente y abundante.
Mi ida al baño sólo fue un medio; por mí, los entendimientos quedaron perplejos.
La esposa de al-Rasid quedó admirada de mi belleza después de haberme examinado de izquierda a derecha.
Dije: “¡Mujer del Califa! Poseo un vestido de plumas magníficas, preciosas;
Si me lo pusiera verías cosas maravillosas capaces de hacer desaparecer las preocupaciones y disipar las angustias”.
La mujer del Califa me preguntó: “¿Dónde está?” Contesté: “En casa de ése está oculto”.
Masrur corrió a buscarlo y lo trajo: relucía de luz.
Lo tomé de sus manos y lo abrí; vi el hueco y los botones.
Me metí en el interior con mis hijos; extendí las alas y emprendí la huida.
¡Madre de mi esposo! Infórmale, cuando vuelva, que si quiere reunirse conmigo ha de abandonar su casa.
Al terminar de recitar estos versos la señora Zubayda le dijo: «¿Por qué no desciendes a nuestro lado para que podamos gozar de tu belleza, señora de las hermosas? ¡Gloria a Quien te ha concedido tal elocuencia y esplendor!» «¡Jamás volveré al pasado!», y a continuación, dirigiéndose a la madre de Hasán, que estaba triste y desamparada, le dijo: «¡Por Dios, señora mía, madre de Hasán! Me aflige el separarme de ti. Si regresa tu hijo y los días de la separación le son largos y ansia reunirse conmigo y los vientos del amor y el deseo le agitan, puede venir a buscarme a la isla de Waq». A continuación remontó el vuelo con sus hijos en busca de su país. Al verlo, la madre de Hasán, rompió a llorar y se abofeteó la cara hasta caer desmayada. Al volver en sí la señora Zubayda le dijo: «¡Señora peregrina! Yo no sabía que esto iba a ocurrir; si me lo hubieses advertido no te hubiese llevado la contraria. Pero yo no he sabido que ella fuese un genio-pájaro volador hasta ahora. Si hubiese conocido esta característica suya no le hubiese permitido ponerse el traje ni la hubiese dejado coger a sus hijos. ¡Señora! ¡Perdóname!» La anciana no supo qué decir y contestó: «¡Quedas perdonada!» Después salió del alcázar del Califa y anduvo sin parar hasta llegar a su casa. Entró y se abofeteó en la cara hasta caer desmayada. Al volver en sí, se encontró desolada por la ausencia de la princesa, de sus nietos y de su hijo y recitó estos versos:
El día de vuestra separación me hace llorar por el daño que me causa vuestra marcha.
Grité por el dolor de la separación que me abrasaba; las lágrimas ulceraban con su fluir mis párpados.
¡Tal es la separación! ¿Volveremos a encontrarnos? Vuestra marcha ha hecho que deje de guardar el secreto.
¡Ojalá volváis a guardar el pacto de fidelidad! Tal vez, si volvéis, yo recupere mi buena suerte.
A continuación cavó en la casa tres tumbas y se acercó a ellas para llorar a todo lo largo de la noche y a todas las horas del día. Al prolongarse la ausencia de su hijo y aumentar su intranquilidad, ansia y tristeza, recitó estos versos:
Tu imagen está clavada en el dorso de mis párpados. Pienso en ti tanto en la sístole como en la diástole.
Tu amor recorre mis huesos como recorre la savia los frutos de las ramas.
El día que no te veo mi pecho se angustia y los censores no me reprochan.
¡Oh, tú, cuyo amor me domina y cuyo afecto llega más allá de la locura!
Teme al Misericordioso y sé clemente: tu amor me ha hecho probar las angustias de la muerte.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la madre de Hasán siguió llorando noche y día por su hijo, su nuera y sus nietos. Esto es lo que a ella se refiere.
He aquí lo que se refiere a su hijo Hasán: Éste llegó junto a las muchachas, las cuales le conjuraron a que permaneciese con ellas durante tres meses. Al cabo de éstos prepararon riquezas y diez fardos: cinco de oro y cinco de plata; dispusieron además una carga de víveres. Le pusieron en camino, salieron con él y le conjuraron a que regresase. En el momento de la despedida se acercaron a abrazarlo. La menor de las hermanas se le acercó, lo abrazó y rompió a llorar hasta caer desmayada. Después recitó estos dos versos:
¿Cuándo se apagará el fuego de la separación con vuestro regreso y conseguiré mi deseo de volver a vivir como vivimos?
El día de la separación me asusta y me daña. El adiós, señores míos, aumenta mi debilidad.
Después se acercó la segunda; lo abrazó y recitó este par de versos:
Me despido de ti como me despediría de la vida; perderte es lo mismo que perder un contertulio.
Después de tu marcha el fuego abrasa mis entrañas mientras que cuando estás cerca me encuentro en el paraíso de la felicidad.
Después se acercó la tercera; lo abrazó y recitó este par de versos:
Dejamos de despedirnos el día de la separación por inconstancia o malhumor.
Tú eres, en verdad, mi espíritu, ¿cómo puedo separarme de mi propio espíritu?
Después se le acercó la cuarta; lo abrazó y recitó este par de versos:
La historia de su partida me hizo llorar, cuando en el momento de la partida me lo dijo.
La lágrima es la confidencia que depositó en mi oído y que resbala por mis ojos.
Después se le acercó la quinta; lo abrazó y recitó este par de versos:
¡No partáis! Yo no tengo fuerza para acompañaros y despedirme del que parte.
Ni paciencia para soportar la partida, ni lágrimas que derramar sobre el campamento abandonado.
Después se le acercó la sexta; lo abrazó y recitó este par de versos:
Cuando la caravana se puso en marcha con ellos, mientras el deseo desgarraba el corazón, dije:
«Si hubiese tenido el poder de un rey me hubiese apoderado de todos los navíos por la fuerza.»
Después se acercó la séptima; lo abrazó y recitó este par de versos:
Si ves la hora de la despedida, ten paciencia y no permitas que la separación te desgarre.
Espera un pronto regreso, pues el corazón que se marcha, regresa.
A continuación Hasán se despidió de ellas, lloró por el dolor de tener que separarse hasta caer desmayado y recitó estos versos:
El día de la separación mis ojos derramaron perlas como lágrimas que se ordenaron formando un collar.
El camellero guió con su canto la caravana sin que yo me resignase, tuviese paciencia ni pudiese aplacarme.
Me despedí de ellos, me separé con tristeza, abandoné mi domicilio y dejé de frecuentar los sitios habituales y el campamento.
Volví atrás sin saber el camino; sólo estaba tranquilo viéndote en el camino de vuelta.
¡Señor mío! Escucha las noticias de amor y evita que tu corazón olvide lo que digo.
¡Oh, alma! Desde que te has separado de ellas, abandona las dulzuras de la vida y renuncia al deseo de vivir.
Después recorrió de prisa el camino, noche y día, hasta llegar a Bagdad, la ciudad de la paz, protegida por el califato abbasí, sin sospechar nada de lo que había ocurrido durante su viaje. Entró en su casa y saludó a su madre. Vio que el cuerpo de ésta había enflaquecido y que sus huesos se habían descoyuntado por los sollozos, el insomnio, el llanto y los lamentos; había quedado como un palillo y era incapaz de responder palabra. Despidió a los camellos y se acercó a ella. Al verla en tal situación entró en la casa, buscó a su esposa y a sus hijos y no encontró ni rastro. A continuación examinó la alhacena: la encontró abierta; la caja había sido forzada y el vestido no estaba. Entonces comprendió que su esposa había conseguido el traje de plumas y que había remontado el vuelo llevándose a sus hijos. Volvió junto a su madre cuando ésta se hubo repuesto del desmayo. Le preguntó por su esposa y por sus hijos y rompió a llorar. Respondió: «¡Hijo mío! Dios (¡ensalzado sea!) te recompensará con creces por su pérdida. Éstas son las tres tumbas» Al oír tales palabras, Hasán emitió un grito terrible y cayó desmayado.
Permaneció inconsciente desde el amanecer hasta el mediodía haciendo crecer la pena que ya tenía su madre, la cual desesperó de poder salvarle la vida. Al volver en sí lloró, se abofeteó el rostro, desgarró los vestidos y deambuló por la casa sin saber qué hacer. A continuación recitó este par de versos:
Las quejas de las gentes sobre el dolor de la separación me precedieron; vivos y muertos temieron la partida.
Pero jamás he oído o visto un dolor como el que encierran mis flancos.
Al terminar de recitar estos versos, cogió la espada, la desenvainó y se acercó a su madre increpándola: «¡Es que no sabías la verdad! ¡Voy a cortarte el cuello y a matarte!» «¡Hijo mío! ¡No lo hagas! Te contaré. ¡Envaina la espada y siéntate para que te pueda contar lo ocurrido!» Una vez hubo envainado la espada se sentó a su lado y la madre le refirió la historia desde el principio hasta el fin. Añadió: «¡Hijo mío! Si no la hubiese visto llorar pidiendo ir al baño y no hubiese temido que al volver tú iba a quejársete con lo cual te enfadarías conmigo, no la hubiese acompañado; si Zubayda no se hubiese enfadado conmigo y arrebatado la llave a viva fuerza, no le hubiese entregado el vestido ni aun muerta. Tú sabes, hijo mío, que ninguna mano es tan larga como la del Califa. Cuando le mostraron el vestido lo cogió y lo miró por todos lados, pues debía temer que algo se hubiese estropeado; vio que no le faltaba nada y se alegró. Cogió a sus hijos y los sujetó a su cintura. La señora Zubayda, para honrarla y en homenaje a su belleza, se quitó todo lo que llevaba encima y se lo dio. Entonces, tu mujer se cubrió con el manto de plumas, se movió en su interior y quedó transformada en un pájaro; recorrió el alcázar bajo la mirada de todos los presentes que quedaron admirados de su belleza y hermosura. Después, remontó el vuelo, se posó encima del palacio y mirándome dijo: “Si regresa tu hijo y las noches de la separación le son largas, ansia reunirse conmigo y los vientos del amor y del deseo le agitan, puede abandonar su patria y venir a las islas de Waq”. Esto es lo que ella dijo mientras tú estabas ausente».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al oír estas palabras Hasán dio un alarido enorme y cayó desmayado; estuvo inconsciente hasta la caída del día. Cuando volvió en sí se abofeteó la cara y se revolcó por tierra como si fuera una serpiente. La madre se sentó a su cabecera para llorar hasta mediada la noche. Cuando Hasán se recuperó del desmayo rompió a llorar y recitó estos versos:
¡Deteneos y observad la situación de aquel al que abandonáis! Tal vez, después de haber sido duros tengáis misericordia.
Si lo observáis no lo reconoceréis a causa de su enfermedad; como si, ¡por Dios!, no le conocierais.
A causa de vuestro amor él es un muerto; si no fuese por los gemidos se contaría entre los muertos.
No creáis que la separación es fácil; el enamorado prefiere la muerte a la separación.
Al terminar de recitar estos versos se puso en pie y empezó a recorrer la casa sollozando, llorando y lamentándose durante cinco días; en ellos no probó bocado ni bebió. Su madre se le acercó y le conjuró y rogó a que dejase de llorar. Pero no hizo caso de sus palabras y siguió llorando y sollozando; su madre intentaba calmarlo, pero él no le hacía caso. Recitó estos versos:
¿Es así como se recompensa el amor de los esposos? ¿O es una costumbre de las gacelas de ojos negros?
¿Es que, entre sus labios, no está el panal de miel que gotea o el dulce licor?
¡Contadme la historia de aquel que muere de amor! El consuelo da vida a quien está triste[253].
Hasán siguió llorando hasta la mañana. Entonces sus ojos se cerraron y vio a su esposa, triste y llorando. Se despabiló, gritó y recitó este par de versos:
Tu imagen no se aparta de mí ni un instante: la he consagrado el lugar más noble de mi corazón.
Si no tuviese la esperanza de reunirme contigo no viviría ni un segundo y no descansaría si no fuese por tu figura que se me aparece en sueños.
Al día siguiente por la mañana fueron en aumento los sollozos y el llanto; ojos anegados en lágrimas, corazón triste, insomne durante la noche y sin probar bocado vivió durante un mes entero. Al cabo de este plazo le pasó por la cabeza el ponerse en viaje e ir a visitar a sus hermanas, las cuales le ayudarían a conseguir el deseo de reunirse con su esposa. Hizo que acudiesen los camellos, cargó cincuenta dromedarios con preciosos regalos del Iraq, montó en uno de ellos y encargó a su madre que cuidase de la casa; excepción hecha de unos cuantos objetos, dejó todo lo demás en depósito y a continuación se puso en camino para ir a reunirse con sus hermanas por si acaso ellas podían ayudarlo a reunirse con su esposa. Anduvo sin cesar hasta llegar al alcázar de las jóvenes situado en el Monte de las Nubes. Al encontrarse ante ellas les ofreció los regalos. Se alegraron mucho, lo felicitaron por llegar sano y salvo y le preguntaron: «¡Hermano nuestro! ¿Cuál es la causa de tu vuelta? Hace tan solo dos meses que estabas con nosotras». Hasán rompió a llorar y recitó estos versos:
Veo que está pensativo por la pérdida de su amada: no goza ni de la vida ni de sus delicias.
Mi enfermedad constituye un mal desconocido para el médico, pero ¿es que quien no es médico puede curar las enfermedades?
¡Oh, tú, que me has privado de las delicias del sueño y me has abandonado haciendo que pregunte por ti al viento cuando sopla!
Aún está próximo el tiempo en que estaba con mi amado cuyos atractivos hacían derramar lágrimas a mis ojos.
¡Oh, tú, que corres por su país! Es posible que el aspirar tu aroma dé vida al corazón.
Al terminar de recitar estos versos dio un alarido y cayó desmayado. Las muchachas, llorando, se sentaron a su alrededor y esperaron a que volviese en sí. Entonces recitó este par de versos:
Es posible que el destino, tascando sus riendas, me devuelva el amado: el tiempo es voluble.
Que el hado me ayude a conseguir mis deseos y que a estas cosas sigan otras.
Al terminar de recitar estos versos lloró amargamente y cayó desmayado. Al volver en sí recitó este otro par:
¡Por Dios! ¡Oh, tú, límite de mi enfermedad y de mis males! ¿Estás satisfecho? Yo estoy contento con mi amor.
¿Te alejarás sin causa ni culpa mía? ¡Vuelve a mí y ten piedad de tu pasada partida!
Cuando hubo terminado de recitar estos versos lloró amargamente y cayó desmayado. Al volver en sí recitó estos versos:
El sueño me ha abandonado; el desvelo ha llegado; el ojo derrama abundantes lágrimas que estaban guardadas.
Llora con lágrimas que parecen rojas conchas; crecen y se multiplican a lo largo de su curso.
¡Oh, enamorados! La pasión me ha hecho regalo de un fuego que arde entre las costillas.
Cuando te cito, las lágrimas que derramo van acompañadas de relámpagos y truenos.
Cuando hubo terminado de recitar estos versos lloró hasta caer desmayado. Al volver en sí recitó estos otros:
¿No estuvisteis próximos en el amor y en la pena como nosotros? ¿Nuestro amor por vos no fue el mismo que sentíais por nos?
¡Maldiga Dios al amor! ¡Qué amargo es! ¡Ojalá supiera qué es lo que el amor desea de nosotros!
Vuestros hermosos rostros se muestran ante nuestra vista dondequiera que estemos y aunque la distancia sea mucha.
Mi corazón está absorto pensando en vuestra tribu; el zureo de la paloma me turba.
¡Oh, paloma que pasas la noche llamando a tu compañero! Aumentas mi pasión y haces que la tristeza sea mi compañera.
Has hecho que mis párpados lloren sin fatiga por unas señoras que hemos perdido de vista.
En cada momento, en cada instante, gemimos por ellas; en la cerrada y negra noche la deseo.
Cuando hubo terminado de pronunciar estas palabras, su hermana corrió hacia él: lo halló desmayado. Gritó, se abofeteó la cara y sus hermanas se le acercaron. Al darse cuenta de que Hasán estaba desmayado, se inclinaron, llorando, hacia él. Al verle así no se les ocultó más la pasión, el desvarío, el amor y el cariño que le atormentaban. Le preguntaron por su situación. Llorando les explicó todo lo que había ocurrido durante su ausencia y cómo su esposa, después de coger a sus hijos, había remontado el vuelo. Se entristecieron y le preguntaron por lo que había dicho en el momento de marcharse. Contestó: «¡Hermanas mías! Dijo a mi madre: “Si regresa tu hijo y las noches de la separación le son largas, ansia reunirse conmigo y los vientos del deseo le agitan, puede venir a las islas Waq”». Al oír tales palabras las jóvenes empezaron a hacerse signos y hablar. Cada una de ellas miraba a su hermana mientras Hasán las observaba. Después, inclinaron un rato la cabeza hacia el suelo, la levantaron y exclamaron: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Dirigiéndose a Hasán añadieron: «¡Levanta tu mano al cielo! Si puedes alcanzarlo, conseguirás reunirte con tu esposa…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas noventa y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [las muchachas dijeron a Hasán: »…Si puedes alcanzar con la mano el cielo, te reunirás con tu esposa] y con tus hijos». Al oír estas palabras las lágrimas resbalaron por sus mejillas como si fuesen lluvia y empaparon sus vestidos. Recitó estos versos:
Las rojas mejillas y las pupilas me han turbado; la llegada del insomnio me ha hecho perder la paciencia.
Mi cuerpo se consume por la dureza de las bellas; no queda en él acento de vida como creen las gentes.
Ojos de hurí que brillan como los de gacelas, descubren una belleza capaz de enamorar a los santos si la vieran.
Andan como el céfiro matutino cuando cruza los arriates; su amor me ha causado pena e intranquilidad.
Mis esperanzas quedaron prendidas de una de sus bellas; por eso se abrasa mi corazón en la llama del fuego.
Muchacha de miembros armoniosos, graciosa; la aurora reside en su cara y la tiniebla en su cabello.
Me turbó. ¡Pero cuántos héroes quedaron impresionados por los párpados y las pupilas de las hermosas!
Cuando hubo terminado de recitar estos versos rompió a llorar. Las jóvenes lo acompañaron con sus lágrimas, se apiadaron, tuvieron compasión de él y lo trataron con cariño aconsejándole que tuviese paciencia y deseándole que volviese a reunirse con su esposa. Su hermana se acercó y le dijo: «¡Hermano mío! ¡Tranquilízate! ¡Refresca tus ojos! Ten paciencia y conseguirás tu deseo. Quien tiene paciencia y espera consigue lo que quiere. La paciencia constituye la llave de la alegría. El poeta ha dicho:
Deja que los hados corran según sus riendas y duerme tranquilo por la noche.
En el tiempo que transcurre entre cerrar los ojos y abrirlos Dios transforma una cosa en otra».
La joven siguió: «Fortalece tu corazón y ten valor. Quien ha de vivir diez años no muere a los nueve. Las lágrimas, las penas, la tristeza hacen enfermar. Quédate con nosotras, descansa y yo idearé el medio para que te reúnas con tu esposa y con tus hijos si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere».
Hasán lloró amargamente y recitó estos versos:
Si se curase la enfermedad de mi cuerpo, no se curaría la que hay en mi corazón.
El único remedio para las enfermedades de amor consiste en la unión del amante con el amado.
A continuación se sentó al lado de su hermana. Ésta le habló, lo consoló y le preguntó por la causa que había motivado la partida de su esposa. Se lo explicó. Le dijo: «¡Por Dios, hermano mío! Yo quería decirte que quemaras el traje de plumas pero el demonio hizo que me olvidara». Siguió hablando con él y tratándolo con cariño. Pero su situación le pareció insoluble, su intranquilidad creció. Recitó estos versos:
Se apoderó de mi corazón un amigo al que traté con cariño, pero no hay modo de detener el decreto de Dios.
Poseía toda la belleza de los árabes. Es una gacela a la que mi corazón servía de pasto.
He puesto mi paciencia y mi astucia en su amor; lloro por ella cuando de nada sirve el llanto.
Era una hermosa que tenía siete más siete años, que parecía ser la luna cuando tiene cinco más cinco más cuatro días[254].
La hermana se dio cuenta de la pasión, el desvarío de amor y el cariño que le tenía. Entonces se dirigió, llorando y con el corazón triste, a sus hermanas; continuó el llanto ante ellas, se echó encima, les besó los pies y les rogó que ayudasen a su hermano a conseguir su propósito, a reunirse con sus hijos y su mujer. Les rogó que ideasen un medio para que pudiese llegar a las islas Waq. Siguió llorando ante sus hermanas hasta que les contagió las lágrimas y le dijeron: «¡Tranquiliza tu corazón! Si Dios quiere nos esforzaremos en reunirle con tu familia».
El joven permaneció con ellas un año entero durante el cual no cesó de derramar lágrimas. Dichas muchachas tenían un tío, hermano de su padre, que se llamaba Abd al-Quddus. Éste quería muchísimo a la hermana mayor y acudía una vez al año a visitarla para atender a sus necesidades. Las jóvenes le habían referido la historia de Hasán y lo que había acaecido a éste con el mago y cómo había conseguido darle muerte. Esto le había alegrado. El tío había entregado a la hermana mayor una bolsa conteniendo un sahumerio diciéndole: «¡Hija de mi hermano! Si alguna cosa te preocupa, si te sucede algo desagradable o te ocurre cualquier cosa, pon este sahumerio en el fuego y cita mi nombre. Yo acudiré en seguida para satisfacer tu necesidad». Estas palabras las había pronunciado al principio del año. La joven dijo a una de sus hermanas: «Ha transcurrido un año completo y mi tío aún no ha venido. Álzate, enciende el fuego y tráeme la caja que contiene el sahumerio». La otra se levantó la mar de alegre y le llevó la caja. La abrió, cogió un poco y se lo dio a su hermana. Ésta lo tomó y lo echó al fuego pronunciando el nombre de su tío. Aún no se había disipado cuando ya se levantaba, por la desembocadura del valle, una polvareda. Al cabo de un rato se disolvió el polvo y debajo apareció el jeque montado en un elefante que barritaba. Cuando llegó al alcance de la vista de las jóvenes empezó a hacerles señales con las manos y los pies. Al cabo de un rato las alcanzó. Se apeó del elefante, entró a verlas y las abrazó. Ellas le besaron las manos y lo saludaron. Después se sentó; las jóvenes hablaron con él y le preguntaron por su ausencia. Contestó: «Ahora me encontraba sentado al lado de mi mujer, vuestra tía. Al percibir el olor del sahumerio me he apresurado a venir a vuestro lado y he montado en ese elefante. ¿Qué es lo que quieres, hija de mi hermano?» Le contestó: «¡Tío! Estábamos deseosas de verte, ya que ha transcurrido un año. Tú no acostumbras a estar ausente más de un año». «Estaba ocupado. Pero tenía decidido venir a veros mañana.» Le dieron las gracias, hicieron los votos de rigor y se sentaron para hablar con él.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la mayor dijo: «¡Tío! Ya te hemos contado la historia de Hasán al-Basrí que, raptado por Bahram el mago, dio muerte a éste; te hemos contado que se enamoró de una muchacha, hija del gran rey, la cual le hizo sufrir mucho y pasar toda clase de amarguras para terminar apoderándose y casándose con ella y que después regresó a su país». «Sí; ¿qué le ha ocurrido?» «Después de haberle dado dos hijos lo ha traicionado: ha cogido a los niños y ha huido a su país mientras él estaba ausente. Dijo a su madre: “Si regresa tu hijo y las noches de la separación le son largas, ansia reunirse conmigo y los vientos del amor y del deseo le agitan, puede abandonar su patria y venir a las islas de Waq”.» El viejo movió la cabeza, se mordió los dedos, bajó la cabeza hacia el suelo y empezó a golpear la tierra con los dedos; se volvió a derecha e izquierda y meneó la cabeza. Hasán, que estaba escondido, lo observaba. Las mujeres dijeron a su tío: «¡Contéstanos! ¡Tenemos el corazón deshecho!» Levantó la cabeza hacia ellas y replicó: «¡Hijas mías! Ese hombre se fatigará mucho, se expondrá a grandes peligros y enormes dificultades, pero no podrá llegar a las islas de Waq». Las jóvenes, entonces, llamaron a Hasán. Éste acudió, se aproximó al jeque Abd al-Quddus, le besó la mano y lo saludó. El viejo se alegró de verlo y le hizo sentar a su lado. Las muchachas le dijeron: «¡Tío! Expón a nuestro hermano la verdad de lo que has dicho». Explicó: «¡Hijo mío! Olvida este gran tormento, pues no podrás llegar nunca a las islas Waq, aunque fueses un genio volador o una estrella fugaz. Te separan de esas islas siete valles, siete mares y siete grandes cordilleras. ¿Cómo has de poder llegar hasta ese lugar? ¿Quién te llevaría? ¡Te conjuro, por Dios, a que desistas inmediatamente y a que no pienses más en ello!» Hasán, al oír las palabras del viejo Abd al-Quddus, rompió a llorar hasta caer desmayado. Las muchachas se sentaron a su alrededor llorando. La hermana menor desgarró sus vestidos y se abofeteó la cara hasta caer desmayada. El jeque Abd al-Quddus se apiadó y tuvo compasión de todos al ver su situación y la gran pena, dolor y aflicción que experimentaban. Les dijo: «¡Callad!» Dirigiéndose a Hasán añadió: «¡Tranquiliza tu corazón y alégrate! Conseguirás tu deseo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere. ¡Hijo mío! Ponte en pie, ten valor y sígueme». Después de despedirse de las muchachas y haber hecho acopio de valor lo siguió lleno de alegría, pues su deseo iba a realizarse. El jeque Abd al-Quddus llamó al elefante y éste acudió. Montó en él y Hasán se colocó en la grupa.
Anduvieron sin cesar durante tres días con sus noches a la velocidad del relámpago cegador. Así llegaron a un gran monte cuyas piedras eran todas de color azul. En dicho monte había una cueva cerrada con una fuente de hierro chino. El jeque tomó de la mano a Hasán y lo ayudó a descabalgar. Después despidió al elefante, se acercó a la puerta de la cueva y llamó. La puerta se abrió y apareció un esclavo negro y calvo que parecía un efrit. Con la diestra empuñaba una espada y con la siniestra un escudo de acero. Al ver al jeque Abd al-Quddus soltó la espada y el escudo, se le acercó y le besó la mano. El jeque cogió a Hasán de la mano y entró con él. El esclavo cerró la puerta tras ellos. Hasán observó que era una cueva muy grande y espaciosa que tenía un vestíbulo, con bóveda. Marcharon sin cesar durante una milla. Entonces llegaron a una gran explanada y se dirigieron hacia un rincón en el que había dos puertas enormes de bronce amarillo. El jeque Abd al-Quddus abrió una de ellas, entró, la volvió a cerrar y dijo a Hasán: «¡Quédate junto a esta puerta y no la abras ni entres hasta que yo haya regresado a tu lado, lo cual haré pronto!» El jeque estuvo ausente durante una hora. Regresó con un caballo ensillado y embridado: no galopaba sino que volaba y el polvo no le alcanzaba. El jeque dijo a Hasán: «¡Monta!» Después abrió la segunda puerta y apareció una tierra espaciosa. Una vez hubo montado el joven, los dos salieron por esa puerta y recorrieron dicha región. El jeque le dijo: «¡Hijo mío! Coge esta carta y ve al lugar al que te lleve este corcel. Cuando se detenga en la puerta de una caverna como ésta, pon pie en tierra, coloca las riendas en el arco de la silla y déjalo en libertad Si después entrase en la cueva no lo sigas; permanece en la puerta durante cinco días sin cansarte. El sexto día acudirá ante ti un jeque negro, trajeado de negro, pero con luenga barba blanca que le llegará hasta el ombligo. Cuando lo veas, bésale las manos, agárrate al faldón de su traje, ponlo encima de tu cabeza y llora ante él hasta que se apiade de ti y te pregunte qué es lo que necesitas. Entonces dile lo que quieres y entrégale esta carta: la cogerá sin decirte ni una palabra, se volverá adentro y te dejará solo. Quédate en el mismo sitio durante otros cinco días; no te canses, pues el sexto día volverás a verlo y se acercará. Si acude en persona puedes estar seguro de que conseguirás tu propósito; si acude uno de sus servidores tienes que comprender que quiere matarte. Y la paz. Sabe, hijo mío, que aquel que se expone al peligro encuentra la muerte.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd al-Quddus prosiguió:] »…Si temes por tu vida no te expongas a la muerte, pero si no tienes miedo aquí tienes lo que te interesa. Te he explicado las cosas: si quieres regresar al lado de tus amigas, aquí tienes el elefante: te conducirá junto a mis sobrinas, éstas te facilitarán medios para llegar a tu país, te devolverán a tu patria y Dios te recompensará por la pérdida de la muchacha de la que te has enamorado». Hasán contestó al jeque: «Si no consigo mi deseo ¿cómo puede serme útil la vida?
¡Por Dios! No desistiré hasta conseguir reunirme con mi amada o que la muerte me alcance». Rompió a llorar y recitó estos versos:
Al perder mi amor y aumentar mi desvarío me detuve a gritar mi dolor y mi abatimiento.
Mi amor por él me llevó a besar la tierra en que había estado su campamento, pero sólo sirvió para aumentar mi pesar.
¡Cuide Dios de los que se alejan! En mi corazón queda su recuerdo. Me he reunido con las penas abandonando la dulzura.
Me dicen: “¡Paciencia!” Pero la paciencia se marchó con ella. El día de la marcha se encendieron mis suspiros.
Sólo me asustaron los adioses y sus palabras: “Una vez me haya ido recuérdame y no te olvides de mi compañía”.
Después de su partida ¿en quién encontraré consuelo? Eran mi esperanza tanto en el bienestar como en la pena.
¡Oh, pena mía, cuando regresé después de la despedida! Mis odiosos enemigos se alegraron de mi vuelta.
¡Qué tristeza! Esto es lo que temía. ¡Oh, pasión! ¡Aumenta la llama de mi corazón!
Después de la marcha de mis amigos he perdido la vida. Si regresasen ¡qué alegría! ¡qué satisfacción!
¡Por Dios! Mi llanto por su pérdida no se ha derramado a mares; al contrario: cae gota tras gota.
Al oír sus versos y sus palabras el jeque Abd al-Quddus, comprendió que no renunciaría a su deseo y que los consejos no le harían mella. Quedó convencido de que iba a arriesgarse a perder la vida. Le dijo: «Sabe, hijo mío, que son siete las islas Waq y que en ellas reside un gran ejército. Todo él está formado por mujeres vírgenes. Los habitantes de las islas son genios, demonios, marides, brujos y distintos clanes de gentes similares: no regresa ninguno de los viajeros que los visita ni jamás uno de éstos ha conseguido llegar a su país. Te conjuro, por Dios, a que regreses en seguida al lado de tu familia. Tú sabes que la muchacha, en cuya búsqueda vas, es hija del rey de todas estas islas ¿cómo has de poder alcanzarla? Escúchame hijo mío y tal vez Dios te compense con creces por su pérdida». Hasán replicó: «¡Por Dios, señor mío! Aunque se me hiciera pedazos por ella, mi pasión y mi cariño no harían más que crecer. Es necesario que vea a mi esposa y a mis hijos y que llegue a las islas Waq. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, no regresaré más que con ella y mis hijos». El jeque Abd al-Quddus replicó: «¿Entonces debes continuar el viaje?» «Sí; sólo quiero pedirte que reces por mí pidiendo ayuda y fuerza. Tal vez Dios me reúna dentro de poco con lo que deseo: mi esposa y mis hijos.»
Rompió a llorar de tanta pasión como experimentaba y recitó estos versos:
Vos constituís mi deseo y sois la más bella criatura: Me sois tan querido como el oído y la vista.
Os habéis enseñoreado de mi corazón que ha pasado a ser vuestra morada; después de que os marchásteis, señores míos, constituye mi amargura.
No creáis que yo me he apartado de vuestro amor; vuestro amor causa la pena del mezquino.
Os marchásteis y desde el momento de vuestra partida perdí mi alegría; mi serenidad se ha transformado en inmensa pena.
Me abandonásteis: el dolor me lleva a contemplar los astros y lloro con lágrimas que se parecen a grandes gotas de lluvia.
¡Oh, noche! Sé larga para aquél que, intranquilo por el mucho amor, vela observando la paz de la luna.
¡Oh, viento! Si soplas en el lugar en que han acampado, dales mi saludo, pues la vida es breve.
Diles algo del dolor que experimento; mis amigos nada saben de mí.
Al terminar Hasán de recitar estos versos rompió a llorar a lágrima viva hasta caer desmayado. Al volver en sí el jeque Abd al-Quddus le dijo: «¡Hijo mío! Tú tienes madre: no la hagas experimentar el dolor de tu pérdida». «¡Señor mío! O regresaré con mi esposa o me llegará la muerte.» Lloró, sollozó y recitó estos versos:
¡Por el amor! La separación no ha alterado vuestro pacto y yo no soy de los que traicionan los pactos.
Tengo tales sentimientos que si se los explicase a la gente dirían: “La locura lo domina”.
Pasión, tristeza, sollozo, quemazón; quien vive de este modo ¿cómo puede vivir?
Cuando hubo terminado de recitar estos versos, el jeque Abd al-Quddus comprendió que no renunciaría a su propósito ni aun a riesgo de la vida. Le entregó la carta, rogó por él, le recomendó lo que debía hacer y le dijo: «En la carta te recomiendo a Abu-l-Ruways, hijo de Bilqis, hija de Muin; es mi jefe y mi maestro; todos los hombres y los genios lo respetan y lo temen. Ahora vete con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!)». Hasán tomó su camino, dio rienda suelta al corcel y éste voló más rápido que el relámpago. Durante diez días sin interrupción corrió a lomos del animal. Así llegó ante un anciano muy viejo más negro que la noche; que ocluía el horizonte comprendido entre oriente y occidente. El caballo relinchó al acercarse. Acudieron a reunirse con él otros caballos tan numerosos como el agua de la lluvia cuyas gotas no se pueden contar ni calcular. Los otros corceles empezaron a acariciarse con el de Hasán mientras éste se asustaba y tenía miedo. Pero Hasán no paró de avanzar rodeado de caballos, hasta llegar a la cueva que le había descrito el jeque Abd al-Quddus. El caballo se detuvo ante su puerta. Hasán se apeó, colocó las riendas encima de la silla y el corcel entró en ella. Hasán se quedó en la puerta, conforme le había mandado el jeque, meditando, perplejo y agitado, en cuáles podían ser las consecuencias de su aventura y sin saber lo que iba a suceder.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz! de que permaneció al lado de la puerta durante diez días con sus noches; desvelado, triste, perplejo meditaba en cómo había abandonado su familia, patria, amigos y compañeros; los ojos lloraban; el corazón estaba triste. Pensando en su madre, reflexionando en lo que le había ocurrido, en la separación de su esposa y sus hijos y en lo que había sufrido, recitó estos versos:
Junto a vos está la cura de mi corazón, corazón que se me ha escapado; de mis párpados caen lágrimas a raudales.
Separación, tristeza, pasión, ausencia, alejamiento de la patria y amor, siempre en aumento, son mis males.
Yo sólo soy un enamorado lleno de pasión: la desgracia lo ha afligido separándolo de quien ama.
Si mi amor me ha lanzado a tal desgracia decidme ¿a qué hombre generoso no han alcanzado las vicisitudes del destino?
Apenas acababa Hasán de recitar estos versos cuando ya aparecía el anciano Abu-l-Ruways; era negro y llevaba vestidos negros. Hasán, al verlo, lo reconoció por la descripción que le había hecho el jeque Abd al-Quddus; se acercó a él, acarició con las mejillas sus pies y le cogió uno de éstos y lo puso encima de su cabeza llorando. El jeque Abu-l-Ruways le preguntó: «¿Qué necesitas, hijo mío?» Hasán le alargó la carta con la mano y se la entregó. El jeque la cogió y se metió en la cueva sin contestarle. Hasán siguió en su sitio, llorando al lado de la puerta, tal como le había dicho el jeque Abd al-Quddus. Permaneció allí sin moverse durante otros cinco días. Presa de la intranquilidad, del temor y del insomnio lloró por el dolor de la separación, por el largo insomnio y recitó estos versos:
¡Gloria al Todopoderoso del cielo! El amante está inquieto.
Quien no ha probado el fruto del amor no sabe lo que es la fatiga de la pena.
Si pudiese contener las lágrimas, derramaría ríos de sangre.
¡Cuántos amigos tienen el corazón duro y viven ávidos de la desgracia de los demás!
Si se muestra compasivo, le respondo: “No me quedan más lágrimas”.
Fui a envolverme en un manto, pero el ojo de la desgracia me hirió.
Las fieras lloran por mi soledad y lo mismo hacen los habitantes del cielo.
Hasán no paró de llorar hasta la aparición de la aurora. Entonces el jeque Abu-l-Ruways salió a verlo vestido de blanco. Con la mano le hizo gestos para que entrase. Hasán pasó. El jeque lo cogió de la mano y entró con él en la cueva. El muchacho se puso muy contento y quedó convencido de que iba a conseguir su deseo. El jeque y Hasán anduvieron durante medio día hasta llegar a un arco de medio punto cerrado por una puerta de acero. El anciano abrió la puerta y entró con Hasán. Se encontraron en un vestíbulo con bóveda de piedra de ónice incrustada en oro. Siguieron avanzando hasta llegar a una gran habitación de mármol en cuyo centro había un jardín con toda case de árboles, flores y frutos. Los pájaros, sobre los árboles, gorjeaban loando a Dios, el Rey todopoderoso. En la habitación había cuatro testeras unas enfrente de otras; en cada una de ellas había un estrado y en su centro un surtidor. En cada ángulo del mismo se encontraba la estatua de un león de oro. En cada estrado había un trono en el cual estaba sentada una persona que tenía delante numerosos libros y una serie de incensarios de oro con brasas y sahumerios. Delante de cada uno de estos jeques se hallaban unos estudiantes que leían los libros. Cuando llegó Hasán con el viejo todos se pusieron de pie y los trataron bien. Abu-l-Ruways se acercó a ellos y les hizo señas para que alejasen a los presentes. Así lo hicieron y los cuatro jeques se quedaron solos. Se sentaron delante de Abu-l-Ruways y le preguntaron qué ocurría a Hasán. Entonces aquél dijo a éste: «Cuenta a los reunidos tu historia y todo lo que te ha ocurrido desde el principio hasta el fin». El muchacho rompió a llorar a lágrima viva y les refirió su historia. Al terminar todos los ancianos gritaron: «¿Es éste el chico encerrado por el mago dentro de un pellejo y subido por las águilas al Monte de la Nube?» Hasán contestó que sí. Entonces se acercaron al jeque Abu-l-Ruways y le dijeron: «¡Maestro! Bahram se las ingenió para hacerle subir al Monte pero ¿cómo consiguió bajar? ¿qué prodigios vio en la cima del monte?» El jeque Abu-l-Ruways dijo: «¡Hasán! ¡Cuéntales cómo bajaste del monte e infórmales de los prodigios que viste!» Les explicó lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin y cómo había vencido al mago y le había dado muerte. Les refirió cómo le había traicionado su esposa llevándose a sus hijos y todos los horrores y penalidades pasadas. Los allí presentes se admiraron de lo que les había sucedido. Después se acercaron al jeque Abu-l-Ruways y le dijeron: «¡Jeque de los jeques! ¡Por Dios! Este joven es un desgraciado. Tal vez tú puedas ayudarlo salvando a su mujer y a sus hijos».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu-l-Ruways replicó:] «¡Hermanos míos! Es un asunto difícil, peligroso. Este joven es la única persona que conozco que detesta la vida. Vosotros sabéis que es difícil llegar a las islas Waq y que nadie llega a ellas sin exponerse a perder la vida; sabéis cual es la fuerza de sus habitantes y de sus servidores. Yo he jurado no pisar su país y no causarles molestias. ¿Cómo podría llegar éste hasta la hija del gran rey y quién podría llevarlo hasta ella y auxiliarlo en un tal asunto?» Contestaron: «¡Jeque de los jeques! Este hombre ha sido presa del amor, ha puesto en peligro su vida y ha llegado hasta ti con una carta de tu hermano, el jeque Abd al-Quddus. Por tanto, es necesario que le ayudes». Hasán besó los pies de Abu-l-Ruways, levantó el faldón de su traje y lo colocó encima de su cabeza llorando. Le dijo: «Te conjuro, por Dios, a que me reúnas con mis hijos y esposa, aunque ello haya de costarme la vida y la sangre». Los allí presentes rompieron a llorar e intervinieron: «Da su salario a este desgraciado, hazlo como un favor a tu hermano el jeque Abd al-Quddus». Les contestó: «Este joven es un desgraciado que no sabe lo que está ante él. Pero le ayudaremos dentro del límite de lo posible». Hasán se alegró al oír estas palabras y besó las manos de todos los presentes, unos tras otros, al tiempo que les pedía auxilio. Abu-l-Ruways tomó una hoja de papel y tinta y escribió una carta. La selló y se la entregó a Hasán con una bolsa de piel que contenía sahumerios y los instrumentos de hacer fuego como eslabón, etcétera. Le dijo: «Guarda esta bolsa: cuando te encuentres en alguna dificultad quema un poco de su contenido y llámame. Yo acudiré a tu lado y te libraré de él». A continuación mandó a uno de los presentes que hiciese comparecer, inmediatamente, a uno de los efrites de los genios voladores. Éste acudió al acto. El jeque le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» «Soy tu esclavo Dahnas b. Faqtás.» «¡Acércate!» Se acercó. El jeque Abu-l-Ruways colocó su boca en el oído del efrit y le dijo unas palabras a las que éste asintió con la cabeza. El jeque dijo a Hasán: «¡Hijo mío! Monta sobre los hombros de este efrit, Dahnas el volador. Cuando remonte el vuelo hacia el cielo oirás que los ángeles cantan las glorias de Dios en el firmamento, pero tú no lo alabes, pues perecerías tú y él». «¡Jamás hablaré!», replicó Hasán. El jeque añadió: «¡Oh, Hasán! Después de marcharte con él, a la hora de la aurora del segundo día, te depositará en una tierra blanca, pura como el alcanfor. Una vez en ella avanzarás, solo, durante diez días hasta llegar a la puerta de la ciudad. Cuando estés ante ella, entra y pregunta por su rey. Al llegar ante éste salúdalo, bésale la mano y dale esta carta. Presta atención a cualquier cosa que te indique». Hasán replicó: «¡Oír es obedecer!» Se puso en pie al mismo tiempo que el efrit. Los jeques se despidieron y le recomendaron al genio. Éste lo colocó encima de su hombro y remontó el vuelo hasta la cúspide de los cielos volando con él día y noche hasta que oyó, en el firmamento, los cánticos de los ángeles. Al llegar la aurora lo depositó en una tierra blanca como el alcanfor, lo dejó y se marchó. Hasán, al darse cuenta de que estaba en aquella tierra y de que nadie lo acompañaba, anduvo día y noche durante diez días hasta llegar a la puerta de la ciudad. Entró, preguntó por el rey y le guiaron. Le dijeron: «Se llama el rey Hassún, es rey de la tierra del alcanfor y tiene ejércitos y soldados que llenan todo lo largo y ancho de la tierra». Hasán pidió audiencia y se la concedió. Al encontrarse ante él se dio cuenta de que era un gran rey. Besó el suelo ante él. El soberano le preguntó: «¿Qué necesitas?» Hasán besó la carta y se la entregó. La cogió, la leyó y meneó un momento la cabeza. Luego dijo a uno de sus cortesanos: «Coge a este muchacho y alójalo en la casa de los huéspedes». Lo acompañaron y lo hospedaron allí. Residió en ella durante tres días comiendo y bebiendo, pero sin tener a su lado más que un criado. Éste hablaba con él, lo trataba con miramientos y le preguntaba por su historia y el modo cómo había llegado a aquel país. Hasán le informó de todo lo que le había sucedido y de la situación en que se encontraba. Al cuarto día, el muchacho lo cogió y le hizo comparecer ante el rey. Éste le dijo: «¡Hasán! Tú has llegado hasta mí pues quieres entrar en las islas Waq según nos dice el jeque de los jeques. ¡Hijo mío! Yo te mandaría estos días, pero en tu camino se encuentran muchos peligros y campiñas sin agua que encierran grandes terrores. Ten paciencia pues sólo ha de ocurrir te bien. No cabe duda de que he de ingeniármelas para hacerte conseguir lo que deseas si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere. Sabe, hijo mío, que aquí hay un ejército de daylamíes que quieren invadir las islas Waq; tienen preparados armas, caballos y refuerzos, pero no podrán ponerse en campaña. ¡Hijo mío!, a causa del jeque de los jeques, Abu-l-Ruways b. Bilqis b. Muin, yo no puedo negarte nada y no puedo hacer más que satisfacer tu deseo. Dentro de algún tiempo llegarán los navíos de las islas Waq; falta ya poco. Cuando toque tierra uno de éstos te haré embarcar, y te recomendaré a su equipaje para que te traten bien y te hagan llegar a las islas Waq. A todos aquellos que te pregunten por tu situación y tu historia, responde: “Soy pariente del rey Hassún, señor de la tierra del alcanfor”. Cuando la nave ancle en la isla Waq y el capitán te diga: “¡Desembarca!”, desembarca. Verás numerosos bancos en todas partes de la tierra. Escoge uno, siéntate debajo y no te muevas. Cuando la noche despliegue sus tinieblas y veas que el ejército de mujeres rodea las mercancías, extiende tu mano, sujeta a la que se siente encima del banco del cual estás tú y pídele su protección. Sabe, hijo mío, que si ella acepta protegerte conseguirás tu deseo y te reunirás con tu esposa y tus hijos. Si no te protege puedes entristecerte, desesperar de la vida y estar seguro de que vas a morir. ¡Hijo mío! Tú te expones al peligro y yo sólo puedo hacer esto.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Hassún prosiguió:] »…Sabe que si no hubieses tenido el auxilio del Señor del cielo no hubieses llegado hasta aquí». Hasán, al oír las palabras del rey Hassún, rompió a llorar hasta caer desmayado. Al volver en sí recitó este par de versos:
No hay escapatoria: tengo un número de días fijado para vivir; cuando estos días concluyan, moriré.
Si tuviera que luchar con los leones en la selva los vencería mientras durase mi plazo.
Cuando Hasán hubo terminado de recitar sus versos, besó el suelo ante el rey y dijo: «¡Gran rey! ¿Cuántos días faltan para que lleguen los navíos?» «Un mes; permanecen aquí, para la compraventa, un par de meses. Después regresan a su país. No esperes partir antes de que hayan transcurrido seis meses completos.» El rey ordenó a Hasán que se marchase a la casa de los huéspedes y mandó que le llevasen cuanto pudiera necesitar: comida, bebida, vestidos y todo aquello que es propio de los reyes. Permaneció en la casa de los huéspedes durante un mes, al cabo del cual llegaron los navíos. El rey, acompañado por Hasán y los comerciantes, salió a recibirlos. El muchacho se dio cuenta de que se trataba de naves que transportaban un gentío inmenso, tan numeroso que parecía un montón de guijarros y cuyo número sólo lo conocía el Creador. La nave estaba en medio del mar y pequeñas barcas transportaban las mercancías a la costa. Hasán permaneció entre ellos hasta que sus tripulantes hubieron trasladado las mercancías a tierra e iniciaron la compraventa.
Cuando sólo faltaban tres días para la partida el rey mandó comparecer a Hasán; le preparó lo que necesitaba, le hizo grandes regalos y lo recomendó al capitán de la nave. Le dijo: «Lleva contigo, en el buque, a este muchacho y no informes a nadie. Haz que llegue a la isla Waq y déjalo allí; no regreses con él» «¡Oír es obedecer!», replicó el capitán. Después el rey dio consejos a Hasán y le dijo: «No expliques a ninguno de tus compañeros de viaje tu situación; no refieras a nadie tu historia, pues morirías». «¡Oír es obedecer!», contestó el muchacho. Éste se despidió del rey después de hacer votos por su larga vida y desearle que venciese a todos sus rivales y enemigos. El rey le dio las gracias, le deseó que escapase con vida y consiguiese su propósito. Después le confió al capitán. Éste le cogió, lo metió en un cofre, embarcó éste en un bote y no lo sacó de su interior, en el navío, hasta que vio que la gente estaba ocupada en el acondicionamiento de las mercancías.
Los buques zarparon y navegaron durante diez días. El día undécimo llegaron a tierra. El capitán le desembarcó de la nave. Hasán al encontrarse en tierra vio bancos en tal número que sólo Dios lo conocía. Anduvo hasta llegar a uno que no tenía par. Se ocultó debajo. Al llegar la noche apareció tal número de mujeres que parecían una plaga de langosta. Avanzaban a pie, empuñando la espada desenvainada y protegidas por una cota de malla. Las mujeres examinaron las mercancías y se distrajeron con ellas. Después se sentaron a descansar. Una de ellas se sentó en el banco debajo del cual estaba escondido Hasán. Éste cogió el faldón de su traje, lo colocó encima de su cabeza, se acercó a ella y le besó, llorando, manos y pies. Le dijo: «¡Oh, tú! ¡Levántate antes de que nadie te vea y te mate!» Entonces Hasán salió de debajo del banco, se puso en pie y le besó las manos. Le dijo: «¡Señora mía! ¡Estoy bajo tu protección!» Rompió a llorar y añadió: «¡Ten misericordia de aquel que está separado de su familia, de su esposa y de sus hijos; de aquel que corre a reunirse con ellos arriesgando su vida! ¡Ten misericordia de mí y serás recompensada con el Paraíso! ¡Si no quieres acogerme te ruego por Dios, el Grande, El que todo lo oculta, que me escondas!» Los mercaderes lo observaban mientras él le hablaba. La mujer, al oír estas palabras y ver su humildad, tuvo compasión y su corazón se apiadó. Se dio cuenta de que si había arriesgado su vida y llegado hasta aquel lugar, era debido a algún asunto importante. Entonces le dijo: «¡Hijo mío! Tranquiliza tu alma, refresca tus ojos, ten corazón y pensamiento firmes, vuelve a tu lugar y permanece escondido debajo del banco, como estabas antes, hasta la próxima noche. Dios hace todo lo que quiere». Se despidió de él y Hasán se escondió debajo del banco del mismo modo que antes. Los soldados pasaron la noche: encendieron velas hechas con una mezcla de áloe y ámbar. Al día siguiente las naves se acercaron a tierra y los comerciantes se dedicaron a desembarcar mercancías y objetos hasta la caída de la noche. Hasán, llorando y con el corazón triste, permaneció escondido debajo del banco sin saber lo que le reservaba el destino. Mientras así estaba, llegó la mujer comerciante que le había tomado bajo su protección: le dio una cota de mallas, una espada, un cinturón dorado y una tanza. A continuación se marchó de su lado por temor a los soldados. Hasán al ver estos objetos comprendió que la comerciante se los había dado para que se los pusiera. El joven endosó la cota de mallas, se colocó el cinturón, ciñó la espada debajo de la axila y empuñó la lanza. Después se sentó en el banco mientras su lengua no paraba de pronunciar el nombre de Dios (¡ensalzado sea!); al contrario, le pedía que le hiciese pasar inadvertido.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que mientras estaba sentado se acercaron las antorchas, los fanales y las velas y reapareció el ejército de mujeres. Hasán se incorporó y se mezcló con ellas como si fuese una más. Al acercarse la aurora, Hasán y los soldados se pusieron en marcha hasta llegar a sus tiendas. Cada una se metió en la suya y Hasán lo hizo en la de una de ellas: era la de la mujer que le había concedido protección. Una vez en el interior soltó las armas, se quitó la cota de malla y el velo. Hasán soltó a su vez las armas, miró a su dueña y vio que tenía los ojos azules y la nariz grande: era una calamidad entre las calamidades; era el ser más feo de la creación: rostro picado de viruelas, cejas despobladas; dientes rotos, mejillas arrugadas, cabellos blancos, boca babosa. Era tal como el poeta dijo de una parecida:
En los ángulos de su cara hay nueve calamidades: cada una de ellas muestra un infierno.
Rostro repugnante y feo como si fuese de un cerdo que remueve lo sucio y come.
Era calva como una serpiente pelada. La vieja se admiró al ver a Hasán y le preguntó: «¿Cómo has llegado hasta este país? ¿Qué nave te ha traído? ¿Cómo te has salvado?» Quedó maravillada de que hubiese podido llegar y le interrogó. Entonces Hasán cayó a sus pies, los frotó con su rostro y rompió a llorar hasta caer desmayado. Cuando volvió en sí recitó estos versos:
¿El transcurso de los días, cuándo permitirá la reunión y nos unirá con el amado después de habernos separado?
¿Cuándo conseguiré aquello que me satisface? Los reproches tienen fin y el amor es eterno.
Si el Nilo llevase tanta agua como mis lágrimas no quedaría ningún desierto en el mundo:
Habría inundado el Hichaz, todo Egipto y el Iraq.
Y todo esto porque te alejaste de mí, amigo mío; tenme compasión y regresa.
Cuando hubo terminado de recitar estos versos cogió el faldón de la vieja, lo colocó encima de su cabeza y rompió a llorar pidiéndole su protección. La anciana se dio cuenta de su amor, turbación, dolor y pena; su corazón se apiadó, le concedió su protección y le dijo: «¡No temas!» Le preguntó qué le ocurría y él le refirió todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin. La vieja quedó admirada de su historia y le dijo: «Tranquiliza tu corazón y tu pensamiento; no temas; has conseguido tu deseo y si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, conseguirás lo que necesitas». Hasán se alegró muchísimo al oírla. La vieja mandó que compareciesen los alcaides de su ejército. Era el último día del mes. Cuando los tuvo delante dijo: «Salid y congregad todas las tropas para mañana por la mañana. Que nadie desobedezca, pues quien falte será castigado con la muerte». Contestaron: «¡Oír es obedecer!» y se marcharon. Dieron orden a todas las tropas para que se preparasen para partir al día siguiente por la mañana. Después regresaron a informar de lo que habían hecho. Así se enteró Hasán de que ella era la jefe del ejército, su consejero y su comandante. El joven no se quitó las armas de encima del cuerpo durante todo aquel día. La vieja en cuya casa estaba, se llamaba Sawahi y la apodaban Umm al-Dawahi. Antes de que terminase de emitir órdenes y prohibiciones apareció la aurora. Las tropas salieron de sus acantonamientos, pero la vieja no les acompañó. Una vez se hubieron marchado dejando vacías sus bases Sawahi dijo a Hasán: «¡Acércate, hijo mío!» El joven se aproximó y se detuvo ante ella, la cual, a su vez, se acercó y le preguntó: «¿Cuál es la causa que te ha hecho arriesgar tu vida y entrar en nuestro país? ¿Cómo puedes ir en busca de la muerte? Cuéntame la verdad de todo tu asunto y no temas nada de mí; no temas pues te he dado mi palabra y te he puesto bajo mi protección y mi clemencia, ya que tu situación me ha conmovido. Si me cuentas la verdad te ayudaré a conseguir tus deseos aunque ello haya de costarme la vida y la pérdida del espíritu. Desde el momento en que has llegado ante mí, no corres ningún peligro y no permitiré a ninguno de los habitantes de las islas Waq que te cause daño».
Hasán le contó toda su historia desde el principio al fin y la explicó lo sucedido con su esposa y con los diez pájaros: cómo la había cazado y se había casado con ella; cómo habían vivido juntos y le había dado dos hijos y cómo después de descubrir dónde estaba el vestido de plumas había remontado el vuelo llevándose los niños. No le ocultó ningún detalle de lo que había sucedido desde el primer día hasta aquel en que se encontraba. La vieja movió la cabeza después de haber oído sus palabras. Exclamó: «¡Gloria a Dios que te ha salvado, que te ha hecho llegar hasta aquí y que te ha puesto en mi poder! Si hubieses caído en otras manos hubieses perdido la vida y no hubieses conseguido tu deseo. La pureza de tu intención, tu amor, tu gran pasión por tu esposa e hijos es lo que te permite realizar tu deseo. Si tú no la amases y no estuvieses enamorado no te hubieses arriesgado por ella. ¡Alabado sea Dios que te ha salvado! Es necesario que satisfagamos tu deseo y te auxiliemos a buscarla hasta que, en el plazo más breve, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, consigas lo que apeteces. Pero sabe, hijo mío, que tu esposa vive en la séptima de las islas Waq y que de ésta nos separan siete meses de viaje de día y de noche. Nos marcharemos desde aquí a una región que se llama “Región de los Pájaros”, ya que el piar y el aletear de éstos impide oír a una persona lo que dice otra…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sawahi prosiguió:] »…en este país andaremos durante once días con sus noches. Después saldremos de él y entraremos en una tierra llamada “Tierra de las fieras”, ya que en ella sólo se oyen los gritos de las fieras, de las hienas y de los animales; el ulular de los lobos y el rugido de los leones. La cruzaremos en veinte días al cabo de los cuales estaremos en una tierra llamada “Tierra de los Genios”. Los gritos de éstos, las llamas de los fuegos, las chispas y el humo que salen de su boca, sus suspiros y sus insolencias nos cerrarán el camino, nos ensordecerán y nos cegarán: no veremos ni oiremos; no podremos volvernos atrás, pues todo aquel que lo hace, muere. El caballero que cruza esa región tiene que llevar pegada la cabeza al arco de su silla y no levantarla durante tres días. Después nos encontraremos ante un gran monte y un río de gran caudal. Ambos están junto a las islas Waq. Sabe, hijo mío, que estas tropas están formadas por muchachas vírgenes y que el rey que las gobierna es una mujer de las siete islas Waq. Un jinete experto necesitaría un año entero para recorrer las siete islas. Junto a la orilla de ese río hay otro monte que se llama “Monte de Waq”. Se llama así debido a un árbol cuyas ramas parecen ser cabezas de hombres. Éstas gritan todas a la vez, cuando sale el sol: “¡Waq! ¡Waq! ¡Gloria al Rey de las criaturas!” Al oír estas palabras sabremos que el sol ha salido. Cuando el sol se pone gritan también: “¡Waq! ¡Waq! ¡Gloria al Rey de las criaturas!” Entonces sabremos que el sol se ha puesto. Ningún hombre puede vivir entre nosotras, llegar hasta aquí o pisar nuestra tierra. Desde allí hasta donde reside la reina que gobierna nuestra tierra, hay una distancia de un mes. Todos los súbditos que hay en esos lugares están a su disposición y lo mismo ocurre con las tribus de los genios y de los demonios. Acatan, además, sus órdenes, brujos cuyo número sólo sabe Quien los ha creado. Si tú tienes miedo puedo hacerte acompañar por alguien que te lleve a la costa y que te presente a quien pueda hacerte embarcar y alcanzar tu país. Pero, si tu corazón prefiere permanecer entre nosotras, no he de impedírtelo y tú vivirás conmigo hasta que consigas realizar tu propósito si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere». Hasán replicó: «¡Señora mía! ¡No me separaré de ti hasta haberme reunido con mi esposa o haber perdido la vida!» La vieja le dijo: «Esto es cosa fácil: tranquiliza tu corazón y conseguirás lo que deseas si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere. Pero es necesario que yo informe a la reina de tu presencia para que ésta pueda ayudarte a conseguir tu propósito». Hasán hizo votos por ella, le besó las manos y la cabeza y le dio las gracias por lo que había hecho y por su gran generosidad. La acompañó pensando en las consecuencias de su acto, en los terrores que había sufrido durante su exilio y empezó a llorar y a sollozar. Recitó estos versos:
El céfiro sopla desde el lugar en que está el amado y tú me ves enloquecer por mi gran amor.
La noche de la unión constituye una mañana luminosa, mientras el día de la separación es una noche oscura.
El adiós del amigo es cosa bien difícil; la separación del contertulio es un asunto grave.
Sólo a él me quejo de su dureza; en todo el género humano no existe un amigo sincero.
No encuentro consuelo por vuestra separación; un reprobable censor no puede consolar mi corazón.
¡Oh, belleza única! Mi amor también es único.
¡Oh, tú que no tienes par! Mi corazón tampoco lo tiene.
Todo aquel que pretende vuestro amor y teme las censuras es digno de ser censurado.
A continuación la vieja ordenó que repicaran los tambores dando la orden de partida; el ejército, la vieja y Hasán se pusieron en marcha. Éste avanzaba sumergido en el mar de sus pensamientos, fastidiado y recitando versos mientras la anciana le aconsejaba tener paciencia y lo consolaba. Pero él no le hacía caso ni oía lo que le decía.
Anduvieron sin cesar hasta llegar a la primera de las siete islas, la de los Pájaros. Al penetrar en ella Hasán creyó que el mundo se había vuelto al revés dado el continuo piar de las aves; esto le causó dolor de cabeza, confundió sus pensamientos, le cegó la vista y le tapó los oídos. Sintió gran temor y se convenció de que iba a morir. Se dijo: «Si la Tierra de los Pájaros es así ¿cómo será la de las fieras?» La vieja llamada Sawahi al ver su situación rompió a reír y le dijo: «¡Hijo mío! Si te pones así en la primera de las islas, ¿qué harás cuando crucemos las otras? Ruega a Dios, humíllate ante Él y pídele que te ayude en las dificultades en que te encuentras y que te haga conseguir tus deseos». Viajaron sin cesar hasta haber cruzado la Tierra de los Pájaros. Al salir de ésta entraron en la de los genios. Hasán, al verlos, se asustó y se arrepintió por haber acompañado a las amazonas hasta aquel lugar. Pidió auxilio a Dios (¡ensalzado sea!) y siguió la marcha junto a las tropas. Al abandonar este territorio llegaron al río, acamparon al pie del grande y elevado monte y levantaron las tiendas a la orilla del río. La vieja colocó aquí un estrado de mármol cuajado de perlas, aljófares y lingotes de oro rojo e hizo sentar a Hasán en él. A continuación le mostró a las tropas. Éstas colocaron las tiendas a su alrededor, descansaron un rato y después comieron, bebieron y durmieron tranquilas porque habían llegado a su país. Hasán se había cubierto la cara con un velo para que sólo pudiesen verle los ojos. Un grupo de amazonas se acercó a la orilla del río, se quitó los vestidos y se metió en el agua. El muchacho las contempló mientras ellas se lavaban, jugaban y se distraían sin saber que un muchacho las estaba observando, ya que creían que era la hija de un rey. Hasán se excitó al verlas sin sus vestidos, pues contempló las distintas formas de lo que había entre sus muslos: labios tensos, redondeados, gruesos, carnosos, anchos, perfectos y extendidos. Sus caras sin velo parecían lunas y sus cabellos negros constituían la noche que cubría al día. Todas ellas eran hijas de reyes. La vieja había levantado un estrado y había ordenado a Hasán que se sentase encima. Cuando las jóvenes hubieron terminado de bañarse salieron del agua desnudas, como si fuesen lunas en la noche de su plenitud. La anciana había ordenado a todas las tropas que se reuniesen ante la tienda del muchacho, que se quitasen los vestidos y que se metiesen en el río para lavarse, pues si su esposa estaba entre ellas la reconocería. La vieja interrogó pelotón tras pelotón, pero sólo obtuvo la respuesta: «¡Señora mía! ¡No está entre ésas!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que finalmente se adelantó una joven que tenía a su servicio treinta criadas vírgenes, con los senos tersos. Se quitaron los vestidos y entraron en el agua. La joven empezó a corretear con las criadas: las arrojaba al río y las zambullía. Así siguieron durante una hora. Después, salieron del agua, se sentaron y ofrecieron a su señora toallas de seda ribeteadas de oro. Las cogió y se secó. Luego le dieron los vestidos, las joyas y los adornos, hechos por los genios. Los cogió, se los puso y se dirigió con sus criadas hacia las tropas. El corazón de Hasán, al verla, tuvo un sobresalto. Dijo: «Ésta es la que más se asemeja al pájaro que vi en la alberca que está en el alcázar de las jóvenes, mis hermanas. Igual que ésta, aquélla jugueteaba con su séquito». La anciana le preguntó: «¡Hasán! ¿Es ésta tu esposa?» «¡No, señora mía! ¡Por vida de tu cabeza! Ésta no es mi esposa y no la he visto jamás en mi vida. Entre todas las jóvenes que hay en la isla no he visto ni una sola que pueda compararse con mi esposa, ni por el talle, ni por la armonía del cuerpo ni por la belleza ni por la hermosura.» La vieja le dijo: «¡Descríbemela y dame a conocer todas sus cualidades para que yo pueda imaginarla! Conozco a todas las muchachas de las islas Waq, ya que soy la comandante y la gobernadora de todas las tropas de mujeres. Si me la describes la reconoceré e idearé el modo de que la recuperes». Hasán explicó: «Mi esposa tiene un rostro precioso, cintura prodigiosa, tersas mejillas, senos turgentes, grandes ojos negros, gruesas piernas, dientes blancos, dulce lengua; todo su ser es delicado como si fuese una flexible rama; tiene hermosas cualidades, rojos labios, ojos alcoholados y labios delgados; en su mejilla derecha hay un lunar y en su vientre, debajo del ombligo, una señal. Su rostro brilla como la luna redonda; tiene el cuerpo delgado, las caderas pesadas y su saliva es capaz de curar al enfermo como si fuese el Kawtar o el Salsabil». La anciana dijo: «¡Dame más detalles y que Dios aumente tu amor!» Hasán siguió: «Mi mujer tiene un rostro hermoso, mejilla tersa, cuello largo, mirada alcoholada, mejillas como anémonas y boca que parece un sello de cornalina; sus dientes, brillantes como el relámpago, hacen olvidar la copa y el aguamanil. Ha sido formada en el templo de la delicadeza. Entre sus muslos se encuentra el solio del califato: no hay un santuario tal entre los lugares sagrados; es como dijo con razón, en su alabanza, el poeta:
El nombre de aquel que me deja perplejo tiene letras bien conocidas.
Son cuatro por cinco y seis por diez[255].
Hasán rompió a llorar y cantó este mawwal[256]:
Mi amor por vos es el amor de un indio que ha perdido su agujero[257].
La vieja bajó la cabeza hacia el sudo y permaneció así durante una hora de tiempo. Después la levantó hacia Hasán y dijo: «¡Gloria a Dios, todopoderoso! Yo me he preocupado por ti, Hasán, pero ¡ojalá no te hubiese conocido! Al oír la descripción de la mujer que acabas de citar como tu esposa la he identificado: es la hija mayor del gran rey que gobierna todas las islas Waq. ¡Abre tus ojos y piensa en tu asunto! Si estás durmiendo, despierta, ya que no podrás llegar hasta ella jamás; y si llegas no podrás alcanzarla, ya que os separa lo mismo que separa el cielo de la tierra. Desiste, hijo mío, y no te arrojes a la perdición ni causes la mía propia. Creo que no tienes posibilidad de éxito. Vuélvete desde donde estás para que no perdamos la vida». La vieja temía por sí misma. Hasán rompió a llorar amargamente al oír sus palabras y cayó desmayado. La vieja le roció el rostro con agua hasta que volvió en sí. Siguió llorando y las lágrimas empaparon sus vestidos debido a la pena y pasión que le habían causado las palabras de la vieja. Desesperando de la vida, le dijo: «¡Señora mía! ¿Cómo he de volver atrás después de haber llegado hasta aquí? Jamás hubiera creído que tú fueses incapaz de hacerme conseguir mi deseo y más teniendo en cuenta que tú eres la comandante y la gobernante del ejército de las amazonas». Le replicó: «¡Por Dios, hijo mío! Si eliges una de esas muchachas, te la daré a cambio de tu esposa, pues si cayeras en manos del rey yo no encontraría ningún recurso para salvarte. Te conjuro, por Dios, a que escuches mis palabras y escojas una de esas muchachas prescindiendo de aquélla. Regresarás inmediatamente a tu país sano y salvo. No hagas que te cause alguna pena, pues tendría que lanzarte a grandes peligros y fuertes dificultades de las que nadie podría salvarte». Entonces, Hasán bajó la cabeza, rompió a llorar y recitó:
Dije a mis censores: «No me critiquéis». Mis párpados fueron creados para el llanto.
Las lágrimas desbordaron de mis ojos e inundaron las mejillas; mis amigos me han rechazado.
Dejadme en el amor que ha adelgazado mi cuerpo ya que, del amor, me gusta mi locura.
¡Amigos míos! Mi pasión por vosotros va en aumento ¿qué os sucede que no tenéis piedad de mí?
Después de haber prometido y concluido un pacto conmigo, os mostráis injustos. Habéis traicionado mi compañía, y me habéis abandonado.
El día de la separación, cuando partisteis, fui abrevado, al alejaros, con el líquido de la humillación.
¡Oh, corazón! ¡Ámalos! ¡Ojos! ¡Derramad abundantes lágrimas!
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando hubo terminado de recitar sus versos rompió a llorar hasta caer desmayado. La vieja le roció el rostro con agua hasta que volvió en sí. Insistió: «¡Señor mío! ¡Vuelve a tu país! Si yo te acompañase a la ciudad, los dos perderíamos la vida ya que la reina, al enterarse, me reprendería por haberte introducido en su país y en sus islas a las que no ha llegado ningún ser humano, me mataría por haberte llevado conmigo y por haberte mostrado las vírgenes que viste en el río a pesar de que no las ha tocado ningún macho ni se las ha acercado ningún hombre». Hasán le juró que jamás las miraría con malas intenciones. La vieja, sin embargo, insistió: «¡Hijo mío! ¡Vuelve a tu país y yo te daré riquezas, tesoros y regalos que te harán olvidar a todas las mujeres! Escucha mis palabras, regresa lo antes posible y no arriesgues tu vida. Te he dado un consejo». Hasán, al oírla, rompió a llorar, le acarició los pies con sus mejillas y dijo: «¡Señora mía! ¡Dueña mía! ¡Pupila de mis ojos! ¿Cómo he de regresar después de haber llegado a este lugar y sin haber visto a quien quiero? Me he acercado al domicilio del amado y espero encontrarlo en plazo breve. Tal vez encuentre algún recurso para reunirme con él». A continuación recitó estos versos:
¡Reyes de belleza! ¡Piedad para el esclavo de los párpados que se han enseñoreado del reino de Cosroes!
Habéis superado el olor del almizcle y habéis sobrepasado, como flor, las bellezas de la rosa;
Donde estáis sopla el céfiro suave; la brisa sopla impregnada de perfume.
¡Censor! Déjate de criticar y de darme consejos; has venido a aconsejarme con malas artes.
¿Cómo puedes censurarme y reprenderme si no tienes experiencia de mi pasión?
Me han cautivado unos ojos lánguidos y me han arrojado al amor con violencia, con ímpetu.
Derramo lágrimas cuando compongo versos: he aquí mi historia rimada, mi canción.
Sus mejillas sonrojadas han fundido mi corazón y mis miembros arden como si fuesen brasas.
¡Vosotros dos! ¡Decidme! Cuando deje de explicar mi historia ¿con qué relato aliviaré el pecho?
He amado a las hermosas a todo lo largo de mi vida. Después, Dios hará que ocurran nuevos sucesos.
El corazón de la vieja tuvo piedad de Hasán cuando hubo terminado de recitar estos versos. Se acercó a él, le tranquilizó y le dijo: «¡Tranquiliza el alma, alegra tus ojos y saca la pena que tienes en el pensamiento! ¡Por Dios! Expondré mi vida al mismo tiempo que la tuya para que puedas conseguir tu propósito o iré en busca de la muerte». El corazón de Hasán se tranquilizó, su pecho respiró y se sentó para hablar con la anciana hasta el fin del día. Al llegar la noche las jóvenes se marcharon. Unas entraron en el alcázar que estaba en la ciudad y otras pernoctaron en las tiendas. Entonces la anciana, tomando consigo a Hasán, entró en la ciudad y lo llevó a un lugar solitario en el que nadie pudiera verlo e informar a la reina de su presencia, pues ésta le daría muerte y haría lo mismo con quien le había llevado. Ella misma le sirvió y le fue inspirando miedo ante la violencia del gran rey, padre de su esposa. Hasán lloraba ante ella y decía: «¡Señora mía! Para mí he escogido la muerte, puesto que odio la vida mundanal. Si no me reúno con mi esposa y con mis hijos me expondré a los mayores peligros o iré en busca de la muerte». La vieja empezó a meditar en lo que debía hacer para conseguir que llegase ante su esposa y se reuniese con ella; en la treta que debía emplear para favorecer a ese desgraciado que se exponía a la muerte y al que el miedo o cualquier otra consideración no le hacían desistir de su propósito. Él no se preocupaba de su propia vida. El autor del refrán dice: «El enamorado no escucha las palabras de quien no lo está».
La muchacha que era reina de la isla en que se encontraban se llamaba Nur al-Huda. Esta reina tenía siete hermanas, todas ellas vírgenes, que vivían junto a su padre, el gran rey, el cual gobernaba las siete islas y las regiones Waq. El trono de este rey se encontraba en la mayor de todas las ciudades que había en aquella tierra. Su hija mayor era Nur al-Huda y gobernaba la ciudad y las regiones en que se encontraba Hasán. La anciana, al ver que éste ardía en deseos de reunirse con su esposa y con sus hijos, se dirigió al alcázar de la reina Nur al-Huda, se presentó ante ella y besó el suelo. La vieja era tenida en mucha estima, pues había criado a todas las hijas del rey y gozaba, ante éstas, de autoridad y respeto; además, era apreciada por el soberano. La reina Nur al-Huda se puso de pie en el momento en que vio a la anciana, la abrazó, la hizo sentar a su lado y le preguntó por su viaje. Le contestó: «¡Por Dios, señora mía! Ha sido un viaje bendito y te he traído un regalo que te daré en seguida. Pero, ¡oh, reina!, la época y el tiempo me han hecho traer una cosa prodigiosa que deseo mostrarte para que tú me auxilies a conseguir su deseo». La reina preguntó: «¿De qué se trata?» La anciana le explicó toda la historia de Hasán desde el principio hasta el fin; al hablar temblaba como si fuese una caña azotada por un viento huracanado, y acabó cayendo ante la hija del rey diciendo: «¡Señora mía! Una persona que estaba escondida debajo de un banco, junto a la orilla del mar, me pidió protección. Yo se la concedí y la he traído conmigo, con el ejército de mujeres; llevaba armas y así nadie le ha reconocido. Le hecho entrar en la ciudad. He intentado atemorizarla hablando de tu violencia, de tu mal genio y de tu fuerza. Pero cada vez que le amenazaba, empezaba a recitar versos y decía: “Iré a ver a mi esposa y mis hijos o moriré; pero no regresaré a mi país sin ellos”. Él ha arriesgado su vida al venir a las islas Waq. Jamás en mi vida he visto un hombre de corazón más firme ni que sea más valiente. El amor le ha hecho alcanzar el límite de lo posible».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la reina, oídas estas palabras y habiendo meditado en la historia de Hasán, se enfadó muchísimo. Durante un rato tuvo inclinada la cabeza hacia el suelo. Después la levantó, miró a la vieja y la increpó: «¡Vieja de mal agüero! ¿Tu desvergüenza ha llegado hasta el punto de importar varones, pasearlos por las islas Waq y traerlos a mi presencia sin temer mi ira? ¡Juro por la cabeza del rey que si no tuvieses sobre mí el derecho que te concede el haberme criado, hubiese matado del modo más terrible a los dos, a ti y a él, ahora mismo para que constituyerais un escarmiento para los viajeros que fuesen contigo, maldita, y para que no volviese a cometerse un acto tan enorme que nadie, hasta la fecha, había realizado! Sal y traémelo ahora mismo para que lo vea».
La vieja se marchó aturdida y sin saber adonde ir. Decía: «Toda la desgracia que cae sobre mí de parte de la reina, me la ha enviado Dios por mediación de Hasán». Anduvo hasta encontrarse ante el joven. Le dijo: «¡Ven a hablar con la reina, oh, tú, que has llegado al fin de tu vida!» Salió con ella mientras su lengua no dejaba de mencionar a Dios (¡ensalzado sea!). Decía: «¡Dios mío! ¡Sé bondadoso conmigo en tus decretos! ¡Líbrame de tus castigos!», La vieja lo acompañó hasta dejarlo ante la reina Nur al-Huda. La anciana le había recomendado en el camino lo que tenía que decirle. Al hallarse en presencia de la soberana se dio cuenta de qué ésta se había puesto el velo. Hasán besó el suelo ante ella, la saludó y recitó este par de versos:
¡Haga durar Dios sin preocupaciones tu poderío y te conceda cuanto desees!
¡Que Nuestro Señor te conceda fuerza y gloria! ¡Que el Todopoderoso te ayude contra tus enemigos!
Al terminar de recitar estos versos, la reina hizo señas a la vieja para que ésta le interrogara en su presencia, pues quería oír las contestaciones. La anciana le dijo: «La reina te devuelve el saludo y te pregunta cómo te llamas, de qué país vienes, cómo se llama tu esposa y tus hijos por los cuales has venido; cómo se llama tu país». Hasán, haciéndose el fuerte y con el auxilio de los hados contestó: «¡Reina del tiempo y de la época! ¡Señora única de nuestro siglo! Yo me llamo Hasán, el de las muchas penas, y soy de la ciudad de Basora; desconozco el nombre de mi esposa, pero los nombres de mis hijos son Nasir y Mansur». La reina, al oír sus palabras y el relato preguntó: «¿Y desde dónde se ha llevado a tus hijos?» «¡Reina! ¡Desde la ciudad de Bagdad, sede del califato!» «¿Os ha dicho algo en el momento de remontar el vuelo?» «Dijo a mi madre: “Si regresa tu hijo y los días de la separación le son largos, ansia de reunirse conmigo y los vientos del deseo y del amor le agitan, puede venir a buscarme a las islas de Waq”.» La reina Nur al-Huda movió la cabeza y dijo: «Si no te amara no hubiese dicho a tu madre esas palabras; si ella no te quisiera y gustara de tu compañía no le hubiese dicho dónde residía ni te hubiese invitado a ir a su país». Hasán dijo: «¡Señora de los reyes! ¡Gobernadora de todos, ricos y pobres! Te he contado lo sucedido y no te he ocultado nada. Yo pido protección a Dios y a ti. ¡No me oprimas, ten compasión de mí y ganarás una recompensa y una remuneración! ¡Ayúdame a reunirme con mi esposa y con mis hijos; devuélveme mi perdida felicidad, la alegría de mis ojos y ayúdame a volverlos a ver!» Rompió a llorar, a gemir y a quejarse y recitó este par de versos:
Te daré las gracias mientras zuree la paloma de collar y todavía no habré cumplido mi deber.
Me moveré entre copiosos favores reconociendo que tú eres el origen y la causa.
La reina Nur al-Huda inclinó la cabeza hacia el suelo, la movió durante largo rato y después la levantó y le dijo: «Te tengo compasión; me he apiadado de ti y he decidido mostrarte a todas las muchachas de la ciudad y de las regiones de mi isla. Si descubres a tu esposa te la entregaré pero, si no la encuentras, te mataré y te crucificaré en la puerta de la casa de la vieja». Hasán replicó: «Acepto la condición, reina del tiempo». A continuación recitó estos versos:
Animasteis mi pasión de amor y quedasteis tranquilos; mantuvisteis en vela mis párpados ulcerados y os dormisteis.
Me prometisteis que no tardaríais en cumplir vuestra promesa, pero en cuanto os hicisteis con las riendas traicionasteis.
Os amé desde la infancia, cuando no sabía lo que era el amor; no me matéis, pues he sido vejado.
¿Es que no teméis a Dios y vais a matar a un enamorado que pasa la noche observando las estrellas mientras la gente duerme?
¡Por Dios, gentes mías! Cuando muera escribid sobre la losa de mi tumba: «Éste fue un enamorado».
Tal vez, algún joven como yo, herido de amor, al ver mi tumba me salude.
Al concluir de recitar estos versos dijo: «Acepto la condición que me has impuesto; ¡no hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Entonces la reina Nur al-Huda ordenó que todas las muchachas de la ciudad acudiesen a palacio y desfilasen ante él. Mandó a la vieja Sawahi que ella misma bajase a la ciudad y que condujese a todas las jóvenes al alcázar. La reina hacía que las muchachas se presentasen de cien en cien ante Hasán. Así le presentó todas las que habitaban en la ciudad, pero no encontró, entre ellas, a su esposa. La reina le interrogó y le dijo: «¿Has visto a ésas?» «¡Por tu vida, reina! ¡No está!» La soberana se encolerizó y dijo a la vieja: «¡Entra y saca todas las que viven en el alcázar! ¡Muéstraselas!» Las miró a todas pero, entre ellas, no encontró a su esposa. Dijo a la reina: «¡Por vida de tu cabeza, oh reina, no está!» La soberana se indignó y chilló a todos los que estaban a su alrededor: «¡Cogedlo! ¡Arrastradlo boca abajo! ¡Cortadle la cabeza para que nadie más, siguiendo sus pasos, arriesgue su vida para espiarnos, cruzar nuestro país y hollar nuestra tierra y nuestras islas!» Le tiraron al suelo, le arrastraron de bruces, le pusieron por encima los faldones de su propio traje, le vendaron los ojos, desenvainaron la espada encima de su cabeza y se quedaron en espera de órdenes. Entonces Sawahi se acercó a la reina, besó el suelo ante ella, se agarró a sus faldones y los colocó encima de su cabeza. Le imploró: «¡Reina! ¡Por el derecho que me concede el haberte criado! ¡No te precipites con él! Sabes que es un desgraciado extranjero que ha arriesgado su vida y sufrido más peripecias que las que haya podido soportar persona alguna. Dios, Todopoderoso y Excelso, le ha salvado de la muerte para toda su vida. Él ha oído hablar de tu justicia; ha venido a tu país y se ha puesto bajo tu protección. Si le matas los viajeros divulgarán noticias diciendo que tú maltratas a los forasteros y que los matas. En cualquier circunstancia él está bajo tu poder y podrás matarle con tu espada si su mujer no aparece en el país; en cualquier momento en que desees hacerle comparecer yo podré traértelo. Yo le protegí porque deseaba que ejercieras la magnanimidad que me debes a causa del derecho que me concede el haberte criado; conociendo tu justicia y tu equidad le garanticé que lo ayudarías a conseguir su deseo; si yo me hubiese imaginado esto no le hubiese introducido en la ciudad. Al contrario, me dije: “La reina se alegrará de verlo y de oír sus versos, las hermosas y elocuentes palabras que dice y que asemejan perlas engarzadas”. A éste, que ha entrado en nuestro país y ha comido de nuestros víveres es necesario que le tratemos con miramientos.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas diez, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sawahi prosiguió: »…es necesario que le tratemos con miramientos] y más aún teniendo en cuenta que yo le prometí que lo reuniría contigo y tú sabes que la separación es dura y mortal sobre todo cuando se está lejos de los hijos. Ha visto a todas nuestras mujeres excepción hecha de ti: ¡Muéstrale tu cara!» La reina se sonrió y contestó: «¿De dónde ha de ser él mi esposo? ¿Cómo puede haber tenido dos hijos conmigo? ¿Por qué he de enseñarle mi cara?» Mandó que llevasen a Hasán ante ella. Lo introdujeron y lo colocaron delante. La reina descubrió su cara. Hasán, al verla, dio un alarido y cayó desmayado. La vieja le trató con cariño hasta que volvió en sí. Al despertar de su desmayo recitó:
¡Oh, céfiro que soplas de la tierra del Iraq hacia los ángulos del país de quien dijo Waq!
Informa a los amigos de mi muerte por haber gustado comida de amor, de sabor amargo.
¡Amada mía! Sé generosa y ten indulgencia: mi corazón se consume por el tormento de la separación.
Cuando hubo terminado de recitar sus versos se puso de pie, miró a la reina y dio un grito tan fuerte que poco faltó para que el palacio se derrumbase encima de todos los que cobijaba. A continuación volvió a caer desmayado. La vieja lo trató amorosamente y cuando recuperó el sentido le preguntó qué le ocurría. Replicó: «Esta reina o es mi esposa o es la persona que más se le parece».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relata para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas once, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la reina chilló a la anciana: «¡Ay de ti, nodriza! ¡Este extranjero está loco o chiflado, pues me mira fijamente a la cara!» La vieja le replicó: «¡Oh reina! Tiene disculpa. No le reprendas, pues en el refrán se dice: “El enfermo de amor no tiene remedio y se parece al loco”». Hasán rompió a llorar amargamente y recitó este par de versos:
Veo sus huellas y muero de pasión; derramo mis lágrimas sobre su domicilio.
Ruego a Aquel que me puso a prueba con su separación que me conceda el favor de su regreso.
Hasán dijo a la reina: «¡Por Dios! Tú no eres mi esposa, pero eres la persona que más se le parece». La reina Nur al-Huda rompió a reír hasta caer de espaldas y tener que apoyarse por un lado. Le contestó: «¡Amado mío! Cólmate, mírame con atención y contéstame a lo que te voy a preguntar; déjate de locuras, perplejidades e indecisiones, pues está próxima la hora de tu regocijo». Hasán le dijo: «¡Señora de reyes! ¡Refugio de pobres y ricos! He enloquecido desde el instante en que te vi, ya que tú eres mi esposa o eres la persona que más se le parece. Pregúntame ahora mismo lo que quieras». «¿En qué cosas se parece tu mujer a mí?» «¡Señora mía! La hermosura, la belleza, la armonía de tus proporciones, la dulzura de tus palabras, el color de tus mejillas, el relieve de tus senos, etcétera, se parecen a los suyos.» La reina se volvió a Sawahi Umm al-Dawahi y le dijo: «¡Madre mía! Vuelve a llevarlo al lugar en que le tenías y sírvele tú misma hasta que yo haya examinado su caso. Si este hombre tiene honor hasta el punto de conservar la amistad y el afecto, es necesario que le ayudemos a conseguir su deseo, y más aún cuando ha venido a nuestra tierra y ha comido nuestros alimentos a pesar de las calamidades del viaje, de los peligros y terrores que ha tenido que soportar. Cuando le hayas acompañado a tu casa recomiéndale a tus servidores y vuelve en seguida. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, todo será para bien».
La vieja salió llevándose a Hasán, condujo a éste a su casa y ordenó a sus doncellas, criados y eunucos que se pusiesen a su servicio mandándole que le llevaran todo lo que necesitase y que no descuidasen nada. Después regresó rápidamente al lado de la reina y ésta le ordenó que empuñase las armas y tomase consigo mil valientes amazonas de a caballo. La anciana Sawahi cumplió la orden: se puso la coraza, congregó los mil jinetes y cuando los tuvo ante sí corrió ante la reina para informarla. Ésta la ordenó que marchasen a la ciudad del gran rey, su padre, que fuese a ver a su hermana Manar al-Sana y le dijese: «Pon a tus dos hijos las cotas de malla que les has confeccionado y envíaselos a su tía. Ésta tiene ganas de verlos». «Te recomiendo, madre mía —añadió—, que ocultes el asunto de Hasán. Cuando tengas a los niños le dirás: “Tu hermana te ruega que le hagas una visita”. Tan pronto como te haya entregado a los chicos y salga para venir a visitarme, tú te adelantarás con ellos y la dejarás que avance lentamente. Tú ven por un camino que no sea el suyo, anda sin parar de noche y de día y procura que nadie se entere de este asunto. Yo te juro del modo más solemne que si mi hermana es su esposa y los dos muchachos son sus hijos, no impediré a Hasán el que se marche con su familia…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas doce, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nur al-Huda prosiguió:] »…lo ayudaré y favoreceré el regreso a su país.»
La vieja creyó en sus palabras sin saber lo que aquella desvergonzada ocultaba en su interior: si no era su esposa o los chicos no se le parecían iba a matarlo. La reina añadió: «¡Madre mía! Si mis ideas son exactas su esposa es mi hermana Manar al-Sana. Pero Dios es más sabio; esa descripción corresponde con la suya y todos los detalles que ha citado: belleza prodigiosa y hermosura resplandeciente sólo corresponden a mis hermanas y de modo especial a la menor». La vieja le besó la mano, regresó al lado de Hasán y le informó de lo que la reina le había dicho. El entendimiento del muchacho voló de alegría, se acercó a la anciana y le besó la cabeza. Ésta añadió: «¡Hijo mío! ¡No me beses la cabeza! Tengo el corazón en la boca; sea este beso la dulzura de la salvación; tranquiliza tu alma, alegra tus ojos, dilata tu corazón y no tengas escrúpulos de besarme en la boca, pues yo he sido la causa de que te reúnas con ella; tranquiliza tu corazón y pensamiento, respira sin fatiga, alegra tus ojos y tranquiliza tu ánimo». A continuación se despidió de él y se marchó. Hasán recitó estos dos versos:
Tengo cuatro testigos de mi amor por vos cuando en cualquier pleito dos son suficientes:
Los latidos de mi corazón, la excitación de mis miembros, la delgadez del cuerpo y el tartamudeo de mi lengua.
A continuación recitó este par de versos:
Hay dos cosas que aunque mis ojos derramaran lágrimas por vos hasta el punto de estropearse
Yo no podría pagar ni en su décima parte: la flor de la juventud y la separación de los amigos.
La anciana empuñó sus armas, tomó consigo mil caballeros bien equipados y se marchó hacia la isla en que vivía la hermana de la reina y anduvo sin cesar hasta llegar a ella. Entre la ciudad de Nur al-Huda y la de su hermana había una distancia de tres días. Sawahi, al llegar, corrió a buscar a la hermana de la reina, Manar al-Sana, la saludó de parte de Nur al-Huda y le informó de que ésta deseaba verla al mismo tiempo que a sus hijos; le informó de que su hermana estaba molesta con ella por el largo tiempo que llevaba sin ir a visitarla. La reina Manar al-Sana le replicó: «Mi hermana tiene razón y yo estoy en falta con ella por lo poco que la veo. Pero ahora iré». Ordenó que le preparasen las tiendas en el exterior de la ciudad y tomó los presentes y regalos que más podían convenir a su hermana. El rey, su padre, estaba mirando desde las ventanas del alcázar y vio las tiendas levantadas. Preguntó por la causa y le contestaron: «La reina Manar al-Sana ha levantado sus tiendas en aquel camino, ya que se dispone a visitar a su hermana Nur al-Huda». El rey, al oír esto, ordenó al ejército que la acompañase y sacó del tesoro riquezas, comestibles, bebidas, regalos y aljófares en tal cantidad que se hace imposible describirlo. Las siete hijas del rey eran hermanas uterinas excepción hecha de la menor. La mayor se llamaba Nur al-Huda; la segunda Nachm al-Sabah, la tercera Sams al-Duha, la cuarta Sachar al-Durr, la quinta Qut al-Qulub, la sexta Saraf al-Banat y la séptima Manar al-Sana. Ésta era la menor y la mujer de Hasán; las demás sólo eran sus hermanas por parte de padre. La vieja se acercó y besó el suelo ante Manar al-Sana. Ésta le preguntó: «¿Tienes algún deseo, madre mía?» La reina, Nur al-Huda, tu hermana, te manda que cambies los vestidos a tus hijos, les pongas la cota de malla que tú les hiciste y que se los envíes. Yo los tomaré conmigo, me adelantaré y seré el mensajero que anunciará tu llegada». Manar al-Sana, al oír las palabras de la anciana, inclinó la cabeza hacia el suelo, cambió de color y permaneció reflexionando largo rato. Después movió la cabeza, la dirigió hacia la vieja y le dijo: «¡Madre mía! Mis entrañas se han asustado y mi corazón palpita desde el momento en que has mencionado a mis hijos: ningún hombre ni varón ni hembra ni genio les ha visto la cara desde el momento de su nacimiento. Yo tengo celos del mismo céfiro cuando sopla». La vieja preguntó: «¿Qué significan estas palabras, señora mía? ¿Es que no tienes confianza en tu hermana?
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas trece, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja prosiguió:] »Ten claro el entendimiento: no puedes contradecir a la reina en este asunto, pues ella se enfadaría contigo. Pero, señora mía, tus hijos son pequeños y tienes disculpa por sentir miedo; el amor hace mal pensar. Hija mía: tú conoces mi afición y mi amor por ti y por tus hijos; yo os he criado antes que a éstos. Los tomaré bajo mi responsabilidad: les ofreceré mis mejillas, les abriré mi corazón, los colocaré en su interior; no necesito consejos sobre estas cosas; tranquilízate, alegra tus ojos y envíaselos. No puedo adelantarte más allá de uno o dos días». La anciana insistió tanto y tanto temía la cólera de su hermana que accedió a dejarlos marchar con la vieja sin saber lo que el destino ocultaba. Los llamó, los hizo entrar en el baño, los arregló, les cambió sus vestidos por las cotas de malla y se los entregó a la nodriza. Ésta aceleró la marcha, como si fuera un pájaro, por un camino distinto del ordinario e hizo lo que le había ordenado la reina Nur al-Huda; anduvo sin descanso, temiendo siempre que ocurriese cualquier cosa a los niños y así llegó a la ciudad de la reina Nur al-Huda; cruzó el río, entró en la villa y corrió a presentarse, con los niños, ante la soberana, su tía. Ésta, al verlos, se alegró, los abrazó, los estrechó contra su pecho y sentó a uno en la rodilla derecha y al otro en la izquierda. A continuación, volviéndose hacia la vieja le dijo: «Tráeme a Hasán ahora mismo; yo le he dado mi promesa, le he salvado del filo de mi espada, ha encontrado asilo en mi casa y ha vivido entre mis servidores después de haber pasado miedos y calamidades; después de haber superado peligros mortales y crecientes. Pero, a pesar de todo, aún no se ha salvado de tener que beber la copa de la muerte y de perder el hábito de la vida».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ochocientas catorce, refirió: