HISTORIA DE SAYF AL-MULUK Y BADIA AL-CHAMAL

SABE, ¡oh rey feliz!, que en lo antiguo del tiempo y en las épocas pretéritas, vivía un rey de reyes persa que se llamaba Muhammad b. Sabaik. Gobernaba el país del Jurasán. Todos los años realizaba una algazúa por el territorio de los incrédulos de la India, el Sind, China la Transoxiana, países de infieles y otros. Era un rey justo, valiente, noble y generoso. A este rey le gustaba escuchar las discusiones, relatos, versos, historias, cuentos, conversaciones nocturnas y las biografías de los antiguos. Concedía numerosos dones a aquel que le relataba una historia prodigiosa. Se dice que cuando se le presentaba un narrador extranjero con un relato prodigioso y se lo refería, si le gustaban sus palabras y lo encontraba hermoso, le concedía un precioso traje de corte, le regalaba mil dinares, le hacía montar en una yegua ensillada y embridada, le vestía de arriba a abajo y le hacía grandes regalos que aquel hombre cogía y se marchaba por su camino.

Ocurrió que un hombre se presentó ante él con una historia maravillosa. Se la refirió. Le gustó y quedó admirado de sus palabras. Mandó que le diesen un magnífico regalo en el cual se contaban mil dinares del Jurasán y un caballo magníficamente enjaezado. Las noticias de este rey se difundieron por todos los países y un hombre, llamado Hasán, el mercader, las oyó. Era generoso, noble, poeta, virtuoso.

Dicho rey tenía un visir que era un envidioso, lleno de malos vicios y que no apreciaba a la gente fuese pobre o rica. Cada vez que se presentaba ante el rey una persona a la que éste regalaba algo, se llenaba de envidia y decía: «Esto va a arruinar el tesoro y el país. El rey se ha acostumbrado a esto». Estas palabras eran pura envidia y celos del visir. El rey oyó hablar de Hasán el Mercader y mandó a buscarle. Éste compareció. Le dijo: «¡Mercader Hasán! El visir me lleva la contraria y me reprende a causa del dinero que regalo a los poetas, a los mercaderes, a los que explican relatos y versos. Quiero que me cuentes una buena historia, un relato portentoso, algo que nunca haya oído. Si tu historia me gusta te haré donación de un gran país con sus ciudadelas que pasará a incrementar tus actuales posesiones, te ofreceré todo mi reino y te nombraré mi gran visir: te sentarás a mi derecha y gobernarás a mis súbditos. Pero si no me traes lo que te pido me incautaré de todos tus bienes y te expulsaré de mi reino». El mercader Hasán replicó: «¡Oír es obedecer nuestro señor el rey! Pero el esclavo te pide que le concedas un año de tiempo. Al término de éste te contaré una historia que jamás, en toda tu vida, habrás oído igual o mejor». «Te concedo el plazo de un año entero.» A continuación el soberano le regaló un traje de corte precioso y se lo hizo vestir: «Ve a tu casa, pero no puedes montar a caballo ni ir ni venir hasta que habiendo transcurrido el año entero me hayas traído lo que te he pedido. Si lo traes tendrás dones especiales y podrás regocijarte con lo que te he prometido. Pero si no lo traes no habrá más relación entre nosotros dos».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche> setecientas cincuenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el mercader Hasán besó el suelo ante él y salió.

Escogió cinco de sus esclavos, que supiesen leer y escribir, virtuosos, inteligentes, instruidos y entregó a cada uno de ellos cinco mil dinares. Les dijo: «Yo os he educado en espera de este día: ayudadme a conseguir el deseo del rey y salvadme de su mano». Le preguntaron: «¿Qué es lo que quieres hacer? ¡Nosotros te serviremos de rescate!» «Quiero que cada uno de vosotros se marche de viaje a un país y que en él busque a los sabios, a los literatos, a los instruidos, a los narradores de relatos portentosos e historias extraordinarias. Buscad la historia de Sayf al-Muluk y traédmela. Si encontráis a alguien que la conozca preguntadle el precio y dadle todo el oro y toda la plata que pida y si os pidiera mil dinares, dadle lo que podáis y prometedle que le llevaréis el resto. A aquel de vosotros que encuentre esta historia y me la traiga, le daré preciosos trajes de honor, muchísimos dones y será, para mí, la persona más querida.» El mercader Hasán dijo a uno: «Tú irás al país del Hind y del Sind: recorrerás sus regiones y provincias». Dijo a otro: «Tú irás al país de los persas y China. Recorrerás sus regiones». Al tercero le dijo: «Tú irás al país del Jurasán y recorrerás sus regiones y provincias». Al cuarto le dijo: «Tú irás a los países de occidente y recorrerás sus regiones, provincias y rincones». Al quinto le dijo: «Tú irás a Siria, Egipto y sus regiones y distritos».

El comerciante esperó un día de buen agüero y les dijo: «Salid hoy de viaje y esforzaos en obtener lo que me interesa: no os distraigáis aunque ello os cueste la vida». Se despidieron de él y cada mameluco se marchó en la dirección que se le había mandado. Cuatro de ellos permanecieron ausentes durante cuatro meses: buscaron pero no encontraron nada. El pecho del comerciante Hasán se angustió cuando regresaron los cuatro mamelucos y le informaron de que habían recorrido ciudades, países y climas en busca del deseo de su señor pero que no habían encontrado nada.

El quinto mameluco siguió viaje hasta llegar a Siria y alcanzar la ciudad de Damasco. Vio que ésta era una hermosa y segura ciudad que tenía árboles, ríos, frutos y pájaros que loaban al Dios único, al Todopoderoso, al Creador de la noche y del día. Permaneció en dicha ciudad unos días preguntando por el encargo de su señor. Pero nadie le contestó. Se disponía a emprender viaje hacia otro lugar cuando tropezó con un muchacho que corría enredándose en los faldones de su traje. El mameluco le preguntó: «¿Qué te pasa para correr así si vas incómodo? ¿Adónde vas?» «Tenemos aquí un jeque virtuoso que cada día, a esta hora, se sienta en la silla y cuenta anécdotas, historias y narraciones como nadie ha oído jamás. Yo corro a ocupar un sitio próximo a él y temo que no voy a poder conseguirlo dada la multitud de gente.» El mameluco le dijo: «¡Llévame contigo!» El muchacho le replicó: «¡Apresura el paso!» El mameluco cerró su puerta y corrió a su lado hasta llegar al lugar en que el jeque hablaba a la gente. Vio que el jeque tenía una cara tranquila. Estaba sentado en su silla y narraba a la gente. Se sentó cerca de él y prestó oído a su relato. El jeque dejó de hablar en el momento del ocaso. La gente que había escuchado la historia se marchó de su alrededor. Entonces, el mameluco se adelantó y le saludó. Le devolvió el saludo y le trató con deferencia y honor. El mameluco le dijo: «Tú, señor mío, el jeque, eres un hombre excelente, respetable. Tu historia es buena. Yo querría preguntarte algo». «¡Pregunta lo que quieras!» «¿Sabes la historia de Sayf al-Muluk y Badia al-Chamal?» «¿De quién has oído estas palabras? ¿Quién te ha informado de esto?» El mameluco contestó: «No lo he oído a nadie. Yo vengo de un país lejano en busca de esta historia. Te daré el precio que pidas por ella si es que la sabes y tienes la caridad de comunicármela y la generosidad de tus buenos modos me la explica. Si pudiera disponer de mi propia alma te la entregaría con tal de saber esa historia». El jeque le contestó: «Tranquilízate, la tendrás. Pero es una historia para ser contada durante la velada y que no puede contarse a nadie en medio de la calle. Yo no doy esta historia a cualquiera». «¡Por Dios, señor mío! ¡No seas avaro conmigo y pídeme lo que quieras!» «Si quieres esa historia dame cien dinares y yo te la entregaré, pero con cinco condiciones.» Cuando el mameluco se dio cuenta de que el jeque la sabía y se la iba a dar se alegró mucho y le dijo: «Te daré cien dinares y otros diez de propina; acepto las condiciones que digas». «Ve, tráeme el oro y obtendrás tu deseo.» El mameluco se levantó, besó la mano del jeque y se marchó, muy contento, a su domicilio. Tomó los ciento diez dinares, los guardó en una bolsa y al día siguiente se levantó, se vistió, cogió los dinares y se los llevó al jeque. Vio que éste estaba sentado junto a la puerta de su casa. Le saludó y le devolvió el saludo. Le entregó los ciento diez dinares. El jeque los cogió, se incorporó, entró en su casa e hizo pasar al mameluco y tomar asiento, le ofreció tinta, papel y pluma, le presentó un libro y le dijo: «Copia de este libro la velada de Sayf al-Muluk que buscabas». El mameluco se sentó y escribió hasta terminar de copiar el libro. Después, el viejo la leyó y la corrigió. Le dijo: «¡Hijo mío! La primera condición consiste en que no has de contar esta historia ni en la calle ni delante de mujeres, doncellas, esclavos, gente estúpida o niños. Sólo la puedes leer ante emires, reyes, visires, sabios exégetas y gente por el estilo». El esclavo aceptó las condiciones, besó la mano del jeque, se despidió de él y se marchó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que aquel mismo día, muy contento, emprendió el viaje de regreso y dada la gran alegría que sentía por haber conseguido la velada de Sayf al-Muluk apresuró la marcha hasta llegar a su país. Envió a uno de sus hombres para dar la buena noticia a su dueño diciéndole: «Tu esclavo llega salvo y ha conseguido tu deseo». Cuando el mameluco llegó a la ciudad de su señor y le envió el mensajero, sólo faltaban diez días para que expirase el plazo concedido por el rey al mercader Hasán. El mameluco se presentó ante el comerciante, le explicó lo que le había ocurrido y éste se alegró muchísimo. Después se retiró a descansar a su habitación y entregó a su señor el libro en que estaba la historia de Sayf al-Muluk y Badia al-Chamal. Al verla regaló al esclavo los trajes más preciosos que tenía, diez corceles de pura raza, diez camellos, diez mulos, tres esclavos negros y dos mamelucos.

El comerciante cogió la historia, la copió de su puño y letra, con aclaraciones, se presentó ante el rey y le dijo: «¡Rey feliz! Te traigo una velada, una hermosa historia como no has oído otra más bella jamás». El rey, al oír las palabras del comerciante Hasán, mandó que compareciesen, inmediatamente, todos los emires inteligentes, todos los sabios de renombre, los literatos, poetas, personas de buena educación. El comerciante Hasán se sentó y leyó la historia al rey. Éste y todos los que con él estaban quedaron admirados al oírla. Los allí presentes la conceptuaron de extraordinaria y le colmaron de oro, plata y aljófares. El rey mandó que se entregase al comerciante Hasán un traje de corte precioso, el mejor de todos; le concedió el gobierno de una gran ciudad con sus fortalezas y aldeas, le nombró un gran visir y le hizo sentar a su diestra. A continuación mandó a los escribas que pusiesen por escrito, con tinta de oro, esta historia y la colocasen en su biblioteca particular. Cada vez que se sentía con el corazón oprimido mandaba llamar al comerciante Hasán quien se la leía:

He aquí el contenido de esta historia:

En lo antiguo del tiempo, en las épocas y siglos pasados, vivía en Egipto un rey llamado Asim b. Safwán. Era un rey generoso y liberal, de buen aspecto, respetable. Tenía muchos países, castillos, fortalezas, ejércitos, soldados y un visir llamado Faris b. Salih. Todos ellos adoraban al sol y al fuego y prescindían del rey todopoderoso, excelso, omnipotente. Dicho rey era muy viejo: la edad, los achaques y las enfermedades le habían debilitado, puesto que había vivido ciento ochenta años. No tenía ningún hijo varón ni hembra. Esto le causaba preocupaciones y penas de noche y de día. Cierto día estaba sentado en el trono de su reino. Los emires, los visires, los almocadenes y los grandes del reino estaban a su servicio como tenían por costumbre y según su rango. Los emires que acudían ante él iban acompañados por uno o dos hijos y el rey les envidiaba pues se decía: «Cada uno de ellos está feliz y contento con sus hijos, mientras que yo moriré el día de mañana sin tener a quien dejar mi reino, mi trono, mis aldeas, mis tesoros y mis riquezas: todo irá a manos de gentes extrañas y nadie me recordará jamás, no quedará memoria de mí en el mundo». El rey Asim se sumergió en el mar de sus pensamientos; tenía tantas penas y preocupaciones en su corazón que rompió a llorar, bajó del trono y se sentó en el suelo sollozando y gimiendo. Al ver el visir y los grandes del reino que estaban presentes lo que hacía gritaron a las gentes: «Marchad a vuestro domicilio hasta que el rey se reponga de lo que le sucede». Se marcharon y solo quedó el visir. Cuando el rey se dominó, el visir besó el suelo ante él y le dijo: «¡Rey del tiempo! ¿Cuál es la causa de este llanto? Dime cuál es el rey o señor de fortalezas o emir o grande del reino que te ha ofendido, dame a conocer aquel que te ha desobedecido, ¡oh rey!, para que todos nosotros podamos caer sobre él y arrancarle el alma de entre sus flancos». El rey ni contestó ni levantó la cabeza. El visir besó el suelo ante él por segunda vez y le dijo: «¡Rey del tiempo! Yo soy como si fuera tu hijo y tu esclavo: tú me has educado; si yo no llego a saber la causa de tu pena, preocupación y dolor en que te encuentras, ¿quién va a saberlo y a ocupar mi puesto ante ti? Dime cuál es la causa de tu llanto». Pero el rey ni habló ni abrió la boca ni levantó la cabeza: continuó llorando, quejándose en voz alta, sollozando y gimiendo cada vez más. El visir esperaba. Después le dijo: «Si no me dices la causa me mataré ahora mismo ante tu vista: cuando menos no te veré preocupado». Entonces, el rey Asim levantó la cabeza, secó sus lágrimas y dijo: «¡Visir del buen consejo! Déjame en mi aflicción y en mi pena. La tristeza que hay en mi corazón ya basta». «¡Dime, oh rey, la causa de este llanto! Tal vez Dios te conceda por mi mano la causa de tu alegría.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey explicó: «¡Oh visir! No lloraba ni por dinero ni por caballos ni por cosas semejantes. Lloraba porque soy un hombre de edad, ya tengo cerca de ciento ochenta años y no he tenido ningún hijo varón ni hembra. Cuando yo muera me enterrarán, borrarán mi nombre y se perderá mi memoria. Los extranjeros se apoderarán de mi trono y de mi reino y nadie se acordará más de mí». El visir contestó: «¡Rey del tiempo! Yo tengo cien años más que tú y jamás he tenido un hijo. Noche y día vivo preocupado y apenado pensando lo que podemos hacer los dos. He oído hablar de que Salomón, hijo de David, sobre ambos sea la paz, tiene un gran Señor que es todopoderoso. Es preciso que vaya a visitarle con un regalo para que ruegue a su Señor. Tal vez Él nos conceda a cada uno un hijo».

El visir se preparó para el viaje, tomó consigo un magnífico presente y se marchó en busca de Salomón, hijo de David, sobre los cuales sea la paz. Esto es lo que hace referencia al visir.

He aquí lo que hace referencia a Salomón hijo de David, sobre ambos sea la paz. Dios (¡ensalzado sea!) le inspiró y le dijo: «¡Salomón! El rey de Egipto te ha enviado a su gran visir con regalos y presentes que son tales y tales. Envía a tu visir Asaf b. Barjiya para que le reciba en los lugares de fin de etapa con honores y víveres. Cuando esté ante ti dile: “El rey te ha mandado para pedir esto y esto. Tú necesitas eso y eso”. A continuación exponle los principios de la fe». Salomón mandó a su visir Asaf que tomase consigo parte de vasallos y que saliese al encuentro del visitante en los fines de etapa con buenos alimentos y honores. Asaf se puso en camino con todo lo que era necesario para recibirlo. Avanzó hasta encontrar a Faris, visir del rey de Egipto. Lo recibió, lo saludó y lo trató con honor; lo mismo hizo con quienes le acompañaban. Le ofreció víveres y piensos en los fines de etapa y le dijo: «¡Sé bien venido! ¡Buena acogida a los huéspedes que llegan! Alegraos, pues obtendréis lo que deseáis. Tranquilizaos, regocijaos, alegrad vuestro pecho». El visir se dijo: «¿Quién les habrá informado de lo que quiero?» Dirigiéndose a Asaf b. Barjiya le preguntó: «¡Señor mío! ¿Quién os ha informado de nuestra llegada y de nuestros deseos?» «¡Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) nos lo ha explicado!» «¿Y quién ha informado a nuestro señor Salomón?» «El Señor de los cielos y de la tierra, el Dios creador de todos los seres.» «¿Y quién es ese gran dios?» Asaf b. Barjiya le preguntó: «¿Pero vosotros no le adoráis?» Faris, el visir del rey de Egipto, replicó: «Nosotros adoramos al sol y nos prosternamos ante él». «¡Visir Faris! El sol es un astro como los demás y ha sido creado por Dios (¡gloriado y ensalzado sea!). El sol no es ningún dios, pues unas veces está presente y otras oculto. Nuestro Señor está siempre presente, nunca se oculta y es todopoderoso.» Viajaron algo más y llegaron a las inmediaciones de donde estaba el solio del rey Salomón hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) Éste mandó a sus tropas de hombres, genios y otros seres que se alineasen a lo largo de su camino: las fieras del mar, los elefantes, los tigres, las panteras, todos se colocaron a lo largo del camino formando dos filas: cada fiera puso a los suyos en un sitio. Lo mismo hicieron los genios: cada uno de ellos se mostró a los ojos, sin esconderse, con su aterradora figura, y en sus distintas formas: todos se alinearon formando dos filas. Las aves extendieron sus alas sobre las criaturas para darles sombra y los pájaros empezaron a cantar con todas sus lenguas y voces. Los egipcios se asustaron al llegar ante ellos y no se atrevieron a continuar adelante. Asaf les dijo: «Pasad entre ellos, avanzad y no les tengáis miedo: son súbditos de Salomón hijo de David y ninguno os causará daño». A continuación Asaf pasó entre ellos. Detrás suyo siguieron todas las criaturas y entre éstas el grupo formado por el visir del rey de Egipto que seguía adelante lleno de terror. Avanzaron sin cesar hasta encontrarse en la ciudad. Los acomodaron en la casa de los huéspedes, los trataron con todos los honores y durante tres días les hicieron preciosos regalos de hospitalidad. Después los condujeron ante Salomón, Profeta de Dios, sobre el cual sea la paz. Al entrar se dispusieron a besar el suelo ante él pero Salomón, hijo de David, se lo impidió y dijo: «Ningún hombre de sobre la faz de la tierra debe adorar a nadie más que a Dios, excelso y poderoso, que es el creador de la tierra, de los cielos y de todo lo demás. Aquel de vosotros que quiera permanecer de pie, que permanezca. Pero ninguno de vosotros debe quedar erguido para servirme». Le obedecieron: el visir Faris se sentó; algunos de sus criados de rango inferior se quedaron de pie para servirle. Cuando hubieron tomado asiento, extendieron los manteles y comieron todos a la vez hasta hartarse. A continuación Salomón ordenó al visir de Egipto que le dijese lo que necesitaba para concedérselo. Le dijo: «Habla sin temor y exponme la causa de tu venida. Has venido aquí para conseguir lo que voy a decirte: es esto y esto. El rey de Egipto que te ha enviado se llama Asim, es un viejo de mucha edad, de salud delicada al que Dios (¡ensalzado sea!) no le ha concedido ningún hijo, ni varón ni hembra. Esto le llena de pena, preocupación y le hace estar pensativo de día y de noche. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de su reino, ocurrió lo siguiente: se han presentado ante él los visires, los emires y los grandes del reino. Ha visto que unos iban acompañados por dos hijos, otros por uno, otros por tres. Se aproximaban a él seguidos por sus descendientes y permanecían así, a su servicio. Esto le ha llevado a pensar en sí mismo y abrumado de tristeza se ha dicho: “¿Quién va a apoderarse del reino después de mi muerte? Tal vez lo ocupe un hombre extraño y será como si yo no hubiese existido”. Esto le ha hecho ahondar en sus pensamientos y ha seguido meditabundo y triste hasta que las lágrimas han desbordado de sus ojos. Se ha tapado el rostro con el pañuelo, ha llorado amargamente, ha bajado del trono y se ha sentado en el suelo llorando y sollozando sin que nadie, más que Dios (¡ensalzado sea!) supiera lo que pasaba en su corazón: sólo veían que estaba sentado en el suelo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Salomón] explicó al visir Faris la pena y el llanto que había experimentado el rey y lo sucedido entre éste y su visir desde el principio hasta el fin. Después, dirigiéndose a Faris le preguntó: «¿Es cierto que el rey te dijo esto?» «¡Profeta de Dios! Lo que has dicho es cierto y verídico. Pero, ¡oh, Profeta de Dios!, cuando yo hablaba con el rey de este asunto no había nadie con nosotros: ¿quién te ha explicado todas estas cosas?» «Me ha informado mi Señor, el cual conoce la traición en los ojos y lo que encierran los pechos.» Entonces, el visir Faris dijo: «¡Profeta de Dios! Ése tiene que ser un Señor generoso y grande, todopoderoso». A continuación el visir Faris y todos los que le acompañaban se convirtieron. Después, el Profeta de Dios, Salomón, dijo al visir: «Tú me traes tal y tal regalo». «¡Sí!» «Los acepto todos pero, a mi vez, te los regalo. Tú y tus compañeros descansad en el lugar en que os hospedáis hasta que haya desaparecido la fatiga de vuestro viaje. Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere satisfaré tu deseo del modo más completo de acuerdo con la voluntad de Dios (¡ensalzado sea!) Señor de la tierra y del Cielo, Creador de todas las criaturas.» A continuación, el visir Faris se fue a su residencia y al día siguiente acudió ante el señor Salomón. El Profeta de Dios, Salomón, le dijo: «Cuando llegues ante el rey Asim b. Safwán y os hayáis reunido los dos, subid a la copa de tal árbol y quedaos sentados y callados. Durante el intermedio que separa las dos oraciones, cuando ya refresca el calor del mediodía, bajad al pie del árbol y buscad: hallaréis dos culebras saliendo. La cabeza de una de ellas será como la de un mono y la de la otra como la de un genio. En cuanto las veáis tiradles dardos y matadlas. A partir de la cabeza cortad un palmo y otro tanto desde la cola. Os quedarán sendos pedazos de carne. Hervidlos con cuidado, dadlos de comer a vuestras mujeres y por la noche dormid con ellas: quedarán embarazadas con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!) y darán a luz hijos varones». Salomón, sobre el cual sea la paz, sacó un anillo, una espada y un envoltorio que contenía dos túnicas cuajadas de aljófares y dijo: «¡Visir Faris! Una vez hayan crecido vuestros hijos y hayan alcanzado la pubertad dad una de estas túnicas a cada uno de ellos. En el nombre de Dios: Dios (¡ensalzado sea!), ha satisfecho tu deseo y ya no te falta más que ponerte en viaje con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!), ya que el rey espera tu llegada noche y día y sus ojos miran constantemente el camino». El visir Faris se acercó al Profeta de Dios, Salomón hijo de David (¡sobre ambos la paz!), se despidió de él, salió de su palacio después de besarle las manos y viajó durante todo el resto del día lleno de alegría por haber conseguido su deseo. Apresuró la marcha noche y día y no paró de viajar hasta llegar a las inmediaciones de Egipto. Entonces despachó a uno de sus criados para que informase al rey Asim. Éste, al saber que llegaba habiendo conseguido su deseo, se alegró muchísimo. Sus cortesanos, grandes del reino y todos sus soldados, se alegraron de que el visir Faris llegase salvo. Al encontrarse el rey y el visir, éste echó pie a tierra besó el suelo ante el soberano y le dio la buena nueva de que había conseguido completamente su deseo; le expuso la fe y el islam y el rey Asim se convirtió. Dijo al visir Faris: «Ve a tu casa, descansa esta noche, descansa durante una semana, entra en el baño y después ven para que yo te explique algo sobre lo que hemos de deliberar». El visir Faris besó el suelo ante él y se marchó a su casa acompañado por su séquito, pajes y criados. Descansó durante ocho días al cabo de los cuales se presentó ante el rey y le explicó todo lo que le había sucedido con Salomón hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). A continuación añadió: «Ven tú solo conmigo, acompáñame». El rey y el visir tomaron dos arcos con dos flechas, subieron encima del árbol, se acomodaron y guardaron silencio hasta que fue el momento de la siesta; siguieron inmóviles hasta la hora del atardecer. Bajaron y vieron dos culebras que salían de la raíz del árbol. El rey las miró y le gustaron, pues tenían collares de oro. Dijo: «¡Visir! Estas dos serpientes tienen collares de oro. ¡Por Dios! ¡Esto es algo maravilloso! Cojámoslas, coloquémoslas en una caja y contemplémoslas». El visir le replicó: «Ambas han sido creadas por Dios para que sirvan de algo. Arroja tú tu flecha y yo echaré la mía». Los dos tiraron, las mataron, las cortaron un palmo por la parte de la cola y otro tanto por la de la cabeza y lo tiraron. Con el resto se marcharon al palacio del rey, llamaron al cocinero, le dieron esa carne y le dijeron: «Cuece bien esta carne con salsa de cebolla y especias, colócala en dos escudillas y tráenosla en el mismo momento en que esté. No tardes».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el cocinero cogió la carne, la llevó a la cocina, la hirvió de modo perfecto y la aderezó. A continuación llenó dos escudillas y las presentó al rey y al visir. El rey cogió una y el visir la otra e hicieron comer a sus esposas. Después pasaron la noche con ellas.

Transcurrieron tres meses. El rey estaba preocupado y se decía: «¡Ojalá supiera si será o no cierto!» Un día, mientras su esposa estaba sentada, el feto se movió en su vientre. Así se dio cuenta de que estaba encinta. Palideció, llamó a un criado, el mayordomo, que estaba a su lado y le dijo: «Ve a buscar al rey dondequiera que se encuentre y dile: “¡Rey del tiempo! Te doy la buena nueva de que nuestra señora está embarazada, pues el feto se ha movido en su vientre”». El criado, contento, salió rápidamente, vio al rey, que estaba solo, con la mano en la mejilla y pensando. El criado se le acercó, besó el suelo ante él y le explicó que su esposa estaba encinta. Al oír las palabras del criado se puso de pie por la mucha alegría que experimentaba, le besó las manos y la cabeza y le regaló e hizo don de todo lo que llevaba encima. Dijo a todos los que estaban en la audiencia: «¡Quienes me amen pueden hacerle regalos!» Los allí presentes regalaron al criado dinero, aljófares, jacintos, caballos, mulos, jardines y otras muchas cosas que no pueden enumerarse ni contarse.

El visir se presentó en aquel momento ante el rey y le dijo: «¡Rey del tiempo! Hace un momento estaba sentado en mi casa solo, preocupado y meditabundo pensando en el embarazo de mi mujer. Me decía: “¡Ojalá supiera si Jatún ha quedado encinta o no!” De pronto se ha presentado un criado quien me ha dado la buena noticia de que mi mujer, Jatún, está encinta, de que el feto se ha movido en su vientre y ha cambiado de color. He tenido tal alegría que le he regalado todas las ropas que llevaba encima, le he entregado mil dinares y le he nombrado jefe de todos los criados». El rey Asim replicó: «¡Visir! Dios (¡bendito y ensalzado sea!) nos ha concedido su favor, gracia, benevolencia y generosidad, dándonos a conocer la verdadera religión, honrándonos con sus dones y beneficios, sacándonos de las tinieblas y conduciéndonos a la luz. Quiero hacer dones a mis súbditos y que queden contentos». El visir le replicó: «Haz lo que quieras». «¡Visir! Ve, ahora mismo, a poner en libertad a todos los presos que están en las cárceles por crímenes o por deudas; a todos aquellos que han cometido alguna falta. Después concederemos recompensas a quienes las merezcan y eximiremos de la contribución territorial, durante tres años, a las gentes. Haz que pongan una cocina alrededor de los muros de la ciudad y manda a los cocineros que cuelguen en ellos todos los utensilios de cocina; que cocinen toda suerte de guisos día y noche. Todos los habitantes de la ciudad y de las regiones que están a su alrededor, estén cerca o lejos, podrán comer, beber y llevárselo a su casa. Manda que se alegren, engalanen la ciudad durante siete días y que no cierren sus tiendas ni de día ni de noche.» El visir se marchó inmediatamente, hizo lo que el rey le había mandado. Engalanaron la ciudad, la ciudadela y las torres del modo más hermoso; se pusieron los mejores vestidos. Las gentes se dedicaron a comer, beber y jugar. El alborozo siguió hasta que la mujer del rey, terminado el plazo, hubo dado a luz un hijo varón que se parecía a la luna en una noche de plenilunio. Le pusieron por nombre Sayf al-Muluk. La mujer del visir también dio a luz un varón hermoso como una lámpara. Le pusieron por nombre Said.

Los dos muchachos llegaron a la edad de la razón. Cada vez que el rey los veía, se alegraba muchísimo. Cuando los dos hubieron cumplido los veinte años, el rey se reunió a solas con el visir Faris y le dijo: «¡Visir! Me pasa por la cabeza algo que quiero hacer, pero antes te pido consejo». «¡Haz lo que te pasa por la cabeza, pues tu idea debe ser buena!» «¡Visir! Yo soy ya un hombre viejo, anciano, entrado en años. Deseo encerrarme en una ermita para adorar a Dios (¡ensalzado sea!) y transferir mi reino y mi poder a mi hijo, Sayf al-Muluk. Es ya un buen muchacho, experto caballero y tiene buen entendimiento, magnífica instrucción, es honesto y sabe mandar ¿qué dices, visir, sobre esto?» «¡La idea es buena, feliz y bendita! Si tú lo haces, yo haré lo mismo que tú y mi hijo Said será su visir. Es un buen muchacho, inteligente y agudo. Los dos permanecerán juntos y nosotros podremos aconsejarles, orientarles en sus asuntos e indicarles el camino recto». El rey Asim dijo a su visir: «Escribe cartas y envíalas con los correos a todas las regiones, comarcas, fortalezas y ciudadelas que nos pertenecen. Manda a sus grandes que se presenten en tal mes en la Plaza del Elefante». El visir Faris salió inmediatamente y escribió a todos los gobernadores y comandantes de fortalezas que eran vasallos del rey Asim mandándoles que se presentasen en tal mes. Ordenó también que acudiesen aquellos que vivían en ciudades tanto si estaban cerca como lejos. El rey Asim, después de haber pasado la mayor parte del plazo, mandó a los tapiceros que levantasen las cúpulas en el centro de la plaza, que las engalanasen del mejor modo posible y que colocasen el gran trono que sólo utilizaba el rey durante las solemnidades. Hicieron rápidamente todo lo que les había ordenado y colocaron el trono. Los tenientes, chambelanes y emires acudieron. El rey también se presentó y mandó que se pregonase a la gente: «¡En el nombre de Dios! ¡Acudid a la Plaza!» Los emires, los visires, los dueños de regiones y aldeas acudieron y se colocaron al servicio del rey como tenían por costumbre. Se colocaron según su rango: unos se sentaron, otros permanecieron de pie. Las gentes acudieron en masa. El rey ordenó que se extendieran los manteles. Fueron extendidos. Comieron, bebieron e hicieron votos por el rey. Éste ordenó a los chambelanes que prohibiesen marcharse a los allí presentes. Gritaron: «¡Que ninguno de vosotros se marche hasta haber oído las palabras del rey!» Levantaron las cortinas y el rey dijo: «¡Quienes me aman deben quedarse para oír mis palabras!» Todos los asistentes se sentaron, ya tranquilos, pues antes se habían asustado. El rey se puso de pie y les conjuró a que nadie se levantase de su sitio. Les dijo: «¡Emires, visires, grandes del Reino, pequeños y grandes, todos los que aquí estáis! ¿Sabéis que recibí este reino como herencia de mis padres y mis abuelos?» Contestaron: «¡Sí, oh rey! ¡Todos lo sabemos!» Siguió: «Vosotros y yo adorábamos al sol y a la luna, pero Dios (¡ensalzado sea!) nos ha concedido la verdadera fe, nos ha salvado de las tinieblas conduciéndonos a la luz; Dios (¡gloriado y ensalzado sea!), nos ha conducido a la religión del Islam. Sabed que yo soy ya un pobre hombre viejo, un anciano entrado en años y decrépito. Quiero retirarme a un oratorio para consagrarme a adorar a Dios (¡ensalzado sea!), y pedirle perdón por mis faltas pasadas. Éste es mi hijo, Sayf al-Muluk, quien gobernará. Sabéis que es un buen muchacho, elocuente, está al corriente de los asuntos y es inteligente, virtuoso y justo. Quiero cederle ahora mismo mi reino, nombrarle vuestro rey en sustitución mía, hacerle sentar en el solio en mi lugar para marcharme yo a adorar a Dios (¡ensalzado sea!) en un oratorio. Mi hijo, Sayf al-Muluk será rey y os gobernará. ¿Qué decís vosotros?» Todos se pusieron de pie, besaron el suelo y contestaron que oír era obedecer. Dijeron: «¡Rey nuestro! ¡Protector nuestro! Aunque nos dieras por sucesor a uno de tus esclavos, le obedeceríamos, escucharíamos tus palabras y acataríamos tu orden ¿cómo, pues, no aceptar a tu hijo Sayf al-Muluk? Lo reconocemos y quedamos satisfechos con él». El rey Asim b. Safwán se incorporó, bajó del trono e hizo sentar a su hijo en el gran estrado. Se quitó la corona de la cabeza y la colocó en la de su hijo y ciñó su cintura con el cinturón real; después, el rey Asim ocupó una silla al lado de su hijo. Los emires, los visires, los grandes del reino y toda la gente besaron el suelo ante él y se quedaron de pie diciéndose unos a otros: «Él es digno del reino; es más indicado que cualquier otro para poseerlo». Gritaron pidiendo protección e hicieron votos para que su reinado fuese próspero y victorioso. Sayf al-Muluk distribuyó oro y plata por encima de sus cabezas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sayf al-Muluk] regaló trajes de corte e hizo presentes y dones. Al cabo de un instante el visir Faris se levantó, besó el suelo, dijo: «¡Emires! ¡Grandes del reino! ¿Sabéis que yo soy el visir de los visires desde antes de que subiese al trono el rey Asim b. Safwán? Éste acaba de abdicar la corona y ha investido a su hijo.» Contestaron: «¡Sí! Sabemos que tu visirato se transmite de padres a hijos». Siguió: «Pues ahora dimito e invisto a éste, a mi hijo Said. Es inteligente, experto y está bien informado, ¿qué decís todos vosotros?» Replicaron: «Tu hijo Said es el único que puede ser visir del rey Sayf al-Muluk. El uno es digno del otro». En ese momento se incorporó el visir Faris, se quitó el turbante que indicaba su cargo de visir y lo colocó encima de la cabeza de su hijo Said. Colocó ante éste la tinta de visir. Los chambelanes y emires dijeron: «¡Es digno del visirato!» En aquel momento el rey Asim y el visir Faris salieron, abrieron los tesoros y regalaron preciosos trajes de honor a los reyes, emires, visires, grandes del reino y a todas las gentes y dieron gratificaciones y premios. Escribieron nuevos nombramientos y sellos con las armas de Sayf al-Muluk y del visir Said hijo del visir Faris. Las gentes permanecieron en la ciudad durante una semana, al cabo de la cual se marcharon todos a su provincia y a su domicilio.

El rey Asim tomó consigo a su hijo Sayf al-Muluk y lo mismo hizo el visir con Said. Entraron en la ciudad, se dirigieron al alcázar, mandaron comparecer al tesorero y le dieron orden de que les llevase el sello, la espada y el envoltorio. El rey Asim dijo: «¡Hijos míos! ¡Acercaos! Cada uno de vosotros puede coger algo de este regalo». El primero en extender la mano fue Sayf al-Muluk, el cual cogió el envoltorio y el anillo. Said, extendió la mano y cogió la espada y el sello. Ambos besaron la mano del rey y se marcharon a su domicilio. Sayf al-Muluk había cogido el envoltorio, pero ni lo había abierto ni examinado. Lo arrojó encima del lecho que compartía, de noche, con su visir Said, ya que ambos tenían por costumbre dormir el uno al lado del otro. Extendieron el tapiz de dormir y se acostaron dejando encendidas las candelas. Así llegó la medianoche. Sayf al-Muluk se despertó, vio el envoltorio junto a su cabeza y se dijo: «¡Quién sabe lo que contendrá el envoltorio que nos ha regalado el rey!» Lo cogió, tomó una vela y salió de la cama dejando dormir a Said. Entró en la despensa, lo abrió y vio que contenía una túnica hecha por los genios; la desdobló y se dio cuenta de que era única en su especie; en la parte interior, en el dorso de la misma, halló bordada en oro la figura de una muchacha de belleza portentosa. La contempló, el entendimiento le voló de la cabeza y quedó locamente enamorado de aquella mujer. Cayó desmayado al suelo y empezó a llorar y sollozar; se abofeteó la cara, golpeó el pecho, la besó y a continuación recitó este par de versos:

El amor, cuando nace, es un riachuelo al que conducen y guían los hados.

Hasta que la llama de la pasión prende en el hombre: entonces ocurren grandes cosas que no pueden soportarse.

Sayf al-Muluk siguió sollozando, llorando, abofeteándose la cara y golpeándose el pecho hasta que el visir Said se despertó, contempló la cama y se dio cuenta de que Sayf al-Muluk no estaba. Vio una sola vela y se dijo: «¿Adonde habrá ido Sayf al-Muluk?» Cogió la vela y recorrió todo el alcázar hasta llegar a la despensa en que se encontraba el príncipe. Vio que éste lloraba y sollozaba amargamente. Le dijo: «¡Hermano mío! ¿Cuál es la causa de este llanto? ¿Qué te ha ocurrido? Cuéntamelo; infórmame de lo ocurrido». Sayf al-Muluk ni le contestó ni levantó la cabeza, antes al contrario: siguió llorando, sollozando y golpeándose el pecho con la mano. Said, al verle en esta situación, dijo: «Soy tu visir y tu hermano. Hemos crecido juntos. Si no me expones tus asuntos y no me explicas tu secreto ¿a quién te vas a confiar?» Durante una hora Said siguió humillándose y besando el suelo, pero Sayf al-Muluk ni se volvió hacia él ni le dirigió una sola palabra, al contrario: siguió llorando. Al darse cuenta Said de su situación se apenó por él. Salió, cogió una espada, regresó a la despensa en que estaba Sayf al-Muluk y colocando la punta de la espada en su propio pecho le dijo: «¡Hermano mío! ¡Vuelve en ti! ¡Si no me cuentas lo que te ocurre me mataré, pues no puedo verte en esta situación!» Entonces, Sayf al-Muluk levantó la cabeza hacia su visir Said y le dijo: «¡Hermano mío! Me avergüenza el tener que decirte y explicarte lo que me ha ocurrido». «¡Te conjuro por Dios, señor de los señores, libertador de los siervos, creador de todas las causas, el Único, el Misericordioso, el Generoso, el Donador, a que me cuentes, sin avergonzarte, lo que te ha ocurrido! Yo soy tu esclavo, tu visir y el consejero de todos tus asuntos.» «¡Ven y mira este retrato!» Said contempló la imagen durante una hora y vio que encima de la cabeza de la figura estaba escrito con perlas alineadas: «Esta imagen es la de Badia al-Chamal, hija de Samaj b. Saruj, rey de reyes de los genios creyentes que viven en la ciudad de Babel y habitan en el jardín de Iram b. Ad, el Grande».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el visir Said dijo al rey Sayf al-Muluk: «¡Hermano mío! ¿Sabes qué mujer es la que representa el retrato para poder buscarla?» «¡No, por Dios, hermano mío! No sé quién es la persona representada.» «¡Ven! Lee esta inscripción.» Sayf al-Muluk se acercó, leyó la inscripción que estaba encima de la diadema y comprendió su significado. Un grito escapó de lo más hondo de su corazón: «¡Ah! ¡Ah!», chilló. Said le dijo: «¡Hermano mío! Si existe la mujer aquí representada, se llama Badia al-Chamal y se encuentra en este mundo yo me apresuraré, sin pérdida de tiempo, a ir en su búsqueda para satisfacer tu deseo pero ¡por Dios, hermano mío! ¡No te entregues al llanto y ocupa el trono para que la gente del reino acuda a tu servicio! En cuanto llegue el día manda llamar a los comerciantes, a los pordioseros ambulantes, a los turistas y a los pobres e interrógalos acerca de las características de esa ciudad. Tal vez alguno de ellos, con la bendición de Dios (¡glorificado y ensalzado sea!), y con su ayuda, nos indique el jardín de Iram».

Al amanecer, Sayf al-Muluk se colocó en el trono; se había puesto aquella túnica, ya que no podía estar ni de pie ni sentado ni conciliar el sueño si no la tenía con él. Acudieron los emires, los visires, los soldados y los grandes del reino. Cuando la audiencia estuvo dispuesta y se hubo colocado todo el mundo en su sitio, el rey Sayf al-Muluk dijo a su visir Said: «Adelántate hacia ellos y diles: “El rey está inquieto, pues ayer no durmió; se encuentra enfermo”». El visir Said avanzó y dijo a la gente lo que le había mandado el rey. El rey Asim, al oírlo, no estuvo tranquilo y llamó a médicos y astrólogos. Con éstos acudió a visitar a su hijo Sayf al-Muluk. Le examinaron y le prescribieron jarabes. Pero el rey continuó como estaba durante tres meses. El rey Asim dijo, enojado, a los médicos allí presentes: «¡Perros! ¡Ay de vosotros! ¿Es que todos sois incapaces de curar a mi hijo? ¡Si no le curáis al instante os mataré a todos!» El jefe principal de los médicos replicó: «¡Oh, rey del tiempo! Sabemos que éste es tu hijo; tú sabes que nosotros no ahorramos esfuerzos para curar al extraño, ¿cómo no hemos de cuidar con interés a tu hijo? Pero éste tiene una enfermedad grave. Si quieres conocerla te la expondremos y te la explicaremos». El rey Asim preguntó: «¿Qué es lo que habéis averiguado de la enfermedad de mi hijo?» El jefe de los médicos contestó: «¡Rey del tiempo! Tu hijo, ahora, está enamorado y no tiene medio para conseguir su deseo». El rey se enfadó con ellos y les dijo: «¿De dónde sacáis que mi hijo está enamorado? ¿Cómo ha podido enamorarse?» «¡Pregúntaselo a su hermano, el visir Said! Éste es quien sabe la verdad del caso.» El rey Asim salió, se marchó solo al trono y llamó a Said. Le dijo: «Dime la verdad acerca de la enfermedad de tu hermano». «¡La ignoro!» El rey dijo al verdugo: «¡Coge a Said, véndale los ojos y córtale el cuello!» El joven se asustó y exclamó: «¡Rey del tiempo! ¡Concédeme el perdón!» «¡Habla y lo tendrás!» «¡Tu hijo está enamorado!» «¿De quién?» «De la hija del rey de reyes de los genios: ha visto su retrato en la túnica que contenía el paquete que os regaló Salomón, el Profeta de Dios.» El rey Asim se marchó, entró en la habitación de su hijo Sayf al-Muluk y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Qué es lo que te ocurre? ¿Qué es ese retrato del cual te has enamorado? ¿Por qué no me has informado?» El muchacho contestó: «¡Padre mío! ¡Me avergonzaba el decírtelo y no podía comunicárselo a nadie ni recordarlo! Ahora te has enterado de mi situación. Mira a ver cómo puedo curarme». «¿Qué procedimiento emplearemos? —dijo el padre—. Si fuese hija de hombres idearíamos algo para conseguirla, pero esta muchacha es una de las hijas de los genios. ¿Quién podrá conseguirla de no ser Salomón, hijo de David? Éste es quien puede lograrla. ¡Hijo mío! Levántate ahora mismo, ten valor, monta a caballo y sal de caza y de pesca, juega en el hipódromo, dedícate a comer, a beber y saca las penas y preocupaciones de tu corazón. Yo te traeré cien hijas de reyes y no necesitarás para nada a las hijas de los genios que no son de nuestra especie y sobre las cuales nada podemos.» El joven replicó: «¡Ni renunciaré ni buscaré a otra!» El rey preguntó: «¿Y qué hay que hacer, hijo mío?» «Llama a todos los comerciantes, a los viajeros y a los que recorren países. Les interrogaremos sobre esto. Tal vez Dios nos indique dónde están el jardín de Iram y la ciudad de Babel.» El rey ordenó a Asim que mandase a todos los comerciantes de la ciudad, a todos los extranjeros que había en ella y a todos los arraeces del mar que acudieran ante él. Cuando los tuvo delante les preguntó por la ciudad e isla de Babel y por el jardín de Iram. Ninguno de ellos conocía tales sitios ni había oído hablar de ellos. Al ir a levantar la sesión uno de ellos dijo: «¡Rey del tiempo! Si te interesa saber eso vete a China; es una gran ciudad. Tal vez alguno de sus habitantes te indique lo que buscas». Sayf al-Muluk intervino: «¡Padre! ¡Prepara un buque para que yo me marche al país de China!» «¡Hijo mío! ¡Permanece en el trono de tu reino y gobierna a tus vasallos! Yo me iré a la China y me encargaré, en persona, del asunto.» Sayf al-Muluk replicó: «¡Padre mío! Este es un asunto que es de mi incumbencia. Sólo yo puedo intentar ir en su busca. ¿Qué puede ocurrir si me concedes permiso para marcharme? Me pondré en camino, estaré ausente cierto tiempo y si encuentro alguna noticia habré conseguido mi deseo y si no la encuentro el viaje me habrá servido de distracción y me sacará de la pena. Así todo me será más llevadero. Si salgo con vida volveré sano y salvo a tu lado.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey observó a su hijo y no encontró manera de poder disuadirle de lo que quería hacer. Le concedió permiso para el viaje, preparó cuarenta buques y veinte mil mamelucos, sin contar el séquito. Le dio riquezas y tesoros y todas las armas que podía necesitar. Le dijo: «¡Vete, hijo mío, con bien, salud y satisfacción! Te confío a Aquel ante el cual no se pierden los depósitos». El padre y la madre le despidieron, embarcaron el agua, los víveres, las armas y los soldados y zarparon. Navegaron hasta llegar a la ciudad de China.

Los habitantes de China, al oír decir que habían llegado cuarenta barcos cargados con hombres, municiones, armas y tesoros, creyeron que eran enemigos que acudían a combatirlos y a asediarlos. Cerraron las puertas de su ciudad y prepararon las catapultas. El rey Sayf al-Muluk al enterarse de esto les envió dos mamelucos de su séquito. Les dijo: «Id ante el rey de la China y decidle: “Éste es el rey Sayf al-Muluk hijo del rey Asim. Ha venido a tu ciudad como huésped. Quiere visitar tu país durante cierto tiempo. No quiere ni combatir ni luchar. Si le recibes desembarcará; si no le recibes regresará sin causar molestias ni a ti ni a los habitantes de tu ciudad”». Los mamelucos llegaron ante la ciudad y gritaron a sus habitantes: «¡Somos mensajeros del rey Sayf al-Muluk!» Les abrieron las puertas, los acompañaron y los presentaron ante su rey que se llamaba Qafu Sah. Antes de esta fecha había conocido al rey Asim. Cuando se enteró de que el rey que llegaba era Sayf al-Muluk hijo del rey Asim, concedió trajes de corte a los mensajeros, ordenó que se abriesen las puertas de la ciudad y preparó los regalos de hospitalidad. Él, en persona, salió acompañado por sus cortesanos, al encuentro de Sayf al-Muluk. Ambos se abrazaron. Le dijo: «¡Bien venido seas con todos los que te acompañan! Yo soy tu esclavo; soy esclavo de tu padre. Mi ciudad está a tu disposición y te daré todo lo que me pidas». A continuación le ofreció los dones de bienvenida y víveres en los lugares del campamento. El rey Sayf al-Muluk, su visir Said, los cortesanos y sus soldados montaron a caballo, marcharon por la orilla del mar y entraron en la ciudad. Los timbales y los instrumentos que anunciaban las buenas noticias repicaron. Permanecieron en la ciudad cuarenta días durante los cuales recibieron una magnífica hospitalidad. Después, el rey, preguntó: «¡Hijo de mi hermano! ¿Cómo te encuentras? ¿Te gusta mi país?» Sayf al-Muluk contestó: «¡Dios (¡ensalzado sea!) siga satisfecho de ti, oh rey!» «Algún asunto te ha hecho venir aquí. ¿Qué quieres de mi país? Te satisfaré.» «¡Oh, rey! Mi historia es prodigiosa. Consiste en que me he enamorado del retrato de Badia al-Chamal.» El rey de China tuvo compasión y misericordia de él y rompió a llorar. Le preguntó: «¿Y qué quieres ahora, Sayf al-Muluk?» «Quiero que mandes acudir a todos los viajeros, turistas y trotamundos para que yo pueda preguntarles por la dueña de tal imagen. Tal vez alguno de ellos me informe.» El rey Qafu Sah despachó chambelanes, lugartenientes y criados ordenándoles que le llevasen a todos los viajeros y turistas que hubiese en el país. Eran un gran número. Los reunieron ante el rey Qafu Sah. A continuación el rey Sayf al-Muluk les preguntó por la ciudad de Babel y los jardines de Iram. Pero nadie le supo contestar. El rey Sayf al-Muluk se quedó perplejo ante lo que le sucedía. Entonces, uno de los arraeces del mar, allí presentes, le dijo: «¡Rey! Si quieres saber de tal ciudad y jardín vete a las islas que están en la India».

El rey Sayf al-Muluk ordenó que acercasen los buques. Embarcaron agua, víveres y todo lo que necesitaban. Sayf al-Muluk y su visir Said subieron a bordo después de haberse despedido del rey Qafu Sah. Viajaron por el mar durante cuatro meses con vientos favorables, salvos y tranquilos. Cierto día se levantó un huracán, las olas les llegaban por todos lados, la lluvia caía y el mar se había transformado por la fuerza del viento. El furor de éste hizo chocar unas naves con otras, todas se rompieron y lo mismo sucedió con los botes salvavidas. Todos se ahogaron, excepción hecha de Sayf al-Muluk y un grupo de mamelucos que quedaron en una lancha pequeña. Entonces, por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!) se calmó el viento y salió el sol. Sayf al-Muluk abrió los ojos, pero no vio ninguna nave. Sólo había cielo, agua y los que con él estaban en la pequeña lancha. Dijo a los mamelucos que se habían salvado: «¿Dónde están los buques y los botes de salvamento? ¿Dónde está mi hermano Said?» Le contestaron: «¡Rey del tiempo! ¡Ni quedan buques ni lanchas de salvamento! Los que iban a bordo no han escapado; todos se han ahogado, siendo pasto de los peces». Sayf al-Muluk exhaló un gemido y pronunció las palabras que no avergüenzan a quien las dice: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Se abofeteó la cara y quiso arrojarse al agua. Pero los mamelucos se lo impidieron diciéndole: «¡Rey! ¿De qué te serviría hacerlo? Tú mismo eres el que has causado todo esto. Si hubieses escuchado las palabras de tu padre no te hubiese sucedido nada. Pero todo estaba predestinado así desde lo más antiguo por el Creador de las almas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los mamelucos le dijeron: »Así estaba predestinado por el Creador de las almas] con el fin de que ocurra al esclavo lo que Dios ha prescrito. Los astrólogos dijeron a tu padre, en el momento de tu nacimiento: “Este tu hijo sufrirá toda clase de calamidades”. Por eso no nos queda más remedio que tener paciencia hasta que Dios nos libre de las penas en que nos encontramos». Sayf al-Muluk repitió: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡No hay escapatoria ni modo de huir ante el decreto de Dios (¡ensalzado sea!)!». A continuación recitó estos versos:

¡Por el Misericordioso! He quedado, sin duda, perplejo ante lo que me sucede. El Tentador me ha llegado por donde yo no esperaba.

Tendré paciencia hasta que la gente se entere de que he sabido soportar algo más amargo que el acíbar.

Mi paciencia no tiene el sabor de la coloquíntida, a pesar de que he aguantado algo que quemaba más que la brasa.

No tengo modo de escapar a tal situación: confío mi salvación al que dispone los asuntos.

Permaneció sumido, a continuación, en un mar de pensamientos y las lágrimas resbalaron por sus mejillas como lluvia abundante. Después quedó dormido durante una hora. Al despertarse buscó algo de comer y comió hasta hartarse: retiraron los víveres de delante suyo y la barca siguió navegando con ellos sin que supiesen en qué dirección marchaba. Las olas y los vientos los fueron impulsando noche y día durante largo espacio de tiempo: los víveres se les agotaron. La mucha hambre, sed e intranquilidad les hicieron quedar sin saber qué hacer. De pronto, a lo lejos, descubrieron una isla hacia la cual les arrastraban los vientos. Llegaron a ella, anclaron, salieron del bote en el que quedó uno solo de ellos y se internaron por la isla. Vieron que tenía numerosos frutos de todas las especies y comieron hasta hartarse. Descubrieron sentada entre los árboles, una persona de aspecto extraordinario: cara larga, barba y piel blanca. Llamó a uno de los mamelucos por su nombre y le dijo: «¡No comas de esos frutos, pues están verdes! Ven a mi lado y te daré de comer de estos que están maduros». El mameluco le examinó y creyó que era uno de los náufragos que había conseguido llegar a la isla. Se alegró muchísimo de verle y se dirigió hacia él hasta llegar a su lado. ¡Pero aquel mameluco no sabía lo que el Destino le había señalado ni lo que estaba escrito en su frente! Al llegar el mameluco a su lado, aquel hombre, que era un genio, se colocó de un salto encima de sus hombros, le ciñó con una de sus piernas el cuello y la otra la dejó caer sobre su espalda. Le dijo: «¡Ponte en marcha! ¡No te salvarás de mí! ¡Eres mi asno!» El mameluco rompió a llorar y llamando a sus compañeros decía: «¡Señor mío! ¡Salid y salvaos de esta arboleda! ¡Huid! Uno de sus habitantes ha montado encima de mis hombros y el resto va a vuestro encuentro, pues quieren montaros igual como a mí». Al oír las palabras que decía el mameluco huyeron todos y subieron al bote. Pero los genios los persiguieron diciéndoles: «¿Adonde vais? ¡Venid! ¡Quedaos entre nosotros para que podamos montar encima de vuestra espalda: os daremos de comer y de beber, pero seréis nuestros asnos!» Al oír estas palabras aceleraron su huida mar adentro y se alejaron de ellos confiándose a Dios (¡ensalzado sea!). Siguieron en esta situación durante un mes, hasta que descubrieron otra isla. Desembarcaron en ella y vieron que tenía árboles frutales de distintas clases. Se dedicaron a comer. De repente vieron que algo brillaba a lo lejos en el camino. Se aproximaron, lo examinaron y observaron que tenía un aspecto desagradable, que semejaba una columna de plata. Un mameluco le dio un puntapié: era una persona de ojos grandes y cabeza partida tapada por una de sus orejas, ya que cuando dormía colocaba una oreja debajo de la cabeza y con la otra se tapaba. Este ser agarró al mameluco que le había dado el puntapié y se lo llevó hacia el interior de la isla. Ésta se encontraba repleta de ogros que comían seres humanos. El mameluco llamó a sus compañeros y les dijo: «¡Salvaos! ¡Ésta es la isla de los ogros que comen seres humanos! ¡Quieren despedazarme y comerme!» Al oír estas palabras, emprendieron la huida, dejaron la tierra y subieron a la barca sin haber recogido ningún fruto. Navegaron unos cuantos días. Cierto día descubrieron otra isla: al llegar a ella vieron que estaba formada por un monte altísimo. Treparon por él. Estaba recubierto por una selva con muchísimos árboles. Estaban hambrientos y se dedicaron a comer sus frutos sin darse cuenta de que desde detrás de los árboles se les avecinaban personas de aspecto terrorífico, cada una de las cuales tenía una estatura de cincuenta codos; los colmillos les salían de la boca como si fuesen las defensas del elefante. Descubrieron un negro que estaba sentado en un pedazo de fieltro colocado encima de una piedra; a su alrededor había multitud de negros dispuestos a servirle. Éstos se acercaron a Sayf al-Muluk y a sus mamelucos y los condujeron ante el rey. Le dijeron: «¡Hemos encontrado estos pájaros entre los árboles!» El rey estaba hambriento: cogió dos mamelucos, los degolló y se los comió.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sayf al-Muluk, al ver lo que sucedía, temió por su vida, rompió a llorar y recitó estos dos versos:

Las calamidades se han hecho familiares a mi vida y yo, después de haberme mantenido apartado, he simpatizado con ellas: el hombre generoso es sociable.

Mis preocupaciones no son de una sola clase. ¡Gracias a Dios las tengo a miles!

Suspiró profundamente y recitó estos dos versos:

El Destino me ha asaeteado con desgracias: mi corazón está repleto de flechas.

Ahora, cuando me alcanza un dardo, éste se rompe sobre los demás.

El rey, al oír su llanto y sus quejas, dijo: «Estos pájaros tienen buena voz; su canto me gusta: colocad cada uno de ellos en una jaula». Los enjaularon y los colgaron encima de la cabeza del rey para que éste pudiese oír su voz. Sayf al-Muluk y sus mamelucos permanecían en las jaulas. Los negros les daban de comer y de beber. Ellos lloraban a ratos o reían o hablaban o permanecían callados, mientras el rey de los negros disfrutaba con su voz. Así siguieron durante cierto tiempo.

Aquel rey tenía una hija casada que vivía en otra isla. Ésta oyó decir que su padre tenía unos pájaros de buena voz y envió una comisión a su padre para pedirle que le enviase unos cuantos. Le mandó a Sayf al-Muluk con tres mamelucos en cuatro jaulas. Los mensajeros que habían ido a buscarlos se los llevaron. Al verlos, le gustaron y mandó que los colgasen encima de su cabeza. Sayf al-Muluk estaba maravillado de todo lo que le ocurría y meditando en su anterior poderío rompió a llorar. Lo mismo hicieron los otros tres mamelucos. La hija del rey creía que estaban cantando. Ésta cuando se apoderaba de algún habitante de Egipto o de otro país, tenía por costumbre, si le gustaba, concederle un rango importante a su lado. Por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!), quedó prendada de la belleza, hermosura y bellas proporciones de Sayf al-Muluk en cuanto le vio y mandó que le tratasen con miramientos. Cierto día Sayf al-Muluk se quedó a solas con la mujer. Ésta le pidió que se uniese a ella, pero el príncipe no quiso. Le dijo: «¡Señora mía! Yo soy un hombre extranjero afligido por el amor de aquel a quien amo; no me apetece unirme a nadie más que a él». La hija del rey empezó a halagarle y a solicitarle; pero él se abstuvo y la mujer no pudo acercársele ni llegar hasta él de modo alguno. Al ver su impotencia, la mujer se enfadó con él y con sus mamelucos y les mandó que la sirviesen llevándola el agua y la leña. En esta situación vivieron durante cuatro años. Esta vida se hizo insoportable para Sayf al-Muluk. Envió un mensajero a la reina, pues tal vez ésta se decidiese a libertarle y dejarle seguir su vida descansando de las fatigas que sufría. La mujer mandó comparecer a Sayf al-Muluk y le dijo: «Si accedes a satisfacer mi deseo dejaré en libertad a ti y a tus compañeros y así podrás volver a tu país sano y salvo». La mujer siguió suplicando y halagándole pero él no quiso complacerla por lo cual, enfadada, se marchó de su lado. Sayf al-Muluk y sus mamelucos continuaron sirviéndola en la misma isla.

Los habitantes de ésta los conocían por «los pájaros de la hija del rey» de tal modo que ninguno de los habitantes de la ciudad osaba hacerles daño. La hija del rey estaba segura y convencida de que encontrarían modo de escapar de la isla. Ellos, por su parte, pasaban dos o tres días sin comparecer, recorriendo el campo, haciendo madera en todas las regiones de la isla para llevarla a la cocina de la hija del rey. Permanecieron en esta situación durante cinco años.

Cierto día Sayf al-Muluk y sus mamelucos estaban sentados en la orilla del mar hablando de lo que les sucedía. Sayf al-Muluk clavó la vista en sí mismo y en sus mamelucos; al verse en tal lugar se acordó de su padre, de su madre y de su hermano Said; recordó el poder de que había gozado y rompió a llorar; el llanto y los sollozos fueron en aumento; los mamelucos le siguieron. Después le dijeron: «¡Rey del tiempo! ¿Hasta cuándo vamos a llorar? El llanto no sirve de nada y todo esto estaba escrito en nuestras frentes por un decreto de Dios, Todopoderoso y excelso. La pluma, corre según lo que Dios ha decidido y sólo la paciencia tiene utilidad. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!), que nos ha probado con estas calamidades, tal vez nos libre de ellas». Sayf al-Muluk les replicó: «¡Hermanos míos! ¿Qué haríamos para librarnos de esta maldita? No veo medio de escapar a menos de que Dios nos libre de ella con su gracia. Pero se me ocurre que podríamos huir; así podríamos descansar de estas fatigas». «¡Rey del tiempo! ¿A qué lugar iremos de esta isla si toda ella está poblada por ogros que comen a los seres humanos? A cualquier lugar hacia el que nos dirijamos los encontraremos y entonces o nos comerán o nos aprisionarán o nos devolverán a nuestro puesto y entonces la hija del rey se enfadará con nosotros.» Sayf al-Muluk les replicó: «Yo haré algo por vosotros. Tal vez Dios nos ayude a salvarnos y consigamos escapar de esta isla». Le preguntaron: «¿Qué harás?» «Cortaremos estas largas maderas y trenzaremos sus cortezas haciendo una cuerda. Ataremos unos maderos a otros, construiremos una balsa, la meteremos en el mar, la cargaremos de frutas, haremos remos y nos embarcaremos. Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) nos conceda el medio de escapar, pues Él es poderoso sobre todas las cosas. Tal vez Dios nos conceda vientos favorables que nos conduzcan a la tierra de la India, salvándonos así de esta maldita.» Le replicaron: «Es una buena idea».

Se pusieron muy contentos y empezaron a cortar, en seguida, los maderos para hacer la balsa. Después trenzaron las cuerdas para atar los maderos unos a otros y trabajaron así durante un mes. Cada día, al terminar la jornada, cogían algo de madera y la llevaban a la cocina de la hija del rey dedicando el resto del día a construir la balsa. Así siguieron hasta concluirla.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que una vez concluida la echaron al agua y la cargaron con los frutos que daban los árboles de la isla y la aparejaron al caer el día: no dijeron a nadie lo que habían hecho. A continuación embarcaron en la balsa y navegaron por el mar durante cuatro meses sin saber adónde iban. Se les concluyeron las provisiones y sufrieron gran hambre y mucha sed. El mar se encrespó y se cubrió de espuma y las olas crecieron. Un horroroso cocodrilo se acercó a ellos, tendió una pata, agarró a uno de los mamelucos y lo engulló. Sayf al-Muluk rompió a llorar al ver lo que el cocodrilo había hecho con su compañero. Él y el otro mameluco se acurrucaron lo más lejos posible del sitio por donde había salido el cocodrilo: estaban atemorizados. Siguieron así hasta que cierto día divisaron un gran monte, de aspecto terrorífico, tan alto que remontaba los aires. Se pusieron contentos. Después apareció una isla. Muy satisfechos apresuraron la marcha en aquella dirección. Mientras así hacían el mar se agitó, las olas crecieron y su estado empeoró. Un cocodrilo sacó la cabeza, extendió la pata, agarró al único mameluco que le quedaba a Sayf al-Muluk y lo engulló. El príncipe, ya solo, llegó a la isla y se esforzó en alcanzar la cima del monte. Observó y descubrió una selva. Se internó por ella, recorrió por entre los árboles y empezó a comer sus frutos. Descubrió que en su copa había más de veinte monas, cada una de las cuales era más grande que un mulo. Al descubrir a tales monas se llenó de terror. Los monos bajaron, le rodearon por todos lados y echaron a andar delante suyo indicándole por señas que los siguiera. Se pusieron en marcha y Sayf al-Muluk fue tras ellos. Avanzaron sin descanso seguidos por el príncipe. Así llegaron a una fortaleza de altos edificios, sólidamente construida. Entraron en ella y lo mismo hizo el príncipe. Éste vio que estaba repleta de objetos preciosos, aljófares y metales nobles hasta tal punto que la lengua era incapaz de describirlo. En la fortaleza había un muchacho sin bozo: era de elevada estatura. A Sayf al-Muluk le gustó aquel muchacho en cuanto le vio: era el único ser humano que había en la fortaleza. El joven, al ver a Sayf al-Muluk, quedó maravillado en extremo. Le preguntó: «¿Cómo te llamas? ¿De qué país eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Cuéntame tu historia y no me ocultes nada!» Sayf al-Muluk replicó: «¡Por Dios! No he llegado hasta aquí por mi voluntad ni era ése mi propósito. Lo único que puedo hacer es seguir andando de un sitio a otro hasta conseguir mi objetivo». «¿Y cuál es?» «Yo soy de Egipto y me llamo Sayf al-Muluk. Mi padre es el rey Asim b. Safwán.» A continuación le contó todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin. Aquel muchacho se puso al servicio de Sayf al-Muluk diciendo: «¡Rey del tiempo! Yo estuve en Egipto y oí que tú te habías marchado al país de la China. Pero China está lejos de aquí. ¡Qué maravilloso es esto! ¡Qué portentoso!» Sayf al-Muluk replicó: «Tus palabras son ciertas. Pero después, de la China me dirigí a la India. Nos sorprendió un viento huracanado que encabritó el mar y destrozó todos los navíos que yo tenía», y siguió contándole todo lo que le había ocurrido, concluyendo: «Así he llegado a tu lado, a este lugar». El joven le dijo: «¡Hijo del rey! ¡Basta ya de las desgracias que te han ocurrido durante tu ausencia! ¡Gracias a Dios que te ha hecho llegar a este sitio! Quédate conmigo para que yo pueda disfrutar contigo hasta mi muerte. Tú serás rey de esta región que comprende esta isla, sin límites. Estos monos son artesanos y te harán aquí cualquier cosa que les pidas». Sayf al-Muluk replicó: «¡Hermano! No podré detenerme en ningún sitio hasta haber conseguido mi deseo, aunque para ello tenga que recorrer el mundo pidiendo lo que deseo. Tal vez Dios me haga conseguir mi propósito o me lleve a un lugar en el que encuentre la muerte». El muchacho se volvió hacia un mono, le hizo un signo y el animal se ausentó por un momento. Regresó acompañado por unos monos que llevaban atados pañuelos de seda a la cintura. Pusieron los manteles sobre los que colocaron cerca de cien platos de oro y plata que contenían toda clase de guisos. Los monos se quedaron de pie, tal y como acostumbran a hacer los servidores de los reyes cuando están ante éstos. El joven hizo gesto a los chambelanes para que se sentasen. Se sentaron quedando en pie únicamente aquellos que tenían costumbre de servir. Comieron hasta quedar hartos. Después quitaron los manteles y llevaron las palanganas con aguamaniles de oro. Se lavaron las manos. Llevaron los vasos de bebida casi en número de cuarenta. Cada vaso contenía una clase de bebida. Bebieron, disfrutaron y se alegraron pasando un buen rato. Mientras comían los monos bailaban y jugaban. Sayf al-Muluk al ver todo esto quedó admirado y olvidó las desgracias que le habían ocurrido.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al llegar la noche encendieron las velas y las colocaron en candelabros de oro y plata. Después llevaron las bandejas con fruta seca y del tiempo. Comieron. Al llegar la hora de acostarse, extendieron los tapices y durmieron. Al día siguiente por la mañana se levantó según tenía por costumbre, despertó a Sayf al-Muluk y le dijo: «Asoma tu cabeza por esa ventana y mira lo que sucede debajo». Miró y vio que los monos habían ocupado toda la explanada y toda la tierra: sólo Dios (¡ensalzado sea!) era capaz de conocer el número de monos. Sayf al-Muluk dijo: «Estos monos son muy abundantes: llenan todo el terreno. ¿Por qué se han reunido ahora?» El muchacho le explicó: «Ésta es la costumbre que tienen ellos y todos los que hay en la isla. Algunos han hecho un viaje de dos o tres días para llegar. Acuden todos los sábados y permanecen aquí hasta que despierto de dormir y saco la cabeza por esta ventana. En cuanto me ven besan el suelo ante mí y se marchan a su trabajo». Sacó la cabeza por la ventana, le vieron, besaron el suelo ante él y se marcharon. Sayf al-Muluk se quedó con el muchacho durante un mes entero. Después, se despidió y se marchó. El muchacho mandó a un grupo de monos, cerca de cien, que le acompañasen. Estuvieron al servicio de Sayf al-Muluk durante siete días, hasta que llegaron a los confines de la isla. Entonces se despidieron de él y regresaron a sus lares. El príncipe siguió el viaje solo a través de montes, colinas, campos y desiertos durante cuatro meses: un día pasaba hambre, otras andaba harto; un día comía hierbas y otros frutos de los árboles. Empezó a arrepentirse del disparate que había hecho al marcharse de junto al joven y estaba ya decidido a volver sobre sus pasos. Pero vio algo confuso, negro, que brillaba a lo lejos y se dijo: «¿Será esto una aldea de negros? ¿Qué será? No regresaré hasta haber averiguado qué es ese bulto». Al aproximarse vio que se trataba de un alcázar con edificios elevados. Lo había construido Jafet, hijo de Noé (¡sobre el cual sea la paz!). Era el castillo que menciona Dios (¡ensalzado sea!) en su noble libro al decir: «Un pozo abandonado y un palacio bien construido». Sayf al-Muluk se sentó junto a la puerta del alcázar y se dijo: «¡Ojalá supiera qué hay en el interior de este alcázar! ¿Qué rey habrá en él? ¿Quién me informará de la verdad? ¿Sus habitantes serán hombres o genios? Se sentó para meditar durante una hora, pero no encontró a nadie que entrara o saliera. Se puso de pie, paseó, se confió a Dios y entró en el palacio. Encontró en el camino siete vestíbulos, pero no halló a nadie. Descubrió tres puertas a su derecha y una delante sobre la cual estaba corrida una cortina. Se adelantó hacia ésta, levantó la cortina con la mano, cruzó el dintel y se encontró en un gran pabellón recubierto por tapices de seda. En la testera del mismo había un trono de oro en el cual estaba sentada una joven cuyo rostro parecía la luna; vestía trajes regios y parecía una novia en la noche en que es entregada al marido. A los pies del trono había cuarenta manteles encima de los cuales se veían escudillas de oro y plata. Todas estaban repletas de exquisitos guisos. Sayf al-Muluk, al ver a la joven se aproximó a ella y la saludó. Ella le devolvió el saludo y le preguntó: «¿Eres un ser humano o un genio?» «Soy un hombre escogido, puesto que soy un rey hijo de rey.» «¿Qué quieres? Aquí tienes comida. Después me contarás tu historia desde el principio hasta el fin y cómo has llegado hasta este lugar.» Sayf al-Muluk se sentó en una mesa, quitó la tapadera de una escudilla y como estaba hambriento comió de aquellos guisos hasta quedar harto. Se lavó la mano, subió al trono y se sentó junto a la muchacha. Ésta le preguntó: «¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Quién te ha hecho llegar hasta aquí?» Sayf al-Muluk le contestó: «Mi relato es largo». «Dime de dónde vienes, cuál ha sido la causa de tu venida hasta aquí y qué deseas.» «Cuéntame tú —replicó el príncipe— qué haces aquí, cómo te llamas, quién te trajo y por qué estás sentada, sola, en este lugar.» La muchacha explicó: «Me llamo Dawlat Jatún y soy la hija del rey de la India. Mi padre habita la ciudad de Sarandib y posee el jardín más grande y más hermoso que hay en toda la India. En él hay una gran alberca. Cierto día, acompañada por mis esclavas, entré en el jardín; nos desnudamos, nos metimos en el agua y empezamos a jugar y a distraernos. Antes de que yo pudiera darme cuenta, algo parecido a una nube descendió; me arrebató de entre mis esclavas y se remontó conmigo volando entre cielo y tierra. Me decía: “¡Dawlat Jatún! No temas, tranquiliza tu corazón”, siguió volando durante un espacio de tiempo y me bajó en este alcázar. Inmediatamente después se transformó en un muchacho hermoso, guapo, joven y de limpios vestidos. Me preguntó: “¿Me conoces?” Contesté: “No, señor mío”. Explicó: “Yo soy el hijo del rey al-Azraq, rey de los genios. Mi padre habita la fortaleza de al-Qulzum y le acatan seiscientos mil genios, voladores y buceadores. Ha ocurrido lo siguiente: yo seguía mi camino y me dirigía a mis quehaceres. Entonces te vi, me enamoré de ti, descendí, te rapté de en medio de tus esclavas y te he traído a este alcázar, que está bien construido, y en el cual tengo mi morada y domicilio. Ni hombres ni genios podrán llegar jamás hasta él. Desde aquí a la India hay una distancia de ciento veinte años de camino. Puedes estar segura de que no volverás jamás a ver el país de tu padre y de tu madre. Quédate conmigo en este lugar, ten corazón y pensamiento tranquilos, pues yo te traeré todo lo que me pidas”. Después me abrazó, me besó…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la muchacha prosiguió: »…me besó] y repitió: “Quédate aquí. Nada temas”. Me dejó sola, se ausentó un rato y regresó con estos manteles, tapices y alfombras. Viene todos los miércoles y al llegar come y bebe conmigo, me besa y me abraza, pero aún sigo siendo virgen, tal y como Dios (¡ensalzado sea!) me creó, pues él no me ha hecho nada. Mi padre se llama Tach al-Muluk y no tiene ninguna noticia mía ni ha hallado huella de mí. Ésta es mi historia. Cuéntame la tuya». Sayf al-Muluk le dijo: «Mi relato es largo y temo que contándotelo pase el tiempo y nos sorprenda el efrit». «Se ha marchado de mi lado un rato antes de tu llegada. No volverá hasta el miércoles. Siéntate, tranquilízate, no te inquietes y cuéntame todo lo que te ha ocurrido desde el principio hasta el fin.» «¡Oír es obedecer!», replicó Sayf al-Muluk y empezó a contar su historia desde el principio hasta el fin, hasta completarla. Al hablar de Badia al-Chamal los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y lloró abundantemente. Exclamó: «¡No pensaba esto de ti, Badia al-Chamal! ¡Cómo pasa el tiempo, Badia al-Chamal! Cómo no te acuerdas de mí y preguntas “¿Adonde fue mi hermana Dawlat Jatún?”» El llanto fue en aumento y empezó a lamentarse porque Badia al-Chamal no se acordaba de ella. Sayf al-Muluk dijo: «¡Dawlat Jatún! ¿Eres un ser humano o un genio? ¿De dónde deduces que sea tu hermana?» «¡Es mi hermana de leche! He aquí la causa: mi madre salió a pasear por el jardín. La sorprendieron los dolores del parto y me dio a luz al aire libre. La madre de Badia al-Chamal y el séquito de ésta se encontraban en el jardín. Los dolores del parto la sorprendieron y dio a luz en un extremo del jardín. Envió a mi madre una de sus esclavas para pedirle comida y lo que era necesario para una parturienta. Mi madre le envió lo que la había pedido y la invitó a sus habitaciones. Cogió a Badia al-Chamal y con ésta se acercó a mi madre, la cual amamantó a aquélla. Permanecieron con nosotros en el jardín durante dos meses, al cabo de los cuales se marcharon a su país. Entregó un objeto a mi madre diciéndola: “Si me necesitas acudiré ante ti en el centro del jardín”. Badia al-Chamal y su madre venían todos los años a pasar una temporada con nosotros y después regresaban a su país. Si yo —¡oh, Sayf al-Muluk!— fuera mi madre y te viera en nuestro país mientras estuviéramos reunidos, según tenemos por costumbre, con nuestros huéspedes, me las ingeniaría para hacerte conseguir tu deseo. Pero ahora me encuentro en este lugar y no tienen noticias mías. ¡Si las tuvieran y supieran que estoy aquí! Son suficientemente poderosos para salvarme. Pero a Dios (¡ensalzado y gloriado sea!) incumbe el mandar. ¿Qué haré?» Sayf al-Muluk le dijo: «Ven, sígueme y huiremos hacia donde Dios (¡ensalzado sea!) quiera». «¡No podemos hacerlo! Aunque recorriéramos la distancia de un año ese maldito nos alcanzaría en un instante y nos aniquilaría.» «Yo me esconderé en un sitio. Cuando pase cerca de mí le daré un mandoble con la espada y le mataré.» «¡No podrás matarle a menos de que mates su alma!» «¿Y dónde la tiene?» «Le he preguntado por ella muchas veces, pero no me ha dicho el lugar. Cierto día me ocurrió esto: se lo pregunté con insistencia, se enfadó conmigo y me dijo: “¡Cuánto me preguntas por mi alma! ¿Por qué preguntas por ella?” Le repliqué: “Hatim. Tú eres la única persona, excepción hecha de Dios, que tengo. Mientras me dure la vida estaré apegada a ti, pero si no conservo tu espíritu y lo coloco entre mis ojos ¿cómo podré vivir después de tu muerte? Si supiese dónde está tu alma la guardaría como si fuese mi ojo derecho”. Entonces me explicó: “En el momento de mi nacimiento los astrólogos predijeron que mi alma sería muerta por un hijo de rey humano. Por ello la he cogido y la he colocado en el buche de un gorrión; a éste lo metí en una cajita, la cajita en un cajón, el cajón en el interior de siete cajas y las cajas debajo de una losa de mármol, junto al océano de esta región, pues está lejos del país de los hombres y ninguno de ellos puede llegar hasta él. Ya te lo he dicho. Pero no se lo cuentes a nadie, pues es un secreto que existe entre nosotros dos”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la muchacha prosiguió:] »…Yo le objeté: “¿Y a quién puedo contárselo si eres la única persona que llega aquí? ¡Por Dios que has metido tu alma en una grande y fuerte ciudadela a la que nadie puede llegar! ¿Cómo habrá de llegar hasta ella un hombre? Suponiendo lo que es imposible, que Dios haya decretado lo que han dicho los astrólogos. ¿Cómo podría llegar un hombre hasta ahí?” Dijo: “Tal vez sea uno que tenga en el dedo el anillo de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Llegaría hasta allí, pondría la mano en que estuviera el anillo encima del agua y, a continuación, diría: “¡Por el poder de estos conjuros! ¡Que salga el alma de fulano!” El cajón saldría al acto, rompería todas las cajas, la gaveta, sacaría al gorrión de la cajita, le estrangularía y yo moriría”». Sayf al-Muluk exclamó: «¡El hijo del rey soy yo! ¡Éste es el anillo de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!)!. ¡Está en mi dedo! ¡Vamos a la orilla del mar para ver si sus palabras son verdad o mentira!» Los dos se pusieron en marcha y llegaron a la orilla del mar. Dawlat Jatún se detuvo en la playa. Sayf al-Muluk se metió en el agua hasta que ésta le llegó a la cintura. Dijo: «¡Por el poder de los conjuros y talismanes de este anillo! ¡Por el poder de Salomón (¡sobre el cual sea la paz!) que salga el alma de fulano, hijo del rey al-Azraq, el genio!» Las aguas se encresparon y surgió un cajón. Sayf al-Muluk lo cogió, lo golpeó con piedras y lo rompió. Hizo lo mismo con las cajas y la gaveta; sacó de la cajita al gorrión y ambos regresaron al alcázar y se instalaron en el trono. De repente una polvareda horripilante, algo enorme apareció volando y gritando: «¡Hijo del rey! ¡No me mates! ¡Consérvame la vida! ¡Haz que sea tu esclavo y yo te facilitaré tu propósito!» Dawlat Jatún dijo: «¡El genio llega! ¡Mata al gorrión para que ese maldito no entre en el palacio, te lo arrebate y te mate a ti y después a mí!» El príncipe estranguló al gorrión. Éste murió y el genio cayó al suelo reducido a un montón de ceniza negra. Jatún exclamó: «¡Nos hemos librado de las manos de ese maldito! ¿Qué haremos?» Sayf al-Muluk replicó: «¡Pidamos auxilio a Dios (¡ensalzado sea!) que es quien nos ha puesto a prueba! Él nos ayudará a salvarnos y a salir de la situación en que nos encontramos». El príncipe sacó de cuajo unas diez puertas del palacio. Éstas eran de sándalo y áloe con clavos de oro y plata. Cogió cordones de seda y brocado de los que allí habían, ató las puertas unas con otras y con el auxilio de Dawlat Jatún las llevó al mar, las metió en él y quedaron transformadas en una balsa que amarró a la orilla. Regresaron a palacio, cogieron los vasos de oro y plata, los aljófares, jacintos y metales preciosos y trasladaron todo lo que contenía el palacio, de poco peso y mucho valor. Lo colocaron en la balsa y embarcaron en ella confiándose a Dios (¡ensalzado sea!), Aquel que acoge y no defrauda a quien en Él confía. Utilizaron dos maderos como remos, rompieron amarras y dejaron que la balsa siguiera su camino en el mar. En esta situación navegaron durante cuatro meses hasta que se les terminaron los víveres y la angustia les hizo mella. Estaban afligidos y rogaron a Dios que les salvara de la situación en que se encontraban. Durante su ruta, Dawlat Jatún apoyaba su espalda contra Sayf al-Muluk mientras éste dormía; cuando él daba la vuelta, la espada estaba entre ambos. De este modo, una noche, mientras Sayf al-Muluk dormía y Dawlat Jatún velaba, la balsa bordeó un espolón de tierra y se metió en un puerto repleto de buques. La princesa observó las naves y oyó hablar a un hombre con el jefe de los capitanes de barco. Al oír la voz del arráez se dio cuenta de que se encontraba en el puerto de una ciudad, comprendió que habían llegado a la civilización. Se alegró muchísimo y despertó a Sayf al-Muluk diciendo: «Incorpórate y pregunta a ese arráez por el nombre de esta ciudad y de este puerto». El príncipe, contento, se incorporó y le dijo: «¡Hermano mío! ¿Cuál es el nombre de esta ciudad? ¿Cómo se llama este puerto? ¿Cuál es el nombre de su rey?» El arráez le replicó: «¡Rostro de burlón! ¡Barba fría! Si no conoces ni el puerto ni la ciudad ¿cómo has podido llegar hasta aquí?» «Soy extranjero. Iba a bordo de un navío de comerciantes que naufragó. Se ahogaron todos sus tripulantes, pero yo conseguí subir a unos maderos y llegar hasta aquí. Te he hecho una pregunta y en ella nada hay de malo.» «Ésta es la ciudad de Amariyya y el puerto se llama Kamin al-Bahrayn.» Dawlat Jatún se alegró mucho al oír estas palabras y exclamó: «¡Loado sea Dios!» Sayf al-Muluk le preguntó: «¿Qué pasa?» «¡Sayf al-Muluk! ¡Albricias! ¡La buena noticia está próxima! El rey de esta ciudad es mi tío, el hermano de mi padre…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven prosiguió:] »…que se llama Alí al-Muluk. Di al arráez: “El sultán de esta ciudad, Alí al-Muluk ¿se encuentra bien?”» Se lo preguntó y el arráez le contestó indignado: «Tú dices: “¡Por vida mía! ¡Jamás he estado aquí! ¡Soy un extranjero!” ¿Quién, pues, te ha informado del nombre del dueño de la ciudad?» Dawlat Jatún se alegró. Conocía al arráez que se llamaba Muin al-Din, pues era uno de los capitanes de su padre. El capitán había salido en su busca en el momento de su desaparición y no encontrándola había seguido dando vueltas hasta llegar a la ciudad de su tío. La joven le dijo a Sayf al-Muluk: «Dile: “¡Muin al-Din! Ven y habla con tu señora”». Le llamó y le dijo lo que le había indicado. El capitán se enfadó muchísimo al oír las palabras de Sayf al-Muluk y le dijo: «¡Perro! ¿Quién eres? ¿Cómo me conoces? —y dirigiéndose a sus marineros les dijo—: ¡Traedme un bastón de fresno para que me acerque a ese hombre de mal agüero y le parta la cabeza!» Tomó el bastón se dirigió hacia Sayf al-Muluk y descubrió la balsa en la que vio cosas estupendas, maravillosas. Quedó perplejo. Aguzó la vista y vio a Dawlat Jatún que estaba sentada como si fuese un pedazo de luna. El capitán preguntó: «¿Quién está contigo?» «Una muchacha que se llama Dawlat Jatún.» Al oír estas palabras el capitán cayó desmayado, pues al oír el nombre había reconocido a su señora, a la hija de su rey. Al volver en sí dejó la balsa y lo que contenía, se marchó a la ciudad, subió al alcázar del rey y pidió audiencia. El chambelán se presentó ante el rey y le dijo: «El capitán Muin te trae una buena noticia». Le concedió permiso para entrar. Se presentó ante el rey, besó el suelo ante él y le dijo: «¡Rey! ¡Tienes una buena noticia! Dawlat Jatún, la hija de tu hermano, ha llegado perfectamente a esta ciudad. Se encuentra en una balsa. La acompaña un joven semejante a la luna en la noche de plenilunio». El rey se alegró muchísimo de oír noticias de su sobrina, dio un precioso traje de honor al arráez y mandó, al acto, que engalanasen la ciudad porque se había salvado la hija de su hermano. Mandó a buscarla y llegó acompañada de Sayf al-Muluk. El rey saludó a los dos y los felicitó por haberse salvado. Inmediatamente después envió un mensajero a su hermano para informarle de que su hija estaba con él. Tach al-Muluk, padre de Dawlat Jatún, reunió sus tropas, se puso en camino, llegó junto a su hermano Alí al-Muluk y se reunió a su hija Dawlat Jatún. Todos sintieron gran alegría. Tach al-Muluk permaneció una semana con su hermano. Después tomó consigo a su hija y a Sayf al-Muluk y emprendieron el viaje hasta llegar a la ciudad de Sarandib, capital del padre. Dawlat Jatún se reunió con su madre y todos se pusieron contentos de que se hubiese salvado. Tuvieron lugar fiestas y así fue un día grande como no se había visto otro. El rey trató con honor a Sayf al-Muluk y le dijo: «¡Sayf al-Muluk! Tú te has comportado bien conmigo y con mi hija. Yo no podría recompensarte por ello, pues sólo puede hacerlo el Señor de los mundos. Querría que ocupases el trono en mi lugar y que gobernases el país de la India. Te regalo mi reino, mi trono, mis tesoros, mis criados. Todo esto constituye el don que te hago». Sayf al-Muluk se incorporó, besó el suelo ante el rey, le dio las gracias y le dijo: «¡Rey del tiempo! Acepto todo lo que me has regalado y te lo devuelvo como regalo mío: Yo, rey del tiempo, no quiero ni reino ni poder. Sólo deseo que Dios (¡ensalzado sea!) me haga alcanzar mi propósito». «¡Sayf al-Muluk! Mis tesoros te pertenecen. Coge lo que desees sin consultarme. ¡Que Dios te pague, por mí, tanto bien!» «¡Que Dios haga poderoso al rey! Ni las riquezas ni el poder contribuyen a satisfacer mi deseo. Pero ahora me gustaría visitar esta ciudad y ver sus calles y sus plazas.» Tach al-Muluk mandó que le llevasen un estupendo corcel. Le ofrecieron una yegua de noble raza ensillada y embridada. Montó, fue al zoco y cruzó las calles de la ciudad. Mientras miraba a derecha e izquierda descubrió a un muchacho que llevaba una capa y anunciaba venderla en almoneda por quince dinares. Contempló al joven y vio que se parecía a su hermano Said. Era él mismo; sólo había mudado algo el color por la larga ausencia y las fatigas del viaje. Pero no acabó de reconocerlo. Dijo a los que estaban a su alrededor: «¡Traedme ese muchacho para que le interrogue!» Se lo acercaron y dijo: «¡Detenedlo! ¡Llevadlo al alcázar en que me alojo! ¡Dejadle allí hasta que yo regrese de mi excursión!» Los esbirros entendieron que les decía: «¡Detenedlo! ¡Llevadlo a la cárcel!» Se dijeron: «Tal vez éste sea uno de sus mamelucos que haya huido». Lo detuvieron, lo condujeron a la prisión, le pusieron argollas y le dejaron sentado. Sayf al-Muluk regresó de la excursión y subió al alcázar, habiéndose olvidado ya de Said; nadie se lo recordó. Said se quedó en la cárcel. Cuando sacaron a los presos para los trabajos, el joven salió con ellos, trabajó junto a los cautivos y se ensució de mala manera. En esta situación permaneció durante un mes. Recordaba su pasado y se decía: «¿Cuál será la causa de que me hayan encarcelado?» Sayf al-Muluk, entregado a los placeres y otras cosas se había descuidado de él. Cierto día, mientras estaba sentado, empezó a pensar en su hermano Said y preguntó a los mamelucos que estaban con él: «¿Dónde está el mameluco que cogisteis tal día?» Contestaron: «¿Es que no nos dijiste “Llevadlo a la cárcel”?» «No os dije esas palabras. Os dije: “Llevadlo al alcázar en que me alojo”». Mandó a los chambelanes a que fuesen a buscar a Said. Le condujeron con los grillos. Le quitaron las cadenas y le colocaron ante Sayf al-Muluk. Éste le preguntó: «¡Muchacho! ¿De qué país eres?» «Soy de Egipto y me llamo Said; soy hijo del visir Faris.» Sayf al-Muluk bajó del trono, se dirigió hacia él, se arrojó en sus brazos, se colgó de su cuello y de tanta alegría como experimentaba rompió a llorar copiosamente. Le dijo: «¡Hermano Said! ¡Gracias a Dios! ¡Estás vivo y te veo! Yo soy tu hermano Sayf al-Muluk, hijo del rey Asim». Al oír estas palabras y reconocerle, ambos se abrazaron y lloraron conjuntamente. Todos los presentes quedaron admirados. Sayf al-Muluk ordenó que acompañasen al baño a Said. Le condujeron al baño. Al salir de éste le pusieron un vestido precioso y lo condujeron a la audiencia de Sayf al-Muluk. Éste le hizo sentar a su lado en el solio. El rey Tach al-Muluk se alegró muchísimo al enterarse de la reunión del príncipe con su hermano Said. Acudió y los tres se sentaron para contarse lo que les había sucedido desde el principio hasta el fin.

Said explicó: «¡Hermano, Sayf al-Muluk! Al naufragar la embarcación y ahogarse los mamelucos yo, con un grupo de éstos, conseguí encaramarme a un madero. El mar nos arrastró durante todo un mes y después, el viento, por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!) nos arrojó a una isla. Hambrientos, pusimos pie en ella, nos internamos entre los árboles, comimos sus frutos y sólo nos preocupamos de alimentarnos sin darnos cuenta de que se nos acercaban gentes que parecían efrites. Saltaron sobre nosotros, montaron encima de nuestros hombros y nos dijeron: “¡Llevadnos! ¡Sois nuestros asnos!” Yo pregunté al que me montaba: “¿Qué eres? ¿Por qué has montado en mí?” Al oír estas palabras estrechó mi cuello con su pierna y estuve a punto de morir; con el otro pie me golpeó en la espalda y creí que me la iba a destrozar. Caí de bruces en el suelo. A causa del hambre y de la sed no tenía fuerzas. Al caer se dio cuenta de que yo estaba hambriento. Me cogió por la mano y me condujo hasta un peral que tenía numerosos frutos. Me dijo: “Come de este árbol hasta hartarte”. Comí hasta la saciedad y me puse en marcha sin poderlo evitar. Poco es lo que anduve, pues aquella persona se plantó de un salto encima de mis hombros. Yo corría a trechos, a ratos andaba y trotaba. Él seguía a horcajadas y decía: “¡Jamás en mi vida he visto un asno como tú!” Cierto día reunimos algunos racimos de uva, los colocamos en un hoyo, los prensamos con nuestros pies. El hoyo se transformó en una gran alberca. Esperamos algún tiempo y regresamos al hoyo. El sol había tocado de lleno en el zumo, el cual se había transformado en vino. Bebimos, nos embriagamos, nuestras caras se sonrojaron y empezamos a cantar y a bailar debido a los efectos del vino. Preguntaron: “¿Qué es lo que os ha sonrojado la cara haciéndoos cantar y bailar?” Contestamos: “¡Es el zumo de uva!” Nos condujeron a un valle del cual no pudimos distinguir ni la anchura ni la longitud. Todo él estaba repleto de vides: era imposible ver la primera o la última. Cada racimo pesaba veinte ratl y todos eran fáciles de vendimiar. Allí vi un hoyo grande, mayor que un gran estanque. Lo llenamos de uva, la prensamos con los pies e hicimos lo mismo que habíamos hecho la primera vez y se transformó en vino. Les dijimos: “¡Está a punto! ¿Con qué lo beberéis?” “Hemos tenido unos asnos como vosotros, pero nos los comimos. Guardamos las cabezas. Dadnos de beber en su cráneo.” Les escanciamos. Bebieron y se quedaron dormidos. Eran cerca de doscientos. Nos dijimos unos a otros: “¡No les basta con montarnos que aún han de comernos! ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Los embriagaremos por completo, los mataremos, quedaremos libres de ellos y nos salvaremos de su mano”. Los despertamos y empezamos a llenarles las calaveras y a escanciarles. Decían: “¡Es amargo!” Les replicábamos: “¿Por qué decís ‘Es amargo’? Quien dice esto y no bebe diez veces muere en el mismo día”. Temieron morir y nos dijeron: “¡Escanciad hasta que hayamos bebido diez veces!” Cuando terminaron de beber dicha cantidad estaban ya tan borrachos que las fuerzas les faltaron. Los arrastramos tirándoles de la mano, reunimos madera de vid en gran cantidad, la colocamos encima y alrededor suyo y le prendimos fuego. Nos colocamos a lo lejos para ver lo que les pasaba.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y dos refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Said prosiguió:] Extinguido el fuego nos acercamos y vimos que se habían transformado en montones de ceniza. Alabé a Dios que nos había librado de ellos y salimos del interior de la isla en busca de la costa del mar. Allí nos separamos. Yo me puse en marcha con dos mamelucos y así llegamos a un gran bosque, muy poblado de árboles. Mientras estábamos comiendo se nos acercó una persona de elevada estatura, de larga barba, orejas colgantes y ojos que parecían tizones encendidos. Llevaba por delante un rebaño numeroso al que apacentaba. Cerca de él había otros grupos de seres del mismo aspecto. Al vernos se alegró, nos hizo los saludos de rigor, nos acogió y dijo: “¡Sed bien venidos! Venid conmigo. Degollaré una de las ovejas de este rebaño, la asaré y os la daré a comer”. Le preguntamos: “¿Dónde está tu domicilio?” “Cerca de ese monte. Id en aquella dirección hasta encontrar una cueva y entrad. En su interior hallaréis muchos huéspedes como vosotros. Id y quedaos con ellos para que os preparemos la hospitalidad.” Creímos que sus palabras eran ciertas y nos marchamos hacia allí. Entramos en ella y vimos los huéspedes que esperaban: todos estaban ciegos. Cuando entramos uno de ellos decía: “Yo estoy enfermo”. Otro añadía: “Y yo me encuentro débil”. Les preguntamos: “¿Cómo decís eso? ¿Cuál es la causa de vuestra debilidad y de vuestra enfermedad?” Replicaron: “¿Quiénes sois?” “¡Somos los huéspedes!” “¿Cómo habéis caído en las manos de ese maldito? ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Este ogro come a los seres humanos y es quien nos ha cegado, pues quiere devorarnos.” Les preguntamos: “El ogro ¿cómo os ha cegado?” “Ahora mismo os cegará a vosotros igual que hizo con nosotros.” “¿Cómo lo hará?” “Os ofrecerá vasos de leche y os dirá: ‘Estáis cansados del viaje. Tomad esta leche, bebedla’. Una vez la hayáis bebido estaréis como nosotros.” Yo me dije: “Sólo podemos salvarnos con una estratagema”. Cavé un hoyo en el suelo y me senté encima. Al cabo de un momento entró el maldito ogro trayéndonos los vasos de leche. Me entregó un vaso y dio uno a cada uno de mis compañeros. Dijo: “Habéis venido por tierra y estáis sedientos. Tomad esta leche. Bebed mientras aso la carne”. Yo cogí el vaso y me lo acerqué a la boca, pero lo vacié en el hoyo gritando: “¡Ah! ¡He perdido los ojos! ¡Me he quedado ciego!” Tapé los ojos con las manos y me puse a llorar y a gritar mientras el ogro reía y me decía: “¡No temas!” Mis dos compañeros bebieron la leche y quedaron ciegos. El maldito se levantó al instante, cerró la puerta de la cueva, se acercó a mí, palpó mis costados y reconoció que estaba delgado, que no tenía nada de carne. Palpó a otro, vio que estaba grueso y se alegró. Degolló tres ovejas, las despellejó, tomó el asador de hierro, colocó en él la carne, lo colocó sobre el fuego y lo asó. Se la ofreció a mis dos compañeros. Comieron y él los acompañó. Después sacó un odre lleno de vino, bebió, se puso a dormir cabeza abajo y empezó a roncar. Me dije: “Ahora está sumergido en el sueño ¿cómo lo mataré?” Me acordé de los asadores, cogí dos de ellos, los coloqué al fuego y esperé hasta que estuvieron como una brasa. Me puse de pie, me estreché el cinturón y me puse en marcha. Cogí los dos asadores de hierro con la mano, me acerqué al maldito, se los metí en los ojos y me apoyé con toda mi fuerza. Incitado por los deseos de vivir se puso de pie y ciego como estaba quiso agarrarme. Yo huí por el interior de la cueva mientras él me perseguía. Pregunté a los ciegos que estaban allí: “¿Qué hay que hacer con este maldito?” Uno me contestó: “¡Said! ¡Ven! ¡Sube a esta ventana! Encontrarás una espada bien afilada. Cógela y ven a mi lado para que te diga lo que has de hacer”. Subí a la ventana, cogí la espada y me acerqué al hombre. Dijo: “Cógela bien y golpéale en la cintura: morirá en el acto”. Me acerqué hacia él, corrí en pos suyo. El ogro estaba cansado de tanto correr y se acercó a los ciegos para matarlos. Yo me aproximé, le di un mandoble en la cintura y quedó partido en dos mitades. Chilló y dijo: “¡Hombre! ¡Si quieres matarme dame otro golpe!” Me disponía a darle el segundo mandoble cuando aquel que me había indicado dónde estaba la espada gritó: “¡No se lo des! ¡No moriría! ¡Al contrario, volvería a la vida y nos mataría!”

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Said prosiguió] »Yo me atuve a las instrucciones que me daba y no le volví a herir. El maldito expiró. El hombre en cuestión me dijo: “Ven, abre la cueva y déjanos salir. Tal vez Dios nos auxilie y podamos descansar de este lugar”. Repliqué: “No nos puede ocurrir ningún daño. Descansemos aquí, degollemos unas ovejas y bebamos ese vino, pues la tierra es larga”. Permanecimos en aquel sitio durante dos meses. Comíamos las ovejas y los frutos.

»Cierto día, mientras estábamos sentados a la orilla del mar, vimos a lo lejos una gran nave. Hicimos señales y llamamos a sus tripulantes. Pero éstos tenían miedo al ogro, pues sabían que en la isla había un monstruo que devoraba a los hijos de Adán, por lo cual emprendieron la huida. Nosotros hicimos más señales con la extremidad de nuestro turbante y nos aproximamos más a ellos chillando. Uno de los viajeros que tenía la vista muy aguda dijo: “¡Viajeros! ¡Veo que ésas son figuras de hombres como nosotros! ¡No tienen aspecto de ogros!” Se fueron aproximando poco a poco hasta llegar cerca. Cuando se convencieron de que éramos seres humanos nos saludaron y les devolvimos el saludo. Nos felicitaron y nos dieron las gracias por haber matado al maldito ogro. Recogieron fruta de la isla como vituallas. Subimos a bordo y navegamos con ellos. El viento nos fue favorable durante tres días, al cabo de los cuales se levantó un aire huracanado y las tinieblas cubrieron la atmósfera. Al cabo de una hora el temporal había arrastrado a la nave estrellándola en un monte. El buque se hizo añicos y sus tablones se separaron. Dios, el Grande, dispuso que yo pudiera colgarme de uno de sus palos y montar encima a horcajadas. Durante dos días fui arrastrado. Después se levantó un viento favorable y empecé a utilizar mis pies como remos durante una hora hasta que Dios (¡ensalzado sea!) me hizo llegar salvo a tierra. Así entré en esta ciudad en la que era un extraño, solo, aislado, sin saber qué hacer. El hambre me había descompuesto y yo había hecho un gran esfuerzo. Me llegué al zoco, me tapé como pude y quitándome esta túnica me dije: “La venderé y comeré con lo que me den hasta que Dios decrete lo que ha de suceder”. Después, hermano, cogí la túnica con las manos. La gente la examinó y fue pujando hasta el momento que tú llegaste, me viste y mandaste que me condujeran al alcázar. Pero los pajes me detuvieron y me encarcelaron. Después de un tiempo te acordaste de mí y me mandaste comparecer. Te he explicado lo que me ha sucedido. ¡Loado sea Dios que nos ha reunido!»

Sayf al-Muluk y Tach al-Muluk, padre de Dawlat Jatún, quedaron muy admirados del relato que acababan de oír al visir Said. Tach al-Muluk, padre de Dawlat Jatún, preparó un hermoso departamento para Sayf al-Muluk y su hermano Said. Dawlat Jatún acudía a visitar a Sayf al-Muluk, conversaba con éste y le daba las gracias por sus favores. El visir Said le dijo: «¡Oh, reina! Queremos que nos auxilies a conseguir su deseo». «Sí; me apresuraré a ayudarle para que consiga lo que apetece, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere.» Volviéndose hacia Sayf al-Muluk le dijo: «¡Tranquilízate y refresca tus ojos!» Esto es lo que se refiere a Sayf al-Muluk y a su visir Said.

He aquí lo que hace referencia a la reina Badia al-Chamal: Ésta recibió noticias del regreso junto a su padre y a su reino de su hermana Dawlat Jatún y dijo: «He de ir sin falta a visitarla y a saludarla. Iré magníficamente arreglada con joyas y brazaletes». Fue a verla y cuando estaba cerca de la residencia de Dawlat Jatún, ésta salió a recibirla, la saludó, la abrazó y la besó entre los ojos. La reina Badia al-Chamal le dio la enhorabuena por haberse salvado y ambas se sentaron a conversar. Badia al-Chamal preguntó a Dawlat Jatún: «¿Qué te ha ocurrido durante la ausencia?» «¡Hermana mía! ¡No me preguntes por lo ocurrido! ¡Cuántas desgracias han de soportar las criaturas!» «¿Y cómo ha sido?» La princesa empezó a contar: «¡Hermana mía! Yo me encontraba en aquel formidable alcázar y de él me raptó el hijo del rey al-Azraq». A continuación le explicó todo el resto de la historia desde el principio hasta el fin; habló de Sayf al-Muluk, lo que le ocurrió a éste en el alcázar y las muchas fatigas y miedos que había pasado hasta llegar al castillo al-Musayyad; cómo el príncipe había dado muerte al hijo del rey al-Azraq, cómo había arrancado las puertas de cuajo y con ellas había construido una balsa; cómo había fabricado unos remos y cómo había llegado hasta allí. La reina Badia al-Chamal quedó boquiabierta. A continuación añadió: «¡Por Dios, hermana mía! ¡Ésta es una de las cosas más prodigiosas!» «Querría contarte una historia, pero la vergüenza me impide hacerlo.» Badia al-Chamal preguntó: «¿De dónde viene la vergüenza? Tú eres mi hermana y compañera. Entre nosotras dos hay mucho afecto y yo sé que tú sólo me quieres bien. ¿Por qué te has de avergonzar ante mí? Dime lo que tengas que decir y no te avergüences ni me ocultes nada». Dawlat Jatún explicó: «Él vio tu retrato en la túnica que tu padre había enviado a Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Éste, sin abrirla ni ver lo que contenía, se la remitió al rey Asim b. Safwán, rey de Egipto, como uno más de los regalos que le enviaba. El rey Asim, sin abrirla, se la regaló a su hijo Sayf al-Muluk. Éste la cogió, la desdobló y estaba a punto de ponérsela cuando vio tu imagen, se enamoró de ella, salió en tu busca y le acontecieron todas esas calamidades por tu causa».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Badia al-Chamal se sonrojó y se avergonzó delante de Dawlat Jatún. Exclamó: «¡Esto no ocurrirá jamás! ¡Los hombres no concuerdan con los genios!» Dawlat Jatún empezó a describirle el buen aspecto, la magnífica figura y la caballerosidad de Sayf al-Muluk; le alabó sin tregua y le citó todas sus cualidades hasta que dijo: «¡Hermana mía! ¡Por Dios (¡ensalzado sea!) y por mí! ¡Ven! ¡Habla con él! ¡Dile una sola palabra!» «¡No he oído las palabras que acabas de pronunciar! ¡No te haré caso!» Badia al-Chamal hablaba como si nada hubiese oído, como si no hubiese hecho mella en su corazón la pasión de Sayf al-Muluk, su buen aspecto, la magnífica figura y su caballerosidad. Dawlat Jatún se humilló ante ella y le besó los pies diciéndole: «¡Badia al-Chamal! ¡Por la leche de la que nos hemos amamantado las dos! ¡Por la figura grabada en el anillo de Salomón (¡sobre el cual sea la paz!), escucha estas palabras mías! En el alcázar al-Musayyad le he prometido que conseguiría que viera tu rostro. ¡Te conjuro, por Dios, a que se lo muestres, aunque sea una sola vez y para complacerme! Tú le mirarás a tu vez». Lloró, se rebajó y le besó las manos y los pies hasta que accedió diciendo: «¡Por ti le mostraré mi cara una sola vez!» El corazón de Dawlat Jatún se tranquilizó; besó las manos y los pies de Badia al-Chamal y se marchó. Se dirigió al alcázar principal, en el que estaba el jardín, y mandó a las esclavas que lo cubriesen de tapices y pusiesen en él un solio de oro; que colocasen, alineados, vasos con bebidas. A continuación fue a ver a Sayf al-Muluk y al visir Said. Ambos estaban sentados en su puesto. Dio al príncipe la buena noticia de que había conseguido su propósito y alcanzado su deseo. Le dijo: «Tú y tu hermano id al jardín, entrad y ocultaos a la vista de la gente de tal modo que ninguno de los que están en el alcázar os pueda ver. Yo acudiré a vuestro lado con Badia al-Chamal». Sayf al-Muluk y Said fueron al lugar que les había indicado Dawlat Jatún. Al entrar hallaron un estrado de oro sobre el cual estaban alineados cojines. También había comida y bebidas. Se sentaron un rato y a Sayf al-Muluk, al recordar a su amada, se le oprimió el pecho y las olas de la pasión y del deseo le acometieron. Se puso en pie, echó a andar y salió del vestíbulo del alcázar. Said, su hermano, le siguió, pero el príncipe le dijo: «¡Hermano mío! Siéntate en tu sitio y no me sigas hasta que yo haya regresado». Said se sentó. Sayf al-Muluk bajó al jardín, se internó en él ebrio del vino de la pasión, absorto por el mucho amor y los celos. El deseo le había vencido y el cariño le había conmovido. Recitó estos versos:

¡Oh, Badia al-Chamal! ¡Sólo te tengo a ti! ¡Ten compasión de mí que soy prisionero de tu amor!

Tú eres mi deseo, el objeto de mi atención y de mi alegría. Mi corazón no desea querer a nadie más.

¡Ojalá supiera si tú estás enterada de mi llanto! Paso todo lo largo de la noche insomne, con los ojos anegados en llanto.

¡Ordena al sueño que visite mis párpados! Tal vez así, en sueños, te vea.

¡Ten compasión, en el amor, de un enamorado! ¡Sálvale de los sobresaltos de tu dureza!

¡Ojalá Dios aumente tu belleza y tu alegría y todos tus enemigos puedan servirte de rescate!

Todos los amantes se han reunido bajo mi bandera y todas las hermosas bajo la tuya.

Siguió llorando y recitó este par de versos:

La hermosa sin par será siempre objeto de mi deseo, puesto que constituye mi secreto en lo más íntimo del corazón.

Si hablo, hablo de su belleza; si callo, ella constituye mi pensamiento.

Continuó llorando a lágrima viva y recitó además estos versos:

En mi corazón hay una llama que lo abrasa. Vos constituís mi deseo y la pasión se prolonga.

Me inclino hacia vos; a nadie más pretendo. Espero vuestro consentimiento. ¡Cuántas cosas soporta el amante!

Todo a fin de que tengáis compasión de una persona cuyo cuerpo está extenuado por el amor, cuyo corazón está enfermo.

¡Tened piedad! ¡Sed generosos! ¡Haced bien! ¡Sed virtuosos! Yo no me marcho de vuestro lado ni me aparto.

Siguió llorando y recitó también este par de versos:

Al llegar tu amor me asaltaron las preocupaciones; el sueño me ha abandonado al mismo tiempo que llegaba la dureza de tu corazón.

El mensajero me ha dicho que tú estabas enfadada. ¡Que Dios me guarde del mal que se ha anunciado!

Said, cansado de esperarlo, salió del alcázar y fue a buscarlo por el jardín. Le vio andando desorientado mientras recitaba:

¡Por Dios! ¡Por Dios el Grande! ¡Por Aquel que recita en el Corán la azora del Creador!

Apenas mi mirada ha visto la belleza de quien veo y ya tu persona, ¡oh, Badia!, es mi compañera por la noche.

Said se reunió con su hermano Sayf al-Muluk y ambos empezaron a pasear por el jardín y a comer de sus frutos. Esto es lo que hace referencia a Said y a Sayf al-Muluk.

He aquí lo que se refiere a Dawlat Jatún. Ésta y Badia al-Chamal llegaron al alcázar y entraron. Los criados lo habían ya arreglado con toda clase de ornamentos y habían hecho todo lo que les había mandado Dawlat Jatún: habían preparado un solio de oro para que Badia al-Chamal se sentase en él. Ésta, al descubrir el estrado, se sentó. Al lado había una ventana que daba al jardín. Los criados sirvieron los guisos más exquisitos. Las dos mujeres comieron. Dawlat Jatún le preparó los bocados hasta dejarla satisfecha. Pidieron toda suerte de dulces. Los criados los sirvieron y comieron los que les parecieron suficientes. Se lavaron las manos, prepararon las bebidas, los vasos de vino, los aguamaniles y las copas. Dawlat Jatún servía y escanciaba a Badia al-Chamal. Llenaron las copas y bebieron las dos. Badia al-Chamal miró al jardín por la ventana que tenía al lado: contempló los frutos y las ramas. Pero observaba en la dirección en que estaba Sayf al-Muluk. Vio que éste paseaba por el jardín seguido por el visir Said; oyó cómo el primero recitaba versos y distinguió las lágrimas que corrían a mares. Aquella mirada le iba a causar mil pesares.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el vino la había embriagado. Volviéndose a Dawlat Jatún le dijo: «¡Hermana mía! ¿Quién es ese joven que he visto en el jardín? Está perplejo, turbado, triste y afligido». «¿Permites que venga aquí? Así lo veremos.» «Si puedes hacerle venir, hazlo.» Dawlat Jatún le llamó: «¡Hijo del rey! ¡Sube a nuestro lado! ¡Tráenos tu belleza y tu hermosura!» Sayf al-Muluk reconoció la voz de Dawlat Jatún. Subió al alcázar. Sus ojos se posaron en Badia al-Chamal y cayó desmayado. Dawlat Jatún le roció con agua de rosas. Volvió en sí y se puso de pie, besó el suelo ante Badia al-Chamal y ésta quedó estupefacta ante tal belleza y hermosura. Dawlat Jatún dijo: «¡Sabe, oh reina! que éste es Sayf al-Muluk, aquel que me ha salvado por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!). A él le han ocurrido toda suerte de desgracias por tu causa. Deseo que le concedas tu favor». Badia al-Chamal rompió a reír y dijo: «¿Qué hombre hay que respete los pactos? Los hombres no pueden sentir cariño. ¿Cómo los va a respetar este joven?» Sayf al-Muluk intervino: «¡Oh, reina! ¡Jamás faltaré a la fidelidad! ¡Todas las criaturas no son iguales!» Rompió a llorar delante de ella y recitó estos versos:

¡Badia al-Chamal! Ten piedad de un espectro extenuado y afligido, a causa de una mirada embrujadora, enloquecedora.

¡Por las bellezas que reúnen tus mejillas, el blanco y el rojo oscuro de las anémonas.

No te ensañes abandonando a un enfermo: mi cuerpo está marchito por la larga separación!

Tal es mi deseo, tal es el término de mi esperanza: mi propósito consiste en unirme a ti según la medida de mis posibilidades.

Rompió a llorar desesperadamente, la pasión y el desvarío se adueñaron de él y la saludó con estos versos:

Os saluda un amante locamente enamorado. Los generosos se portan bien con los generosos.

¡Os saludo! ¡Que jamás me falte vuestra imagen! ¡Que ninguna reunión, que ningún lugar de reposo quede privado de vos!

Estoy celoso de vos y sólo pronuncio vuestro nombre. El amante se inclina siempre por el amante.

No dejéis de conceder vuestros favores a aquel que os ama. El descontento le aparta, está afligido.

Contemplo los astros brillantes y éstos me impresionan. Mi coche transcurre lentamente a causa de mi gran pasión.

He perdido la paciencia y no sé qué hacer ¿qué palabras he de pronunciar para pedir amor?

En el momento del enfado, recibid la paz de Dios; os saluda quien no sabe qué hacer pero tiene paciencia.

Era tan grande su afecto y su pasión que recitó también estos otros versos:

¡Señores míos! Si me propusiera otro amor que no fuera el vuestro no conseguiría que me concedierais mi deseo y lo que apetezco.

¿Quién, dejándoos aparte, posee la belleza para que yo pueda dirigirme hacia él?

¡Jamás podré consolarme del amor! Por vos he aniquilado mi vida y mi último aliento.

Al terminar los versos lloró amargamente. Badia al-Chamal le habló: «¡Hijo del rey! Temo que de acceder a todo no conseguiré ni tu afecto ni tu amor. Parece que el bien que hacen los hombres es poco y que sus engaños son muchos. Sabe que el señor Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!), se unió con Bilquis por amor, pero después, habiendo visto otra mujer más hermosa, se apartó de ella». Sayf al-Muluk le replicó: «¡Ojos míos! ¡Alma mía! Dios no ha creado a todos los hombres iguales. Yo, si Dios quiere, cumpliré mi promesa y-moriré a tus pies. Verás lo que hago para mantener en pie lo que digo. ¡Dios sale garante de lo dicho!» Badia al-Chamal replicó: «¡Siéntate y tranquilízate! ¡Júrame por tu religión que pactamos que ninguno de nosotros traicionará al otro! Dios (¡ensalzado sea!) castigará al que traicione». Sayf al-Muluk, al oír estas palabras, se sentó. Cada uno entregó la mano a su compañero y juraron que ninguno de ellos buscaría otro compañero ni entre los genios ni entre los hombres. A continuación permanecieron abrazados durante una hora y rompieron a llorar por la mucha alegría que experimentaban. La pasión se enseñoreó de Sayf al-Muluk, el cual recitó estos versos:

Lloro de amor, de pasión y de angustia a causa de aquel que aman mi corazón y mi alma.

Vuestra larga separación ha aumentado mis dolores. Mi brazo es incapaz de aproximarme a quien amo.

Mi tristeza, por aquello que ya no puede soportar mi paciencia, ha aclarado a los censores parte de mi llaga.

Mi paciencia es bien poca después de haber sido mucha; no tengo fuerza para arreglarlo.

¡Ojalá supiera si Dios me reunirá con mi deseo y si mi pena curará de los dolores y la enfermedad!

Una vez hubieron jurado Badia al-Chamal y Sayf al-Muluk, éste se puso en pie y echó a andar. Lo mismo hizo aquélla. Le acompañaba una esclava que llevaba algo de comida y también una botella repleta de vino. Badia al-Chamal se sentó. La esclava colocó delante la comida y el vino. Un instante después llegaba Sayf al-Muluk. La joven le acogió bien, le saludó, se abrazaron y se sentaron…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se sentaron]… a cenar y a beber. Badia al-Chamal refirió: «¡Hijo del rey! Cuando entres en el jardín de Iram verás levantada una tienda enorme de raso rojo; su interior será de seda verde. Entra en la tienda y fortifica tu corazón. Verás una vieja sentada en un trono de oro rojo incrustado de perlas y aljófares. Pasa y salúdala con corrección y respeto. Mira en la dirección del trono; debajo encontrarás unas sandalias tejidas con varitas de oro incrustadas de metales. Coge esas sandalias, bésalas y colócalas encima de la cabeza. Después, colócalas debajo del hombro derecho y plántate, sin pronunciar una palabra, ante la vieja. Mantén gacha la cabeza. Permanecerás callado, si ella te interroga y te pregunta: “¿De dónde vienes? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Quién te ha enseñado este lugar? ¿Por qué has cogido estas sandalias?” Pero cuando entre esta esclava mía, hablarás con ella, la tratarás con miramientos y halagarás sus entendederas con palabras. Quizá, Dios (¡ensalzado sea!) haga que su corazón tenga piedad de ti y te conceda lo que deseas». A continuación llamó a la joven, que se llamaba Marchana, y le dijo: «¡Por la estima en que te tengo! Haz esto hoy mismo y no me traiciones. Si así haces, hoy quedas libre ante la faz de Dios (¡ensalzado sea!) y recibirás toda suerte de favores; tú serás la persona que más estime y sólo a ti explicaré mis secretos». Le replicó: «¡Señora mía! ¡Luz de mis ojos! Dime qué es lo que necesitas para que pueda hacerlo: está sobre mi cabeza y mis ojos». «Transporta, sobre tus hombros, a este ser humano y condúcelo al jardín de Iram, junto a mi abuela, la madre de mi padre; llévalo a su tienda y obsérvalo: Cuando tú y él hayáis entrado en la tienda y hayas visto que él ha cogido las sandalias, se ha puesto a su servicio y que ella le pregunta: “¿De dónde procedes?, ¿por qué camino has venido?, ¿quién te ha traído hasta este lugar?, ¿por qué has cogido estas sandalias?, dime qué es lo que necesitas para que pueda concedértelo”, tú entrarás, rápida, en ese momento, la saludarás y le dirás: “¡Señora mía! Yo lo he traído aquí. Es el hijo del rey de Egipto; es quien ha ido al alcázar al-Musayyad y ha dado muerte al hijo del rey al-Azraq salvando a la reina Dawlat Jatún y devolviéndosela, sana y salva, a su padre. Lo he traído ante ti para que te informe y te dé la buena nueva de su salvación y que tú le concedas regalos”. A continuación añade: “¡Te conjuro, por Dios, señora mía! ¿El muchacho es hermoso?” Ella contestará: “Sí”. Dile: “Es un hombre serio, valiente y de honor; es dueño y rey de Egipto y encierra en sí toda clase de cualidades loables”. Cuando te pregunte: “¿Qué desea?”, contesta: “Mi señora Badia al-Chamal te saluda y te pregunta hasta cuándo permanecerá en casa soltera, sin contraer matrimonio. El tiempo va pasando. ¿Qué os proponéis al dejarla sin casar? ¿Por qué no la casas aún en vida y en vida de su madre, tal y como se hace con las hijas?” Si te pregunta: “¿Y cómo lo haremos? Si ella conociera a alguien o alguien le pasase por el pensamiento y nos lo hiciera saber, nosotros consentiríamos con su deseo, mientras estuviese en el límite de lo posible”. Entonces dile: “Señora mía, tu hija te dice: ‘Quisisteis casarme con Salomón (¡sobre el cual sea la paz!), y dibujasteis mi retrato en la túnica. Pero yo no le correspondía. Envió la túnica al rey de Egipto. Éste se la entregó a su hijo, el cual me vio bordada allí y se enamoró de mí. Abandonó el reino de su padre y de su madre, se separó del mundo y de sus cosas y se marchó en busca de su destino. Por mí ha pasado los mayores peligros y daños’ ”.»

La joven se cargó a Sayf al-Muluk y le dijo: «¡Cierra los ojos!» Cerró los ojos, ella remontó el vuelo por el aire y al cabo de un rato le dijo: «¡Hijo del rey! ¡Abre los ojos!» Los abrió y se encontró en un jardín: era el jardín de Iram. Marchana, la esclava, añadió: «¡Sayf al-Muluk! Entra en esta tienda». El príncipe mencionó los nombres de Dios, cruzó la puerta, aguzó la vista y vio a la vieja sentada en el trono; las criadas estaban a su servicio. Se acercó a ella con corrección y respeto; tomó las sandalias, las besó e hizo lo que le había dicho Badia al-Chamal. La vieja le preguntó: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿De qué país eres? ¿Quién te ha traído hasta este lugar? ¿Por qué has cogido y besado estas sandalias? ¿Cuándo me has manifestado un deseo que yo no haya cumplido?» En ese momento entró la joven Marchana. Saludó a la vieja con corrección y respeto y dijo lo que le había ordenado Badia al-Chamal. La vieja, al oír estas palabras, la riñó y se enfadó con ella, increpándola: «¿Cómo pueden estar de acuerdo hombres y genios?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sayf al-Muluk intervino: «Yo estaré siempre de acuerdo contigo, seré tu paje y moriré por amor tuyo; observaré mi pacto y no miraré más que a ti: verás cómo digo la verdad y no miento; observarás mi buena conducta contigo, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere». La vieja meditó durante una hora con la cabeza baja y dijo: «¡Hermoso muchacho! ¿Guardarás el pacto y la promesa?» «¡Sí! ¡Lo juro por Quien ha levantado los cielos y ha extendido la tierra: observaré el pacto!» La vieja añadió: «Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, he de acceder a tu deseo. Ve ahora mismo al jardín, observa lo que hay en él, come sus frutos sin par, pues en el mundo no se encuentran otros iguales, hasta que yo haya mandado a buscar a mi hijo Sahyal. Éste acudirá, hablaré con él del asunto y si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, sólo saldrá bien, pues él no me contraría ni se aparta de mis órdenes. Te casaré con su hija Badia al-Chamal. Puedes estar tranquilo: ella será tu esposa, Sayf al-Muluk». Al oír tales palabras, éste le dio las gracias, le besó las manos y los pies y la dejó para dirigirse al jardín. La vieja se volvió hacia la joven y le dijo: «Ve a buscar a mi hijo Sahyal, fíjate en qué región o lugar está y haz que comparezca ante mí». La joven se marchó, buscó al rey Sahyal, se reunió con él y le hizo acudir ante su madre. Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Sayf al-Muluk: salió a pasear por el jardín y le vieron cinco genios, súbditos del rey al-Azraq, que se preguntaron: «¿Quién es éste? ¿Quién le habrá traído hasta este lugar? Tal vez sea quien mató al hijo del rey al-Azraq». Se dijeron unos a otros: «Busquemos una estratagema e interroguémosle. Informémonos de sus propios labios». Poco a poco se dirigieron hacia Sayf al-Muluk y le alcanzaron en los confines del jardín. Se sentaron a su lado y le preguntaron: «¡Hermoso muchacho! Has hecho bien al matar al hijo del reí al-Azraq y salvar de sus manos a Dawlat Jatún. Era un perro traidor que se había apoderado de ella mediante engaño. Si Dios no te hubiese puesto en su camino jamás se hubiese salvado, ¿cómo le mataste?» Sayf al-Muluk los examinó y les dijo: «Lo maté gracias a este anillo que llevo en el dedo». Esto les confirmó que él era quien lo había matado. Dos le sujetaron las manos y otros dos, los pies. El quinto le tapó la boca para que no gritara y no le oyeran los súbditos del rey Sahyal y lo salvasen. Se lo cargaron encima, remontaron el vuelo con él y no pararon de volar hasta descender ante su rey. Le colocaron ante éste y dijeron: «¡Rey del tiempo! Te traemos al asesino de tu hijo». «¿Dónde está?» «¡Éste es!» «¿Eres tú quien mataste a mi hijo, al aliento de mi corazón, a la luz de mis ojos, sin razón ninguna, sin que te hubiese faltado?» Sayf al-Muluk le replicó: «¡Sí, yo lo maté! Pero lo hice porque era injusto y tirano: raptaba a los hijos de los reyes y los llevaba al pozo abandonado y al alcázar al-Musayyad. Los separaba de su familia y los corrompía. Lo maté con el anillo que tengo en el dedo. Dios se apresuró a llevar su alma al fuego ¡y qué pésima morada es!» El rey al-Azraq quedó convencido de que él era el asesino de su hijo. Entonces llamó a su visir y le dijo: «Éste es el asesino de mi hijo; no cabe la menor duda. ¿Qué me aconsejas que haga? ¿Debo matarlo del modo más horrible? ¿Debo imponerle el tormento más doloroso? ¿Qué he de hacer?» El gran visir contestó: «¡Córtale los miembros!» Otro aconsejó: «¡Dale cada día una buena paliza!» Un tercero sugirió: «¡Córtalo por la mitad!» El cuarto indicó: «¡Córtale todos los dedos y quémale al fuego!» El quinto aconsejó: «¡Crucifícalo!» Así, cada uno de ellos fue dando su opinión.

El rey al-Azraq tenía un príncipe de alto rango, buen conocedor de los asuntos, experto en las vicisitudes del destino. Éste intervino: «¡Rey del tiempo! He de decirte unas palabras. El buen consejo reside en que escuches lo que te voy a aconsejar». Este Emir era el consejero de su reino, el primero de los príncipes de su imperio; el rey atendía a sus consejos, seguía su opinión y no le contradecía en nada. El Emir se puso de pie, besó el suelo ante él y dijo: «¡Rey del tiempo! Si te doy una opinión en este asunto ¿la seguirás? ¿me concederás el perdón?» «¡Di francamente tu parecer, pues tienes el perdón!» «¡Rey del tiempo! Tú, prescindiendo de mi consejo, haciendo caso omiso de mis palabras, puedes matar a éste. Pero ahora no es el momento oportuno de matarlo: él está en tu mano, bajo tu protección y es tu prisionero; cuando lo busques lo encontrarás; podrás hacer de él lo que quieras. Pero ten paciencia, rey del tiempo, pues éste entró en el jardín de Iram para casarse con Badia al-Chamal, hija del rey Sahyal, pasando a ser uno de ellos. Tus súbditos lo han detenido y te lo han traído; esto lo sabes tú, pero también lo saben ellos. Si tú le matas, el rey Sahyal intentará vengarse de ti, será tu enemigo y vendrá con su ejército a causa de su hija. Tú no puedes oponerte a su ejército y no tienes poder para hacerle frente.» El rey al-Azraq escuchó estas palabras y mandó encarcelarlo. Esto es lo que hace referencia a Sayf al-Muluk.

He aquí lo que hace referencia a la señora Badia al-Chamal: Ésta se reunió a su padre Sahyal y despachó a su esclava en busca de Sayf al-Muluk; pero no lo encontró. Regresó ante su señora y le dijo: «No lo he hallado en el jardín». Entonces mandó llamar a los jardineros y les preguntó por Sayf al-Muluk. Le contestaron: «Nosotros le vimos sentado debajo de ese árbol. De repente, cinco súbditos del rey al-Azraq se le acercaron, hablaron con él, se lo cargaron encima, le taparon la boca, remontaron el vuelo con él y se marcharon». La señora Badia al-Chamal, al oír tales palabras, no pudo contenerse: se encendió de furor, corrió ante su padre, el rey Sahyal, y le dijo: «¡Cómo! ¿Tú eres un rey y los súbditos del rey al-Azraq vienen a nuestro jardín, raptan a nuestro huésped y se marchan, salvos, con el preso? ¡Y todo estando tú en vida!» Su madre le incitaba y le decía: «¡Mientras tú vivas nadie debe atacarnos!» El rey le contestó: «¡Madre!, ése hombre ha matado al hijo del rey al-Azraq, que era un genio. Dios le ha abandonado en las manos del rey. ¿Cómo he de ir contra éste y atacarle por culpa de un hombre?» La madre le replicó: «¡Ve ante él y reclámale nuestro huésped! Si está con vida y te lo entrega, cógelo y vuelve. Pero si le ha matado, apodérate del rey al-Azraq, de sus hijos, de sus mujeres y de los vasallos que se encuentren con él y tráemelos bien vivos para que les degüelle con mi propia mano. Arruina sus casas. ¡Si no ejecutas lo que te he ordenado creeré que la leche y la educación que te he dado, han sido en vano!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey Sahyal se puso en movimiento en seguida y ordenó a sus soldados que salieran para honrar a su madre, hacer caso de sus deseos y satisfacer a las personas que amaba, realizando así lo que estaba decretado desde la eternidad. El rey Sahyal se puso en marcha con su ejército y viajaron sin cesar hasta llegar ante el rey al-Azraq. Los dos ejércitos chocaron y el rey al-Azraq con sus hombres quedó vencido. Sus hijos, grandes y pequeños, los grandes y los magnates de su reino quedaron prisioneros. Fueron atados y conducidos ante el rey Sahyal, que les preguntó: «¡Azraq! ¿Dónde está Sayf al-Muluk, el hombre que era mi huésped?» «¡Sahyal! Tú eres un genio y yo soy un genio. ¿Por causa del hombre que ha matado a mi hijo haces tú esto? Él es el asesino de mi hijo, refresco de mi corazón, aliento de mi alma. ¿Cómo has podido realizar tales hechos y has derramado la sangre de éste y éste, de mil genios?» «¡Déjate de tales palabras! Si aún está vivo, tráelo; yo te pondré en libertad y soltaré a tus hijos, aquellos que he hecho prisioneros. Pero si le has matado, te degollaré a ti y a tus hijos.» El rey al-Azraq preguntó: «¡Rey! ¿Le prefieres a mi hijo?» «Tu hijo era un libertino que raptaba a los hijos e hijas de los reyes encerrándolos en el alcázar al-Musayyad y en el pozo abandonado y los corrompía.» «Sayf al-Muluk está en mi poder. Nos reconciliaremos con él.» Hicieron las paces y al-Sahyal le dio trajes de honor y estableció un contrato en el que al-Azraq y Sayf al-Muluk arreglaban el problema de la muerte del hijo del primero. Al-Sahyal se hizo cargo del príncipe y le concedió una magnífica hospitalidad. El rey al-Azraq y su ejército permanecieron con él durante tres días. Después al-Sahyal tomó consigo a Sayf al-Muluk y lo condujo ante su madre. Ésta se alegró muchísimo. Sahyal quedó encantado de la belleza, perfección y hermosura del príncipe y éste le contó toda su historia, desde el principio hasta el fin, y lo que le había sucedido con Badia al-Chamal. El rey Sahyal, después, dijo: «¡Madre mía! Ya que a ti te satisface el casarlo, yo oigo y obedezco todas las órdenes que te causen satisfacción. Cógelo, llévalo a Sarandib y da una gran fiesta nupcial. Es un hermoso muchacho que ha sufrido muchas fatigas por causa de mi hija». La mujer y sus servidoras marcharon sin cesar hasta llegar a Sarandib. Entraron en el jardín que pertenecía a la madre de Dawlat Jatún. Badia al-Chamal le vio después de llegar a la tienda y la vieja les contó lo que había ocurrido con el rey al-Azraq y cómo el príncipe había estado a punto de morir en la prisión de dicho rey. Pero de nada sirve volver a repetirlo.

A continuación el rey Tach al-Muluk, padre de Dawlat Jatún, reunió a los grandes del reino y celebró el matrimonio de Badia al-Chamal y Sayf al-Muluk; dio preciosos regalos y mandó dar un banquete a todas las gentes.

Después, el príncipe besó el suelo ante el rey Tach al-Muluk y dijo: «¡Rey del perdón! Tengo algo que pedirte, pero temo que me dejes desilusionado». El rey replicó: «Aunque me pidieras mi propia alma no te la negaría, dado el bien que has hecho». «Quiero pedirte en matrimonio, para mi hermano Said, a Dawlat Jatún. Así todos seremos tus esclavos.» «¡Oír es obedecer!», replicó el soberano. Reunió por segunda vez a los grandes de su reino y puso por escrito el contrato matrimonial de su hija Dawlat Jatún con Said. Terminada la redacción del contrato se distribuyó oro y plata y el rey mandó que se engalanase la ciudad. Se celebraron las fiestas y Sayf al-Muluk y Said consumaron su matrimonio en la misma noche: el primero con Badia al-Chamal y el segundo con Dawlat Jatún.

Sayf al-Muluk se quedó a solas durante cuarenta días con Badia al-Chamal. Uno de los días ésta le dijo: «¡Hijo del rey! ¡Te queda en el corazón un pesar!» «¡Dios no lo quiera! He satisfecho mi deseo y jamás volveré a tener ningún pesar. Pero querría reunirme con mi padre y mi madre en Egipto y ver si continúan bien o no». La mujer mandó a un grupo de sus criados que le trasladasen a él y a Said a Egipto. Llegaron al lado de su familia y Sayf al-Muluk se reunió con su padre y su madre. Said hizo lo mismo. Permanecieron allí durante una semana. Después los dos se despidieron de sus padres y regresaron a la ciudad de Sarandib. Siempre que deseaban ver a su familia iban y volvían. Sayf al-Muluk y Badia al-Chamal vivieron en la más dulce y feliz de las vidas. Lo mismo ocurrió con Said y Dawlat Jatún. Así fue hasta que les alcanzó el destructor de las dulzuras y el separador de los amigos. ¡Gloria a Dios, el Viviente, el que no muere, creador de las criaturas a las que ha destinado la muerte! Él es el primero, sin principio ni fin ni límite.