HISTORIA DE ARDASIR Y DE HAYAT AL-NUFUS

CUÉNTASE también, ¡oh rey feliz!, que había en la ciudad de Siraz un gran rey llamado al-Sayf al-Azam Sah, de avanzada edad, que no había tenido hijos. Reunió a médicos y doctores y les dijo: «Tengo ya muchos años y vosotros conocéis mi situación, y las condiciones y las ordenanzas del reino. Temo por mis súbditos después de mi partida, pues no he tenido hijos». Y ellos contestaron: «Nosotros te prepararemos con drogas algo que, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, te será útil». Le prepararon un medicamento, que el rey utilizó, luego se unió a su mujer, y con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!), que dice a una cosa: «Sé», y la cosa es, la mujer quedó en estado, y al cabo de los meses de gestación, dio a luz un hijo varón, hermoso como la luna, al que el rey puso el nombre de Ardasir. El niño creció y se desarrolló, y aprendió las ciencias y las bellas letras hasta que llegó a la edad de quince años.

Había en el Iraq otro rey, llamado Abd al-Qadir, que tenía una hija, bella como la luna llena cuando aparece, que se llamaba Hayat al-Nufus. Ella sentía aversión hacia los hombres, hasta el extremo de que en su presencia nadie podía hablar de ellos. Los reyes de Persia la habían pedido por esposa a su padre; pero cuando éste le hablaba a la joven, ella respondía: «Nunca haré tal cosa. Y si me obligases a hacerlo, me mataría».

El hijo del rey, Ardasir, oyó hablar de la belleza de la joven. Se enamoró e informó de ello a su padre. Éste, al ver el estado de su hijo, tuvo compasión de él, y todos los días le prometía que lo casaría con ella. Envió a su visir al padre de la muchacha para pedirla por esposa; pero éste se negó. Y cuando el visir, al regresar de junto al rey Abd al-Qadir, le informó de lo que le había ocurrido con éste y le comunicó que no había sido aceptado, al rey le sentó mal la cosa y, preso de gran cólera, exclamó: «¿Es lógico que uno como yo mande pedir algo a un rey y éste no la acepte?» Y ordenó que se pregonase al ejército que sacara las tiendas e hiciera los preparativos con gran diligencia, incluso a riesgo de pedir empréstitos para afrontar los gastos. El rey se dijo: «No he de volverme atrás hasta que no haya destruido el país del rey Abd al-Qadir, haya matado a sus hombres, borrado toda huella de él, y me haya apoderado de sus bienes». Cuando su hijo Ardasir se enteró de esto, se levantó de la cama, fue a ver a su padre, el rey, besó el suelo ante él, y le dijo: «¡Oh, rey al-Azam!

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ardasir prosiguió:] »…No hagas semejante cosa ni armes a estos paladines y soldados, ni gastes tus riquezas, pues tú eres más fuerte que él, y si levantases contra él este ejército, destruirías sus regiones y su país, matarías a sus hombres y a sus paladines, y te apoderarías de sus bienes, así como también él daría muerte a los tuyos. Todo lo que le ocurra al padre y las demás cosas que sucedan por tu culpa, llegarán a conocimiento de la hija, y ella se matará, y yo, por su causa, moriré pues no podré vivir después sin ella». «Entonces, hijo mío, ¿cuál es tu parecer?», le preguntó el rey. «Yo me dirigiré a resolver mi problema. Me vestiré de mercader y me las ingeniaré para llegar ante ella y veré cómo puedo lograr mi deseo.» «¿En verdad has decidido este camino?» «Sí, padre mío.» El rey llamó al visir y le dijo: «Marcha con mi hijo, fruto de mi corazón. Ayúdale en sus propósitos, vela por él y guíale con tu iluminado consejo. Haz mis veces con él». «Oír es obedecer», contestó el visir. El rey le dio a su hijo trescientos mil dinares de oro, joyas, gemas, cosas preciosas, utensilios, tesoros y cosas semejantes. Luego el muchacho fue a ver a su madre, le besó las manos y le pidió que le bendijera, y ella lo hizo. La mujer abrió sus arcas, sacó joyas, collares, objetos preciosos, vestidos, regalos y todo lo que se había atesorado desde la época de los reyes anteriores, cosas que no podían valorarse en dinero. Ardasir cogió cuantos esclavos, pajes y monturas podía necesitar para su viaje, y más aún. Luego se vistió de mercader y también el visir y los que con ellos iban, saludó a sus padres, a su familia y a sus parientes, y todos emprendieron la marcha por desiertos y estepas, durante noches y días. Después de haber andado largo trecho, Ardasir recitó estos versos:

Mi pasión crece por los ardientes deseos y el afecto, y no hay quien me ayude contra la tiranía del destino.

Contemplo las Pléyades y Arturo cuando aparecen, como si yo, por mi pasión, me hubiese convertido en adorador suyo.

Observo la aparición del lucero del alba, y cuando llega, enloquezco de deseo y mi pasión crece.

Juro por vosotros que jamás me he apartado del culto de vuestro amor. No soy sino uno que vela con ojos abiertos y sufre de amor.

Si lo que espero es difícil de obtener, aumenta en mí la consunción. Después de vuestra marcha, disminuye mi paciencia y escasea quien me ayude.

Tendré paciencia hasta que Dios nos reúna, para rabia de los enemigos y de quien nos envidia.

Al acabar de recitarlos, se desmayó: El visir le roció el rostro con agua de rosas, y cuando volvió en sí le dijo: «Hijo de rey, ten paciencia, pues el resultado de la paciencia es la alegría: ahora tú marchas hacia lo que deseas». Y siguió halagándole y consolándole hasta que se tranquilizó, y entonces se pusieron a andar velozmente. Después de haber caminado durante cierto tiempo, el hijo del rey se acordó de su amor y recitó estos versos:

¡Demasiado se ha prolongado el alejamiento! Entretanto, la preocupación y la aflicción aumentan, la sangre de mi corazón arde en una llama de fuego.

Mi cabeza ha encanecido por la pasión de amor que me hirió, mientras las lágrimas manan de los ojos.

Lo juro, ¡oh, mi deseo!, ¡oh, mi mayor esperanza!, por Aquel que creó el universo, y en él las ramas y las hojas:

He soportado este amor por ti, ¡oh, mi esperanza!, mientras quien amó entre los hombres no pudo soportar tanto.

Preguntad por mí a la noche, y ella os dirá si, en toda su duración, mi párpado se cierra.

Al acabar de recitar, lloró a lágrima viva y se quejó por los fuertes sufrimientos de amor que padecía. El visir volvió a halagarlo y consolarlo, y le prometió que conseguiría su deseo. Marcharon unos cuantos días hasta que, después de salir el sol, llegaron a la Ciudad Blanca. Entonces el visir le dijo: «Alégrate, ¡oh, hijo de rey!, con toda suerte de alegrías, y mira la Ciudad Blanca que buscabas». El hijo del rey se sintió muy contento y recitó estos versos:

¡Oh, mis dos amigos!, tengo el corazón enamorado y estoy loco de amor. Mi afecto es estable, y la pasión, asidua.

Me lamento como el huérfano de madre, a quien el dolor obligó a estar en vela. Y cuando cae para mí la noche, no hay quien se apiade de mi amor.

Cuando los vientos vienen de vuestra tierra, noto que llega el consuelo a mi corazón.

Mis párpados se derraman como nubes cargadas de lluvia, y mi corazón nada en su mar fluyente.

Cuando llegaron a la Ciudad Blanca, entraron en ella y preguntaron por la posada de los mercaderes y el albergue de la gente rica. Se lo indicaron, y el príncipe y el visir se alojaron allí, alquilando tres almacenes para ellos. Les dieron las llaves, los abrieron, depositaron sus mercancías y sus cosas, y allí permanecieron hasta haber descansado. Entonces el visir se dedicó a buscar una solución al problema del hijo del rey.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el visir le dijo al hijo del rey: «Se me ha ocurrido una cosa que creo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, que te proporcionará bien». Ardasir le contestó: «¡Oh, visir de los buenos consejos!, haz cuanto se te haya ocurrido, y Dios quiera dirigir bien tu parecer». «Quiero alquilar para ti una tienda en el zoco de los vendedores de vestidos. Tú te sentarás allí, porque todos, pueblo y notables, necesitan ir a ese zoco. Creo que si permaneces en la tienda y la gente te observa, sus corazones se sentirán atraídos hacia ti y tú te prepararás a conseguir lo que pides, pues tu aspecto es hermoso, los ánimos se inclinarán hacia ti, y quien te mire se alegrará.» «Haz lo que bien te parezca y quieras.» El visir se levantó en seguida, se puso su vestido más suntuoso, y lo mismo hizo el hijo del rey. El visir se puso en el bolsillo una bolsa con mil dinares, y ambos salieron a pasear por la ciudad. La gente les miraba, asombrada ante la belleza del hijo del rey, y decía: «¡Alabado sea quien ha creado a este joven de un líquido vil, y bendito sea Dios, el mejor de los creadores!» Mucho se habló de él y dijeron: «Éste no es hombre, sino un noble ángel»; mientras otros decían: «¿Acaso Ridwán, el portero del paraíso, dejó la puerta sin guardar y por ella salió este joven?» La gente se puso a seguirle hasta el zoco de los tejidos, donde los dos entraron y se detuvieron. Se acercó a ellos un viejo que inspiraba respeto y veneración, los saludó y ellos correspondieron al saludo. «Mis señores —preguntó el mercader—, ¿necesitáis algo que nosotros podamos honrarnos en satisfacer?» El visir preguntó: «¿Quién eres, jeque?» «Soy el alarife del zoco.» «Entonces, sabe que este joven es mi hijo y que quiero alquilar para él una tienda en el zoco, para que se establezca y aprenda a vender y comprar, a aceptar y ofrecer, que adquiera la manera de obrar de un mercader.» «Oír es obedecer», contestó el alarife. E inmediatamente les trajo la llave de una tienda, y dio orden a los corredores de que la barrieran. La barrieron y la limpiaron. El visir mandó traer para la tienda un alto estrado relleno de plumas de avestruz, sobre el cual iba un pequeño tapete, bordado de oro rojo alrededor. También mandó poner una almohada, y mercancías y telas de las que habían traído consigo, con las cuales llenó la tienda.

Al día siguiente, el joven llegó, abrió la tienda y se sentó sobre aquel estrado, teniendo de pie ante sí a dos esclavos ataviados con los más bellos vestidos, mientras que en la parte inferior de la tienda puso dos esclavos, de los mejores que había en Abisina. El visir le había aconsejado que ocultara a la gente su verdadera identidad, pues esto le habría de ayudar a conseguir sus deseos. Le dejó y se volvió al almacén, recomendándole que le tuviera diariamente al corriente de cuanto le ocurriese en la tienda. El joven permaneció sentado en la tienda, brillando de belleza como una luna llena. Las personas, unas de otras, oyeron hablar de él y de su belleza, e iban donde estaba Ardasir aunque no necesitaran nada. Acudían al zoco para ver su belleza y su gracia, su porte y su figura, y elevaban alabanzas a Dios (¡ensalzado sea!) que le había creado y formado. Era tal la muchedumbre en aquel zoco que nadie podía cruzar por él. El hijo del rey se volvía a derecha e izquierda, asombrado por la gente que quedaba extasiada ante él, esperando trabar amistad con alguno de los allegados al poder, que pudiera darle noticias de la hija del rey. Pero como no hallara la manera de hacerlo, se le acongojó el pecho. En cuanto al visir, todos los días le prometía que le haría lograr su propósito. Y así siguió la cosa durante mucho tiempo.

Cierto día, mientras Ardasir estaba sentado en su tienda, se presentó una mujer anciana, de aspecto venerable, educado y respetable, ataviada con hermosos vestidos de paz, y seguida por dos esclavas bellas como la luna. La vieja se detuvo junto a la tienda, observó un momento al joven, y luego exclamó: «¡Alabado sea Quien creó este rostro y perfeccionó esta hechura!» Saludó luego a Ardasir, y el joven, después de corresponder a su saludo, la hizo sentar a su lado. La vieja preguntó. «¿De qué país eres, oh, rostro hermoso?» «Soy de una parte de la India, madre mía, y he venido a esta ciudad para visitarla.» «Noble forastero ¿qué mercancías, qué cosas y qué telas tienes? Muéstrame algo apropiado para los reyes.» El joven contestó: «¿Quieres que te enseñe algo hermoso? Tengo todo lo apropiado a la categoría de su poseedor». «Hijo mío, quiero algo costoso y bello, lo de más precio que tengas.» «Debes decir previamente para quién quieres la mercancía, para que yo pueda enseñarte lo que esté en consonancia con la posición de quien la pide.» «Es justo, hijo mío. Quiero algo para mi señora Hayat al-Nufus, hija del rey Abd al-Qadir, dueño de esta tierra y de este país.» Al oír las palabras de la vieja, el hijo del rey casi enloqueció de alegría, y el corazón le latió con fuerza. Extendió las mano tras sí sin dar órdenes ni a sus mamelucos ni a sus esclavos, sacó una bolsa que contenía cien dinares, y se los entregó a la vieja, diciéndole: «Esta bolsa es para que te laves los vestidos». A continuación alargó la mano hacia un enorme fardo, del que sacó un vestido que valdría diez mil dinares o más, y añadió: «Este vestido es parte de lo que he traído a vuestra tierra». La vieja miró el vestido, le gustó y preguntó: «¿Cuánto por este vestido, oh, persona de perfectas cualidades?» «No quiero precio alguno.» Ella le dio las gracias, pero volvió a hacer la pregunta, y él insistió: «¡Por Dios!, no aceptaré ningún precio. Es un regalo de mi parte a la princesa, y si la princesa no lo acepta será un regalo mío para ti. ¡Alabado sea Dios, que hizo que nos encontráramos! Si un día necesitara alguna cosa, espero contar con tu ayuda para conseguirla» La vieja quedó asombrada ante la belleza de estas palabras, su gran generosidad y su acabada educación, y le dijo: «¿Cómo te llamas, mi señor?» «Ardasir.» «¡Por Dios, este nombre es magnífico! Se lo ponen a los hijos de rey, mientras que tú tienes aspecto de hijo de mercaderes.» «Mi padre me puso este nombre por el gran cariño que sentía por mí. Además, el nombre nada quiere decir.» La vieja siguió asombrada, pero insistió: «Hijo mío, acepta el precio de tu mercancía». Ardasir juró que no aceptaría nada, y entonces la vieja le dijo: «Amigo mío, sabe que la franqueza es la más elevada de las virtudes. La generosidad que me demuestras debe tener su razón. Dame, pues, a conocer tu asunto y tu intimidad, y si por ventura necesitases algo, yo te ayudaré a conseguirlo». Entonces Ardasir puso su mano en la de ella, le hizo prometer que guardaría el secreto, y le contó toda su historia exponiéndole su amor por la hija del rey y la situación en que se hallaba por su causa. La vieja meneó la cabeza y dijo: «Esto está bien. Pero, hijo mío, los sabios dicen, en el refrán: “Si quieres que no te obedezca, manda lo que no se puede hacer”. Tú, hijo mío, eres mercader, y aunque poseyeras las llaves de los tesoros, no serías sino un mercader. Si quieres alcanzar una categoría superior a la tuya, pide la hija de un cadí o la hija de un emir. ¿Por qué, hijo mío, pides precisamente la hija del rey de este tiempo y de esta época? Es una mujer virgen, que desconoce este mundo. No ha visto en su vida más palacio que aquel en que se halla, y a pesar de su joven edad es inteligente y llena de tacto, hábil y sagaz, juiciosa, recta y perspicaz. Su padre no ha tenido más hijo que ella, y la quiere más que a sí mismo. Todos los días va a verla y le desea los buenos días, y todos cuantos viven en el palacio la temen. No creas, hijo mío, que nadie pueda hablarle ni lo más mínimo de una cosa semejante. Yo no puedo hacer nada. Por Dios, hijo mío, mi corazón te aprecia y quisiera que pudieses estar cerca de ella. Pero te daré a conocer algo con lo cual quizá Dios cure tu corazón: yo arriesgaré por ti mi vida y mi dinero para que logres alcanzar cuanto deseas». «¿Qué es ese algo, madre mía?» «Pídeme la hija de un visir o la de un emir. Si me pides eso, accederé a tu petición: nadie puede, de un solo salto, subir de la tierra al cielo.» El joven, con gracia y buen sentido, le dijo: «Madre mía, tú eres mujer inteligente que sabes cómo van las cosas. Cuando a alguien le duele la cabeza, ¿acaso se venda la mano?» «No, por Dios, hijo mío.» «Pues así mi corazón no pide a nadie más que a ella, y sólo su amor me ha matado. ¡Por Dios!, estoy perdido si no hallo guía que me ayude. Por Dios, madre mía, ten compasión por el hecho de que estoy en tierra extranjera y muévete a piedad por las lágrimas que derramo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la vieja dijo: «¡Por Dios, hijo mío!, mi corazón se parte ante tus palabras, pero nada puedo hacer». «Pido de tu bondad que lleves este mensaje de mi parte, se lo hagas llegar a la princesa y le beses las manos por mí.» La vieja tuvo compasión de Ardasir y le dijo: «Escríbele lo que quieras, y yo se lo entregaré». Al oír tales palabras el joven casi voló de alegría. Pidió tintero y pluma, y le escribió estos versos:

¡Oh, Hayat al-Nufus!, concede generosa tu amor a un enamorado al que la separación ha destruido.

Yo estaba entre delicias y llevaba una hermosa vida, pero hoy estoy turbado y extraviado.

El insomnio es mi compañero a todo lo largo de la noche, y toda la noche tuve por compañero de vela a las penas.

Ten piedad de un enamorado afligido y atormentado, cuyos párpados se han llagado por la pasión.

Cuando surge la aurora él está embriagado por el vino de la pasión.

Acabó de escribir el mensaje, lo dobló, lo besó y se lo entregó a la vieja. Luego echó mano a la caja y sacó para ella otra bolsa con cien dinares, que le ofreció, diciéndole: «Reparte estos dinares entre las esclavas». La vieja lo esquivó, diciendo: «¡Por Dios, hijo mío!, yo no he hecho nada para merecer esto». Él le dio las gracias, y añadió: «Debes aceptarlos». La vieja los cogió, le besó las manos y se fue.

Cuando se presentó ante Hayat al-Nufus, le dijo: «Mi señora, te he traído algo que ningún habitante de nuestra ciudad posee. Procede de un gracioso joven, que no hay más hermoso que él sobre la superficie de la tierra». «Nodriza, ¿de dónde es ese joven?» «De una parte de la India. Me ha dado este vestido, tejido con oro e incrustaciones de perlas y de gemas, que equivalen al reino de Cosroes y de César.» Cuando la princesa extendió el vestido, el palacio brilló por su luz, por su magnífica hechura y las grandes piedras y gemas de las que estaba sembrado. Todos los que estaban en el palacio quedaron maravillados. La hija del rey lo miró, notó su gran valor y que su precio equivalía a los impuestos de un año entero del reino de su padre. Le preguntó a la vieja: «Nodriza, ¿este vestido es de su parte o de parte de otro?» «De su parte.» «Nodriza, ¿este mercader es de nuestra ciudad o extranjero?» «Es extranjero, mi señora, y sólo hace poco que ha llegado a nuestra ciudad. ¡Por Dios!, posee servidumbre y séquito, es hermoso de rostro, de justa estatura, de sentimientos nobles y de generoso corazón. ¡Sólo tú eres más hermosa que él!» La hija del rey observó: «Es extraño. ¿Cómo puede este vestido, que no tiene precio hallarse en poder de un mercader? ¿Cuánto te ha dicho que vale, nodriza?» «¡Por Dios, mi señora!, no me ha indicado el costo, sino que me ha dicho: “No quiero precio alguno. Es un regalo de mi parte a la hija del rey, puesto que no es digno de nadie sino de ella”. Y me ha devuelto el oro que me habías dado, jurando que no lo aceptaría.» «Si la princesa no acepta el vestido, tuyo es», añadió. La hija del rey exclamó: «¡Por Dios!, esto significa gran generosidad y abundante liberalidad No quisiera que esta acción suya le acarrease perjuicios. ¿Por qué, nodriza, no le preguntaste si necesitaba algo para que pudiéramos concedérselo?» «Mi señora, se lo he preguntado y le he dicho: “¿Necesitas algo?” Y él me ha contestado: “Tengo un deseo“, pero no me ha informado de la cosa, sino que se ha limitado a darme este mensaje, diciéndome: “Entrégaselo a la reina”.» Hayat al-Nufus se lo cogió a la vieja, lo abrió y lo leyó hasta el final. En seguida se alteró, perdió la razón, se puso pálida y le dijo a la vieja: «¡Ay de ti, nodriza! ¿Qué puede decirse a este perro que se atreve a hablar de ese modo a la hija del rey? ¿Qué relación hay entre yo y este perro para que me escriba? ¡Por Dios, el Grande, Señor de Zamzam y de al-Hatim que si no temiese a Dios (¡ensalzado sea!), mandaría prender a ese perro, le ataría las manos, le arrancaría los orificios nasales y le cortaría la nariz y las orejas para que sirviera de ejemplo a los demás! Y luego le crucificaría en la puerta del zoco en que está su tienda». Al oír tales palabras, la vieja palideció, tembló toda ella y la lengua se le trabó, armándose de valor, dijo: «Bien, mi señora. Pero, ¿qué hay en el mensaje que te ha turbado de tal manera? ¿No es una súplica, con lamentaciones por su estado de pobreza o por injusticias sufridas, mediante la cual te ruega que seas benévola con él o que hagas cesar la injusticia?» «No, por Dios, nodriza: son versos y palabras deshonrosas. Sin embargo, nodriza, en ese perro se da una de estas tres cosas: o es un loco sin razón, o quiere morir, o para lograr sus propósitos conmigo le ayuda una persona poderosa y fuerte y un gran monarca. También podría ser que él haya oído decir que yo soy una de las prostitutas de esta ciudad que duerme una o dos noches junto a quien las solicita, y me envía versos deshonrosos para sacarme de quicio con estas cosas.» «Por Dios, mi señora, has dicho verdad. Pero no te preocupes de este perro ignorante: tú estás en tu palacio, elevado, sólido y bien construido, al que los pájaros no pueden llegar y por el que no pasan los vientos. En cambio, él está en la tierra. Sin embargo, escríbele una carta, repréndele sin omitir ningún reproche y amenázale solemnemente con la muerte. Dile: «¿De qué me conoces, perro de mercader, para escribirme, oh persona que durante toda su vida ha ido errando por desiertos y estepas tratando de ganar un dirhem y un dinar? Si no despiertas de tu sueño y no te apartas de tu embriaguez, por Dios que mandaré que te crucifiquen en la puerta del zoco en el que está tu tienda». Pero la hija del rey observó: «Temo que si le escribo, él se haga ilusiones». «¿Qué valor y qué categoría es la suya para que se atreva con nosotros? Es más, debemos escribirle para quitarle todo atrevimiento y para que aumente su miedo.» Y la vieja siguió insistiendo ante la hija del rey, hasta que ésta mandó traer tintero y pluma, y le escribió estos versos:

¡Oh, tú, que pretendes estar enamorado y afligido y que te pasas las noches en vela, entre pasiones y preocupaciones!

Iluso, ¿cómo te atreves a pedir unirte con la luna? ¿Acaso puede alguien conseguir de la luna lo que desea?

Yo te aconsejo que escuches mis palabras: corta por lo sano, pues te hallas entre muerte y peligros.

Si repites la petición que has hecho, te llegará de nuestra parte un castigo terrible.

Sé, pues, educado, ten tacto, sé inteligente y sagaz. He aquí que yo, con mi poesía y dándote noticias mías, te he dado un consejo.

Juro por Aquel que creó las cosas de la nada y que adornó la bóveda celeste con las estrellas que lucen,

Que si repites cuanto dices te crucificaré sobre un tronco de árbol.

Hayat al-Nufus dobló el escrito y se lo entregó a la vieja, y ésta lo cogió y se marchó.

Llegó a la tienda del joven y se lo entregó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja le dijo a Ardasir:] «Lee la respuesta, y sabe que la princesa ha leído el escrito, y ha montado en cólera. Yo la he calmado con buenas palabras hasta que ella ha redactado la respuesta». Ardasir cogió el escrito con alegría, lo leyó y comprendió bien su significado. Al acabar de leerlo, lloró a lágrima viva, por lo que el corazón de la vieja se entristeció y le dijo: «Hijo mío, ¡no haga Dios llorar tu ojo y no te entristezca el corazón! ¿Qué respuesta más amable podías esperar a tu escrito después del gesto que hiciste?» «Madre mía ¿qué puedo hacer más amable que esto ya que ella me amenaza con crucificarme o matarme y me prohíbe escribirle? ¡Por Dios!, veo que para mí mejor es morir que seguir con vida. Mas, pido de tu benevolencia que cojas este mensaje y se lo entregues.» «Escribe, y yo me comprometo a traerte la respuesta y, ¡por Dios!, yo arriesgaré por ti mi vida para que consigas tu propósito, incluso aunque tuviera que morir por serte agradable.» Él le dio las gracias, le besó las manos y le escribió a la princesa estos versos:

Me amenazáis de muerte por el amor que os tengo: hallar la muerte sería un descanso para mí. Además, la muerte está decretada.

Para el amante la muerte es más leve que una larga vida expulsado y rechazado.

Si visitáis a uno que ama y que dispone de pocos amigos, recordad que la buena obra de los hombres engendra reconocimiento.

Si habéis decidido hacer algo, hacedlo, pues yo soy vuestro esclavo, y el esclavo es un prisionero.

¿Qué hacer, pues no puedo resignarme a renunciar a ti?

¿Cómo puede ser esto posible ya que el corazón del amante está obligado a amar?

Señores míos, tened compasión de un enfermo de amor por vos.

Quien ama a personas libres es digno de excusa.

Dobló el escrito y se lo entregó a la vieja, a la que le dio dos bolsas con doscientos dinares. Ella no quería aceptarlos, pero Ardasir la conjuró a que lo hiciera. La vieja los aceptó y, tras decirle: «Es absolutamente preciso que te haga conseguir tu propósito pese a tus enemigos», se marchó.

Se presentó a Hayat al-Nufus y le entregó el mensaje. «¿Qué significa esto, nodriza? ¿Mantenemos correspondencia para que tú vayas y vengas? Temo que la cosa se descubra y que quedemos deshonradas.» La vieja dijo: «¿Cómo podría ser, mi señora? ¿Quién podría decir tales palabras?» La princesa cogió el escrito, lo leyó, entendió bien su significado, dio una palmada y exclamó: «¡Nos ha caído una desgracia con éste! ¡Y ni siquiera sabemos de dónde ha venido ese joven!» «¡Por Dios, mi señora!: te conjuro a que le escribas un mensaje; pero debes hablar con dureza y decirle: “Si, después de esto, me envías otro mensaje, mandaré que te decapiten”.» «Nodriza; bien sé que eso no acabará así, y me parece mejor no entablar correspondencia. Y si este perro no para, a pesar de las amenazas anteriores, mandaré que le decapiten.» «Escríbele una carta comunicándole estas intenciones.» La hija del rey mandó traer tintero y papel, y escribió a Ardasir, amenazándole, estos versos:

¡Oh, tú, que ignoras las desgracias del tiempo! ¡Oh, tú, que tienes corazón deseoso de unirse a mí!

Reflexiona, iluso: ¿puede alcanzarse el cielo? ¿Puedes tú unirte a la luna esplendorosa?

Mandaré que te quemen en un fuego cuya llama no se apaga, y te encontrarás muerto con espadas destructoras.

Además, amigo, incurrirías en otros tormentos, en torturas secretas que hacen salir canas.

Atiende mi consejo, desiste de amarme y renuncia a tu entendimiento: no es cosa adecuada para ti.

Dobló la carta y se la entregó a la vieja, mientras ella se sentía en una situación extraña a causa de estas palabras. La vieja cogió el escrito y se marchó.

Se presentó al joven, y se lo entregó. Éste lo cogió y lo leyó. Calló y bajó la cabeza hacia el suelo trazando líneas con sus dedos, sin decir palabra. Entonces la vieja intervino: «Hijo mío, ¿por qué no dices palabra y no me das respuesta?» «Madre mía, ¿qué he de decir puesto que ella me amenaza, es cada vez más violenta y su odio va en aumento?» «Escríbele una carta diciéndole lo que quieres y yo te defenderé. Su corazón se calmará, porque yo os he de unir a los dos.» Él le dio las gracias por su amabilidad, le besó las manos y escribió a la princesa estos versos:

¡Por Dios! ¡Qué corazón, que no se enternece ante un enamorado ni ante un amante que anhela unirse a los seres queridos,

Ni ante párpados siempre llagados, cuando lo recubren las negras tinieblas de la noche!

Sed generosa y liberal, tened compasión y dad limosna a una persona a la que el amor hizo enfermar, abandonando a sus seres queridos,

Que pasa toda la noche sin saber qué es sueño; que está en llamas y al mismo tiempo se ahoga en un mar de lágrimas.

No cortes los deseos de mi corazón, pues está triste y afligido, y palpita de amor.

Luego dobló la carta, se la entregó a la vieja junto con trescientos dinares, y le dijo: «Éstos servirán para lavarte las manos». Ella le dio las gracias, le besó las manos y se fue. Entró a presencia de la hija del rey y le entregó el escrito. Ella lo cogió, lo leyó hasta el final y lo arrojó lejos de sí. Se levantó y, andando sobre zuecos de oro incrustados de perlas y aljófares, llegó al castillo de su padre con la ira en los ojos, por lo que nadie se atrevió a hacerle preguntas sobre su estado de ánimo. Al llegar al palacio, Hayat al-Nufus preguntó por el rey su padre, y las esclavas y concubinas le dijeron: «Mi señora, salió de caza». Ella volvió atrás como león enfurecido, y no habló con nadie hasta el cabo de tres horas, cuando el semblante se le aclaró y la ira se hubo calmado. Entonces la vieja, al ver que la turbación y la cólera que sentía habían desaparecido, se adelantó, besó el suelo ante ella y dijo: «Mi señora, ¿adónde se dirigían tus nobles pasos?» La reina le respondió: «Al palacio de mi padre». «Mi señora, ¿no había nadie que pudiera darte lo que necesitabas?» «Fui con el único fin de informarle de lo que me había ocurrido con ese perro de mercader, para excitar a mi padre contra él a fin de que le mandase detener y para que, junto con todos los que hay en su zoco, les crucificase junto a sus tiendas y no permitiese que ningún mercader extranjero resida en nuestra ciudad.» «Mi señora, ¿sólo por este motivo fuiste a ver a tu padre?» «Sí. Pero no le encontré, y vi que estaba ausente porque había ido de caza. Y ahora espero a que regrese.» La vieja exclamó: «Mi señora, ¡me refugio en Dios, el Oyente, el Omnisciente! Tú, por la gracia de Dios, eres la persona más inteligente. ¿Cómo puedes decirle al rey tales palabras, dictadas por el arrebato, que nadie debiera divulgar?» «¿Por qué?» «Suponte que hubieses hallado al rey en su palacio y que le hubieses puesto al corriente de esta historia, que él hubiese mandado prender a los mercaderes, hubiese ordenado que les colgaran ante sus tiendas y que la gente les hubiese visto, ¿no habrían pedido informes del asunto, diciendo: “¿Por qué motivo han sido ahorcados?”, y como respuesta se les habría dicho: “Querían deshonrar a la hija del rey”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la nodriza prosiguió:] »Al contar lo que de ti se diría, la gente estaría en desacuerdo, y unos dirían: “Permaneció con ellos durante diez días, fuera del palacio, hasta que se hartaron de ella”, y otros habrían dicho cosa distinta. Mi señora, la honra es como la leche: la más pequeña partícula de polvo la mancha; y es como el vidrio: cuando se rompe, no se puede arreglar. Guárdate, pues, de informar a tu padre o a otra persona de este asunto, para que, mi señora, tu honra no se cubra de vergüenza. No sacarías ningún provecho de cuanto dijera la gente. Valora con tu magnífica mente mis palabras, y si no las encuentras acertadas, haz lo que quieras.» Cuando la hija del rey hubo oído esas palabras de la vieja, reflexionó sobre ellas y llegó a la conclusión de que eran acertadísimas, y entonces le dijo: «Nodriza, lo que has dicho es acertado; pero la ira había inundado mi corazón». «Tu intención de no decir nada le será grata a Dios (¡ensalzado sea!), puesto que no has informado a nadie. Pero hay otra cosa: no podemos callar ante la desfachatez de ese perro, el más vil de los mercaderes. Escríbele, pues, una carta, diciéndole: “¡Oh, la persona más innoble de los mercaderes! Si no me hubiese encontrado con que el rey estaba ausente, a estas horas ya habría mandado que tú y todos tus vecinos fueseis crucificados. Pero hay una cosa que no has de pasar por alto en este asunto: y es que yo juro, en nombre de Dios (¡ensalzado sea!), que si volvieses a escribir palabras de ese tipo, haría desaparecer todo rastro de ti de sobre la superficie de la tierra”. Exprésate con palabras duras, que le hagan desistir de ese propósito y le despierten de su estupidez.» Hayat al-Nufus preguntó: «¿Desistirá con tales palabras de sus propósitos?» «¿Pues cómo no habría de desistir? Además, yo le hablaré y le informaré de lo ocurrido.» La princesa pidió tintero y papel y escribió a Ardasir estos versos:

Tus esperanzas están aferradas al deseo de unirte conmigo, y tratas de alcanzar tus fines.

Pero la ilusión mata al hombre, y sus deseos le ocasionan desgracias.

Tú no eres persona de elevada profesión, no tienes séquito, no eres ni sultán ni ministro.

E incluso si tu acto procediese de un igual mío, él se volvería atrás, encanecido por los malos tratos y la guerra.

Por ahora perdonaré lo que has cometido, con la esperanza de que tú, arrepentido, ceses a partir de este momento de repetirlo.

Luego le entregó el escrito a la vieja, y le dijo: «Nodriza: reprende a ese perro para que no le corte la cabeza y quede comprometida en su pecado». «¡Por Dios, mi señora, que no he de dejarle vía de escape!» Cogió el escrito y se fue.

Al llegar junto al joven, le saludó, él correspondió a su saludo y ella le entregó la carta. Él la cogió, la leyó, meneó la cabeza y exclamó: «¡Nosotros somos de Dios y a Él hemos de volver!», y añadió: «Madre, ¿qué he de hacer, dado que mi paciencia ha llegado al límite y mi cuerpo ha enflaquecido?» «Ten paciencia, hijo mío. Quizá Dios haga que ocurra alguna novedad confortadora. Entre tanto, escribe lo que tienes en el corazón, y yo te traeré la respuesta. Cálmate, pues, y estate tranquilo porque yo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, te uniré a ella.» El joven pronunció invocaciones por la vieja y escribió a la princesa una carta en la que figuraban estos versos:

Ya que en el amor no hay quien me dé protección, y la tiranía de mi pasión es mortal y mortífera,

Yo soporto de día en las vísceras una llama de fuego, y en mis noches no hallo lugar de descanso.

¡Oh, mi máximo deseo! ¿Cómo no me atrevo a esperar en ti, y me contento con lo que me ha ocurrido por tu amor?

Pido al Señor del Trono que me conceda resignación, pues me he perdido a causa del amor por las hermosas,

Y que decrete a mi favor una pronta unión, para que al fin esté contento, pues estoy sumido en las dificultades de la pasión.

Dobló el escrito, se lo entregó a la vieja, y luego sacó para ella una bolsa con cuatrocientos dinares. La vieja recogió todo y se fue. Se presentó a la hija del rey y le entregó el escrito; pero ella no lo leyó, sino que preguntó: «¿Qué es este papel?» «Mi señora, es la respuesta al escrito que tú has dirigido a ese perro de mercader.» «¿No le has reprendido como te dije?» «Sí, y ésta es su respuesta.» Ella cogió la carta y la leyó hasta el final. Se volvió hacia la vieja y le dijo: «¿Y éste es el resultado de tus palabras?» «Mi señora, ¿acaso no dice en la respuesta que desiste, que está arrepentido y que se excusa por lo acaecido?» «¡No, por Dios! Aún hace más declaraciones de amor.» «Mi señora, escríbele una carta y ya te contarán lo que haré de él.» «No necesito ni escribir ni contestar.» «Es absolutamente preciso que contestes para que yo le reprenda y le arrebate toda esperanza.» «Córtale toda esperanza, pero sin que esto vaya acompañado de carta.» «Para reprenderle y cortarle toda esperanza es absolutamente preciso que le lleve un escrito.» Y entonces Hayat al-Nufus pidió pluma y papel, y le escribió estos versos:

Te he reprendido largo tiempo, mas los reproches no te impidieron seguir. ¿Cuántas veces habré de prohibirte que obres así, con poesías escritas de mi puño y letra?

Oculta tu amor, no lo manifiestes nunca; y si desobedecieres, yo no tendré miramientos contigo.

Si volvieses a decir lo que estás diciendo, he aquí que el mensajero de la muerte ha venido ya a anunciar tu fin.

Entonces, en breve verás cómo los vientos, en tempestad, soplan contra ti, y cómo las aves de rapiña en el desierto te cubrirán.

Vuélvete a acciones mejores, y en ellas tendrás éxito; mas si te propusiste hacer cosas torpes e indecentes, eso te perderá.

Cuando acabó de escribir los versos, Hayat al-Nufus arrojó, indignada, el papel de la mano. La vieja recogió el escrito y se fue. Se presentó al joven, y éste cogió el mensaje. Lo leyó hasta el final y así supo que la princesa no tendría compasión de él, sino que cada vez se indignaría más. Comprendió que jamás podría llegar a ella, y por eso se le ocurrió escribir la respuesta e invocar la ayuda de Dios contra ella. Y entonces le escribió estos versos:

¡Mi Señor! Por los cinco planetas te conjuro a que me salves de aquella por cuyo amor me hallo en tribulaciones.

Tú sabes la llama de pasión que hay en mí, y mi grave dolencia por quien no tiene compasión de mí.

No se apiada por las desgracias que me han sobrevenido. ¡Qué tirana es, pese a mi debilidad, y cuán injusta es conmigo!

Voy errando por abismos sin fin, y no he dado, ¡oh, gente!, con persona que me asista.

¡Cuántas noches me paso, mientras el ala de la tiniebla nocturna se extiende, renovando en mi interior y poderosamente mis lamentos!

Y no he hallado consuelo a vuestro amor. ¿Cómo habré de consolarme si mi paciencia quedó destruida en la pasión?

¡Oh, pájaro de la separación! Dime: ¿está ella a seguro de los males por las vicisitudes y las tribulaciones del tiempo?

Luego dobló el escrito y se lo entregó a la vieja, a la que le dio una bolsa con quinientos dinares. La vieja cogió el mensaje y se fue. Se presentó a la hija del rey y se lo entregó. Cuando ésta lo hubo leído y entendido bien, lo arrojó de la mano y le dijo: «¡Vieja de mal agüero! Hazme saber el motivo de cuanto me ha ocurrido por tu culpa, por tu astucia y por qué él te ha gustado, hasta el extremo de escribir mensaje tras mensaje, mientras tú seguías llevando misivas entre nosotros, hasta conseguir que entre él y nosotros surgiese una correspondencia e historias. A cada mensaje tú decías: “Te evitaré el mal de su parte y haré cesar sus palabras”; pero hablabas así sólo para que yo le escribiese una carta y tú fueses y vinieses entre nosotros. ¡Has difamado mi honra! ¡Eunucos, prendedla!» Y mandó a los eunucos que la azotaran; así lo hicieron y la sangre manó de todo el cuerpo de la vieja, que se desmayó. Hayat al-Nufus mandó a las esclavas que se la llevaran, y ellas la arrastraron por los pies hasta el fin del palacio. También mandó a una doncella que estuviese junto a ella, y cuando volviese de su desmayo le dijese: «La reina ha hecho un juramento, y es que tú no volverás a este palacio ni entrarás en él. Y si volvieses, ella mandaría que te hiciesen pedazos». Cuando la vieja volvió en sí del desmayo, la esclava le repitió lo que la reina le había dicho. Contestó: «Oír es obedecer». Luego las esclavas trajeron una jaula y mandaron a un faquín que transportara a la nodriza a su casa. El faquín cumplió la orden y la acompañó a su casa. La princesa envió luego a un médico con orden de cuidarla con toda solicitud hasta que se curase, y así lo hizo el médico.

Cuando se repuso, la vieja montó a caballo y se dirigió a ver al joven. Éste estaba muy triste, porque ella había dejado de ir a verle, y deseaba noticias de la anciana. Al verla, se dirigió hacia ella, la recibió, la saludó y vio que estaba enferma. Le preguntó por su salud, y ella le puso al corriente de cuanto le había ocurrido con la reina. El joven se disgustó mucho y, tras dar una palmada, exclamó: «¡Por Dios! Siento lo que te ha ocurrido. Pero, madre, ¿por qué la reina odia a los hombres?» Ella le explicó: «Hijo mío, sabe que ella posee un hermoso jardín: no lo hay más bello sobre la superficie de la tierra. Una noche se quedó dormida en él, y mientras estaba en lo mejor del sueño, soñó que había bajado al jardín y había visto cómo un cazador montaba su red y esparcía a su alrededor granos, y después se sentaba a distancia para ver qué presa caía. A poco, los pájaros acudían a coger granos, y un macho quedó prendido en la red y empezó a debatirse en ella. Los pájaros huyeron, y, entre ellos, también su hembra; pero estuvo alejada sólo un rato. Luego volvió a él, se acercó a la red e intentó romper la malla que cogía la pata de su macho, y siguió trabajando con el pico hasta que la rompió y puso en libertad a su pareja. Todo esto ocurrió mientras el cazador dormía. Cuando despertó, miró la red y al ver que estaba rota la arregló, volvió a esparcir grano y se sentó a cierta distancia de la red. Al cabo de cierto tiempo los pájaros volvieron a reunirse allí y entre ellos también se contaban la hembra y el macho de antes. Los pájaros se acercaron a recoger los granos, y entonces la hembra quedó cogida en la red y empezó a debatirse. Todas las palomas echaron a volar, incluso el macho al que antes ella había puesto en libertad; pero el macho no volvió. Al cazador le había vencido el sueño y no despertó sino al cabo de mucho tiempo. Despertó de su sueño y vio a la hembra del pájaro en la red. Se levantó, se acercó, le sacó las patas de la red y la degolló. Entonces la hija del rey despertó asustada y exclamó: “¡Así obran los hombres con las mujeres! La mujer es solícita con el hombre, corre en su auxilio cuando él se halla en dificultad; mas luego, si el Señor decretó algo contra ella y es ella la que se encuentra en dificultad, él la deja y no la libra, y el favor que ella le hizo resulta inútil. ¡Maldiga Dios a quien confía en los hombres! No reconocen el bien que les hacen las mujeres”. Y, a partir de ese día, empezó a odiar a los hombres». «Madre mía —le preguntó el hijo del rey a la vieja—, ¿sale alguna vez la princesa por la calle?» «No, hijo mío. Pero posee un jardín que es uno de los más hermosos lugares de esparcimiento de esta época. Todos los años, cuando los frutos están maduros, ella baja y pasea por él durante un día entero. No duerme sino en su palacio y baja al jardín sólo por la puerta secreta que a él lleva. Ahora quiero hacerte saber una cosa, de la que, si Dios quiere, derivará bien para ti. Has de saber que para la época de los frutos sólo falta un mes, y que entonces ella bajará a pasear por el vergel. Te aconsejo que a partir de hoy frecuentes al guardián de dicho jardín y te arregles para que entre tú y él nazca amistad y hermandad. Él no permite que ninguna criatura de Dios entre en ese jardín, porque está junto al palacio de la hija del rey. Yo te informaré, con dos días de antelación, del día en que la princesa bajará, y tú, según tu costumbre, irás allí, entrarás en el jardín y buscarán la manera de pasar la noche en él. Cuando la hija del rey baje, tú ya estarás escondido en algún lugar.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja prosiguió:] »Cuando la veas, déjate ver y cuando ella te vea, te amará, pues el amor pasa por encima de todas las cosas. Sabe, hijo mío, que cuando te mire quedará seducida de amor por ti, ya que tienes hermoso aspecto. Tranquilízate, pues, y cálmate, hijo mío: yo he de reuniros a ti y a ella.» El joven le besó la mano, le dio las gracias y le regaló tres piezas de tejido de seda alejandrina y tres piezas de raso de distintos colores; de cada pieza salían: un corte para camisas, otro para calzones y un pañuelo para hacer el sombrero; y también tejido de algodón de Baalbak para los forros, con lo que ella obtuvo tres vestidos completos, cada uno mejor que el otro. Le entregó además una bolsa con seiscientos dinares, y le dijo: «Esto es para la modista». La vieja cogió todo y dijo: «Hijo mío, ¿quieres saber el camino de mi casa? Yo también debo saber dónde vives». «Sí», contestó el joven, y envió con ella a un esclavo para conocer su morada y hacerle saber dónde estaba la suya. Cuando la vieja se hubo marchado, el hijo del rey se levantó y dio orden a sus pajes de que cerraran la tienda. Fue a ver al visir y le contó, desde el principio hasta el fin cuanto le había ocurrido con la vieja. El visir, después de haber oído las palabras del hijo del rey, le dijo: «Hijo mío, si Hayat al-Nufus sale y tú no le caes en gracia, ¿qué harás?» «No tengo más medio en mi mano que pasar de los dichos a los hechos y arriesgar por ella mi vida raptándola de entre su servidumbre, hacerla montar a caballo detrás de mí y dirigirme con ella a desierto abierto. Si lo logro, habré conseguido mi fin; y si muero antes de hora, hallaré descanso de esta odiosa vida.» «Hijo mío, ¿con esta mentalidad vives? ¿Cómo podremos partir, dado que larga distancia nos separa de nuestro país? ¿Y cómo puedes obrar así con uno de los reyes del tiempo, que tiene a sus órdenes cien mil caballeros? ¿Quién nos asegura que no mande a algunos de sus soldados que nos corten los caminos? Esta manera de obrar no es favorable a nuestros intereses, y una persona inteligente no actúa así.» «¿Pues cómo he de obrar, oh, visir de los buenos consejos? Yo moriré sin duda alguna.» «Ten paciencia hasta mañana, hasta que veamos ese jardín, conozcamos su situación y sepamos qué relaciones se anudarán entre nosotros y el jardinero del lugar.»

Por la mañana, el visir y el hijo del rey se levantaron. El primero cogió mil dinares, y ambos se pusieron en marcha. Llegaron al jardín y vieron que tenía altas y sólidas paredes, muchos árboles, arroyos abundantes en aguas, y hermosos frutos; sus flores olían bien sus pájaros gorjeaban: parecía uno de los jardines del paraíso. En su interior había un hombre de edad, sentado en un banco. Cuando vio a los dos y observó su aspecto, y después de que ellos le hubieron saludado, se levantó, correspondió a su saludo y dijo: «Señores, ¿necesitáis algo que yo pueda honrarme en satisfacer?» Y el visir le contestó: «Sabe, ¡oh, jeque!, que somos forasteros. Hemos sentido mucho calor y nuestra casa está lejos, al extremo de la ciudad. Pedimos de tu bondad que aceptes de nosotros estos dos dinares, nos compres algo de comer y nos abras la puerta de este jardín para que podamos sentarnos en un lugar a la sombra en el que haya agua fresca para refrescarnos. Esto hasta que tú nos traigas la comida, de la que comeremos nosotros y tú: nosotros ya estaremos descansados y seguiremos nuestro camino». El visir echó mano al bolsillo y sacó dos dinares que colocó en la mano del jardinero. Éste, que tenía setenta años, nunca había tenido cosas de ese tipo: al ver en su mano los dos dinares, la mente se le trastornó. Abrió en seguida la puerta, les hizo entrar, y les acomodó bajo un árbol frutal que daba mucha sombra, y les dijo: «Sentaos este lugar, y no penetréis en el jardín porque hay en él una puerta secreta que lleva al palacio de la princesa Hayat al-Nufus». «No nos moveremos de nuestro sitio», le aseguraron los dos. El anciano jardinero se fue a comprar lo que los dos le habían encargado y estuvo ausente un rato, para regresar con un faquín que llevaba en la cabeza un cordero asado y pan. Los tres comieron y bebieron y charlaron durante algún tiempo. Luego el visir se volvió a derecha e izquierda, y se puso a mirar los distintos lugares del jardín, en cuyo interior distinguió un edificio de elevada construcción, pero ya ruinoso por viejo, el revoque de cuyas paredes estaba agrietado y sus pilares estaban medio derruidos. «Jeque —le preguntó el visir—, ¿este jardín es de tu propiedad o lo has alquilado?» «Mi señor, ni es de mi propiedad ni lo he alquilado: sólo soy el guardián.» «¿Cuál es tu sueldo?» «Un dinar al mes, mi señor.» «Tus dueños son injustos contigo, sobre todo si tienes familia.» «¡Por Dios, mi señor! Mi familia consta de ocho hijos y yo.» «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!», exclamó el visir. «¡Desgraciado! Haces que yo también esté preocupado por ti, por Dios. ¿Qué dirías de quien te proporcionase bien para esa familia que tienes?» «Mi señor, cualquier bondad que hicieras sería poner junto a Dios (¡ensalzado sea!) una buena acción para el momento de necesidad.» «Sabe, jeque, que este jardín es un hermoso lugar; incluso tiene ese edificio; pero está viejo y en ruinas. Quiero mandarlo restaurar, blanquear y pintar con hermosos colores, para que se convierta en la cosa más hermosa de este jardín. Cuando venga el dueño y vea que el edificio está arreglado y embellecido, indudablemente te preguntará acerca de su restauración. Si te pregunta, tú le contestarás: “Mi señor, lo he restaurado al ver que estaba en ruina y, precisamente porque estaba en ruina y sucio, nadie lo utilizaba ni podía parar en él. Por eso lo he restaurado y he hecho gastos”. Y si te preguntase de dónde sacaste el dinero gastado, explícale: “De mi dinero, y ello para congraciarme contigo y con la esperanza de lograr tus favores”. No cabe duda de que te recompensará por lo que gastaste por el lugar. Mañana mandaré que vengan albañiles, encaladores y pintores a reparar este edificio y te daré lo prometido.» Y, a continuación, sacó del bolsillo una bolsa con quinientos dinares y le dijo: «Toma estos dinares y gástalos para tu familia, y haz que recen por mí y por este hijo mío». El hijo del rey preguntó: «¿Por qué todo eso?», y el visir le contestó: «Ya verás el resultado».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al ver aquel oro, el viejo casi perdió la razón: se echó a los pies del visir para besárselos y se puso a pronunciar invocaciones por él y por su hijo. Cuando los dos estaban a punto de marcharse, les dijo: «Os espero mañana. Dios (¡ensalzado sea!) no me separará de vosotros, ni de día ni de noche».

Al día siguiente, el visir acudió a aquel lugar y preguntó por el arquitecto, y cuando éste se presentó, lo cogió y se dirigió al jardín. El jardinero se alegró de verle. El visir le entregó al arquitecto el precio de su salario y de cuanto necesitaban los obreros para restaurar aquel edificio. Los obreros arreglaron las paredes, encalaron y pintaron. «Maestros —les dijo el visir a los pintores—, parad mientes en mis palabras y comprended bien mi intención y mi deseo. Sabed que poseo un jardín parecido a éste. Una noche, mientras dormía, vi en sueños que un cazador extendía la red y esparcía granos a su alrededor. Los pájaros se reunieron para recoger los granos y un macho quedó prendido en la red, mientras los demás huían y entre ellos la hembra de aquel macho; mas luego, la hembra, que solamente estuvo alejada un poco, regresó sola y royó la malla que aprisionaba el pie de su macho hasta que lo salvó, y entonces se echó a volar. En aquel momento el cazador dormía. Al despertar de su sueño vio que la red estaba rota. La arregló, esparció granos por segunda vez y se fue a sentar lejos, en espera de que la caza cayese en la red. Los pájaros volvieron a recoger granos y entre ellos estaban también el macho y la hembra de antes: ella quedó cogida en la red, todos los pájaros escaparon, y entre ellos también su macho; pero éste no regresó junto a ella. El cazador se levantó, cogió la hembra y la degolló. En cuanto al macho, después de haber huido con los pájaros, fue apresado por un ave de rapiña que le degolló, bebió su sangre y comió su carne. Quiero que vosotros me pintéis todo este sueño, según os he contado, con buena pintura, situando la escena entre las decoraciones del jardín, sus paredes, sus árboles y sus pájaros, y que pintéis la figura del cazador con su red y, además, todo lo que le ocurrió al pájaro macho con el ave de rapiña cuando ésta le cogió. Si hacéis lo que os he explicado, y si después de verlo me gusta, os daré cuanto os pondrá contentos, además de vuestro salario.» Los pintores oyeron sus palabras y se esmeraron en la elección de los colores y pusieron mucha atención. Cuando todo quedó acabado se lo enseñaron al visir, a quien le gustó la pintura: al mirar la representación del sueño que había descrito a los pintores, la halló tal cual; por eso, tras felicitarles, les hizo magníficos regalos. Luego, y según su costumbre, llegó el hijo del rey y entró en aquel edificio sin saber lo que había hecho el visir. Miró la pintura y vio representados el jardín, el cazador, la red, los pájaros y aquel macho que estaba entre las garras del ave de rapiña, la cual, después de haberle degollado, bebía su sangre y comía su carne. Quedó muy asombrado. Volvió junto al visir y le dijo: «¡Oh, visir de los buenos consejos! He visto hoy una maravilla tal que si se grabara en los lacrimales de los ojos constituiría una enseñanza para quien medita». «¿Qué es, mi señor?» «¿No te conté el sueño que tuvo la hija del rey y que es la causa de su odio hacia los hombres?» «Sí.» «¡Por Dios, visir! Entre los frescos he visto representado precisamente el sueño, con colores, como si hubiese sido testigo ocular. Y he de decirte otra cosa que le escapó a la hija del rey y que ella no vio, y sobre la cual habremos de basarnos para conseguir nuestro propósito.» «¿Qué es, hijo mío?» «He visto que el macho, después de haberse alejado de su hembra cuando ésta quedó cogida en la red, no volvió junto a ella porque fue capturado por un ave de rapiña, que lo degolló y bebió su sangre y comió su carne. Si la hija del rey hubiese visto el sueño por completo, lo habría contado hasta el final y habría visto con sus propios ojos cómo el pájaro macho era cogido por el ave de rapiña. Ésta fue la causa de que no volviera junto a ella y de que la hembra no fuera librada de la red». Y el visir exclamó: «¡Rey feliz, por Dios, que esta cosa es extraña y maravillosa!»

Entretanto, el hijo del rey seguía asombrado ante aquella pintura, seguía lamentando que la hija del rey no hubiese visto el sueño hasta el final, y decía: «¡Ojalá hubiese visto aquel sueño hasta el final o le volviese a ver de nuevo por completo, aunque fuera en medio de una pesadilla!» El visir entonces le explicó: «Tú me preguntaste por qué motivo reedificaba aquella casa y yo te contesté que ya verías el resultado: ahora se te hace manifiesto su fin porque soy yo quien dio esas órdenes y mandé a los pintores que representaran el sueño y que pusieran el pájaro macho entre las garras del ave de rapiña que ya le había degollado y que estaba bebiendo su sangre y comiendo su carne. De manera que si la hija del rey viniese aquí y viese esa pintura, vería la representación de aquel sueño y contemplaría al pájaro que era degollado por el ave de rapiña, y lo perdonaría y dejaría de odiar a los hombres». Al oír esas palabras, el hijo del rey le besó las manos al visir, dándole las gracias por cuanto había hecho, y le dijo: «Uno como tú debiera ser primer ministro del rey. ¡Por Dios! Si consigo mi propósito y vuelvo contento junto al rey, le informaré de esto para que te honre aún más, aumente tu rango y escuche tus palabras». El visir le besó la mano.

Luego se dirigieron al viejo jardinero y le dijeron: «¡Mira qué hermoso es este lugar!», y el viejo contestó: «Todo esto ha ocurrido bajo tus auspicios». Los dos añadieron: «Viejo, si te preguntasen acerca de la restauración de este palacio, tú dirás: “Lo he reparado con mi dinero”, para que de ello saques bien y recompensa». «Oír es obedecer», —contestó el viejo. Y el hijo del rey ya no dejó de estar con él. Esto es lo que hace referencia al visir y al hijo del rey.

En cuanto a Hayat al-Nufus, después de que cesaron los escritos y la correspondencia, y la vieja hubo desaparecido de la presencia de Hayat al-Nufus, ésta se alegró mucho, pensando que el joven ya habría partido para su país. Ciento día y de parte de su padre, le ofrecieron un plato tapado, en el que ella, al destaparlo, halló buena fruta. Preguntó: «¿Llegó ya el tiempo de esta fruta?» «Sí.» «¡Oh! ¡Podríamos disponernos ahora a dar un paseo por el jardín!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que las esclavas dijeron: «¡Magnífica idea, mi señora! ¡Por Dios, paseemos por este jardín!» «¿Pero cómo vamos a hacerlo si sólo la nodriza nos hacía pasear por él todos los años, explicándonos la diferencia entre los distintos árboles? ¡Y yo la he mandado golpear impidiéndole que viniera a mí! Ahora me arrepiento de lo que hice, ya que, en todo caso, es mi nodriza y tiene sobre mí los derechos que derivan del haberme criado. ¡Pero no hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Al oír las palabras de la princesa, todas las esclavas se levantaron, besaron el suelo ante ella y le dijeron: «Te conjuramos por Dios, señora nuestra, a que la perdones y mandes que se presente». «¡Por Dios! Ya he decidido hacerlo. ¿Quién de vosotras irá a ella? Yo le he preparado un hermoso vestido.» Dos esclavas se adelantaron, una llamada Bulbul y la otra Sawad al-Ayin. Eran las primeras esclavas de la hija del rey y de sus más íntimas, hermosas y graciosas. «Nosotras iremos a verla, ¡oh, reina!», le dijeron. «Haced lo que bien os parezca.»

Las dos mujeres se dirigieron a casa de la nodriza, llamaron a la puerta y entraron a su presencia. La vieja las reconoció, las estrechó contra su pecho y les dio la bienvenida. Las dos doncellas, una vez acomodadas, le dijeron: «Nodriza, la reina te ha perdonado y está contenta de ti». Mas la vieja exclamó: «¡No! ¡Nunca, aunque hubiese de beber la copa de la muerte! ¿Acaso he olvidado la vergüenza sufrida ante quien me quería y quien me odiaba, cuando mis vestidos fueron manchados de sangre y estuve a punto de morir por los muchos palos? Y después fui arrastrada por los pies como perro muerto, hasta ser arrojada fuera de la puerta. ¡Por Dios, que no he de volver jamás junto a ella ni quiero verla más!» Las doncellas suplicaron: «No quieras que sea en balde nuestra venida a ti. ¿Dónde irá a parar el honorable trato que tenías con ella? ¡Mira quién vino y entró en tu casa! ¿Quieres alguien de más elevada posición que nosotras junto a la hija del rey?» «¡Me refugio en Dios! —exclamó la vieja—. Ya sé que valgo menos que vosotras; pero la hija del rey había elevado mi situación entre sus esclavas y la servidumbre, hasta el extremo de que si me hubiese enojado con la primera de ellas, ésta habría muerto en su piel.» Ellas insistieron: «Las cosas están como estaban, no han cambiado en absoluto. Aún más, están mejor que antes, ya que la hija del rey se ha humillado ante ti y ha pedido hacer las paces sin ningún intermediario». «¡Por Dios! Si no hubieseis venido vosotras yo no habría vuelto junto a la princesa aunque hubiese mandado que me mataran si no lo hacía.» Las dos doncellas le dieron las gracias por sus sentimientos.

La vieja se levantó en el acto, se puso sus vestidos, salió con las dos, y las tres se pusieron en marcha hasta llegar a presencia de la hija del rey. Cuando entraron, la joven se levantó, y la vieja exclamó: «¡Dios, Dios! ¿La culpa es mía o tuya, princesa?» «La culpa es mía —reconoció la hija del rey—. El perdón y la complacencia han de venir de ti. ¡Por Dios, mi nodriza! Tú estás muy elevada en mi estimación, tienes sobre mí derechos que proceden del haberme criado. Pero tú sabes que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha repartido entre sus criaturas cuatro cosas: carácter, vida, alimento y muerte, y no está en manos del hombre rechazar el decreto divino. Yo no fui dueña de mí misma ni pude dominarme. Sin embargo, nodriza, estoy arrepentida de lo que hice.» Entonces el enfado de la vieja desapareció. Se levantó, besó el suelo ante Hayat al-Nufus y la princesa pidió que trajesen un vestido suntuoso, que le mandó ponerse. La vieja quedó muy contenta con el vestido, mientras siervas y esclavas estaban en pie ante ella. Cuando la reunión acabó, la princesa le dijo a la vieja: «Nodriza, ¿en qué punto está la fruta y los frutos de nuestro jardín?» «¡Por Dios, mi señora! He visto en la ciudad la mayor parte de los frutos; pero hoy me informaré sobre este asunto y te daré la respuesta.» Luego, y con los mayores honores, se despidió de ella y se fue a ver al hijo del rey.

Éste la recibió con alegría, la abrazó, se sintió feliz por su llegada y se le abrió el corazón ya que desde hacía mucho tiempo esperaba verla. La vieja le contó cuanto le había ocurrido con la hija del rey y cómo ésta tenía la intención de bajar al jardín en determinado día.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la vieja preguntó: «¿Hiciste lo que te dije con el portero del jardín? ¿Le ha alcanzado algún beneficio de tu parte?» «Sí, se ha convertido en amigo mío. Estamos completamente de acuerdo, y si le necesitase, no cabe duda de que me contentaría.» Y le contó lo que había hecho el visir: cómo había mandado pintar el sueño que había tenido la hija del rey, es decir, la historia del cazador, de la red y del ave de rapiña. La vieja se alegró mucho al oír tales palabras, y dijo: «En nombre de Dios te conjuro a que pongas a tu visir en el centro de tu corazón, pues esta acción suya demuestra su profunda sabiduría, y, además, te ha ayudado a conseguir tu propósito. Levántate en seguida, hijo mío, entra en el baño y ponte el vestido más suntuoso: no nos queda astucia más eficaz que ésta. Preséntate al portero y obra de manera que te deje dormir en el jardín: aunque le diesen la tierra llena de oro, él no debería permitir que nadie entrase en él. Cuando estés dentro, escóndete para que los ojos no puedan verte, y permanece escondido hasta que me oigas decir: “¡Oh, Tú, cuyos favores están ocultos! Sálvanos de los que tememos”. Entonces saldrás de tu escondite y mostrarás tu belleza y gracia; pero escóndete entre los árboles, ya que tu belleza haría avergonzar a la luna. Y esto hasta que la princesa Hayat al-Nufus te haya visto y su corazón y sus miembros estén repletos de amor por ti. Entonces habrás alcanzado tu objetivo y tu propósito, y tus preocupaciones desaparecerán». «Oír es obedecer», concluyó el joven, y sacó una bolsa con mil dinares, que la vieja aceptó, y se marchó.

En cuanto al hijo del rey, entró en el baño. Se perfumó, se puso su más suntuoso vestido regio, un collar en el que había reunidas varias clases de joyas valiosas, y un turbante tejido con franjas de oro rojo y rodeado de perlas y gemas. Sus mejillas se pusieron rosadas; sus labios, rojos; sus párpados como los de la gacela. Se balanceaba como persona atontada por el vino. Estaba totalmente lleno de belleza y gracia, y su arrogante figura hacía avergonzar a las ramas de los árboles. Se puso en el bolsillo una bolsa con mil dinares, y echó a andar hasta llegar al jardín. Llamó a la puerta. El portero le contestó y le abrió. Al verle, se sintió muy contento, y le saludó con todo honor; pero al darse cuenta de que su rostro estaba triste, le preguntó por su estado. «Sabe, viejo, que hasta ahora viví junto a mi padre, tratado con toda consideración. Jamás, hasta hoy, levantó su mano contra mí. Mas ahora entre él y yo hubo ciertas palabras, y me insultó, me abofeteó, me pegó con el bastón y me expulsó. Yo no tengo ningún amigo y he tenido miedo de las perfidias del tiempo. Tú sabes que el enojo de los padres no es cosa fútil. Por eso vine a ti, tío mío, ya que mi padre te conoce, y pido de tu bondad que me dejes que me quede en el jardín hasta el final y también que pernocte en él hasta que Dios arregle las cosas entre mi padre y yo.» Una vez oídas sus palabras, el jardinero, preocupado por lo que le había ocurrido al joven con su padre, le preguntó: «Mi señor, ¿me permites que vaya a ver a tu padre, que entre a su presencia y sea la causa de la reconciliación entre vosotros dos?» «Tío, sabe que mi padre tiene un carácter insoportable, y si le propusieses la reconciliación mientras tiene el ánimo encendido, no te daría respuesta». «Oír es obedecer, mi señor, ven, pues, a mi casa conmigo y haré que pernoctes entre mis hijos y mi familia, y nadie nos reprochará esto.» «Tío, cuando estoy enojado sólo puedo estar solo.» El viejo insistió: «Pero siento que hayas de dormir solo en el jardín, teniendo yo casa». «Tío, tengo un motivo para hacer esto: lo hago para que acabe la turbación de mi espíritu; yo sé que mi padre estará contento si permanezco aquí, y así me congraciaré con él.» «Si no hay otro medio, te traeré una alfombra para que puedas dormir sobre ella, y una manta para taparte.» «Muy bien, tío.» El jardinero se levantó, le abrió la puerta del jardín y le entregó la alfombra y la manta. Pero el viejo ignoraba que la hija del rey deseaba salir al jardín. Esto es lo que hace referencia al hijo del rey.

He aquí lo que hace referencia a la nodriza. Cuando se presentó ante la hija del rey y le informó de que los frutos ya habían madurado en los árboles, ésta le dijo: «Nodriza, mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, bajarás conmigo al jardín a pasear; pero manda a alguien para que informe al guardián de que mañana nosotras estaremos con él en el jardín». La nodriza mandó decir al viejo: «La reina estará mañana en el jardín; tú no dejarás en el jardín ni regantes ni trabajadores, no permitirás que ninguna criatura de Dios entre en él». Cuando el encargo de la hija del rey llegó al jardinero, éste reguló el flujo de las aguas, se dirigió al joven y le dijo: «La hija del rey es la dueña de este jardín. Pero tú tienes disculpa, mi señor, porque este lugar es tu lugar, porque yo sólo vivo de tus beneficios. Mas mi lengua está bajo mis pies, y por ello te informo de que la princesa Hayat al-Nufus quiere salir al jardín con nosotros apenas sea de día y ha dado orden de que no permita que haya nadie en el jardín que la pueda ver. Y ahora te pido, por favor, que salgas del jardín durante este día, ya que la princesa sólo se queda hasta el mediodía. Luego tendrás tiempo de permanecer en él durante meses, temporadas y años». Entonces Ardasir le preguntó: «Jeque, ¿acaso te ha ocurrido alguna vez por nuestra causa algún perjuicio?» «¡No, por Dios, mi señor! Sólo honor me ha venido de tu parte.» «Si las cosas son así, de nuestra parte sólo te podrá acaecer bien. Yo me esconderé en este jardín y hasta que la hija del rey no haya regresado a su palacio nadie me verá.» El jardinero insistió: «Mi señor, con que ella viese tan solo la sombra de un ser humano, mandaría que me cortaran la cabeza».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe insistió:] «Haré que nadie me vea, nadie en absoluto. Seguramente tú no tienes hoy nada para tu familia». Y alargó la mano a la bolsa, sacó quinientos dinares, y le dijo: «Toma este oro y gástalo para tu familia. Así estarás tranquilo por ellos». Cuando el viejo vio el oro, se sintió empequeñecido y, después de insistir junto al hijo del rey para que no se dejase ver en el jardín, lo dejó allí, sentado.

En cuanto a la hija del rey, apenas se hizo de día y sus doncellas entraron a su presencia, les dio orden de que abrieran la puerta secreta que llevaba al jardín en que se levantaba aquel edificio. Se puso un vestido regio, sembrado, de perlas, piedras preciosas y gemas, debajo del cual llevaba una camisa fina adornada con jacintos, y debajo de todo cosas que la lengua es incapaz de describir, por las que los corazones quedan atónitos y por cuyo amor se vuelven valientes los cobardes. Llevaba en la cabeza una corona de oro rojo incrustada de perlas y gemas, y se cimbreaba al andar sobre zuecos adornados con tersas perlas y forrados de oro rojo, con piedras engarzadas y metales preciosos. Puso la mano en el hombro de la vieja y dio orden de salir por la puerta secreta. Pero la vieja, que había echado una mirada al jardín y lo había visto lleno de criados y esclavas que comían frutos y enturbiaban las aguas para divertirse jugando y paseando en aquel día, le dijo a la reina: «Tú eres persona de gran inteligencia y perfecta sensatez, y bien sabes que no es precisa esta servidumbre en el jardín. Si salieses del palacio de tu padre, en tal caso sería señal de respeto hacia ti que la servidumbre fuese contigo. En cambio, mi señora, sales por la puerta secreta para dirigirte al jardín de manera que no te vea ninguna de las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!)». La princesa contestó: «Es cierto, nodriza. ¿Qué debo hacer?» «Manda a los criados que se vuelvan a casa. Te digo esto especialmente en señal de respeto hacia el rey.» Ella mandó a los criados que se fueran, y entonces la nodriza prosiguió: «Aún quedan algunos criados malintencionados: diles que se vayan y que queden contigo sólo dos doncellas con las cuales podamos distraernos». Cuando la nodriza vio que el ánimo de la princesa se había tranquilizado y estaba dispuesto, le dijo: «Ahora daremos un hermoso paseo. Anda, ven ahora con nosotras al jardín». La hija del rey se levantó, colocó una mano sobre el hombro de la nodriza y, junto con las dos doncellas que marchaban delante, salió por la puerta secreta bromeando con ellas y cimbreándose en sus vestidos. La nodriza iba delante de ella, le señalaba los árboles, le hacía probar sus frutos, yendo de un lugar a otro. Y así estuvo andando con ellas hasta llegar a aquel edificio. La reina lo vio, notó que estaba restaurado y observó: «Nodriza, ¿no ves que este palacio ha sido reedificado y que las paredes han sido encaladas?» «¡Por Dios, mi señora! Algo he oído decir acerca de ello: que el jardinero compró telas a un grupo de mercaderes y luego las vendió, y que con lo obtenido compró ladrillos, cal, yeso, piedras, etc. Le pregunté qué había hecho con todas esas cosas, y me contestó: “Restauré el edificio, que estaba en ruinas”. Y añadió: “Los mercaderes me han pedido el dinero que les debo y yo les he dicho que esperasen a que la hija del rey bajase al jardín, viese el edificio y le gustase, pues cuando saliera obtendría de ella lo que quisiera darme y les daría a los mercaderes lo que les correspondía”. Entonces le pregunté: “¿Qué te indujo a hacer eso?”, y me contestó: “Noté que iba a menos, que sus pilares estaban en ruinas y que el revoque estaba agrietado, pero que nadie era tan generoso como para restaurarlo, y por eso contraje una deuda sobre mi honor y lo restauré. Y ahora espero que la hija del rey obre conmigo como conviene”. Entonces yo le indiqué: “La hija del rey es toda bondad y generosidad”. El jardinero hizo todo eso sólo porque deseaba un beneficio de tu parte». Hayat al-Nufus le dijo: «¡Por Dios! Él lo ha restaurado con generosidad y ha obrado como hombre liberal. Llama a la tesorera». La vieja llamó a la tesorera, que se presentó en seguida ante la hija del rey, y ésta le mandó que diera al jardinero dos mil dinares. La vieja envió un mensajero al jardinero, que cuando llegó a su presencia le dijo: «Has de obedecer las órdenes de la princesa y presentarte a ella». Cuando el jardinero oyó que el enviado le decía tales palabras, todos sus miembros le temblaron, notó que las fuerzas le faltaban, y se dijo: «No cabe duda de que la hija del rey ha visto al joven; por consiguiente, hoy será el más desgraciado de mis días». Salió y llegó a su casa, donde les contó lo ocurrido a su mujer y a sus hijos. Expresó sus últimas voluntades, se despidió de ellos y ellos le lloraron. Luego echó a andar y se presentó ante la hija del rey, con el rostro amarillo como el azafrán de la India y casi cayó al suelo cuan largo era. La vieja, que había comprendido todo, le avisó con sus palabras: «Jeque, besa el suelo y da gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Bendice a la reina con fervor, pues cuando le he dicho que tú has restaurado el viejo edificio, se ha sentido contenta y te ha concedido dos mil dinares como recompensa. Tómalos y vuélvete a tus asuntos». El jardinero oyó las palabras de la nodriza, recogió los dos mil dinares, besó el suelo ante la hija del rey, la bendijo y regresó a su casa, donde su familia se sintió feliz por volverle a ver y pronunció bendiciones por aquel que había sido la causa de toda aquella providencia.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que hace referencia a ellos.

He aquí lo que hace referencia a la vieja. Ésta dijo: «Mi señora, ahora este lugar es hermoso y jamás vi casa mejor blanqueada ni pintura más agradable. ¿Quién sabe si lo mejor está dentro o fuera? ¿Quién sabe si el jardinero, al encalar el exterior, habrá dejado el interior como estaba? Anda, entremos a ver». La nodriza entró con la hija del rey, que iba tras ella. Las dos mujeres se encontraron con que el edificio estaba pintado y decorado interiormente de manera magnífica. La hija del rey volvió la vista a derecha e izquierda, llegó a la testera del salón y se puso a mirar atentamente y largo rato, y entonces la nodriza comprendió que su ojo había visto la representación de aquel sueño, por lo cual retuvo junto a sí a las dos esclavas para que no la distrajeran. Cuando la hija del rey acabó de mirar la representación del sueño, se volvió, asombrada, hacia la vieja, dio una palmada, y le dijo: «Nodriza, ven a ver algo maravilloso, que si estuviese grabado en los dos lacrimales de los ojos constituiría una enseñanza para quien medita». «¿Qué es, mi señora?» «Llégate a la testera del salón, mira y cuéntame lo que veas.» La vieja entró, vio la representación del sueño y salió atónita, diciendo: «¡Por Dios, mi señora! Esta es la representación del jardín, del cazador, de la red y de todo lo que viste en sueños. Por consiguiente, cuando el macho voló, sólo un grave impedimento le impidió volver junto a su hembra para librarla de la red del cazador. Así es, porque he visto el macho entre las garras del ave de rapiña, que lo había degollado, había bebido su sangre, había desgarrado su carne y la comía. Ésta, mi señora, fue la causa de que no volviera junto a ella a librarla de la red. Pero, mi señora, lo maravilloso estriba en la representación de este sueño con colores: si hubieses querido hacerlo tú misma no habrías podido retratarlo con esa exactitud. ¡Por Dios! Esto es algo maravilloso, digno de registrarse para la historia. Quizás, mi señora, los ángeles encargados de cuidarse de los hijos de Adán, al saber que el pájaro macho había sido juzgado injustamente —así lo hicimos y le reprochamos que no volviera— han puesto en claro su excusa, poniéndola de manifiesto. Acabo de verlo precisamente ahora degollado entre las garras del ave de rapiña». «Nodriza, éste es el pájaro acerca del cual ha tenido su curso el decreto y el destino divino: nosotros hemos cometido una injusticia con él.» La vieja dijo: «Mi señora, Dios (¡ensalzado sea!) juzgará todas las injusticias. Ahora la verdad nos ha sido revelada y la excusa del pájaro macho queda clara: si las garras del ave de rapiña no le hubiesen cogido y el ave misma no le hubiese degollado y se hubiese bebido su sangre y comido su carne, él no habría tardado en volver junto a la hembra; habría vuelto y la habría librado de la red. Mas nada puede hacerse contra la muerte, sobre todo del hombre, el cual soporta hambre y da de comer a su esposa, se desnuda por vestirla, se enajena a su familia por contentarla, y desobedece a sus padres por obedecerle a ella. Ella conoce sus secretos y lo que oculta, y no sabe prescindir de él ni un solo momento hasta el extremo de que si se ausenta una noche, los ojos de ella no pueden dormir. Para ella no hay cosa más querida que su hombre, y le ama más que a sus mismos padres. Cuando los dos van a dormir, se abrazan, el hombre le pone la mano bajo el cuello y ella la pone bajo el de él, y hacen como dijo el poeta:

Le puse mi brazo como almohada, dormí tendido a su lado, y le dije a la noche: «Sé larga, pues la luna llena ha salido»

¡Qué noche de la que Dios no creó igual! Su principio fue dulce, mas amargo su fin.

»Y después de esto, él la besa y ella le besa. Entre las muchas cosas que le ocurrieron a un rey con su esposa, una fue ésta: ella enfermó y murió, y él se enterró vivo junto a ella; se sintió feliz por morir, dado el amor que sentía hacia ella y la inmensa ternura que había entre ellos. Lo mismo le ocurrió a un rey, que enfermó y murió, y cuando fueron a enterrarle, la mujer dijo a su familia: “Dejad que me sepulte viva con él; si no, me suicidaré, y vosotros seréis responsables de mi muerte”; y entonces los familiares, al ver que ella no habría de desistir de tal propósito, la dejaron hacer: ella se echó en la tumba con él, por lo mucho que le amaba y por el gran afecto que sentía hacia él». Y la vieja siguió contándole historias de hombres y mujeres hasta que el odio que ella sentía en su corazón contra los hombres desapareció. Cuando la vieja se dio cuenta de que el amor por los hombres había vuelto a poner pie en ella, le dijo: «Llegó el momento de pasear por el jardín».

Salieron ambas de aquel edificio y echaron a andar entre los árboles. De repente, la mirada del hijo del rey se posó en la princesa, y observó su aspecto y la armonía de las formas, el color rosado de las mejillas y el negro del ojo, la suprema gracia, belleza y armonía. Quedó muy asombrado, y al mirarla fijamente perdió la cabeza de amor: su pasión sobrepasó todo límite, sus miembros no pensaron sino en servirla, sus costados quedaron inflamados por el fuego de amor: se desmayó y cayó al suelo, sin sentido. Al volver en sí, se dio cuenta de que la princesa había desaparecido de su vista y le quedaba oculta entre los árboles.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe] lanzó un profundo suspiro y recitó estos versos:

Cuando mis ojos vieron su espléndida belleza, mi corazón se desgarró por ardiente afecto y amor,

Y me encontré echado y extendido en el suelo, y la hija del rey no supo lo que había en mí.

Anduvo, cimbreándose, y destruyó un corazón de enamorado, esclavo de amor. En nombre de Dios, ten piedad y misericordia de mi pasión.

¡Señor mío! Acerca el día de mi unión con ella y concédeme la sangre de mi corazón antes de que baje al sepulcro.

Pueda yo besarla diez y diez y diez veces, y sean besos sobre la mejilla de parte del desolado consumido de amor.

Entretanto, la vieja seguía guiando en el paseo por el jardín a la hija del rey, hasta que llegó al lugar en que estaba el hijo del rey. Entonces exclamó: «¡Oh, Tú, cuyos favores están ocultos! Sálvanos de lo que tememos». Cuando el hijo del rey oyó las palabras convenidas, salió de su escondite y, muy orgulloso y pagado de sí, echó a andar y a deambular entre los árboles con un porte que hacía avergonzar a las ramas; su frente estaba coronada de sudor y sus mejillas purpúreas se asemejaban al crepúsculo. ¡Gloria a Dios, el Altísimo, por lo que ha creado! La mirada de la hija del rey se posó en él, le miró y siguió observándole largo rato, admirando la belleza y la gracia, el porte y la proporción de los miembros; la exquisitez de los ojos, que aventajaban en belleza a los de las gacelas; la figura, que avergonzaba a las ramas de los sauces. Su mente quedó turbada, el corazón quedó prendado, y él la hirió en el corazón con las flechas de sus ojos. Ella preguntó: «Nodriza, ¿de dónde nos vino este joven de hermosa figura?» «¿Dónde está, mi señora?» «Está aquí cerca, entre los árboles.» La vieja se volvió a derecha e izquierda, como si no lo supiese, y luego exclamó: «¿Quién le enseñó a ese joven el camino de este jardín?» Pero Hayat al-Nufus insistió: «¿Pero quién nos informará acerca de este joven? ¡Alabado sea quien creó a los hombres! Nodriza, ¿le conoces?» «Mi señora, es el joven que por mediación mía mantenía correspondencia contigo.» La princesa, que estaba sumergida en el mar de su amor y en el fuego de su pasión y de su afecto, le dijo: «Nodriza, ¡qué hermoso es este joven! Tiene rostro gracioso, y creo que no hay sobre la superficie de la tierra persona más bella que él». Cuando la vieja comprendió que el amor por Ardasir se había apoderado de Hayat al-Nufus, dijo: «¿No te dije, mi señora, que era un hermoso joven de rostro gracioso?» «Nodriza, las princesas no saben cómo está hecho el mundo ni las cualidades de quien en él vive. Ellas nunca frecuentan la gente, ni han tomado ni dado. Nodriza, ¿cómo podrá llegarse a él? ¿con qué estratagema podré dirigirme a él, qué le diré y qué me dirá?» La vieja interrumpió: «¿Qué vamos a hacer ahora? Estamos en buen lío por tu culpa». «Nodriza, sabe que nadie sino yo morirá de amor. Ahora estoy segura de que moriré en seguida, y la culpa de todo ello será el fuego de mi amor.» La vieja oyó sus palabras, comprendió su amor y su pasión, y le dijo: «Mi señora, no hay manera de conseguir que venga a ti, y tú estás excusada de ir junto a él porque aún eres pequeña. Pero ven conmigo: yo iré delante de ti hasta llegar junto a él. Yo le hablaré, tú no tendrás por qué avergonzarte, y así, en un abrir y cerrar de ojos, surgirá amistad entre vosotros». «Ve delante de mí —dijo la princesa—: el destino de Dios no puede rechazarse.» La nodriza se levantó junto con la princesa, y ambas se acercaron al hijo del rey, que permanecía sentado como una luna llena. Al llegar junto a él, la vieja le dijo: «Joven, mira quién llegó ante ti: es la hija del rey del tiempo, Hayat al-Nufus. Reconoce su valer y aprecia que haya venido a ti. Por respeto a ella, levántate y permanece en pie». El joven se levantó en seguida, y su ojo tropezó con el de la princesa: cada uno de los dos se embriagó sin vino, y el amor y la pasión de Ardasir por la mujer crecieron desmedidamente. La hija del rey abrió los brazos lo mismo hizo el joven y los dos se abrazaron llenos de deseo. El amor y la pasión les vencieron, y ambos se desmayaron y cayeron al suelo, donde permanecieron largo tiempo. La vieja, temiendo el escándalo, les hizo entrar en el edificio, y ella se sentó en la puerta. «Aprovechad la ocasión para pasear, pues la princesa duerme», les dijo a las doncellas, y éstas regresaron al palacio. Luego los dos amantes recobraron el sentido y se vieron dentro del edificio. «En nombre de Dios te conjuro, señora de las hermosas —dijo el joven—, dime: ¿sueño o desvarío?» Luego los dos se abrazaron y se emborracharon sin vino, quejándose de los sufrimientos de amor. Y el joven recitó estos versos:

El sol surge de su rostro luminoso, así como de sus mejillas se alza la rojez del crepúsculo.

Donde quiera que se muestre, a sus miradas se esfuma de vergüenza ante él el astro del horizonte.

Si aparece el relámpago de una sonrisa de su boca, surge la aurora y se disipa la tiniebla nocturna.

Si su erguido cuello se dobla, sienten celos, entre el follaje, las ramas del sauce.

Para mí, la vista de ella me hace prescindir de cualquier cosa. Invoco para ella la protección del Dios de la gente y de la aurora.

Ella prestó a la luna parte de sus bellezas; el sol quiso imitarla, mas no pudo.

¿De dónde puede tener el sol caderas con las cuales andar suavemente? ¿De dónde puede poseer la luna sus bellezas físicas y morales?

Quien me reprocha el estar totalmente arrebatado por su amor, o disiente o concuerda en juicio acerca de ella.

Ella es la que se ha adueñado de mi corazón con su mirada. ¿Qué les ha quedado a los corazones de los enamorados?

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando Ardasir hubo terminado de recitar los versos, la hija del rey lo estrechó contra su pecho y le besó en la boca y entre los ojos. El joven recuperó el sentido y empezó a quejársele de lo mucho que le había hecho sufrir el amor, la pasión, el afecto y el desvío; lo mucho que le había atormentado la dureza de su corazón. Al oír estas palabras, la joven le besó manos y pies y se descubrió la cabeza con lo cual se espesaron las tinieblas y salió la luna. Le dijo: «¡Amado mío! ¡Fin de mi deseo! ¡Ojalá no hubiese existido el día en que yo te rechacé! ¡Dios quiera que no vuelva jamás!» Después se abrazaron, lloraron y la hija del rey recitó estos versos:

¡Oh, tú, que avergüenzas a la luna y al sol del día! Decidiste matarme con tu rostro y éste ha sido injusto.

Con la afilada espada de la mirada ha hendido mis vísceras y ¿adónde se puede huir para escapar a la mirada?

Tus cejas parecen un arco que ha disparado a mi corazón una flecha de pasión y de fuego.

Tus mejillas constituyen para mí el paraíso pero ¿puede tener paciencia mi corazón para esperar la cosecha?

Tu cintura cimbreante es una rama en flor; de tal rama se cosechan los frutos.

Me has atraído hacia ti a la fuerza y me has obligado a velar. Tu amor me ha arrebatado la timidez.

¡Que Dios te auxilie con su luz, acerque lo que está lejos y aproxime el momento de la cita!

Ten piedad de un corazón que se abrasa en tu amor, del corazón enfermo que pide la protección de tu excelencia.

Cuando hubo terminado de recitar estos versos la pasión la desbordó, perdió los estribos y empezó a derramar torrentes de lágrimas: abrasó el corazón del muchacho, el cual se azaró de amor y de pasión. Se acercó a la joven, la besó las manos y lloró mucho. Siguieron reprendiéndose, conversando y recitando versos hasta que el almuédano llamó para la plegaria del mediodía y nada más que esto se interpuso entre ellos. Entonces se separaron. La hija del rey dijo: «¡Luz de mis ojos! ¡Corazón mío! Ha llegado la hora de la separación. ¿Cuándo volveré a encontrarte?» Estas palabras hirieron al joven como si fuesen una flecha por lo que exclamó: «¡Por Dios! ¡No quiero oír hablar de separación!» Ella salió del alcázar y él se volvió para verla y vio que exhalaba un gemido capaz de derretir a las piedras, que derramaba lágrimas tan abundantes como la lluvia. El muchacho se anegó en el mar de las tribulaciones y recitó estos versos:

¡Oh, deseo del corazón! Mi preocupación aumenta por lo mucho que te quiero. ¿Qué haré?

Tu rostro, siempre cuando aparece, es como la aurora. Tus cabellos tienen el color que asemeja la noche.

Tu cintura es una rama cuando se pliega movida por el viento del norte.

Las miradas de tus ojos se parecen a las de la gacela cuando la sujetan hombres generosos.

Tu cintura se consume agobiada por las graves cadenas: éstas son pesadas y aquélla esbelta.

El vino de tu saliva es la más dulce bebida, es almizcle puro, agua limpísima.

¡Oh gacela de la tribu! ¡Deja de atormentarme! ¡Permite que vea tu imagen!

Al oír estos versos la hija del rey volvió a su lado y le abrazó con el corazón ardiendo, abrasándose en el fuego que había alumbrado la separación y al que sólo podían poner fin los besos y los abrazos. Ella exclamó: «Un proverbio corriente dice: “Más vale tener paciencia que perder al amado”. He de idear algún medio para que volvamos a encontrarnos». Se marchó y de tanto como sufría no sabía dónde ponía los pies. Anduvo sin parar hasta meterse en su habitación. El joven, lleno de pasión y extravío, había quedado privado de las dulzuras del sueño.

La reina no gustó la comida, perdió la paciencia y se debilitó. Al llegar la mañana llamó a su nodriza. Ésta, al llegar, la encontró alterada. Le dijo: «No me preguntes qué es lo que me sucede, pues todo lo que me pasa es por causa tuya. ¿Dónde está el amado de mi corazón?» La vieja replicó: «¡Señora mía! ¿Cuándo se ha separado de ti? ¿Es que ha estado separado de ti más que esta noche?» La princesa replicó: «¿Es que puedo pasar más de una hora sin él? ¡Ve, arréglatelas y reúneme con él rápidamente! ¡Estoy a punto de perder el alma!» «¡Señora mía! ¡Ten paciencia para que yo pueda idear un medio adecuado y reuniros sin que nadie lo sospeche!» «¡Por Dios, el Grande! Si no me lo traes hoy mismo hablaré al rey y le informaré de que me has corrompido. Él mandará cortarte la cabeza.» «¡Te ruego, por Dios, que tengas paciencia! Éste es un asunto peligroso.» La vieja siguió humillándose ante ella hasta que consiguió que le concediera un plazo de tres días. La joven la dijo: «¡Nodriza! Los tres días van a parecerme tres años. Si transcurre el cuarto día sin que me lo hayas traído precipitaré tu muerte». La nodriza salió y se marchó a su casa. Al llegar el cuarto día llamó a las peinadoras de la ciudad y les pidió lo mejor que tuviesen para engalanar a una mujer virgen. Le llevaron lo que les había pedido, es decir, lo mejor que había. Luego mandó a buscar al muchacho y cuando éste estuvo presente, abrió una caja, sacó de ella un fardo que contenía un vestido de mujer que valía cinco mil dinares y un cinturón repujado con toda clase de aljófares. Le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Querrías reunirte con Hayat al-Nufus?» «¡Sí!» La vieja sacó una navaja y lo afeitó; después le cubrió de colirios, le desnudó y extendió la alheña desde las uñas al hombro y desde la articulación de los pies hasta el muslo; tiñó el resto de su cuerpo y quedó como si fuese una rosa roja sobre lápidas de mármol. Al cabo de un rato le lavó, le limpió, sacó una camisa y se la puso; encima de esto colocó una túnica regia, se la ajustó al cuerpo, le puso el velo y le enseñó cómo debía andar. Le dijo: «Adelanta la pierna izquierda y pon más atrás la derecha». Hizo lo que le había mandado y anduvo delante de ella como si fuese una hurí salida del paraíso. Le dijo: «Ten valor porque ahora vas a ir al alcázar del rey. En la puerta del mismo encontrarás soldados y criados: si te asustas ante ellos o vacilas te mirarán te reconocerán y sólo nos ocurrirán desgracias, pues nos quitarán la vida. Si no tienes valor para hacerlo, dímelo». «Esto no me asusta. ¡Tranquilízate y refresca tus ojos!» La mujer echó a andar delante de él y ambos llegaron ante la puerta del palacio que estaba repleta de criados. La vieja se volvió hacia Ardasir para ver si estaba o no impresionado. Vio que mostraba su estado normal, que no estaba alterado. Al llegar la vieja, el jefe de los criados la reconoció; vio que la seguía una esclava cuya descripción era capaz de dejar perpleja a la razón. Se dijo: «La vieja es la nodriza pero la que la sigue detrás no tiene, en nuestra tierra, quien se le parezca ni quien pueda comparársele por la belleza y la distinción… a menos de que sea la reina Hayat al-Nufus; pero ésta vive aislada y no sale nunca ¡ojalá supiera cómo ha salido a la calle! ¿quién sabe si ha salido con o sin el permiso del rey?». El jefe de los criados se puso de pie para averiguar de qué se trataba. Le siguieron treinta criados. La vieja, al darse cuenta, perdió la cabeza y exclamó: «¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos! Sin duda, vamos a perder la vida».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el jefe de los criados oyó estas palabras y se llenó de angustia pues conocía el natural violento de la hija del rey y sabía que ésta tenía subyugado a su padre. Se dijo: «Tal vez el rey ha mandado a la nodriza que sacase a su hija por algún motivo y no quiere que nadie se entere. Si yo me atrevo a ponerme en su camino se enfadará conmigo y se dirá: “Este eunuco se me ha aproximado para ver quién era” y se apresurará a hacerme matar. No tengo por qué hacer esto». Volvió la espalda; los treinta criados regresaron con él hacia la puerta y la limpiaron de la gente que había aglomerada. La nodriza pasó y saludó con la cabeza. Los treinta criados se mantuvieron firmes en señal de respeto y le devolvieron el saludo. Cruzó la puerta y el hijo del rey hizo lo mismo. Atravesaron otras puertas y así pasaron ante los centinelas, protegidos por el manto de Dios. Llegaron ante la séptima puerta, que era la entrada principal, ante el trono del Rey, desde la cual se llegaba a los departamentos de las concubinas, a las habitaciones del harén y al alcázar de la hija del rey. La vieja sé detuvo allí y dijo: «¡Hijo mío! Hemos llegado hasta aquí, ¡Gloria a Quien nos ha hecho llegar a este lugar! ¡Hijo mío! Conviene que os reunáis de noche, pues ésta cubre con su velo al temeroso». «Dices la verdad ¿cómo lo haremos?» «Escóndete en este lugar oscuro.» El joven se sentó en el pozo mientras la vieja se iba a otro sitio dejándolo allí hasta el fin del día. Entonces volvió a por él, le sacó, cruzaron los dos la puerta del alcázar y avanzaron sin cesar hasta llegar a la habitación de Hayat al-Nufus. La nodriza llamó a la puerta. Acudió una joven esclava quién preguntó: «¿Quién hay en la puerta?» La nodriza replicó: «¡Yo!» La joven fue a pedir permiso a su señora para dejar entrar a la nodriza. La princesa dijo: «Abre la puerta y déjala entrar con quien la acompaña». Ambos entraron, avanzaron y la nodriza, al volverse hacia Hayat al-Nufus, vio que ésta había preparado la habitación, alineado los candiles, extendido los tapices sobre estrados y divanes, que había colocado los cojines y encendido las velas que estaban en candelabros de oro y de plata; había extendido los manteles, colocado los frutos y los dulces y perfumado el salón con almizcle, áloe y ámbar. Estaba sentada entre candiles y velas, pero la luz de su rostro vencía a todas las demás. Al ver a la nodriza exclamó: «¡Oh nodriza! ¿Dónde está el amado de mi corazón?» «¡Señora mía! No le he encontrado ni he conseguido verle. Pero te traigo a su hermana uterina que es la que está aquí.» «¿Pero estás loca? ¡Yo no necesito a su hermana! ¿Es que cuando a un hombre le duele la cabeza le atan la mano?» «¡No, por Dios, señora mía! Pero fíjate en ella y guárdala contigo si te place.» Quitó el velo de la cara del príncipe y cuando la princesa le reconoció se puso de pie, le abrazó y le estrechó contra su pecho. Después cayeron los dos desmayados. Permanecieron así un rato. La nodriza les roció con agua de rosas y volvieron en sí. La princesa le dio un beso en la boca y mil besos más y recitó estos versos:

El amado de mi corazón me ha visitado en las tinieblas. Me he puesto en pie, en su honor, hasta que él se ha sentado.

Dije: «¡Oh, mi deseo! ¡Oh, mi único anhelo! ¿Me has visitado de noche sin tener miedo de la ronda?»

Contestó: «He tenido miedo, pero el amor se ha apoderado de mi espíritu y de mi alma».

Nos abrazamos y permanecimos unidos un rato. Aquí estamos seguros, no hay que temer a los guardianes.

Después nos levantamos, sin haber cometido pecado, levantando la orla de nuestros vestidos a los que no había cubierto nada de malo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que en cuanto hubo terminado de recitar los versos le dijo: «¿Es cierto que te veo en mi domicilio y que tú eres mi comensal y mi contertulio?» El amor prendió en ella y la pasión ardió hasta el punto de que por la mucha alegría estuvo a punto de perder la razón. La joven recitó estos versos:

Rescataría con mi alma a aquel que me ha visitado en medio de las tinieblas. Esperaba el momento en que había de cumplir su promesa.

De repente me llegó su tierno llanto. Le he dicho: «¡Bienvenido!»

Le he dado mil besos en la mejilla y le he abrazado mil veces mientras estaba velado.

Dije: «He alcanzado todo cuanto esperaba. Como es debido, gracias sean dadas a Dios».

Hemos pasado la noche como hemos querido —¡qué hermosa noche!— hasta que la aurora ha disipado las tinieblas.

Al llegar la mañana le escondió en un rincón de su casa en el que nadie podía verlo. Cuando llegó la noche le hizo salir y ambos se sentaron a comer. El joven la dijo: «Tengo el propósito de volver a mi patria y dar nuevas de ti a mi padre para que éste mande a su visir a visitar a tu padre y te pida en matrimonio». «¡Amado mío! Temo que cuando vuelvas a tu tierra y a tu gobierno te olvides de mí y prescindas de mi amor o que tu padre no esté conforme con estas palabras. Yo moriría. La salud está en el buen consejo: quédate conmigo, en mis brazos y mírame a la cara como yo miro a la tuya hasta que se me haya ocurrido el medio de salir, en la misma noche, contigo. Iremos a tu patria. Yo he perdido la esperanza y desespero de mis familiares». «Oír es obedecer», replicó el príncipe. Se quedó con ella haciendo la misma Vida y bebiendo vino. Una noche el vino no les sentó bien: no pudieron descansar ni dormir hasta que apareció la aurora.

Un rey había mandado al padre de la princesa un regalo en el cual figuraba un collar de estupendas perlas compuesto de veintinueve granos: en el tesoro del rey no había otro igual. Éste dijo: «Tal collar sólo es digno de mi hija Hayat al-Nufus». Se volvió a un criado al cual la princesa había hecho saltar las muelas en un incidente. El rey le llamó y le dijo: «Coge este collar y entrégalo a Hayat al-Nufus. Dile: “Un rey ha enviado un regalo a tu padre. No hay riquezas suficientes para pagarlo. Póntelo en el cuello”». El criado lo cogió diciéndose: «¡Dios, ensalzado sea! ¡Haz que sea su último adorno en este mundo! ¡Ella me ha impedido utilizar mis muelas!» Llegó a la habitación y vio que la puerta estaba cerrada y que la vieja dormía en el dintel. La desveló y ella se despertó asustada. Le preguntó: «¿Qué deseas?» «El rey me ha enviado a hablar con su hija.» «No tengo aquí la llave. Vete hasta que la encuentre.» La vieja se había llenado de terror y buscaba salvarse. El criado, al ver que la vieja se movía lentamente, tuvo miedo de llegar tarde ante el rey: movió y sacudió la puerta hasta romper el cerrojo y la puerta se abrió. Entró, se metió hacia dentro y llegó hasta la séptima puerta. Al encontrarse en la habitación privada vio que ésta estaba recubierta de magníficos tapetes y que había velas y lámparas. El criado quedó admirado pero pasó adelante hasta llegar al lecho que estaba recubierto por una cortina de brocado encima de la cual había una red de joyas. Levantó la cortina y encontró a la hija del rey durmiendo; en su regazo dormía un muchacho más hermoso que ella. Alabó a Dios (¡ensalzado sea!) que le había creado de agua impura y exclamó: «¡lodo esto es maravilloso por parte de aquella que odiaba a los hombres! ¿Por dónde habrá venido hasta aquí? Creo que ella me arrancó las muelas por esto». Colocó la cortina en su puesto y se dirigió hacia la puerta. La princesa se despertó asustada y vio al criado, Kafur. Le llamó pero no le contestó. Bajó del lecho, le alcanzó, le cogió por el faldón, lo colocó encima de su cabeza, le besó los pies y le dijo: «¡Oculta lo que Dios oculta!» «¡Que Dios no te proteja ni a ti ni a aquel que te guarda! Tú me hiciste saltar las muelas diciendo: “Que nadie me hable de las cualidades de los hombres”.» Se separó de ella, salió corriendo, cerró la puerta y colocó ante ésta un criado para que la guardara. Se presentó ante el rey. Y éste le preguntó: «¿Has entregado el collar a Hayat al-Nufus?». «¡Por Dios! Tú mereces más que todo esto.» «¿Qué ha sucedido? ¡Dilo! ¡Apresúrate a hablar!» «Sólo te lo diré a solas.» «Dilo aunque no estemos solos.» «¡Concédeme el perdón!» El rey le arrojó el pañuelo del perdón. El criado dijo: «¡Oh, rey! Me he presentado ante la reina Hayat al-Nufus y la he encontrado en una habitación recubierta de tapices; dormía teniendo en el seno a un muchacho. Los he dejado encerrados y me he presentado ante ti». Al oír estas palabras, el rey se puso de pie, empuñó la espada y gritó al jefe de los criados. «Toma tus hombres, preséntate ante Hayat al-Nufus y tráemela con aquel que está con ella; tráelos encima del lecho en que duermen pero antes tápalos con una colcha».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el criado salió con todos sus hombres, entraron en la habitación, y encontraron a la princesa de pie, llorando y sollozando. Lo mismo hacía el hijo del rey. El jefe de los criados dijo al joven: «¡Tiéndete en el lecho como estabas! ¡La hija del rey debe hacer lo mismo!» La princesa temió por Ardasir y le dijo: «¡No es el momento de discutir!» Los dos se tendieron y los criados los transportaron hasta dejarlos ante el rey. Quitaron la colcha y la princesa se puso de pie. El rey la miró y quiso cortarle el cuello. El muchacho se interpuso y dijo: «¡Oh, rey! La culpa no es de ella sino mía. ¡Mátame antes que a ella!» El rey se acercó para darle muerte, pero Hayat al-Nufus se interpuso y le dijo: «¡Mátame a mí y no a él! Él es hijo del al-Azam, señor de todo lo largo y ancho de la tierra». Al oír las palabras de su hija el rey se volvió hacia el gran visir que era un mal consejero y le preguntó: «¿Qué opinas, visir, de todo el asunto?» «Lo que digo es que cualquiera que se encontrase en estas circunstancias tendría necesidad de mentir. Has de cortar su cabeza después de haberlos torturado de las formas más variadas.» El rey llamó al verdugo. Éste acudió con su gente. El rey le dijo: «Coged a esta carne de horca y cortadle el cuello; después haréis lo mismo con esta desvergonzada y quemaréis los dos cadáveres. No me preguntéis otra vez lo que habéis de hacer». El verdugo colocó la mano encima de la mano de la joven para cogerla pero el rey le tiró un objeto que tenía en la mano y poco faltó para que lo matase. Le increpó: «¡Perro! ¿Cómo puedes ser misericordioso mientras yo estoy enfadado? ¡Cógela por los cabellos y tira de ellos hasta que caiga de bruces!» Hizo lo que le mandaba el rey y la arrastró de bruces. Lo mismo hizo con el muchacho. Así llegaron al lugar del suplicio. Cortó un pedazo de ropa del traje, vendó los ojos del muchacho y desenvainó la espada. Se entretenía con el joven en espera de que alguien intercediese por la princesa, dejando a ésta para más tarde. Volteó la espada por tres veces. Todos los soldados lloraban y pedían a Dios que alguien intercediese por ambos. El verdugo levantó la mano. En el mismo instante una nube de polvo cubrió el horizonte: Era el rey, el padre del muchacho. Al ver que pasaba el tiempo y que no tenía ninguna noticia de su hijo había reunido un gran ejército y había salido, en persona, en busca suya. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey Abd al-Qadir: Al ver la polvareda preguntó: «¡Gentes! ¿Qué ocurre? ¿Qué es esa nube de polvo que tapa la vista?» El gran visir se incorporó y se marchó a averiguar de qué se trataba, a saber de qué iba. Encontró muchísimos hombres, tantos que parecían una nube de langostas pues eran innumerables, sin cuento; habían cubierto los montes, los valles y las colinas. El visir regresó al lado del rey y le informó de lo que sucedía. Éste le dijo: «¡Ve y averigua qué es lo que quiere este ejército, cuál es la causa de su venida a nuestro país. Pregunta quién es su jefe, salúdale en mi nombre y pregúntale el porqué de su presencia aquí. Si tiene algo que hacer le ayudaremos; si tiene que tomar venganza de algún rey, le acompañaremos; si quiere regalos se los daremos. Éste es un ejército muy poderoso y tememos que su violencia se haga sentir en nuestra tierra». El visir se puso en marcha, cruzó entre soldados y pajes y anduvo desde la aurora hasta el crepúsculo vespertino: llegó ante los portadores de espadas doradas, a las tiendas coronadas por estrellas; se presentó ante príncipes, ministros, chambelanes y lugartenientes y no se detuvo hasta llegar ante el sultán. Vio que era un gran rey. Los grandes del reino, al verle, le gritaron: «¡Besa el suelo! ¡Besa el suelo!» Besó el suelo y se incorporó. Pero se lo gritaron por segunda y tercera vez hasta que levantó la cabeza y, queriendo incorporarse, cayó a todo lo largo de tanto respeto como experimentaba. Una vez ante el rey le dijo: «¡Que Dios prolongue tus días, aumente tu poder y eleve tu dignidad, oh, rey feliz! Después de esto te comunico que el rey Abd al-Qadir te saluda y besa el suelo ante ti; te pregunta cuál es el motivo de tu venida. Si vas a tomar venganza de algún rey, él montará a caballo y se pondrá a tu servicio. Si vienes en busca de algo que le es posible conseguir, se pondrá a tus órdenes». El rey contestó: «¡Mensajero! Ve a tu Señor y dile: “El rey al-Azam tiene un hijo que está ausente desde hace tiempo; sus noticias llegaban con mucho retraso y ha perdido su rastro. Si está en la ciudad le tomará consigo y se marchará; pero si le ha ocurrido alguna cosa o le habéis causado algún daño, su padre arruinará vuestro país, saqueará vuestras riquezas, matará vuestros hombres y capturará vuestras mujeres”. Vuelve rápidamente junto a tu dueño e infórmale de esto antes de que le alcance la desgracia.» «Oír es obedecer», contestó el ministro. Se disponía a partir cuando los chambelanes le gritaron: «¡Besa el suelo! ¡Besa el suelo!» Lo besó veinte veces y se alzó con el alma en la nariz. Salió del pabellón del rey y no paró de correr, meditando en el caso de aquel soberano y en el gran número de sus soldados, hasta llegar ante Abd al-Qadir. Éste estaba pálido, lleno de pánico, tembloroso. Le informó de lo que había sucedido.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al rey le entraron sospechas y temió por sí y por sus hombres. Preguntó: «¡Visir! ¿Quién es el hijo de ese rey?» «Su hijo es aquel al que has mandado dar muerte. ¡Loado sea Dios que no ha apresurado su fin! Su padre hubiese destruido nuestro país y saqueado nuestros bienes.» «¡Mira que mal consejo diste al indicarnos que había de matarlo! ¿Dónde está el muchacho hijo de ese rey generoso?» «¡Oh, rey poderoso! Tú has mandado matarle.» El soberano al oír estas palabras quedó perplejo y gritó desde lo más hondo de su corazón: «¡Ay de vosotros! ¡Advertid al verdugo que no lo mate!» Éste acudió al momento. Cuando estuvo ante el soberano dijo: «¡Rey del tiempo! Le he cortado el cuello conforme has mandado». «¡Perro! ¡Si es verdad lo que dices vas a reunirte con él!» «¡Oh, rey! ¡Tú me has mandado que lo matase sin que te lo preguntase por segunda vez!» «¡Pero yo estaba enojado! Di la verdad antes de perder la vida.» «¡Oh, rey! Está sujeto por las cadenas de la vida.» El soberano se tranquilizó al oír esto y mandó que le llevasen al muchacho. Cuando le tuvo delante se puso de pie, le besó en la boca y le dijo: «¡Hijo mío! Pido perdón a Dios, el Grande, por cuanto te he hecho. No digas a tu padre, el rey al-Azam, lo que haya de menguar mi posición». «¡Rey del tiempo! —replicó el muchacho—. ¿Dónde está el rey al-Azam?» «Ha venido por tu causa.» «¡Juro por tu honor que no me iré de aquí hasta haber rehabilitado mi decoro y el de tu hija de la acusación que se nos ha hecho!: ella es virgen. Manda que vengan nodrizas y comadronas para que la examinen ante ti. Si no es virgen te permitiré que derrames mi sangre, pero si lo es, quedará patente nuestra inocencia.» El rey llamó a las comadronas. Éstas examinaron a la princesa y vieron que era virgen. Se lo dijeron al rey y le pidieron regalos. Se los concedió. También hizo regalos a todas las mujeres del harén. Sacaron los recipientes de perfumes y los grandes del reino se perfumaron y se pusieron muy alegres. Después el rey abrazó al muchacho, le trató con honor y respeto y le mandó que fuese al baño con sus propios criados. Al salir le dio un magnífico traje de corte, le puso una corona de aljófares y le ciñó con un cinturón de seda bordada con oro rojo que estaba incrustado de perlas y aljófares. Le hizo montar en un caballo hermosísimo que llevaba una silla de oro incrustada de perlas y aljófares y mandó a los grandes de su reino y a los magnates de su imperio que montasen también y se pusiesen a su servicio hasta que llegase junto a su padre. Recomendó al muchacho que dijese a aquél, al rey al-Azam: «El rey Abd al-Qadir escucha tus órdenes y obedecerá lo que quieras mandarle o prohibirle». El muchacho contestó: «Así lo diré». Se despidió y se marchó al encuentro de su padre. Éste, al verlo, perdió la razón de alegría. Se incorporó, se acercó a pie hasta él y se abrazaron. La alegría y el regocijo se extendieron por el ejército del rey al-Azam. Todos los visires, los chambelanes los soldados y los oficiales besaron el suelo ante el príncipe y se alegraron de su vuelta. Aquel fue un día de gran alegría. El hijo del rey concedió permiso a los que le acompañaban, súbditos del rey Abd al-Qadir, para que recorriesen el ejército del rey al-Azam sin que nadie les molestase: así verían el gran número de soldados y el poder del sultán. Todos aquéllos que habían visto al muchacho sentado en el mercado de los ropavejeros quedaban estupefactos de que hubiese consentido en desempeñar tal papel dada su elevada posición y su alto rango. Pero su amor y su inclinación por la hija del rey le habían puesto en esta necesidad.

Las noticias del gran ejército se difundieron y llegaron hasta Hayat al-Nufus. Ésta miró desde lo más alto del palacio y se fijó en los montes: vio que estaban llenos de soldados y tropas. La princesa se encontraba presa en el palacio de su padre, en espera de órdenes, hasta que supiesen lo que mandaba hacer con ella el rey: o quedaba satisfecho y la ponía en libertad o la mataba y quemaba su cadáver. Hayat al-Nufus, al ver el ejército y al enterarse que pertenecía a al-Azam temió que el príncipe se olvidase de ella y que su padre le distrajese y se marchase, pues entonces Abd al-Qadir la mataría. En su celda tenía una esclava afectada a su servicio. Le dijo: «Ve en busca de Ardasir, hijo del rey, y no temas. Cuando llegues ante él, besa el suelo, di quién eres y añade: “Mi señora te saluda. Ahora está encarcelada en el alcázar de su padre, en espera de sus órdenes: puede perdonarla o castigarla. Te ruega que no la olvides ni la abandones: hoy eres todopoderoso y nadie podrá desobedecer cualquier cosa que ordenes. Si te parece bien librarla de su padre y tenerla a tu lado sería un favor de tu parte, pues ella sufre todas estas contrariedades por tu causa. Si esto no te parece bien por haber conseguido tu propósito, habla a tu padre: que no se marche hasta que quede en libertad y le haya prometido y asegurado que no la castigará ni la matará. Aquí terminan las palabras. ¡Que Dios no te entristezca! ¡La Paz!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la esclava, una vez ante el príncipe, le repitió las palabras de su señora. Éste, al oírla, rompió a llorar a lágrima viva y le dijo: «Di a Hayat al-Nufus, mi señora, yo soy su esclavo, prisionero de su amor, que no olvido lo que existe entre los dos ni la amargura del día de la separación. Dile, después de haberle besado los pies: “Yo hablaré a mi padre de ella y éste enviará a su visir a pedirte por esposa, el mismo que te pidió por primera vez en matrimonio. Él no podrá desobedecer. Si tu padre envía a alguien para pedirte la opinión, no le contraríes pues yo no me marcharé a mi país si no es contigo”». La esclava volvió junto a su señora, le besó las manos y le dio el mensaje. Al oírlo, la princesa rompió a llorar de alegría y loó a Dios (¡ensalzado sea!). Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia al joven: Llegada la noche se quedó a solas con su padre. Éste le había preguntado cómo se encontraba y qué le había sucedido. El príncipe le había referido todo desde el principio hasta el fin. El soberano le preguntó: «¿Qué quieres que haga, hijo mío? Si tú quieres destruir a Abd al-Qadir, arruinaré su país, saquearé sus riquezas y violaré su harén». «No quiero esto, padre. No me ha hecho nada que merezca causarle daño. Quiero unirme con ella y pido de tu bondad que prepares un regalo y se lo envíes a su padre. Ha de ser un regalo precioso: lo mandarás con tu visir, el que es de buen consejo». «¡Oír es obedecer!», le contestó su padre. El rey fue al lugar en que guardaba sus tesoros desde hacía mucho tiempo y sacó todas las cosas preciosas. Se las mostró a su hijo y éste quedó encantado. Mandó llamar al visir y lo envió todo por su mediación. Le mandó que lo llevase al rey Abd al-Qadir y que le pidiese en matrimonio a su hija para su hijo. Añadió: «Le dirás: “Acepta este regalo y dame tu contestación”». El visir marchó en busca del rey Abd al-Qadir.

Éste permanecía triste desde el momento de la partida del muchacho; estaba muy preocupado, pues esperaba la destrucción de su reino y su propia ruina. Entonces llegó el visir quien le saludó y besó el suelo ante él. El rey se puso de pie y le recibió con honores. El visir avanzó apresuradamente, se dejó caer a sus pies y se los besó diciendo: «¡Perdón, oh rey del tiempo! Personas de tu rango no se incorporan por un ser como yo que soy el más ínfimo de los esclavos, de los criados. Sabe, ¡oh rey!, que el príncipe ha hablado con su padre y le ha explicado parte de tu generosidad y de tu bondad con él. El rey te da las gracias por todo y te ha preparado un regalo que te envía por medio de los criados que están ante ti. Te saluda, te distingue y te honra». Abd al-Qadir, dado su gran miedo, no dio crédito a lo que oía hasta que le mostraron el regalo. Al contemplarlo se dio cuenta de que era un presente que estaba por encima de todas las riquezas y al cual no podía alcanzar ninguno de los reyes de la tierra. Quedó abrumado y poniéndose de pie dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!), le loó y dio gracias al joven.

El visir le dijo: «¡Rey generoso! Oye mis palabras: Sabe que el rey al-Azam te ha enviado un mensajero, pues desea ser tu pariente. He venido con la intención de pedirte a tu hija, la señora bien guardada, la joya protegida, Hayat al-Nufus, para que él la case con su hijo Ardasir. Si aceptas esta demanda y estás satisfecho de ella ponte de acuerdo conmigo acerca de las arras». El rey contestó a estas palabras: «¡Oír es obedecer! Por mi parte, bien. Pero la muchacha ha alcanzado la mayoría de edad y es a ella a quien toca decidir. Sabe que todo depende de ella». Volviéndose al jefe de los criados le dijo: «Ve a ver a mi hija e infórmale de la situación». «¡Oír es obedecer!», replicó el criado. Se marchó, llegó al alcázar del harén, se presentó a la princesa, besó sus manos y la explicó lo que le había dicho el rey. Le preguntó: «¿Qué dices en contestación a estas palabras?» Contestó: «¡Oír es obedecer!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas treinta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el jefe de los criados del harén, al oír estas palabras, regresó junto al rey y le dio la respuesta. Éste se alegró muchísimo. Mandó que diesen al visir un traje de corte y ordenó que le entregasen diez mil dinares. Dijo: «Llévale la contestación al rey y pídele permiso para que yo vaya a visitarle». El visir contestó: «¡Oír es obedecer!». Abandonó al rey Abd al-Qadir y anduvo sin descanso hasta encontrarse ante el rey al-Azam. Le dio la contestación y le refirió las palabras que había dicho. Al-Azam se alegró mucho y él perdió la cabeza de alegría, el pecho se le dilató y quedó satisfecho. El rey al-Azam concedió permiso al rey Abd al-Qadir para que éste acudiera a visitarle. Al día siguiente el rey Abd al-Qadir montó a caballo, se presentó ante al-Azam y éste salió a recibirle con el máximo honor y respeto. Ambos se sentaron y el príncipe quedó de pie ante ellos. Un orador del séquito del rey Abd al-Qadir pronunció un elocuente discurso y felicitó al hijo del rey por haber conseguido su propósito de casarse con la reina, la señora hija de reyes. Una vez se hubo sentado el orador el rey al-Azam mandó que le llevasen una caja llena de perlas, aljófares y cincuenta mil dinares. Dijo al rey Abd al-Qadir: «Yo soy el procurador de mi hijo para todo lo que está establecido». Éste reconoció haber recibido la dote en la cual figuraban cincuenta mil dinares con motivo de la boda de su hija, la señora, hija de reyes, Hayat al-Nufus. Después de estas palabras hicieron acto de presencia los jueces y los testigos y escribieron el contrato matrimonial de la hija del rey Abd al-Qadir con el hijo del rey al-Azam, Ardasir. Fue un día señalado que causó alegría a todos los amantes y enojo a los envidiosos y malévolos. Se organizaron banquetes y se enviaron invitaciones. Después el príncipe consumó el matrimonio y vio que su mujer era una perla sin perforar, una potra a la que nadie había cabalgado, una perla única, guardada, una joya protegida. Así se lo comunicaron a Abd al-Qadir.

Después el rey al-Azam preguntó a su hijo si tenía algún deseo que realizar antes de partir. Contestó: «¡Sí, oh rey! Sabe que quiero tomar venganza del visir que nos ha causado daño y del eunuco que inventó la mentira». El rey al-Azam envió, al acto, un mensajero al rey Abd al-Qadir pidiéndole el visir y el eunuco. Éste se los entregó. Cuando los tuvo en su poder mandó ahorcarlos en la puerta de la ciudad. Después aún permanecieron allí un corto espacio de tiempo al cabo del cual pidieron permiso al rey Abd al-Qadir para que su hija se preparase para el viaje. Éste la preparó y la instaló en una litera de oro rojo incrustada de perlas y aljófares y arrastrada por nobles corceles. La princesa se llevó consigo todas sus doncellas y criadas y la nodriza recuperó el puesto que tenía antes de la huida. El rey al-Azam y su hijo montaron a caballo. Lo mismo hizo el rey Abd al-Qadir y todos los súbditos de su reino para ir a despedir a su yerno y a su hija. Fue un día que se cuenta entre los más bellos. Cuando se hubieron alejado de la ciudad el rey al-Azam conjuró a su suegro para que volviese a ella. Se despidió de él y Abd al-Qadir regresó a la capital después de haberle estrechado contra su pecho, besado la frente, dado las gracias por sus favores y haberle recomendado su hija. Una vez despedido del rey al-Azam y del príncipe volvió junto a aquélla, la abrazó y ella le besó las manos. Ambos rompieron a llorar por haber llegado la hora de la separación. El rey volvió hacia su reino y al-Azam, el príncipe y su esposa siguieron viaje hasta llegar a su patria en donde volvieron a celebrar las fiestas nupciales.

Vivieron en la más dulce, feliz y cómoda vida hasta que les llegó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos, arruinador de los palacios, el constructor de las tumbas.

Así termina la historia.