HE aquí lo que hace referencia a Alí al-Zaybaq al-Misrí. Era un pícaro que vivía en El Cairo en la época de un hombre llamado Salah al-Misrí, jefe del diván de Egipto. Alí tenía cuarenta secuaces. Los hombres de Salah al-Misrí le tendían trampas a Alí el Pícaro, con la intención de que cayera en ellas; pero cuando lo buscaban, comprobaban que se había escurrido como se escurre el mercurio. Por ello lo habían apodado al-Zaybaq al-Misrí.
Cierto día Alí estaba sentado en el cuartel entre sus hombres, cuando, de repente, el corazón se le acongojó y sintió oprimido el pecho. Al verlo sentado allí, con el rostro fruncido el guardián del local le preguntó: «¿Qué te ocurre, jefe? Si el pecho te oprime, vete a dar una vuelta por El Cairo, pues paseando por los zocos de la ciudad se te pasarán las preocupaciones». Alí se levantó y salió a pasear por El Cairo; pero su pena y su aflicción crecieron. Al pasar ante una taberna se dijo: «Entra y bebe». Se metió dentro y vio que en la taberna había siete filas de personas. «¡Tabernero! —llamó—, yo me siento solo.» El tabernero lo acomodó en una habitación solo, le sirvió vino, y él bebió hasta perder el conocimiento. Luego salió de la taberna y se puso a pasear por El Cairo, y siguió andando por las calles hasta llegar al Darb Al-Ahmar mientras la calle quedaba desierta ante él a causa del respeto que inspiraba. Alí miró a su alrededor y vio a un aguador que daba de beber con un vaso de hojalata, e iba gritando por la calle: «¡Oh, Tú, que indemnizas! La única bebida es la hecha con pasas, la única unión es la que se verifica con el ser amado, y sólo el inteligente se sienta en el lugar de honor». Alí le dijo: «Ven aquí, dame de beber». El aguador lo examinó y le ofreció el vaso. Alí, después de mirar en su interior, agitó el agua para limpiar el vaso y vertió el contenido en el suelo. «¿No bebes?», le preguntó el aguador; y Alí le contestó: «Dame de beber». Le llenó el vaso. Alí lo cogió, lo agitó y vertió nuevamente el agua; y así volvió a hacerlo por tercera vez. «Si no quieres beber, me voy», le dijo el aguador. «Dame de beber.» Le llenó el vaso y se lo entregó. Alí lo cogió, lo bebió y luego le dio un dinar; pero el aguador lo miró con desprecio y le dijo: «¡Dios te haga prosperar, Dios te haga prosperar, oh, muchacho! Los ínfimos de una gente son los grandes de otra».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Alí el Pícaro agarró al aguador por la chilaba y desenvainó ante su rostro un magnífico puñal, es decir, hizo como aquel a quien se referían estos dos versos:
Con tu puñal hiere al pendenciero, y no temas a nadie sino a la ira del Creador.
Evita la gente vil y no dejes nunca de estar entre las personas nobles.
«Mi viejo —le dijo—, piensa un poco: tu odre, por muy caro que costase, valdría tres dirhemes, y los dos vasos que he derramado equivalen a un ratl de agua.» «Es cierto», admitió el aguador. «Pues si yo te he dado un dinar de oro, ¿por qué me desprecias? ¿Has visto persona más valiente y más generosa que yo?» «He visto a una persona más valiente y más noble que tú, y mientras las mujeres sigan pariendo en la tierra, no habrá un hombre más valiente y generoso que él.» «¿Quién es ése a quien viste y que es más valiente y más generoso que yo?» El aguador le contó: «Sabe que mi historia es curiosa. Mi padre era jefe de los aguadores que repartían en El Cairo el agua para beber. Murió dejándome cinco camellos, un mulo, una tienda y una casa; pero el hombre pobre no puede enriquecerse, y cuando se enriquece, muere. Entonces me dije: “Me iré al Hichaz” y compré una reata de camellos y contraje continuamente deudas hasta quedar endeudado por quinientos dinares. Y todo eso se perdió durante la peregrinación. Entonces me dije: “Si regreso a El Cairo, la gente me hará encarcelar por el dinero que me prestó”. Y me uní a los peregrinos de Siria, llegué a Alepo, y desde Alepo me trasladé a Bagdad. Pregunté allí por el jefe de los aguadores de la ciudad, y me preguntó por mi situación, y yo le conté todo lo que había ocurrido. Limpió una tienda para mí, me dio un odre y utensilios de trabajo, y yo con la confianza puesta en Dios, empecé a dar vueltas por la ciudad una mañana muy temprano. Le ofrecí el vaso a una persona para que bebiera, pero gruñó: “¿Cómo voy a beber si no he comido nada? Hoy me invitó un avaro y puso ante mí dos vasos. Yo le dije: ‘Hijo de un avaro, ¿me has dado algo de comer para que me ofrezcas de beber?’ Por lo tanto, aguador, hasta que no haya comido algo, puedes irte; luego me darás de beber”. Me dirigí a una segunda persona, que me dijo: “¡Dios te ayude!” Y así seguí hasta el mediodía: nadie me había dado nada. “¡Ojalá no hubiese venido nunca a Bagdad!”, exclamé. En aquel momento tropecé con gente que iba corriendo. La seguí y vi un gran cortejo de personas que avanzaban de dos en dos, todos vestidos con turbantes y fajas de muselina, sombreros de fieltro y espadas de acero. “¿De quién es este séquito?”, pregunté a uno. “Es el séquito del capitán Ahmad al-Danif”, contestó. “¿Qué cargo ostenta?” “Es jefe del diván y capitán de Bagdad. A él le incumbe la policía de la ciudad, y cada mes el Califa le da mil dinares, y cada uno de sus hombres cobra cien. Hasán Sumán cobra lo mismo que él: mil dinares. Ahora bajan del diván y se dirigen a su cuartel.” Ahmad al-Danif me vio y me dijo: “Ven acá, dame de beber”. Llené el vaso y se lo ofrecí; agitó el agua para limpiar el vaso y la tiró, y así hizo por segunda vez. A la tercera bebió, como tú has hecho, sorbiendo con los labios. “¿De dónde eres, aguador?’” me preguntó; y yo le contesté: “De El Cairo”. “¡Haga Dios vivir El Cairo y a sus habitantes! —exclamó—. ¿Por qué has venido a esta ciudad?” Yo le conté mi historia y le di a entender que estaba endeudado y que había huido por las deudas y la pobreza. “Bien venido seas”, me dijo, y me dio cinco dinares. Luego indicó a sus hombres: “Buscad la faz de Dios y haced una buena obra”. Y cada uno de ellos me dio un dinar. “Jeque —añadió Ahmad—, mientras estés en Bagdad obtendrás de nosotros esta cantidad cada vez que nos des de beber.” Yo procuré frecuentar su trato, y empezó a venirme bien de aquella gente. Al cabo de unos días calculé cuánto había ganado: vi que mis ahorros ascendían a mil dinares, y por eso creí oportuno volverme a mi tierra. Fui a ver a Ahmad al cuartel y le besé las manos. “¿Qué quieres?”, me preguntó. “Quiero partir”, le contesté, y le recité estos versos:
Las estancias de un extranjero en cualquier país son como edificar castillos en el aire.
El soplar del viento derrumba lo que edificó. Por consiguiente, el extranjero ha decidido marchar.
»Y añadí: “La caravana se dirige a El Cairo, y mi intención es ir a reunirme con mi familia”. Me dio una mula y cien dinares, y me dijo: “Jeque, queremos enviar algo por medio de ti. ¿Conoces a los habitantes de El Cairo?” “Sí”, le aseguré.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas diez, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ahmad dijo:] »“Entonces, toma este escrito, llévaselo a Alí al-Zaybaq al-Misrí y dile: ‘Tu jefe te saluda y se halla junto al Califa’.” Cogí la carta, partí y entré en El Cairo. Mis acreedores me vieron y yo les pagué cuanto les debía. Luego me he dedicado a hacer de aguador, pero no he podido entregar la carta porque no sé dónde vive Alí al-Zaybaq al-Misrí».
«Jeque, tranquilízate y sosiégate —le dijo Alí—, pues yo soy Alí al-Zaybaq al-Misrí, el primero de los satélites del capitán Ahmad al-Danif. Dame, pues, la carta.» El aguador se la entregó, y cuando Alí la abrió y la leyó, vio escritos en ella estos versos:
¡Oh, adorno de los bellos! Te he escrito sobre un papel que anda con los vientos.
Si hubiera sabido volar, habría volado por el deseo de verte. Mas, ¿cómo puede volar quien tiene cortadas las alas?
Y a continuación: «¡La paz de parte del capitán Ahmad al-Danif a Alí al-Zaybaq al-Misrí, el mayor de sus hombres! Lo que te hacemos saber es que he apuntado a Salah al-Din al-Misrí y le he hecho tantas, que lo he sepultado vivo. Sus secuaces me han rendido homenaje, y con ellos también Alí Kitf al-Chamal, y he sido nombrado capitán de la ciudad de Bagdad en el diván del Califa, y también he sido designado jefe de la policía de la ciudad. Si sigues fiel al pacto hecho entre yo y tú, ven a mí y quizá logres dar algún buen golpe en Bagdad que te acerque al servicio del Califa, y él pueda asignarte un sueldo y unas rentas y te construya un cuartel. Esto es cuanto deseo. ¡La paz!». Una vez leído el escrito, Alí lo besó, se lo puso sobre la cabeza en señal de respeto y le dio al aguador diez dinares por la buena noticia que le había traído. Luego se marchó al cuartel, fue a ver a sus secuaces, a quienes dio la noticia y les dijo: «Os encomiendo uno a otro». Luego se quitó lo que llevaba puesto, se puso una capa y un fez, cogió una caja en la que había una larga lanza de madera —de la especial que se usa para fabricar lanzas—, de veinticuatro codos de largo y que constaba de varios trozos desmontables. El guardián le preguntó: «¿Cómo? ¿Te vas precisamente cuando la caja está vacía?» «Cuando llegue a Siria —contestó Alí— os enviaré lo necesario.» Y se fue por su camino. Encontró una caravana de camellos que partía, y allí vio al jefe del gremio de los mercaderes junto con cuarenta mercaderes. Éstos habían cargado sus cosas, mientras que los bultos del jefe estaban en el suelo. Vio también que el jefe de la caravana, un sirio, les decía a los muleros: «Que me ayude uno de vosotros». Pero ellos lo insultaron y lo injuriaron. «Sólo con este jefe es oportuno que yo parta», pensó Alí, que era un hermoso joven imberbe. Se adelantó hacia el jefe, lo saludó, y éste, después de darle la bienvenida, le preguntó: «¿Qué quieres?» «Tío, te he visto solo, a pesar de que tu equipaje se compone de cuarenta mulos. ¿Por qué no trajiste gente para ayudarte?» «Hijo mío, había contratado a dos muchachos, a los que vestí y puse en el bolsillo de cada uno doscientos dinares. Ellos me ayudaron hasta llegar al convento de los derviches y luego huyeron.» «¿Dónde vais?» «A Alepo.» «Yo te ayudaré», le propuso Alí. Cargaron los bultos y se pusieron en camino, y el jefe del gremio de mercaderes, tras montar a lomos de su mula, se puso también en marcha. El jefe sirio se sintió feliz por tener a Alí consigo y se prendó de él. Al caer la noche todos pararon, comieron y bebieron, y cuando llegó el momento de dormir, Alí se colocó cerca del jefe y fingió estar dormido, mientras éste se acostaba cerca de él. Entonces Alí se levantó de su sitio y se sentó cerca de la puerta de la tienda del mercader. El jefe de la caravana, al darse vuelta con la intención de abrazar a Alí no lo encontró. Pensó: «Quizás había dado cita a alguien que se lo cogió; pero yo soy más digno de tenerlo, y por ello le entretendré otra noche. Alí siguió en la puerta de la tienda del mercader hasta que se acercó el alba. Entonces entró y se durmió junto al jefe, el cual, al despertar y verle allí, pensó: «Si le pregunto dónde estuvo, me abandonará y se irá». Por ello siguió disimulando, y así llegaron cerca de una cueva junto a la cual empezaba un bosque. En aquel bosque había un león feroz, y los miembros de la caravana, cada vez que pasaban por allí, echaban suertes entre ellos y entregaban al león al que la suerte había designado. Echaron suertes y le tocó precisamente al jefe del gremio de mercaderes. En aquel momento el león les cortó el camino, en espera de la persona que, como botín, le había de corresponder de la caravana. El jefe del gremio de mercaderes, muy emocionado, habló al jefe de la caravana: «¡Dios no te permita poseer fortuna y haga inútil tu viaje! Te encargo de que, después de mi muerte, entregues mis cosas a mis hijos». «¿Cuál es la causa de toda esta historia?», preguntó Alí el Pícaro. Y lo pusieron al corriente del asunto. «¿Y por qué huís ante la fiera? Yo me encargo de matarla.» Entonces el jefe de la caravana se dirigió al mercader y le repitió aquellas palabras. «Si lo mata —prometió el mercader— le daré mil dinares.» «También nosotros le daremos algo», añadieron los demás mercaderes. Alí se levantó, se quitó la capa y quedaron al descubierto armas de guerra de buen acero. Cogió una espada de acero, dio vuelta a la espiral y se plantó solo ante el león, gritándole. La fiera se abalanzó sobre él; pero Alí al-Misrí mientras el jefe de la caravana y los mercaderes lo miraban, le clavó la espada entre los ojos y lo partió en dos mitades. «No temas, tío», le dijo al jefe de la caravana. «Hijo mío, desde ahora soy tu siervo.» El mercader se levantó, lo abrazó y lo besó en la frente, le entregó los mil dinares, y cada mercader le dio veinte dinares. Alí entregó todo el dinero al mercader, y todos se pusieron a dormir. Por la mañana emprendieron la marcha hacia Bagdad y llegaron al Bosque de los Leones y al Valle de los Perros, donde se encontraron con un beduino prepotente y salteador de caminos, que iba con una cábila. El beduino, con los suyos, los asaltó, y la gente huyó ante los asaltantes. «Mi fortuna se ha perdido», lloriqueó el mercader. Entonces se adelantó contra ellos Alí, revestido de coraza de cuero, llena de cascabeles. Sacó su lanza, montó las diversas partes, robó uno de los caballos del beduino, montó en él y dijo al salteador: «Baja a luchar conmigo con la lanza» y, mientras, agitaba los cascabeles. Los caballos del beduino se asustaron a causa de los cascabeles, y Alí golpeó la lanza del beduino y la partió. Luego lo hirió en el cuello y le saltó los sesos. Al ver actuar a Alí, la gente del beduino se lanzó contra él. «¡Dios es grande!», exclamó Alí, se lanzó contra ellos, los derrotó y ellos huyeron. Entonces Alí levantó los sesos del beduino con la punta de la lanza, y los mercaderes, después de haberle hecho regalos, se pusieron en marcha y llegaron a Bagdad. Alí el Pícaro pidió al mercader su dinero, y cuando éste se lo hubo dado, lo entregó al jefe de la caravana, diciéndole: «Cuando vayas a El Cairo, pregunta por mi cuartel y entrega el dinero al guardián». Luego se fue a dormir.
Por la mañana entró en la ciudad y dio vueltas por ella preguntando por el cuartel de Ahmad al-Danif; mas nadie se lo indicó. Entonces se echó a andar y llegó a la plaza de al-Nafd, donde jugaban unos niños, entre ellos un muchacho llamado Ahmad al-Laqit. Alí se dijo: «No pidas noticias sino a los más pequeños» y, volviéndose sobre sí mismo, vio a un vendedor de dulces, al que le compró halawa. Entonces llamó a los niños. En seguida, Ahmad al-Laqit apartó a los niños, se adelantó y preguntó a Alí: «¿Qué quieres?» Alí le dijo: «Yo tenía un hijo, que murió. Lo he visto en sueños y pedía halawa, y la he comprado. Ahora quiero dar un pedazo a cada niño». Dio un trozo a Ahmad al-Laqit, y éste al mirarlo, vio que a él iba pegado un dinar. «¡Vete! —exclamó—, ¡yo no hago porquerías! Pregunta quién soy yo.» «Hijo mío, no acepta el salario sino el pícaro y no facilita el salario sino el pícaro. He dado vueltas por la ciudad buscando el cuartel de Ahmad al-Danif, pero nadie me lo ha dicho. Este dinar será tu paga si me indicas dónde está el cuartel de Ahmad al-Danif.» El niño contestó: «Yo correré delante de ti, y tú correrás detrás de mí. Cuando esté cerca del cuartel, daré un puntapié a una piedra, la lanzaré contra la puerta, y así sabrás cuál es». El niño se echó a correr, y Alí tras él, hasta que el muchacho dio un puntapié a una piedra y la lanzó contra la puerta del cuartel, y así Alí lo reconoció.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas once, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí] entonces cogió al muchacho con la intención de arrebatarle el dinar; pero no lo consiguió. «Vete —le dijo entonces—, mereces respeto, pues eres sagaz, muy inteligente y muy valeroso. Si Dios quiere que me nombren capitán del Califa, haré de ti uno de mis muchachos.» El muchacho se marchó. Alí al-Zaybaq al-Misrí se acercó al cuartel y llamó a la puerta. «Guardián, abre la puerta —mandó Ahmad al-Danif—, ésta es la manera de llamar de Alí al-Zaybaq al-Misrí.» Abrió la puerta y Alí llegó a presencia de Ahmad al-Danif. Lo saludó, lo besó y lo abrazó, y los cuarenta lo saludaron también. Luego Ahmad al-Danif le mandó ponerse un vestido, diciéndole: «Cuando el Califa me nombró capitán suyo, vistió a mis satélites, y yo reservé este vestido para ti». Lo hicieron sentar entre ellos, en el centro de la reunión. Trajeron comida, de la que comieron, y bebidas, de las que estuvieron bebiendo hasta llegar la mañana, por lo que quedaron borrachos. «Ve con cuidado y no corretees por Bagdad —dijo Ahmad al-Danif a Alí al-Misrí—. Permanece en el cuartel.» Pero Alí preguntó: «¿Por qué? ¿Acaso vine para permanecer encerrado? He venido para corretear». «Hijo mío, no creas que Bagdad es como El Cairo. Ésta es Bagdad, la sede del Califato, en la que hay muchos pícaros: la mala vida crece en ella como las malas hierbas surgen de la tierra.» Y Alí permaneció tres días en el cuartel.
«Quiero hacerte llegar junto al Califa —le dijo Ahmad—, para que te señale un sueldo.» «Cuando llegue el momento», contestó Alí. Y Ahmad lo dejó y se fue a sus asuntos.
Cierto día, mientras Alí estaba en el cuartel, se le acongojó el corazón y se le oprimió el pecho. «¡Ea! —se dijo a sí mismo—, vete a dar una vuelta por Bagdad y se te ensanchará el pecho.» Salió y fue de calle en calle. En el mercado vio una tienda, entró en ella, comió, salió para lavarse las manos y tropezó con cuarenta esclavos, que llevaban espadas de acero y fieltros y marchaban de dos en dos. Al final de la comitiva, y montada sobre una mula, iba Dalila la Taimada, con penacho dorado y casco de acero en la cabeza, cota de mallas y demás cosas por el estilo. Dalila salía del diván e iba hacia la posada. Al ver a Alí al-Zaybaq al-Misrí, lo miró atentamente: notó que se parecía a Ahmad al-Danif en lo alto y robusto; que llevaba capa, albornoz, espada de acero, etcétera; que en su rostro se leía el valor, lo cual era un testimonio favorable para él. Marchó hacia la posada y se reunió con su hija Zaynab. Cogió la tableta geomántica, dispuso la arena y apareció patente que se llamaba Alí al-Misrí, y que su buena estrella habría de vencer la suerte de ella y de su hija Zaynab. «Madre mía, ¿qué has deducido de tu geomancia?» «Hoy he visto —contestó ella— un joven que se parece a Ahmad al-Danif, y temo que se entere de que tú has despojado a éste y a sus hombres, que entre en la posada y nos haga alguna jugarreta para vengar a su jefe y a sus cuarenta. Creo que se aloja en el cuartel de Ahmad al-Danif.» «¿Y eso qué importa? —inquirió Zaynab—. Creo que ya has hecho tus cálculos acerca de él.» A continuación, la joven se puso el vestido más suntuoso que poseía y salió a dar vueltas por la ciudad. La gente, al verla, quedaba prendada de ella, mientras ella prometía y violaba su promesa, escuchaba y las hacía de todas clases. Fue de zoco en zoco hasta que vio que Alí al-Misrí se acercaba a ella. Lo rozó con el hombro, se volvió hacia él y le dijo: «¡Dios haga vivir a quienes ven!» Alí exclamó: «¡Qué graciosa eres! ¿A quién perteneces?» «A un bellaco como tú.» «¿Eres casada o soltera?» «Soy casada.» «¿Nos vemos en tu casa o en la mía?» «Yo soy hija de un mercader, y también mi marido es mercader, y nunca salí hasta hoy. Había preparado comida y quería comer; pero no tuve ganas. Y cuando te vi, mi corazón se prendó de ti. ¿Puedes hacerme este favor, y comer un bocado en mi casa?» Alí contestó: «El que sea invitado, que acepte la invitación». Y ella se echó a andar de calle en calle, seguida por Alí. Pero mientras iba andando tras ella, Alí pensó: «¿Cómo puedes hacer eso? Eres extranjero, y se dice: “¡Quien comete adulterio en tierra extraña, Dios lo devuelve a su casa desilusionado!” Despídela, pues, con buenos modos». Y le dijo así: «Toma este dinar y señala otro momento que no sea éste». Pero ella exclamó: «¡Por el gran nombre de Dios! Esto es imposible. Tú vendrás conmigo a esa casa y yo seré afectuosa contigo». Entonces él la siguió, y llegaron al umbral de una casa que tenía un gran portón, y la aldaba estaba cerrada. «Abre esa aldaba», dijo la joven. «¿Dónde está la llave?» «Se ha perdido.» «Quien abre una aldaba sin llave es un delincuente, y el juez debe castigarlo. Yo no conozco ningún modo de abrirlo sin llave.» Ella se levantó el velo del rostro y Alí le echó una mirada a la que siguieron mil suspiros. Luego Zaynab dejó caer su velo sobre la aldaba y, tras pronunciar los nombres de la madre de Moisés, la abrió sin llave, entró, y el joven la siguió; en el interior vio espadas y armas de acero. Ella se quitó el velo y se sentó con él. «Cumple lo que Dios ha decretado acerca de ti», pensó Alí, y se inclinó hacia ella para darle un beso en la mejilla; mas la joven, poniendo su mano sobre la mejilla, objetó: «Sólo de noche puede haber afecto». Trajo una mesa servida, y vino. Los dos comieron y bebieron. Luego ella se levantó para llenar el aguamanil en el pozo, derramó agua sobre sus manos y él se las lavó. Mientras estaban así, la mujer se golpeó el pecho y exclamó: «Mi marido tenía un anillo de jacinto que le habían dado como prenda por quinientos dinares. Yo me lo puse, y como me iba ancho, reduje el aro con cera. Cuando hice bajar el cubo, el anillo se me cayó al pozo. Vuélvete, pues, hacia la puerta, para que yo me desnude y baje al pozo a cogerlo». «Sería una vergüenza para mí que bajases tú y yo permaneciera aquí; bajaré yo mismo.» Se quitó la ropa, se ató a la cuerda, y Zaynab lo bajó al pozo en el que había mucha agua. «La cuerda es corta —dijo Zaynab—: suéltate y baja.» Alí se desató, bajó al agua y se zambulló sin conseguir llegar al fondo.
Entretanto, la mujer se puso de nuevo el velo, cogió los vestidos de Alí y se fue junto a su madre.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas doce, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zaynab se fue junto a su madre] a la que contó: «He despojado a Alí al-Misrí y lo he echado al pozo del Emir Hasán, el dueño de la casa. ¡Le costará bastante salvarse!»
El dueño de la casa, el Emir Hasán, estaba ausente, pues se hallaba en el diván. Cuando regresó y vio que su casa estaba abierta, preguntó al criado: «¿Por qué no echaste la aldaba?» «Mi señor, la cerré con mis propias manos», aseguró el criado. «Entonces, ¡juro por mi cabeza que en mi casa ha entrado un ladrón!» El Emir Hasán entró en la casa y dio vueltas por ella, pero no vio a nadie. «Llena el cubo para que pueda hacer las abluciones», dijo al criado. Éste cogió el cubo y lo echó abajo; pero mientras lo iba subiendo notó que pesaba; se asomó al pozo, y al ver a un individuo acurrucado en el cubo, lo dejó caer de nuevo y gritó: «¡Mi señor, del pozo ha subido un efrit!». «Ve a buscar cuatro alfaquíes —le dijo el Emir Hasán— para que lean el Corán y se vaya.» Y cuando los alfaquíes llegaron, les dijo: «Poneos alrededor de este pozo y leed el Corán a este efrit». Luego acudieron el esclavo y el criado y echaron el cubo. Alí al-Misrí se colgó de él, se escondió y esperó pacientemente a que el cubo estuviera cerca de ellos. Entonces saltó del cubo y se sentó entre los alfaquíes, que se golpearon el rostro, mientras decían: «¡Al efrit, al efrit!» Pero el Emir Hasán, al darse cuenta de que Alí era un hermoso joven, preguntó: «¿Eres un ladrón?» «No», contestó Alí. «Entonces, ¿para qué bajaste al pozo?» «Me quedé dormido y tuve una polución. Por ello bajé al Tigris para hacer ablución completa. Cuando me hube arrojado, el agua me arrastró bajo el suelo, hasta que salí por este pozo.» «Di la verdad», insistió el Emir. Y Alí le contó todo lo que le había ocurrido. El Emir lo hizo salir de la casa con un vestido viejo, y Alí se fue al cuartel de Ahmad al-Danif, a quien contó lo sucedido. «¿No te dije —observó Ahmad— que hay en Bagdad mujeres que engañan a los hombres?» Y entonces, Alí Kitf al-Chamal le dijo: «¡Juro por el gran nombre de Dios! Dime: ¿cómo lograste ser capitán de malandrines en El Cairo, puesto que te has dejado despojar por una joven?» Esto le sentó mal a Alí, y se arrepintió de haber salido. Cuando Ahmad al-Danif le hubo dado otro vestido, Hasán Sumán le dijo: «¿Conoces a la joven?» «No», contestó. «Pues bien, es Zaynab, la hija de Dalila la Taimada, la portera de la posada del Califa. Alí, ¿has caído en sus redes?» «Sí.» «Has de saber que ella robó los vestidos de tu jefe y los de todos sus satélites», prosiguió Hasán. «¡Eso es una ignominia para vosotros!», exclamó Alí. «¿Y qué quieres hacer ahora?» «Mi intención es casarme con ella.» «¡Nunca, nunca lo conseguirás! Consuela a tu corazón acerca de ella.» «¿Cómo lograría casarme con ella, oh, Sumán?», preguntó Alí. «Yo te lo diré con mucho gusto. Si bebes de mi mano y marchas bajo mi bandera, lograrás tu propósito.» «De acuerdo.» «Entonces, quítate los vestidos, Alí.» Alí se desnudó, y el otro cogió un caldero, puso a hervir en él algo parecido a pez, y con el ungüento lo untó, hasta que Alí quedó semejante a un esclavo negro. Le untó labios y mejillas, esparció sobre sus ojos colirio rojo, le hizo ponerse vestidos de siervo, trajo una mesa con un cordero asado y vino, y le dijo: «En la posada hay un esclavo cocinero, y ahora tú eres igual que él. Él necesita del mercado sólo carne y verdura. Dirígete a él con buenos modos, y, hablándole en el lenguaje de que se valen los esclavos, salúdale y dile: “Hace ya mucho que no nos hemos encontrado juntos en una tienda de buza”. Él te contestará: “Yo estoy ocupado y he de atender a cuarenta esclavos, para los cuales guiso la comida y la cena, y luego he de dar de comer a los perros y preparar la mesa para Dalila y para su hija Zaynab.” Pero tú insistes: “Vente a comer cordero asado y a beber buza”. Entra con él en el cuartel, embriágalo y luego pregúntale cuántos platos guisa, qué da de comer a los perros, dónde está la llave de la cocina y la de la despensa. Él te lo dirá, porque el borracho explica todo lo que calla cuando está sereno. Luego dale un narcótico y ponte sus vestidos y los cuchillos a la cintura. Coge la espuerta de la verdura y ve al mercado; compra carne y verdura, y luego ve a la despensa y prepara la comida. Cógela y entra hasta donde está Dalila, en la posada. Echa un narcótico en la comida para narcotizar a los perros, a los esclavos, a la misma Dalila y a su hija Zaynab. Luego sube al palacio y tráete aquí todos los vestidos que allí haya. Y si pretendes casarte con Zaynab, tráete también las cuarenta palomas que transportan las cartas».
Alí salió. Vio al esclavo cocinero, lo saludó y le dijo: «Hace ya mucho que no nos hemos encontrado en la tienda de buza». «Yo estoy ocupado en guisar para los esclavos y los perros», contestó el negro. Alí lo cogió, lo embriagó y le preguntó: «¿Cuántos platos de comida preparas?» Y el cocinero contestó: «Todos los días, cinco para comer y cinco para cenar. Además, ayer me pidieron un sexto plato, que fue zarada, y un séptimo plato, un guiso de granos de granada». «¿Y cómo sirves las comidas que preparas?» «Pongo la mesa para Zaynab, y luego para Dalila. Luego doy de comer a los esclavos, y después a los perros, y a todos ellos les doy de comer carne suficiente; lo menos que les puede bastar es un ratl.» Pero el destino hizo que Alí se olvidara de pedir las llaves. Despojó al negro de sus vestidos y se los puso él, cogió la espuerta y fue al mercado, donde compró la carne y la verdura.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas trece, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego regresó, cruzó la puerta de la posada y vio que Dalila estaba sentada inspeccionando a los que entraban y salían. Vio también a los cuarenta esclavos armados, pero se armó de valor. Mas cuando lo vio Dalila, lo reconoció y exclamó: «¡Atrás, jefe de ladrones! ¿Quieres hacerme alguna jugarreta en la posada?» Alí al-Misrí, que iba disfrazado de esclavo, se volvió hacia Dalila y le dijo: «¿Qué dices, portera?» «¿Qué has hecho del esclavo cocinero? Dime, ¿qué has hecho de él? ¿Lo has matado o le has dado un narcótico?» Pero Alí preguntó: «¿Qué esclavo cocinero? ¿Acaso hay otro esclavo cocinero que no sea yo?» «¡Mientes! Tú eres Alí al-Zaybaq al-Misrí.» «Portera —dijo Alí en el habla de los esclavos—, ¿los de El Cairo son blancos o negros? Yo no quiero servir más.» «¿Qué te ocurre, primo?», le preguntaron entonces los esclavos. «Éste no es vuestro primo —interrumpió Dalila—. Éste es Alí al-Zaybaq al-Misrí y, al parecer, ha narcotizado a vuestro primo o lo ha matado.» «Pero si éste es nuestro primo Saad Allah el cocinero», protestaron los negros. Dalila insistió: «No es vuestro primo, sino Alí al-Misrí, que se ha teñido la piel». «¿Qué Alí? Yo soy Saad Allah», exclamó Alí. Pero Dalila insistió: «Yo tengo grasa para hacer la prueba». Y trajo grasa, con la que le untó el brazo y lo frotó; pero lo negro no se fue. «Déjalo ir para que nos prepare la comida», insistieron los esclavos. «Si éste es vuestro primo —observó Dalila— sabrá lo que le pedisteis ayer y sabrá cuántos platos debe guisar diariamente.» Ellos le preguntaron acerca de los platos de los que le habían pedido la noche anterior, «Lentejas y arroz, caldo, estofado, agua de rosas y un sexto plato: zarada; y un séptimo plato: granos de granada; y lo mismo para cenar.» «¡Ha dicho la verdad!», exclamaron los esclavos. Pero la vieja insistió: «Entrad con él: si reconoce la cocina y la despensa, significa que es vuestro primo. Si no, matadlo».
Ahora bien, resulta que el cocinero había criado un gato, y todas las veces que él iba a entrar en la cocina, el animal se paraba ante la puerta; luego, cuando él entraba, el gato saltaba sobre su hombro. Al entrar Alí, el gato lo vio y saltó sobre su hombro. Alí se lo quitó de encima, el gato corrió hasta la cocina, y Alí adivinó que el animal sólo había podido pararse ante la puerta de la cocina. Cogió entonces las llaves, y al ver que en una de ellas se veían restos de plumas, supo que aquélla era la llave de la cocina. La abrió, dejó la verdura y salió. El gato corrió ante él, dirigiéndose a la puerta de la despensa. Alí supuso que sería la despensa, cogió las llaves y vio que una de ellas tenía huellas de grasa, y comprendió que era la llave de la despensa, y la abrió. Los esclavos observaron: «Dalila, si hubiera sido un extraño no habría sabido cuál era la cocina ni cuál la despensa, ni habría reconocido, entre todas las llaves, la de cada sitio. Por tanto, no cabe duda de que es nuestro primo Saad Allah». Dalila insistió: «Sólo por medio del gato ha reconocido los locales y las llaves por lo que había pegado a ellas. Yo no me trago este cuento».
Alí entró en la cocina, guisó la comida y subió la mesa a Zaynab y vio en su palacio todos los vestidos. Luego bajó, sirvió la mesa a Dalila y dio de comer a los esclavos y a los perros. Y lo mismo hizo para la cena. Ahora bien, la puerta de la posada sólo se abría y cerraba al levantarse y ponerse el Sol. Después Alí gritó: «¡Habitantes de la posada!: los esclavos han empezado la vela para la guardia, hemos soltado los perros. El que quiera subir, que no se censure más que a sí mismo». Alí había retrasado el dar de comer a los perros. Había puesto veneno en la comida y luego la había llevado a los animales, por lo que los perros, después de haber comido, murieron. Narcotizó a todos los esclavos, y también a Dalila y a su hija Zaynab. Entonces subió, cogió todos los vestidos y las palomas mensajeras, abrió la posada, salió y se echó a andar hasta llegar al cuartel. Hasán Sumán lo vio y le preguntó qué había hecho, y Alí le contó todo lo ocurrido. Hasán le dio las gracias, y luego, después de haber recogido los vestidos, se puso a hervir hierbas, lo lavó con la mezcla y Alí quedó blanco como antes. Entonces Alí se dirigió al esclavo, le puso sus vestidos, le dio un antídoto y el negro se levantó y marchó a casa del verdulero, donde cogió las verduras y regresó a la posada.
Esto es lo que se refiere a Alí al-Zaybaq al-Misrí.
En cuanto a Dalila la Taimada, cuando amaneció, un mercader de los que vivían en la posada salió de su habitación y vio que la puerta de la posada estaba abierta, que los esclavos estaban narcotizados, y los perros, muertos. Fue a ver a Dalila y la halló también narcotizada y con un pedazo de papel al cuello. Tenía sobre la cabeza una esponja con un antídoto, que el mercader puso debajo de la nariz de Dalila, y ésta volvió en sí. «¿Dónde estoy?», preguntó al volver en sí. El mercader contestó: «He bajado y he visto que la puerta de la posada estaba abierta. También te he encontrado narcotizada, y lo mismo a los esclavos. En cuanto a los perros, los he hallado muertos». Dalila cogió el pedazo de papel y vio escrito en él: «Todo esto lo ha hecho Alí al-Misrí». Hizo oler el antídoto a los esclavos y a su hija Zaynab, y dijo a los negros: «¿No os dije que era Alí al-Misrí? —y luego ordenó—: Guardad oculto el asunto». Se dirigió entonces a su hija. «¿Cuántas veces te dije que Alí no dejaría de vengarse? Ha obrado así como respuesta a lo que le hiciste. Más aún podría haberte hecho; pero se ha limitado a esto en honor a ti y como prueba de que quiere que haya amistad entre nosotros.»
Luego Dalila se quitó la indumentaria de hombre, se vistió de mujer, se ató el pañuelo al cuello y se dirigió al cuartel de Ahmad al-Danif.
Cuando Alí hubo entrado en el cuartel con los vestidos y con las palomas mensajeras, Sumán entregó al guardián el precio de otras cuarenta palomas, que éste había comprado, cocinado y colocado ante los hombres. De pronto Dalila llamó a la puerta, y Ahmad al-Danif exclamó: «Ésta es la manera de llamar de Dalila. Guardián, levántate y ve a abrirle». El guardián fue a abrir, y Dalila entró.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas catorce, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sumán preguntó: «¿Qué te trajo aquí, vieja de mal agüero? ¡Tú y tu hermano Zurayq, el pescadero, tramasteis juntos!» «Capitán —reconoció Dalila—, la culpa es mía. He aquí mi cabeza. Pero, dime: ¿quién de vosotros es el joven que me hizo esa jugada?» «Es el primero de mis hombres», contestó Ahmad al-Danif. «Entonces intercede ante él para que me traiga las palomas mensajeras y lo demás, y así me haréis un gran favor.» «¡Dios te recompense, Alí! —exclamó Hasán Sumán—. ¿Por qué guisaste esos pájaros?» «Yo no sabía que fuesen palomas mensajeras», contestó Alí. «¡Guardián! —llamó Ahmad—, trae una ración.» El aludido la trajo, y la mujer cogió un trozo de paloma, lo masticó y observó: «¡Esto no es carne de paloma mensajera! Yo las alimento con almizcle, y por eso su carne tiene gusto a almizcle». «Si tu deseo es coger las palomas mensajeras, colma previamente el deseo de Alí al-Misrí», le dijo Sumán. Y la vieja preguntó: «¿Cuál es su deseo?» «Que le des por esposa a tu hija Zaynab.» «Sólo por las buenas puedo dominarla.» «Entrégale las palomas», aconsejó entonces Hasán a Alí al-Misrí. Éste se las dio, y la mujer las recogió, contenta. «Es absolutamente necesario que nos des una respuesta definitiva», dijo Sumán. Y ella contestó: «Si su intención es casarse con ella, he de observar que la jugarreta que ha hecho no puede ser calificada de hábil. La verdadera habilidad consistiría en que la pidiese por esposa a su tío, el capitán Zurayq, que es su tutor, y que suele gritar: “¡Una medida de pescado por dos monedas de cobre!” En su tienda hay colgado un saco, en cuyo interior ha puesto dos mil piezas de oro». Cuando los asistentes oyeron hablar así a la vieja, se pusieron en pie y exclamaron: «¿Qué son estas palabras, desvergonzada? ¡Tú quieres hacernos perder a nuestro hermano Alí al-Misrí!»
En cuanto a Dalila, se alejó de ellos, se dirigió a la posada y dijo a su hija: «Alí al-Misrí te ha pedido a mí por esposa». La mujer se alegró, ya que, en el fondo, se había enamorado de él por la continencia de que había dado muestra con ella. Le preguntó a su madre qué había ocurrido, y Dalila le contó lo sucedido, y añadió: «Le he puesto como condición el que te pida por esposa a tu tío, y así lo he enviado al encuentro de la muerte».
En cuanto a Alí al-Misrí, se volvió hacia sus compañeros y preguntó: «¿Qué tipo es ese Zurayq? ¿Qué hace?», y le contestaron: «Era el jefe de los gamberros del Iraq, capaz de horadar una montaña, de coger las estrellas, de robar el colirio de los ojos. En todo esto no tiene igual. Pero se arrepintió de sus acciones, abrió una pescadería y con esta ocupación ha reunido dos mil dinares, que ha colocado en una bolsa; ha atado a la bolsa un cordón de seda, en el que ha puesto campanillas y cencerros de cobre; luego ha atado el cordón a una estaca por el interior de la puerta de la tienda y lo ha unido a la bolsa. Siempre que abre la tienda, cuelga la bolsa y grita: “¿Dónde estáis, bribones de El Cairo, rufianes del Iraq, granujas de Persia? Zurayq el pescadero ha colgado una bolsa en su tienda y será para quien demuestre ser hábil y logre cogerla con algún truco”. Los malhechores codiciosos vienen con intención de cogerla; pero no lo consiguen, porque él, mientras fríe y enciende fuego, tiene bajo sus pies discos de plomo. Cuando alguien que codicia el dinero va a apoderarse de la bolsa aprovechándose de su descuido, Zurayq le da con un disco de plomo, lo aniquila y le mata. Alí, si te atreves a intentar apoderarte de ella, serás como quien se golpea el rostro en un funeral sin saber ni siquiera quién es el muerto. Tú no tienes fuerza para medirte con él, pues significaría para ti un serio peligro. No necesitas para nada casarte con Zaynab: quien prescinde de una cosa, también puede vivir sin ella». «¡Eso sería una vergüenza, hombre! —replicó Alí—. Debo imprescindiblemente apoderarme de la bolsa. Por tanto, traedme vestidos de mujer.» Se los dieron, se los puso, se tiñó con alheña y se puso un velo. Luego degolló un cordero, cogió la sangre y sacó los intestinos, los limpió y los volvió a cerrar por la parte inferior. Los rellenó de sangre y se los ató al muslo. Encima se puso las bragas, se calzó zuecos, se hizo senos con buches de pájaro, que llenó de leche; se enrolló a la cintura un poco de tela, puso algodón entre esto y su barriga y se fajó por encima con un paño completamente almidonado. Y así todos los que le veían exclamaban: «¡Qué hermosas asentaderas!». Pasó un arriero, y Alí, después de darle un dinar, montó en el asno, con el que partió hacia la tienda de Zurayq el pescadero. Allí vio la bolsa colgada y comprobó que en ella se veía oro. Zurayq estaba friendo pescado. «Arriero, ¿qué olor es éste?», preguntó Alí. «Es el olor de los pescados de Zurayq.» «Soy una mujer en estado, ese olor me molesta. Cógeme, pues, un trozo de pescado.» El arriero se dirigió a Zurayq y le dijo: «¿Acaso te has propuesto hacer notar el olor a las mujeres en estado? Viene conmigo la mujer del Emir Hasán Sarr al-Tariq, que está encinta y ha notado el olor. Dame un trozo de pescado para ella, pues el feto se mueve en su vientre. ¡Oh, protector, oh Dios mío, líbranos de las desgracias de este día!» Zurayq cogió un trozo de pescado con la intención de freírlo; pero el fuego se había apagado, por lo cual se fue adentro a encenderlo. Entretanto, Alí al-Misrí se había sentado, y, haciendo presión en los intestinos, los cortó, y la sangre empezó a correr por entre las piernas. «¡Ay, mi costado! ¡Ay, mi espalda!», se quejaba. El arriero se volvió, vio que la sangre corría, y preguntó: «Mi señora, ¿qué tienes?» Alí, que iba disfrazado de mujer, contestó: «¡He abortado!» Zurayq se asomó; mas al ver la sangre huyó de la tienda, asustado. «¡Dios haga dura tu vida, Zurayq!, maldijo el arriero. La mujer ha abortado y ahora tú no podrás soportar la indignación del marido. ¿Por qué le hiciste notar el olor, mientras yo te pedía que me dieras un trozo de pescado para ella y tú no querías?» El arriero cogió su asno y siguió su camino. Mientras tanto, cuando Zurayq había huido del interior de su tienda, Alí alargó la mano hacia la bolsa. La alcanzó; pero el oro que en ella había sonó, y tintinearon campanillas, cencerros y anillos. «¡Tu engaño ha salido a luz, sinvergüenza! Querías jugármela en mis propias barbas, disfrazado de mujer, ¿eh? Pues coge lo que te llega.» Y le lanzó un disco de plomo, que no dio en el blanco. Zurayq echó mano de otro; mas la gente, protestando contra él, interrumpió: «¿Eres comerciante o luchador? Si eres comerciante, baja la bolsa y evita perjuicios a la gente». Y Zurayq concluyó: «Bueno, en nombre de Dios».
Entretanto, Alí había marchado al cuartel, donde Sumán le preguntó qué había hecho, y él le refirió cuanto le había ocurrido. A continuación se quitó las prendas femeninas y dijo: «Sumán, tráeme vestidos de palafrenero». Y cuando se los hubo traído, los cogió y se los puso. Cogió luego un plato y cinco dirhemes y fue a ver a Zurayq el pescadero, el cual le preguntó: «¿Qué quieres, maestro?» Alí le enseñó los dirhemes que llevaba en la mano, y Zurayq quería darle el pescado que había en la tabla. Pero Alí le dijo: «Sólo aceptaré pescado caliente». Zurayq puso pescado en la sartén con la intención de freírlo; pero como el fuego se había apagado, entró a encenderlo. Entonces Alí alargó la mano para coger la bolsa, y llegó a tocar su extremo; pero tintinearon las campanillas, los anillos y los cencerros. «Tu jugada no me engañó, a pesar de que viniste disfrazado de palafrenero. Te reconocí por la manera de llevar en la mano el dinero y el plato.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas quince, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zurayq] lanzó contra él un disco de plomo. Alí al-Misrí se apartó, y el disco dio en una escudilla de barro llena de carne caliente. La escudilla se rompió, y la carne y el caldo grasiento se derramaron sobre la espalda del cadí, que pasaba por allí. Todo le cayó sobre el pecho y hasta los testículos. «¡Ay mis pelotas! —chilló el cadí—. ¡Maldito desventurado! ¿Quién me ha hecho esta faena?» «Señor nuestro —le contestó la gente—, es un muchacho pequeño que ha tirado una piedra y ha caído en la escudilla. ¡Dios nos libre de males peores!» Miraron alrededor y vieron el disco de plomo y a Zurayq el pescadero que lo había lanzado. Protestaron y le dijeron: «Zurayq, Dios no permite esto. Baja la bolsa, y será mejor para ti.» «Si Dios quiere, la bajaré», contestó Zurayq.
Entretanto, Alí al-Misrí había regresado al cuartel, donde se presentó a sus compañeros, que le preguntaron dónde estaba la bolsa. Él les contó todo lo acaecido, y ellos le dijeron: «¡Has malgastado dos terceras partes de tu habilidad!» Él se quitó lo que llevaba puesto, se disfrazó de mercader y salió. Vio a un encantador de serpientes que llevaba un saco de piel, en el cual iban serpientes, y una alforja, que contenía sus cosas, y le dijo: «Encantador, quiero que des un espectáculo ante mis hijos, y obtendrás recompensa». Y lo llevó al cuartel, donde le dio de comer y lo narcotizó. Luego se puso sus vestidos y se dirigió a Zurayq el pescadero, se acercó a él y tocó la flauta. «¡Dios te sustente!», le deseó Zurayq. Pero Alí sacó las serpientes y las echó ante él, y Zurayq, lleno de miedo ante aquellos animales, huyó al interior de la tienda. Alí cogió las serpientes, las metió en el saco de piel, extendió la mano hacia la bolsa y llegó a tocar un extremo; pero tintinearon los anillos, los cencerros y las campanillas. Y entonces Zurayq le dijo: «Tú sigues tratando de hacerme jugarretas, y ahora incluso te has disfrazado de encantador de serpientes». Y lanzó contra él un disco de plomo. Se acercaba entonces un soldado, tras el cual iba un palafrenero, y el disco dio en la cabeza de este último, que cayó al suelo. «¿Quién lo ha derribado al suelo?», preguntó el soldado. «Ha sido una piedra caída del tejado», le explicó la gente, y el soldado se marchó. Pero algunas personas miraron y vieron el disco de plomo, y por ello protestaron ante Zurayq. «Baja la bolsa», le dijeron. «Si Dios quiere, esta noche la bajaré», aseguró el pescadero.
Alí siguió engañando a Zurayq hasta hacerle siete jugarretas, pero sin lograr apoderarse de la bolsa. Devolvió sus vestidos al encantador de serpientes, le dio también sus cosas y lo compensó. Luego volvió a la tienda de Zurayq y lo oyó decir: «Si esta noche dejo la bolsa en la tienda, él abrirá una brecha y se la llevará. Así, pues, me llevaré la bolsa a mi casa». Se levantó, barrió la tienda, bajó la bolsa, se la puso en el pecho, y Alí lo siguió hasta cerca de su casa. Al ver que en casa de su vecino se celebraba una fiesta, Zurayq se dijo: «Iré primero a casa y le entregaré la bolsa a mi mujer. Luego me vestiré y volveré a la fiesta». Y marchó, mientras Alí seguía detrás de él.
Zurayq estaba casado con una esclava negra, una de las libertas del visir Chafar, y había tenido de ella un hijo varón al que puso el nombre de Abd Allah. Él le había prometido a su mujer que con la bolsa pagaría los gastos de la circuncisión, y que cuando casara al muchacho, gastaría el contenido en la fiesta nupcial.
Zurayq se presentó a su mujer con la cara triste. «¿Cuál es la causa de tu tristeza?», le preguntó su mujer. «Dios me ha entristecido enviándome un bribón que me ha hecho siete jugarretas para robarme la bolsa, pero no ha podido arrebatármela.» «Dámela y la guardaré yo para la boda del muchacho», le aconsejó su esposa. Y Zurayq se la entregó.
Entretanto, Alí al-Misrí se había escondido en una habitación desde la cual podía ver y oír. Zurayq se quitó lo que llevaba puesto, se puso su traje de fiesta y dijo a su mujer: «Umm Abd Allah, guarda la bolsa. Yo me voy a la fiesta». «Tiempo tendrás luego de ir», dijo ella, y Zurayq se echó a dormir. Entonces Alí, andando de puntillas, cogió la bolsa, fue a la casa en que se celebraba la fiesta y allí se puso a observar. Entretanto, Zurayq vio en sueños que un pájaro cogía la bolsa. Despertó asustado y dijo a Umm Abd Allah: «Anda, ve a ver si está la bolsa». Ella fue a verlo, y al no hallarla, se golpeó el rostro con las manos. «¡Qué negra es tu suerte, Umm Abd Allah! —lloriqueó—. El bribón ha cogido la bolsa.» «¡Por Dios! —exclamó Zurayq—, nadie sino el bribón de Alí ha podido hacerlo. ¡Nadie sino él la ha cogido! ¡He de recuperarla!» Su mujer lo amenazó: «Si no traes la bolsa, te cerraré la puerta y dormirás en la calle».
Zurayq se dirigió a la fiesta, vio que el granuja de Alí estaba mirando, y se dijo: «Éste es el que me ha quitado la bolsa. Pero él reside en el cuartel de Ahmad al-Danif». Por eso, Zurayq se le adelantó, llegó al cuartel, lo escaló por detrás, bajó y se encontró con que los hombres dormían. De repente, Alí llamó a la puerta. «¿Quién está en la puerta?», preguntó Zurayq. «Alí al-Misrí.» «¿Trajiste la bolsa?» Alí, creyendo que le preguntaba Sumán, contestó: «Sí, la traje. Abre la puerta». «No puedo abrirte sin antes haberla visto, pues entre yo y tu jefe hemos hecho una apuesta.» «Entonces extiende la mano», le dijo Alí. Zurayq alargó la mano tras la puerta, y Alí le entregó la bolsa. La cogió, salió por el mismo sitio que había bajado, y se fue a la fiesta, mientras Alí seguía allí, en la puerta, sin que nadie le abriese. Por eso golpeó con violencia, y los hombres se despertaron, diciendo: «Ésta es la manera de llamar de Alí al-Misrí». El guardián abrió la puerta y le preguntó: «¿Has traído la bolsa?» «Basta de bromas, Sumán. ¿No te la he entregado desde detrás de la puerta y tú me juraste que no me abrirías si no te enseñaba la bolsa?» «¡Por Dios! —exclamó Sumán—, no la he cogido sino que ha sido el propio Zurayq quien lo ha hecho.» «Es absolutamente necesario que la vuelva a traer», dijo Alí. Y salió en dirección a la fiesta.
Allí oyó que el bufón decía: «¡Bravo, Abu Abd Allah! ¡Lo mismo te deseo para tu hijo!» «La suerte está de mi parte», pensó Alí, y se dirigió a casa de Zurayq, subió por la parte posterior del edificio y se introdujo en él. Vio que la mujer dormía, la narcotizó, se puso su vestido, cogió al niño y se puso a buscar un cesto en el cual había pastas, de las que Zurayq, dada su avaricia, se había apoderado en la fiesta.
Zurayq volvió a su casa. Llamó a la puerta, y Alí, fingiendo ser la mujer, le preguntó: «¿Quién está en la puerta?» «Abu Abd Allah», contestó Zurayq. «Juré que no abriría la puerta si no traías la bolsa.» «La he traído.» «Dámela antes de que te abra la puerta.» Alí deslizó el cesto, y Zurayq puso en él la bolsa. Alí el pícaro la cogió, y luego, después de haber narcotizado al muchacho, despertó a la mujer, bajó por donde había subido y se fue al cuartel. Fue a ver a sus compañeros y les enseñó la bolsa y el muchacho que había traído consigo. Ellos le dieron las gracias, y Alí les repartió las pastas, de las que comieron. «Sumán —dijo entonces Alí—, este muchacho es hijo de Zurayq. Tenlo escondido.» Sumán lo cogió y lo ocultó. Trajo luego un cordero, lo degolló y lo entregó al guardián, que lo guisó como comida y lo envolvió en una mortaja para que pareciera un muerto.
En cuanto a Zurayq, durante un rato siguió junto a la puerta; pero luego llamó violentamente. «¿Trajiste la bolsa?», le preguntó su mujer. «¿No la cogiste tú en el cesto que me echaste?» «No he echado ningún cesto ni he visto ninguna bolsa ni la he cogido.» «¡Por Dios! —exclamó Zurayq—, ese granuja de Alí llegó antes que yo y se la ha llevado.» Miró en la casa y vio que faltaban las pastas y que el muchacho no estaba. «¡Ay, mi niño!», exclamó. La mujer se golpeó el pecho y amenazó: «¡Nos veremos ante el visir! Nadie sino el pícaro que te hace las jugarretas ha matado a mi hijo, y ello por tu culpa». «Yo garantizo que volveré a traer al niño», aseguró Zurayq.
A continuación, y después de haberse atado al cuello un pañuelo, se dirigió al cuartel de Ahmad al-Danif. Llamó a la puerta, el guardián le abrió, y él llegó a presencia de los hombres. «¿Qué te trae?», le preguntó Sumán. «Interceded por mí ante Alí al-Misrí para que me entregue a mi hijo, y yo le perdonaré el robo de la bolsa de oro.» Sumán le dijo: «¡Ojalá Dios te recompense, Alí! ¿Por qué no me dijiste que era tu hijo?» «Pues, ¿qué le ha ocurrido?», preguntó Zurayq, y Sumán le explicó: «Le dimos de comer pasas, se atragantó y murió: ¡éste es!» «¡Pobre hijo mío! ¿Qué le diré a su madre?» Desató la mortaja y… vio que era un cordero. «Me asustaste, Alí», dijo entonces. Le entregaron a su hijo, y Ahmad al-Danif le dijo: «Tú habías colgado la bolsa para quien fuese capaz de cogerla. Si algún granuja la hubiese cogido, habría sido para él. Por consiguiente, ahora es propiedad de Alí al-Misrí». «Y yo se la regalo», exclamó Zurayq. «Tómala para Zaynab, la hija de tu hermana», le dijo Alí al-Zaybaq al-Misrí. «La acepto.» «La pedimos por esposa para Alí al-Misrí», declararon todos. «Sólo por las buenas puedo con ella.» Y cogió a su hijo y la bolsa. «¿Aceptas la petición de matrimonio de nuestra parte?», insistió Sumán. «Sólo la acepto de quien puede ofrecer la donación nupcial.» «¿En qué consiste tal donación?» Ella ha jurado que no la poseerá sino quien le traiga el vestido de Qamar, la hija de Esdras, el judío, y también todas sus demás cosas…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas dieciséis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zurayq prosiguió:] »…la corona, la guirnalda y la babucha de oro.» «Si no te entrego esta noche el vestido de Qamar, no tendré derecho a pedir a Zaynab por esposa», aseguró Alí. Todos protestaron: «¡Pero Alí, morirás si le haces alguna jugarreta!» «¿Por qué?» «Esdras el judío es un mago astuto y engañador que se vale de los genios. Posee fuera del reino un palacio cuyos muros están hechos de un ladrillo de oro y otro de plata. Este palacio sólo es visible cuando él está en su interior; cuando él no está, el palacio se esfuma. Esdras echó al mundo una hija llamada Qamar, a la que ofreció, de un tesoro, ese vestido. El judío pone el vestido en un recipiente de oro, abre las ventanas del palacio y grita: “¿Dónde están los bribones de Egipto, los rufianes del Iraq y los granujas de Persia? Quien logre apoderarse del vestido, suyo será”. Todos los bribones han intentado cogerlo mediante estratagemas, pero no han podido conseguirlo, y él los ha transformado en monos y asnos.» «Yo he de cogerlo a toda costa —dijo Alí—, y será el vestido de novia de Zaynab, la hija de Dalila la Taimada.»
Alí se dirigió a la tienda del judío. Vio que éste, hombre ordinario y rudo, tenía una balanza, un cesto, oro y plata, y las cajas para el dinero, y también vio en su tienda una mula. El judío se levantó, cerró la tienda y colocó el oro y la plata en dos sacos, que puso en unas alforjas, y éstas, sobre la mula. Montó en ella y se echó a andar hasta llegar fuera de la ciudad. Alí al-Misrí lo seguía, pero el judío no se había dado cuenta de ello. Esdras sacó tierra de un saco que llevaba en el bolsillo, pronunció conjuros, la esparció por el aire, y Alí el Pícaro vio un palacio sin par. La mula, que era un genio maléfico del que se valía el judío, subió las escaleras con Esdras, y, una vez hubo éste bajado las alforjas de la mula, el animal se fue y desapareció. El judío se sentó en el palacio, y, mientras Alí miraba cuanto hacía, trajo una vara de oro, colgó de ella un recipiente de oro con cadenas, también de oro, y colocó en el recipiente el vestido, que Alí vio desde detrás de la puerta. Y el judío gritó: «¿Dónde están los bribones de Egipto, los rufianes del Iraq y los granujas de Persia? Este vestido será de quien logre apoderarse de él con habilidad». Al acabar de decir esto, pronunció otras palabras mágicas, y ante él apareció una mesa de vino, y él bebió. Alí se dijo: «Tú podrás apoderarte de ese vestido sólo cuando él esté borracho», y se colocó a su espalda y desenvainó un sable de acero. El judío se volvió, pronunció palabras mágicas y mandó a la mano de Alí: «Detén el sable». La mano de Alí se paró en el aire con el sable. Alí extendió su mano izquierda; pero también se detuvo en el aire, y lo mismo le ocurrió con el pie derecho. De esta forma, Alí quedó apoyado en el suelo con un pie. Entonces el judío deshizo el encantamiento, y Alí al-Misrí volvió a quedar como antes. El judío preparó con arena una tableta geomántica, y por ella averiguó que aquel hombre se llamaba Alí al-Misrí. «Ven aquí —dijo—. ¿Quién eres y qué haces?» «Soy Alí al-Misrí, un secuaz de Ahmad al-Danif. He pedido por esposa a Zaynab, la hija de Dalila la Taimada, y me han señalado como donación nupcial el vestido de tu hija. Por ello, si quieres salvarte, entrégamelo y quedarás a salvo». «Te lo daré después de que hayas muerto —le contestó el judío—. Mucha gente ha urdido estratagemas para apoderarse del vestido, pero no ha logrado arrebatármelo. Si quieres aceptar mi consejo, te salvarás. Te han pedido el vestido sólo para hacerte morir, y si yo no hubiera visto que tu suerte prevalecerá sobre la mía, ya te habría decapitado.» Alí, contento por el hecho de que el judío había averiguado que su buena suerte prevalecería sobre la de él, le dijo: «Es absolutamente necesario que me apodere del vestido, y tú quedarás salvado.» «¿Es verdaderamente ésta tu intención? ¿Verdaderamente?» «Sí.» El judío cogió una jofaina, la llenó de agua, y mientras iba recitando conjuros, dijo: «Sal de la forma humana y adopta las semblanzas de un asno». Lo roció con agua, y Alí se transformó en asno, con cascos y orejas largas, y se puso a rebuznar. Después, el judío trazó alrededor de él un círculo, que se convirtió en pared, y él siguió bebiendo hasta la mañana. «Yo montaré en ti y así mi mula podrá descansar», dijo luego. Colocó el vestido, el recipiente, la vara y las cadenas en una alacena, y salió después de haber pronunciado palabras mágicas sobre Alí, que lo siguió. Le puso las alforjas sobre su espalda, y montó en él. El palacio se esfumó, y el judío marchó montado en Alí. Desmontó en su tienda, y allí vació el saco de oro y el de plata en los cajones que tenía ante él. Ató a Alí, quien, a pesar de tener el aspecto de asno, sentía y razonaba, aunque no podía hablar.
En esto llegó un hombre, hijo de mercader, a quien el tiempo le había sido esquivo y no halló oficio más agradable que el de aguador. Cogió brazaletes y anillos de su esposa y fue a ver al judío. «Dame el precio de estos brazaletes para que con ello pueda comprarme un asno», le dijo. «¿Qué quieres transportar?», le preguntó el judío. «Maestro, colocaré en él recipientes llenos de agua del río, y con lo que de ellos saque podré comer.» «Entonces, coge este asno.» El hijo del mercader le entregó los brazaletes y cogió el asno. El judío le entregó el cambio, y aquél marchó a su casa junto con Alí al-Misrí, atado. Alí pensó: «Cuando el arriero me haya puesto los maderos y el odre, y haya hecho diez viajes, las fuerzas me faltarán y moriré». La mujer del aguador se acercó a él para darle su ración de forraje; pero Alí le dio con la cabeza un golpe que la hizo caer de espaldas. Saltó sobre ella, y con el hocico le pegó en la cabeza, y entonces desenvainó lo que su padre le había dado. La mujer se puso a gritar, y los vecinos se acercaron y apalearon a Alí, apartándolo de encima del pecho de la mujer. Entonces llegó a casa el marido, que quería salir con el agua, y la mujer le dijo: «O me repudias o devuelves este asno a su dueño». «¿Qué ocurrió?» «Es un diablo en forma de asno, pues saltó encima de mí, y si los vecinos no lo hubiesen apartado de sobre mi pecho, habría hecho conmigo cosas vergonzosas.» Entonces el hombre cogió a Alí y marchó a casa del judío. Éste le preguntó: «¿Por qué me lo devuelves?» «Ha cometido con mi mujer una acción torpe.» El judío le devolvió su dinero, y el aguador se fue. Entonces el judío se dirigió a Alí y le apostrofó: «¡Maldito! ¿Con que sí, eh? ¿Te vales de astucias para que tu dueño te devuelva a mí?
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas diecisiete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el judío prosiguió:] »Ya que no has querido ser asno, te convertiré en distracción de grandes y pequeños». Cogió el asno, montó en él y salió fuera de la ciudad. Una vez allí, sacó la ceniza, pronunció palabras mágicas y la esparció por el aire: apareció el palacio. El judío subió, quitó la alforja del asno, cogió los dos sacos del dinero, sacó la vara, colgó de ella el recipiente con el vestido y, lo mismo que cada día gritó: «¿Dónde están los bravucones de todos los países? ¿Quién será capaz de arrebatarme este vestido?» Luego, y como había hecho antes, pronunció conjuros y apareció una mesa ante él, y comió. Pronunció más conjuros, apareció el vino, y bebió. Luego sacó una jofaina con agua, hizo conjuros, y con aquella agua roció al asno, diciéndole: «Cambia de aspecto y recobra el que tenías antes». Y Alí volvió a ser hombre como antes. Entonces el judío le dijo: «Alí, acepta el consejo y bástete con el mal que de mí recibiste. No es necesario que te cases con Zaynab ni que te apoderes del vestido de mi hija, pues esto no te será fácil. Mejor es que dejes de lado tu codicia; si no, por medio de la magia te transformaré en oso o en mono y excitaré contra ti un genio maléfico que te empujará hasta el monte Qaf». Alí contestó: «Esdras, ya me he comprometido a arrebatar el vestido y debo hacerlo. Entonces te salvarás; si no, te mataré». El judío exclamó: «Alí, eres como las nueces: si no se abren, no se pueden comer». Cogió una jofaina con agua, pronunció palabras mágicas y lo roció con agua, diciéndole: «Sé un oso». E inmediatamente Alí quedó convertido en oso. El judío le puso un collar al cuello, le ató la boca e hincó en el suelo una estaca de hierro. Luego se puso a comer y a echarle trozos de comida y derramar encima lo que sobraba del vaso. Por la mañana, el judío se levantó, quitó el recipiente con el vestido y dirigió palabras mágicas al oso, que lo siguió hasta su tienda. Se sentó en la tienda, vació el oro y la plata en los cajones, y ató a la tienda la cadena que el oso llevaba al cuello. Alí sentía y comprendía, pero no podía hablar.
Un mercader se presentó en la tienda del judío y le dijo: «Maestro, ¿me vendes ese oso? Yo tengo esposa, que es mi prima, y le han aconsejado que coma carne de oso y que se unte con su grasa». El judío se alegró y se dijo: «Lo venderé, lo degollarán y así me quedaré tranquilo», mientras Alí pensaba: «Si éste quiere degollarme, la salvación sólo puede venirme de Dios». «El oso es un regalo que te hago», le dijo el judío; y el mercader cogió el oso. Pasó ante un carnicero y le dijo: «Coge tus utensilios y vente conmigo». El carnicero cogió los cuchillos y lo siguió. Luego se adelantó, ató al oso y se puso a afilar el cuchillo para degollarlo. Mas cuando Alí al-Misrí vio que se le acercaba, huyó de él, echándose a volar entre cielo y tierra, y siguió volando hasta que descendió en el palacio del judío.
La causa de todo ello había sido que el judío, después de haber dado el oso al mercader, había ido a su palacio, su hija lo había interrogado, y él le había contado cuanto le había ocurrido. La joven le había aconsejado: «Manda venir a un genio y pregúntale acerca de Alí al-Misrí para ver si es verdaderamente Alí o algún otro hombre que hace jugarretas». El judío había pronunciado las palabras mágicas, y cuando tuvo ante sí al genio, le preguntó si aquella persona era realmente Alí al-Misrí o algún otro hombre que hacía jugarretas. Y entonces el genio lo raptó, lo llevó ante el judío y le dijo: «Éste es verdaderamente Alí al-Misrí. El carnicero lo había atado ya, había afilado el cuchillo y estaba empezando a degollarlo. Yo se lo he arrebatado y lo he traído». Entonces el judío cogió una jofaina de agua, pronunció conjuros y roció con agua a Alí, diciendo: «Recobra tu forma humana». Y Alí volvió a ser como antes. Qamar, la hija del judío, al ver que Alí era un hermoso joven, se enamoró de él, y también Alí se prendó de Qamar. «¡Maldito! —exclamó Qamar—: ¿por qué pides mi vestido, para que mi padre haya de hacerte todas esas cosas?» Y Alí le explicó: «Me he comprometido a arrebatarlo para Zaynab la Astuta, a fin de casarme con ella».
Qamar insistió: «Muchos otros han ideado trucos contra mi padre para arrebatarle mi vestido, sin poderlo conseguir. Déjate de codicia». «No; es absolutamente necesario que me apodere de él; así tu padre podrá salvarse; de lo contrario, lo mataré.» El padre intervino: «Ya ves, hija mía cómo este maldito pide su muerte —y añadió, dirigiéndose a Alí—: Te voy a transformar en perro». Cogió una jofaina, con inscripciones, en la que había agua, pronunció palabras mágicas y roció a Alí, diciendo: «Toma el aspecto de perro». Y Alí se transformó en perro. El judío y su hija se pusieron a beber hasta la mañana. Entonces el judío se levantó, retiró el vestido y el recipiente, montó a lomos de la mula y dijo ciertas palabras mágicas al perro, que lo siguió. Todos los perros ladraban tras él, hasta que pasó ante la tienda de un ropavejero, el cual se levantó e impidió que los perros lo molestaran. Entonces Alí se echó a dormir ante él, y el judío se volvió pero no lo encontró. El ropavejero, después de haber limpiado su tienda y con el perro tras él, marchó hacia su casa. Al entrar, la hija del ropavejero miró a su alrededor y vio al perro. Se cubrió el rostro y dijo a su padre: «Padre mío, ¿por qué traes extraños y los haces entrar en nuestra casa?» «Hija mía, ¡pero si es un perro!» «No, éste es Alí al-Misrí, hechizado por el judío.» El ropavejero se volvió al animal y le preguntó: «¿Eres Alí al-Misrí?» Y el perro dijo con la cabeza: «Sí». Entonces le preguntó a su hija: «¿Por qué lo ha hechizado el judío?» «A causa del vestido de su hija Qamar. Pero yo puedo salvarlo.» «Si esto ha de acabar bien, ha llegado la ocasión de hacerlo.» «Si se casara conmigo, lo salvaría.» Y Alí asintió con la cabeza. La joven cogió un recipiente con inscripciones, pronunció nombres mágicos y entonces se oyó un fuerte grito, a causa del cual el recipiente le cayó de las manos. La joven se volvió y comprobó que quien había gritado era la esclava de su padre. «Mi señora —le dijo la esclava—, ¿es éste el pacto que había entre yo y tú? Sólo yo te enseñé este arte, y tú quedaste de acuerdo conmigo en que no harías nada sin consultarme previamente, y que quien se casara contigo también se casaría conmigo y habría de ser una noche mío y otra tuyo.» «Sí», contestó la joven. Al oír las palabras de la esclava, el ropavejero preguntó a su hija: «¿Y quién le ha enseñado a la esclava a hacer eso?» «Padre, ella es la que me lo enseñó a mí. Ahora le preguntaré de quién lo aprendió ella.» Interrogó a la joven, y ésta explicó: «Sabe, señor mío, que cuando yo estaba con Esdras el judío, solía acercarme a él a escondidas mientras leía los conjuros, y cuando se iba a su tienda, yo abría los libros y leía en ellos. Y así aprendí las ciencias ocultas. Cierto día, el judío se emborrachó y me pidió que fuera a la cama con él. Yo me negué, diciendo que no le permitiría tal cosa si antes no se hacía musulmán. Él no quiso, y yo le pedí: “Llévame al zoco del sultán para venderme”. Y él me vendió a ti y vine a tu casa, donde enseñé el arte a mi dueña, imponiéndole la condición de que no haría nada antes de consultarme, y de que quien se casase con ella, también se casaría conmigo, y lo tendríamos una noche yo y otra ella». Después de haber dicho esto, la esclava cogió una jofaina con agua, pronunció conjuros sobre ella y salpicó al perro, diciendo: «Recobra tu forma humana». Y Alí volvió a ser hombre como antes. El ropavejero lo saludó y le preguntó por qué estaba hechizado, y Alí le contó todo cuanto le había ocurrido.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas dieciocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el ropavejero le preguntó: «¿Te satisfacen mi hija y la esclava?» «Sí, pero es absolutamente necesario que coja a Zaynab», contestó Alí.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta. «¿Quién está en la puerta?», preguntó la esclava, y le contestaron: «Qamar, la hija del judío. ¿Está con vosotros Alí al-Misrí?» La joven preguntó: «Hija del judío, ¿qué harías si estuviese con nosotros?» y, dirigiéndose a la esclava, le dijo: «Esclava, baja a abrir la puerta». La esclava abrió la puerta a Qamar, y ésta entró y vio a Alí, el cual, al verla, le preguntó: «Hija de perro, ¿qué te trajo aquí?» «Doy testimonio de que no hay más Dios que el Dios y que Mahoma es el enviado de Dios», y así se hizo musulmana. Entonces preguntó a Alí: «En la religión musulmana, ¿son los hombres quienes dan la dote a las mujeres, o éstas a aquéllos?» Alí contestó: «Son los hombres quienes dan dote a las mujeres». «He venido como dote tuya con el vestido, la vara, las cadenas y la cabeza de mi padre, tu enemigo y enemigo de Dios.» Y arrojó ante él la cabeza de su padre, añadiendo: «Ésta es la cabeza de mi padre, tu enemigo y enemigo de Dios».
He aquí por qué Qamar había matado a su padre: Cuando el judío metamorfoseó a Alí en perro, ella había visto en sueños a una persona que le decía: «Abraza el islamismo», y ella se había convertido al Islam, y luego invitó a su padre a que se hiciera musulmán; pero él se había negado. Cuando su padre se negó a abrazar el Islam, lo narcotizó y lo mató.
Alí cogió las cosas y dijo al ropavejero: «Mañana nos encontraremos ante el Califa para que yo me case con tu hija y la esclava». Y salió contento, llevando consigo las cosas, camino del cuartel. Tropezó con un vendedor de dulces, que, palmoteando, decía: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! El trabajo de los hombres se ha convertido en pecado y sólo prospera con engaños. En nombre de Dios, te pido que pruebes esta halawa». Alí cogió un pedazo y lo comió. Pero el dulce contenía narcótico, y así el vendedor lo narcotizó, le arrebató el vestido, la vara y las cadenas, los metió en la caja de los dulces, cargó con la caja y la bandeja de la halawa y se echó a andar. Entonces apareció un cadí, que lo llamó y le dijo: «Ven aquí, vendedor de dulces». Éste se detuvo, dejó el soporte en el suelo, colocó la bandeja sobre él y preguntó: «¿Qué quieres?» «Halawa y peladillas.» Cogió una parte en la mano y añadió: «Esta halawa y Os tas peladillas están adulteradas». El cadí sacó halawa del bolsillo interior y dijo al vendedor de dulces: «¡Mira cómo está hecha ésta y qué rica es! Cómela, y hazla igual». El vendedor cogió y comió; pero como contenía un narcótico, quedó narcotizado. El cadí cogió el soporte, la caja, el vestido y las demás cosas, colocó al vendedor en el interior del soporte, cargó con todo ello y marchó al cuartel de Ahmad al-Danif. Aquel cadí no era sino Hasán Sumán.
He aquí la explicación del hecho. Después de que Alí se comprometió a apoderarse del vestido y salió en busca de él, sus compañeros no habían vuelto a saber de él. Y Ahmad al-Danif había dicho: «Jóvenes, salid a buscar a vuestro hermano Alí al-Misrí». Ellos fueron a buscarlo por la ciudad. Hasán Sumán salió disfrazado de cadí, encontró al vendedor de dulces y reconoció en él a Ahmad al-Laqit. Le dio un narcótico, le arrebató el vestido y marchó con él al cuartel.
En cuanto a los cuarenta, habían estado dando vueltas, buscando, por las calles de la ciudad. Entre los amigos de Alí también había salido Alí Kitf al-Chamal, el cual, al ver una multitud, se había dirigido hacia aquellas gentes reunidas, y entre ellas había visto a Alí al-Misrí, narcotizado. Al ser reanimado, Alí vio gente reunida a su alrededor. Alí Kitf al-Chamal le dijo: «Vuelve en ti». Alí preguntó: «¿Dónde estoy?» Alí Kitf al-Chamal y sus amigos le dijeron: «Te hemos visto narcotizado, pero no sabemos quién lo ha hecho». «Un vendedor de dulces me narcotizó y me arrebató las cosas. ¿Dónde ha ido?» «No hemos visto a nadie. Pero ven, volvamos juntos al cuartel.» Y se dirigieron al cuartel. En él encontraron a Ahmad al-Danif, que los saludó y preguntó: «Alí, ¿has traído el vestido?» «Traía el vestido y las demás cosas, e incluso la cabeza del judío; pero un vendedor de dulces me encontró, me narcotizó y me arrebató todo.» Y contó cuanto le había ocurrido, para acabar: «Si viese al vendedor de dulces, lo castigaría». Entonces salió de una habitación Hasán Sumán: «¿Trajiste las cosas, Alí?», preguntó. «Las traje, e incluso traje la cabeza del judío —contestó Alí—, pero tropecé con un vendedor de dulces, que me narcotizó y me arrebató el vestido y lo demás. No sé dónde ha ido, y si supiese dónde está, lo mataría. ¿Sabes tú, Hasán, adonde fue el vendedor de dulces?» «Yo sé dónde está.» Hasán se levantó, entró en una habitación y Alí pudo ver al vendedor de dulces, narcotizado. Le dio un antídoto, y aquél, al abrir los ojos, se halló ante Alí al-Misrí, Ahmad al-Danif y los cuarenta. Despertó, sobresaltado, y preguntó: «¿Dónde estoy? ¿Quién me cogió?»; y Sumán le explicó: «Yo te cogí». «¡Bribón! —intervino Alí al-Misrí—, ¿te atreves a cometer tales acciones?», y quería degollarlo. Pero Sumán intervino: «¡Aparta la mano! Éste es ahora sobrino tuyo». «¿De qué mi sobrino?» «Es Ahmad al-Laqit, hijo de la hermana de Zaynab.» «¿Por qué hiciste eso, Laqit?», preguntó Alí. «Mi abuela, Dalila la Taimada, me mandó hacerlo. Zurayq el pescadero se encontró con mi abuela Dalila la Taimada, y le dijo: “Alí al-Misrí es una persona extraordinariamente hábil, y no cabe duda de que matará al judío y vendrá con el vestido”. Entonces mi abuela mandó que me presentara y me dijo: “Ahmad, ¿conoces a Alí al-Misrí?”. Y yo contesté: “Lo conozco. Yo lo guié al cuartel de Ahmad al-Danif”. “Ve, pues, y tiéndele tus redes: si lo vieses venir con las cosas, busca algún ardid y arrebátaselas.” Yo deambulé por las calles de la ciudad, hasta que vi a un vendedor de dulces, al que le di diez dinares por el vestido, los dulces y los utensilios. Y sucedió lo que sucedió.» Entonces Alí al-Misrí le dijo: «Ve a ver a tu abuela y a Zurayq, el pescadero, les haces saber que he traído las cosas junto con la cabeza del judío, y añades: “Acudid mañana a su encuentro al diván del Califa, y recoged de él la dote de Zaynab”». Ahmad al-Danif se sintió contento de todo aquello y exclamó: «¡Alí, la educación que has recibido no ha defraudado!»
Por la mañana, Alí al-Misrí cogió el vestido, el recipiente, la vara, las cadenas de oro y la cabeza de Esdras el judío en la punta de una lanza y marchó al diván con su tío y sus jóvenes. Todos besaron el suelo ante el Califa.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió su relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setecientas diecinueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa se volvió y vio a un joven, que era el más valiente entre los hombres. Preguntó por él a los presentes, y Ahmad al-Danif le contó: «Emir de los creyentes, éste es Alí al-Zaybaq al-Misrí, jefe de los pícaros de El Cairo y el primero de mis satélites». El Califa, después de haberlo mirado, lo apreció porque leyó claramente en su rostro el valor, que testimoniaba a favor de él y no en contra suya. Alí se levantó y arrojó la cabeza del judío ante el Califa, diciendo: «¡Ojalá tus enemigos sigan la suerte de éste, Emir de los creyentes!» «¿De quién es esta cabeza?», preguntó el Califa. «De Esdras, el judío.» «¿Y quién lo mató?» Alí al-Misrí le contó, desde el principio hasta el fin, cuanto le había ocurrido. «No creí que tú le hubieras matado, porque era un mago.» «Emir de los creyentes, mi Señor hizo posible que lo matara.» El Califa envió el gobernador al palacio, y éste vio al judío sin cabeza. Se lo llevaron en un ataúd y lo colocaron ante el Califa, quien mandó que lo quemaran. Entonces se adelantó Qamar, la hija del judío. Después de besar el suelo ante el Califa le informó de que era la hija de Esdras el judío y de que se había hecho musulmana. Renovó por segunda vez ante el Califa su fe islámica, y le dijo: «Intercede ante ese pícaro de Alí al-Zaybaq al-Misrí para que se case conmigo». Y nombró al Califa procurador suyo para la boda con Alí. El Califa regaló a Alí al-Misrí el palacio del judío con lo que contenía, y añadió: «Expón tus deseos». «Quiero permanecer sobre tu alfombra y comer en tu mesa.» «¿Tienes satélites?» «Tengo cuarenta, pero están en El Cairo.» «Manda a decirles que vengan de El Cairo. Alí, ¿tienes cuartel?» «No.» «Yo le regalo mi cuartel con cuanto contiene, Emir de los creyentes», intervino Hasán Sumán. «Tu cuartel seguirá siendo tuyo, Hasán.» Y el Califa mandó al tesorero que entregase diez mil dinares al arquitecto para que construyese un cuartel con cuatro pórticos y cuarenta habitaciones para los satélites de Alí. A continuación insistió: «¿Necesitas algo más para que yo ordene que sea hecho?» «¡Oh, rey del tiempo! Que intercedas cerca de Dalila la Taimada para que me deje casar con su hija Zaynab y acepte como dote el vestido y las cosas de la hija del judío.» Dalila aceptó la intercesión del Califa, y cogió el recipiente, el vestido, la vara y la cadenas de oro. Se extendió el contrato matrimonial, y también el de la hija del ropavejero, de la esclava y de Qamar, la hija del judío. El Califa asignó un sueldo a Alí y dispuso para él una mesa preparada para la comida y una para la cena, pagas diarias, sueldos para la tropa y una gratificación. Y Alí al-Misrí celebró las bodas durante treinta días. Mandó un escrito a sus hombres de El Cairo, en el que les contaba los honores recibidos del Califa, y añadía: «Es absolutamente necesario que vengáis para llegar a tiempo de asistir a la fiesta nupcial, pues me he casado con cuatro muchachas». Y sus cuarenta satélites llegaron a tiempo para la fiesta nupcial. Los mandó alojar en el cuartel, los agasajó mucho, y luego los presentó al Califa, que les regaló vestidos. Las peinadoras presentaron a Zaynab a Alí con el vestido, y éste, al consumar el matrimonio, halló que era como perla no agujereada y como potra que nadie sino él había montado. Luego consumó el matrimonio con las tres jóvenes, a las que encontró de perfecta belleza y gracia.
Más tarde, y mientras Alí al-Misrí estaba una noche de guardia junto al Califa, éste le dijo: «Alí, deseo que me cuentes, desde el principio hasta el fin todo lo que te ocurrió». Alí le contó cuanto le había sucedido con Dalila la Taimada, Zaynab la Astuta y Zurayq el pescadero. Entonces el Califa dio orden de que se pusiera por escrito y se colocara en la biblioteca del reino. Y así se escribió cuanto le había sucedido a Alí, y se colocó entre las crónicas de la mejor comunidad del género humano. Luego todos vivieron en la más cómoda y feliz de las vidas, hasta que llegó el destructor de las dulzuras, el que separa a los amigos. Y Dios (¡alabado y ensalzado sea!) sabe más.