HISTORIA DE AHMAD AL-DANIF Y DE HASÁN SUMÁN CON DALILA LA TAIMADA Y SU HIJA ZAYNAB LA ASTUTA

CUÉNTASE que en tiempos del califato de Harún al-Rasid, vivía un hombre llamado Ahmad al-Danif y otro que se llamaba Hasán Sumán, ambos maestros en engaños e intrigas, que tenían en su haber empresas extraordinarias. Por ello, el Califa había dado a Ahmad un vestido de Corte y le había nombrado capitán de la parte derecha, y a Hasán Sumán, otro vestido de Corte y el nombramiento de capitán de la parte izquierda. A cada uno de ellos le asignó un sueldo de mil dinares mensuales, y cada uno tenía bajo su mando cuarenta hombres. Además, Ahmad al-Danif estaba al mando de la policía del país. Cierto día, Ahmad, junto con Hasán Sumán y las personas que estaban bajo sus órdenes, salieron a caballo en compañía del Emir Jalid, el gobernador, mientras el heraldo gritaba: «Según lo decretado por el Califa, no hay en Bagdad más capitanes que Ahmad al-Danif para la parte derecha y Hasán Sumán para la parte izquierda. Deben ser obedecidos y respetados».

Había en la ciudad una vieja llamada Dalila la Taimada, que tenía una hija llamada Zaynab la Astuta. Ambas oyeron el pregón. «Mira, madre —dijo Zaynab a Dalila—, éste es Ahmad al-Danif, que vino fugitivo de El Cairo y ha realizado tantas bribonadas en Bagdad que ha caído en gracia al Califa y ha sido nombrado capitán de la parte derecha de la ciudad, mientras que ese tiñoso de Hasán Sumán es capitán de la parte izquierda y tiene mesa dispuesta para comer y cenar. Mientras ellos perciben un sueldo de mil dinares mensuales cada uno, nosotras estamos sentadas en esta casa sin hacer nada, sin posición alguna y sin gozar de consideración: no hay quien pregunte por nosotras.»

El marido de Dalila había sido antaño capitán de Bagdad y cobraba del Califa un sueldo mensual de mil dinares; pero al morir dejó dos hijas: una, casada, que tenía un hijo llamado Ahmad al-Laqit; y otra, soltera, que se llamaba Zaynab la Astuta. Dalila sabía realizar astucias, engaños y enredos, e incluso había engañado a la serpiente y la había obligado a salir de su madriguera: el diablo mismo habría podido aprender de ella a engañar. Su marido había sido guardián del palomar del Califa, con un sueldo de mil dinares al mes. Él criaba las palomas mensajeras que llevaban escritos y mensajes, y cada volátil era, llegado el momento de necesitarlo, más querido por el Califa que cualquiera de sus hijos.

Zaynab dijo a su madre: «Anda, realiza alguna fechoría. ¡A lo mejor así nos hacemos famosas en Bagdad, y logramos el sueldo de nuestro padre!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas noventa y nueve refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la madre contestó: «¡Por tu vida, hija mía!, juro que tramaré engaños en Bagdad mejores aún que los de Ahmad al-Danif y de Hasán Sumán». Se echó el velo sobre el rostro, vistió, como los ascetas sufíes, un vestido que le llegaba hasta los talones y una chupa de lana y se arrolló un ancho ceñidor; cogió un aguamanil, lo llenó de agua hasta el cuello, puso en la boca del aguamanil tres dinares y lo cubrió con fibras de palma. Luego se ciñó con un rosario tan grande como una carga de leña y, tras enarbolar un estandarte hecho con trapos rojos y amarillos, salió gritando: «¡Dios, Dios!» Su lengua iba pronunciando alabanzas al Señor, mientras su corazón galopaba en los campos de las cosas malas, y, entretanto, ella iba estudiando para dar con alguna fechoría para cometer en la ciudad.

Anduvo así de calleja en calleja hasta llegar a un callejón barrido y regado, cubierto de mármol, en el que vio una puerta curvada con umbral de mármol, y, de pie en la puerta, un portero magrebí. La casa pertenecía al jefe de los ujieres del Califa, y el dueño de la casa tenía plantaciones y terrenos y disfrutaba de amplia asignación. El Emir se llamaba Hasán Sarr al-Tariq, y había recibido este nombre porque hería antes de hablar. Estaba casado con una hermosa joven a la que amaba, y ella le había hecho jurar la noche de bodas que no se casaría con ninguna otra mujer y que no pernoctaría jamás fuera de casa. Pero cierto día el marido fue al diván y vio que cada Emir tenía consigo uno o dos hijos. Antes él había entrado en el baño, se había mirado la cara en un espejo y había notado que los pelos blancos de su barba ocultaban los negros, y se había dicho: «¿Quien te arrebató a tu padre no habrá de darte hijo?». Y por eso se dirigió, indignado, a su esposa. «¡Buenas noches!», le deseó la mujer. «¡Apártate de mi presencia! —exclamó el Emir—. Desde el día que te vi no he tenido bien.» «¿Por qué?» «La noche de bodas me hiciste jurar que no tomaría otra mujer fuera de ti, y he aquí que hoy he visto que cada Emir tiene consigo un hijo, e incluso algunos tienen dos. Entonces he pensado en la muerte, yo que no he tenido ni hijo ni hija: quien carece de hijos varones, no es recordado. Ésta es la causa de mi ira, pues tú eres estéril y jamás podrás quedar encinta de mí.» «¡En nombre de Dios! —exclamó la mujer—. Yo he roto los morteros a fuerza de machacar lana y drogas. Yo no tengo culpa alguna. Tú eres el estéril, pues eres un mulo de nariz chata: tu esperma está diluido, no deja encinta a las mujeres ni proporciona hijos.» «Cuando regrese de mi viaje, tomaré otra mujer», dijo él. «Mi destino está en las manos de Dios», contestó ella. Él se fue, pero ambos estaban arrepentidos por las injurias que se habían dicho.

Mientras la mujer estaba asomada a la ventana, semejante a un escaparate de joyería, por las cosas preciosas que llevaba encima, he aquí que Dalila, que estaba allí parada, la vio, y al distinguir sus adornos y sus valiosos vestidos, se dijo: «Dalila, ¿no podrías sacar a esta joven de casa de su esposo y despojarla de las cosas preciosas, de los vestidos y de todo?» Se paró, y debajo de la ventana del palacio se puso a repetir en voz alta el nombre de Dios. «¡Dios, Dios!», decía. La joven vio a la vieja, vestida con ropajes blancos que parecían una cúpula de luz, y que, ataviada a la manera de los místicos, decía: «¡Venid, amigos de Dios!»

Entretanto, las mujeres del barrio se habían asomado a la ventana y decían: «¡Dad alimentos, por la gracia de Dios! Ésta es una vieja en cuyo rostro se transparenta la luz». Y Jatún, la esposa del Emir Hasán, dijo, llorando, a su doncella: «Baja, besa la mano del jeque Abu Alí, el portero, y dile: “Deja entrar a la vieja para que podamos lograr la bendición”». La doncella bajó, y después de besar «la mano del portero, le dijo: «Mi señora te dice: “Deja que esa mujer entre a ver a la señora para que podamos lograr su bendición.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la doncella prosiguió:] »”Quizá su baraca pueda extenderse sobre nosotros”». El portero se adelantó a besar la mano de Dalila; mas ella se lo impidió. «Aléjate de mí, no sea que hagas inútil mi ablución —exclamó—. También tú eres de los elegidos y bienquistos de los santos de Dios. Dios te librará de este estado de servidumbre, Abu Alí.» El Emir le debía al portero tres meses de sueldo: éste estaba sin dinero y no sabía cómo obtenerlo del Emir. «Madre mía —dijo a Dalila—, dame de beber de tu aguamanil a fin de que pueda gozar de tu bendita gracia.» La mujer cogió el aguamanil de su hombro, le hizo dar una vuelta en el aire, y movió la mano hasta que la estopa saltó de la boca del aguamanil y los tres dinares cayeron al suelo. El portero los vio y los recogió, diciéndose: «Esto nos ha llegado por la gracia de Dios. Esta vieja es una de las que proporcionan lo que necesitamos, ya que, por inspiración, ha sabido lo que me faltaba, y, sabiendo que necesito dinero para los gastos, ha hecho que obtuviese tres dinares del aire». Luego cogió la mano de Dalila y le dijo: «Tía, toma los tres dinares que cayeron al suelo de tu aguamanil». La vieja exclamó: «¡Quítalos de delante! Yo soy de aquellas que jamás se ocuparían en cosas de este mundo. Toma y disfruta tú de ellos, en lugar de lo que debes obtener del Emir». «¡Es una provisión que nos viene por la gracia de Dios! —exclamó el portero—. ¡Se trata de una verdadera intuición milagrosa!» En aquel momento, la doncella, después de besar la mano de Dalila, la hizo subir junto a su señora. La vieja, al entrar, se dio cuenta de que la dueña de la doncella podía compararse a un tesoro cuyos encantamientos habían sido resueltos. Jatún le dio la bienvenida y le besó la mano. «Hija mía —dijo la vieja—, he venido a ti sólo por consejo.» La mujer le ofreció comida, pero la vieja la rechazó: «Hija mía, yo sólo como alimento del paraíso. Guardo continuamente ayuno, que sólo rompo cinco días al año. Pero, hija mía, veo que estás turbada y quiero que me expliques la causa de tu turbación». «Madre mía —contestó la joven—, la noche de bodas hice jurar a mi marido que no se casaría con ninguna mujer fuera de mí; pero ahora, cuando ha visto los hijos de otras personas, ha experimentado deseo de tenerlos y me ha dicho: “Tú eres estéril”, y yo le he contestado: “y tú un mulo que no puede dejar encinta”. Él salió indignado, diciendo: “Cuando vuelva del viaje tomaré otra mujer”. Por ello, madre mía, temo que me repudie y tome otra mujer. Él posee terrenos y plantaciones y un espléndido sueldo, y si tuviese hijos de otra mujer, éstos entrarían en posesión del dinero y de las tierras en lugar de mí.» «Hija mía —preguntó Dalila—, ¿no conoces a mi jeque Abu-l-Hamalat? Todo aquel que tiene una deuda y lo visita, Dios le cancela la deuda; y si va a visitarlo una mujer estéril, concibe.» «Madre mía —contestó Jatún—. Desde el día en que consumé el matrimonio yo no he salido de casa ni siquiera para testimoniar pésames ni para felicitar.» «Hija mía, yo te llevaré conmigo y haré que visites a Abu-l-Hamalat. Echarás tu carga de penas junto a él y le harás un voto. Quizá tu marido, cuando regrese de su viaje, se una a ti y quedes encinta de hembra o varón. Tanto si es hembra como si es varón, el que des a luz será derviche del jeque Abu-l-Hamalat.»

La joven se puso todos sus adornos preciosos y el vestido más suntuoso que poseía. «Echa una mirada por la casa», dijo a su doncella, y ésta contestó: «Oír es obedecer, mi señora». Cuando bajó, el jeque Abu Alí, el portero, se acercó a ella. «¿Dónde vas?», le preguntó. «Voy a visitar al jeque Abu-l-Hamalat», contestó ella. «¡Pueda yo ayunar un año entero! —exclamó el portero—. Esta vieja es una santa llena de santidad. Mi señora, pertenece a aquellos que tienen poderes sobrenaturales, pues me ha dado tres dinares de oro rojo, adivinando milagrosamente mi caso: sin que yo le pidiese nada, supo que estaba necesitado.»

La vieja salió con la joven, esposa del emir Hasán Sarr al-Tariq, mientras Dalila la Taimada le decía: «Si Dios quiere, hija mía, cuando hayas visitado al jeque Abu-l-Hamalat tendrás un consuelo, y con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!) quedarás en estado. Gracias a la bendición de ese jeque, tu marido te amará y no volverá a pronunciar palabras que te causen pena». «¡Lo visitaré, madre!», exclamó la joven. Entretanto, la vieja pensaba: «¿Dónde la despojaré y dónde le arrebataré los vestidos, con tanta gente que va y viene?» «Hija mía —le dijo entonces—, mientras andamos, tú sigue detrás de mí con tal que no me pierdas de vista, pues esta tu madre es mujer que tiene un gran peso: quien tiene una carga la echa sobre mí, y quienes quieren hacer un voto me lo dan a mí y me besan las manos.» Así, la joven se echó a andar detrás y a cierta distancia, mientras la vieja iba delante. Llegaron al zoco de los mercaderes, y las ajorcas que la mujer llevaba en los tobillos, y sus falsas trenzas tintineaban por las monedas de metal que de ellas colgaban. La joven pasó junto a la tienda del hijo de un joven mercader, llamado Sidi Hasán, que era muy hermoso y de mejillas imberbes. Éste, al verla avanzar, se puso a mirarla a hurtadillas. Al verlo, la vieja le hizo seña a la mujer. «Siéntate en esta tienda —le dijo— hasta que yo vuelva.» La joven obedeció y se acomodó ante la tienda del hijo del mercader, el cual le lanzó una mirada que le había de causar mil suspiros. Entonces la vieja se dirigió hacia él, lo saludó y le preguntó: «¿No te llamas Sidi Hasán? ¿No eres hijo del mercader Muhsin?» «Sí —contestó él—, ¿quién te dijo mi nombre?» «Ciertos bienhechores me indicaron tu persona. Sabe que esa joven es mi hija, y que su padre era un mercader que, al morir, le dejó mucho dinero. Ha llegado a la pubertad, y los sabios dicen: “Búscale marido a tu hija, y no mujer a tu hijo” Ella, en toda su vida, no ha salido sino hoy. Pero me ha llegado un aviso divino, y yo, en mi interior, me he propuesto que te cases con ella. Si eres pobre, te daré capital y te abriré dos tiendas en lugar de una.» El joven pensó: «Le he pedido a Dios una esposa, y Él me ha concedido tres cosas: una bolsa de dinero, un útero y un vestido». Y contestó a la vieja: «Madre mía, está muy bien eso que me has sugerido, pues hace ya mucho tiempo que mi madre me dice: “Quiero darte esposa”; pero yo no accedo, sino que le contesto: “Sólo me casaré después de haber visto a la mujer con mis propios ojos”». «Levántate, sígueme —le indicó la vieja— y te la enseñaré desnuda.» Él se levantó, cogió mil dinares y se dijo: «Quizá necesite algo. Así la compraremos…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven se dijo: Así la compraremos] »y pagaremos además los gastos del contrato matrimonial». «Anda a cierta distancia de ella —le dijo la vieja— y no la pierdas de vista.» Entretanto, se decía: «¿Dónde llevaré al hijo del mercader, que ya ha cerrado su tienda, para despojar a él y a la joven?» Se echó a andar, seguida por la joven y detrás de ésta, iba el hijo del mercader. Llegaron a una tintorería, en la que había un maestro tintorero llamado Hachch Muhammad, que podía parecerse al cuchillo del vendedor de colocasia que corta macho y hembra, pues, en efecto, a éste le gustaba tanto comer higos como granadas. Al oír el tintineo de las ajorcas de los tobillos, levantó los ojos y vio a la mujer y al joven. Mas he aquí que llegó la vieja, se sentó junto a él, lo saludó y le dijo: «¿Eres Hachch Muhammad, el tintorero?» «Sí —contestó el hombre—, soy Hachch Muhammad el tintorero. ¿Qué quieres?» «Personas bienhechoras me indicaron tu nombre. Mira: esa hermosa joven es mi hija, y este joven imberbe y gracioso, mi hijo. Yo los he criado y he gastado mucho dinero en educarlos. Has de saber que tengo una gran casa; pero amenaza ruina y la he apuntalado con madera. El arquitecto me dijo: “Puesto que existe la posibilidad de que te caiga encima, vete a vivir a otra casa hasta que la hayas arreglado; luego puedes volver a morar en ella.” Por eso salí en busca de lugar en qué alojarme, y ciertos bienhechores me indicaron tu nombre. Deseo, pues, alojar en tu casa a mi hija y a mi hijo.» El tintorero pensó: «Esto que me llega es manteca sobre la hogaza», y le dijo: «Es cierto, poseo una casa con salón y piso superior; mas no puedo renunciar a ninguna de las habitaciones, pues las utilizo para mis huéspedes y para los trabajadores del añil». «Hijo mío —insistió ella—, a lo sumo por uno o dos meses, es decir, hasta que hayamos arreglado la casa. Además, somos extranjeros. Deja, pues, que el local de los huéspedes sea común entre nosotros y tú, y, por tu vida, hijo mío, que si quieres que tus huéspedes sean los nuestros, serán bienvenidos: comeremos y dormiremos con ellos.» Entonces el tintorero le dio las llaves: una grande; otra pequeña y una tercera curva, y le explicó: «La llave grande es la de la casa; la curva es la del salón, y la pequeña, la del piso superior». Dalila cogió las llaves, la joven la siguió, y, siempre tras ella, el hijo del mercader. Llegó así a una calleja, vio la puerta, la abrió e hizo entrar a la joven. «Hija mía —le dijo—, ésta es la casa del jeque Abu-l-Hamalat —y le señaló el salón—; sube al piso superior, quítate el velo y espera a que yo me presente.» La joven subió al piso superior y se sentó. Entonces se acercó el hijo del mercader, al que la vieja recibió con estas palabras: «Siéntate en el salón hasta que yo vuelva con mi hija para que puedas verla». El joven entró y se acomodó en el salón. Entonces la vieja se dirigió a la joven, para decirle: «Quiero visitar a Abu-l-Hamalat antes de que venga gente. Hija mía, temo por ti». «¿Por qué?» «Hay un hijo mío, un imbécil, que no distingue el verano del invierno, y que siempre anda desnudo. Es el subalterno del jeque. Si una hija de rey, como tú, entra a visitar al jeque, él la agarra por el cuello, le arranca las orejas y le desgarra los vestidos de seda. Por consiguiente, quítate tus joyas y tus vestidos de manera que yo los guarde hasta que hayas acabado tu piadosa visita.» La joven se quitó las joyas y los vestidos y se los entregó a la vieja, que le dijo: «Yo los colocaré por ti en la tienda del jeque, para que de ello derive bendición». Entonces la vieja, dejándola en paños menores, cogió todo, salió y lo escondió donde estaba la escalera. Luego entró a ver al hijo del mercader, al que halló esperando a la joven. «¿Dónde está tu hija, para que yo la vea?», preguntó el joven. La vieja se golpeó el pecho, y el joven le preguntó: «¿Qué te ocurre?», y ella respondió: «¡Ojalá perezca el mal vecino y no existan vecinos envidiosos! Ellos te han visto entrar conmigo, me han preguntado quién eres y yo les he contestado que había pedido para mi hija la mano de este esposo. Ellos me han envidiado por tu causa y le han dicho a mi hija: “¿Se ha cansado tu madre de mantenerte para casarte con un leproso?” Por eso les juré que te vería desnudo». «¡Yo me refugio en Dios contra los envidiosos!», exclamó él. Y se desnudó los brazos, y la vieja vio que eran como de plata. «Nada temas —lo tranquilizó Dalila—, yo te la dejaré ver desnuda, al igual que ella te verá desnudo.» Y él dijo: «Dile que venga para que me vea». Y se quitó la piel de marta, el cinturón, el puñal y todos los vestidos, hasta que quedó en paños menores; luego puso los mil dinares sobre las ropas. «Dame tus cosas —sugirió la vieja— para que las guarde.» Las cogió, las puso sobre las de la joven, cargó con todo ello y salió por la puerta, que cerró tras los dos, y se marchó a sus asuntos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Dalila] dejó cuanto llevaba en casa de un vendedor de especias, y luego se dirigió al tintorero, al que halló sentado, esperándola. «Con la voluntad de Dios, espero que la casa os haya gustado», dijo él. «Hay una bendición de Dios en aquella casa —contestó Dalila—. Volveré con los faquines, que traerán nuestras ropas y nuestros muebles. Entretanto, mis hijos han pedido pan y carne. Toma este dinar: proporciónales pan y carne y ve a comer con ellos.» «¿Y quién me guardará la tintorería y la ropa de la gente que hay en ella?», observó el tintorero. «Tu dependiente.» «De acuerdo», concluyó él. Y tomando un plato y una tapadera, se fue a buscar la comida. Esto es lo que hace referencia al tintorero. Luego volveremos a hablar de él.

Sigamos por ahora con la vieja. Retiró de casa del vendedor de especias la ropa de la joven y del hijo del mercader, entró en la tintorería y dijo al empleado del tintorero: «¡Ve a buscar a tu maestro! Hasta que no volváis los dos, yo no me iré». «Oír es obedecer», contestó el muchacho. Dalila cogió cuanto había en la tintorería y dijo a un arriero, fumador de haxix, que estaba sin trabajo desde hacía una semana. «¡Ven, arriero!» y cuando llegó, le preguntó: «¿Conoces a mi hijo, el tintorero?» «Lo conozco» «Ha tenido la desgracia de quebrar y le han quedado deudas por saldar. Cada vez que era encarcelado, yo lo sacaba de la cárcel. Pero ahora deseamos demostrar su insolvencia, para lo cual devolveré la ropa a sus propietarios. Y quiero que me des tu asno para transportar las cosas de la gente. Toma este dinar como precio del alquiler del animal, y cuando yo me haya ido, empuñas el hacha, vacías el contenido de las tinajas y luego rompes jarras y tinajas, de manera que si se hiciese un peritaje por indicación del cadí, no pueda hallarse nada en la tintorería.» «Yo estoy obligado con el maestro, y además haré cualquier cosa por amor de Dios», contestó. Entonces Dalila cogió la ropa y la cargó en el asno. Aquel que todo lo sabe la encubrió. Se dirigió a su casa y fue a ver a su hija Zaynab. «Madre mía, mi corazón estaba impaciente por ti —dijo—. ¿Qué líos has armado?» «He hecho cuatro jugarretas a cuatro personas: al hijo de un mercader, a la mujer del jefe de los ujieres, a un tintorero y a un arriero, y te he traído todas sus ropas en el asno del arriero.» «Madre mía —dijo Zaynab—, ya no podrás cruzar la ciudad a causa del jefe de los ujieres, a cuya mujer le arrebataste la ropa; por el hijo del mercader, al que despojaste; por el tintorero, pues te apoderaste de la ropa de la gente que había en su tintorería; y a causa del arriero, dueño del asno.» «¡Bah, hija mía! —exclamó Dalila—, a mí sólo me preocupa el arriero, pues me conoce.»

En cuanto al maestro tintorero, después de preparar el pan y la carne y haber puesto todo sobre la cabeza de su empleado, pasó ante la tintorería y vio que el arriero estaba rompiendo las tinajas. En la tienda no había quedado ropa alguna, y toda la tintorería estaba arruinada; «¡Levanta la mano, arriero!», gritó, y éste se paró. «¡Alabado sea Dios por tu salvación, maestro! —exclamó—. Mi corazón estaba preocupado por ti.» «¿Por qué hacías eso? ¿Qué me ocurrió?» «Quebraste, y han puesto por escrito las pruebas de tu insolvencia.» «¿Quién te lo dijo?», preguntó el tintorero. «Tu madre me lo contó y me mandó romper las jarras y vaciar las tinajas, por temor a que cuando viniera el perito hallase algo en la tintorería.» «¡Dios te confunda! —maldijo el tintorero—. Hace mucho que mi madre murió.» Y se golpeó el pecho, quejándose: «¡Ay! ¡Mi dinero y los bienes de la gente se han perdido!» El arriero exclamó: «Pues yo he perdido mi asno. Tintorero, devuélveme mi asno; se lo llevó tu madre». Pero el tintorero lo amenazó con los puños, chillando: «¡Tú tráeme a la vieja!» Y el otro le contestó: «¡Y tú mi asno!» Alrededor de ellos se fue congregando gente.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que alguien preguntó: «¿Qué ocurre, maestro Muhammad?» «Yo os contaré la historia» —intervino el arriero. Y les explicó todo lo que le había sucedido, para acabar—: «Yo creí que el maestro me lo agradecería; en cambio, se ha golpeado el pecho y ha dicho: “¡Mi madre murió!” Pero yo quiero que me dé mi asno, pues me ha hecho esta jugarreta para arrebatármelo». «Maestro Muhammad —observó la gente—, indudablemente debes conocer a esa vieja, ya que le confiaste la tintorería con cuanto contenía.» «No la conozco —repuso el tintorero—; pero hoy mismo, ella, su hijo y su hija se han alojado en mi casa.» «A fe mía —dijo uno— que el tintorero debe responder del asno.» «¿Por qué?», le preguntaron. «Porque el arriero entregó su asno a la vieja al ver que el tintorero le había confiado la tintorería con cuanto ella encerraba.» «Maestro —sugirió otro—, puesto que has alojado a la vieja en tu casa, has de devolverle el asno.» Luego se marcharon todos a la casa. De ellos se hablará más adelante.

En cuanto al hijo del mercader, esperó a que la vieja volviese con su hija, mientras la joven seguía esperando a que Dalila viniese con la licencia de su hijo, el elegido de Dios, el subalterno del jeque Abu-l-Hamalat; pero ella no regresaba. Entonces se levantó para hacer su visita piadosa, y al entrar tropezó con el hijo del mercader, quien le dijo: «Ven aquí. ¿Dónde está tu madre, que me trajo aquí para casarme contigo?» «Mi madre murió —contestó ella—. ¿Eres tú su hijo, el elegido de Dios, el subalterno del jeque Abu-l-Hamalat?» «Ésa no es mi madre. Es una vieja enredadora, que me ha engañado e incluso me ha arrebatado mis vestidos y los mil dinares.» «También a mí me ha engañado —exclamó la joven—. Me trajo aquí para que visitase a Abu-l-Hamalat, y me ha desnudado.» El hijo del mercader dijo a la joven: «A no ser tú, no sé quién ha de devolverme mis vestidos y los mil dinares». Ella protestaba: «Y yo sólo a ti te considero responsable de mi ropa y mis joyas: ¡tráeme a tu madre!»

Entonces entró el tintorero. Al ver que tanto el hijo del mercader como la joven estaban desnudos, les preguntó: «Decidme, ¿dónde está vuestra madre?» La joven le contó cuanto le había ocurrido a ella, y el joven refirió lo que le había sucedido a él. El tintorero se quejó: «¡Ay! ¡Mis bienes y los de la gente se han perdido!» A lo que añadió el arriero: «¡Ay, mi asno! ¡Qué pérdida! ¡Devuélveme mi asno, tintorero!» «Es una vieja enredadora —sentenció el tintorero—. Salid, voy a cerrar la puerta.» «Sería vergonzoso para ti —observó el hijo del mercader— que hayamos entrado en tu casa vestidos y salgamos de ella desnudos.» El tintorero le dio un vestido a él y otro a la joven, a la que devolvió a su casa. Ya hablaremos luego del regreso de su marido.

En cuanto al tintorero, cerró su tintorería y manifestó al hijo del mercader: «Ven con nosotros en busca de la vieja para entregarla al jefe de policía». Y éste lo acompañó, el arriero se unió a ellos, y los tres entraron en casa del jefe de policía, ante el que se quejaron. «Gente, ¿qué os ha ocurrido?» Y cuando le hubieron contado lo ocurrido, les dijo: «¡Cuántas viejas hay en la ciudad! Id vosotros, buscadla, cogedla y yo os la haré confesar». Y ellos empezaron a dar vueltas, buscándola. Ya volveremos a hablar de ello.

Entretanto, la vieja Dalila la Taimada le decía a su hija: «Zaynab, hija mía, quiero hacer alguna otra jugarreta». La hija contestó: «Madre mía, temo por ti». «Soy —insistió la madre— como las vainas de las habas, que resisten el agua y el fuego.» Se puso un vestido de criada de gran señor y salió con intenciones de armar algún lío. Pasó por una calle en la que había alfombras extendidas por el suelo y lámparas de aceite colgadas; oyó cantos y redobles de adufe, y vio una esclava que llevaba a hombros un niño vestido con calzones bordados de plata y hermosas ropas. Llevaba en la cabeza un fez coronado de perlas, y al cuello, un collar de oro con piedras preciosas y un manto de terciopelo. Era la casa del jefe del gremio de mercaderes de Bagdad, y el niño, su hijo. El jefe tenía además una hija virgen que había sido pedida por esposa, y precisamente aquel día se celebraba el noviazgo. Un grupo de mujeres y de cantoras estaba con la madre de la joven, y como quiera que cada vez que ella subía o bajaba las escaleras el niño se le echaba encima, había llamado a la esclava y le había dicho: «Toma a tu señor y hazlo jugar hasta que acabe la reunión». Cuando la vieja Dalila entró en la calle y vio al niño a hombros de la esclava, le preguntó a ésta: «¿Qué fiesta se celebra hoy en casa de tu señora?» «El noviazgo de su hija, y hay cantoras en su casa.» La vieja pensó: «¡Ay, Dalila, la única mala pasada que puedes hacer es raptar el niño a esta esclava!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Dalila] sin embargo, dijo en voz alta: «¡Qué vergüenza! ¡Qué desgracia!» Y sacando del bolsillo un disco de latón parecido a un dinar, dijo la vieja a la muchacha, que era una infeliz: «Toma este dinar, ve a tu señora y dile: “Umm al-Jayr está contenta de ti, pues tú le has hecho favores. El día de la fiesta, ella y sus hijas vendrán y harán regalos a las peinadoras con motivo de la boda”». «Madre mía —dijo la esclava—, éste mi señor cada vez que ve a su madre se coge a ella.» «Déjamelo mientras vas y vuelves.» La esclava tomó la pieza y entró, mientras la vieja, al tener al niño, se fue a otra calle, le quitó las joyas y los vestidos que llevaba y se dijo: «Dalila, así como fuiste capaz de engañar a la esclava arrebatándole el niño, serías hábil si tramases alguna jugarreta y lo empeñases por algún objeto que valiese mil dinares». Y se dirigió al zoco de los joyeros, donde vio a un orífice judío que tenía ante sí un cesto lleno de joyas. Y pensó: «Serías astuta si engañaras a este judío, le quitases joyas por valor de mil dinares y empeñases al niño por las joyas». El judío se volvió a mirar, vio al niño con la vieja y reconoció que era el hijo del jefe del gremio de mercaderes. El judío era muy rico, pero envidiaba a su vecino cuando éste lograba alguna venta y él nada había vendido. «¿Qué quieres, mi señora?», preguntó a Dalila. «¿Eres tú el maestro Esdras, el judío?» (pues ella había preguntado previamente su nombre). Contestó: «Sí». Ella prosiguió: «La hermana de este niño, la hija del jefe del gremio, ha sido pedida por esposa y hoy celebra su noviazgo. Necesita joyas: danos dos pares de ajorcas de oro, para los tobillos, un par de brazaletes de oro, pendientes de perlas, un ceñidor, un puñal y un anillo». Y Dalila cogió objetos por valor de mil dinares, y añadió: «Me llevo estos objetos preciosos con una condición: mis dueños tomarán lo que les guste y yo te traeré el precio. Y quédate con este niño». «Sea como quieres», dijo el judío. La vieja cogió las joyas y se marchó a su casa. «¿Qué jugarretas hiciste?», preguntó su hija. «He urdido una estratagema: he raptado al hijito del jefe del gremio de mercaderes y lo he despojado. Luego lo he empeñado a un judío por objetos que valen mil dinares.» «Ya no podrás ir por la ciudad», le dijo su hija.

Mientras tanto, la esclava había llegado a presencia de su dueña y le había dicho: «Mi señora: «Umm al-Jayr te saluda y está contenta de ti: el día en que se celebre la reunión, vendrá con sus hijas y harán los regalos». «¿Dónde está tu señor?», preguntó la señora. «Se lo dejé a ella por miedo a que se agarrase a ti. Y la vieja me ha dado una propina para las cantoras.» «Toma tu propina», dijo la dueña a la jefa de las cantoras. Ésta la tomó, y vio que era un disco de latón. Entonces la dueña le dijo a la esclava: «¡Desvergonzada! Baja a ver qué es de tu señor». Bajó, pero no halló ni al niño ni a la vieja, y, dando un grito, cayó de bruces. La alegría de la gente se transformó en dolor. En aquel momento entraba el jefe del gremio de mercaderes, al que su mujer le contó todo lo sucedido, y él salió en busca del niño al mismo tiempo que todos los mercaderes se echaban a la calle con el mismo objeto. El jefe no cejó de buscar a su hijo hasta que le vio, desnudo, en la tienda del judío. «¡Pero si es mi hijo!», exclamó. «Sí», le contestó el judío. El padre cogió al niño y ni siquiera preguntó por sus vestidos; tan grande era su alegría por haberlo hallado. Pero cuando el judío vio que el mercader cogía a su hijo, se agarró a él y le dijo: «¡Dios ayude al Califa contra ti!» «¿Qué te pasa, judío?», preguntó el mercader, y éste le contó: «La vieja tomó de mí, para tu hija, objetos preciosos por valor de mil dinares, y en prenda me dejó este niño. Y yo se los di sólo porque ella me dejó a este niño como garantía de lo que cogió. Además, tuve confianza en ella porque sabía que este niño era tuyo». «Mi hija no necesita joyas —dijo el jefe del gremio—. Y… tráeme los vestidos del niño.» «¡Musulmanes venid en mi auxilio!», gritó el judío. Y entonces aparecieron el arriero, el tintorero y el hijo del mercader, que iban dando vueltas en busca de la vieja. Les preguntaron al mercader y al judío la causa de la discusión, y los dos les contaron lo ocurrido. «Es una vieja enredadora que ya nos engañó antes a nosotros», exclamaron los tres. Y, a su vez, les contaron cuanto les había sucedido con ella. «Puesto que hallé a mi hijo —manifestó el jefe del gremio—, sean sus vestidos su rescate. Y si encuentro a la vieja, se los pediré a ella.» Y se marchó con su hijo; la madre se alegró mucho de volverlo a ver salvo.

«Y vosotros ¿dónde vais?» —preguntó el judío a los tres—. «En busca de la vieja», contestaron. «Dejadme ir con vosotros», propuso el judío. Y añadió: «¿Alguno de vosotros la conoce?» «Yo la conozco», respondió el arriero. «Si vamos todos juntos no podremos dar con ella y se nos escapará —añadió el judío—. En cambio, que vaya cada uno de nosotros por su cuenta, y la tienda del barbero Hachch Masud, el Magrebí, será nuestro punto de reunión.» Y así, cada uno marchó por distinto camino.

Entretanto, la vieja había salido para hacer otra de las suyas. El arriero la reconoció y, echándosele encima le dijo: «¡Ay de ti! ¿Hace mucho que te dedicas a este asunto?» «¿Qué te ocurre?», preguntó Dalila. «¡Mi asno! ¡Devuélvemelo!» «¡Calla, hijo mío! Corre un velo sobre lo que Dios oculta. ¿Pides tu asno, o las cosas de la gente?» «Yo sólo quiero mi asno.» «Ya vi que eras pobre. Deposité tu asno en casa del barbero magrebí. Párate a distancia para que me llegue a él y, amablemente, le diga que te lo entregue.» Se acercó al magrebí, le besó la mano y se echó a llorar. «¿Qué tienes?», preguntó éste. «Hijo mío: mira a ese joven que está ahí parado. Está enfermo: se expuso a la corriente y el aire lo enloqueció. Solía dedicarse a la compra de asnos, y por ello, cuando está en pie, no hace más que decir: “¡Mi asno!”; y si se sienta: “¡Mi asno!”; y si anda: “¡Mi asno!” Un médico me dijo que ha perdido la razón y sólo podrá curarse si le quitan dos muelas y se le cauterizan dos veces los pelos que recubren sus sienes. Toma este dinar, llámalo y dile: “Yo tengo tu asno”.» «Ayunaré un año entero —dijo el barbero— si no le entrego el asno en su mano.» Como tenía dos empleados, le mandó a uno de ellos: «Ve a calentar dos hierros». Luego, y mientras la vieja se había ido a sus asuntos, llamó al arriero, y cuando llegó, le dijo: «¡Desgraciado! Yo tengo tu asno, ven a cogerlo, y, por mi vida que te lo entregaré en mano». Lo cogió, y apenas entró con él en una habitación oscura, le dio un puñetazo que lo hizo caer al suelo. Los tres lo arrastraron, le ataron manos y pies, y el magrebí le arrancó dos muelas, le cauterizó dos veces las sienes, y luego lo dejó ir. «¿Por qué me has hechos esto, magrebí?», preguntó el arriero al levantarse. Y éste le contestó: «Tu madre me ha informado de que has perdido la razón porque cuando estabas enfermo te expusiste a la corriente, y ahora, si estás en pie, dices: “¡Mi asno!”; y si estás sentado, repites: “¡Mi asno!”; y si andas, lo mismo: “¡Mi asno!” He aquí el asno en mano». «De Dios recibirás el castigo por haberme arrancado dos muelas.» «¡Pero si tu misma madre me lo dijo!», y le contó cuanto le había dicho la vieja. «¡Dios le haga difícil la vida!», exclamó el arriero. Y él y el magrebí se marcharon, discutiendo. El magrebí abandonó la tienda, y al regresar no halló nada. En efecto, mientras el magrebí se había ido con el arriero, la vieja cogió cuanto había en la tienda y se fue junto a su hija, a la que explicó cuanto había hecho.

En cuanto al barbero, al ver su tienda vacía, la emprendió con el arriero: «Tráeme a tu madre», le dijo. «Pero si no es mi madre —replicó—. Es una taimada que ha engañado a mucha gente y se ha apoderado de mi asno.» En aquel momento llegaron el tintorero, el judío y el hijo del mercader, y al ver que el magrebí discutía con el arriero y que éste tenía las sienes cauterizadas, le preguntaron: «¿Qué te ha pasado, arriero?» Y él les contó lo que le había sucedido, y lo mismo hizo el magrebí, quien refirió su historia. «Es una vieja bribona —le dijeron— que nos ha engañado.» Y le contaron lo ocurrido. Entonces el barbero cerró su tienda y se fue con ellos a casa del gobernador. «Sólo tú puedes resolver nuestra situación y devolvernos nuestro dinero», dijeron todos. Pero el gobernador exclamó: «¡Cuántas viejas hay en la ciudad! ¿Alguno de vosotros la conoce?» El arriero contestó: «Yo la conozco; pero danos a diez de tus hombres». El arriero salió con los hombres del gobernador, mientras los otros seguían detrás. Y el arriero se puso a dar vueltas con todos ellos hasta que, de repente, vieron que la vieja Dalila se acercaba. El arriero y los hombres del gobernador la prendieron y la llevaron ante éste; se detuvieron bajo la ventana del palacio en espera de que aquél saliese. Pero ocurrió que los hombres del gobernador se durmieron a causa de la larga vela que habían tenido con él, y la vieja se hizo la dormida. También se adormecieron el arriero y sus compañeros. Entonces Dalila se escapó y entró en el harén del gobernador. Besó las manos de la señora del harén y le preguntó: «¿Dónde está el gobernador?» «Duerme. ¿Qué quieres?» «Mi marido, vendedor de esclavos, me entregó cinco para que los vendiera mientras está de viaje. El gobernador se encontró conmigo y convino en que me los compraría por mil dinares y doscientos de propina para mí, y me dijo que se los llevara a su casa, y yo los he traído.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el gobernador tenía apartados mil dinares, y le había dicho a su mujer: «Guárdalos para comprar esclavos». Así, cuando la señora oyó las palabras de la vieja, quedó convencida de que su marido había arreglado el asunto, y preguntó: «¿Dónde están los esclavos?» «Mi señora —contestó la vieja—, duermen bajo la ventana del palacio en que tú estás.» La señora se asomó a la ventana, y al ver al magrebí que llevaba vestidos de esclavo, y también al hijo del mercader —que tenía aspecto de mameluco—, y al tintorero, al arriero y al judío, todos los cuales parecían esclavos rapados, se dijo: «Cada uno de estos esclavos vale más de mil dinares». Abrió la caja y le entregó a la vieja los mil dinares, diciéndole: «Ve, y espera a que el gobernador despierte de su sueño. Entonces le pediremos los otros doscientos dinares». «Mi señora, cien de esos dinares son para ti por la jarra de bebida que he bebido. Los otros, guárdamelos para cuando vuelva.» Y añadió: «Déjame salir por la puerta secreta». Y la dueña la hizo salir por allí. Dios la protegió, y ella llegó junto a su hija, que le preguntó: «Madre mía, ¿qué has hecho?» «Hija mía, puse en práctica un truco gracias al cual le he timado estos mil dinares a la mujer del gobernador, y le he vendido a mis cinco perseguidores: el arriero, el judío, el tintorero, el barbero y el hijo del mercader, a quienes he hecho pasar por esclavos. Pero hija mía, nadie puede causarme mayor daño que el arriero, pues me conoce.» «Madre mía, estate tranquila. Bástete ya con lo hecho, porque no siempre sale indemne la jarra.»

Cuando el gobernador despertó de su sueño, su mujer le dijo: «Estoy contenta de ti por los cinco esclavos que le compraste a la vieja». «¿Qué esclavos?», preguntó él; y su mujer repuso: «¿Por qué lo niegas? Si Dios quiere alcanzarán, como tú, elevados cargos.» «¡Por mi cabeza —exclamó el gobernador— que no he comprado esclavos! ¿Quién dice tal?» «La vieja corredora con la que conviniste el precio y a la que prometiste dar por ellos mil dinares, y otros doscientos para ella.» «¿Y tú le has dado el dinero?» «Sí. Yo misma he visto con mis propios ojos a los esclavos: cada uno de ellos lleva un vestido que vale mil dinares. Y he mandado decir a los hombres de la guardia que los vigilen.» Entonces el gobernador bajó, y vio al judío, al arriero, al magrebí, al tintorero y al hijo del mercader. «¡Hombres! —preguntó—, ¿dónde están los cinco esclavos que hemos comprado a la vieja por mil dinares?», y ellos contestaron: «Aquí no hay esclavos. Sólo hemos visto a estas cinco personas, que dieron con la vieja y la prendieron. Todos nosotros nos quedamos dormidos, y ella se escapó y entró en el harén. Luego vino una esclava a preguntarnos: “Las cinco personas que trajo la vieja, ¿están con vosotros?”, y le contestamos: “Sí”». «¡Por Dios! —exclamó el gobernador—. Éste es el engaño mayor de todos.» Y los cinco dijeron: «Sólo tú puedes hacer que recuperemos nuestras cosas». «Vuestra dueña, la vieja, os ha vendido a mí por mil dinares», protestó el gobernador. «¡Dios no lo quiera! —exclamaron los cinco—. Todos nosotros somos hombres libres y no se nos puede vender. Ya nos veremos contigo ante el Califa.» «Sólo vosotros —acabó diciendo el gobernador— le enseñasteis a la vieja el camino de mi casa. Por consiguiente, os venderé como galeotes, cada uno por doscientos dinares.»

Entretanto, el emir Hasán Sarr al-Tariq, que había regresado de su viaje, se encontró con que a su mujer le habían robado, y ella le contó todo lo que le había ocurrido. «Mi único enemigo es el gobernador», declaró el Emir. Y se presentó ante él y lo apostrofó: «¿Tú permites a las viejas andar por la ciudad engañando a la gente y robando sus bienes? Esto es responsabilidad tuya, y no conozco quién pueda responder de las cosas de mi mujer sino tú. Y a vosotros —dijo luego a los cinco—, ¿qué os ha ocurrido?» Ellos le contaron todo lo que les había sucedido. «Sois víctimas de injusticias sufridas», añadió. Y, dirigiéndose al gobernador: «Y tú, ¿por qué los encarcelas?» «Porque esos cinco fueron quienes enseñaron a la vieja el camino de mi casa, y así me ha quitado mis mil dinares y ha vendido a éstos a mi mujer.» Pero los cinco intervinieron: «Emir Hasán, tú has de ser nuestro protector en este pleito». Entonces el gobernador le dijo al Emir Hasán: «Las cosas de tu mujer corren de mi cuenta, y yo garantizo que la vieja será apresada. Pero ¿quién de vosotros la conoce?» «Nosotros la conocemos —contestaron todos—. Envía con nosotros a diez hombres y la cogeremos.» Y él les dio los diez hombres. «Seguidme —dijo el arriero—, porque yo la reconocería aunque tuviese ojos zarcos.»

Y he aquí que la vieja Dalila salía de una calle. La cogieron y la llevaron a casa del gobernador, quien, al verla, le preguntó: «¿Dónde están las cosas de la gente?» «Nada he cogido, ni he visto nunca a ésos», protestó la vieja. «Tenla encerrada hasta mañana», dijo el gobernador al carcelero. «La cojo pero no la meto dentro, pues temo que me haga alguna y yo sea responsable.» Entonces el gobernador montó a caballo llevando consigo a la vieja y a las demás personas, y salió de la ciudad en dirección a la orilla del Tigris. Llamó al farolero y le mandó que crucificara a Dalila, colgándola de los pelos. Éste la izó con las poleas, y el gobernador, después de dejar diez hombres de guardia, se marchó a su casa.

Vinieron las tinieblas, el sueño venció a los guardianes, y entonces apareció un beduino. Éste había oído cómo un hombre le decía a un amigo suyo: «¡Alabado sea Dios por tu salvación! ¿Dónde estuviste durante tu ausencia?» «En Bagdad, y comí tortillitas con azúcar y miel.» Y entonces el beduino se había dicho: «Lo mejor es entrar en Bagdad para comer tortillitas de azúcar y miel». Pero el beduino no había visto nunca en su vida Bagdad, ni había estado en ella. Montó en su caballo y se puso en camino, murmurando: «¡Debe ser delicioso comer tortillitas de azúcar y miel! ¡Por el honor de los árabes que no he de comer sino tortillitas de azúcar y miel!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el beduino] había llegado así cerca del lugar en que estaba crucificada Dalila que le oyó murmurar tales palabras. «¿Qué eres?», preguntó el beduino a Dalila cuando estuvo cerca de ella. «¡Jeque de los árabes! Estoy bajo tu protección», contestó. «¡Dios te libre! ¿Por qué has sido crucificada?» Y Dalila le explicó: «Tengo un enemigo, mercader de aceite, que fríe tortillitas de miel y azúcar. Me paré a comprarle algunas, y como quiera que escupí, mi saliva cayó en las tortillitas y él me denunció ante el gobernador, el cual dio orden de que fuese crucificada, diciendo: “Sentencio que cojáis diez ratl de tortillitas de azúcar y miel por cuenta de ella y se las hagáis comer mientras esté crucificada. Si se las come, soltadla; si no, dejadla”. Y ahora siento náuseas ante los dulces». El beduino exclamó: «¡Por el honor de los árabes! He venido de mi tribu precisamente para comer tortillitas con miel. Las comeré yo por ti». Pero la vieja le dijo: «Sólo quien sea colgado en mi lugar podrá comerlas». El truco hizo efecto en el beduino. La soltó, y Dalila lo ató en su lugar, después de haberle quitado los vestidos que llevaba. Se los puso ella, se colocó el turbante, montó en el caballo del beduino y marchó a casa con su hija. «¿Cómo regresáis así?», le preguntó Zaynab. «Me han crucificado.» Y le contó todo lo que le había ocurrido con el beduino. Esto es lo que se refiere a Dalila.

Y he aquí lo que hace referencia a los guardianes. Cuando uno de ellos se despertó, despertó a sus compañeros y éstos se dieron cuenta de que el día ya se había levantado. Uno alzó los ojos y llamó: «¡Dalila!» «¡Por Dios!, nosotros no comemos hogazas de harina —contestó el beduino—. ¿Habéis traído las tortillitas de azúcar y miel?» «¡Pero si es un beduino!», exclamaron todos, y le preguntaron: «Beduino, ¿dónde está Dalila? ¿Quién la soltó?» «Yo la solté. Ella no puede comer a disgusto tortillitas de azúcar y miel porque le dan asco.» Y así los guardianes se enteraron de que el beduino, al desconocer la verdadera condición de la vieja, se había dejado engañar. Y se dijeron unos a otros: «¿Huimos o esperamos aquí a que se cumpla lo que Dios ha decretado para nosotros?» En aquel momento se acercaba el gobernador con los hombres a quienes Dalila había engañado. «¡Ea! —ordenó a los guardias—, soltad a Dalila.» Y el beduino intervino: «No comemos hogazas de harina. ¿Habéis traído tortillitas de miel?» El gobernador levantó los ojos hacia la cruz y, en lugar de la vieja, vio al beduino. «¿Qué significa esto?», preguntó a los guardias. «Haznos gracia, señor», contestaron. «Contadme lo ocurrido.» «Nosotros habíamos velado contigo en las rondas nocturnas, y por eso nos dijimos: “Dalila está crucificada”, y nos quedamos dormidos. Al despertar hemos visto a este beduino crucificado. Estamos, pues, a merced tuya.» «Hombres —dijo el gobernador—, aquélla es una bribona. El perdón de Dios sea sobre vosotros.» Entonces soltaron al beduino, que la emprendió con el gobernador: «¡Dios ayude al Califa contra ti! No sé quién puede responder de mi caballo y de mis bienes sino tú». El gobernador lo interrogó, y el beduino relató su historia. «¿Por qué la soltaste?», le preguntó, asombrado, el gobernador. «Yo no sabía que fuera una bribona.» Y los cinco hombres engañados, exclamaron: «Gobernador, no reconocemos más responsable que a ti. En efecto, nosotros la entregamos y, por tanto, tú eres responsable. ¡Ya nos veremos en el diván del Califa!»

Entretanto, Hasán Sarr al-Tariq había subido al diván. Y entonces llegaron el gobernador, el beduino y los cinco hombres, que decían: «¡Somos víctimas de una injusticia!» «¿Quién os hizo injusticia?», preguntó el Califa. Y cada uno de ellos se adelantó y contó lo que le había ocurrido. «Emir de los creyentes —dijo el gobernador—, ella me engañó y me vendió a esos cinco por mil dinares, a pesar de que eran hombres libres.» «Todo lo que os fue arrebatado, lo recuperaréis por mi mano», sentenció el Califa. A continuación, y dirigiéndose al gobernador, le dijo: «Te encargo que prendas a la vieja». Pero el gobernador movió el collar y dijo: «No acepto tal encargo, puesto que la colgué en la cruz y ella engañó a este beduino, que la soltó y lo colgó a él en su lugar, apoderándose de su caballo y de sus vestidos». «¿Pues a quién sino a ti puedo encargar que me traiga la vieja?» «Encarga de ello a Ahmad al-Danif. Él cobra mensualmente un sueldo de mil dinares. Ahmad al-Danif tiene cuarenta y un esbirros, cada uno de los cuales cobra cien dinares al mes.» «Capitán Ahmad», llamó el Califa. «Heme aquí, Emir de los creyentes.» «Te encargo que me traigas a la vieja.» «Garantizo que la traeré», dijo Ahmad al-Danif. Y el Califa retuvo junto a sí a los cinco y al beduino.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Ahmad al-Danif y sus esbirros fueron al cuartel y se preguntaron: «¿Cómo nos las arreglaremos para cogerla? ¡Cuántas viejas hay en la ciudad!» «¿Qué me aconsejas?», preguntó Ahmad a Hasán Sumán. Uno de ellos, llamado Alí Kitf al-Chamal, protestó ante Ahmad al-Danif: «¿Por qué pedís consejo a Hasán Sumán? ¿Acaso es tan importante?» «Alí —dijo Hasán— ¿por qué me desprecias? ¡Por el gran nombre de Dios, os juro que no os acompañaré esta vez!» Y se levantó, furioso. «¡Jóvenes! —ordenó Ahmad al-Danif—, que cada jefe coja diez hombres y vaya con ellos a un barrio a buscar a Dalila.» Alí Kitf al-Chamal marchó con diez hombres, y así hicieron todos los jefes. Cada grupo se dirigió a un barrio; pero antes de ir y de separarse, los hombres se dijeron: «Nos reuniremos en tal barrio, en tal calle».

Entretanto, en la ciudad se había divulgado la noticia de que Ahmad al-Danif había sido encargado de prender a Dalila la Taimada. «Madre mía —observó Zaynab—, si eres realmente hábil, trata de engañar a Ahmad al-Danif y sus hombres.» «Hija mía —repuso Dalila—, yo sólo temo a Hasán Sumán.» «¡Por mi mechón! —exclamó la joven—, te traeré los vestidos de los cuarenta y un guardias.» Se levantó, se puso un vestido y el velo y se dirigió a un mercader de especias que tenía un local con dos puertas. Después de saludarlo, le ofreció un dinar y le dijo: «Toma este dinar en compensación por tu local y préstamelo hasta el final del día». Éste le entregó las llaves, y Zaynab, montada en el asno del arriero, fue a buscar alfombras, que extendió en el local, y en cada rincón puso una mesa con alimentos y vino. Luego, con el rostro descubierto, se colocó junto a la puerta. Apareció entonces Alí Kitf al-Chamal y su grupo. Ella le besó la mano. Al ver que era una hermosa joven, Alí se prendó de ella. «¿Qué quieres?», le preguntó. «¿Eres el capitán Ahmad al-Danif?» «No, mas pertenezco a su grupo y me llamo Alí Kitf al-Chamal.» «¿Dónde vais?» «Vamos buscando a una vieja bribona que se ha apoderado de los bienes de la gente, y nuestro propósito es prenderla. ¿Y tú, quién eres y qué haces?» Y ella explicó: «Mi padre era tabernero en Mosul. Al morir me dejó mucho dinero. Y vine a esta ciudad por miedo a los oficiales judiciales, y al preguntar a la gente quién me podría proteger, me dijeron que solamente Ahmad al-Danif podía hacerlo». «Hoy mismo te pondrás bajo su protección», dijeron los hombres. Ella añadió: «Entonces, dadme este gusto: comed un bocado y bebed un poco de agua». Cuando accedieron, ella los hizo entrar, y los hombres comieron y bebieron vino. Ella les dio un narcótico, les quitó los vestidos, y al igual que había hecho con ellos, hizo con los demás. Cuando Ahmad al-Danif se puso a buscar a Dalila, no sólo no la encontró, sino que ni siquiera vio a ninguno de sus esbirros. Andando, llegó junto a la joven, que le besó la mano. Al verla, se enamoró. «¿Eres tú el capitán Ahmad al-Danif?», preguntó Zaynab. «Sí, y tú, ¿quién eres?» «Soy forastera, de Mosul. Mi padre era tabernero. Murió y me dejó mucho dinero, por lo cual yo, temerosa de los oficiales judiciales, me lo traje aquí y abrí esta taberna. Pero el gobernador me ha fijado un impuesto. Mi intención era ponerme bajo tu protección, ya que tú eres más digno de tener lo que tomaría el gobernador.» «No le des nada, y sé bien venida», dijo Ahmad al-Danif. «Entonces, dame este gusto: come de mi comida.» Él entró, comió y bebió vino, y cayó al suelo embriagado; ella le dio un narcótico, le arrebató los vestidos, cargó todo sobre el caballo del beduino y sobre el asno del arriero, y, después de hacer volver en sí a Alí Kitf al-Chamal, se marchó. Cuando éste volvió en sí, se encontró desnudo y vio que Ahmad al-Danif y los demás estaban narcotizados. Los hizo volver en sí mediante un antídoto, y ellos, al despertar, vieron que estaban desnudos. «¿Qué significa esto, muchachos?», preguntó Ahmad al-Danif. «Estábamos buscando a la vieja para prenderla, pero esta desvergonzada nos ha atrapado. ¡Qué contento se pondrá Hasán Sumán! Mas… esperemos a que lleguen las tinieblas de la noche, y entonces nos iremos.»

Entretanto, Hasán Sumán preguntaba al guardián: «¿Dónde están los hombres?» Y mientras lo interrogaba acerca de ellos, los vio venir sin vestidos. Hasán Sumán recitó estos versos:

Las gentes se parecen en sus propósitos, pero las personas se distinguen por los resultados.

Hay entre los hombres sabios e ignorantes, así como entre las estrellas unas son luceros y otras apenas brillan.

«¿Quién os engañó y os despojó?», les preguntó. «Nos comprometimos a buscar a la vieja, y, en cambio, una hermosa joven nos ha despojado.» «¡Qué cosa tan estupenda hizo!», exclamó Hasán Sumán. Y ellos preguntaron: «¿La conoces, Hasán?» «La conozco, y también conozco a la vieja.» «¿Y qué diremos al estar ante el Califa?», lloriquearon. «Danif —prosiguió Sumán—, tú menea el collar ante él y si te pregunta por qué no la prendiste, contéstale: “Yo no la conozco. Encarga a Hasán Sumán de que la prenda”. Y si el Califa me encarga que la prenda, así lo haré.» Y se fueron a dormir.

Por la mañana subieron al diván del Califa y besaron el suelo. «¿Dónde está la vieja, capitán Ahmad?», preguntó el Califa. Ahmad meneó el collar. «¿Por qué haces eso?», y él contestó: «Yo no la conozco. Encarga a Hasán Sumán que la prenda, pues él la conoce, tanto a ella como a su hija». Y Hasán Sumán observó: «Ella no ha tramado todas estas jugarretas impulsada por codicia de las cosas de la gente, sino para poner de relieve su habilidad y la de su hija, con el fin de que le señales a la vieja el sueldo de su marido y le des a su hija una paga igual que la de su padre». Y siguió intercediendo por ella para que no la mataran, comprometiéndose a llevarla ante el Califa. «¡Juro por mis antepasados —exclamó el Califa— que si ella devuelve las cosas de la gente, obtendrá gracia y se beneficiará de tu intercesión!» «Dame el perdón para ella, Emir de los creyentes», pidió Sumán. «Ella se beneficiará de tu intercesión», repitió el Califa. Y le entregó el pañuelo del perdón.

Sumán bajó y fue a casa de Dalila, a la que llamó en alta voz. Le respondió su hija Zaynab. «¿Dónde está tu madre?», le preguntó. «Arriba.» «Dile que traiga las cosas de la gente y que se venga conmigo ante el Califa: le lie traído el pañuelo del perdón. Si no viene por las buenas, ella será la culpable.» Dalila bajó, se ató al cuello el pañuelo y le entregó las cosas de la gente, que había cargado en el asno del arriero y en el caballo del beduino. Pero Sumán observó: «Faltan los vestidos de mi jefe y los de sus hombres». «¡Por el gran nombre de Dios, juro que no fui yo quien los despojó!» «Dices verdad admitió Sumán. En efecto, ésta ha sido una jugarreta de tu hija Zaynab, que te ha dado un buen golpe.» Y marchó con ella al diván del Califa.

Una vez allí, Hasán se adelantó, puso ante él las cosas de la gente y le presentó a Dalila. Al verla, el Califa mandó que fuese arrojada sobre la alfombra de la sangre. «¡Sumán —exclamó Dalila—, estoy bajo tu protección!» Sumán se levantó, besó las manos del Califa y dijo: «Perdón, pero tú ya la has perdonado». «En efecto, por consideración a ti, la perdono. Ven aquí, vieja, ¿cómo te llamas?» «Mi nombre es Dalila.» «No eres sino una taimada y una bribona.» Y, así, fue llamada «Dalila la Taimada». «¿Por qué urdiste todas esas jugarretas y nos diste tanto trabajo?», preguntó el Califa. «Yo no he urdido todo eso por desear los bienes de la gente, sino porque he oído hablar de las bribonadas que Ahmad al-Danif ha hecho en Bagdad, y las de Hasán Sumán, y me dije: “Yo también haré lo que ellos”. He aquí que devuelvo a la gente sus cosas.» «Invoco la ley de Dios entre yo y ella —interrumpió el arriero—, puesto que no bastándole con haber raptado mi asno, engañó al barbero magrebí, que me quitó las muelas y me cauterizó por dos veces los cabellos de las sienes.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setecientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces el Califa mandó que le dieran cien dinares al arriero y cien al tintorero. «Ve a restaurar tu tintorería», dijo a este último. Ambos pronunciaron invocaciones en favor del Califa y se marcharon. El beduino, después de recoger sus vestidos y el caballo, exclamó: «¡No me está permitido entrar en Bagdad para comer tortillitas de azúcar y miel!» Todos aquellos que tenían algo suyo por recuperar, lo cogieron y se marcharon.

«Pídeme lo que quieras, Dalila», la animó entonces el Califa. Y ella dijo: «Mi padre era tu jefe de mensajes. Yo he criado palomas mensajeras, y mi marido era capitán en Bagdad. Deseo lo que le correspondía a él, mientras que mi hija desea lo que le correspondía a su padre». El Califa mandó que colmaran los deseos de las dos mujeres. «Yo te pido ser portera de la posada», dijo Dalila. El Califa había construido una posada de tres pisos para que se alojaran los mercaderes. Para montar guardia en la posada habían sido nombrados cuarenta esclavos y cuarenta perros, que el Califa había arrebatado al rey de los Sulaymaniyya, cuando lo depuso, y había hecho collares para los perros. En la posada había un cocinero, que guisaba la comida para los esclavos y daba de comer carne a los perros. «Dalila —dijo el Califa—, yo te nombraré inspectora de la posada; pero si algo se perdiese, tú serías responsable.» «Muy bien —contestó la vieja—. Pero manda que mi hija se aloje en el palacio que se halla cerca de la puerta de la posada. Ese palacio tiene azotea, y la cría de palomas sólo puede hacerse en un local espacioso.» El Califa dio orden de que se colmase el deseo de Dalila, y su hija trasladó todas sus cosas al palacio que estaba junto a la puerta de la posada. Y le entregó las cuarenta aves que transportan cartas.

En cuanto a Zaynab, colgó en su habitación en el palacio los cuarenta vestidos junto con el de Ahmad al-Danif. El Califa nombró a Dalila la Taimada jefa de los cuarenta esclavos, a los cuales ordenó que la obedecieran. Y luego ella eligió, detrás de la puerta de la posada, el lugar en que estar sentada. Diariamente subía al diván para ver si el Califa necesitaba enviar alguna carta a lejanos países, y no bajaba del diván hasta el final del día. Los cuarenta esclavos vigilaban la posada, y cuando caían las tinieblas, los perros eran puestos en libertad para que montaran guardia durante la noche.

Y éstas son las aventuras de Dalila la Taimada en la ciudad de Bagdad.