CUÉNTASE que al visir Abu Amir b. Marwán le habían regalado un apuesto paje cristiano, como jamás habían visto otro más hermoso los ojos. El sultán al-Nasir lo vio y preguntó: «¿De dónde vino éste?» «Vino de Dios», fue la respuesta. «¿Pretendes intimidarnos con las estrellas y hacernos prisioneros con las lunas?», dijo el sultán. El visir se excusó, pero luego se dedicó a preparar un regalo, que envió al sultán por mediación del paje, al que dijo: «Tú también formarás parte del regalo; pero si no fuera por necesidad, no te habría dejado ir». Y escribió estos dos versos:
Mi señor, esta luna caminó hacia vuestro horizonte: más adecuado es el horizonte que la tierra para tener luna.
Yo os contento con mi alma, alma preciosa. Jamás vi antes de mí quien estuviese satisfecho de regalar su corazón.
Y esto le gustó al sultán al-Nasir, que regaló mucho dinero al visir, y éste aumentó en el favor y prestigio de que gozaba junto al soberano.
Después de estos hechos le regalaron al visir una esclava que se contaba entre las mujeres más hermosas del mundo. Él temió que le contaran esto a al-Nasir y que el sultán se la pidiera, y ocurriera con la esclava la misma historia que con el paje. Por ello, se apresuró a preparar un regalo mayor aún que el primero, y lo envió por medio de la esclava…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche seiscientas noventa y ocho refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que [el visir envió el regalo] con estos versos escritos por él:
Mi señor, éste es el sol, y antes llegó la luna para que los dos astros pudieran encontrarse.
Es una conjunción de astros que predice felicidad. ¡Ojalá puedas estar tú con ellos eternamente entre un río y un jardín del paraíso!
Por Dios, no hay tercero que pueda competir con ellos en belleza, al igual que no hay quien pueda compartir contigo el reino de la tierra.
Con lo cual su posición junto al sultán fue doblemente sólida.
Más adelante, uno de los enemigos del visir lo acusó ante al-Nasir, diciendo que quedaba en él un residuo de amor por el paje y que él cuando estaba excitado por el vino, gustaba de recordarlo y se arrepentía amargamente de haberlo regalado al sultán. «No hables de él —amenazó el sultán— o haré volar tu cabeza.» Sin embargo, simulando que era el joven quien lo hacía, le escribió este mensaje: «Mi señor, sabes que has estado a solas conmigo, y que yo siempre he estado magníficamente bien contigo. Y ahora, aunque me hallo en casa del sultán, me gustaría estar a solas contigo, pero temo la cólera real». Envió el escrito por mediación de un pajecillo, al que encargó dijera al visir que procedía de aquél, y que el rey no le había hablado para nada. Cuando Abu Amir lo hubo leído y el criado trató de engañarlo, él sospechó la trampa y escribió estos versos detrás del pedazo de papel:
¿Acaso es natural que, después de duras experiencias, el hombre prudente corra de cabeza a la selva del león?
Yo no soy de aquellos a quienes el amor ciega la cabeza, y no ignoro lo que afirman los envidiosos.
Si yo, obediente, te regalé mi alma, ¿cómo puede volver atrás el alma después de haber abandonado el cuerpo?
Cuando al-Nasir se enteró de la respuesta, quedó asombrado de la sagacidad del visir y, después de esto, no volvió a prestar oídos a quien lo acusaba. Más tarde le preguntó: «¿Cómo te las arreglaste para evitar caer en la trampa?» «Porque mi sensatez no se alía con la pasión», contestó.