HISTORIA DE DAMRA B. AL-MUGIRA, CONTADA POR HUSAYN AL-JALÍ A HARÚN AL-RASID

CUÉNTASE que el insomnio se apoderó una noche de Harún al-Rasid. Mandó llamar a al-Asmaí y a Husayn al-Jalí, y les dijo: «Contadme algo. Empieza tú, Husayn». «Sí, Emir de los creyentes —contestó—. Cierto año salí de Bagdad para bajar a Basora, llevando un panegírico en honor de Muhammad b. Sulaymán al-Rabí. Éste lo agradeció y mandó que me quedara en su casa. Otro día salí en dirección al al-Mirbad, por la vía de los Muhallabíes; pero me entró mucho calor y me acerqué a una puerta para pedir de beber. Tropecé con una joven semejante a una rama curvada de árbol, de ojos lánguidos, cejas finas y largas, mejillas llenas y ovaladas, que llevaba puesta una camisa del color de las flores de granado y un manto de Sanaa. El candor de sus manos destacaba sobre el rojo de su camisa, y bajo la camisa brillaban dos senos como dos granadas, un vientre parecido a una pieza de tejido copto doblada, con dobleces iguales a los de un papel blanco, y rellena de almizcle. Ella, ¡oh, Emir de los creyentes!, llevaba al cuello un collar de oro rojo, que le colgaba entre los senos, y en medio de su frente se mecía un mechón negro como el azabache. Tenía las cejas unidas, ojos grandes, mejillas llenas y ovaladas y nariz aguileña, bajo la cual se veían hermosos labios, y dientes como perlas. Iba completamente perfumada, y andaba de arriba a abajo, agitada y turbada, hiriendo con su andar el corazón de sus admiradores, mientras que sus piernas llenas apagaban el sonido de las ajorcas que llevaba en los tobillos, tal como dijo el poeta:

Cada parte de sus bellezas presenta una muestra de su gracia.

»Al principio, ¡oh, Emir de los creyentes!, me sentí subyugado; mas luego me acerqué a ella para saludarla y me di cuenta de que la casa, el pórtico y la calle estaban saturados de perfume de almizcle. La saludé y ella me devolvió el saludo con palabras suaves y corazón triste, sediento de amor. Y le dije: “Mi señora, soy un jeque extranjero. Estoy sediento. ¿Te molestaría mandar que me trajeran agua para beber? Dios te recompensará por ello”. “Aléjate, jeque —me contestó—, pues otros pensamientos me preocupan, no he de darte de beber o de comer.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas noventa y cuatro, refirió:

—¡Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Husayn prosiguió:] «“¿Por qué motivo, mi señora?”, pregunté. “Porque amo a una persona que no me trata con justicia, y suspiro por un ser que no me quiere. Y, por añadidura, estoy sometida a la vigilancia de espías.” “Mi señora —observé—, aquel a quien tú deseas y que no te quiere, ¿puede hallarse sobre la superficie de la tierra?” “Sí —contestó—, y la causa de ello es su belleza, su gracia y su porte.” “¿Y por qué te estás parada en este sitio?”, le pregunté. “Éste es su camino y ésta es la hora en que suele pasar.” “Mi señora, ¿os habéis hallado juntos alguna vez y habéis cambiado palabras que hayan originado este amor?” Ella suspiró profundamente, y las lágrimas corrieron por sus mejillas, como rocío que cae sobre una rosa, y a continuación recitó estos versos:

Éramos como dos ramas de sauce sobre un jardín, y aspirábamos el fruto de las delicias, en reposada vida.

Mas alguien, al cortarla, aisló esta rama de aquélla. ¡Ay, quién vio un ser en soledad que anhela a otro que también está solo!

»Proseguí: “Mujer, ¿a qué límites ha llegado tu amor por ese joven?” “¡Veo el sol en las paredes de su casa familiar, y creo que el sol es él! Puede ocurrir que lo vea de repente, y entonces quedo perpleja: sangre y alma se me escapan del cuerpo, y durante una o dos semanas no puedo razonar.” “Perdona —repuse—, pues yo también me hallo en el mismo estado por amor. Mi espíritu es presa de amorosa pasión, tengo el cuerpo consumido y estoy débil; mas veo que tu color está alterado y que tienes la piel delicada, lo cual me lleva a pensar en desgracias de amor. ¿Y cómo es posible no enamorarse, dado que vives en la región de Basora?” “¡Por Dios! —confesó—, antes de enamorarme de ese joven yo era muy coqueta, bella y perfecta, y había cautivado a todos los reyes de Basora, hasta que aquel joven me sedujo a mí.” “Mujer —le pregunté—, ¿qué os separó?” “Las vicisitudes del tiempo —contestó—. Nuestra historia es verdaderamente curiosa: el día de Nawruz me senté e invité a cierto número de muchachas de Basora, entre ellas a la mujer de Sirán, que le había costado ochenta mil dirhemes, pagados a Utmán. Ella me apreciaba y sentía cariño por mí. Apenas entró, se me echó encima y casi me redujo a pedazos con pellizcos y mordiscos. Luego nos dirigimos a saborear bebidas en espera de que estuviese preparada la comida, para que nuestro placer fuera completo. Ella me divertía y yo la solazaba, y, así, unas veces yo estaba encima de ella y otras ella encima de mí. En la embriaguez, su mano tropezó con el lazo de mis calzones, y lo desató inocentemente, y así, jugando, los calzones se me bajaron. Cuando estábamos en tal situación entró de improviso: vio aquel espectáculo, se indignó, se apartó de mí y salió.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas noventa y cinco refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven prosiguió:] »”Y yo, jeque, desde hace tres años sigo presentándole mis excusas, me muestro cortés con él, e imploro su benevolencia; pero él no se digna ni dirigirme la mirada, ni me escribe palabra, ni ningún mensajero viene de su parte a hablarme, ni quiere escucharme un momento.”

»“Mujer, ¿el joven es árabe o persa?” “¡La desgracia caiga sobre ti! —exclamó—: es uno de los reyes de Basora.” “¿Es viejo o joven?” Me miró de reojo y exclamó: “¡Eres estúpido! Es como la luna en una noche de plenilunio, no tiene arrugas y es imberbe; y su único defecto es la aversión que siente hacia mí”. “¿Cómo se llama?” “¿Qué pretendes hacer?” “Haré cuanto pueda para encontrarme con él, a fin de conseguir que podáis uniros.” “Quiero poner una condición: que le lleves una nota.” “Nada tengo que oponer”, dije. “Se llama Damra b. al-Mugira —explicó la mujer—, su kunya es Abu-l-Sajá, y su palacio está en al-Mirbad”. Y a continuación gritó: “¡Ah de la casa! Traedme tintero y papel”. Se arremangó y dejó al descubierto dos brazos que parecían de plata, y, después de haber escrito la fórmula: “En el nombre de Dios”, prosiguió: “Mi señor: el hecho de que omita la invocación de agüero al principio de mi escrito, es indicio de que he agotado todos los recursos. Sabe que si mi plegaria hubiese sido atendida, tú no me habrías abandonado, pues a menudo recé porque no me dejaras; pero tú te has separado de mí. Si el amoroso celo no hubiese superado en mí el desánimo, tu sierva no se habría tomado la molestia de escribir esta nota; pero este celo de ha servido de ayuda, a pesar de que ella desespere ya de ti, pues sabe que te negarás a contestarle. Su mayor deseo, mi señor, es verte cuando pases por el camino en dirección a aquel pórtico: así resucitarías un alma muerta. Aún más apreciaría que tú escribieses de tu mano (¡Dios le conceda toda gracia!) un mensaje que pueda hacer las veces de aquellos íntimos coloquios que mantuvimos en las pasadas noches, que tú bien recuerdas. Mi señor, ¿no soy yo tu apasionada amante? Si tú contestaras a mi petición, te lo agradecería y elevarías alabanzas a Dios. La paz”. Yo cogí el escrito y salí.

»Por la mañana me dirigí a la puerta de la casa de Muhammad b. Sulaymán. Allí me encontré con una reunión de reyes, y vi a un joven que adornaba la reunión y superaba en belleza y gracia a cuantos allí estaban. El Emir le había mandado sentarse en el lugar de honor, en lo alto, junto a él. Pregunté quién era: se trataba precisamente de Damra b. al-Mugira. “Razón tiene —me dije— aquella pobrecilla para haberse enamorado”. Luego me levanté, me dirigí a al-Mirbad y me detuve junto a la puerta de la casa de Damra. Y entonces lo vi llegar con su séquito. Me acerqué a él, y después de pronunciar numerosísimas invocaciones, le entregué el mensaje. Cuando lo hubo leído y comprendido el significado, me dijo: “Jeque, ya la hemos sustituido. ¿Quieres ver a la sustituía?” “Sí”, contesté. Él llamó en voz alta a una joven: era una mujer que avergonzaba al Sol y a la Luna por su belleza, de senos llenos y redondos, y andaba como quien tiene prisa y sin temor. Él le entregó el mensaje y le dijo: “Contéstale”. Y la mujer, después de haberlo leído, palideció al comprender cuanto se decía en él. “Jeque —me dijo Damra—, pide perdón a Dios, por lo que has traído.”

»Pues bien, Emir de los creyentes, salí arrastrando los pies, fui a verla y, después de haber pedido permiso, entré. “¿Qué noticias me traes?”, preguntó la mujer. “Desgracia y desesperación —respondí—. No te preocupes más de él.” “¿Y dónde están Dios y el poder divino?”, inquirió la mujer. Luego mandó que me dieran quinientos dinares, y yo salí.

Al cabo de unos días pasé por aquel lugar. Vi pajes y caballeros y entré: eran los amigos de Damra, que le pedían volviera con él; mas ella decía: “No, por Dios, no le volveré a mirar la cara”. Me prosterné, ¡oh, Emir de los creyentes!, para dar gracias a Dios, y gozar con la derrota de Damra. Luego me acerqué a la mujer, que me enseñó un escrito en el cual, después del “en el nombre de Dios”, estaba escrito: “Mi señora, si no tuviese compasión de ti (¡Dios prolongue tu vida!) describiría parte de lo que ocurrió por tu culpa y te presentaría mis excusas por haber sido tú injusta conmigo, pues fuiste tú quien pecó contra ti misma y contra mí, tú la que demostraste no mantenerte fiel a los pactos, ser poco fiel a ellos y preferir otra persona a nosotros. Tú has decaído en tu amor hacia mí. ¡Dios es aquel a quien debe pedirse ayuda por lo que ha sucedido por tu libre voluntad! ¡La paz!” Y me mostró los regalos y las cosas preciosas que le habían traído, que valían treinta mil dinares.

»La volví a ver más tarde. Damra se había casado con ella.» «Si Damra —dijo al-Rasid— no se me hubiese adelantado, yo me habría casado con ella.»