HISTORIA DEL BEDUINO CON MARWÁN B. AL-HAKAM Y EL EMIR DE LOS CREYENTES, MUAWIYA

CUÉNTASE también, ¡oh rey feliz!, que un día el Emir de los creyentes Muawiya estaba sentado, en Damasco, en una de sus salas de audiencia. Las ventanas de los cuatro lados de la estancia estaban abiertas, de manera que el aire podía penetrar por doquier. Se hallaba sentado, mirando en una dirección determinada. Era un día muy caluroso, no soplaba ninguna brisa, y como era mediodía, el calor era violento. Y he aquí que el Califa vio andar a un hombre, el cual quemado por el calor del suelo y descalzo, andaba a saltos. Lo miró mejor y dijo a sus contertulios: «¿Creó Dios (¡alabado y ensalzado sea!) persona más desgraciada que quien se ve obligado a moverse con tal tiempo y a tal hora, como ése?» «Quizás —observó alguien— venga a ver al Emir de los creyentes.» «¡Por Dios! —añadió Muawiya—, si viene a mí le daré lo que quiere; y si tuvo que soportar injusticia, lo ayudaré. Muchacho, permanece ahí, junto a la puerta, y si ese beduino pidiese entrar a mi presencia, no le impidas el acceso.» El siervo salió, y, en efecto, el beduino se llegó a él. «¿Qué quieres?», le preguntó. «Quiero ver al Emir de los creyentes», contestó el árabe. «Entra.» Y él entró y saludó al Califa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas noventa y dos refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Muawiya le preguntó: «¿De qué tribu eres?» «De los Banu Tamim.» «¿Qué te ha traído aquí a tales horas?» «He venido a quejarme a ti y a pedirte protección.» «¿Contra quién?» «Contra tu gobernador Marwán b. al-Hakam.» Y se puso a recitar estos versos:

¡Oh, Muawiya, hombre generoso, clemente y bueno! ¡Oh, persona liberal y docta, recta y noble!

He venido a ti cuando no hallé en la tierra otro camino. ¡Auxilio! No defraudes mi esperanza de obtener justicia.

Sé generoso conmigo y justo con el prepotente que me ha afligido con una injusticia tal, que más leve me habría sido la muerte.

Me ha arrebatado a Suad y se ha puesto a contrariarme. Ha sido tirano e inicuo y me ha hecho perder mi familia.

Y se ha propuesto matarme; pero la muerte se ha retrasado porque yo aún no he terminado la parte de vida que me fue asignada.

Cuando Muawiya lo oyó recitar estos versos, casi echando fuego por la boca, le dijo: «¡Bien venido, hermano beduino! Cuenta tu historia y expón tu situación». «Emir de los creyentes —empezó a decir el beduino—, yo tenía una esposa, de la que estaba enamorado y prendado. Vivía feliz y contento, poseía buen número de camellos, de los cuales obtenía mis medios de vida. Pero vino un mal año, que hizo morir camellos y caballos, y me quedé sin nada. Cuando disminuyó todo lo que poseía, mis bienes se desvanecieron y yo me hallé en mala situación, fui despreciado y malquerido por quien antes deseaba visitarme. Y así, cuando el padre de mi mujer se enteró de la triste condición y de la miseria en que me agitaba, me arrebató la hija, se desentendió de mí y me echó con malas palabras. Entonces fui a ver a tu gobernador, Marwán b. al-Hakam, con la esperanza de que me ayudara. Mandó llamar al padre de ella y lo interrogó acerca de mi situación. “No lo conozco en absoluto”, contestó. “¡Dios beneficie al Emir! —exclamé—. Si le parece bien, que mande venir a la mujer, interróguela acerca de lo que ha dicho su padre, y la verdad saldrá a luz.” El gobernador la mandó llamar, y la hizo venir; pero cuando la tuvo ante sí, ella le gustó y él se convirtió en enemigo mío y me negó toda ayuda. Incluso se indignó conmigo y me mandó encarcelar. Yo creí caer de los cielos, y me hallé como si el viento me hubiese transportado a un lugar lejano. El gobernador le dijo al padre de la mujer: “¿Quieres dármela como esposa por mil dinares y diez mil dirhemes? Así te garantizaría librarla de ese árabe”. Al padre le gustó el cambio y accedió a ello. Y así me condujeron ante el Emir, y éste, después de haberme mirado cual león enfurecido, me ordenó: “¡Beduino, repudia a Suad!” “¡No me divorciaré de ella!”, contesté. Y entonces él me entregó a sus esbirros, que me sometieron a las más diversas clases de tortura, por lo cual no tuve más remedio que repudiarla. Y así lo hice. Marwán me metió en la cárcel, en la que permanecí hasta que hubo pasado el período de apartamiento señalado por la Ley, entonces se casó con ella y me puso en libertad. Ahora yo he venido aquí a rogarte, a pedirte protección y a hallar refugio en ti.» Y luego recitó estos versos:

Hay en mi corazón un fuego, y en el fuego una llama ardiente.

Mi cuerpo está atacado por una enfermedad, ante la cual el médico queda perplejo.

Hay ascuas en mi corazón, y en las ascuas, centellas. Los ojos derraman lágrimas, y son lágrimas abundantes.

Sólo en mi Señor puede haber ayuda, y luego en el Emir de los creyentes.

Se emocionó, castañeteó los dientes, cayó desmayado y empezó a retorcerse como serpiente a punto de morir.

Cuando Muawiya hubo oído sus palabras y sus versos, sentenció: «Ibn al-Hakam ha traspasado los límites que señala la religión. Ha cometido una injusticia y ha obrado contra una mujer musulmana».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas noventa y tres refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Muawiya] prosiguió: «Árabe: tú me has contado una historia de la que jamás oí igual». Y, tras pedir tintero y papel, escribió así a Marwán b. al-Hakam: «Me ha sido referido que tú has rebasado los límites señalados por la religión en perjuicio de tus súbditos. Un gobernador debe apartar su mirada de las pasiones y mantenerse lejos de los placeres». Escribió luego otras muchas cosas, que resumo, entre ellas los siguientes versos:

¡Desgraciado, ay de ti! Fuiste investido con un cargo cuyo valor desconoces. Pide, pues, perdón a Dios por el acto de adulterio que has cometido.

El pobre joven, sollozando, vino a mí a quejarse de la separación y de los disgustos sufridos.

Hago ante Dios un juramento, que no dejaré de cumplir; sí, y en caso de que no lo cumpla, me separo de mi religión y de mi fe:

Si desobedeces a cuanto te he escrito, te convertiré en carne para buitres.

Repudia a Suad, y, debidamente provista, cárgala sobre una montura con al-Kumayt y con Nasr b. Dubyán.

Dobló el escrito, lo selló con su sello, mandó venir a al-Kumayt y a Nasr b. Dubyán, los dos de quienes se valía, a causa de su honradez, en los asuntos importantes. Ellos recogieron la carta y se pusieron en camino hasta llegar a Medina. Se presentaron a Marwán b. al-Hakam, lo saludaron, le entregaron el escrito y lo informaron de cómo estaban las cosas. Marwán se puso a leer la carta y lloró. Luego se levantó, se dirigió a Suad y la informó de todo. Como no podía desobedecer a Muawiya, la repudió en presencia de al-Kumayt y de Nasr b. Dubyán. Luego los proveyó para el viaje, y la mujer partió acompañada de los dos. Marwán escribió a Muawiya así:

Emir de los creyentes, no tengas prisa, pues yo cumplo tu deseo de buen grado y con buena voluntad.

Nada ilícito cometí, cuando la mujer me gustó. ¿Por qué, pues, soy tachado de traidor y adúltero?

Irá a ti un sol que no hay igual junto al Califa entre hombres y genios.

Selló el escrito y lo entregó a los dos enviados, los cuales se pusieron en camino y llegaron junto a Muawiya, a quien entregaron la carta. Él la leyó y exclamó: «Hizo bien en obedecer. Pero ha exagerado en cuanto a la joven». Luego mandó que la hicieran entrar, y cuando la miró, vio una hermosa figura de la que no había visto igual ni en belleza, ni en gracia, ni en prestancia, ni en porte. Habló con ella y se dio cuenta de que se expresaba con elegancia. «Mandad que venga el beduino», ordenó. Se lo trajeron, en muy triste estado por las vicisitudes de la fortuna. «Beduino —le preguntó el Califa— ¿podrías hallar modo de consolarte sin ella? Yo te daría a cambio algunas de mis esclavas, de senos vírgenes, bellas como la luna, y, junto con cada esclava, mil dinares. Te asignaría, además, de la caja del Estado, una pensión anual que te bastase y te hiciera rico.» Cuando el beduino oyó las palabras de Muawiya, lanzó un suspiro tal, que el Califa creyó que iba a morir. «¿Qué tienes?», le preguntó cuando se hubo repuesto. El beduino contestó: «Tengo el espíritu triste y estoy en malas condiciones. He pedido protección a tu justicia contra el abuso de Ibn al-Hakam. ¿A quién habré de pedirla contra el tuyo?» Y recitó estos versos:

No me pongas (¡Dios te libre del ángel del infierno!) en el estado de quien, ante el intenso calor, pide protección al fuego.

Devuelve a Suad a un hombre turbado y afligido, que por ella se halla noche y día apenado y con recuerdos.

Desata mis lazos, y no seas avaro en concedérmela. Si lo haces, yo no seré ingrato.

«¡Por Dios, Emir de los creyentes! —prosiguió el árabe—, aunque me dieses el califato que se te ha concedido, no lo aceptaría sin Suad.» Y recitó este verso:

Mi corazón enamorado sólo quiere a Suad. Para mí, su amor ha venido a ser bebida y alimento.

«Tú —objetó entonces Muawiya— reconoces que la repudiaste, y Marwán confiesa que se ha divorciado de ella. Nosotros la haremos escoger: si elige a otra persona que no seas tú, nosotros la casaremos con dicha persona; si te elige a ti, te la daremos.» «Hazlo», advirtió el beduino. «¿Qué dices, Suad? —preguntó entonces Muawiya—. ¿A quién prefieres: al Emir de los creyentes, con su honor, su poder, sus palacios, su soberanía, sus bienes y cuanto has visto en su casa, o a Marwán b. al-Hakam, con su violencia y su abuso, o a este beduino, con su hambre y su miseria?» Y ella recitó estos versos:

Éste, aunque padezca hambre y se halle en la estrechez, me es más querido que mi gente y mi vecindario.

E incluso que quien lleva corona, o que su gobernador Marwán, o que cualquier otro que posea dirhemes o dinares.

«¡En nombre de Dios Emir de los creyentes! —añadió—, yo no lo abandonaría nunca ni por las vicisitudes del tiempo ni por las traiciones del destino: es un viejo compañero mío a quien no se puede olvidar, y tuvo por mí un amor que no puede borrarse. Ahora, yo tengo el deber de sufrir con él la mala suerte, al igual que gocé con él en los días felices.»

Muawiya quedó asombrado de su sensatez, su amor y su fidelidad, y mandó que le dieran diez mil dirhemes. Acto seguido los entregó al beduino, y éste se marchó junto con su mujer.