HISTORIA DE ABU ISHAQ IBRAHIM AL-MAWSILÍ, EL CORTESANO, CON EL DIABLO

CUENTA Abu Ishaq Ibrahim al-Mawsilí: «Le pedí a al-Rasid que me concediera un día para permanecer a solas con mi familia y con mis hermanos, y él me concedió permiso para hacerlo un sábado. Fui a mi casa y me puse a preparar comidas y bebidas y todas las cosas que necesitaba. Mandé a los porteros que cerraran las puertas y que no dejaran entrar a nadie. Mientras estaba en mi habitación rodeado de mis mujeres, se presentó un hermoso viejo, de venerable aspecto. Iba vestido de blanco, con una camisa tersa, llevaba un taylasán en la cabeza, y en la mano un bastón con puño de plata. De él emanaba un agradable perfume, que llenó la casa y el pórtico. Me sentí preso de gran indignación porque había llegado hasta mí, y resolví despedir a los porteros. El viejo me saludó muy amablemente, y yo, tras corresponder a su saludo, lo invité a que se sentara. Una vez sentado empezó a contarme historias árabes, y así mi cólera se disolvió y creí que mis pajes habían querido proporcionarme un placer haciendo entrar a un hombre como aquél, dada su educación literaria y sus buenos modos. “¿Quieres comer?”, le pregunté. “No lo necesito”, contestó. “¿Y tampoco beber?” “Eso queda a tu parecer”, me dijo, Yo me bebí un ratl, y él otro tanto. “Abu Ishaq —me dijo el viejo—, ¿quieres cantarnos alguna cosa para que podamos oír algo de tu arte, con el cual has superado a aficionados y profesionales?” Sus palabras me irritaron; pero tomando la cosa a broma, cogí el laúd, toqué y canté. “¡Bien, Abu Ishaq!” exclamó. Me indigné aún más y pensé: “No le basta con haber entrado sin permiso y con haberme hecho las propuestas que me ha hecho, sino que encima me llama por mi nombre, sin reparar en cómo debe dirigírseme la palabra”. “¿Quieres cantar de nuevo —prosiguió el viejo—, y te recompensaremos?”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y ocho refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Ishaq prosiguió:] «Entonces yo me impuse ese esfuerzo. Tomé el laúd y canté con toda atención y cuidado, pues había dicho que me recompensaría. Él quedó satisfecho y exclamó: “Muy bien, mi señor”. Y añadió: “¿Me permites que cante?” “Haz lo que quieras“, contesté. Pero consideré que tenía poco seso al pretender cantar en mi presencia después de lo que había oído de mí. Tomó el laúd, lo tocó y…, ¡por Dios!, me pareció que el laúd hablaba en pura lengua árabe. Con voz dulce y melodiosa, se puso a cantar estos versos:

Tengo un corazón lleno de llagas. ¿Quién quiere venderme por él otro que carezca de llagas?

La gente se ha negado a comprármelo. ¿Quién querrá comprar una cosa usada a cambio de una sana?

Gimo por el ardiente deseo que siento en mis costillas, al igual que aquel a quien la bebida se le fue de través, y está llagado.

»Y, ¡por Dios! —siguió contando Abu Ishaq—, creí que las puertas, las paredes y todas las cosas que había en la casa lo coreaban y cantaban con él, tan hermosa era su voz. Incluso me pareció, ¡por Dios!, oír a mis miembros y a mis vestidos corearle. Quedé atónito, sin poder ni hablar ni moverme, tanto quedó afectado mi corazón. Luego cantó estos versos:

Ea, palomas de la duna, regresad, pues yo anhelo tristemente volver a escuchar vuestra voz.

Ellas se posaron en un bosquecillo y casi me mataron, y estuve a punto de revelarles mis secretos.

Llamaron, con su arrullo, a una querida persona lejana, como si hubieran bebido el fuego del vino o se hubiese apoderado de ellas la locura.

Mis ojos jamás vieron palomas como ésas: lloran sin que sus pupilas derramen lágrimas.

»Y a continuación cantó también los siguientes versos:

Céfiro del Nachd: cuando soplas desde el Nachd, tu nocturno pasar aumenta tristeza sobre tristeza.

Una paloma arrulló en el esplendor del alba, sobre las ramas del sauce y del laurel.

Ella lloró como puede llorar un joven por un ardiente afecto, y manifestó deseos de amor que yo no revelaba.

Dicen que quien ama se cansa cuando está cerca de la amada, y que el alejamiento puede curar el amor.

Nos hemos curado con todos los remedios; pero nada ha podido curar el amor que hay en nosotros. Y, sin embargo, mejor es tener cerca la morada de la amada, que tenerla lejos.

Aunque de nada sirva esta proximidad si la persona que amas no siente amor.

»“Ibrahim —dijo el viejo—, canta la canción que acabas de oír, modula las tuyas sobre este motivo y enséñalo a tus esclavas.” “Repítemelo”, le pedí. “No es preciso que te lo repita, pues lo has aprendido perfectamente.” Luego desapareció de mi presencia.

»Me levanté, atónito, empuñé y desenvainé la espada y fui a la puerta del harén, pero la hallé cerrada. “¿Qué oísteis?”, pregunté a las mujeres. “Hemos oído la canción más exquisita y más hermosa.” Salí, turbado, hacia la puerta de la casa. La hallé cerrada y pregunté a los porteros por el viejo: “¿Qué viejo? —dijeron—. ¡Por Dios, que hoy no ha entrado nadie aquí!” Retrocedí, pensando en la visita del viejo, y he aquí que, desde un lado de la casa, me llamaba diciéndome: “¡Nada ha de ocurrirte, Abu Ishaq! Soy Abu Murra, y hoy te he acompañado a beber. ¡No temas!”

»Monté a caballo para ir a ver a al-Rasid, al que informé del asunto. “Repite los motivos que aprendiste de él”, me dijo. Cogí el laúd y toqué: los motivos habían quedado bien grabados en mi mente. Al-Rasid disfrutó, y aunque no era asiduo de la bebida, bebió y me dijo: “¡Ojalá hubiésemos gozado un solo día de él como pudiste hacerlo tú!” Y mandó que me dieran un regalo, que yo cogí y me marché».