CUÉNTASE que cierta noche un invencible insomnio se apoderó de Harún al-Rasid. Se levantó de su cama, y, muy turbado, se puso a pasear de habitación en habitación. Cuando se hizo de día, ordenó: «Traedme a al-Asmaí». El eunuco se dirigió a los porteros y les dijo: «El Emir de los creyentes os dice: “Enviad a buscar a al-Asmaí”». Cuando llegó, informaron al Emir de los creyentes, quien dio orden de que lo hicieran entrar. Le mandó sentarse, le dio la bienvenida y le dijo: «Al-Asmaí, quiero que me cuentes la mejor historia que hayas oído acerca de las mujeres y de su forma de hacer poesías». «De mil amores —contestó al-Asmaí—. Muchas he oído, pero sólo me han gustado los tres versos que tres doncellas recitaron.»
Sahrazad, se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y siete refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa le dijo: «¡Cuéntame la historia!»
«Sabe, Emir de los creyentes —empezó al-Asmaí—, que durante un año residí en Basora. Cierto día en que el calor era insoportable, salí a buscar un sitio donde echar la siesta, pero no lo podía hallar. Andando a derecha e izquierda vi un pórtico barrido y regado en el que había un asiento de madera, y sobre él se veía una ventana abierta, a través de la cual salía olor a almizcle. Entré en el pórtico, me senté en el banco, y estaba a punto de tumbarme en él cuando oí la dulce voz de una mujer, que decía: “Hermanas, nos hemos sentado hoy aquí para divertirnos. Ea, juguémonos trescientos dinares: cada una de nosotras dirá un verso, y los trescientos dinares serán para aquella que recite el más dulce y más hermoso”. “Muy bien”, respondieron las otras mujeres. La mayor recitó un verso, que decía:
Mi amante me gusta cuando, durante el sueño, viene a visitarme a mi lecho; mas si me visitara cuando estoy despierta, aún sería más bello.
La mediana recitó el siguiente:
Sólo el fantasma de mi amor me ha visitado en sueños, y yo le he dicho: «¡La paz! ¡Bien venido seas!»
Y la más joven recitó:
Entrego mi alma y mi familia por el rescate de aquel al que todas las noches veo cual compañero de lecho. Su perfume es mejor que el almizcle.
»Entonces yo me dije: “Si la belleza corre pareja con la recitación, ¡sería cosa perfecta!” Bajé del banco, y estaba a punto de marcharme cuando se abrió la puerta y salió una joven: “Siéntate, jeque”, me dijo. Volví a subir al banco, me senté de nuevo, y ella me ofreció un trozo de papel: vi en él una escritura muy bella, de alifs muy rectos, has muy cóncavas y waws muy redondas[252]. En él decía: “Comuniquemos al jeque (¡Dios prolongue su existencia!) que somos tres hermanas y que nos hemos sentado a divertirnos. Hemos puesto en juego trescientos dinares, que habrán de ser para la que recite el verso más dulce y bello. Te hemos elegido juez del certamen: juzga según te parezca. ¡La paz!”
»“Dame tintero y una hoja de papel”, dije a la joven. Ella desapareció, para salir al cabo de un momento y dirigirse hacia mí con un tintero plateado y plumas doradas. Y yo escribí los siguientes versos:
Yo cuento, como hombre que ha probado y soportado diversas vicisitudes, la historia de unas jóvenes que cierta vez se pusieron a charlar.
Eran tres jóvenes de belleza igual a la de las estrellas vírgenes de la mañana. Ellas señoreaban un corazón atormentado de amante.
Se apartaron cuando ya muchos ojos se habían dormido, e hicieron como que no veían al que se había colocado aparte.
Ellas revelaron lo que ocultaban en su interior, y precisamente así: tomaron como diversión y juego la poesía.
Una, hermosa, desvergonzada, orgullosa e inexperta, dijo, con aire sonriente, y mostrando una boca de dulce parlería y de frescos dientes agudos:
“Mi amante me gusta cuando, durante el sueño, viene a visitarme a mi lecho; mas si me visitara cuando estoy despierta, aún sería más bello”.
Al acabar sus palabras, que ella adornó con una sonrisa, la mediana suspiró y dijo con emoción:
“Sólo el fantasma de mi amor me ha visitado en sueños, y yo le he dicho: ‘¡La paz! ¡Bien venido seas!’”
Pero bien dijo la más joven, recitando como réplica, con palabras más voluptuosas y más dulces:
“Entrego mi alma y mi familia por el rescate de aquel al que todas las noches veo cual compañero de lecho. Su perfume es mejor que el almizcle.”
Después de meditar sobre lo que dijeron y después de haber formado el juicio que había de emitir, no dejé a los entendedores motivo de duda.
Sentencié en el certamen poético a favor de la menor, pues consideré que lo que ella dijo estaba más cerca de la verdad.»
Refiere al-Asmaí: «Entregué la hoja a la joven, y cuando ella subió, miré hacia la casa y vi que estaban bailando y palmoteando, y que había una fiesta. Dije: “No hace falta que siga aquí”. Bajé del banco con la intención de irme; pero la joven me llamó y me dijo: “Siéntate, al-Asmaí”. “¿Quién te informó de que soy al-Asmaí?”, le pregunté. “Jeque —me contestó—, podíamos ignorar tu nombre, pero no podíamos desconocer tu poesía.” Entonces me senté; la puerta se abrió, y salió la primera joven, con un plato de fruta y otro de dulces. Comí fruta y dulces y le di las gracias por lo que había hecho. Quise marcharme, pero la joven me llamó y me dijo: “Al-Asmaí, siéntate”. Levanté la mirada hacia ella y vi una mano rosada en una manga amarilla, y creí que era la luna que asomaba por debajo de las nubes. Arrojó una bolsa que contenía trescientos dinares, y dijo: “Esto es mío. Es un regalo que te hago por tu sentencia”». «¿Por qué —preguntó entonces el Emir de los creyentes— le diste la palma a la más joven?» Y al-Asmaí contestó: «Emir de los creyentes (¡Dios prolongue tu existencia!). La mayor dijo: “Me gusta si durante el sueño visita mi lecho”, y ésta es una posibilidad remota, que depende de una condición que puede realizarse o no. En cuanto a la mediana, la sombra de un fantasma pasó ante ella en sueños y ella la saludó. En cambio, la más joven dijo en su verso que había yacido realmente en el lecho de su amor, y que de él respiró alientos mejores que el almizcle, y se declaró dispuesta a rescatar la vida del hombre con la suya y con la de su familia. Ahora bien, se rescata con la propia vida sólo a aquel que nos es más querido que la vida misma». «Bien hiciste, al-Asmaí», contestó el Califa. Y como recompensa por su historia le dio otros trescientos dinares.