HISTORIA DE HARÚN AL-RASID Y LA MUCHACHA ÁRABE

CUÉNTASE que un día el Emir de los creyentes Harún al-Rasid iba con Chafar al-Barmakí y encontró a cierto número de muchachas que escanciaban agua. Se paró junto a ellas para beber, y una de las jóvenes se volvió hacia las otras y recitó estos versos:

Mujer, di a tu fantasma que se aleje de mi yacija a la hora del sueño,

para que yo descanse y se apague el fuego que arde en mis huesos.

Es una consunción de amor que las palmas de las manos van revolviendo sobre una alfombra de enfermedad.

En cuanto a mí, me hallo como sabes: la unión contigo, ¿podrá ser duradera?

Al Emir de los creyentes le gustaron la belleza y la elocuencia de la joven.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Emir dijo en voz alta: «Hija de nobles, ¿son tuyos estos versos o los citas de otro?» «Son míos.» «Si tus palabras son verídicas, recítame otros cambiando la rima, pero conservando el significado.» Ella recitó:

Mujer, di a tu fantasma que se aleje de mi yacija a la hora de dormir,

para que yo descanse y se apague el fuego que arde en mi cuerpo.

Es una consunción de amor, que las palmas de las manos van revolviendo sobre una alfombra de angustia.

En cuanto a mí, me hallo como sabes: la unión contigo, ¿acaso tiene precio?

«También estos versos son plagios», dijo el Califa. «También son míos.» «Si son tuyos, recita otros con el mismo significado, pero con distinta rima.» Y ella dijo:

Mujer, di a tu fantasma que se aleje de mi yacija a la hora del descanso,

para que yo descanse y se apague el fuego que arde en el corazón.

Es una consunción de amor, que las palmas de las manos van revolviendo sobre una alfombra de insomnio.

En cuanto a mí, me hallo como sabes: la unión contigo, ¿puede ser recta y fiel?

«También esos versos son plagios», insistió el Califa. «No, son palabras mías», protestó la joven. «Pues si las palabras son tuyas —dijo Harún al-Rasid—, cambia la rima y recita otros de idéntico significado.» Y ella recitó:

Mujer, di a tu fantasma que se aleje de mi yacija a la hora del sopor.

Para que yo descanse y se apague el fuego que arde en mis costillas.

Es una consunción de amor que las palmas de las manos van revolviendo sobre una alfombra de lágrimas.

En cuanto a mí, me hallo como sabes: la unión contigo, ¿acaso podrá volver?

«A qué familia de esta tribu perteneces», le preguntó el Califa. «A aquella cuya tienda está en el centro, y cuyo poste es el más elevado.» Y el Emir de los creyentes supo así que la joven era hija del jefe de la tribu. «¿Y tú —preguntó entonces la joven—, a qué tribu de pastores de caballos perteneces?» «A la que tiene el árbol más alto y los frutos más maduros.» Entonces la joven besó el suelo y exclamó: «¡Dios te ayude, Emir de los creyentes!» Y después de pronunciar las invocaciones de ritual debidas al Califa, se fue junto con las jóvenes árabes.

«He de casarme con ella», dijo el Califa a Chafar. Y éste fue a ver al padre de la joven y le dijo: «El Emir de los creyentes quiere a tu hija por esposa». «De mil amores —contestó— hacemos donación de una joven a nuestro señor el Emir de los creyentes.» La preparó y se la llevó. Harún casó con ella, consumó el matrimonio y la tuvo por una de sus mujeres más queridas. A su padre le dio ganado en abundancia, que le aseguró su bienestar entre los árabes.

Cuando el padre entregó el alma a Dios, la noticia de su muerte llegó al Califa, que entró a ver, cabizbajo, a la mujer. Cuando ella lo vio con señales de pesadumbre, se levantó, fue a su habitación, se quitó sus suntuosos vestidos, se vistió de luto y celebró ceremonias fúnebres en memoria de su padre. «¿Cuál es la causa de todo esto?», le preguntaron. «Mi padre ha muerto», contestó.

Algunas personas fueron a ver al Califa y lo informaron de lo ocurrido. «¿Quién te dio esa noticia?», le preguntó el Califa, que había ido a verla. «Tu rostro, Emir de los creyentes.» «¿Cómo mi rostro?» «Desde que me establecí en tu casa, sólo te he visto de esa manera aquella vez: yo sólo sentía inquietud por mi padre, dada su edad. ¡Viva tu cabeza, Emir de los creyentes!» Las lágrimas resbalaron por los ojos del Califa, que le testimonió el pésame.

Durante cierto tiempo, la mujer vivió afligida por su padre, hasta que se reunió con él. ¡Dios tenga misericordia de todos ellos!