HISTORIA DE JUZAYMA B. BISR AL-ASADÍ

SAHRAZAD se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en tiempo del Emir de los creyentes Sulaymán b. Abd al-Malik, vivía un hombre llamado Juzayma b. Bisr, de la tribu de los Banu Asad. Su hombría era conocida: poseía abundantes riquezas, hacía el bien y beneficiaba a sus hermanos. Y así ocurrió hasta que, con el transcurso del tiempo, enfermó y necesitó de la ayuda de sus hermanos de fe a quienes antes había beneficiado y asistido generosamente. Durante algún tiempo le ayudaron y le dieron dinero; mas luego se cansaron, y cuando Juzayma se dio cuenta del cambio que habían experimentado en relación con él, fue a ver a su mujer, que era su prima, y le habló así: «Prima, he notado en mis hermanos un cambio, y he decidido permanecer en casa hasta que muera». Cerró la puerta tras sí y permaneció en casa, alimentándose con lo que tenía, hasta que también eso se acabó. Él se quedó sin saber qué hacer.

Ahora bien, mientras Ikrima al-Fayyad al-Rabií, gobernador de la Chazira, que lo conocía, celebraba sesión, citóse el nombre de Juzayma b. Bisr. «¿Cómo está?», preguntó Ikrima al-Fayyad. «En muy malas condiciones —le contestaron—. Ha cerrado su puerta y permanece en su casa.» «Esto le ha ocurrido a causa de su excesiva generosidad —dijo Ikrima al-Fayyad—. ¿Cómo se explica que Juzayma b. Bisr no haya hallado quien lo asista con su dinero y pague su deuda?» «No ha encontrado nada de todo eso», le contestaron.

Cuando llegó la noche, el gobernador cogió cuatro mil dinares, los puso en una sola bolsa y, tras mandar que ensillaran su montura, salió a hurtadillas de su casa, montó a caballo y marchó con uno de sus pajes, que llevaba la bolsa. Anduvo hasta pararse ante la puerta de Juzayma. Cogió la bolsa de manos de su paje, le mandó que se alejara, se adelantó hacia la puerta y la empujó por sí mismo. Acudió a su encuentro Juzayma y él le ofreció la bolsa, diciéndole: «Mejora con esto tu situación». El otro cogió la bolsa, pero al ver que pesaba, la dejó en el suelo. Agarró al caballo por las bridas y le preguntó: «¿Quién eres, para que pueda ofrecer mi alma por tu rescate?» «No he venido a ti en tales momentos para que me reconocieses», respondió Ikrima. «No te soltaré hasta que me hayas dicho quién eres.» «Yo soy el que soluciona las dificultades de los hombres generosos.» «Dime más de ti.» «No», concluyó Ikrima, y se fue.

Juzayma se acercó a su prima con la bolsa y le comunicó: «Alégrate. Dios ha traído alegría próxima y buena, pues sólo con que fueran dirhemes estas monedas, ya sería mucho. Levántate y enciende luz». Mas ella contestó: «Me es imposible encender luz». Y así él se pasó la noche tocando el dinero con la mano, y aunque reconoció el tamaño de los dinares, no quería creer que realmente lo fueran.

Mientras tanto, Ikrima regresó a su casa, donde se encontró con que su mujer lo había echado en falta. Preguntó por él, y se enteró de que había montado a caballo. Por ello, desaprobando la acción de su marido, sospechó de él y le dijo: «El gobernador de la Chazira, después de transcurrida parte de la noche, no sale solo, sin sus pajes y a hurtadillas, si no es para acercarse a una mujer o a una concubina». «Dios sabe si salí para acercarme a una de estas dos mujeres», se excusó Ikrima. Pero ella insistió: «Dime para qué saliste». «Salí a tales horas para que nadie supiese que era yo.» «Debes informarme de todo.» «¿Guardarás el secreto si te lo digo?», le preguntó Ikrima. «Sí», contestó ella. E Ikrima le contó, palabra por palabra, la historia y cómo habían ido las cosas. Y añadió: «¿Quieres que te lo jure?» «No, no —replicó la mujer—, mi corazón se ha tranquilizado y ha quedado satisfecho después de cuanto me has dicho.»

En cuanto a Juzayma, por la mañana pagó a sus acreedores y puso en orden sus cosas. Luego se preparó a ver a Sulaymán b. Abd al-Malik, que entonces se hallaba en Palestina. Cuando se paró ante su puerta y pidió al chambelán permiso para entrar, éste entró e informó al Califa de que él estaba allí. Juzayma era conocido por su grandeza de ánimo, y Sulaymán lo conocía bien: le permitió entrar. Una vez dentro, lo saludó como se saluda a un Califa. «Juzayma, ¿qué te retuvo lejos de mí?», preguntó Sulaymán b. Abd al-Malik. «Mi mala situación», contestó. «¿Y qué te impidió venir a verme?» «Mi debilidad, Emir de los creyentes.» «Y ahora, ¿con qué medios has venido?» «Sabe, Emir de los creyentes, que estaba en mi casa, avanzada la noche, cuando un hombre llamó a mi puerta e hizo esto y esto.» Y Juzayma le contó toda la historia, desde el principio hasta el fin. «¿Conoces al hombre?», preguntó Sulaymán. «No lo conozco, Emir de los creyentes. Iba disfrazado, y sólo le oí decir: “Yo soy el que soluciona las dificultades de los hombres generosos”.» Sulaymán b. Abd al-Malik se interesó mucho por el asunto, preocupado por saber de quién se trataba. Y añadió: «Si lo conociera, lo recompensaría por su generosidad». Luego le concedió a Juzayma el mando de una provincia y lo nombró gobernador de la Chazira, en lugar de Ikrima al-Fayyad, y Juzayma marchó directamente a la Chazira. Cuando estuvo cerca, Ikrima salió a recibirlo, y lo mismo hicieron los habitantes de la Chazira.

Una vez los dos jefes se hubieron saludado, todos se pusieron en marcha y entraron en la ciudad. Juzayma se alojó en el palacio del gobierno y mandó que Ikrima respondiera de su gestión y que se hicieran las cuentas. Una vez hechas, resultó que Ikrima debía crecidas cantidades, que Juzayma le mandó pagar; pero Ikrima contestó: «No tengo modo de pagar ninguna parte del dinero». «Has de pagarlo.» «No tengo dinero: haz lo que creas conveniente.» Y Juzayma mandó que lo encarcelaran.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y cuatro refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después de haberlo encarcelado, Juzayma mandó reclamarle lo que debía; pero el otro dijo que le comunicaran: «Yo no soy de esos que guardan sus bienes a expensas de su honor. Haz, pues, lo que quieras». Y Juzayma dio orden de que le pusieran grilletes y lo tuvieran en la cárcel. Allí permaneció durante un mes o más, hasta que se debilitó y el encarcelamiento arruinó su salud.

Algún tiempo más tarde, la noticia llegó a la mujer de Ikrima y se entristeció mucho. Llamó a una de sus esclavas, muy inteligente y experta, y le dijo: «Ve en seguida a la puerta del emir Juzayma b. Bisr y dile que quieres darle un consejo. Si alguien te pregunta cuál es, contéstale que sólo se lo dirás al Emir en persona. Cuando estés en su presencia, dile que quieres estar a solas con él, y cuando te hayas quedado a solas con el gobernador, dile: “¡Qué es lo que has hecho! ¡No has sabido recompensar al que soluciona las dificultades de los hombres generosos sino con la cárcel y mandando que le pongan grilletes!”»

La mujer hizo cuanto se le había mandado. Cuando Juzayma hubo oído sus palabras, exclamó en alta voz: «¡Pobre de él! ¡Conque era él!» «Sí», le contestó la doncella. Inmediatamente mandó que trajeran su montura y que la ensillaran. Mandó llamar a los notables de la ciudad, los reunió en su casa, se dirigió con ellos a la puerta de la cárcel y la abrió. Juzayma y sus acompañantes entraron y vieron a Ikrima sentado, completamente cambiado, porque los golpes recibidos y el dolor sufrido lo habían debilitado mucho. Al ver al gobernador, Ikrima se avergonzó y bajó la cabeza; pero Juzayma se adelantó y se inclinó sobre su cabeza para besarla. «¿A qué se debe esta acción tuya?», preguntó Ikrima, después de haber levantado la cabeza hacia él. «A tus nobles acciones y a mi mala recompensa.» «¡Dios nos perdone a nosotros y a ti!», exclamó Ikrima.

Juzayma mandó al carcelero que soltara los grilletes, y luego dio orden de que se los pusieran a él mismo. «¿Qué pretendes hacer?», le preguntó Ikrima. «Quiero experimentar todo lo que tú has experimentado.» «Te conjuro a que no lo hagas», imploró Ikrima, y salieron los dos y se fueron a casa de Juzayma. Ikrima quiso marchar, y se despidió de él; pero éste se lo impidió. «¿Qué quieres?», preguntó Ikrima. «Quiero devolverte a tu puesto: la vergüenza que siento ante tu mujer es mayor de la que siento ante ti.» Mandó que limpiaran el baño, y así se hizo. Entraron en él los dos, y Juzayma en persona se encargó de servir a su invitado. Al salir del baño le regaló un vestido precioso, lo hizo montar a caballo, cargó en él mucho dinero y se puso en marcha hacia su casa, donde le pidió permiso para disculparse ante su esposa, a la que presentó sus excusas. Luego le pidió a Ikrima que partiera con él para presentarse a Sulaymán b. Abd al-Malik —que entonces se hallaba en al-Ramla—, y cuando él accedió, ambos emprendieron la marcha hasta llegar a presencia de Sulaymán b. Abd al-Malik.

El chambelán entró junto al Califa y le comunicó la llegada de Juzayma b. Bisr; esto lo molestó, y exclamó: «¿El gobernador de la Chazira se presenta sin que se lo hayamos ordenado? ¡Esto sólo puede deberse a un acontecimiento grave!», y le dio permiso para entrar. Él entró, pero antes de saludar, el Califa le preguntó: «¿Qué hay, Juzayma?» «Cosas buenas, Emir de los creyentes.» «¿Qué te trae?» «He dado con el restaurador de las dificultades de los hombres generosos y he querido que te alegrases viéndolo, ya que estabas interesado en conocerlo y noté en ti deseos de verlo.» «¿Quién es?», preguntó el Califa. «Ikrima al-Fayyad.» Y el Califa permitió a este último que se acercara. Cuando estuvo cerca de él, Ikrima le dirigió el saludo que se debe a los Califas. Sulaymán, después de darle la bienvenida, le mandó que se acercara a su sitial y le dijo: «Ikrima, el bien que hiciste a Juzayma sólo te ocasionó disgustos», y añadió: «Escribe en un pedazo de papel aquello que precisas y todo lo que te sea necesario». Así lo hizo, y el Califa dio orden de que satisficieran en seguida sus peticiones. Mandó que se le dieran diez mil dinares además de los deseos que había expresado, y veinte vestidos además de los que había pedido por escrito. Luego pidió una lanza y unió al nombre de Ikrima la enseña de la Gobernación de la Chazira, de Armenia y del Adzerbaiján, diciéndole: «El destino de Juzayma está en tus manos. Si quieres, confírmalo; si no, destitúyelo». «Al contrario, Emir de los creyentes; lo repondré en su cargo.»

Después, los dos salieron de presencia del Califa y siguieron siendo gobernadores de Sulaymán mientras éste fue Califa.