HISTORIA DE ABD ALLAH B. MAAMAR AL-QAYSI

SE cuenta también que Abd Allah b. Maamar al-Qaysi refirió: «Un año fui en peregrinación a la casa sagrada de Dios. Una vez terminada la peregrinación fui a visitar la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!). Una noche, mientras estaba sentado en al-rawda, entre la tumba y el almimbar oí un leve gemido, que emitía una voz dulce. Presté atención a ésta. Decía:

¿Te ha conmovido el gemido de las palomas del loto, y ha desvelado el dolor en el pecho?

¿O te ha perturbado el recuerdo de una bella que ha despertado la tentación en la mente?

¡Qué larga es la noche para un enfermo de amor, que se queja de la pasión y de su poca paciencia!

Has hecho velar a quien se abrasa en el ardor de una pasión que quema como la brasa.

La luna da fe de que estoy enamorado y amo con pasión a una mujer parecida a la luna.

No creía que pudiera enamorarme; hasta haberlo experimentado, no lo sabía.

»La voz calló. Yo no sabía de dónde procedía, y me quedé perplejo. Oí un nuevo gemido, y volvió a recitar:

¿Te ha conmovido la visita del fantasma de Rayya en medio de la noche de profundas tinieblas?

El amor, con su insomnio, visita tus pupilas, y el fantasma que se presenta excita tu corazón.

Grité a las tinieblas, que parecían un mar tempestuoso, cuyas olas entrechocan:

“¡Oh, noche! Eres demasiado larga para el amante, cuya única ayuda y auxilio reside en la aurora.”

La noche me contestó: “¡No te quejes de mi duración! Amor implica humillación actual”

»Cuando reanudó los versos, me levanté y me dirigí hacia el punto del que salía la voz. Antes de que hubiese terminado de recitar los versos, ya estaba a su lado: era un muchacho imberbe. Las lágrimas habían abierto en sus mejillas dos surcos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió:]» «Le dije: “¡Qué magnífico, muchacho!” Preguntó: “¿Quién eres?” “Abd Allah b. Maamar al-Qaysi.” “¿Necesitas algo?” “Estaba sentado en al-rawda, y lo único que me ha extasiado de la noche ha sido tu voz. ¡Daría mi alma por sacarte del apuro en que te encuentras!” “Siéntate.” Así lo hice. El muchacho explicó: “Yo soy Utba b. al-Hubab b. al-Mundir b. al-Chamuh al-Ansari. Una mañana me dirigía a la mezquita de al-Ahzab e hice en ella las arracas y las prosternaciones. Después me aislé para adorar a Dios. Entonces aparecieron unas mujeres contoneándose que parecían lunas. En medio iba una doncella de prodigiosa hermosura, de belleza perfecta. Se detuvo ante mí y me dijo: ‘¡Oh, Utba! ¿Qué dices de la unión con quien busca unirse a ti?’ Luego me dejó y se fue. Después ya no hallé noticias ni rastro de ella. Estoy sin saber qué hacer, y voy de un sitio a otro”. Dio un grito y cayó al suelo desmayado. Luego volvió en sí: parecía que el brocado de sus mejillas se hubiese teñido de azafrán. Recitó estos versos:

Con mi corazón os veo en lejanos países. ¿Me veis con el vuestro, a pesar de la distancia?

Mi corazón y mi mirada están tristes por vos: mi alma se ha quedado con vosotros, y a mí sólo me queda vuestro recuerdo.

No gustaré de la vida hasta que os vuelva a ver, aunque me encuentre en el Edén o en el Paraíso eterno.

»Le dije: “¡Utba! ¡Hijo de mi tío! ¡Arrepiéntete ante tu Señor y pídele perdón por tu culpa, pues has de comparecer ante Él!” “¡Apártate! —me replicó—. No me consolaré de mi amor hasta que hayan regresado los dos recolectores de la acacia.” Seguí a su lado hasta que se levantó la aurora. Entonces le dije: “¡Ven! Vamos a la mezquita”. Permanecimos en ésta hasta haber hecho la oración del mediodía. Entonces se acercaron las mujeres, pero la muchacha no estaba entre ellas. Le dijeron: “¡Oh, Utba! ¿Qué piensas de la muchacha que quiere unirse contigo?” Les preguntó el nombre de la muchacha, y le contestaron: “Rayya, hija de al-Gitrif al-Sulaymi”. El joven levantó la cabeza y recitó estos versos:

¡Oh, mis dos amigos! Muy temprano Rayya ha emprendido la marcha, con su tribu, hacia al-Samawa.

¡Oh, mis dos amigos! Ya no puedo llorar, pero ¿hay alguien que tenga una lágrima para cedérmela en préstamo?

»Le dije: “¡Utba! He venido con mucho dinero y quiero emplearlo en ayudar a los hombres dignos. ¡Por Dios! Lo gastaré para que consigas satisfacer tu deseo y aún más. ¡Vamos a la asamblea de los Ansar!” Anduvimos hasta llegar a su reunión. Los saludé y me devolvieron el saludo. Les dije: “¡Oh, asambleístas! ¿Qué tenéis que decir de Utba y de su padre?” “¡Que pertenecen a los señores árabes!” “Sabed que ha sido herido por la desgracia del amor. Pido que me ayudéis a alcanzar a al-Samawa.” Me replicaron: “¡Oír es obedecer!” Montaron a caballo, y lo mismo hicieron los hombres que estaban con nosotros. Así llegamos al lugar que ocupaban los Banu Sulaym.

»Al-Gitrif supo que estábamos allí y salió, presuroso, a recibirnos. Dijo: “¡Larga vida tengáis, nobles!” Le respondieron: “¡Y que tú vivas! Somos tus huéspedes”. “¡Estáis bajo el amparo de la más noble hospitalidad!” Se apeó. A continuación gritó: “¡Esclavos! ¡Descabalgad!” Éstos echaron pie a tierra, extendieron los manteles, colocaron los cojines y sacrificaron camellos y carneros. Le dijimos: “No probaremos tu comida hasta haberte expuesto nuestro deseo”. “¿Qué necesitáis?” “Te pedimos en matrimonio a tu noble hija, para Utba b. al-Hubab b. al-Mundir, de gran renombre y de noble alcurnia.” “¡Amigos míos! Aquélla que me pedís en matrimonio es dueña de sí misma. Entraré y la informaré.” Se levantó enfadado, y fue a ver a Rayya. Ésta le preguntó: “¡Padre mío! ¿Qué ocurre, que te veo airado?” “Los compañeros del Profeta se han presentado ante mí para pedirte en matrimonio.” “Son nobles señores. ¡Que el Profeta pida perdón a Dios por ellos con su mejor oración! ¿Y para cuál de ellos me piden en matrimonio?” “Para un muchacho llamado Utba b. al-Hubab.” La muchacha comentó: “He oído decir de ese Utba que cumple lo que promete y que consigue lo que pide”. “¡Juro que jamás te casaré con él! Me he enterado de parte de tus relaciones con él.” “No hay nada de eso, pero juro que a los Ansar no se les puede dar una mala respuesta. Trátalos bien.” “¿Cómo?” “Exígeles una gran dote: ellos renunciarán.” “¡Bien dicho!” El padre salió apresuradamente y dijo: “La muchacha de la tribu acepta, pero pide una dote digna de ella. ¿Quién sale fiador?” Abd Allah exclamó: “¡Yo!” El padre dijo: “Pido por ella mil brazaletes de oro rojo, cinco mil dirhemes de la moneda de Hachar, cien piezas de paño y tela del Yemen y cinco vasículos de ámbar”. Yo le contesté: “Lo tendrás; pero ¿consientes?” “¡Consiento!”

»Abd Allah despachó algunos Ansar a Medina, la ciudad iluminada. Llevaron todo aquello de lo que había salido fiador, se degollaron camellos y ganado menor, y las gentes acudieron a comer. Refiere Abd Allah: «Permanecimos así durante cuarenta días. Después, al-Gitrif dijo: “¡Coged lo que os he prometido!” La colocamos en un palanquín, y su padre le dio treinta acémilas de regalos. Nos despedimos y él se marchó. Nos pusimos en camino. Marchamos hasta llegar a una jornada de distancia de Medina, la iluminada. Entonces se nos presentaron unos jinetes en busca de botín. Creo que eran los Banu Sulaym. Utba b. al-Hubab cargó contra ellos y mató unos cuantos hombres, pero cayó herido por una lanzada. Recibimos auxilio de los habitantes de la región, que rechazaron a nuestros enemigos, pero Utba había muerto. Nosotros gritábamos: “¡Pobre Utba!” La joven lo oyó, se arrojó del camello, se inclinó sobre él y empezó a gritar desconsoladamente, recitando estos versos:

Tuve paciencia, no porque fuese paciente, sino porque me convencía a mí misma de que me reuniría contigo.

Si mi alma hubiese sido justa, se hubiese precipitado al encuentro de la muerte, precediéndote antes que toda otra criatura.

Después de ti y de mí, nadie más será justo con un amigo, ni un alma estará de acuerdo con otra.

»Exhaló un gemido y murió. Abrimos una sola tumba para los dos, los cubrimos de tierra y yo regresé a la región ocupada por mis contríbulos. En ella permanecí siete años. Después regresé al Hichaz, y entré en Medina la iluminada para hacer una visita piadosa. Me dije: “¡Por Dios! ¡He de volver a la tumba de Utba!” Fui a ella y vi que encima había un árbol muy alto, del que colgaban pedazos de ropa rojos, amarillos y verdes. Pregunté al dueño de la tierra: “¿Cómo se llama este árbol?” Respondió: “El árbol de los dos esposos”. Permanecí junto a la tumba un día y una noche. Después me marché. Éste fue mi último encuentro con él. ¡Dios (¡ensalzado sea!) se apiade de él!»