El hijo del rey era el hombre más valiente de su época y nadie podía comparársele en valor. Se llamaba Rad Sah. Empleó diez días en los preparativos y se puso en marcha como una nube: viajó durante dos meses hasta llegar a la ciudad de Omán. La cercó. Achib estaba contento pues creía que iba a vencer. Al-Chamraqán, Sadán y todos sus héroes salieron al campo de combate. Repicaron los tambores y relincharon los caballos en el justo momento en que observaba al-Kaylachán y regresaba a informar al rey Garib, el cual montó a caballo, según hemos dicho, espoleó su corcel y se introdujo entre las filas de los incrédulos para ver quién avanzaba e iniciaba el combate. Sadán el Ogro se aproximó, ofreció combate singular y uno de los héroes de la India se le puso delante: Sadán no le dio ni tiempo de asegurar el pie; le acometió con la maza y le trituró los huesos: cayó al suelo. Apareció un segundo campeador y lo mató; al tercero lo tumbó por tierra.

Sadán siguió combatiendo hasta dar muerte a treinta enemigos. Entonces se le puso delante un paladín indio que se llamaba Battás al-Aqrán. Era el caballero de su tiempo y en el campo de batalla equivalía a cinco mil caballeros; era tío del rey Tarkanán. Al enfrentarse a Sadán le dijo: «¡Bandido de árabe! ¡Has tenido el atrevimiento de matar a los reyes y paladines de la India, a hacer prisioneros a sus caballeros! Hoy es tu último día en este mundo». Los ojos de Sadán se inyectaron en sangre al oír estas palabras, cargó sobre Battás y le dio un mazazo. Pero no hizo blanco y doblándose al peso de la maza cayó al suelo. Al volver en sí se encontró atado, encadenado. Lo encerraron en una tienda. Al-Chamraqán, al ver a su amigo prisionero, exclamó: «¡Por la religión del amigo de Abraham!» Espoleó su corcel y cargó contra Battás al-Aqrán. Combatieron un rato: Battás cayó, luego, sobre al-Chamraqán, lo agarró por la armadura, lo arrancó de la silla y lo tiró al suelo. Los indios lo encadenaron y lo llevaron a su tienda. Battás siguió venciendo a un jefe tras otro e hizo prisioneros a veinticuatro musulmanes. Los musulmanes, al ver esto, experimentaron una gran pena. Garib, al darse cuenta tomó de debajo de la rodilla una maza de oro que pesaba ciento veinte ratl: era la maza de Barqán, rey de los genios.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Garib] guió su caballo marino que corrió como si fuese viento a ráfagas y avanzó hasta colocarse en el centro del campo. Gritó: «¡Dios es el más grande! ¡Conquista y da la victoria! ¡Humilla a los que no creen en la religión de Abraham, su amigo!» Cargó contra Battás, le golpeó con la maza y cayó al suelo. Se volvió hacia los musulmanes, vio a su hermano Sahim al-Layl y le dijo: «¡Ata a ese perro!» Sahim se precipitó sobre Battás al oír las palabras de Garib, lo ató fuertemente y lo cogió. Los caballeros musulmanes habían quedado admirados ante aquel campeón y los incrédulos se preguntaban unos a otros: «¿Quién es este caballero que ha salido de sus filas y ha hecho prisionero a nuestro jefe?» Todo esto ocurría mientras Garib invitaba a combate singular. Un jefe indio se presentó. Garib le golpeó con la maza y cayó tendido al suelo. Al-Kaylachán y al-Qurachán lo ataron y se lo entregaron a Sahim. Garib fue apresando campeador tras campeador hasta llegar a cincuenta y dos de los más valientes. Al terminar el día el tambor de la retirada repicó y Garib, abandonando la palestra, se dirigió hacia las filas musulmanas. El primero en salirle al encuentro fue Sahim, quien le besó el pie, que estaba en el estribo. Dijo: «¡Que tu mano no se seque, oh, caballero del tiempo! Dinos cuál de los valientes eres». Entonces Garib se quitó la celada, y lo reconoció. Sahim gritó: «¡Gentes! Éste es vuestro rey, vuestro señor, Garib, que ha llegado de la tierra de los genios». Los musulmanes, al oír citar a su rey, descabalgaron, se le acercaron a pie y le besaron los dos pies, que estaban en el estribo. Lo saludaron, se alegraron de que estuviese salvo y entraron en la ciudad de Omán. Garib se apeó ante el trono, y las gentes, llenas de alegría, se situaron a su alrededor. Acercaron la comida y comieron. Después les contó todo lo que le había sucedido en el monte Qaf con las tribus de los genios. Los asistentes se admiraron muchísimo y dieron gracias a Dios por haberlo salvado.

Al-Kaylachán y al-Qurachán no se apartaban del lado de Garib. Éste mandó a los reunidos que se marchasen a la cama, y se fueron a su casa. Únicamente quedaron a su lado los dos genios. Les preguntó: «¿Podéis llevarme hasta Kufa para estar con mi harén, y traerme otra vez aquí al fin de la noche?» «¡Señor nuestro! Lo que pides es la cosa más fácil de hacer.» Entre Kufa y Omán hay sesenta días de marcha para un caballero que vaya rápido. Al-Kaylachán dijo a al-Qurachán: «¡Yo lo llevaré a la ida y tú lo traerás de vuelta!» Al-Kaylachán lo cogió y al-Qurachán lo acompañó. En menos de una hora llegaron a Kufa, dejándolo en la puerta de palacio. Garib se presentó ante su tío al-Damig. Al verlo, lo saludó y le preguntó: «¿Cómo están mis mujeres Fajr Tach[251] y Mahdiyya?» «Ambas están en perfecto estado y buena salud.» El criado entró en el harén para anunciar la llegada de Garib. Las mujeres se alegraron, chillaron de gozo y dieron una propina al criado. A continuación entró Garib y salieron a saludarle, y hablaron. Al-Damig acudió también y Garib explicó todo lo que le había sucedido con los genios. Al-Damig y las mujeres quedaron admirados. Después, Garib pasó el resto de la noche con Fajr Tach. Al acercarse la aurora salió en busca de los dos genios, se despidió de su familia, de su harén y de su tío al-Damig. Se subió a la espalda de al-Qurachán y al-Kaylachán lo acompañó. Cuando empezaron a disiparse las tinieblas ya estaba en la ciudad de Omán. Tomó las armas, su gente hizo lo mismo y mandó abrir las puertas. Entonces apareció un caballero procedente de las filas de los incrédulos que llegaba acompañado por al-Chamraqán, Sadán el Ogro y todos los jefes prisioneros a los cuales había puesto en libertad. Los entregó a Garib, rey de los musulmanes. Éstos se alegraron mucho al verlos salvos y puestas las armaduras, montaron a caballo, repicaron los tambores de guerra, de batalla y de combate. Los incrédulos también salieron y se dispusieron en filas.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el primero en abrir la batalla fue el rey Garib. Desenvainó su espada al-Mahiq, que era la espada de Jafet, hijo de Noé (¡sobre él sea la paz!), condujo su corcel entre las dos filas y gritó: «¡Quien me conoce ha evitado mi mano, que daña! Para quien no me conoce me presentaré yo mismo: soy el rey Garib, rey del Iraq y del Yemen. Soy Garib, el hermano de Achib». Rad Sah, el hijo del rey de la India, al oír las palabras de Garib ordenó a sus jefes: «¡Traedme a Achib!» Se lo llevaron y le dijo: «Esta guerra sabes que es tu guerra: tú has sido la causa de ella. Ahí está tu hermano en el campo de batalla, en la palestra de la guerra y del combate. Ve a luchar con él y tráemelo prisionero para que lo coloque boca abajo sobre los lomos de un camello, haga un escarmiento de él y lo pueda llevar a la India». «¡Rey! —replicó Achib—, envía a otra persona. Hoy me encuentro débil.» Rad Sah se inflamó de cólera y rebufó al oír estas palabras. Exclamó: «¡Juro por el fuego que da chispas, por la luz, las tinieblas y el calor, que si no sales a batirte con tu hermano y me lo traes inmediatamente, te cortaré la cabeza y pondré fin a tu vida!»

Achib condujo su corcel al campo intentando hacerse el valiente. Se acercó a su hermano y le dijo: «¡Perro de los árabes! ¡Oh, el más vil de los montadores de tiendas! ¿Te atreves a compararte con los reyes? ¡Coge lo que te llega y regocíjate con tu muerte!» El rey Garib le contestó a estas palabras: «¿Qué rey eres tú?» «Soy tu hermano y hoy es el último de tus días en este mundo.» Garib, al cerciorarse de que se trataba de su hermano Achib exclamó: «¡Venganza por mi padre y por mi madre!» Entregó su espada a al-Kaylachán y cargando con la maza le dio un golpe de gigante prepotente que poco faltó para hacerle salir las costillas. Después lo agarró por el cuello, tiró de él, lo arrancó de la silla, lo arrojó al suelo y lo entregó a los dos genios que lo ataron fuertemente trasladándolo después humillado y capitidisminuido. Garib estaba alegre, pues había capturado a su enemigo. Recitó:

He conseguido mi deseo y ha concluido la fatiga. ¡Gloria y gracias a Dios que es nuestro Señor!

He crecido vilipendiado, pobre y despreciado, pero Dios me ha concedido todos sus favores.

Poseo países y he sometido a los hombres. Pero sin Ti, Señor, no hubiese podido hacerlo.

Rad Sah, al ver lo que había sucedido a Achib con su hermano Garib, pidió su corcel, se puso la armadura, empuñó las armas y salió al campo de batalla. Condujo a su corcel hasta llegar cerca del rey Garib en el campo de la lucha. Le gritó: «¡Oh, el más vil de los árabes! ¡Leñador! ¿Es que tu fuerza ha llegado hasta el punto de atreverte a aprisionar a los reyes y a los héroes? ¡Baja de tu caballo, átate, besa mi pie, pon en libertad a mis campeadores y acompáñame a mi reino! Irás cargado de cadenas para que pueda perdonarte y hacer de ti un jeque en nuestro país en donde tendrás un bocado de pan». Garib al oír estas palabras rompió a reír hasta caerse de espaldas. Replicó: «¡Perro rabioso! ¡Lobo roñoso! ¡Verás contra quién van a volverse las circunstancias!» Llamó a Sahim y le dijo: «¡Tráeme a los prisioneros!» Se los llevó y Garib les cortó el cuello. Rad Sah, al verlo, se abalanzó de modo terrible contra Garib y le acometió como lo haría un gigante prepotente. Avanzaron, retrocedieron y chocaron sin cesar hasta que llegaron las tinieblas y repicaron los tambores ordenando el fin del combate.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se separaron unos de otros y cada rey se dirigió a su campamento en donde los felicitaron por haberse salvado. Los musulmanes dijeron al rey Garib: «El prolongar tanto el combate no es costumbre tuya, ¡oh, rey!» «¡Gente! He combatido con héroes y con elefantes, pero no he visto jamás a nadie que luchase tan bien como este héroe. Quería desenvainar contra él la espada de Jafet y acometerle rompiéndole los huesos y poniendo fin a sus días. Pero lo he dejado, pensando en cogerlo prisionero para que pueda hacerse musulmán.» Esto es lo que se refiere a Garib.

He aquí lo que hace referencia a Rad Sah: Entró en su pabellón, subió al estrado y se sentó en el trono. Se presentaron ante él los grandes de su pueblo y le preguntaron por el combate. Les contestó: «¡Juro por el fuego que da chispas, que jamás en mi vida he visto un héroe como ése! Mañana lo cogeré prisionero y lo conduciré humillado y capitidisminuido».

Descansaron hasta que por la mañana repicaron los tambores llamando a la guerra. Se prepararon para combatir con la lanza y la maza, ciñeron la espada y empezó el alboroto. Montaron en los mejores corceles, salieron de las tiendas y llenaron la tierra: colinas, llanuras y lugares amplios. El primero en abrir el combate y la batalla fue el adelantado caballero, el león feroz, del rey Garib. Corrió arriba y abajo y gritó: «¿Hay algún valiente, alguien que quiera combatir? ¡Que hoy no se presenten ni el perezoso ni el impotente!» No había terminado de pronunciar sus palabras cuando ya estaba allí Rad Sah montado en un elefante que parecía una cúpula. En el dorso del elefante iba un palanquín sujeto con correas de seda. El conductor del animal estaba sentado entre las orejas de éste y llevaba un gancho en la mano con el cual gobernaba al animal haciéndole ir a derecha e izquierda. El elefante se acercó al caballo de Garib. El corcel al ver algo que no había visto nunca se encabritó de miedo. Garib se apeó, lo entregó a al-Kaylachán, desenvainó la espada al-Mahiq y se acercó, por su propio pie, a Rad Sah, hasta colocarse enfrente del elefante. El príncipe indio, cuando se veía inferior a un caballero enemigo salía a hacerle frente sobre el palanquín del elefante llevando consigo un objeto llamado «lazo», que es una especie de red muy amplia por la base y muy estrecha por encima. En un extremo lleva una anilla con un cordón de seda con lo cual atrapa al caballo y al caballero al dejarla caer encima, se tiraba del cordón, caía el caballero del corcel y quedaba prisionero. Por este método había vencido a muchos caballeros. Cuando Garib estuvo cerca, Rad Sah cogió en la mano el lazo y lo arrojó sobre Garib, tiró de él, lo colocó a lomos del elefante y mandó al conductor que lo llevase a su campo. Pero al-Kaylachán y al-Qurachán, que no se separaban de Garib, al ver lo que había sucedido a éste sujetaron al elefante. Garib, que se debatía en el interior del lazo, lo desgarró mientras al-Kaylachán y al-Qurachán, abalanzándose sobre Rad Sah, lo dominaban, lo ataban con una cuerda de fibra de palma y se lo llevaban.

Los combatientes de ambos lados se precipitaron unos contra otros como si fuesen dos mares que se encuentran o dos montes cuando chocan. El polvo se levanto hasta la cima de los cielos y los dos ejércitos se quedaron a ciegas: el combate se encarnizó, corrió la sangre, y las acometidas furiosas, los lanzazos y el choque de las espadas alcanzaron su máxima saña, sin cesar hasta que el día desapareció y llegó la noche con sus tinieblas. Los tambores ordenaron el alto y los ejércitos se separaron. Aquel día murieron muchos de los musulmanes allí presentes y en su mayoría quedaron heridos por los atacantes que les acometían a lomos de las jirafas y de los elefantes. Esto preocupó mucho a Garib quien mandó curar a los heridos y volviéndose a los grandes de su país les preguntó: «¿Qué opináis?» Replicaron: «¡Oh, rey! Los elefantes y las jirafas son los únicos que nos causan daño. Si consiguiéramos librarnos de ellos venceríamos». Al-Kaylachán y al-Qurachán dijeron: «Nosotros dos desenvainaremos nuestras espadas, caeremos sobre ellos y mataremos a su mayoría». Un hombre de Omán, que había sido consejero de al-Chaland, se adelantó e intervino: «¡Rey! La seguridad de este ejército reside en mí si tú me haces caso y me escuchas». Garib volviéndose hacia los jefes les dijo: «Obedeced a este maestro en todo lo que os diga». Replicaron: «¡Oír es obedecer!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que dicho hombre escogió diez jefes y les preguntó: «¿Cuántos héroes tenéis en vuestras filas?» «Diez mil», le respondieron. Los tomó consigo, se los llevó al arsenal, les dio cinco mil ballestas y les enseñó cómo se disparaba con ellas. Apenas apareció la aurora los incrédulos se prepararon. Sacaron los elefantes y las jirafas y sus hombres se presentaron con todas las armas, pusieron las bestias y los héroes delante de su propio ejército. Garib y sus paladines montaron a caballo y formaron filas. Los timbales repicaron y las fieras y los elefantes avanzaron. Aquel hombre dio un grito a los saeteros: «¡Preparad las flechas y los proyectiles!» Los dardos y el plomo fueron disparados y entraron en las entrañas de los animales. Éstos chillaron, derribaron a los campeadores y a los hombres que transportaban y los aplastaron con sus patas. Los musulmanes cargaron contra los incrédulos y los rodearon por la derecha y la izquierda, mientras los elefantes los aplastaban y los dispersaban por el campo y el desierto. Los musulmanes con sus cortantes espadas los persiguieron. Pocos fueron los que se salvaron de las jirafas y de los elefantes.

El rey Garib y sus hombres regresaron contentos por haber vencido. Repartieron el botín y permanecieron cinco días en su campamento. Después, el rey Garib se sentó en el trono de su reino y mandó a buscar a su hermano Achib. Le dijo: «¡Perro! ¿Por qué vas en busca de los reyes para que nos combatan? Pero el Todopoderoso me concede la victoria sobre ti. Conviértete al Islam y estarás a salvo, no vengaré en ti la muerte de mi padre y de mi madre, te haré rey, como eres, y me pondré a tus órdenes». Achib replicó a las palabras de Garib: «¡No abandonaré mi religión!» Garib le aherrojó y encargó de su custodia a cien esclavos fuertes. Se volvió hacia Rad Sah y le preguntó: «¿Qué dices de la religión del Islam?» «¡Señor mío! Yo entraré en tu religión, pues si no hubiese sido buena y verdadera no nos hubierais vencido. Extiende tu mano, pues yo atestiguo que no hay más dios que el Dios y que el amigo Abraham es el enviado de Dios.» Garib se alegró por su conversión y le dijo: «¿La dulzura de la fe se ha asentado en tu corazón?» «¡Sí, señor mío!» Garib preguntó: «¡Rad Sah! ¿Quieres volver a tu país y a tu reino?» «¡Oh, rey! Mi padre me matará porque he abandonado su religión.» «Yo te acompañaré, te instalaré en tu tierra hasta que, con el auxilio de Dios, el Generoso, el Liberal, te obedezcan las regiones y los súbditos.» Rad Sah le besó la mano y el pie. Garib hizo grandes regalos al hombre cuyo consejo había sido causa de la derrota del enemigo y lo colmó de riquezas. Volviéndose a al-Kaylachán y al-Qurachán dijo: «¡Genios!» «Aquí estamos.» «Quiero que me llevéis a la India.» «Oír es obedecer.» Garib tomó consigo a al-Chamraqán y a Sadán, a los cuales transportó al-Qurachán, mientras que Garib y Rad Sah iban a lomos de al-Kaylachán: marcharon a la India.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces su hermana le dijo:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que emprendían el viaje a la puesta del sol y antes de que terminase la noche ya se encontraban en Cachemira. Los dos genios descendieron en un palacio y los viajeros bajaron por las escaleras. Tarkanán había recibido noticia, por los derrotados, de lo que había sucedido a su hijo y a su ejército, que sus hombres estaban muy apenados y que su hijo ni dormía ni hallaba consuelo en nada. Tarkanán estaba pensando en esto y en lo que había sucedido cuando de repente se presentó ante él un grupo. El rey miró con estupor a su hijo y a sus acompañantes: quedó sobrecogido a causa del aspecto de los genios. Rad Sah, su hijo, se volvió hacia él y le increpó: «¡Traidor! ¡Adorador del fuego! ¡Ay de ti! ¡Deja de adorar al fuego y rinde homenaje al Rey Todopoderoso, al creador de la noche y del día, a Aquel que no ven los ojos!» El padre, que tenía una maza de hierro, al oír estas palabras, la arrojó contra su hijo. Pero marró el golpe y cayó en un ángulo del palacio demoliendo tres piedras. Le replicó: «¡Perro! ¡Has perdido el ejército y has abandonado tu religión y vienes a quitarme la mía!» Garib se abalanzó sobre él, le dio un palmetazo en el cuello y lo derribó. Al-Kaylachán y al-Qurachán lo ataron fuertemente. Todas las mujeres huyeron.

Garib se sentó en el trono del reino y dijo a Rad Sah: «¡Juzga a tu padre!» Volviéndose Rad Sah hacia éste, le dijo: «¡Viejo perdido! Conviértete y te salvarás del fuego y de la cólera del Todopoderoso». Tarkanán replicó: «Moriré según mi religión». Garib, entonces, desenvainó la espada al-Mahiq, le acometió y cayó al suelo partido en dos mitades. Dios se apresuró a enviar su espíritu al fuego (¡qué pésima morada es!). Mandó luego que lo colgasen de la puerta del alcázar y lo colgaron colocando una mitad a la derecha y la otra a la izquierda. Después pernoctaron hasta que se hizo de día. Garib dijo a Rad Sah: «¡Ponte el traje real!» Se lo puso y se sentó en el solio de su padre. Garib se sentó a su diestra y al-Kaylachán, al-Qurachán, al-Chamraqán y Sadán el Ogro se colocaron a derecha e izquierda. El rey Garib les dijo: «Atad a todo rey que entre y no dejéis que escape de vuestras manos ningún jefe». Contestaron: «¡Oír es obedecer!» Los jefes subieron al palacio del rey para ponerse a su servicio. El primero en llegar fue el Gran Almocadén. Vio al rey Tarkanán colgado y partido en dos mitades. Se quedó perplejo, estupefacto y sin saber qué hacer. Al-Kaylachán se abalanzó sobre él, lo agarró por el cuello, lo tiró al suelo, lo ató y lo arrastró al interior del palacio. Lo sujetó fuertemente y lo guardó. Al salir el sol llevaba atados ya trescientos cincuenta jefes, a los que había colocado ante Garib. Éste les dijo: «¡Hombres! ¿Habéis visto a vuestro rey? Está colgado en la puerta de palacio». Preguntaron: «¿Quién ha hecho con él semejante cosa?» «Yo lo he hecho con el auxilio de Dios (¡ensalzado sea!). Haré lo mismo con aquel que me desobedezca.» «¿Qué nos pides?» «Yo soy Garib, rey del Iraq; yo soy quien ha dado muerte a vuestros héroes. Rad Sah ha adoptado la religión del Islam y será con vosotros un gran rey, equitativo. Convertíos al Islam y estaréis a salvo. No os neguéis, pues os arrepentiríais.» Pronunciaron la profesión de fe y quedaron inscritos entre la gente bienaventurada. Garib les preguntó: «¿Se ha asentado firmemente en vuestros corazones la dulzura de la fe?» «Sí», respondieron. Garib mandó ponerlos en libertad. Los soltaron. Les hizo regalos y les dijo: «Id a vuestros hombres, exponedles los principios del Islam. Conservad la vida de quien se convierta, pero matad a quien rehúse».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces su hermana le dijo:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se marcharon, reunieron a los hombres que tenían bajo su mando y a los cuáles gobernaban, les informaron de lo que ocurría, les expusieron la doctrina del Islam y se convirtieron todos, excepción hecha de unos cuantos, a los que mataron. Informaron a Garib de lo que habían hecho y éste loó y alabó a Dios (¡ensalzado sea!), exclamando: «Alabado sea Dios que nos ha facilitado la empresa sin necesidad de tener que combatir». Garib se quedó cuarenta días en Cachemira de la India, organizando el país, derruyendo los templos y los lugares donde se adoraba el fuego y construyendo mezquitas y aljamas para sustituirlos. Rad Sah había empaquetado en gran número regalos y presentes que no tienen descripción, y los había cargado en barcos. Garib se subió a la espalda de al-Kaylachán, y Sadán y al-Chamraqán montaron en la de al-Qurachán después de despedirse unos de otros. Viajaron hasta el fin de la noche. Al aparecer la aurora ya estaban en la ciudad de Omán. Sus habitantes salieron a recibirlos, los saludaron y se alegraron de su regreso. Garib, al llegar a la puerta de Kufa mandó que llevasen ante él a su hermano Achib. Cuando compareció mandó crucificarlo. Sahim llevó ganchos de hierro, los colocó bajo sus tendones y lo levantaron por encima de la puerta de Kufa. Además mandó que le arrojasen dardos y lo asaetearon hasta quedar como un puerco espín.

Después, Garib entró en Kufa, pasó a su palacio, se sentó en el trono del reino y gobernó todo el día hasta la llegada de la noche. Entonces entró en el harén. Kawkab al-Sabah le salió al encuentro y lo abrazó. Lo mismo hicieron las concubinas, que lo felicitaron por haberse salvado. Pasó aquel día y la noche con Kawkab al-Sabah. Al amanecer se lavó, rezó la oración de la mañana, se sentó en el trono de su reino e inició las fiestas de su boda con Mahdiyya: sacrificaron tres mil cabezas de ganado lanar, dos mil del vacuno, mil cabras, quinientos camellos, y cuatro mil gallinas y muchas ocas y quinientos caballos. Jamás en el Islam de aquella época se había celebrado otra boda como ésa. Garib tuvo relaciones con Mahdiyya, le arrebató la virginidad y permaneció en Kufa durante diez días. Al cabo de este tiempo recomendó a su tío que fuese justo con sus súbditos, y tomando consigo sus campeadores y su harén fue en busca de los barcos con los regalos y los presentes. Repartió las naves con todo lo que contenían y todos sus hombres se enriquecieron. Siguieron viaje hasta la ciudad de Babel. Hizo don de ésta a su hermano Sahim al-Layl nombrándole sultán.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que permaneció con él durante diez días. Al cabo de éstos se pusieron en camino hasta llegar a la fortaleza de Sadán, el Ogro, y descansaron en ella durante cinco días. Aquí Garib dijo a al-Kaylachán y al-Qurachán: «Id a Isbanir al-Madain, entrad en el alcázar de Cosroes, averiguad cómo está Fajr Tach y traedme uno de los allegados del rey para que me explique lo que ha ocurrido». Contestaron: «¡Oír es obedecer!» Se pusieron en marcha hacia Isbanir al-Madain y mientras corrían entre el cielo y la tierra descubrieron un ejército que avanzaba semejante a un mar encrespado. Al-Kaylachán dijo a al-Qurachán: «Bajemos a ver qué es este ejército». Descendieron y recorrieron las filas de los incrédulos. Vieron que eran persas. Preguntaron a algunos de ellos: «¿De quién es este ejército? ¿Adónde vais?» Les replicaron: «En busca de Garib, para matarle a él con todos los suyos». Cuando oyeron estas palabras se dirigieron al pabellón del rey que era jefe de las tropas y que se llamaba Rustam. Esperaron hasta que los persas quedaron dormidos en su lecho y Rustam en su estrado. Cogieron el estrado y lo llevaron a la fortaleza de Garib. Llegaron a las tiendas de éste antes de la medianoche. Entonces se presentaron en la puerta del pabellón y pidieron permiso para entrar. Garib al oír sus palabras se sentó y dijo: «¡Entrad!» Pasaron llevando el lecho en que dormía Rustam.

Garib preguntó: «¿Quién es ése?» «Un rey persa que viene al frente de un gran ejército para matarte a ti y a tus hombres. Te lo traemos para que te informe de lo que desees.» Garib les dijo: «¡Traedme cien caballeros!» Cuando los tuvo ante sí ordenó: «¡Desenvainad las espadas y colocaos junto a la cabeza del persa!» Hicieron lo que les mandaba y lo despertaron. Abrió los ojos y vio encima de su cabeza una cúpula de espadas. Cerró los ojos y exclamó: «¡Qué pesadilla más horrorosa!» Al-Kaylachán le pinchó con la punta de la espada. Rustam se sentó y preguntó: «¿Dónde estoy?» «Estás ante la majestad del rey Garib, el yerno del rey de los persas. ¿Cómo te llamas? ¿Adónde vas?» Al oír citar a Garib, meditó y se dijo: «¿Estoy durmiendo o despierto?» Sahim le dio un golpe y le dijo: «¿Por qué no contestas a lo que te dicen?» Levantó la cabeza y preguntó: «¿Quién me ha sacado de la tienda en la cual yo me encontraba entre mis hombres?» Garib le contestó: «Te han traído estos dos genios». Al ver a al-Kaylachán y al-Qurachán se cagó en sus vestidos.

Los dos genios mostraron sus colmillos, desenvainaron las espadas y le dijeron: «¿Es que no te adelantas para besar la tierra ante el rey Garib?» Asustado por los dos genios se dio cuenta de que no estaba durmiendo. Se incorporó, besó el suelo y dijo: «¡Que el fuego te bendiga y prolongue tu vida, oh, rey!» Garib replicó: «¡Perro persa! ¡No hay que adorar al fuego, que sólo sirve para calentar la comida!» «¿A quién hay que adorar?» «A Quien te ha creado y formado, a Quien ha creado los cielos y la tierra.» «¿Y qué he de decir para ser un fiel de ese Señor y entrar en vuestra religión?» «Dirás: “No hay dios sino el Dios de Abraham, el amigo de Dios”.»

El persa pronunció la profesión de fe y quedó inscrito entre los bienaventurados. Luego dijo: «Sabe, señor mío, que tu suegro, el rey Sabur, quiere darte muerte y que me ha despachado con cien mil hombres y me ha ordenado que no deje vivo ni a uno solo de vosotros». Garib, al oír estas palabras, dijo: «Éste es el pago que recibo por haber librado a su hija de la pena y de la muerte. Pero Dios le recompensará por lo que ha pensado hacer». A continuación preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Rustam, jefe de Sabur.» «También serás jefe en mi ejército. ¡Rustam! ¿Cómo está la reina Fajr Tach?» «¡Que tu vida dure, oh rey del tiempo!» «¿Cuál ha sido la causa de su muerte?» «¡Señor mío! Cuando marchaste en busca de tu hermano, una concubina se presentó ante el rey Sabur, tu suegro, y le preguntó: “¡Señor mío! ¿Has mandado a Garib que durmiese con la señora Fajr Tach?” Contestó: “¡No! ¡Lo juro por el fuego!” A continuación desenvainó la espada, fue en busca de su hija y la increpó: “¡Depravada! ¿Cómo has dejado dormir contigo a ese beduino que ni te ha dado dote ni ha celebrado ceremonia nupcial?” “¡Padre mío! Tú le diste permiso para que durmiese conmigo.” “¿Y ha tenido relaciones contigo?” La princesa calló y bajó la cabeza hacia el suelo. El rey llamó a las nodrizas y a las concubinas y les dijo: “¡Atad a esta prostituta! ¡Observad sus partes!” La examinaron y dijeron: “¡Rey! Ha perdido la virginidad”. El rey se abalanzó sobre la princesa dispuesto a matarla. Pero su madre se interpuso entre los dos y dijo: “¡Rey! ¡No la mates, pues sería una infamia! Encarcélala en una celda hasta que muera”. La encarceló hasta la llegada de la noche. Entonces envió a buscarla a dos de sus allegados, a los que había dicho: “Alejaos con ella y arrojadla al río Chayhún.

Pero no lo digáis a nadie”. Hicieron lo que les había mandado. Su recuerdo ha desaparecido y su tiempo ha pasado.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los ojos de Garib perdieron de vista al mundo, al oír estas palabras, y furioso exclamó: «¡Juro por el Amigo que iré en busca de ese perro, lo mataré y arruinaré su país!» Envió cartas a al-Chamraqán, y a los señores de Mayyafariquin y Mosul. Después volviéndose hacia Rustam le preguntó: «¿Cuántos soldados tienes?» «Traigo cien mil caballeros persas.» «Toma diez mil caballeros míos, ve en busca de los tuyos y tenlos entretenidos con un combate. Yo iré en pos de ti.» Rustam y los diez mil caballeros montaron y marcharon en busca de los persas. Rustam se decía: «Haré algo que me traerá los beneficios del rey Garib». Caminaron durante siete días, se aproximaron al ejército persa y cuando sólo los separaba media jornada, Rustam dividió el ejército en cuatro divisiones y les dijo: «Rodead a los persas y cargad sobre ellos con la espada». «¡Oír es obedecer!», le replicaron. Cabalgaron desde la caída de la tarde hasta medianoche, rodearon a los persas que estaban tranquilos desde la desaparición de Rustam. Los musulmanes cayeron sobre ellos gritando: «¡Dios es el más grande!» Los persas se despertaron: la espada corrió entre ellos, los pies resbalaron y el Rey omnisciente se enojó con ellos. Rustam fue el fuego que prendió la leña seca. Apenas había terminado la noche cuando todo el ejército persa se repartía entre muertos, fugitivos o heridos. Los musulmanes se apoderaron de los fardos, tiendas, depósitos, riquezas, caballos y camellos. Después se instalaron en las tiendas y descansaron hasta la llegada del rey Garib. Éste vio lo hecho por Rustam, cómo había urdido la estratagema, matado a los persas y destrozado su ejército. Le hizo grandes regalos y le dijo: «¡Rustam! Tú eres quien ha derrotado a los persas: todo el botín te pertenece». Rustam besó la mano del rey, le dio las gracias y descansaron durante todo el día. Después se pusieron en marcha en busca del rey de los persas.

Los vencidos llegaron y entraron en el palacio del rey Sabur quejándose con ayes por la gran desgracia sufrida. El rey Sabur les preguntó: «¿Qué os ha ocurrido? ¿Quién os ha atacado?» Le refirieron lo que les había sucedido y cómo habían sido atacados en medio de las tinieblas de la noche. Sabur preguntó: «¿Quién os ha sorprendido?» «¡El jefe de tu ejército! —le replicaron—. Ahora se ha convertido al Islam. Garib no se ha acercado a nosotros.» El rey, al oír esto, tiró su corona por el suelo y exclamó: «¡Hemos perdido todo el valor!» Se volvió a su hijo Ward Sah y le dijo: «¡Hijo mío! Tú eres el único que puede solucionar este asunto». «¡Juro por tu vida, padre mío —le contestó—, que te traeré a Garib y a todos sus grandes atados con cuerdas! ¡Juro que aniquilaré a todos sus soldados!» Contó a sus hombres y vio que tenía doscientos veinte mil. Pasaron la noche resueltos a partir. A la mañana siguiente, cuando estaban a punto de ponerse en marcha, vieron una polvareda que remontaba a lo alto y cerraba el horizonte impidiendo ver a los que miraban. El rey Sabur estaba montado a caballo para despedir a su hijo. Al ver esa gran polvareda gritó a un correo: «Ve a averiguarme qué hay en esa nube». Fue, regresó y dijo: «¡Señor mío! Garib y sus paladines están aquí». Entonces los persas descargaron los fardos y dispusieron sus hombres en línea de combate y guerra.

Garib se acercó a Isbanir al-Madain y vio que los persas se habían dispuesto a presentar combate y a luchar. Entonces arengó a su gente. Sabur dijo: «¡Cargad contra ellos y que el fuego os bendiga!» Tremolaron los estandartes, los árabes y los persas se juntaron y cargaron nación contra nación: corrió la sangre a ríos y todos pudieron contemplar la muerte por sus propios ojos. Los valientes avanzaron; los cobardes volvieron la espalda y emprendieron la fuga. El combate y la lucha siguió ininterrumpidamente hasta que terminó el día. Entonces repicaron los tambores de la separación, y se alejaron unos de otros. El rey Sabur mandó que levantasen las tiendas junto a la puerta de la ciudad y el rey Garib plantó las suyas enfrente de las de los persas. Cada bando se retiró a su campo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al día siguiente montaron en los caballos fuertes, veloces; se levantó el griterío, cogieron las lanzas y vistieron los arreos de guerra. Los héroes valerosos, los leones del combate, avanzaron, El primero en abrir la puerta de la lid fue Rustam. Condujo su corcel hasta el centro de la palestra y gritó: «¡Dios es el más grande! ¡Soy Rustam, el jefe de los héroes árabes y persas! ¿Hay algún combatiente? ¿Hay quien luche? ¡Que no se me acerque hoy ni el cansado ni el impotente!» Se le presentó el persa Tumán. Éste cargó contra aquél y aquél contra éste. Se arremetieron repetidas veces. Rustam saltó sobre su enemigo y le golpeó con una maza que pesaba setenta ratl, hundiéndole la cabeza en el pecho: Tumán cayó muerto en el suelo, ahogado en su propia sangre. Esto no desanimó al rey Sabur, quien mandó a sus hombres que atacasen. Cargaron a los musulmanes pidiendo ayuda al sol que da la luz. Los musulmanes pedían auxilio al Rey Todopoderoso. Los persas eran más numerosos que los árabes, por lo que escanciaron a éstos la copa de la muerte. Entonces Garib chilló y avanzó con resolución desenvainando la espada al-Mahiq, la espada de Jafet. Cargó a los persas llevando junto a sus estribos a al-Kaylachán y a al-Qurachán. No paró de revolverse con su espada hasta llegar al portaestandarte, al cual golpeó de plano en la cabeza con la espada. Cayó desmayado en el suelo y los dos genios lo cogieron y lo trasladaron a su tienda.

Los persas, al ver caída su bandera, dieron media vuelta y huyeron en busca de las puertas de su ciudad. Los musulmanes los persiguieron espada en mano, llegaron a las puertas, se apelotonaron en días y murió allí un gran número de hombres. Los persas no pudieron cerrar las puertas y Rustam, al-Chamraqán, Sadán, al-Damig, Sahim, al-Kaylachán, al-Qurachán y todos los héroes musulmanes y los caballeros que profesaban el dogma de la unicidad acometieron a los persas embotellados en las puertas: la sangre de los incrédulos corrió por los azucaques como un torrente. Entonces pidieron gracia: los musulmanes levantaron las espadas, los persas tiraron sus armas y fueron conducidos, como si fuesen un rebaño, a las tiendas de los musulmanes. Garib volvió a su pabellón, se quitó las armas, y después de lavarse la sangre de los incrédulos se puso el traje real y se sentó en el trono de su reinó. Mandó a buscar al rey de los persas y se lo llevaron. Lo colocaron ante él. Exclamó: «¡Perro de los persas! ¿Qué te movió a hacer con tu hija lo que hiciste? ¿Cómo puedes creer que yo no soy el marido que le conviene?» «¡Rey! ¡No me reprendas por lo que hice! Ya me he arrepentido de ello. Si he salido a combatirte ha sido porque te tenía miedo.» Garib, al oír estas palabras, mandó que lo azotasen y lo apaleasen. Hicieron lo que les mandaba hasta que dejó de quejarse. A continuación lo metieron con los demás presos. Garib mandó llamar a los persas, les expuso los fundamentos del Islam y se convirtieron ciento veinte mil. El resto fue pasado por la espada. Todos los persas que estaban en la ciudad se convirtieron. Garib montó a caballo y en el centro de un gran cortejo entró en Isbanir al-Madain y se sentó en el trono de Sabur, rey de los persas. Dio regalos, distribuyó el botín y el oro e hizo dones a los persas, los cuáles lo amaron y le desearon victorias, poder y larga vida.

La madre de Fajr Tach recordó a su hija y organizó los funerales. El palacio se llenó de gritos y ayes. Garib los oyó, entró en el lugar de donde salían y preguntó: «¿Qué ocurre?» La madre de Fajr Tach se le acercó y dijo: «¡Señor mío! Tu presencia me ha hecho recordar a mi hija y he dicho: “Si estuviese bien se habría alegrado de tu llegada”». Garib lloró por ella y se sentó en el trono. Dijo: «¡Traedme a Sabur!» Se lo llevaron preso en sus argollas. Le increpó: «¡Perro persa! ¿Qué has hecho de tu hija?» «Se la entregué a Fulano y a Zutano y les dije: “Ahogadla en el río Chayhún”». Garib mandó llamar a los dos hombres y les preguntó: «Lo que ha dicho ése ¿es verdad?» Le contestaron: «¡Sí! Pero no la ahogamos. Tuvimos compasión de ella y la dejamos en la orilla del Chayhún diciéndole: “Procura salvarte y no vuelvas a la ciudad, pues Sabur te mataría a ti y a nosotros”. Esto es lo que sabemos».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib al oírlo mandó llamar a los astrólogos. Acudieron y les ordenó: «Trazad las líneas en la arena y averiguad cómo se encuentra Fajr Tach: ¿está aún viva o ha muerto?» Hicieron la figura y dijeron: «¡Rey del tiempo! Para nosotros es manifiesto que la reina vive y que ha dado a luz un varón. Ambos se encuentran en una taifa de genios. Ella permanecerá lejos de ti veinte años. Calcula, pues, cuántos años has empleado en tu viaje». Garib calculó el tiempo que había durado su ausencia y vio que habían sido ocho años. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Envió mensajeros a las fortalezas y alcazabas que obedecían a Sabur. Todos se declararon sumisos.

Una vez estaba sentado en el alcázar y vio levantarse una nube de polvo que tapó los países y oscureció el horizonte. Llamó a al-Kaylachán y al-Qurachán y les dijo: «Traedme noticia de lo que viene en esa nube». Los dos genios se pusieron en camino, se metieron debajo de la nube, capturaron a uno de sus caballeros y lo llevaron a Garib. Lo colocaron ante éste y le dijeron: «Interrógalo, pues es del ejército». Garib preguntó: «¿De quién es este ejército?» «¡Rey! Es el rey Ward Sah, señor del Siraz, que viene a combatirte.»

La causa de esto era la siguiente: Sabur, rey de los persas, combatió con Garib y sucedió entre ambos lo que sucedió. Pero el hijo del rey Sabur huyó con un puñado de los soldados del ejército de su padre. Caminó hasta llegar a la ciudad de Siraz y se presentó ante el rey Ward Sah. Besó el suelo ante él mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. El rey le dijo: «¡Levanta la cabeza, muchacho! Dime qué es lo que te hace llorar». «¡Rey! Nos ha vencido un rey de los árabes llamado Garib. Se ha apoderado del reino de mi padre, ha matado a los persas y les ha escanciado la copa de la muerte.» Le contó todo lo ocurrido con Garib desde el principio hasta el fin. Ward Sah, al oír las palabras del hijo de Sabur preguntó: «¿Mi esposa está bien?» «Garib se ha apoderado de ella.» Entonces exclamó: «¡Juro por vida de mi cabeza que no dejaré sobre la faz de la tierra ni un beduino ni un musulmán!» A continuación escribió cartas y las envió a sus lugartenientes. Éstos acudieron. Los contó y vio que eran ochenta y cinco mil. A continuación abrió sus depósitos, distribuyó corazas y armas a sus hombres y se puso en marcha con ellos hasta llegar a Isbanir al-Madain. Acamparon todos ante la puerta de la ciudad.

Al-Kaylachán y al-Qurachán se acercaron, besaron la rodilla de Garib y dijeron: «¡Señor nuestro! Satisface nuestros corazones y concédenos este ejército». Les replicó: «¡Os pertenece!» Entonces los dos genios remontaron el vuelo y fueron a descender en el pabellón de Ward Sah. Lo hallaron sentado en el trono de su poderío. El hijo de Sabur estaba sentado a su diestra y los jefes, formando dos filas, se extendían a su alrededor. Estaban deliberando sobre el modo de dar muerte a los musulmanes. Al-Kaylachán se adelantó y raptó al hijo de Sabur; al-Qurachán raptó a Ward Sah. Condujeron a los dos ante Garib. Éste mandó apaleados hasta que perdieron el conocimiento. Los dos genios regresaron al campo enemigo, desenvainaron su espada (nadie podía llevar ninguna de esas espadas) y acometieron a los infieles. Dios precipitó el alma de éstos al fuego (¡qué pésima morada es!). Los incrédulos distinguieron únicamente dos espadas brillantes que segaban hombres como si segasen granos, pero no vieron a nadie. Abandonaron las tiendas y huyeron a lomos de su caballo. Los genios los persiguieron durante dos días y aniquilaron gran número de ellos. Después regresaron, besaron la mano de Garib y éste les agradeció lo que habían hecho. Les dijo: «Todo el botín de los incrédulos os pertenece a vosotros dos. No lo repartiréis con nadie más». Los genios hicieron los votos de rigor y se marcharon, recogieron sus bienes y permanecieron tranquilos en su país. Esto es lo que hace referencia a Garib y sus hombres.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los incrédulos no pararon de huir hasta que llegaron a Siraz, donde guardaron luto por sus muertos. El rey Ward Sah tenía un hermano llamado Sirán, el Brujo. En aquella época no había nadie más experto que él en el arte de la magia. Vivía lejos de su hermano en una fortaleza que tenía numerosos árboles, ríos, pájaros y flores. Entre él y la ciudad de Siraz había una distancia de medio día. Los vencidos se dirigieron a esa fortaleza y se presentaron llorando y gritando ante Sirán el Brujo. Les preguntó: «¡Gentes! ¿Por qué lloráis?» Le explicaron lo sucedido y cómo los dos genios habían raptado a su hermano Ward Sah y al hijo de Sabur. La luz se transformó en tinieblas ante los ojos de Sirán al oír esto. Dijo: «¡Juro por mi religión que mataré a Garib y a sus hombres, que no les dejaré en pie ni una casa ni con vida a quien pueda explicar lo sucedido!» A continuación salmodió unas palabras, invocó al Rey Rojo y éste acudió. Le dijo: «Ve a Isbanir al-Madain y acomete a Garib mientras esté sentado en su trono», «¡Oír es obedecer!», le replicó. Anduvo sin parar hasta encontrarse ante Garib. Éste, al verlo, desenvainó su espada al-Mahiq y le acometió. Lo mismo hicieron al-Kaylachán y al-Qurachán. Se abalanzaron sobre el ejército del Rey Rojo y le mataron quinientos treinta soldados e hirieron gravemente al mismo rey. Éste y sus soldados heridos huyeron y no pararon de correr hasta alcanzar la Fortaleza de los Frutos. Se presentaron ante Sirán, el Brujo, lamentándose y quejándose. Le dijeron: «¡Oh, Sabio! Garib posee la espada encantada de Jafet, hijo de Noé, que despedaza a todo aquel al que toca. Además le acompañan dos genios del Monte Qaf que le ha regalado el rey Maraas. Él es quien ha dado muerte a Barqán al llegar al Monte Qaf, él es quien ha matado al rey al-Azraq y ha aniquilado a muchísimos genios».

El Brujo, al oír las palabras del Rey Rojo le dijo: «¡Vete!» Éste se marchó a sus quehaceres. El Brujo pronuncio unos conjuros y acudió un genio llamado Zuazi; le dio una cantidad de narcótico en polvo y le dijo: «Dirígete a Isbanir al-Madain, busca el alcázar de Garib, metamorfoséate en un gorrión y obsérvale hasta que se duerma y no quede nadie con él. Coge entonces el narcótico, colócaselo en la nariz y tráemelo». Zuazi replicó: «¡Oír es obedecer!» Se apresuró a llegar a Isbanir al-Madain, tomó la figura de un gorrión, buscó el alcázar de Garib y se colocó en una de sus ventanas esperando a que llegase la noche. Los reyes se marcharon a la cama y Garib durmió en su estrado. El genio aguardó hasta que hubo conciliado el sueño: descendió, sacó el narcótico en polvo y lo colocó en su nariz: su aliento se extinguió. Lo envolvió en una sábana del lecho, se lo cargó a las espaldas y se marchó como si fuese el viento tempestuoso. Antes de la llegada de la medianoche ya se encontraba en la Fortaleza de los Frutos. Se presentó ante Sirán, el Brujo. Éste le dio las gracias por lo que había hecho y quiso matarlo mientras se encontraba narcotizado. Uno de sus hombres impidió que lo hiciese diciendo: «¡Sabio! Si lo matas arruinarán nuestro país los genios, ya que el rey Maraas, su amigo, nos atacará con todos sus súbditos». «¿Qué hacemos con él?» «¡Arrójalo en el Chayhún mientras está narcotizado y nadie sabrá quién lo ha arrojado; se ahogará y nadie sabrá nada de él!» El Sabio mandó al genio que cogiese a Garib y lo arrojase en el Chayhún.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando estaba a punto de soltarlo, el genio tuvo lástima de él, hizo una balsa de madera, lo ató a ella con cuerdas y la soltó; Garib fue a parar al centro de la corriente. Después se marchó. Esto es lo que hace referencia a Garib.

He aquí lo que se refiere a su gente: Al amanecer marcharon a ponerse a su servicio, pero no lo encontraron; hallaron únicamente el rosario encima del lecho. Esperaron a que saliera y no salió. Buscaron al chambelán y le dijeron: «Entra en el harén y busca al rey, pues no tiene costumbre de estar ausente a esta hora». El chambelán entró y preguntó a quienes estaban en él. Le replicaron: «Desde ayer no lo hemos visto». El chambelán volvió junto a los palaciegos y los informó. Quedaron perplejos y se dijeron unos a otros: «Veamos si ha salido a pasear por los jardines». Preguntaron a los jardineros: «¿El rey ha pasado por vuestro lado?» Contestaron: «No lo hemos visto». Se preocuparon, buscaron por todos los jardines y regresaron, al terminar el día, llorando. Al-Kaylachán y al-Qurachán recorrieron la ciudad, pero no encontraron ninguna huella suya. Regresaron tres días después, sus súbditos se vistieron de negro y se lamentaron ante el Señor de los Mundos, quien hace lo que quiere. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que afecta a Garib: Viajó durante cinco días tumbado en la balsa, que era arrastrada por la corriente. Ésta le llevó al mar salado y las olas jugaron con ella, esto le removió el vientre y vomitó el narcótico. Abrió los ojos y se encontró en medio del mar, con las olas jugando con él. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Ojalá supiera quién me ha hecho esto!» Mientras estaba perplejo ante lo que le sucedía vio aparecer una nave en marcha. Con su manga hizo señales a los pasajeros, que se acercaron a él y lo recogieron. Le preguntaron: «¿Quién eres? ¿De qué país?» Les replicó: «Dadme de comer y de beber para que pueda recuperar mis fuerzas. Después os diré quién soy». Le sirvieron agua y le dieron de comer. Comió, bebió y Dios le devolvió la razón. Preguntó: «¡Gentes! ¿De qué país sois? ¿Qué religión profesáis?» Contestaron: «Nosotros somos de al-Karch y adoramos un ídolo que se llama Minqás». «¡Perros! ¡Que la desgracia os alcance a vosotros y al ídolo! Sólo se adora a Dios, el cual ha creado todas las cosas y dice “Sé” y es.» Entonces los pasajeros se abalanzaron con todas sus fuerzas, como demonios, sobre Garib y quisieron sujetarlo. Él estaba sin armas, pero de cada puñetazo quitaba la vida a uno. Derribó hasta cuarenta hombres, pero eran tantos que lo ataron sólidamente y dijeron: «Lo mataremos cuando lleguemos a nuestra tierra para que así pueda verlo nuestro rey». Siguieron el viaje hasta llegar a la ciudad de al-Karch.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la había construido un amalecita prepotente. En cada una de sus puertas había colocado la estatua, en cobre, de una persona, que estaba encantada; cuando entraba en la ciudad un extranjero aquella estatua tocaba una trompeta que se oía en toda la ciudad: lo detenían y lo mataban si no aceptaba su religión. Al entrar Garib la estatua gritó, chilló muy fuerte hasta el punto de llenar de pavor el corazón del rey, el cual se levantó y entró a ver a su ídolo. Éste vomitaba humo y fuego por la boca, la nariz y los ojos. Satanás se había metido en su vientre y habló con su lengua diciendo: «¡Oh, rey! Ha caído en tu poder uno que se llama Garib y es rey del Iraq. Manda a las gentes que abandonen su religión y que adoren a su Señor. Cuando te lo presenten, no le dejes con vida». El rey salió y se sentó en el trono. Entraron con Garib y lo colocaron ante aquél. Dijeron: «¡Oh, rey! Hemos encontrado a este muchacho que no cree en nuestro dios. Era un náufrago». Le contaron la historia de Garib. Les replicó: «¡Llevadlo a la Casa del Gran ídolo y degolladlo ante él! Tal vez quede satisfecho de nosotros». El visir dijo: «¡Oh, rey! No conviene degollarlo, pues moriría en seguida». Añadió: «Lo encarcelaremos, recogeremos leña y encenderemos fuego». Recogieron leña hasta la mañana y prendieron fuego.

El rey y las gentes de la ciudad acudieron al lugar del suplicio. Mandaron que llevaran a Garib. Fueron por éste para conducirlo, pero no lo encontraron. Regresaron e informaron al rey de que había huido. Preguntó: «¿Y cómo ha huido?» «Hemos encontrado las cadenas, y los grillos por el suelo; las puertas estaban cerradas.» El rey exclamó: «¿Ha volado al cielo o se lo ha tragado la tierra?» Contestaron: «No lo sabemos». El rey dijo: «Iré a ver a mi dios, le preguntaré por él y me informará adonde ha ido». Se dirigió al ídolo para prosternarse ante él, pero no lo encontró: el rey, abriendo y cerrando los ojos, decía: «¿Estoy dormido o despierto?» Se volvió hacia el visir y le preguntó: «¡Visir! ¿Dónde está mi dios? ¿Dónde está el prisionero? ¡Juro por mi religión, ¡oh perro de los visires!, que si tú no me hubieses aconsejado quemarlo lo hubiese degollado! Él es quien ha robado mi dios y ha huido. ¡He de vengarme!» Desenvainó la espada y cortó el cuello del visir.

La causa de la desaparición de Garib y del ídolo era algo maravilloso: Garib, una vez encarcelado en la celda, se sentó al lado de la cúpula en la que se encontraba el ídolo. Garib se incorporó para pronunciar el nombre de Dios (¡ensalzado sea!) y rezó al Excelso y Todopoderoso. El genio que residía en el ídolo y que hablaba con la lengua de éste lo oyó y se avergonzó de sí mismo exclamando: «¡He de avergonzarme ante quien me ve sin que yo le vea!» Se presentó ante Garib, se arrojó a sus pies y le dijo: «¡Señor mío! ¿Qué es lo que he de decir para ser uno de los tuyos, para entrar en tu religión?» «Di: “No hay dios sino el Dios de Abraham y éste es su amigo”.» El genio pronunció la profesión de fe y quedó inscrito entre las gentes bienaventuradas. Dicho genio se llamaba Zalzal b. Muzalzil, y su padre era uno de los más grandes reyes de los genios. Libró a Garib de los grillos, cogió al ídolo y con ambos se remontó a lo más alto del cielo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey. Éste fue a preguntar al ídolo acerca de Garib, pero no lo encontró y ocurrió lo que ocurrió con el visir, al que dio muerte. Los soldados del rey, al ver lo sucedido se negaron a continuar adorando al ídolo: desenvainaron su espada, mataron al rey, se acometieron unos a otros y la espada giró en ruedo entre ellos durante tres días hasta aniquilarse completamente y quedar sólo dos hombres vivos. Uno de ellos era más fuerte que el otro y lo mató. Pero los chiquillos se unieron contra el superviviente y lo mataron. Después se acometieron entre sí y se exterminaron por completo. Las mujeres y las muchachas huyeron a las aldeas y a las fortalezas: la ciudad quedó vacía, habitada únicamente por el búho. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Garib: Zalzal b. al-Muzalzil lo cogió y lo llevó a su patria situada en las islas del Alcanfor, del Castillo de Cristal y del Carnero encantado, puesto que el rey al-Muzalzil tenía un carnero de varios colores al que había recubierto de sedas y brocados bordados en oro rojo y al cual hacía su dios. Un día, al-Muzalzil y sus súbditos se presentaron ante el carnero y lo encontraron inquieto. El rey exclamó: «¡Dios mío! ¿Qué es lo que te pone nervioso?» El demonio que estaba metido en el vientre del carnero replicó: «¡Muzalzil! Tu hijo se ha convertido a la religión del Amigo, Abraham, en manos de Garib, señor del Iraq». Le refirió todo lo que había ocurrido desde el principio hasta el fin. El rey salió perplejo después de haber oído las palabras del carnero, se sentó en el trono y mandó llamar a los magnates de su reino. Éstos acudieron. Les contó lo que había oído al ídolo. Quedaron admirados. Preguntaron: «¿Qué haremos, oh, rey?» «Cuando venga mi hijo y veáis que lo abrazo, sujetadlo». Replicaron: «¡Oír es obedecer!»

Al cabo de dos días, al-Zalzal se presentó acompañado por Garib, llevando el ídolo del rey de al-Karch ante su padre. En cuanto cruzó la puerta del palacio los soldados cargaron contra él y contra Garib, los sujetaron y los condujeron ante el rey al-Muzalzil. Éste miró a su hijo con ojos de enfado y le dijo: «¡Perro de los genios! ¿Has abandonado tu religión, la religión de tus padres y de tus abuelos?» Replicó: «¡He entrado en la verdadera religión! Y ¡ay de ti! ¡Conviértete al Islam y te salvarás de la cólera del Rey Todopoderoso, Creador de la noche y del día!» Al-Muzalzil se enfadó con su hijo y le replicó: «¡Hijo del adulterio! ¿Te atreves a dirigirme tales palabras?» Mandó que lo encarcelasen, y lo encarcelaron. Después se volvió hacia Garib y le dijo: «¡Desperdicio de hombre! ¿Cómo te las has arreglado para engañar a mi hijo y sacarlo de su religión?» Le replicó: «Lo he sacado del extravío y lo he conducido al buen camino; lo he librado del fuego y lo he conducido al paraíso; le he quitado la incredulidad y lo he llevado a la fe». El rey chilló a un genio llamado Sayyar y le dijo: «¡Coge a este perro de hombre y déjalo en el Valle del Fuego para que muera!»

Era éste un valle en que hacía mucho calor, que ardía como las brasas. Todo aquel que descendía a él, moría, no alcanzaba a vivir ni una hora. Todo el valle estaba rodeado por montañas altísimas, lisas, sin salida. El maldito Sayyar se aproximó, cogió a Garib, remontó el vuelo con éste y se dirigió a al-Rub al-Jarab. Le faltaba una sola hora de vuelo para llegar. El genio estaba tan cansado de llevar a Garib que bajó a un valle con muchos árboles, riachuelos y frutos. El genio se posó en el suelo, fatigado, e hizo descender a Garib de su espalda, pues estaba agotado. El genio quedó dormido de fatiga y roncó. Garib aprovechó para librarse de las cadenas, cogió una pesada roca, la dejó caer encima de su cabeza, le trituró los huesos y el genio murió en el acto. Garib recorrió el valle.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Garib] vio que se encontraba en una isla rodeada por el mar. Dicha isla era amplia y en ella había todos los frutos que apetecen a los labios y a la lengua. Garib empezó a comer de sus frutos y a beber de sus ríos. Pasó en ella años y años: pescaba peces y los comía. Vivió así, aislado, siete años. Mientras cierto día estaba sentado descendieron del cielo dos genios llevando cada uno de ellos un hombre. Vieron a Garib y le preguntaron: «¡Oh, tú! ¿Quién eres? ¿A qué tribu perteneces?» Los cabellos de Garib habían crecido y le habían confundido con un genio. Le preguntaron cómo se encontraba y respondió. «Yo no soy un genio». Les explicó lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin. Se apiadaron de él y uno de los dos genios le dijo: «Quédate en este sitio hasta que hayamos llevado a estos dos corderos a nuestro rey para que almuerce con uno y cene con el otro. Volveremos después a buscarte y te llevaremos a tu país». Garib les dio las gracias y les preguntó: «¿Dónde están los dos corderos que lleváis?» «¡Son estos dos hombres!» Garib exclamó: «Pido protección al Dios de Abraham, el Amigo, Señor de todas las cosas, Él es todopoderoso». Los dos genios remontaron el vuelo y Garib se quedó esperándolos.

Al cabo de dos días acudió uno de ellos con un alquicel, lo tapó, lo cogió y levantó el vuelo hasta lo más alto del aire, hasta que se perdió el mundo de vista. Garib oyó los loores que los ángeles daban a Dios. Una centella de fuego iba al alcance del genio, el cual huyó en busca de la tierra, pero cuando no le faltaba para llegar más que la distancia de un tiro de lanza, la centella se le aproximó y lo alcanzó. Garib se dio cuenta y se apeó de la espalda. La centella hizo blanco y redujo el genio a ceniza. Pero Garib se había apeado en el mar: se hundió un trecho como el de dos estaturas y salió a la superficie. Nadó durante todo aquel día y la noche; siguió nadando y perdiendo fuerzas durante el día siguiente y se convenció de que iba a morir. Al llegar el tercer día, cuando ya desesperaba de la vida, se le apareció un monte elevado. Se dirigió hacia él, puso pie en tierra, recuperó fuerzas con las plantas de la tierra y descansó todo el día y la noche. Después subió a la cima y bajó por la otra vertiente.

Anduvo durante dos días y llegó a una ciudad que tenía árboles, ríos, murallas y torres. Cuando estuvo ante las puertas de la ciudad, los porteros le salieron al paso, lo detuvieron y lo llevaron ante su reina. Ésta se llamaba Chan Sah. Tenía quinientos años. Le presentaban a todo el que entraba en la ciudad: lo cogía, dormía con él y una vez terminado el acto lo mataba. Había matado a muchísimas personas. Llevaron a Garib y le gustó. Le preguntó: «¿Cuál es tu nombre? ¿Cuál es tu religión? ¿De qué país eres?» «Me llamo Garib y soy rey del Iraq. Mi religión es el Islam.» Le dijo: «Abandona tu religión, acepta la mía; me casaré contigo y te haré rey». Garib la miró con ojos de enfado y le replicó: «¡Ay de ti y de tu religión!» Ella le replicó: «¿Insultas a mi ídolo que es de coral rojo cuajado de perlas y aljófares? ¡Hombres! ¡Encarceladlo en la cúpula del ídolo! Tal vez su corazón se enternezca». Lo encarcelaron en la cúpula del ídolo, cerraron las puertas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [cerraron las puertas] y se marcharon a sus quehaceres. Garib clavó la vista en el ídolo de coral rojo y vio que llevaba en el cuello un collar de perlas y aljófares. Se acercó a él, lo cogió y lo estrelló contra el suelo: el ídolo quedó hecho añicos y Garib se durmió hasta el día siguiente. Entonces la reina se sentó en el trono y dijo: «¡Hombres! ¡Traedme el prisionero!» Fueron en busca de Garib, abrieron la cúpula, entraron y hallaron el ídolo destrozado. Se abofetearon la cara hasta que la sangre brotó de sus ojos y después se acercaron a Garib para sujetarlo. Éste les hizo frente, a uno le dio un puñetazo, y murió; a otro lo mató, y así se deshizo de veinticinco. El resto huyó. Se presentaron ante la reina Chan Sah chillando. Les preguntó: «¿Qué ocurre?» Respondieron: «El prisionero ha destruido tu ídolo y ha matado a tus hombres». La informaron de lo que ocurría. La reina tiró la corona por el suelo y exclamó: «¡Los ídolos no tienen valor!» Montó a caballo con mil paladines, se dirigió a la casa del ídolo y encontró a Garib cuando salía de la cúpula: se había apoderado de una espada y había iniciado el combate con los héroes y había derribado por tierra a éstos. Chan Sah se fijó en la bravura de Garib y quedó loca de amor. Exclamó: «¡Para nada necesito el ídolo! ¡Sólo deseo que Garib duerma en mi seno durante el resto de mi vida!» Dijo a sus hombres: «¡Alejaos de él!» Se separaron. Ella se acercó, murmuró unos encantamientos y los brazos de Garib se detuvieron, sus extremidades superiores se debilitaron y la espada se le cayó de la mano. Lo cogieron, lo ataron y quedó humillado, abatido, perplejo.

Chan Sah fue a sentarse al trono de su reino y mandó a sus súbditos que se marchasen, se quedó a solas con Garib y le increpó: «¡Perro de árabe! ¿Has roto mi ídolo y matado a mis hombres?» «¡Sí, maldita! ¡Si hubiese sido un dios se habría defendido!» «¡Acuéstate conmigo y te perdonaré lo que has hecho!» «¡No lo haré!» «¡Juro por mi religión que te he de atormentar de mala manera!» Cogió agua, pronunció unos conjuros y roció con ella a Garib transformándolo en un mono. Le dio de comer y de beber, lo metió en una celda y lo confió a un guardián durante dos años. Un día mandó a buscarlo y se lo llevaron. Le preguntó: «¿Me harás caso?» Dijo que sí con la cabeza. La reina se alegró mucho y lo libró del encantamiento. Lo invitó a comer y comieron juntos. Él jugó con ella y la besó. Ella se tranquilizó. Al llegar la noche se acostó y le dijo: «¡Ven y haz tu faena!» «De acuerdo», le replicó. Montó encima de su pecho, la agarró por el cuello, se lo rompió y no se separó de su lado hasta que hubo perdido el alma. Entonces vio un depósito que estaba abierto, entró y encontró una espada cuajada de aljófares y una adarga de hierro chino. Se armó de pies a cabeza y esperó hasta la mañana. Salió y se plantó ante la puerta del alcázar. Llegaron los emires y quisieron ocupar su puesto de servicio, pero tropezaron con Garib que vestía todas las armas. Les dijo: «¡Oh, gentes! ¡Abandonad la adoración de los ídolos! ¡Adorad al Dios omnisciente. Creador de la noche y del día, Señor de los hombres, Resucitador de los huesos, Creador de todas las cosas y Todopoderoso!» Los incrédulos, al oír estas palabras, se abalanzaron sobre Garib y éste les salió al encuentro como si fuese un león feroz. La lucha se inició y mató a gran número de enemigos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cayó la noche: ellos se amontonaban contra él, todos se esforzaban en cogerle. De repente aparecieron mil genios que acometieron a los incrédulos. A su frente iba Zalzal b. al-Muzalzil, quien se mantenía delante de todos. Las cortantes espadas iniciaron el trabajo y escanciaron la muerte. Dios (¡ensalzado sea!) precipitó su alma al fuego hasta el punto de que no quedó ni un súbdito de Chan Sah para contarlo. Sus súbditos gritaron: «¡Paz! ¡Paz!», y creyeron en el Rey retribuidor, en Aquel al que nada le distrae de nada, que hace morir a los césares y aniquila a los prepotentes. Señor de esta vida y de la última. Después, al-Zalzal saludó a Garib y lo felicitó por haberse salvado. Garib le preguntó: «¿Quién te ha explicado mi situación?» «¡Señor mío! Mi padre me encarceló y te envió al Valle del Fuego. Permanecí en la cárcel dos años. Después me puso en libertad. Un año después volví a mi primitivo estado: maté a mi padre y los soldados me obedecieron. Hace ya un año que los gobierno. Me acosté teniéndote a ti en el pensamiento y en sueños he visto que estabas combatiendo a las gentes de Chan Sah. He tomado conmigo estos mil genios y he acudido a tu lado.»

Garib quedó admirado de esta coincidencia. Cogió las riquezas de Chan Sah, se apoderó de los bienes de sus súbditos, nombró un gobernador de la ciudad y los genios se cargaron a Garib y las riquezas y fueron a pasar la noche en la ciudad de Zalzal. Garib fue huésped de aquél durante seis meses, al cabo de los cuales quiso partir. Zalzal preparó los regalos y ordenó a tres mil genios que le llevasen las riquezas de la ciudad de al-Karch reuniéndolas con las de Ghan Sah. Después les mandó que transportasen todos los regalos y tesoros y el propio Zalzal colocó encima de sus hombros a Garib y emprendió el viaje hacia Isbanir al-Madain. Antes de la medianoche ya habían llegado. Garib vio que la ciudad estaba cercada y sitiada por un ejército semejante al mar tumultuoso. Garib preguntó a Zalzal: «¡Hermano mío! ¿Cuál es la causa del asedio? ¿De dónde viene este ejército?» Garib se apeó en la azotea del alcázar y llamó: «¡Kawkab al-Sabah! ¡Mahdiyya!» Ambas se despertaron admiradas y dijeron: «¿Quién nos llama a esta hora?» «¡Yo, vuestro señor, Garib, el de las hazañas prodigiosas!»

Las dos señoras, al oír las palabras de su dueño, se alegraron y lo mismo ocurrió con las doncellas y los criados. Garib bajó y las dos mujeres se le echaron encima con gran algazara. Resonó el barullo en el palacio, los jefes se levantaron del lecho y preguntaron: «¿Qué ocurre?» Subieron y preguntaron a los eunucos: «¿Ha dado a luz alguna concubina?» «¡No! ¡Pero alegraos! ¡El rey Garib está aquí!» Los emires se regocijaron y el rey, después de haber saludado al harén, se presentó ante sus compañeros. Éstos le salieron al encuentro, le besaron las manos y los pies, alabaron a Dios (¡ensalzado sea!) y lo loaron. Garib se sentó en el trono y llamó a sus amigos. Éstos acudieron y se sentaron a su alrededor. Les preguntó por el ejército sitiador y le contestaron: «¡Oh, rey! Hace tres días que ha acampado. Lo forman genios y hombres y no sabemos lo que quieren. No hemos combatido ni parlamentado con ellos». Garib dijo: «Mañana les enviaré un mensaje y veremos qué es lo que quieren». Sus hombres añadieron: «Su rey se llama Murad Sah y cuenta con cien mil caballeros, trescientos mil infantes y doscientas clases de genios».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la causa de la llegada de ese ejército y del sitio de la ciudad de Isbanir era maravillosa. El rey Sabur había entregado su hija a dos hombres y les había dicho: «¡Ahogadla en el Chayhún!» Se la llevaron y le dijeron: «Sigue tu camino, pero no vuelvas a aparecer ante tu padre, pues te mataría y nos mataría también a nosotros». Fajr Tach se alejó confusa, sin saber adónde ir. Exclamó: «¡Ah! ¡Si tus ojos, Garib, vieran mi situación, el estado en que me encuentro!» No paró de ir de región en región y de valle en valle, hasta llegar a un valle con muchos árboles y riachuelos en cuyo centro se levantaba una fortaleza formada por elevados edificios, de sólida construcción, que parecía ser uno de los jardines del paraíso. Fajr Tach abrió la puerta de la ciudadela y entró. La encontró recubierta con tapices de seda, en ella había numerosos vasos de oro y plata, y llegó ante cien hermosísimas doncellas. Éstas, al ver a Fajr Tach, se pusieron de pie y la saludaron, creyendo que era una de las mujeres de los genios. Le preguntaron por su estado, y les contestó: «Yo soy la hija del rey de los persas», y les refirió todo lo que le había ocurrido. Las jóvenes se entristecieron al oír sus palabras, su corazón se apiadó, y le dijeron: «Tranquiliza tu alma y refresca tus ojos. Aquí tienes de qué comer, beber y vestirte, y todas nosotras estaremos a tu servicio». Fajr Tach hizo los votos de rigor, y ellas le acercaron la comida y comió hasta hartarse. Fajr Tach preguntó a las doncellas: «¿Quién es el dueño de este alcázar y vuestro gobernador?» «Nuestro señor —contestaron— es el rey Salsal b. Dal. Viene aquí una noche al mes, y se marcha por la mañana a gobernar sus tribus.»

Fajr Tach permaneció con ellas durante cinco días, y dio a luz un varón que parecía la luna. Cortaron el cordón umbilical, le alcoholaron los ojos y le dieron el nombre de Murad Sah. Se crió al pecho de su madre. Al cabo de poco llegó el rey Salsal, montado en un elefante tan blanco como el papel; era esbelto como una torre bien hecha, y a su alrededor iban las taifas de los genios.

Al entrar en el alcázar le salieron al encuentro las cien jóvenes y besaron el suelo. Con ellas iba Fajr Tach. El rey, al verla, preguntó a las concubinas: «¿Quién es esa joven?» «La hija de Sabur, rey de los persas, de los turcos y de los daylamíes», replicaron. Preguntó: «¿Y quién la ha traído hasta este lugar?» Le contaron todo lo que le había ocurrido, y el rey tuvo compasión y le dijo: «No te entristezcas y espera a que crezca tu hijo y se haga mayor. Entonces yo me dirigiré al país de los persas, le cortaré la cabeza a tu padre y haré sentar a tu hijo en el trono de los persas, de los turcos y de los daylamíes». Fajr Tach besó la mano del rey e hizo los votos de rigor. Permaneció allí criando a su hijo, el cual se educó con los hijos de los reyes que montan a caballo y salen de caza y pesca.

El muchacho aprendió a cazar fieras y feroces leones y se acostumbró a comer su carne. Su corazón se hizo más fuerte que una roca. Al cumplir los quince años empezó a razonar y preguntó a su madre: «¡Madre mía! ¿Quién es mi padre?» «¡Hijo mío! Tu padre es Garib, rey del Iraq. Yo soy la hija del rey de los persas», y a continuación le explicó toda su historia. Al oírla, preguntó: «¿Y mi abuelo mandó que te matasen a ti y a mi padre?» «¡Sí!» «¡Juro por la educación que me has dado —exclamó el muchacho—, que iré a la ciudad de tu padre y que, en tu presencia, le cortaré la cabeza y los pies!» Fajr Tach se alegró de sus palabras.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas setenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Murad Sah acostumbraba cabalgar con los doscientos genios; creció con ellos, hicieron incursiones, cortaron los caminos y no cesaron de andar hasta llegar al país de Siraz. Lo atacaron, y Murad Sah se adelantó hacia el castillo del rey, al que cortó la cabeza mientras estaba sentado en su trono, y mató a gran número de sus soldados. Los demás exclamaron: «¡Paz! ¡Paz!», y corrieron a besar las rodillas de Murad Sah. Éste los contó y vio que eran diez mil caballeros. Montaron a caballo y se pusieron a su servicio. Marcharon a Balj y mataron a sus habitantes, aniquilaron a sus soldados y se apoderaron de sus gentes. Avanzaron hacia Nurain, y Murad Sah iba ya al frente de treinta mil caballeros. El dueño de la ciudad se sometió y le ofreció riquezas y dones. El príncipe, con sus treinta mil caballeros, marchó contra la ciudad de Samarcanda, la de Persia. La tomó. Avanzó sobre Ajlat y la ocupó. Siguieron adelante y se apoderaron de todas las ciudades que encontraron. Murad Sah era ya jefe de un ejército inmenso, entre el que repartía las riquezas y los dones de las ciudades. Sus hombres lo querían por su valentía y su generosidad. Así llegaron ante Isbanir al-Madain. Dijo: «¡Esperad hasta que traiga el resto de mi ejército, ponga la mano sobre mi abuelo, lo coloque ante mi madre y dé satisfacción a su corazón cortándole el cuello!» Envió a buscar a su madre, y por eso hubo de estar tres días sin combatir.

En este período llegó Garib acompañado por al-Zalzal y los cuarenta mil genios que transportaban las riquezas y los regalos. Preguntó de quién era el ejército sitiador, y le dijeron: «No sabemos de dónde son. Están ahí desde hace tres días y no nos atacan». Fajr Tach llegó, abrazó a su hijo Murad Sah y éste le dijo: «¡Quédate en mi tienda hasta que te traiga a tu padre!» La madre rezó al Señor de los mundos, Señor de los cielos y de la tierra, para que le concediese la victoria. Al día siguiente montó a caballo. Lo mismo hicieron doscientos genios, que se colocaron a su derecha, mientras los reyes de los hombres se colocaban a su izquierda. Redoblaron los tambores de la guerra. Al oírlos, Garib montó a caballo, salió e invitó a sus gentes al combate. Los genios se colocaron a su derecha, y los hombres a su izquierda. Murad Sah avanzó con vestido de guerra, condujo su caballo a derecha e izquierda y gritó: «¡Gentes! Sólo combatiré con vuestro rey. Si me vence, pasará a ser dueño de los dos ejércitos, pero si lo venzo yo, lo mataré del mismo modo que a otro». Garib, al oír las palabras de Murad Sah, exclamó: «¡Perro de los árabes! ¡Ojalá te pierdas!» Se lanzaron el uno contra el otro y se acometieron con sus lanzas hasta romperlas; después lucharon con las espadas, hasta que las mellaron; siguieron acometiéndose y separándose hasta mediar el día: los caballos cayeron muertos, y entonces siguieron luchando a pie. Murad Sah se lanzó sobre Garib, lo cogió, lo levantó en el aire y trató de tirarlo contra el suelo. Pero Garib lo cogió por las orejas, tiró de ellas con fuerza y Murad Sah creyó que el cielo se abatía sobre la tierra. Gritó con todas sus fuerzas: «¡Estoy bajo tu protección, oh, caballero del tiempo!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ochenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib lo ató. Los genios amigos de Murad Sah cargaron para librarlo, pero Garib les salió al encuentro con mil de los suyos, que vencieron a los de Murad Sah. Gritaron: «¡Paz! ¡Paz!», y arrojaron las armas al suelo. Garib se sentó en su pabellón, que era de seda verde, bordada en oro rojo y adornada con piedras y aljófares. Mandó que le llevasen a Murad Sah, y colocaron a éste ante él con los cepos y los grillos. El príncipe, al ver a Garib, bajó avergonzado la cabeza hacia el suelo. Garib lo increpó: «¡Perro de los árabes! ¿Qué te ha llevado a montar a caballo para combatir a los reyes?» «¡Señor mío! No me reprendas, pues tengo disculpa.» «¿Por qué?» «¡Señor mío! Sabe que he emprendido esta campaña para vengar a mi padre y a mi madre en la persona de Sabur, rey de los persas. Él quería matar a los dos, pero mi madre se salvó, y no sé si llegó a matar o no a mi padre.» Garib exclamó, al oír estas palabras: «¡Por Dios! ¡Tienes disculpa! Pero, ¿quién es tu padre? ¿Quién es tu madre? ¿Cómo se llama tu padre? ¿Cómo se llama tu madre?» «Mi padre se llama Garib, y es rey del Iraq. Mi madre se llama Fajr Tach, y es hija de Sabur, rey de los persas.» Garib, al oír sus palabras, dio un alarido y cayó desmayado. Lo rociaron con agua de rosas. Al volver en sí, preguntó: «¿Tú eres el hijo de Garib y de Fajr Tach?» «¡Sí!» «¡Eres un caballero, hijo de un caballero! ¡Quitadle los grillos a mi hijo!» Sahim y al-Kaylachán se acercaron y lo soltaron. Garib lo abrazó, lo hizo sentar a su lado y le preguntó: «¿Dónde está tu madre?» «Conmigo, en mi tienda.» «¡Tráemela!» Murad Sah montó a caballo, fue a su tienda, y sus compañeros lo felicitaron por haberse salvado. Le preguntaron por su situación y replicó: «No es momento de preguntar». Se presentó a su madre, le refirió lo que había ocurrido, y ella se alegró mucho. La llevó ante su padre y se abrazaron. Fajr Tach y Murad Sah se convirtieron al Islam. Ambos invitaron a su ejército a abrazar el Islam, y todos lo aceptaron interior y externamente. Garib se alegró con su conversión. Luego mandó que le llevasen al rey Sabur. Reprendió a éste y a su hijo por lo que habían hecho, y les expuso la religión del Islam. Se negaron a aceptarla, y por ello los crucificó en la puerta de la ciudad. Engalanaron la ciudad, sus habitantes se alegraron, y ciñeron a Murad Sah con la corona de Cosroes, nombrándolo rey de los persas, turcos y daylamíes. Garib nombró rey del Iraq a su tío al-Damig. Todos los países y los hombres obedecieron a Garib. Éste ocupó el trono de su reino, gobernó con justicia, y todas las gentes lo amaron. Vivieron en la más feliz de las vidas, hasta que llegó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos. ¡Gloria a Aquel cuya vida y poder son eternos, cuyos beneficios sobre las criaturas son magníficos!

Esto es lo que nos ha llegado de la historia de Garib.