HISTORIA DE ACHIB, GARIB Y SAHIM AL-LAYL

ME he enterado también de que en lo más antiguo del tiempo vivía un rey de reyes muy poderoso, que se llamaba Kundamir. Era un rey valiente, un paladín valeroso. Pero era ya viejo y entrado en años. Dios (¡ensalzado sea!) le había concedido, en su vejez, un hijo varón que recibió el nombre de Achib por su gran belleza y hermosura. Lo confió a las sirvientas, nodrizas, esclavas y mujeres. Así fue creciendo, haciéndose mayor, y cumplió los siete años. Entonces, el padre le puso al cuidado de un sacerdote que tenía su misma religión. Éste le enseñó lo que era la fe y la incredulidad durante tres años completos, al cabo de los cuales el muchacho había desarrollado su inteligencia, era resuelto, pensaba lógicamente, tenía intuición y era elocuente y filósofo notable. Discutía con los sabios y asistía a las tertulias de los eruditos. El padre se admiró mucho al ver esto. Después le enseñó a montar a caballo y a combatir con la lanza y con la espada, y así llegó a ser un valiente caballero.

Al cumplir los diez años ya había superado, en todo, a sus contemporáneos y conocía todas las triquiñuelas de la guerra: se transformó en un ser prepotente, orgulloso, en un verdadero demonio. Salía de caza y pesca escoltado por mil jinetes, emprendía algazúas contra los caballeros, cortaba los caminos, cautivaba a los hijos de los reyes y de los grandes señores. Las quejas se multiplicaron ante su padre y éste mandó a cinco esclavos y les chilló: «¡Detened a ese perro!» Los esclavos cargaron contra Achib y lo ataron. El rey mandó que lo apaleasen y así lo hicieron, hasta que el dolor le hizo caer desmayado. El rey lo encarceló en una mazmorra en la que no se podía distinguir ni el techo del suelo, ni la anchura de la longitud. Pasó toda una noche encerrado. Los emires se acercaron al rey, besaron el suelo ante él e intercedieron por Achib. El soberano lo puso en libertad.

El príncipe disimuló con su padre durante diez días, al cabo de los cuales, una noche, mientras estaba dormido, le cortó la cabeza con la espada. Al amanecer, Achib se sentó en el trono de su padre y mandó a sus gentes que se colocasen delante de él, que tomasen sus aceros, desenvainasen las espadas y se colocasen a su derecha e izquierda. Los hombres quedaron perplejos. Achib los increpó: «¡Gentes! ¿Es que no habéis visto lo que ha sucedido a vuestro rey? Favoreceré a quien me obedezca, pero a quien me desobedezca lo trataré del mismo modo que a mi padre». Al oír estas palabras temieron que los maltratase y le dijeron: «Tú eres el rey y el hijo del rey». Besaron el suelo ante él y Achib les dio las gracias y se puso muy contento. Mandó que sacasen los tesoros y las telas: les regaló preciosos vestidos, los colmó de riquezas y todos lo quisieron y lo obedecieron. Dio trajes de corte a todos los lugartenientes y jeques de los árabes, tanto a los independientes como a los vasallos, y así se atrajo al país. Los súbditos lo obedecieron.

Achib gobernó, mandó y prohibió durante cinco meses. Al cabo de éstos tuvo un sueño que le hizo despertar asustado y aterrorizado sin poder volver a dormir hasta la mañana. Entonces se sentó en el trono y los soldados formaron dos filas: una a su derecha y otra a su izquierda. El rey mandó llamar a los oneirólogos y astrólogos y les dijo: «¡Interpretad mi sueño!» «¿Qué sueño ha tenido el rey?», le preguntaron. «He visto a mi padre ante mí con el miembro viril al descubierto. De él salía algo que tenía el tamaño de una abeja, pero ha ido creciendo hasta alcanzar el tamaño de un enorme león con garras que parecían puñales. He tenido miedo. Mientras yo estaba inmóvil el león se ha abalanzado sobre mí y me ha destrozado el vientre con sus garras. Me he despertado asustado, aterrorizado.» Los oneirólogos se miraron los unos a los otros y meditaron antes de dar la respuesta. Dijeron: «¡Gran rey! Ese sueño indica que tu padre tendrá otro hijo. Entre vosotros dos nacerá la enemistad y él te vencerá. Ya que has tenido este sueño, ¡ponte en guardia!» Achib exclamó al oír estas palabras: «¡No tengo ningún hermano al que temer! ¡Todo lo que habéis dicho es mentira!» «Te hemos dicho lo que sabemos.» El rey se abalanzó sobre ellos y los abofeteó. Después corrió al alcázar de su padre, pasó revista a sus concubinas y encontró a una joven que estaba encinta de siete meses. Llamó a dos de sus esclavos y les dijo: «Tomad esta joven, llevadla al mar y ahogadla». La cogieron de la mano y la condujeron al mar disponiéndose a cumplir sus instrucciones. Pero se fijaron en que era muy hermosa, perfecta, y dijeron: «¿Por qué hemos de ahogar a esta joven? Llevémosla al bosque y viviremos magníficamente con ella». Marcharon de día y de noche hasta que se hubieron alejado de su patria. La condujeron a un bosque que tenía muchísimos árboles, frutos y riachuelos. Cada uno de ellos quería gozarla y decía al otro: «Yo lo haré antes que tú». Mientras se querellaban los sorprendió un grupo de negros que desenvainó las espadas y cargaron contra dios. El combate, la lucha, la pelea, fue encarnizada y no cesó hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, los dos esclavos cayeron muertos. La concubina siguió recorriendo, sola, el bosque, alimentándose de sus frutos y bebiendo sus aguas. En esta situación vivió hasta que dio a luz a un muchacho moreno, radiante y simpático al que dio el nombre de Garib por haber nacido en tierra extraña. Cortó el cordón umbilical, lo arropó en sus harapos y empezó a amamantado, con el corazón lleno de tristeza recordando el bienestar y la felicidad en que se había encontrado.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la muchacha, llena de pena y muy triste, permaneció en el bosque amamantando a su hijo, atemorizada por encontrarse sola. Cierto día apareció un grupo de caballeros e infantes en marcha. Llevaban consigo halcones y perros de caza y transportaban a lomos de sus caballos cigüeñas, garzas, gansos iraquíes, mergos y otros pájaros marinos; fieras, liebres, gacelas, onagros, polluelos de avestruz, linces, adives y leones. Los caminantes se adentraron en el bosque y encontraron a la joven que tenía al niño en el regazo y lo amamantaba. Se acercaron y le preguntaron: «¿Eres una mujer o un genio?» «¡Señores de los árabes! —les replicó—. Soy una mujer.» Informaron de esto a su príncipe que se llamaba Mirdás y gobernaba a los Banu Qahtán. Había salido de caza acompañado por quinientos magnates de su tribu y de las tribus amigas. Habían cazado sin cesar hasta llegar junto a la joven. La contemplaron y ella les explicó todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin.

El rey se admiró y mandó a sus familiares y allegados que continuasen con la caza y así llegaron al territorio de los Banu Qahtán. Mirdás instaló a la muchacha en una habitación individual y le asignó cinco esclavas como sirvientas. La quiso mucho, tuvo relaciones con ella y la dejó encinta. Al terminar el plazo del embarazo dio a luz a un muchacho varón. Le puso por nombre Sahim al-Layl. Fue criado por las nodrizas al mismo tiempo que su hermano. Así creció y fue instruyéndose bajo la vigilancia del emir Mirdás. Éste los confió a un alfaquí quien les enseñó las cosas tocantes a la religión; más tarde los consignó a los valientes beduinos quienes les enseñaron el manejo de la espada, de la lanza y a tirar venablos. Al cumplir los quince años ambos habían aprendido cuanto podían necesitar y habían superado a los más valientes de su tribu. Garib y su hermano eran capaces de cargar contra mil caballeros. Mirdás tenía muchísimos enemigos, pero sus árabes eran más valientes que nadie, todos eran maravillosos jinetes de cuyo furor nadie podía escapar. En la vecindad vivía un príncipe de los árabes que se llamaba Hassán b. Tabit. Era su amigo. Éste, que había pedido en matrimonio a una de las muchachas más nobles de su pueblo, reunió a todos sus amigos entre los cuales se encontraba Mirdás, el señor de los Banu Qahtán. Mirdás aceptó la invitación y acudió acompañado por trescientos caballeros dejando a otros cuatrocientos para que custodiasen su harén. Cabalgó hasta reunirse con Hassán quien salió a recibirlo y le hizo sentar en el lugar más distinguido. Todos los caballeros acudían con motivo de las bodas: dio banquetes y Hassán fue feliz con su matrimonio. Después los beduinos regresaron a sus lares.

Mirdás, al llegar a su tribu, vio muertos en el suelo mientras los pájaros revoloteaban a diestra y a siniestra. Tuvo un sobresalto, entró en su tribu y Garib, que llevaba puesta la cota de malla salió a felicitarlo por su regreso. Mirdás le preguntó: «¿Qué ha ocurrido, Garib?» «Nos ha atacado al-Hamal b. Machid con su tribu: venía acompañado por quinientos caballeros», respondió. La causa del combate había sido una hija de Mirdás llamada Mahdiyya. Jamás se había visto otra mujer más hermosa. Al-Hamal, señor de los Banu Nabhán, se había enterado. Tomando consigo quinientos hombres se presentó a Mirdás y le pidió su hija en matrimonio. Éste no aceptó y lo despidió. Entonces al-Hamal se puso a espiar el campo de Mirdás y cuando éste se marchó en virtud de la invitación de Hassán, montó con sus caballeros, atacó a los Banu Qahtán, mató gran cantidad de sus paladines y obligó a huir a los demás a refugiarse en los montes.

Garib y su hermano, acompañados de cien caballeros, habían salido de caza y regresaron al mediar el día: vieron que al-Hamal y sus hombres se habían apoderado de su campo y todo lo que contenía, que habían raptado a las muchachas y entre ellas a Mahdiyya, la hija de Mirdás, llevándosela con los prisioneros. Garib, al ver esta situación, perdió el conocimiento y chilló a su hermano Sahim al-Layl: «¡El hijo de la maldita…! ¡Han saqueado nuestro campo, se han apoderado de nuestro harén! ¡Sus y a ellos! ¡Ataquemos y libertemos al harén y a las mujeres!» Sahim y Garib cargaron con sus cien caballeros contra el enemigo. El furor de Garib no podía medirse y empezó a segar cabezas y a escanciar el vaso de la muerte a los guerreros. Así llegó hasta Hamal y pudo contemplar a Mahdiyya que estaba prisionera. Cargó contra Hamal, lo alanceó desde su corcel y lo derribó, de tal modo que antes de mediar la tarde había dado muerte a la mayoría de sus enemigos, había puesto en fuga a los demás y había libertado a los prisioneros, que habían regresado a sus casas. Garib llevaba la cabeza de al-Hamal en la punta de la lanza y recitaba estos versos:

Yo soy aquel que es conocido en el día de la pelea: los genios de la tierra se asustan ante mi imagen.

Tengo una espada que cuando mi diestra la agita, la muerte aparece por la siniestra.

Tengo una lanza: si la miras verás que tiene una punta parecida a la del creciente.

Me llamo Garib y soy un valiente de mi pueblo: no me preocupa el que mis hombres sean pocos.

Apenas había terminado de recitar estos versos cuando apareció Mirdás, vio los muertos tumbados y los pájaros revoloteando a diestra y a siniestra. Perdió la razón, su corazón sufrió un sobresalto, pero Garib lo tranquilizó, lo felicitó por llegar en tan buen estado y lo informó de todo lo que había ocurrido a la tribu desde el momento de su ausencia. Mirdás le dio las gracias por lo que había hecho y le dijo: «¡Garib! ¡De algo ha servido la educación que has recibido!» Mirdás se dirigió a su tienda mientras los hombres se reunían a su alrededor. Todas las gentes de la tribu loaban a Garib y decían: «¡Emir! ¡Si no hubiese sido por Garib no se hubiese salvado nadie de la tribu!» Mirdás le dio las gracias por lo que había hecho.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib, al matar a al-Hamal que había hecho prisionera a Mahdiyya y al poner a ésta en libertad, había quedado asaeteado por su mirada, estaba completamente enamorado. Su corazón no podía olvidarla y la pasión y el amor llegaron a tal punto que le impidieron gozar de las dulzuras del sueño y del placer de beber y comer.

Montaba en su corcel, subía a los montes, recitaba versos y volvía a la caída de la tarde. Las huellas de la pasión y el desvarío se hicieron patentes. Confió el secreto a uno de sus amigos y la noticia se divulgó por toda la tribu hasta llegar a Mirdás. Éste relampagueó y tronó; se incorporó y se sentó; rugió y rebufó; insultó al sol y a la luna y exclamó: «¡Ésta es la recompensa de quien educa a los hijos del adulterio! Si no mato a Garib el oprobio me abrumará». Pidió consejo a un hombre inteligente de la tribu y le preguntó si debía matar a Garib. Le reveló su secreto y el otro le contestó: «¡Oh, Emir! ¡Ayer salvó a tu hija de la cautividad! Si de todos modos has decidido matarlo manda que lo haga otro para que nadie pueda sospechar de ti». «¡Pues idea una treta para matarle! ¡Tú eres quien puede saberlo!» «¡Emir! Obsérvalo hasta el momento en que salga de caza. Toma contigo cien caballeros y escóndete en una caverna. Cogedlo por sorpresa, cargad sobre él y hacedlo pedazos. Entonces quedarás libre de la vergüenza.» «¡Es un buen consejo!»

Mirdás escogió ciento cincuenta caballeros valientes y bravos como amalecitas, y les recomendó e incitó a matar a Garib. Vigiló a éste hasta que salió de caza y se perdió entre los valles y montes. Entonces corrió con sus infames caballeras. Se emboscaron en el camino que Garib tenía que recorrer al regresar de caza para salirle al encuentro y atacarlo, y mientras Mirdás y sus hombres estaban ocultos entre los árboles aparecieron quinientos valientes que los acometieron, mataron a sesenta, capturaron a noventa y ataron a Mirdás.

La causa era la siguiente: Una vez muerto al-Hamal, su gente, puesta en fuga, huyeron sin parar hasta llegar junto al hermano de éste. Lo informaron de lo que había ocurrido. Se puso en pie, reunió a sus valientes, escogió quinientos caballeros, cada uno de los cuales medía cincuenta codos, y se puso en camino para vengar a su hermano. Gayó sobre Mirdás y sus hombres y ocurrió entre ellos lo que tenía que ocurrir. Una vez tuvo prisionero a éste y sus compañeros, mandó a sus hombres que descabalgasen y reposasen. Les dijo: «¡Gentes! ¡Los ídolos nos han facilitado la empresa de tomar venganza! ¡Custodiad a Mirdás y sus hombres para que les dé la peor de las muertes!» Mirdás al verse atado se arrepintió de lo que había hecho y dijo: «¡Ésta es la recompensa de la injusticia!» Los enemigos durmieron felices por su victoria mientras que Mirdás y sus amigos, atados, desesperaban de la vida y daban por descontada la muerte. Esto es lo que se refiere al rey Mirdás.

He aquí lo que hace referencia a Sahim al-Layl: Había quedado herido en el primer choque con al-Hamal y corrió a presentarse a su hermana, Mahdiyya. Ésta le salió al encuentro, le besó las manos y le dijo: «¡Que ningún mal alcance a tus manos y que tus enemigos no se alegren con tu daño! Si no hubiese sido por ti y por Garib no hubiésemos escapado a nuestros atacantes. Sabe, hermano mío, que tu padre ha salido a la cabeza de ciento cincuenta caballeros para dar muerte a Garib. Tú sabes que sería una deshonra matar a Garib, pues él salvó vuestro honor y protegió vuestros bienes». La luz se transformó en tinieblas ante los ojos de Sahim cuando oyó estas palabras. Se puso el traje de guerra, montó en su corcel, y corrió a buscar a su hermano en el lugar en que estaba cazando. Éste había capturado numerosas presas. Le salió al encuentro, lo saludó y le dijo: «¡Hermano mío! ¿Te marchas sin decirme nada?» «¡Por Dios! No te lo dije porque estás herido y quería que descansases.» «¡Hermano! ¡Ten cuidado con mi padre!» Le refirió todo lo que había ocurrido y que había salido con ciento cincuenta caballeros que estaban dispuestos a darle muerte. Garib replicó: «¡Dios deshará su estratagema!» Garib y Sahim al-Layl emprendieron el regreso hacia sus lares y así transcurrió toda la tarde.

Continuaron cabalgando durante la noche y al llegar al valle en que estaban sus contríbulos oyeron el relincho de los caballos en medio de las tinieblas. Sahim exclamó: «¡Hermano! ¡Ahí está mi padre con sus hombres! Se han escondido en el valle. ¡Alejémonos!» Garib se apeó del caballo, entregó las riendas a su hermano y le dijo: «¡Quédate aquí hasta que yo regrese!» Se marchó, se acercó al campamento, reconoció que no eran de su tribu y les oyó mencionar a Mirdás diciendo: «¡Le mataremos en nuestro país!» Entonces se dio cuenta de que Mirdás, su tío, estaba encadenado entre ellos. Exclamó: «¡Por vida de Mahdiyya! No me marcharé antes de haber libertado a su padre y maltratado a sus enemigos». Se acercó hacia Mirdás, lo encontró sujeto con cuerdas y se sentó a su lado. Le dijo: «¡Tío! ¡Ojalá te salves de esta humillación y escapes a la captura!» Mirdás, al ver a Garib, perdió la razón y le dijo: «¡Hijo mío! Estoy bajo tu protección. ¡Sálvame en recompensa de la educación que te he dado!» Garib preguntó: «Si te salvo, ¿me darás a Mahdiyya?» «¡Hijo mío! ¡Por la religión en que creo! ¡Ella será tuya para siempre!» Lo puso en libertad y le dijo: «Ve junto a los caballos. Allí está tu hijo Sahim al-Layl». Mirdás se reunió con su hijo Sahim y éste se alegró al verlo y lo felicitó por haberse salvado. Garib siguió desatando a sus contríbulos, uno después de otro, hasta dejar en libertad a los noventa y, todos juntos, huyeron lejos de sus enemigos. Garib les dio caballos y armas y les dijo: «Montad a caballo y atacad separados a los enemigos gritando: “¡Gentes de Qahtán!” Cuando se despierten alejaos de su inmediación». Garib esperó a que llegase el último tercio de la noche y chilló: «¡Gentes de Qahtán!» Sus contríbulos dieron la misma voz; los montes hicieron eco y los vencedores creyeron que sus enemigos los atacaban. Cogieron las armas y combatieron entre sí…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [combatieron entre sí,] pues creían que los qahtán los acometían. Se causaron muchas víctimas mientras Garib y los suyos permanecían apartados. Al amanecer, Garib, Mirdás y los noventa hombres cayeron sobre el resto de los enemigos, mataron un gran número y pusieron en fuga a los restantes. Los Banu Qahtán capturaron los caballos que huían, tomaron las provisiones preparadas y regresaron a su campo. Mirdás apenas llegaba a creer que se encontraba en libertad. Avanzaron sin descanso hasta llegar a su tribu. Los que habían permanecido en el campamento se alegraron mucho de verlos llegar sanos. Cada uno se dirigió a su tienda y lo mismo hizo Garib. Los jóvenes de la tribu, grandes y chicos, acudieron a felicitarlo. Al ver a Garib con todos los muchachos en torno, Mirdás se llenó de un odio más fuerte que antes. Volviéndose a sus familiares, les dijo: «El odio por Garib va en aumento en mi corazón. Me enoja ver a todos ésos a su alrededor y mañana me pedirá la mano de Mahdiyya». Un consejero le observó: «¡Emir! ¡Pídele algo que no pueda conseguir!» Mirdás se regocijó.

Al día siguiente se sentó en su estrado. Los beduinos formaron en círculo a su alrededor. Garib acudió acompañado por sus hombres y los jóvenes. Se acercó a Mirdás y besó el suelo ante él. Éste se alegró de que hubiese acudido, se puso de pie y le hizo sentar a su lado. Garib dijo: «¡Tío! Me hiciste una promesa: mantenía». «¡Hijo mío! ¡Ella te pertenece para siempre! Pero tú eres pobre.» «¡Tío! Pide lo que quieras, pues yo atacaré en su propio territorio a los jefes de los beduinos y acometeré a los reyes en sus ciudades. Te traeré tales riquezas que podrás cubrir Oriente y Occidente.» Mirdás dijo: «¡Hijo mío! ¡Juro por todos los ídolos que no entregaré a Mahdiyya más que a aquel que tome venganza en mi nombre de la afrenta que he sufrido!» «¡Dime, tío, de qué rey he de vengarte! Iré a su encuentro y le romperé el trono en la cabeza.» «¡Hijo mío! Yo tenía un hijo que era el héroe de los héroes. Salió un día de caza con cien campeadores. Fueron de valle en valle y se alejaron por entre los montes, hasta llegar al Valle de las Flores y al castillo de Ham b. Sit b. Saddad b. Jalad.

En aquel lugar, hijo mío, vivía un hombre negro, tan alto que su estatura llegaba a los noventa codos; tenía por armas los árboles que derribaba al suelo. Al llegar mi hijo a aquel valle, este gigante le salió al encuentro y lo mató al mismo tiempo que a los cien caballeros. Sólo escaparon tres paladines, que me trajeron la noticia y me informaron de lo ocurrido. Reuní a mis hombres y salí a atacar al monstruo. Pero no pudimos con él y fuimos vencidos. ¡Tú debes vengarme, hijo mío, pues he jurado que no casaré a mi hija más que con aquel que vengue a mi hijo!» Garib contestó: «Yo iré al encuentro de ese amalecita y con la ayuda de Dios (¡ensalzado sea!) te vengaré de él». Mirdás replicó: «¡Garib! Si le vences te apoderarás de tesoros y riquezas que el fuego no podrá destruir». El joven dijo: «¡Jura que me casarás con tu hija para que mi corazón se conforte y yo pueda marchar en busca de mi suerte!» Prestó juramento y fueron testigos los principales personajes de la tribu.

Garib se marchó muy alegre por haber conseguido sus esperanzas y entró a ver a su madre. Le refirió todo lo ocurrido, y ella le dijo: «¡Hijo mío! Date cuenta de que Mirdás te odia y que te envía a ese monte para hacerte perecer, para privarme de tu cariño. Llévame contigo y marchémonos del territorio de este tirano». «¡Madre mía! No me iré antes de haber conseguido mi deseo, antes de haber vencido a mi enemigo.» Garib durmió hasta el día siguiente, hasta que aclaró y se hizo de día. Montó a caballo cuando se le hubieron reunido sus amigos, los jóvenes: un grupo de doscientos caballeros valientes, cargados de armas. Dijeron a Garib: «Nosotros vamos contigo: te ayudaremos y te haremos compañía durante el camino». Garib se alegró mucho y dijo: «¡Que Dios os lo pague con bien! ¡Vamos!» Garib y sus amigos marcharon durante el primer y segundo día y al atardecer acamparon al pie de un monte muy elevado y dieron de comer a sus caballos. Garib paseó por el monte y llegó a una cueva de la cual salía luz. Se acercó a la entrada y vio a un hombre de trescientos cuarenta años: las cejas le cubrían los ojos y el bigote (le tapaba la boca. Garib, al verlo, sintió respeto por él y quedó admirado de su aspecto. El anciano le dijo: «¡Hijo mío! Pareces ser uno de esos idólatras que adoran las piedras sin preocuparse del Rey Todopoderoso, Creador de la noche, del día y del firmamento que gira».

Las venas de Garib palpitaron al oír las palabras del jeque. Le dijo: «¿Dónde está ese Señor para que pueda adorarlo y gozar de su vista?» «¡Hijo mío! Nadie, en el mundo, puede ver a ese gran Señor: él ve pero no es visto; está en un lugar altísimo pero está presente en todas partes por medio de sus obras: es el Creador del Universo, el Ordenador del tiempo, el Creador de los hombres y de los genios, es quien ha enviado a los profetas para guiar a los hombres por el buen camino. Hace entrar en el paraíso a quien le obedece y mete en el fuego a quien le desobedece.» «¡Tío! ¿Qué dice aquel que adora a este gran Señor que es Todopoderoso?» «Hijo mío, yo pertenezco a los adíes[247] que habían oprimido a los países y eran descreídos. Dios les envió un profeta que se llamaba Hud, pero no le hicieron caso; entonces los aniquiló con un viento mortal; yo y alguno de mis familiares creíamos y nos salvamos del castigo. También he presenciado lo que sucedió a los tamud con su profeta Salih. Dios (¡ensalzado sea!) envió, después de Salih, a un profeta llamado Abraham, el Amigo de Dios, quien se presentó ante Nemrod b. Kanaán y entre ambos pasó lo que pasó. Mis familiares, aquellos que habían creído, murieron y yo me he consagrado a adorar a Dios en esta cueva. Dios (¡ensalzado sea!), a pesar de que no lo merezco, me concede el sustento.» Garib preguntó: «¿Qué debo decir para pertenecer a los fieles de este gran Señor?» «Di: “No hay más dios que el Dios; Abraham es el amigo de Dios”.» Garib se sometió de corazón y de palabra. El jeque le dijo: «¡Que la dulzura del Islam y de la fe se conserven sólidas en tu corazón!» Le enseñó parte de las obligaciones rituales y de los libros sagrados y le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» «Me llamo Garib.» «¿Adónde vas, Garib?» Éste le contó todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin y así llegó a la historia del Ogro del Monte en cuya búsqueda iba.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el viejo le dijo: «¡Garib! ¿Estás loco? ¿Cómo vas al encuentro del Ogro del Bosque tú solo?» «¡Señor mío! Me acompañan doscientos caballeros.» El jeque dijo: «¡Garib! Aunque llevases diez mil no podrías vencerle. Se llama El Ogro y come a los hombres. ¡Pidamos a Dios que nos libre de él! Es uno de los hijos de Cam: su padre era Hindí, el que pobló la India, que de él ha tomado nombre. Tenía que suceder al padre, que le había dado el nombre de Sadán el Ogro. Era, hijo mío, un tirano desvergonzado, un genio satánico: sólo comía seres humanos. Antes de morir, su padre le prohibió que siguiera haciéndolo pero no le hizo caso y siguió en rebeldía. Entonces su padre lo expulsó, después de una guerra y mucho trabajo, y le prohibió volver a (la India. Vino a esta tierra, se hizo fuerte en ella, se instaló y ahora asalta en el camino al viandante, refugiándose en su morada que está en este valle. Ha tenido cinco hijos robustos y fuertes, cada uno de los cuales puede hacer frente a mil campeadores. Ha reunido grandes riquezas, ganados, caballos, camellos y vacas con los cuales ha llenado el valle. Temo que te ocurra algo. Ruega a Dios (¡ensalzado sea!) para que te conceda la victoria, recitando la profesión de fe monoteísta. Cuando cargues contra los infieles di: “¡Dios es el más grande!”, pues estas palabras causan la pérdida de los descreídos». El jeque le dio una maza de acero que pesaba cien ratl y en la que había diez anillas. Cuando aquel que la empuñaba la blandía, las anillas hacían un rumor similar al trueno; le regaló una espada incrustada de pedrerías relumbrantes que tenía una longitud de tres codos y una anchura de tres palmos: si hubiese golpeado una piedra la hubiese partido en dos mitades; le dio una cota, un escudo y un libro sagrado diciendo: «Ve a tus gentes e invítalas a abrazar el Islam».

Garib salió muy contento por haberse convertido y al llegar ante sus compañeros éstos le hicieron una buena acogida y le preguntaron: «¿Qué te ha mantenido apartado de nosotros durante tanto tiempo?» Les refirió todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin, les invitó a convertirse y todos se sometieron a Dios. Al día siguiente Garib montó a caballo y fue a despedirse del jeque. Después salió y corrió a reunirse con sus hombres. Tropezó con un caballero cubierto por la armadura y del que sólo se veían los ojos. Éste cargó sobre Garib diciendo: «¡Quítate todo lo que llevas, oh, el más vil de los beduinos! ¡Si no lo haces te mato!» Garib le acometió a su vez y entre ambos se inició un combate capaz de encanecer al recién nacido y de fundir de terror a las rocas más sólidas. El beduino, en cierto momento, levantó la celada: era Sahim al-Layl, el hermano de madre de Garib, e hijo del rey Mirdás.

La causa de su salida y de que hubiese ido en aquella dirección era la siguiente: Cuando Garib se puso en camino para marchar al encuentro del Ogro del Monte, Sahim estaba ausente. A su regreso no encontró a Garib. Se presentó ante su madre y la encontró llorando. Le preguntó por la causa del llanto y ella le refirió todo lo sucedido y el viaje que había iniciado su hermano. Sahim fue incapaz de descansar: todo lo contrario: se puso los arreos de guerra, montó en su corcel y marchó hasta alcanzar a su hermano. Así sucedió entre ambos lo que sucedió. Garib lo reconoció en el momento en que Sahim levantó su celada. Lo saludó y le preguntó: «¿Por qué has hecho esto?» «Para saber cuál es mi capacidad de combate en relación a la tuya y cómo peleas con la espada y con la lanza.» Se pusieron los dos en camino; Garib expuso a Sahim los principios del Islam y éste se convirtió. Luego viajaron sin interrupción hasta que llegaron al valle. El Ogro del Monte cuando vio la nube de polvo que levantaban los expedicionarios gritó: «¡Hijos míos! ¡Montad a caballo y traedme esta presa!» Los cinco montaron y salieron al encuentro. Garib al ver que los cinco energúmenos los atacaban espoleó a su caballo y gritó: «¿Quiénes sois? ¿A qué raza pertenecéis? ¿Qué deseáis?» Falhún hijo de Sadán, el Ogro del Monte, que era el mayor de los cinco, chilló: «¡Bajad de vuestros caballos y ataos unos a otros para que os podamos conducir ante nuestro padre, quien asará a unos y hervirá a los otros! Hace mucho tiempo que no ha comido ningún ser humano».

Garib, al oír estas palabras, cargó contra Falhún y agito la maza. Las anillas hicieron un ruido como el trueno y Falhún quedó sin saber qué hacer. Garib le golpeó y aunque el golpe fue ligero cayó de espaldas como si fuese una gran palmera. Sahim y algunos de sus compañeros se apearon, lo ataron y le pusieron una cuerda en el cuello: le aprisionaron como si se tratase de una vaca. Cuando los otros vieron a su hermano preso cargaron a una contra Garib; éste capturó a cuatro, pero el quinto consiguió huir y presentarse ante su padre. Sadán le preguntó: «¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están tus hermanos?» «Los ha capturado un niño imberbe que mide cuarenta codos.» El Ogro del Monte exclamó al oír las palabras de su hijo: «¡Que el sal no os conceda más bendición!» Salió del castillo, arrancó de cuajo un árbol enorme y fue en busca de Garib y de sus acompañantes. El Ogro iba a pie, pues no había caballo capaz de soportarlo dado el tamaño de su cuerpo. Su hijo le seguía. Avanzó sin tregua hasta descubrir a Garib y cargó contra sus hombres sin pronunciar una palabra: con un solo golpe de árbol se deshizo de cinco; atacó a Sahim al-Layl y lo golpeó; pero éste se apartó y el golpe cayó en el vacío. El Ogro se enfadó, soltó el árbol que tenía en la mano y agarró a Sahim levantándolo del mismo modo que lo hubiera hecho el halcón con un gorrión. Garib, al ver a su hermano en las manos del Ogro chilló: «¡Dios es el más grande! ¡Por la gloria de Abraham, el amigo de Dios, y de Mahoma a quien Él bendiga y salve!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Garib] azuzó a su corcel hacia el Ogro del Monte, sacudió la maza, resonaron las anillas y gritando: «¡Dios es el más grande!», golpeó al Ogro en las costillas. Cayó al suelo desmayado y entretanto Sahim se escapó de entre sus manos. Cuando el Ogro volvió en sí se encontró atado y aherrojado. Su hijo, al ver que se encontraba prisionero, huyó corriendo. Garib lo persiguió con su corcel, le golpeó con la maza en la espalda, le hizo caer del caballo, lo ató y lo colocó al lado de sus hermanos y de su padre. Los ligaron sólidamente con las cuerdas y los encerraron como si fuesen camellos. A continuación siguieron caminando hasta llegar a la fortaleza. La encontraron repleta de tesoros, riquezas y regalos y hallaron mil doscientos persas atados y encadenados. Garib se sentó en la silla del Ogro del Monte, que había pertenecido a Sas b. Sit b. Saddad b. Ad; colocó a la diestra a su hermano Sahim y distribuyó a sus compañeros a diestra y a siniestra. Después mandó que le llevasen al Ogro del Monte y le dijo: «¿Cómo te encuentras, maldito?» «¡Señor mío! Del peor modo que puedo: humillado, envilecido; yo y mis hijos estamos atados como si fuésemos camellos.» «¿Quieres entrar en mi religión, que es la religión del Islam que reconoce la existencia de un Dios uno, Rey omnisciente creador de la luz y de las tinieblas, creador de todas las cosas; no hay dioses: sólo es Él, Rey retribuidor? Has de reconocer la misión profética de su amigo, Abraham (¡con él sea la paz!).» El Ogro del Monte y sus hijos se convirtieron de modo sincero y entonces mandó que los desatasen. Les quitaron las ligaduras y Sadán el Ogro rompió a llorar, se acercó a los pies de Garib y se los besó. Lo mismo hicieron sus hijos. Pero Garib se lo impidió y permanecieron de pie con los demás.

El joven dijo: «¡Sadán!» «¡Heme aquí, señor mío!» «¿Quiénes son esos persas?» «Son el botín que he conseguido de los persas, y no son los únicos.» «¿Pues quién más hay?» «La hija del rey Sabur, rey de los persas. Se llama Fajr Tach y tiene consigo cien doncellas que parecen lunas.» Garib, al oír las palabras de Sadán se admiró y preguntó: «¿Cómo los has conseguido?» «¡Príncipe! Yo, mis hijos y cinco de mis esclavos salimos de campaña, pero no encontramos ninguna presa en nuestro camino. Nos dispersamos por la campiña y el desierto pero no encontramos un alma; así, buscando botín de que apoderarnos, para no regresar sin nada, llegamos hasta Persia. Divisamos una polvareda y enviamos a un esclavo para que averiguase de qué se trataba. Estuvo ausente un rato y al regresar dijo: “¡Señor mío! Es la reina Fajr Tach, hija del rey Sabur, rey de los persas, turcos y dailamitas. La acompañan dos mil caballeros y están en camino”. Dije al esclavo: “¡Traes una buena noticia! ¡No podía haber mejor botín que éste!” Mis hijos y yo cargamos contra los persas: matamos a trescientos caballeros y apresamos mil doscientos, y nos apoderamos de la hija de Sabur y de todos los regalos y riquezas que llevaba. Todo lo trajimos a esta fortaleza.»

Garib, al oír las palabras de Sadán preguntó: «¿Te has propasado con la reina Fajr Tach?» «¡No, por vida de mi cabeza! ¡Lo juro por la religión que acabo de adoptar!» «Has realizado una buena acción, Sadán, ya que el Rey del mundo, su padre, reunirá ejércitos para ir en busca de su hija y destruirá las tierras de quienes la han raptado. El destino no es amigo de quien no sabe valorar las consecuencias. ¿Dónde está esa muchacha, Sadán?» «He colocado a ella y a sus esclavas en un pabellón en que están solas.» «¡Muéstrame ese lugar!» «¡Oír es obedecer!» Garib y Sadán el Ogro se dirigieron al alcázar de la reina Fajr Tach. La encontraron apenada, humillada, llorando de tristeza al recordar el fausto y el poder en que había vivido. Garib, al vería, creyó que se encontraba cerca de la luna. Alabó a Dios, el Oyente, el Omnisciente. Fajr Tach miró a Garib y se dio cuenta de que era un valiente caballero, un bravo cuyos ojos testimoniaban a su favor y no en contra. La princesa se puso de pie, le besó las manos y después se inclinó para besarle los pies. Le dijo: «¡Héroe del tiempo! Estoy bajo tu protección. Líbrame de este ogro, pues temo que me arrebate la virginidad y que después me coma. Llévame contigo y serviré a tus esclavas». Garib replicó: «Estás a seguro hasta que te reúnas con tu padre y ocupes tu puesto». La joven le deseó larga vida y gran poder.

Garib mandó que se pusiese en libertad a los persas y los soltaron. Volviéndose hacia Fajr Tach le dijo: «¿Cuál ha sido el motivo de que abandonases tu alcázar y te vinieses a esta campiña y desierto para que te raptasen los salteadores de caminos?» «Señor mío: Mi padre, las gentes de su reino, los turcos, los dailamitas y los magos adoran el fuego y no hacen caso del Rey Todopoderoso. En nuestros estados hay un templo llamado Casa del Fuego y acuden a él, en cada fiesta, las hijas de los magos y los servidores del fuego y permanecen allí durante un mes entero, mientras duran las fiestas. Mis esclavas y yo nos dirigíamos a él, según es costumbre. Mi padre me había dado dos mil caballeros para que me custodiasen. Pero este ogro nos atacó, mató a unos, capturó al resto y nos encerró en este castillo. Esto es lo ocurrido, héroe de los valientes. ¡Que Dios te libre de las vicisitudes del tiempo!» Garib le replicó: «No temas; yo te llevaré a tu alcázar, a la sede de tu poder». La princesa hizo las invocaciones de rigor y le besó manos y pies. Garib se marchó de su lado dando órdenes para que la tratasen con deferencia. Pasada la noche se levantó, hizo las abluciones y rezó dos arracas de acuerdo con la religión de nuestro padre Abraham, el amigo de Dios (¡sobre él sea la paz!). Lo mismo hicieron el Ogro, sus hijos y todos los compañeros de Garib, quienes rezaron detrás de él. Garib se volvió a Sadán y le dijo: «¡Sadán! ¿No me haces visitar el Valle de las Flores?» «Sí, señor mío.»

Sadán, sus hijos, Garib y sus hombres y la reina Fajr Tach y sus esclavas se pusieron en marcha. Sadán mandó a sus esclavos y esclavas que matasen reses y guisasen la comida que a continuación ofreció entre los árboles. Tenía ciento cincuenta esclavos y mil esclavas que apacentaban camellos, vacas y ganado. Garib y sus gentes se dirigieron con él al Valle de las Flores. Vio que era algo prodigioso y halló allí árboles alineados y aislados, pájaros que cantaban entre las ramas, ruiseñores que trinaban y tórtolas que modulaban sus melodías llenando con sus voces los lugares creados por el Misericordioso.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que otros ruiseñores cantaban con voces que parecían humanas (la lengua hubiese sido incapaz de describir aquellos árboles); las palomas de collar enamoraban con su voz a los hombres y les respondían los papagayos con una lengua bien elocuente. Los árboles estaban cargados de frutas y de cada especie existían los dos géneros: había granadas agrias y dulces; melocotón almendrado y alcanforado, almendras del Jurasán y albaricoques, cuyas ramas se mezclaban con las del sauce y el naranjo amarillo que asemejaban las llamas del fuego, las mandarinas inclinaban sus ramas, los limones constituían la medicina de cualquier enfermo y los agrios curaban la ictericia; había dátiles de todas clases: rojos y amarillos, y todos eran obra de Dios, el Grande. De un lugar como éste es del que ha dicho el poeta enamorado:

Los pájaros cantaban junto al estanque despertando el anhelo en el corazón del enamorado.

Ese lugar es como el Paraíso gracias a sus perfumes: Hay sombras, frutos y agua corriente.

El Valle gustó a Garib y mandó que se levantasen en él las tiendas de Fajr Tach, la sasánida. Las plantaron entre aquellos árboles y extendieron por el suelo magníficas alfombras. Garib se sentó, le llevaron la comida, y comió hasta quedar harto. A continuación llamó: «¡Sadán!» «¡Heme aquí, señor!» «¿Tienes vino?» «Sí; tengo una cava llena de vino añejo.» «Tráenos un poco.» Sadán mandó a diez esclavos que fuesen a buscarlo. Llevaron mucho vino. Comieron, bebieron, disfrutaron, y se pusieron contentos. Garib, recordando a Mahdiyya, recitó estos versos:

Recuerdo los días en que estaba a tu lado, pues en mi corazón arde la llama de la pasión.

¡Por Dios! ¡No me he separado de ti voluntariamente; han sido las vicisitudes de la suerte las que me han exiliado!

Salud, recuerdos y mil saludos os envío; yo estoy afligido y agonizante.

Comieron, bebieron y disfrutaron durante tres días: después regresaron al castillo. Garib llamó a su hermano Sahim. Éste compareció. Le dijo: «Coge cien caballeros y ve a ver a tu padre, a tu madre y a tu familia, los Banu Qahtán. Tráetelos a este lugar para que vivan en él hasta el fin de los tiempos. Yo me voy al país de los persas para entregar la reina Fajr Tach a su padre. Tú y tus hijos, Sadán, permaneceréis en este castillo hasta que yo regrese». «¿Por qué no me llevas contigo a Persia?», preguntó Sadán. Garib replicó: «Porque has capturado a la hija de Sabur, rey de los persas. Si los ojos de éste te vieran, comería tu carne y bebería tu sangre». El Ogro del Monte rompió a reír a carcajada limpia al oír estas palabras: parecía que fuese el rumor del trueno: «¡Señor mío! —contestó—. ¡Por vida de tu cabeza! Si me encontrase con los daylamíes y los persas les escanciaría la copa de la muerte». «Sería como tú dices, pero te quedas en la fortaleza hasta que yo regrese.» «¡Oír es obedecer!» Sahim se puso en camino. Garib se dirigió hacia Persia acompañado por sus hombres, los Banu Qahtán, que escoltaban a la reina Fajr Tach y sus servidores. Así avanzaron en busca de la capital de Sabur, rey de los persas. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Sabur: Esperaba que su hija regresase del templo del fuego, pero no volvió cuando debía. El corazón del rey se llenó de inquietud. Tenía cuarenta visires. El mayor de ellos, que era el más experto y más sabio, se Llamaba Daydán. El rey le dijo: «¡Visir! Mi hija se retrasa y no tengo ninguna noticia suya a pesar de que ya tenía que haber vuelto. Envía un mensajero al templo del fuego para que averigüe la verdad de lo sucedido». «¡Oír es obedecer!», replicó el ministro. Salió, llamó al jefe de los correos y le dijo: «Ve inmediatamente al templo del fuego». El correo se puso en marcha, llegó al templo y preguntó a los sacerdotes por la hija del rey. Le contestaron: «No la hemos visto en todo el año». El mensajero volvió sobre sus pasos y cuando llegó a la ciudad de Isbanir se presentó ante el visir y le informó. El visir corrió ante el rey Sabur y le dio la noticia. El soberano se puso en pie de un brinco, tiró la corona al suelo, se mesó la barba y cayó desmayado al suelo. Le rociaron la cara con agua, volvió en sí y rompió a llorar con el corazón apenado. Recitó las palabras del poeta:

Después de tu marcha pedí auxilio a la paciencia y al llanto. El llanto acudió obediente, pero la paciencia no respondió.

El transcurso de los días nos ha separado, pero es costumbre del tiempo el mostrarse traidor.

El rey llamó a diez jefes y mandó que montasen a caballo con diez mil caballeros. Cada uno debía dirigirse a una región en busca de la reina Fajr Tach. Montaron a caballo y cada jefe se dirigió con sus hombres hacia una provincia. La madre de la princesa y sus esclavas se vistieron de negro, se cubrieron de ceniza y se sentaron a llorar y sollozar. Esto es lo que a ellas se refiere.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de lo que había sucedido a Garib en el camino de estas cosas portentosas. Viajó durante diez días. El undécimo descubrió una nube de polvo que se levantaba hasta lo más alto del cielo. Garib mandó llamar al jefe que mandaba a los persas y éste acudió. Le dijo: «Acláranos la causa de esa polvareda que se ha levantado». «Oír es obedecer», replicó, y a continuación guió a su corcel hasta meterlo debajo del polvo. Descubrió a quienes la levantaban, los interrogó y uno de ellos le contestó: «Nosotros somos los Banu Hattal y nuestro emir es al-Samsam b. al-Charrah. Vamos en busca de una presa y nuestras gentes suman cinco mil caballeros». El persa regresó, espoleando a su corcel, a presentarse ante Garib. Le informó de lo que ocurría. Garib chilló a los Banu Qahtán y a los persas: «¡Coged vuestras armas!» Las empuñaron y avanzaron. Los árabes les salieron al encuentro gritando: «¡Botín! ¡Botín!» Garib los increpó: «¡Perros árabes! ¡Que Dios os pierda!» Cargó y aguantó el choque como un héroe. Decía: «¡Dios es el más grande! ¡Gloria a la religión de Abraham, el Amigo (¡sobre el cuál sea la paz!)!» Iniciado el combate se multiplicaron los encuentros, la espada entró en funciones y el tumulto creció.

Lucharon sin tregua hasta que se desvaneció el día y llegó la noche. Entonces se separaron los contendientes. Garib vio que habían matado a cinco Banu Qahtán y setenta y tres persas mientras que habían muerto más de quinientos caballeros de los de Samsam. Éste descabalgó y no pudo comer ni dormir. Dijo a sus gentes: «Jamás en mi vida he visto a un combatiente como ese muchacho: unas veces ataca con la espada, otras con la maza. Pero mañana me dejaré ver en el campo de batalla, lo buscaré en la palestra de los sables y las lanzas y haré pedazos a esos árabes». La reina Fajr Tach salió a recibir a Garib cuando éste regresó junto a los suyos. Lloraba de terror por lo que había sucedido, y besó el pie del joven, que aún estaba en el estribo. Le dijo: «¡Que tu mano no se seque ni puedan injuriarte jamás tus enemigos, oh, caballero del tiempo! ¡Loado sea Dios que te ha salvado en este día! Tengo miedo de que estos árabes te causen algún mal». Garib rompió a reír en su propia cara al oír estas palabras, la tranquilizó y calmó diciendo: «No temas, reina. Aunque los enemigos llenasen todo este desierto, los aniquilaría gracias a la fuerza del Altísimo». La princesa le dio las gracias y le deseó que venciese a sus enemigos. A continuación se marchó junto con sus doncellas.

Garib se apeó, se lavó las manos y la sangre de los infieles y todos pasaron la noche en guardia hasta la mañana. Entonces los dos contendientes montaron a caballo y se dirigieron al campo de batalla, a la palestra del combate y de la lanza. Quien primero llegó allí fue Garib: condujo a su corcel aproximándose a los infieles y les gritó: «¿Hay algún campeón que no sea perezoso y quiera salir a medirse conmigo?» Salió un gigante tremebundo que pertenecía a la raza de Ad. Atacó a Garib diciendo: «¡Pedazo de árabe! ¡Coge lo que te llega! ¡Prepárate a morir!» Llevaba una maza de hierro que pesaba veinte ratl. Levantó la mano y dio un golpe a Garib. Pero éste se apartó y la maza se hundió un codo en el suelo. El gigante se curvó en el momento de pegar y Garib le alcanzó con su maza y le rompió la frente: cayó al suelo y Dios se apresuró a conducir su espíritu al fuego. Garib corrió arriba y abajo y provocó a un combate singular. Se presentó otro enemigo y lo mató; y lo mismo ocurrió con el tercero y el décimo. Todo aquél que acudía a medirse con él, quedaba muerto. Los infieles al ver que Garib combatía y mataba, se retrayeron y se retiraron. Su príncipe los miró y les dijo: «¡Que Dios no os bendiga! ¡Yo me mediré con él!» Se puso los arreos de guerra y condujo su corcel hasta colocarse a la altura de Garib en el campo de batalla. «¡Ay de ti, perro de los árabes! —le dijo—. ¿Cómo te atreves a hacerme frente en el campo de batalla y a matar a mis hombres?» Garib le replicó: «¡Prepárate a combatir y a vengar la muerte de tus caballeros!» Samsam cargó contra Garib, quien le aguardó con pecho firme y corazón admirable. Los dos combatieron con sus mazas de tal modo que ambos bandos estaban perplejos: todos los ojos estaban clavados en ellos. Corrieron por la palestra y se golpearon por dos veces, pero Garib evitaba los golpes que Samsam daba en la lucha y el combate. Un mazazo de Garib alcanzó a Samsam, le hendió el pecho y le hizo caer muerto en el suelo. Los hombres de éste cargaron a la vez contra Garib, quien se abalanzó sobre ellos al grito de «¡Dios es el más grande! ¡Él hace conquistar y vencer y abandona a quien no cree en la religión de Abraham, su Amigo (¡sobre el cual sea la paz!)!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando los infieles oyeron mencionar al Rey Todopoderoso, el Único, el Temible, aquel al que no alcanzan las miradas mientras Él ve todas las cosas, se miraron unos a otros y dijeron: «¿Qué significan estas palabras que nos hielan la sangre, debilitan nuestras fuerzas y acortan nuestra vida? Jamás hemos oído palabras mejores». Chillaron: «¡Dejad de combatir hasta que hayamos preguntado el significado de estas palabras!» Pararon el combate, se apearon de los caballos, se reunieron sus jefes, conferenciaron y decidieron ir junto a Garib. Dijeron: «Irán a verle diez de los nuestros». Eligieron diez de sus mejores hombres, los cuales se dirigieron al campamento de Garib.

Éste y sus hombres se habían marchado a sus tiendas admirados de que el enemigo hubiese renunciado al combate. Entonces llegaron los diez hombres que pidieron ser recibidos por Garib. Besaron el suelo, le desearon gloria y larga vida y éste les preguntó: «¿Por qué os habéis retirado del combate?» «¡Señor nuestro! Nos han atemorizado las palabras que nos has dirigido.» «¿Qué ídolos adoráis?» «Adoramos a Wadd, Suwa y Yagut[248], señores de la tribu de Noé.» «Pues nosotros adoramos a Dios (¡ensalzado sea!), Creador de todas las cosas, que concede el sustento a todos los seres vivos, que ha creado los cielos y la tierra; que ha plantado los montes y hecho brotar las fuentes de agua a través de las piedras; que hace crecer los árboles y da el sustento a las fieras que habitan el desierto. Él es el Dios Único, el Todopoderoso.» El pecho de sus oyentes se dilató al oír las palabras que se referían al credo monoteísta. Exclamaron: «¡Este Dios es un gran Señor! ¡Es clemente y misericordioso! ¿Qué debemos decir para ser musulmanes?» «No hay dios sino el Dios de Abraham, y éste es el amigo de Dios.» Los diez se convirtieron sinceramente. Garib les dijo: «Para mostrar la dulzura de la conversión que tenéis en vuestros corazones id junto a vuestras gentes, exponedles los principios del Islam. Si se convierten, se habrán convertido; de lo contrario los quemaremos con el fuego».

Los diez se marcharon, llegaron junto a sus gentes, les expusieron la religión del Islam y les explicaron el camino de la verdad y de la fe. Se convirtieron externa e internamente y corrieron, a pie, a presentarse a Garib. Besaron el suelo ante éste, le desearon poder y alto rango y dijeron: «¡Señor nuestro! Nosotros somos tus esclavos. Mándanos lo que quieras. Te oiremos y te obedeceremos y no nos separaremos de ti, ya que Dios nos ha puesto en el buen camino por tu mediación». Garib los recompensó y les dijo: «Podéis ir a vuestras casas y poneros en camino con vuestros bienes y vuestros hijos precediéndonos al Valle de las Flores, al castillo de Sas b. Sit, hasta el momento en que yo haya hecho entrega de Fajr Tach, hija de Sabur, rey de los persas, y regrese a vuestro lado». «Oír es obedecer», le replicaron. Se pusieron en camino inmediatamente y se dirigieron a su tribu la mar de contentos por haberse convertido. Expusieron el Islam a sus familias y a sus hijos y todos lo aceptaron. Destruyeron sus casas, cogieron sus riquezas y ganados y se marcharon al Valle de las Flores. El Ogro del Monte salió a recibirlos, pues Garib les había recomendado: «Si sale a haceros frente el Ogro del Monte y quiere combatir, recordadle que “Dios (¡ensalzado sea!) es el Creador de todas las cosas”. Cuando oiga mencionar el nombre de Dios (¡ensalzado sea!) renunciará al combate y os acogerá bien». El Ogro y su hijo salieron a combatirlos, pero los emigrantes les citaron el nombre de Dios (¡ensalzado sea!) y entonces les hicieron una magnífica acogida y les preguntó qué les ocurría. Le refirieron todo lo sucedido con Garib, lo cual alegró mucho a Sadán, quien los invitó a acampar y los cubrió de bienes. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Garib: Se había puesto en camino con la reina Fajr Tach y se había dirigido hacia la ciudad de Isbanir. Viajaron durante cinco días. Al sexto se levantó una nube de polvo. Envió a un persa para que averiguase de qué se trataba. Éste corrió hacia la nube de polvo y regresó más rápido que el pájaro cuando vuela. Dijo: «¡Señor mío! Esa polvareda la levantan mil caballeros, compañeros nuestros, a los cuáles ha enviado el rey en busca de la reina Fajr Tach». Cuando Garib se enteró de esto mandó a sus hombres que descabalgasen y levantasen las tiendas. Así se hizo. Los hombres de la reina Fajr Tach recibieron a los recién llegados e informaron y explicaron a Tumán, que era quien los mandaba, que la princesa estaba con ellos. Tumán, al oír hablar del rey Garib, entró a saludable, besó el suelo ante él y le preguntó qué tal se encontraba la reina. Garib mandó que lo condujesen a su tienda. Tumán entró, le besó las manos y los pies, la informó de lo que había sucedido a su padre y a su madre y ella le explicó todo lo que le había ocurrido y cómo Garib la había librado del Ogro de la Montaña.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Fajr Tach le contó a Tumán] que a no ser por el príncipe, el Ogro la hubiese devorado. Añadió: «Es necesario que mi padre le ceda la mitad del reino». Tumán besó las manos y los pies de Garib y le dio las gracias por sus favores y concluyó: «¡Señor mío! Con tu permiso voy a regresar a la ciudad de Isbanir para dar la buena nueva al rey». Le contestó: «Ve y obra la recompensa». Tumán se marchó y Garib siguió el viaje en pos de él. El primero apretó la marcha hasta llegar a vista de Isbanir al-Madain. Subió al castillo y besó el suelo delante del rey Sabur. Éste le preguntó: «¿Qué noticias hay, mensajero de bien?» «No te lo digo hasta que me hayas concedido una recompensa.» «Dame la buena noticia y te dejaré satisfecho.» «¡Rey del tiempo! Te anuncio la llegada de la reina Fajr Tach.» El rey Sabur cayó desmayado al oír mencionar a su hija. Le rociaron con agua de rosas, volvió en sí y chilló a Tumán: «¡Acércate y dímelo!» Éste se aproximó y le explicó todo lo que había ocurrido a la reina Fajr Tach. El rey, al oírlo, aplaudió y exclamó: «¡Pobre Fajr Tach!» Mandó que diesen a Tumán diez mil dinares y le hizo don de la ciudad y provincia de Isbahán. A continuación llamó a sus emires y les dijo: «Montad todos a caballo para salir a recibir a la reina Fajr Tach». Un criado particular corrió a informar a la madre y al harén de la noticia. Todas se alegraron mucho. La madre regaló un vestido al criado y le dio mil dinares. Los habitantes de la ciudad se enteraron y engalanaron los zocos y las casas.

El rey y Tumán montaron a caballo y anduvieron hasta dar vista a Garib. Entonces, el rey Sabur descabalgó y avanzó a pie para recibir a Garib. Éste hizo lo mismo y ambos, al encontrarse, se abrazaron y se saludaron. Sabur se inclinó y besó las dos manos de Garib, dándole las gracias por sus favores. Plantaron unas tiendas enfrente de otras y Sabur entró a saludar a su hija. Ésta se puso de pie, lo abrazó y le refirió todo lo que le había ocurrido y el modo cómo Garib la había librado de la prisión del Ogro del Monte. Su padre le dijo: «¡Por vida tuya, hermosa señora! ¡He de cubrirlo de regalos!» «¡Padre! ¡Hazlo tu yerno para que te sirva de auxilio frente a tus enemigos! Es un valiente.» Pronunció estas palabras porque su corazón estaba pendiente de Garib. «¡Hija mía! ¿Es que no sabes que el rey Jirad Sah ha tirado el brocado y ha regalado cien mil dinares? Es el rey de Siraz y su provincia y posee un Estado, un ejército y soldados.» Fajr Tach replicó: «¡Padre! ¡No quiero a quien me has citado! ¡Si me fuerzas a casarme con quien no quiero me mataré!» El rey se marchó y fue a ver a Garib. Éste se levantó e hizo sentar al soberano, quien no se saciaba de mirarlo. Se dijo: «¡Por Dios! ¡Mi hija tiene disculpa por haberse enamorado de este beduino!» Más tarde sirvieron la comida, comieron y durmieron. Al día siguiente se pusieron en marcha y llegaron a la ciudad en la que entraron el rey y Garib, cabalgando el uno junto al otro. Aquél fue un día memorable. Fajr Tach entró en su alcázar, en la sede de su gloria; la madre y las criadas la recibieron llenas de alegría y alborozo. El rey Sabur se sentó en el trono de su reino e hizo sentar a Garib a su derecha. Los reyes, los chambelanes, los príncipes y los ministros de la diestra y la siniestra felicitaron al rey por haber hallado a su hija. El rey dijo a los grandes de su reino: «Quien me ame, que haga regalos a Garib». Los donativos cayeron encima de éste como la lluvia.

Garib permaneció acogido a la hospitalidad durante diez días, al cabo de los cuales quiso marcharse. El rey le conjuró, por su religión, a que no lo hiciera y a que se quedase durante un mes. Garib le replicó: «¡Rey! He pedido en matrimonio una hija de los árabes y quiero volver a su lado». «¿Quién es más hermosa, tu prometida o Fajr Tach?» «¡Rey del tiempo! Hay la misma diferencia que entre el esclavo y el amo.» «La princesa es tu esclava, ya que tú la libraste de las garras del Ogro, Ella no tendrá otro marido.» Garib se levantó, besó el suelo y dijo: «¡Rey del tiempo! Tú eres el rey y yo soy un pobre hombre. Tal vez tú pidas un gran regalo de bodas». El rey Sabur le replicó: «¡Hijo mío! Sabe que el rey Jirad Sah, señor de Siraz y su comarca, la ha pedido en matrimonio y le ha ofrecido una dote de cien mil dinares. Pero yo te he escogido a ti entre todas las gentes para que seas la espada de mi reino, el escudo de mi venganza». Volviéndose a sus grandes, les dijo: «¡Sed testigos, súbditos míos, de que concedo en matrimonio a mi hija Fajr Tach a mi hijo Garib!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey] estrechó la mano de Garib y la princesa pasó a ser su mujer. Garib intervino: «¡Dime la dote que quieres que te traiga! En el castillo de Sasa tengo innumerables riquezas y tesoros». «¡Hijo mío! No quiero ni dinero ni tesoros y no aceptaré más dote que la cabeza de Chamraqán, rey del Dast y de la ciudad de al-Ahwaz.» «¡Rey del tiempo! Iré con mis gentes y regresaré trayendo prisionero a tu enemigo; arruinaré su país.» El rey le deseó toda suerte de bienes, una vez que se hubieron marchado las gentes y los grandes. Pero, en realidad, el rey creía que si Garib combatía con Chamraqán, rey del Dast, no regresaría jamás.

Al día siguiente el rey y Garib montaron a caballo. Aquél mandó a los solidados que montasen y así lo hicieron. Cabalgaron y se apearon en la palestra. El rey les dijo: «¡Jugad con las lanzas y alegrad mi corazón!» Los campeadores persas jugaron entre sí. Garib dijo: «¡Rey del tiempo! Deseo que permitas que me mida con los caballeros persas, pero con una condición». «¿Cuál es?» «Vestiré sobre mi cuerpo un vestido ligero, cogeré una lanza despuntada y me recubriré con un chal teñido de color de azafrán. Me mediré con el valiente y el campeador que quiera hacerme frente con una lanza bien afilada. Si me vence, le donaré mi vida, pero si le venzo lo marcaré en el pecho y saldrá del campo.» El rey ordenó al jefe del ejército que hiciese salir a los héroes persas. Escogió mil doscientos caballeros persas, los más valientes y diestros. El rey les dijo en persa: «Aquel de vosotros que dé muerte a este beduino podrá expresar su deseo y lo satisfaré». Los campeones se precipitaron al encuentro de Garib, cargaron contra él y se distinguió entre lo real y lo falso, entre lo serio y la broma. El joven exclamó: «¡En Dios me apoyo! ¡En el Dios de Abraham, su amigo, Aquel que es Todopoderoso, al que nada se le oculta, el Único, el Potente, al que no ven los ojos!»

Un gigantesco héroe persa avanzó. Garib no le dio más tiempo de estar parado que aquel que necesitó para saber que su pecho estaba recubierto de azafrán. En cuanto se dio la vuelta Garib lo alanceó en el cuello, lo derribó por el suelo y sus garzones se lo llevaron de la palestra. Se aproximó otro y lo venció y lo mismo ocurrió con el tercero, cuarto y quinto. No paró de vencer a un héroe en pos de otro hasta que todos se dieron cuenta de que Dios (¡ensalzado sea!) le auxiliaba. Todos salieron del campo y les sirvieron la comida. Comieron. Les ofrecieron las bebidas y bebieron. Garib bebió también y se quedó aturdido. Se levantó para ir a evacuar una necesidad y cuando quiso volver al comedor se perdió y entró en el pabellón de Fajr Tach. Ésta perdió la razón al verlo y ordenó a sus doncellas: «¡Marchaos a vuestros puestos!» Todas se dispersaron y fueron a sus lugares. La princesa se acercó a Garib y le besó la mano diciéndole: «¡Bien venido mi señor, aquel que me salvó del Ogro! Yo soy tu esclava para siempre». Lo arrastró al lecho y lo abrazó. La pasión se apoderó de Garib, quien la poseyó y pasó con ella toda la noche. Esto es lo ocurrido. El rey, entretanto, creía que Garib se había marchado.

Al día siguiente Garib se presentó ante el rey, quien se levantó y le hizo sentar a su lado. Los reyes entraron después, besaron el suelo y se alinearon a derecha e izquierda y se dedicaron a hablar del valor de Garib. Decían: «¡Gloria a Aquel que le ha dado tanto valor a pesar de ser tan joven!» Mientras hablaban vieron por una de las ventanas del palacio una nube de caballos que se acercaba. El rey gritó a los correos: «¡Ay de vosotros! ¡Traedme noticia de quiénes son los que levantan la polvareda!» Uno de los caballeros corrió hasta los que llegaban y regresó diciendo: «¡Rey! Debajo de la polvareda hemos encontrado cien caballeros cuyo Emir se llama Sahim al-Layl». Garib exclamó al oír estas palabras: «¡Señor mío! ¡Es mi hermano! Le había mandado a un negocio. Salgo a su encuentro». Garib y sus cien caballeros Banu Qahtán montaron a caballo; mil persas se les unieron. El gran séquito —pero no hay grandeza más que en Dios— y Garib avanzaron hasta reunirse a Sahim al-Layl. Los dos hermanos echaron pie a tierra y se abrazaron. Después volvieron a montar. Garib le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Has conducido a tus gentes a la fortaleza de Sasa y al Valle de las Flores?» «¡Hermano! El perro traidor, al oír que te habías apoderado del castillo del Ogro del Monte se irritó aún más y exclamó: “Si no me marcho de este campo, Garib vendrá y me arrebatará a mi hija Mahdiyya sin pagarme la dote”. Ha cogido a su hija, su gente, su familia y sus bienes y se ha marchado al Iraq, ha entrado en Kufa y ha pedido la protección del rey Achib, ofreciendo a éste como mujer a su hija Mahdiyya.»

Garib, al oír las palabras de su hermano Sahim al-Layl estuvo a punto de morir de dolor. Exclamó: «¡Juro por la religión del Islam, por la religión de Abraham, el amigo de Dios! ¡Juro por Dios, el Grande, que he de ir al Iraq y encender allí la guerra!» Él y su hermano entraron en la ciudad. Condujo a éste a palacio y ambos besaron el suelo. El rey se levantó en honor de Garib y saludó a Sahim. Garib explicó al rey lo que había ocurrido y el soberano mandó que se le reuniesen diez jefes, cada uno de los cuales habría de llevar diez mil caballeros escogidos entre los más valientes árabes y persas.

Éstos hicieron los preparativos en tres días. Garib se puso en marcha y fue a la fortaleza de Sasa. El Ogro del Monte y sus hijos salieron a recibirle. Iban a pie. Besaron los pies de Garib, que estaban en el estribo. Éste contó al Ogro del Monte lo que había ocurrido. El Ogro le contestó: «¡Señor mío! Instálate en tu fortaleza, pues yo, mis hijos y mis soldados iremos al Iraq. Destruiré la ciudad de Rustaq y te traeré maniatados del modo más seguro a todos sus ejércitos». Garib le dio las gracias y dijo: «¡Sadán! Iremos juntos». El Ogro hizo sus preparativos en el acto, y realizó lo que Garib le había mandado. Todos se pusieron en marcha, dejando mil caballeros en la fortaleza para que la custodiasen. Así viajaron dirigiéndose al Iraq. Esto es lo que se refiere a Garib.

He aquí lo que hace referencia a Mirdás: Condujo a su tribu hasta llegar a territorio del Iraq. Entonces tomó consigo un buen regalo y marchó a Kufa ofreciéndoselo a Achib. Después besó el suelo, hizo las invocaciones de rigor y dijo: «¡Señor mío! Vengo para pedirte protección».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Achib ordenó:] «Dime quién te ha maltratado para que pueda defenderte de él. Te protegería aunque se tratara de Sabur, rey de los persas, turcos y daylamíes.» «¡Rey del tiempo! Me ha ofendido un adolescente al que he criado en mi seno, al cual hallé en el regazo de su madre que estaba en un valle. Me casé con la madre y tuve un hijo con ella al que llamé Sahim al-Layl. Su hijo se llama Garib. Éste ha crecido a mi amparo transformándose en un rayo ardiente y una gran calamidad: ha dado muerte a Hassán[249], señor de los Banu Nabhán, ha matado hombres y atemorizado a los caballeros. Yo tengo una hija que sólo es digna de un rey. Me la pidió en matrimonio y le exigí que me trajese la cabeza del Ogro del Monte. Fue al encuentro de éste, lo venció, lo capturó y lo transformó en uno de sus secuaces. He oído decir que ha cambiado de religión e invita a las gentes a que entren en su creencia. Ha salvado del Ogro a la hija del rey Sabur y se ha apoderado de la fortaleza de Sasa b. Sit b. Saddad b. Ad que encierra el tesoro de generaciones pasadas y recientes. Se ha ido a devolver la hija de Sabur a su padre y regresará con los bienes de los persas.» Achib palideció al oír las palabras de Mirdás, se sintió incómodo y se dio por muerto. Dijo: «¡Mirdás! ¿La madre de ese muchacho está contigo o con él?» «Conmigo, en mi tienda.» «¿Cómo se llama?» «Nusra.» Achib exclamó: «¡Es ella! ¡Mándala venir!» Achib, al vería, la reconoció y exclamó: «¡Maldita! ¿Dónde están los dos esclavos que envié contigo?» «Los dos se dieron muerte por mí.» Achib desenvainó la espada y la partió en dos mitades. La sacaron de allí y la echaron. En el corazón de Achib había entrado la tentación. Dijo: «¡Mirdás! ¡Cásame con tu hija!» «¡Es una de tus esclavas y te casaré con ella, pues yo soy uno de tus siervos!» Achib dijo: «Quiero ver a Garib, hijo del adulterio, para darle muerte y hacerle probar distintas clases de tortura». Mandó que diesen a Mirdás treinta mil dinares, cien piezas de seda bordada en oro, cien tapetes, pañuelos y collares de oro como dote de su hija. Mirdás se marchó llevando esta gran dote y se esforzó en aderezar a Mahdiyya. Esto es lo ocurrido a ésos.

He aquí lo que hace referencia a Garib: Viajó hasta llegar a la Chazira, que es la primera región del Iraq: es una ciudad importante y fuerte. Garib mandó hacer alto en ella. Los habitantes de la ciudad al ver que un ejército acampaba allí cerraron las puertas, pusieron las murallas en pie de guerra, corrieron ante el rey y Je informaron. Éste miró desde las ventanas de palacio y vio que se trataba de un ejército en marcha compuesto de persas. Preguntó: «¡Gentes! ¿Qué quieren esos persas?» «¡No lo sabemos!» El rey se llamaba al-Damig, ya que rompía la cabeza de los héroes en el campo de batalla. Entre sus servidores había un hombre muy despierto que parecía una llama y que se llamaba el León del Desierto. El soberano lo llamó y le dijo: «Ve al encuentro de ese ejército y entérate de quiénes son, qué desean de nosotros y vuelve en seguida». El León del Desierto salió rápido como el viento. Llegó hasta las tiendas de Garib y todos los árabes se pusieron de pie y le preguntaron: «¿Quién eres? ¿Qué quieres?» «Vengo aquí como mensajero del señor de la ciudad para ver a vuestro señor.» Lo tomaron consigo y lo condujeron entre tiendas, pabellones y estandartes hasta la tienda de Garib. Entraron ante éste y le informaron. Dijo: «¡Traédmelo!» Se lo llevaron. Cuando estuvo ante Garib besó el suelo y le deseó larga vida y poder. Éste le preguntó: «¿Qué quieres?» «Soy el mensajero de al-Damig, señor de la ciudad de al-Chazira, que es hermano del rey Kundamir, señor de la ciudad de Kufa y de la tierra del Iraq.»

Garib rompió a llorar al oír las palabras del mensajero. Clavó la vista en éste y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «¡León del Desierto!» «Pues ve ante tu señor y dile: “El señor de esas tiendas se llama Garib b. Kundamir, señor de Kufa, cuyo hijo le dio muerte. Va a tomar venganza de Achib, el perro traidor”.» el mensajero corrió ante el rey al-Damig, muy contento, y besó el suelo. El rey preguntó: «¿Qué hay, ¡oh!, León del Desierto?» «¡Señor mío! el dueño de ese ejército es el hijo de tu hermano», y a continuación le refirió sus palabras. El rey creyó que todo eso era un sueño y preguntó: «¡León del Desierto! ¿Es verdad lo que dices?» «¡Por vida de tu cabeza! ¡Es la verdad!» El soberano mandó a los grandes de su reino que montasen a caballo. Montaron y lo mismo hizo el rey. Se pusieron en marcha y llegaron a las tiendas. Garib, al enterarse de la llegada del rey al-Damig salió a recibirle y ambos se abrazaron. Se saludaron y Garib condujo al soberano a las tiendas. Se sentaron en estrados de honor y al-Damig se alegró mucho al ver a Garib, el hijo de su hermano. Aquél se volvió hacia éste y le dijo: «En mi corazón hay un pesar: el no haber podido vengar a tu padre. Pero no tengo poder para hacer frente a ese perro de hermano tuyo, pues su ejército es numeroso mientras el mío es pequeño». Garib replicó: «¡Tío! Yo he venido a tomar venganza, a lavar la afrenta y a librar a ese país de su dominio». «¡Sobrino! Tú has de tomar dos venganzas: la de tu padre y la de tu madre.» Garib preguntó: «¿Por qué la de mi madre?» «Achib, tu hermano, la ha matado.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Garib preguntó:] «¿Por qué?» Su tío le refirió todo lo que había ocurrido a su madre y cómo Mirdás había casado a su hija con Achib, quien se disponía a consumar el matrimonio. La razón huyó de la cabeza de Garib al oír las palabras de su tío; se desmayó y estuvo a punto de morir. Al volver en sí chilló a sus soldados: «¡A caballo!», pero el tío le dijo: «¡Sobrino! Espera que haga mis preparativos, que monte a caballo con mis hombres y que te acompañe junto a tu estribo». «¡Tío! ¡No tengo paciencia! ¡Haz tus preparativos y reúnete conmigo en Kufa!»

Garib emprendió el viaje y llegó ante la ciudad de Babel, cuyos habitantes se atemorizaron. Vivía en ella un rey llamado Ghamak que disponía de veinte mil caballeros propios más otros cincuenta mil que se le habían reunido y habían levantado sus tiendas frente a Babel. Garib escribió una carta y se la envió al dueño de esta ciudad. El mensajero se puso en camino y al llegar a la entrada gritó: «¡Soy un mensajero!» El portero corrió ante el rey Ghamak y le explicó la llegada del mensajero. El rey dijo: «¡Traédmelo!» Fue a buscarlo y regresó con él. El mensajero besó el suelo ante el rey y le dio el mensaje. Ghamak rompió el sello y leyó. Estaba escrito: «Loado sea Dios, señor de los mundos, señor de todas las cosas, que da el alimento a todo ser viviente. Él es poderoso sobre todas las cosas. Envía este mensaje Garib, hijo del rey Kundamir, señor del Iraq y de la tierra de Kufa, a Ghamak. Cuando recibas esta carta, la única respuesta que puedes dar consiste en romper los ídolos y reconocer la unicidad del Rey omnisciente, Creador de la luz y de las tinieblas, Creador de todas las cosas, Todopoderoso. Si no haces lo que te mando haré que este día sea para ti el peor. La paz sea con aquellos que siguen el camino recto, que temen las consecuencias del castigo y obedecen al Rey altísimo, al Señor de la última vida y de ésta, al que dice “sé”, y “es”». Los ojos de Chamak no se atrevían a dar crédito a lo que leían; su cara palideció y chilló al mensajero: «¡Ve a tu dueño y dile: “Mañana por la mañana tendrá lugar el encuentro y el combate y quedará claro quién es el verdadero dueño”!».

El mensajero regresó junto a Garib y le informó de lo que había ocurrido. Éste mandó a sus hombres que tomasen las armas. Chamak plantó sus tiendas delante de las de Garib y alineó ejércitos que parecían las olas del mar embravecido. Todos pasaron la noche con el firme propósito de empezar el combate. Al amanecer, los dos contendientes extendieron sus filas, repicaron los timbales, montaron a caballo los jinetes y el tumulto llenó la tierra y el espacio. Los campeadores se adelantaron. El primero que se plantó en el campo de la lid y del combate fue el Ogro del Monte, que llevaba un árbol horroroso al hombro. Gritó entre las dos hileras de combatientes: «¡Soy Sadán, el Ogro! ¿Hay quien quiera combatir conmigo? ¿Hay quien quiera hacerme frente? ¡Que no venga ni el perezoso ni el impotente!» Chilló a sus hijos: «¡Ay de vosotros! ¡Venid con la leña y el fuego, pues tengo hambre!» Éstos llamaron a sus esclavos, los cuales amontonaron la leña y encendieron el fuego en medio del campo. Un hombre infiel, un gigante poderoso salió a hacerle frente llevando en la mano un palo que parecía el mástil de una embarcación. Se lanzó contra Sadán y le dijo: «¡Ay de ti, Sadán!» Éste, al oír el grito del enemigo, adoptó su posición más aterradora, hizo girar el árbol en el aire e hirió al enemigo: éste intentó parar el golpe con el palo, pero el árbol dio con todo su peso sobre él y las dos armas chocaron contra la cabeza del prepotente amalecita destrozándola: cayó como el tronco de una palmera. Sadán gritó a sus esclavos: «¡Asad este cordero tan rollizo! ¡Asadlo de prisa!» Se apresuraron a desollarlo, a asarlo y a servírselo a Sadán, el Ogro, el cual lo comió y chupó sus huesos.

Un escalofrío de terror corrió por el campo de los infieles al ver lo que Sadán hacía con su compañero. Se descompusieron, cambiaron de color y se dijeron unos a otros: «El Ogro se comerá a todo aquel que salga a hacerle frente, chupará sus huesos y le privará del céfiro de la vida». Intimidados por el Ogro y sus hijos se negaron a seguir combatiendo y a continuación huyeron a su país. Entonces Garib gritó a su gente: «¡Cargad contra los que huyen!» Persas y árabes se lanzaron sobre las huestes del rey de Babel diezmándolas con la espada, matando más de veinte mil. Ante la puerta se formó un remolino y murieron muchísimos enemigos, pues no pudieron cerrarla: árabes y persas la cruzaron en pos de ellos y Sadán, que se había apoderado de la maza de un muerto, la agitó ante la gente y se mezcló en la pelea: asaltó el palacio de Ghamak, se dirigió hacia éste y de un golpe de maza lo derribó, desmayado, por el suelo. Sadán cargó contra todos los que estaban en palacio, causando estragos. Entonces gritaron: «¡Paz!

¡Paz!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sadán les replicó: «¡Atad a vuestro rey!» Lo ataron lo cogieron y lo llevaron ante Sadán. Sadán los condujo, como si fuesen reses que van al matadero, ante Garib.

Entretanto, la mayor parte de los habitantes de la ciudad había muerto por la espada. Chamak, rey de Babel, al volver en sí del desmayo vio que estaba atado y que el Ogro decía: «Esta noche cenaré con el rey Chamak». Al oírlo, éste se dirigió a Garib y le dijo: «¡Estoy bajo tu protección!» «¡Conviértete y te salvarás del Ogro y del castigo del Viviente, del que no muere!» Chamak se convirtió, externa e internamente, y Garib mandó que le quitasen las ligaduras. A continuación expuso la religión del Islam a los prisioneros y todos se convirtieron y se pusieron al servicio de Garib. Chamak fue a su ciudad, sacó comidas y bebidas y pasaron la noche junto a Babel. Al día siguiente Garib mandó levantar el campo y viajaron hasta llegar a Mayya Fariqin: vieron que la ciudad estaba vacía. Sus habitantes se habían enterado de lo ocurrido en Babel y habían huido dejando vacías sus casas. Prosiguieron la marcha hasta llegar a la ciudad de Kufa. Informaron a Achib de lo que ocurría y éste se apresuró a reunir a sus campeadores, a los que dio a conocer la llegada de Garib. Les mandó que cogiesen las armas para ir a hacer frente a su hermano. Pasó revista a sus hombres y vio que disponía de treinta mil caballeros y diez mil peones. Mandó alistar aún más gente y acudieron cincuenta mil entre caballeros e infantes. Se puso al frente de sus tropas y marchó durante cinco días hasta encontrar el ejército de su hermano que había acampado en Mosul.

Achib levantó sus tiendas ante las de Garib. Éste escribió una carta y volviéndose hacia sus hombres preguntó: «¿Quién llevará este mensaje a Achib?» Sahim al-Layl se puso en pie de un salto y dijo: «¡Rey del tiempo! Yo llevaré tu carta y traeré la respuesta». Entregó el mensaje a Sahim, que no se detuvo hasta encontrarse frente a la tienda de Achib. Avisaron a éste, quien replicó: «¡Traédmelo!» Le hicieron pasar y le preguntó: «¿De dónde vienes?» «Vengo —replicó Sahim— de parte del rey de los persas y de los árabes, yerno de Cosroes, señor del mundo. Te envía una carta. ¡Contéstale!» «¡Dame la carta!» Se la entregó y Achib quitó el sello, la leyó y vio que decía: «¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! ¡La paz sea sobre su amigo, Abraham!» Y después: «Reconoce, en el mismo momento en que recibas esta carta, la unidad del Rey generoso, del Causante de todas las cosas, del que hace andar a las nubes, y abandona el culto de los ídolos. Si te conviertes serás mi hermano y nos gobernarás; yo te perdonaré la culpa que cometiste al matar a mi padre y a mi madre y no te reprenderé por lo que hiciste. Pero si no haces lo que te mando te cortaré el cuello, destruiré tu país y me desharé de ti. Te he dado un consejo. La paz sea con aquellos que siguen el recto camino y obedecen al Rey altísimo».

Achib comprendió en seguida la amenaza que encerraban las palabras de Garib. Los ojos se le desorbitaron, le castañetearon los dientes y estalló de cólera. Rompió la carta y la tiró al suelo. Esto no gustó a Sahim, quien gritó a Achib: «¡Que Dios seque tu mano por hacer tal cosa!» Achib mandó a sus hombres: «¡Coged a este perro y hacedlo pedazos con vuestra espada!» Cargaron contra Sahim, el cual, a su vez, desenvainó la espada y se abalanzó sobre ellos, matando a más de cincuenta héroes; después, se desligó y llegó al lado de su hermano cubierto de sangre. Garib le preguntó: «¿Cómo estás así, Sahim?» Éste le contó todo lo ocurrido y Garib exclamó lleno de ira: «¡Dios es el más grande!» Los tambores repicaron en son de guerra, los héroes montaron a caballo y los infantes se alinearon; los valientes se reunieron, los caballos caracolearon en el campo, los infantes se cubrieron de hierro y de gruesas cotas de malla: ciñeron la espada y agarraron la larga lanza. Achib y sus hombres montaron a caballo y los contendientes se acometieron.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el juez de guerra pronunció una imparcial sentencia con boca cerrada y sin hablar. La sangre corrió a torrentes y sobre la tierra se repujó un tapete magnífico: la gente se mezcló con la gente y el combate creció en fragor y violencia: los pies resbalaban, pero el valiente se mantenía enhiesto; el cobarde se replegaba y huía, mas el combate no cesó hasta el fin del día, hasta la llegada de la noche con sus tinieblas. Entonces repicaron los tambores mandando a los combatientes que se separasen unos de otros y cada bando regresó a sus tiendas para pasar la noche. Al día siguiente repicaron los timbales incitando a la guerra y al combate, vistieron los instrumentos de la lucha y ciñeron las buenas espadas empuñando la negra lanza. Montaron en hermosos corceles de poco pelo y gritaron: «¡Hoy, batalla sin tregua!» Los ejércitos se alinearon como si fuesen el mar embravecido. El primero en abrir la lucha fue Sahim: condujo su corcel entre las dos filas y jugó con dos espadas y dos lanzas de modos tan variados que las personas de seso estaban perplejas. Después gritó: «¿Hay algún combatiente, algún luchador que no esté ni cansado ni impedido?»

Un caballero infiel se presentó: parecía un tizón al rojo. Pero Sahim no le dio tiempo de plantarse ante él, pues lo alanceó y lo derribó. Venció también al segundo y lo mató; al tercero, lo despedazó; al cuarto, lo aniquiló, y mató a todos los que se presentaron hasta el mediodía; en este momento había matado doscientos campeones. Entonces Achib chilló a sus hombres que se lanzasen al ataque y así los héroes chocaron con los héroes: el combate se generalizó y aumentó el barullo. Las brillantes espadas tintinearon, los hombres acometieron a los hombres y se encontraron en situación difícil; la sangre fluyó y se desbordó, las calaveras pasaron a ser las sandalias de los caballos y el encarnizado combate siguió sin descanso, hasta que terminó el día y llegó la noche con sus tinieblas. Entonces, los contendientes se separaron, se dirigieron a sus tiendas y permanecieron en ellas hasta la mañana siguiente en que ambos bandos montaron a caballo y marcharon en busca de guerra y combate. Los musulmanes esperaron a que Garib cabalgase debajo de las banderas según tenía por costumbre. Al no aparecer éste, Sahim envió a un esclavo a la tienda de su hermano. Pero no lo encontró. Preguntó a los pajes y le contestaron: «Nada sabemos». Sahim experimentó una gran pena, salió e informó a los musulmanes. Éstos se abstuvieron de entablar combate, pues dijeron: «Si Garib se ha ido, sus enemigos nos aniquilarán».

La causa de la ausencia de Garib era algo prodigioso, la citaremos con orden: cuando Achib regresó a su tienda después de haber combatido a su hermano Garib, llamó a uno de sus servidores que se llamaba Sayyar y le dijo: «¡Oh, Sayyar! Te he guardado en espera de un día como éste: te mando que te introduzcas entre las filas de Garib, que llegues hasta la tienda del rey y que lo traigas aquí, mostrándome así tu habilidad». «Oír es obedecer», le replicó. El esbirro se marchó y llegó a la tienda de Garib cuando ya era noche cerrada, cuando todos los hombres se habían ido a la cama. Sayyar se quedó plantado como si estuviese de servicio. Garib tuvo sed y le pidió agua. Le llevó una taza de agua en la que había mezclado un narcótico. En cuanto Garib terminó de beber, su cabeza fue a dar con los pies. Sayyar le envolvió en un manto, se lo cargó encima y lo transportó hasta llegar a la tienda de Achib. Una vez en ella se quedó firme y arrojó el preso a sus pies. Achib preguntó: «¿Qué es esto, Sayyar?» «Esto es tu hermano Garib». Achib se alegró y dijo: «¡Que los ídolos te bendigan! ¡Suéltalo y despiértalo!» Le dio a oler vinagre y volvió en sí. Abrió los ojos y vio que estaba atado y en una tienda que no era la suya. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Su hermano le chilló: «¿Conque reúnes soldados contra mí, perro? ¿Quieres matarme y vengar a tu padre y a tu madre? Hoy te reuniré con ellos y haré que el mundo descanse, libre de ti». «¡Perro infiel! ¡Verás cómo se tuercen los acontecimientos, verás quién es el oprimido por el Rey Todopoderoso y Omnisciente, Aquel que va a meterte en el infierno en donde estarás inerme y serás atormentado! Ten piedad de ti mismo y di conmigo: “No hay dios, sino el Dios de Abraham, el amigo de Dios”.» Achib se inflamó de cólera al oír las palabras de Garib, empezó a rugir, chillar e injuriar a su dios de piedra. Mandó llamar al verdugo y pidió el tapete de las ejecuciones. Acudió su visir, quien en su interior era musulmán, pero que aparentaba ser infiel, besó el suelo y dijo: «¡Rey del tiempo! Ten paciencia y no te precipites hasta que veamos quién es el vencedor y quién el vencido. Si somos los vencedores, siempre podemos matarlo, pero si somos los vencidos el tenerlo en nuestras manos nos dará fuerza». Los emires exclamaron: «¡El visir tiene razón!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas treinta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Achib mandó que encadenasen y pusiesen en cepos a Garib y lo dejó en su tienda custodiado por mil héroes. Las gentes de Garib vieron por la mañana que habían perdido su rey y no lo encontraban: parecían un rebaño que hubiese perdido su pastor. Sadán, el Ogro, les dijo: «¡Soldados! Coged las armas y confiad en vuestro Señor. ¡Él os defenderá!» Los árabes y los persas montaron a caballo después de haberse vestido de hierro y puesto las cotas de malla. Los jefes se mostraron, los abanderados avanzaron y el Ogro del Monte, llevando en las manos un palo que pesaba doscientas ratl, salió al campo. Lo recorrió de un lado a otro y dijo: «¡Adoradores de ídolos! ¡Dejaos ver! ¡Hoy es el día del choque! Quien me ha conocido ha tenido bastante con mis malos tratos; me daré a conocer para quien no me conozca: yo soy Sadán, paje del rey Garib. ¿Hay quien quiera combatir? ¿Hay quien quiera luchar? ¡Que no se acerquen ni el cobarde ni el impotente!» Un campeón de los incrédulos avanzó: parecía que fuese una brasa de fuego. Cargó contra Sadán, quien lo acogió con un trancazo que le rompió las costillas. El enemigo cayó al suelo sin alma.

El Ogro gritó a sus hijos y esclavos. «¡Encended el fuego! ¡Asad bien a todos los infieles que caigan, aderezadlos, dejadlos hasta que estén en su punto y servídmelos como almuerzo!» Hicieron lo que les mandaba. Encendieron el fuego en medio del campo de batalla, pusieron a asar al muerto y cuando estuvo bien, se lo sirvieron a Sadán, quien comió su carne y chupó sus huesos. Los infieles, al ver lo que había hecho el Ogro del Monte, se atemorizaron muchísimo. Achib gritó a su gente: «¡Ay de vosotros! ¡Cargad contra ese ogro! ¡Heridlo con vuestras espadas! ¡Hacedlo pedazos!» Veinte mil hombres se abalanzaron sobre Sadán, mientras los infantes lo rodeaban y arrojaban dardos y venablos. Le causaron veinticuatro heridas y la sangre corrió por el suelo. Estaba luchando solo y los campeones musulmanes se abalanzaron sobre los politeístas invocando el auxilio de Dios, Señor de los mundos. La batalla y el combate duró hasta el fin del día. Entonces los contendientes se separaron. Sadán quedó prisionero: parecía que estuviese borracho de tanta sangre como había perdido. Lo ataron fuertemente y lo colocaron al lado de Garib. Éste, al ver prisionero también a Sadán, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Preguntó: «¡Sadán! ¿Cómo estás así?» «Señor mío: Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha decretado las penas y las alegrías, da éstas y aquéllas.» «Dices la verdad, Sadán.» Achib pasó la noche contento y dijo a sus hombres: «Mañana montad a caballo y acometed al ejército de los musulmanes hasta que no quede ni uno». «¡Oír es obedecer!», le replicaron.

He aquí lo que hace referencia a los musulmanes: Pasaron la noche deshechos, llorando por su rey y por Sadán. Sahim les dijo: «¡Soldados! ¡No os preocupéis, pues Dios (¡ensalzado sea!) os devolverá pronto la alegría!» Sahim, llegada la medianoche se marchó al campamento de Achib, cruzó tiendas y pabellones hasta llegar al sitio en que éste se encontraba sentado en el trono de su poder. Los reyes le rodeaban. Sahim estaba disfrazado de paje. Se acercó a una vela encendida, la despabiló, depositó en ella polvo de un narcótico y salió al exterior. Esperó a que el humo llegase hasta Achib y sus reyes. Todos cayeron al suelo como si estuviesen muertos. Sahim los dejó así, corrió a la tienda que servía de cárcel y en ella encontró a Garib y Sadán. La custodiaban mil caballeros medio dormidos. Sahim les chilló: «¡Ay de vosotros! ¡No durmáis! ¡Vigilad a vuestro enemigo y encended las velas!» Sahim empezó a encenderlas con una madera que llevaba repleta de narcótico y dio una vuelta en torno de la tienda. El humo narcotizante entró por las narices de los dos prisioneros y se durmieron, pero también se narcotizaron todos los soldados de la vigilancia y quedaron dormidos. Sahim al-Layl llevaba vinagre en una esponja. Se la hizo oler hasta que volviesen en sí. Los libró de las cadenas y argollas y ambos le miraron, hicieron votos por él y se alegraron de verlo. Cargaron con todas las armas de los guardianes. Sahim dijo a los dos: «Id al ejército». Se marcharon. Sahim entró en el pabellón de Achib, lo envolvió en un manto, lo cargó a hombros y se dirigió a las tiendas de los musulmanes. El señor, el Misericordioso, lo ocultó hasta que estuvo en la tienda de Garib. En ella abrió el manto. Garib miró lo que había en su interior y encontró a su hermano Achib atado. Exclamó: «¡Dios es el más grande! ¡Conquista! ¡Victoria!» Garib dijo: «Sahim: ¡Despiértalo!» Éste se aproximó y le hizo oler vinagre e incienso. El prisionero abrió los ojos y se encontró atado, sujeto. Bajó la cabeza al suelo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib le dijo: «¡Maldito! ¡Levanta la cabeza!» La levantó y vio que se encontraba entre persas y árabes, que su hermano estaba sentado en el trono de su reino, en la sede de su gloria. Calló, no dijo nada y Garib chilló: «¡Desnudad este perro!» Lo desnudaron y lo cubrieron de latigazos hasta que el cuerpo se le debilitó y perdió el sentido. Cien caballeros fueron los encargados de vigilarlo.

Apenas había terminado Garib de torturar a su hermano cuando se oyeron en las tiendas de los infieles gritos de: «¡No hay dios sino el Dios! ¡Dios es el más grande!» El rey al-Damig, tío de Garib, era el causante. Una vez partido éste de la Chazira, esperó diez días. Después se puso en camino con veinte mil caballeros y anduvo hasta llegar a las inmediaciones del campo de batalla. Despachó a un mensajero para que le informase. Éste permaneció ausente un día y al regreso informó al rey al-Damig de lo que había sucedido a Garib con su hermano. El soberano esperó la llegada de la noche y entonces, al grito de «Dios es el más grande», había acometido a los infieles espada en mano.

Garib y sus gentes oyeron estos gritos. Éste se dirigió a su hermano Sahim al-Layl y le dijo: «Averíguanos lo que ocurre en ese ejército y la causa de que se grite “Dios es el más grande”». Sahim se dirigió al lugar del encuentro y preguntó a los pajes. Le informaron de que el rey al-Damig, tío de Garib, había llegado con veinte mil caballeros y había dicho: «¡Juro por el amigo de Abraham que no he de abandonar al hijo de mi hermano! ¡He de portarme como un valiente, rechazar a los incrédulos y dejar satisfecho al Rey Todopoderoso!» Inmediatamente después había cargado con sus hombres, en medio de las tinieblas de la noche, contra los infieles.

Sahim al-Layl regresó junto a su hermano Garib y lo informó de lo que había hecho su tío. Garib gritó a sus hombres: «¡Coged vuestras armas y montad a caballo! ¡Ayudad a mi tío!» Sus soldados montaron, cargaron contra los infieles pasándolos al filo de la cortante espada de tal modo que al amanecer habían matado casi cincuenta mil, habían hecho prisioneros treinta mil y habían puesto en fuga, a todo lo largo y ancho de la tierra, al resto. Los musulmanes volvieron a su campo triunfalmente, victoriosos, y Garib montó a caballo y salió a recibir a su tío al-Damig. Saludó a éste y le dio las gracias por lo que había hecho. Al-Damig le dijo: «¿Quién sabe si el perro ha caído en esta batalla?» Garib le replicó: «¡Tranquilízate, tío! ¡Alégrate! Sabe que lo tengo atado». Al-Damig se alegró muchísimo, entraron en la tienda, recorrieron a pie el lugar, pasaron al pabellón y no encontraron a Achib. Garib chilló: «¡Gloria a Abraham, el amigo de Dios (¡sobre él sea la paz!)! ¡Qué mal día es éste! ¡Qué desgracia!» Llamó a los pajes y añadió: «¡Ay de vosotros! ¿Dónde está mi enemigo?» «Cuando montaste a caballo fuimos contigo, puesto que no nos mandaste tenerlo en prisión». «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!», exclamó Garib, y dirigiéndose a su tío añadió: «No te apresures ni te entristezcas. ¿Dónde puede ir? Vamos a buscarlo.»

El paje de Achib, Sayyar, era el causante de su huida. Éste había permanecido oculto entre las tropas y apenas pudo creer que Garib montase y se fuese sin dejar quien custodiase a su enemigo. Esperó, cogió a Achib, se lo cargó a la espalda y se lo llevó hacia el campo. El preso estaba sin sentido a causa del fuerte dolor. Anduvo muy de prisa durante la noche y al día siguiente llegó junto a una fuente de agua que estaba junto a un manzano. Dejó a Achib en el suelo, le lavó la cara y su dueño abrió los ojos. Contempló a Sayyar y le dijo: «Llévame a Kufa, en donde podré reponerme, reunir caballeros, soldados y tropas y vencer a mi enemigo. Sayyar: tengo hambre». Su servidor se dirigió al bosque, cazó una cría de avestruz, la llevó a su dueño y la sacrificó. Después, reunió leña, encendió fuego con pedernal, la asó, se la dio a comer y le hizo beber agua de la fuente. Achib recuperó fuerzas. Entonces, Sayyar se acercó a un campamento de beduinos, robó un corcel y lo llevó a Achib. Éste montó y se dirigieron a Kufa. Viajaron unos días hasta llegar cerca de la ciudad. El gobernador salió a recibir al rey Achib, lo saludó y vio que estaba débil por el tormento que le había infligido su hermano. El rey entró en la ciudad, convocó a los médicos y les dijo: «¡Curadme en menos de diez días!» Contestaron: «¡Oír es obedecer!» Los médicos se preocuparon de Achib y le curaron la enfermedad que le había causado el tormento. Entonces mandó a su visir que escribiese cartas a todos sus lugartenientes. Escribió veintiuna y las envió. Éstos reunieron tropas y se dirigieron rápidamente a Kufa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib había quedado muy triste por la fuga de Achib. Había despachado tras él mil campeadores y los había repartido por todos los caminos. Viajaron día y noche, pero no encontraron rastro. Regresaron e informaron a Garib. Éste mandó llamar a su hermano Sahim, mas no lo encontró. Temió que le hubiese sucedido alguna desgracia. Experimentó una pena muy profunda. Mientras estaba así Sahim entró y besó el suelo ante él. Garib, al vedo, le salió al encuentro y le preguntó: «¿Dónde estabas, Sahim?» «¡Rey! He llegado hasta Kufa y he visto que ese perro de Achib ha conseguido alcanzar la sede de su poderío. Ha mandado a los médicos que lo curasen de sus heridas y así lo han hecho, devolviéndole la salud. Ha escrito cartas y las ha enviado a los lugartenientes, los cuales acuden a su lado con tropas.»

Garib mandó a sus soldados que se pusiesen en marcha. Levantaron las tiendas y se dirigieron hacia Kufa. Al llegar a esta ciudad la encontraron rodeada por un ejército semejante al mar tumultuoso, pues no tenía ni principio ni fin. Garib acampó con sus soldados frente a los incrédulos, plantaron las tiendas e izaron las banderas. Las tinieblas cayeron sobre los dos bandos, que encendieron fuegos; los dos contendientes montaron las guardias hasta que apareció el día. El rey Garib, entonces, hizo las abluciones y rezó dos arracas de acuerdo con lo prescrito por la religión de nuestro padre Abraham, el amigo de Dios (¡sobre él sea la paz!). Después mandó repicar a los tambores de guerra y así se hizo. Las banderas flamearon y los caballeros vistieron sus armas y montaron en sus corceles, dejándose ver en busca del campo de batalla. El primero que inició las hostilidades fue el rey al-Damig, tío del rey Garib, quien condujo su corcel por entre las dos filas de contendientes y se mostró entre los dos bandos jugando con dos lanzas y dos espadas. Los caballeros quedaron perplejos y los contendientes admirados. Gritó: «¿Hay quien quiera combatir? Que no se acerque ni el perezoso ni el impotente. Yo soy el rey al-Damig, hermano del rey Kundamir». Salió a combatir con él un caballero de los infieles que era un héroe: parecía una llama de fuego. Cargó contra al-Damig sin decir una palabra y éste le salió al encuentro y le alanceó en el pecho: la punta de la lanza salió por el hombro y Dios se apresuró a conducir su alma al infierno, ¡qué mala morada! Un segundo salió a hacerle frente, y lo mató; se presentó el tercero y lo mató, y así siguió hasta matar a setenta y seis hombres, campeadores. Entonces los enemigos y los héroes rehuyeron el combate.

El incrédulo Achib gritó a los suyos: «¡Ay de vosotros! ¡Gentes! Si combatís todos, uno después de otro, no va a quedar ni uno solo ni de pie ni sentado. ¡Cargad contra él todos a la vez para dejar a la tierra libre de ellos! ¡Haced que la cabeza de sus jefes ruede bajo los cascos de los caballos!» Entonces tremolaron el espantoso estandarte y se abalanzaron unos contra otros. La sangre corrió y se derramó por el suelo, el juez de la guerra decidió y no fue injusto en su sentencia. Los valientes se clavaron en la palestra con pie firme, mientras los cobardes daban la vuelta y huían. Combatieron hasta que el día se fue y llegó la noche con sus tinieblas; la lucha, el encuentro y el entrechocar de los sables siguió hasta que la oscuridad fue completa; entonces los infieles hicieron repicar el tambor de la retirada, pero esto no satisfizo a Garib, quien cargó contra los politeístas. Los creyentes, los monoteístas le siguieron. ¡Cuántas cabezas y cuellos cortaron! ¡Cuántas manos y espinas dorsales descoyuntaron! ¡Cuántas rodillas y nervios destrozaron! ¡Cuántos jóvenes y ancianos mataron! La llegada de la mañana vio como los politeístas emprendían la fuga y la huida; en el momento de aparecer la clara aurora estaban vencidos y los musulmanes los persiguieron hasta el mediodía. Hicieron prisioneros a más de veinte mil y los ataron.

Garib hizo alto ante la puerta de Kufa y mandó a sus pregoneros que anunciasen a la ciudad citada que dejaría en paz y tranquilidad a quienes dejasen el culto de los ídolos y proclamasen la unidad del Rey omnisciente, Creador de los hombres, de la luz y de las tinieblas. Anunciaron por las calles de la ciudad lo que había dicho: perdón a todos los que se convirtiesen, fuesen grandes o chicos: todos salieron a renovar la profesión de fe musulmana delante del rey Garib. Éste se alegró muchísimo; su pecho respiró y descansó. A continuación preguntó por Mirdás y su hija Mahdiyya y le informaron que había acampado detrás del Monte Rojo. Mandó a buscar a su hermano Sahim; éste acudió y le dijo: «Ve a buscar noticias de tu padre». Sahim montó en el corcel y no se entretuvo: agarró la lanza de negro brillo y emprendió el camino hacia el Monte Rojo. Buscó, pero no encontró noticias ni restos de gente. Halló a un jeque árabe muy anciano, decrépito por los muchos años. Sahim preguntó por los hombres y adonde habían ido. Le contestó: «¡Hijo mío! Cuando Mirdás se enteró de que Garib había ocupado Kufa se llenó de pavor. Cogió a su hija y a sus familiares, a todas las doncellas y esclavos y se internó por esa campiña y ese desierto. No sé adónde se dirige». Sahim, al oír las palabras del jeque, regresó junto a su hermano y le informó. Garib experimentó una pena muy grande, se sentó en el trono del reino de su padre, abrió sus tesoros y distribuyó las riquezas entre todos sus paladines. Se instaló en Kufa y envió espías a que averiguasen lo que había sido de Achib. Ordenó que se presentasen los grandes del reino y éstos acudieron sumisos. Lo mismo hicieron los habitantes de la ciudad. Les regaló vestidos suntuosos y les recomendó sus súbditos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que un día montó a caballo y salió de caza acompañado por cien caballeros; marchó hasta llegar a un valle cuajado de muchos árboles frutales, de riachuelos y pájaros, que servía de pasto a las gacelas y a los gamos, y en el cual reposaba el espíritu de las adversidades. Permanecieron allí durante todo el día —era un buen día— y pasaron la noche. Al día siguiente, Garib, después de hacer las abluciones, rezó dos arracas, loó a Dios (¡ensalzado sea!) y le dio las gracias. De repente se oyeron gritos y se levantó un tumulto en aquel prado. Garib dijo a Sahim: «Averigua qué nuevas hay». Se marchó al momento y corrió hasta ver riquezas robadas, caballos furiosos, mujeres presas y niños que chillaban. Preguntó a los pastores: «¿Qué ocurre?» Contestaron: «Éste es el harén y las riquezas de Mirdás, señor de los Banu Qahtán, y los bienes de toda la tribu que estaba con él. Ayer Chamraqán mató a Mirdás, se apoderó de sus bienes, aprisionó a sus familiares y capturó todas las riquezas de la tribu. Chamraqán actúa de acuerdo con su costumbre de bandolero y de ladrón de caminos: es un hombre fuerte, prepotente, al que no pueden hacer frente ni los árabes ni los reyes, ya que él es “lo peor del lugar”».

Al enterarse Sahim de la muerte de su padre, de la captura de su harén y del saqueo de sus riquezas, regresó al lado de su hermano Garib y le informó. El fuego aumentó y la fiebre de la ira rugió para ir a lavar la afrenta y tomar venganza. Garib y sus hombres montaron a caballo en busca de la oportunidad. Avanzaron hasta llegar junto a unos hombres y Garib les chilló: «¡Dios es el más grande! Él hace frente a aquel que oprime, es injusto e incrédulo». En una sola carga mató a veintiún valientes. Después se plantó en el campo de batalla con un corazón que no era el de un cobarde. Preguntó: «¿Dónde está Chamraqán? Que avance para que pueda darle a gustar el vaso de la ignominia y librar de él al país». No había terminado Garib de pronunciar estas palabras cuando ya tenía plantado, ante él, a Chamraqán, quien era como un gigante enorme o como un pedazo de monte: completamente vestido de hierro, parecía un hombre muy elevado. Cargó contra Garib como un gigante prepotente, sin decir ni una palabra ni saludar. Garib, a su vez, le salió al encuentro como el león feroz. Chamraqán tenía una barra de hierro chino tan pesada, que si hubiese caído sobre un monte lo hubiese destruido. Avanzó con ella en la mano y golpeó a Garib en la cabeza. Pero éste evitó el golpe y la maza se hundió medio codo en el suelo. Garib se apoderó de la maza y golpeó a Chamraqán en los nudillos de la mano, rompiéndole los dedos. La maza se le cayó de la mano, pero Garib se inclinó desde lo alto de la silla, la agarró más rápido que el rayo cegador y volvió a golpearle en las costillas de un lado. Chamraqán cayó como si fuese una alta palmera. Sahim le rodeó los brazos con una cuerda. Los caballeros de Garib cayeron sobre los de Chamraqán: mataron a cincuenta y el resto huyó, derrotado; no pararon de correr hasta llegar a su tribu, a la que anunciaron a gritos su regreso. Todos los que estaban en la fortaleza salieron a recibirlos, preguntaron qué había pasado y les informaron de lo ocurrido. Cuando oyeron que su señor estaba prisionero corrieron a liberarlo y se dirigieron al valle.

El rey Garib tenía prisionero a Chamraqán, cuyos paladines habían huido. Aquél se apeó del caballo y mandó que le llevasen a éste. Chamraqán hizo acto de sumisión diciendo: «¡Estoy bajo tu protección, caballero del tiempo!» «¡Perro beduino! —le replicó Garib—. ¿Asaltas en el camino a los servidores de Dios (¡ensalzado sea!)? ¿No temes al Señor de los mundos?» «¡Dueño mío! ¿Qué es eso del Señor de los mundos?» «¡Perro! ¿A qué ídolo adoras?» «Adoro a una divinidad hecha de dátiles, manteca y miel. En ciertas fechas me la como y hago otra.» Garib rió, divertido, hasta caerse de espaldas y le dijo: «¡Desgraciado! Únicamente hay que adorar a Dios (¡ensalzado sea!), que te ha creado a ti, que ha creado todas las cosas, que da el sustento a todo ser vivo, al que nada se oculta y que es todopoderoso». «¿Y dónde está ese gran Señor para que pueda adorarlo?» «Sabe que esa divinidad se llama Allah y es quien ha creado los cielos y la tierra, quien hace brotar los árboles y fluir los ríos, que ha creado las fieras y los pájaros, el paraíso y el infierno. Está oculto a nuestra vista; ve y no es visto. Se encuentra en el lugar más alto y es quien nos ha creado y nos da de comer, ¡glorificado sea! No hay más dios que Él.» Chamraqán escuchó las palabras de Garib; sus oídos y corazón se abrieron, se le puso carne de gallina y exclamó: «¡Señor mío! ¿Qué he de decir para ser uno de vosotros, para que ese gran Señor esté satisfecho de mí?» «Di: “No hay más dios que el Dios de Abraham, y éste es su amigo y su enviado”.» Chamraqán pronunció la profesión de fe y quedó inscrito entre la gente de la felicidad. Garib le preguntó: «¿Has probado la dulzura del Islam?» «Sí.» «¡Pues soltad sus ataduras!» Lo desataron y Chamraqán besó el suelo ante Garib. Mientras ocurría esto se levantó una nube de polvo que tapó el horizonte.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib dijo: «Sahim: ve a ver qué es ese polvo». Éste marchó como si fuese un pájaro cuando levanta el vuelo, estuvo ausente un rato, regresó y dijo: «¡Rey del tiempo! Esa nube de polvo es de los Banu Amir, los compañeros de Chamraqán». Garib dijo a éste: «¡Monta a caballo! Ve al encuentro de tus hombres y proponles que se conviertan al Islam. Si te obedecen estarán a salvo, pero si se niegan los pasaremos por la espada». Chamraqán montó y dirigió su corcel hasta alcanzar a sus hombres. Los llamó, le reconocieron, descabalgaron y se acercaron a él. Dijeron: «¡Nos alegra que te hayas salvado, señor nuestro!» «¡Gentes mías! Quien me obedezca estará a salvo, y partiré con este sable a quien me desobedezca.» «¡Mándanos lo que quieras, pues no desacataremos tu orden!» «Decid conmigo: “No hay dios sino es el Dios de Abraham y éste es su amigo”.» «¡Señor nuestro! ¿De dónde has sacado estas palabras?» Les contó todo lo que le había ocurrido con Garib y añadió: «¡Gentes mías! ¿Es que no sabéis que en el campo de batalla, en las lides de la guerra y en el manejo de la lanza valgo tanto como todos vosotros? Pues un solo hombre me ha hecho prisionero y me ha hecho probar la humillación y el envilecimiento». Cuando sus hombres oyeron esto pronunciaron las palabras declarando la unicidad de Dios. Chamraqán los condujo ante Garib y ante éste renovaron su profesión de fe, hicieron votos por su poder y por su gloria y después besaron el suelo. Les dijo: «Id a vuestra tribu y explicadles el Islam». Chamraqán intervino: «¡Señor! Nuestras gentes no volverán a separarse de ti. Iremos a buscar a nuestros hijos y volveremos a tu lado». Garib replicó: «¡Gentes! Id y reuníos conmigo en la ciudad de Kufa». Chamraqán y sus hombres montaron a caballo, alcanzaron a su tribu y expusieron a sus mujeres e hijos el Islam. Se convirtió hasta el último. Destruyeron sus cosas y sus tiendas y se pusieron en marcha hacia Kufa llevando sus caballos, camellos y ganado.

Garib había llegado a Kufa y sus caballeros, formando un cortejo, habían salido a recibirle. Entró en el alcázar del rey, se sentó en el trono de su padre y los caballeros se extendieron a su derecha e izquierda. Los espías se presentaron ante él y le informaron de que su hermano había conseguido llegar ante al-Chaland b. Karkar, señor de la ciudad de Omán, en la tierra del Yemen. Garib, al oír las nuevas de su hermano gritó a sus gentes: «¡Soldados! ¡Preparad vuestras provisiones de viaje para dentro de tres días!» Invitó a treinta mil prisioneros que había hecho al principio de la batalla a convertirse al Islam y a acompañarle. Veinte mil se convirtieron. Los restantes diez mil se negaron y los mató. Más tarde llegó Chamraqán con sus gentes. Besaron el suelo ante él y Garib les regaló suntuosos vestidos y nombró a aquél almocadén de sus tropas diciendo: «¡Chamraqán! Tú, y tus más notables contríbulos, montad, tomad veinte mil caballeros, formad la vanguardia de mi ejército y dirigíos hacia el país de al-Chaland b. Karkar, señor de la ciudad de Omán». «¡Oír es obedecer!», contestó. Dejaron sus mujeres y niños en Kufa y se marcharon.

Garib pasó revista al harén de Mirdás y cuando su mirada se posó en Mahdiyya, que se encontraba entre las mujeres, cayó desmayado. Le rociaron la cara con agua de rosas y al volver en sí la abrazó, se fue con ella a una habitación, se sentaron y durmieron juntos, sin tocarse, hasta la llegada de la aurora. Garib fue, entonces, a sentarse en el trono de su reino, colmó de favores a su tío al-Damig y le nombró su lugarteniente para todo el Iraq recomendándole que cuidase de Mahdiyya hasta que regresase de la algazúa que emprendía contra su hermano. Su tío obedeció sus órdenes. Garib se puso en marcha con veinte mil caballeros y diez mil infantes, dirigiéndose hacia la tierra de Omán en el país del Yemen.

Achib había conseguido llegar a la ciudad de Omán con sus gentes derrotadas. Los habitantes de la ciudad vieron la nube de polvo; su rey al-Chaland b. Karkar la divisó también y mandó a sus correos que averiguasen de qué se trataba. Estuvieron ausentes un rato y regresaron para decirle: «En el interior de esa polvareda hay un rey que se llama Achib que es señor del Iraq». Al-Chaland se admiró de que Achib fuese a su tierra: cuando se convenció de que así era, dijo a sus hombres: «¡Salid a recibirlo!» Los soldados salieron a recibir a Achib y levantaron las tiendas junto a la puerta de la ciudad. Achib, llorando y con el corazón triste, acudió a ver a Chaland. Éste tenía por esposa a una sobrina de Achib que le había dado hijos. Por esto, al ver a su cuñado en ese estado le dijo: «¡Dime qué es lo que te pasa!» Le contó todo lo que le había ocurrido con su hermano desde el principio hasta el fin y añadió: «¡Oh, rey! Él manda a las gentes que adoren al Señor de los cielos y les prohíbe que den culto a los ídolos y demás divinidades». Al-Chaland se enfadó e indignó al oír estas palabras y exclamó: «¡Juro por el sol que posee la luz que no he de dejar en pie ni una casa de los súbditos de tu hermano! ¿Dónde has dejado a esas gentes? ¿Cuántos son?» «Los he dejado en Kufa y son cincuenta mil caballeros.» El rey llamó a sus hombres y al visir Chawamard. Le dijo: «Coge setenta mil hombres, ve al encuentro de los musulmanes y tráemelos vivos para que pueda torturarlos de todos los modos posibles». Chawamard montó a caballo y al frente del ejército se dirigió hacia Kufa. Viajó el primero y el segundo día y lo mismo hizo hasta el séptimo. Durante la marcha los soldados se internaron por un valle que tenía árboles, riachuelos y frutos. Chawamard ordenó a…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chawamard ordenó a] sus gentes que acampasen y descansasen hasta medianoche. A esta hora Chawamard levantó el campo y les mandó que se pusiesen en marcha. Él montó en su corcel y se puso a su frente. Anduvieron hasta la llegada de la aurora en que llegaron a un valle con muchos árboles, cuyas flores exhalaban un penetrante perfume y en el que cantaban los pájaros y cimbreaban las ramas.

El demonio le insufló la tentación en su pecho y recitó estos versos:

Me sumerjo en el mar de tumultuosas olas con mi ejército y gracias a mi esfuerzo y mi fuerza hago prisioneros.

Sabed, caballeros de este país, que los caballeros me temen y defiendo a mis gentes.

Apresaré a Garib, al que cargaré de cadenas, y regresaré contento: mi alegría será completa.

Me pondré la armadura, cogeré mi equipo y por todas partes me meteré en la batalla.

Apenas había terminado de pronunciar Chawamard estas palabras cuando ya aparecía entre los árboles un caballero alto, cubierto de hierro. Gritó a Chawamard: «¡Tente en pie, bandido de árabe! ¡Quítate los vestidos y tus arreos, apéate de tu caballo y sálvate!» Al oír estas palabras la luz se transformó en tinieblas a los ojos de Chawamard. Desenvainó la espada y cargó sobre al-Chamraqán chillando: «¡Bandido de árabe! ¿Te atreves a cortarme el camino a mí, que soy el jefe del ejército de al-Chaland b. Karkar, enviado por éste para llevarle a Garib y sus hombres en cadenas?» Al-Chamraqán exclamó al oír estas palabras: «¡Cómo me refrescas el corazón!», y cargó contra su enemigo recitando estos versos:

Yo soy el caballero bien conocido en el campo de batalla; el enemigo teme mi lanza y mi espada.

Yo soy al-Chamraqán en quien se confía en los malos ratos. Entre los hombres, los caballeros conocen mis lanzazos.

Garib es mi príncipe, mi imán y mi señor: es aquel que, en el día que se encuentran los enemigos, es el héroe.

Es un príncipe asceta, religioso y valiente, que aniquila al enemigo en el ardor del combate.

Invita a la religión del Amigo salmodiando versículos, por más que pese a los ídolos de los incrédulos.

Al-Chamraqán había salido con sus hombres de la ciudad de Kufa y había viajado sin interrupción durante diez días. Al undécimo habían hecho alto hasta la medianoche. A esta hora al-Chamraqán había dado la orden de partir. Éste montó en su corcel y se puso a su frente, yendo a parar a dicho valle, en el que oyó recitar a Chawamard lo que se ha citado anteriormente. Cargó contra él como un león feroz, le golpeó con la espada y lo partió en dos mitades. Después esperó la llegada de los jefes que le seguían y les informó de lo que ocurría. Les dijo: «Cada grupo de cinco de vosotros cogerá cinco mil hombres y contorneará el valle. Yo me quedaré con los Banu Amir. En cuanto me alcance el primer enemigo yo cargaré contra él gritando: “¡Dios es el más grande!” Al oír este grito cargad vosotros también chillando: “¡Dios es el más grande!” ¡Atacadlos, acometedlos con vuestras espadas!» Contestaron: «¡Oír es obedecer!» Fueron en busca de sus campeones y les informaron de lo que había que hacer y se dispersaron por el valle en el momento de romper la aurora. Vieron que llegaba un tropel de gente que parecía un rebaño y que fue ocupando la llanura y el monte. Entonces al-Chamraqán y los Banu Amir cargaron gritando: «¡Dios es el más grande!» Los creyentes y los incrédulos lo oyeron. Los primeros replicaron desde todas partes: «¡Dios es el más grande! ¡Concede el triunfo y la victoria y humilla a los incrédulos!» Los montes y las colinas, los desiertos y los prados hicieron eco diciendo: «¡Dios es el más grande!» Los infieles quedaron perplejos y se acometieron unos a otros con la afilada espada. Los puros musulmanes atacaron a su vez como si fueran una llama de fuego y ya sólo se vio el volar de las cabezas, el correr de la sangre, los cobardes indecisos y cuando se pudieron distinguir las caras se habían exterminado ya los dos tercios de los infieles. Dios precipitó su marcha hacia el fuego (¡qué pésima morada es!). El resto inició la fuga y se dispersaron por el desierto. Los musulmanes los persiguieron haciendo prisioneros a unos y matando a otros hasta el mediodía. Cuando regresaron a su campo habían hecho siete mil prisioneros. Sólo consiguieron escapar veintiséis mil incrédulos, la mayoría heridos. Los musulmanes regresaron triunfantes, victoriosos y reunieron los caballos, los pertrechos, los fardos y las tiendas y lo enviaron a Kufa con mil caballeros.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al-Chamraqán y los soldados del Islam bajaron de sus caballos y expusieron a los prisioneros su religión. Éstos se convirtieron externa e internamente. Les quitaron las ligaduras y los abrazaron. Al-Chamraqán pasó a ser jefe de un gran ejército. Dejó descansar a sus hombres durante un día y una noche. Al amanecer se puso en marcha hacia el país de al-Chaland b. Karkar, mientras los mil caballeros con el botín se ponían en marcha, llegaban a Kufa e informaron al rey Garib de lo que había ocurrido. Éste se puso contento y dirigiéndose al Ogro del Monte le dijo: «Monta a caballo, toma veinte mil hombres y sigue a al-Chamraqán». El Ogro, Sadán, montó a caballo; sus cinco hijos hicieron lo mismo y al frente de veinte mil caballeros se dirigieron hacia la ciudad de Omán.

Los infieles, vencidos, habían llegado a su ciudad llorando, lamentándose por la desgracia sufrida. Al-Chaland b. Karkar les preguntó: «¿Qué desgracia os ha ocurrido?» Le contaron lo sucedido y exclamó: «¡Ay de vosotros! ¿Cuántos eran?» «¡Rey! Tenían veinte estandartes y debajo de cada estandarte iban mil caballeros.» El rey, al oír estas palabras, chilló: «¡Que el sol no os conceda su bendición! ¡Ay de vosotros! ¿Os habéis dejado vencer por veinte mil hombres siendo vosotros setenta mil? Chawamard podía competir, solo, en el campo de batalla, con tres mil hombres». Desenvainó la espada con gran enojo y gritó a los que estaban a su lado: «¡Cargad contra ésos!» Los presentes desenvainaron la espada, atacaron a los fugitivos, los mataron hasta el último y los echaron a los perros. Después, al-Chaland llamó a su hijo y le dijo: «Coge cien mil caballeros, ve al Iraq y destrúyelo por completo». El rey al-Chaland tenía un hijo que se llamaba al-Qurachán. En el ejército no había caballero mejor que él, ya que era capaz de hacer frente a tres mil caballeros. Al-Qurachán sacó las tiendas fuera de la ciudad y corrieron a reunírsele los héroes, los hombres; tomaron sus armas, se pusieron sus arreos de guerra y partieron fila tras fila.

Al-Qurachán iba al frente de todo el ejército y, orgulloso de sí mismo, recitaba estos versos:

Yo soy al-Qurachán y mi nombre es famoso; he vencido a nómadas y sedentarios.

¡Cuántos caballeros, cuando les he dado muerte, han mugido como una vaca al caer al suelo!

¡A cuántos soldados he vencido haciendo rodar su cabeza como una pelota!

Voy a realizar una algazúa en el Iraq y haré correr la sangre de los enemigos como lluvia.

Haré prisioneros a Garib y sus héroes: serán ejemplo para la gente que sabe ver.

Avanzaron durante doce días. Mientras marchaban distinguieron una polvareda que cubría el horizonte. Al-Qurachán gritó a los correos: «¡Traedme noticia de qué significa esa nube!» Éstos salieron corriendo pasando por debajo de los estandartes; regresaron junto a al-Qurachán y le dijeron: «¡Rey! ¡Es la polvareda de los musulmanes!» El príncipe se alegró y preguntó: «¿Los habéis contado?» «Hemos contado veinte estandartes.» «¡Juro por mi religión que no he de enviar contra ellos ni un hombre! Iré yo solo y transformaré sus cabezas en cascos para los caballos.» Esa polvareda era la que levantaba al-Chamraqán. Éste distinguió el ejército de infieles y vio que formaba olas como las del mar tormentoso. Mandó a sus hombres que hiciesen alto y levantasen las tiendas. Se detuvieron y plantaron las tiendas al tiempo que rezaban al Rey omnisciente, Creador de la luz y de las tinieblas, Señor de todas las cosas, que ve y no es visto y que se encuentra en el lugar más alto (¡gloriado y ensalzado sea!). No hay dios sino Él. Los incrédulos hicieron alto, levantaron sus tiendas. Su jefe les dijo: «Coged vuestras armas, haced vuestros preparativos y dormid armados. Cuando llegue el último tercio de la noche, montad a caballo y aplastad ese puñado de hombres».

Pero los espías de al-Chamraqán estaban alerta y oyeron lo que urdían los incrédulos. Regresaron a su campo e informaron a al-Chamraqán. Éste se volvió a sus paladines y les dijo: «¡Preparad vuestras armas! Cuando llegue la noche, traedme los mulos y los camellos, campanillas y objetos que repiquen. Colocadlos en el cuello de los camellos y de los mulos». Tenían más de veinte mil camellos y mulos. Esperaron hasta que los infieles se hubieron dormido. Entonces al-Chamraqán mandó a su gente que montase. Montaron, se confiaron a Dios y pidieron al Señor de los mundos que les concediese la victoria. Después les dijo: «Conducid los camellos y las bestias de carga hacia los infieles y azuzadlos con la punta de las lanzas». Hicieron lo que les mandaba con todos los mulos y camellos y después cargaron sobre las tiendas de los incrédulos. Las campanillas, campanas y ajorcas resonaron y los musulmanes avanzaron detrás gritando: «¡Dios es el más grande!» Los montes y colinas se hicieron eco de la mención del Rey altísimo que posee la fuerza y la majestad. Los caballos, al oír este fragor, se lanzaron sobre las tiendas en que dormían los soldados.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los politeístas se levantaron aturdidos, cogieron las armas y se acometieron entre sí hasta matarse la mayoría. Al fijarse vieron que no había ningún musulmán muerto, observaron que éstos estaban montados a caballo y armados; se dieron cuenta de que todo había sido una estratagema. Al-Qurachán gritó a los soldados que le quedaban: «¡Hijos del adulterio! Lo que queríamos hacer con ellos, lo han hecho con nosotros. Su treta ha vencido a la nuestra». Se disponían a lanzarse al ataque cuando vieron que se levantaba una nube de polvo que tapaba el horizonte; el viento la hacía subir y flamear quedando colgada en el aire. Debajo de la polvareda brillaban los cascos y relampagueaban las corazas; todos los que iban debajo eran excelsos héroes que ceñían espadas indias y empuñaban flexibles lanzas. Los infieles, al ver ]a polvareda, rehusaron el combate y cada uno de los contendientes envió un correo que se internó por debajo de la polvareda, regresó e informó de que se trataba de musulmanes.

El ejército que llegaba era el del Ogro del Monte que había despachado Garib. Su jefe, avanzando al frente, se reunió con el ejército de los píos musulmanes. Entonces al-Chamraqán y los suyos cargaron, como si fuesen una llama de fuego, contra los incrédulos, y ensañaron en éstos sus espadas cortantes y las vibrantes lanzas rudayníes: el día se transformó en tinieblas y el mucho polvo cegó la vista; los valientes se plantaron firmes y los cobardes huyeron por la campiña y el desierto; la sangre cayó en el suelo como si fuese una ola en el rompiente. La lucha y el combate siguieron hasta el fin del día y la llegada de la noche con sus tinieblas. Los musulmanes se separaron de los incrédulos, se dirigieron a sus tiendas, comieron y durmieron hasta que se disiparon las tinieblas y llegó el día con su sonrisa. Los musulmanes rezaron la oración de la mañana y montaron para acudir a la batalla.

Una vez hubieron dejado de combatir, al-Qurachán vio que la mayoría de sus hombres estaban heridos y que dos tercios habían muerto por la espada y por la lanza. Dijo a sus soldados: «¡Gentes! Mañana me dejaré ver en el campo de batalla, en la palestra de la guerra, en donde se alancea y desafiaré a los valientes». Al día siguiente, cuando se hizo claro, ambos montaron a caballo y el griterío subió de punto, desenfundaron las armas, bajaron las negras lanzas y formaron en fila de combate. El primero que abrió la puerta de la batalla fue al-Qurachán b. al-Chaland b. Karkar diciendo: «¡Que hoy no se presente el perezoso o el impotente!» Esto ocurría mientras al-Chamraqán y el Ogro estaban bajo los estandartes. Un almocadén de los Banu Amir avanzó e hizo frente a al-Qurachán en el campo de batalla. Los dos se atacaron como si fuesen machos cabríos dándose cornadas durante un lapso de tiempo, al cabo del cual al-Qurachán se abalanzó sobre el almocadén, lo agarró por el cuello de la armadura, lo atrajo hacia sí arrancándolo de la silla, lo derribó en el suelo y lo mantuvo sujeto. Los infieles lo ataron y lo llevaron a sus tiendas. Al-Qurachán corrió arriba y abajo incitando al combate y salió un segundo almocadén. Lo capturó e hizo lo mismo: así, antes del mediodía, había hecho prisioneros a siete jefes. Entonces al-Chamraqán gritó de tal modo que resonó en el campo y lo oyeron los dos ejércitos; avanzó contra al-Qurachán con el corazón firme y recitó estos versos:

Yo soy al-Chamraqán, el del corazón fuerte; todos los caballeros temen mi carga.

He destruido castillos y los he dejado llorando y suspirando por la pérdida de sus hombres.

¡Qurachán! Estás cerca del buen camino: abandona la senda de la perdición.

Acepta que hay un solo Dios en lo alto del cielo, que ha hecho correr los mares y ha anclado los montes.

Si el hombre se hace musulmán, el día de mañana encontrará refugio en un paraíso y apartará de sí el tormento eterno.

Al-Qurachán, al oír las palabras de al-Chamraqán, resopló, se inflamó, injurió al sol y a la luna y cargó sobre al-Chamraqán recitando estos versos:

Yo soy al-Qurachán, el valiente de la época: los leones de al-Sara temen mi figura.

He dominado las fortalezas y he cazado las fieras: todos los caballeros temen combatirme.

¡Chamraqán! Si no crees lo que digo, ¡acércate y lucha conmigo!

Al-Chamraqán cargó contra al-Qurachán con el corazón fuerte: se acometieron con las espadas mientras las filas se alborotaban y empuñando las lanzas se acometían; el griterío aumentó y no descansaron del combate y de la lucha hasta la caída de la tarde y el fin del día. En este momento al-Chamraqán se abalanzó sobre al-Qurachán, le descargó la maza en el pecho y lo derribó por el suelo como si fuese un tronco de palmera. Los musulmanes lo sujetaron y lo ataron con cuerdas como si fuese un camello. Los incrédulos, al ver que su señor estaba prisionero, cargaron contra los musulmanes ciegos por el celo de la ignorancia, intentando librar a su dueño. Los paladines de los creyentes los rechazaron dejándolos tendidos en el suelo: el resto huyó en busca de la salvación mientras la espada tintineaba en su nuca. Los musulmanes los persiguieron hasta que los dispersaron por montes y desiertos. Después los dejaron, regresando al botín: multitud de caballos y tiendas, ¡qué estupendo botín! Más tarde al-Chamraqán expuso el Islam a al-Qurachán, lo amenazó, pero no se convirtió. Le cortaron el cuello y pusieron la cabeza en la punta de una lanza. Se pusieron en camino en dirección de la ciudad de Omán.

He aquí lo que hace referencia a los incrédulos: Informaron al rey de la muerte de su hijo y de la destrucción de su ejército. Al-Chaland, al oír esta noticia, tiró su corona por el suelo y se abofeteó el rostro hasta que la sangre le salió por las narices, cayendo desmayado en el suelo. Le rociaron la cara con agua de rosas, volvió en sí y gritó a su visir: «Escribe cartas a todos los lugartenientes y ordénales que no descuiden ni a un caballero, ni a un lancero ni a un arquero; que acudan todos». Las cartas fueron escritas y enviadas por correos. Los lugartenientes hicieron sus preparativos y se pusieron en marcha con un ejército de ciento ochenta mil hombres. Prepararon las tiendas, los camellos y los corceles y se disponían a partir cuando al-Chamraqán y Sadán, el Ogro, hicieron su aparición acompañados por setenta mil caballeros que parecían feroces leones: todos iban cubiertos por sus armaduras.

Al-Chaland se alegró mucho al ver que llegaban los musulmanes y exclamó: «¡Juro por el sol que da luz que no dejaré vivo a ningún enemigo ni tan siquiera para que pueda dar noticia de lo ocurrido; derruiré el Iraq y tomaré venganza por la muerte de mi hijo, el caballero legendario: el fuego de mi ira no se enfriará!» Volviéndose hacia Achib añadió: «¡Perro del Iraq! ¡Éstos son los beneficios que nos has traído! ¡Juro por el ser al que adoro que si no tomo venganza de mi enemigo te haré morir de un modo terrible!» Achib experimentó un gran pesar al oír estas palabras y empezó a censurarse a sí mismo. Esperó a que los musulmanes acampasen, levantasen sus tiendas y la noche oscureciera. Él se encontraba aislado en las tiendas con sus familias. Les dijo: «¡Primos! Sabed que cuando los musulmanes han avanzado, al-Chaland y yo hemos sentido un gran temor y me he dado cuenta de que él ya no puede protegerme ni de mi hermano ni de nadie. Opino que debéis venir conmigo, en cuanto las guardias se adormezcan, y marchar junto al rey Yaarib b. Qahtán, ya que éste posee muchos ejércitos y es más fuerte». Sus hombres al oír esto dijeron: «Así es». Les mandó que encendiesen el fuego en la puerta de las tiendas y que se pusiesen en marcha en medio de las tinieblas de la noche. Hicieron lo que les había mandado y cruzaron sin cesar muchos países.

Por la mañana, el rey al-Chaland y doscientos sesenta mil soldados cubiertos de hierro y cotas de malla se despertaron. Repicaron los tambores y formaron en fila para alancearse y combatir. Al-Chamraqán, Sadán y cuarenta mil caballeros, héroes, valientes, montaron a caballo. Bajo cada estandarte había mil caballeros valientes adiestrados en el combate. Los dos ejércitos se alinearon dispuestos a combatir y alancear: desenfundaron la espada, y prepararon la punta de las lanzas para dar de beber la copa de la muerte. Sadán fue el primero que inició la lucha: parecía un monte de granito o un marid; mató a un paladín de los incrédulos que se atrevió a hacerle frente, lo arrojó al suelo y gritó a sus hijos y pajes: «¡Encended el fuego y asadme al muerto!» Hicieron lo que les había mandado, se lo sirvieron asado, se lo comió y chupó los huesos, mientras los incrédulos lo miraban desde lejos. Exclamaron: «¡Por el sol que da la luz!», y se aterraron por tener que combatir con Sadán. Al-Chaland gritó a sus hombres: «¡Matad a ese asqueroso!» Un almocadén de los infieles salió al campo y Sadán lo mató: fue matando caballero tras caballero hasta dejar tendidos a treinta. Entonces, los malditos incrédulos renunciaron a seguir luchando con Sadán diciendo: «¿Quién puede combatir con los genios y ogros?» Pero al-Chaland les objetó: «¡Cargad a la vez ciento contra él y traédmelo prisionero o muerto!»

Cien caballeros se abalanzaron, espada y lanza en la mano, sobre Sadán. Éste les salió al encuentro, más fuerte que la roca, proclamando la unidad del Rey que retribuye, al que nadie puede apartar de su fin. Exclamó: «¡Dios es el más grande!» Los acometió con la espada, empezó a segar cabezas y de la primera acometida mató a setenta y cuatro. El resto huyó. Al-Chaland chilló a diez generales cada uno de los cuáles tenía a sus órdenes mil campeones. Les dijo: «¡Asaetead su caballo para que Sadán caiga al suelo! ¡Agarradlo!» Diez mil caballeros se lanzaron sobre Sadán, quien los esperó con el corazón fuerte. Al-Chamraqán y los musulmanes vieron que los infieles se lanzaban contra Sadán y al grito «¡Dios es el más grande!», salieron a acometerlos. Pero antes de que hubiesen podido llegar junto a Sadán, el caballo de éste había sido derribado y el Ogro se encontraba prisionero. Los musulmanes atacaron a los incrédulos hasta la caída de la noche, cuando ya no se pudo ver: las cortantes espadas repicaban, los caballeros valientes se sostenían firmes, mientras los cobardes quedaban sin aliento. Los musulmanes estaban entre los infieles como una mancha blanca sobre el toro negro.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los combates y la lucha se prolongaron hasta la llegada de las tinieblas: entonces se separaron. Los incrédulos habían perdido innumerables soldados. Al-Chamraqán y sus hombres se retiraron muy apenados por la pérdida de Sadán: no les apetecía ni comer ni dormir. Calcularon sus muertos y vieron que no llegaban a mil. Al-Chamraqán dijo: «¡Soldados! Mañana me mostraré en el campo de batalla, en la palestra de la lucha y del combate. Mataré a sus héroes, aprisionaré a sus familias, los reduciré a cautividad y rescataré a Sadán si el Rey retribuidor, Aquel a quien nada aparta de sus designios, lo permite». Estas palabras tranquilizaron el corazón de los musulmanes. Se alegraron, se separaron y se dirigieron a sus tiendas.

Por su parte, al-Chaland entró en su pabellón y se sentó en el trono de su reino. Sus súbditos formaron un círculo a su alrededor. Mandó que le llevasen a Sadán. Lo colocaron ante él y le increpó: «¡Perro de perros! ¡Oh, el más ínfimo de los árabes! ¡Leñador que has dado muerte a mi hijo al-Qurachán, héroe del tiempo que mataba a los campeadores y derribaba a los valientes!» Sadán replicó: «Lo ha matado al-Chamraqán, jefe del ejército del rey Garib, señor de los caballeros, y yo lo he asado y lo he comido porque tenía hambre». Los ojos de al-Chaland se desorbitaron al oír las palabras de Sadán. Mandó que le cortasen el cuello. El verdugo se acercó a Sadán para cumplir su oficio. Entonces éste se revolvió en sus ligaduras, las rompió, se abalanzó sobre el verdugo, le arrebató la espada, le cortó la cabeza, se dirigió hacia al-Chaland, lo derribó del trono y huyó: cayó sobre los que estaban presentes, mató veinte hombres de la casa del rey, y los restantes jefes huyeron. Se levantó el griterío entre el ejército de los incrédulos; Sadán acometió a todos los que encontró por delante golpeando a diestra y a siniestra. Entonces le abrieron paso, cruzó por este corredor y acometiendo a todos con la espada salió de sus tiendas y se dirigió a las de los musulmanes.

Éstos estaban escuchando el alboroto de los incrédulos y decían: «Tal vez les llegan refuerzos». Mientras permanecían atónitos Sadán hizo acto de presencia. Se alegraron muchísimo por su llegada y quien más satisfacción tuvo fue al-Chamraqán. Éste lo saludó y lo mismo hicieron los musulmanes, felicitándolo por haberse salvado. Hasta aquí lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a los incrédulos: Volvieron al pabellón, junto a su rey, una vez hubo desaparecido Sadán. El rey les dijo: «¡Gentes! ¡Juro por el sol que da la luz! ¡Juro por las tinieblas de la noche y la luz del día! ¡Juro por los planetas! Hoy he creído que no escapaba a la muerte. Si su mano llega a alcanzarme me hubiese comido y para él no hubiese sido ni tan siquiera lo que un grano de trigo, de cebada o cualquier otro cereal». «¡Rey del tiempo! —le replicaron—, jamás hemos visto hacer a nadie lo que ha hecho este ogro.» «Gentes mías: mañana empuñad vuestras armas, montad en vuestros corceles y derribad a los enemigos bajo los cascos de vuestros caballos.»

He aquí lo que se refiere a los musulmanes: Contentos por la victoria y la liberación de Sadán el Ogro volvieron a reunirse. Al-Chamraqán les dijo: «Mañana, en el campo de batalla, os mostraré lo que hago, lo que debe hacer uno como yo. ¡Juro por el amigo de Abraham que les daré mala muerte y que los acometeré con la cortante espada de tal modo que las personas inteligentes quedarán perplejas! He decidido atacar sus alas derecha e izquierda. Cuando veáis que cargo contra el rey, que se mantendrá debajo de los estandartes, seguid en pos de mí para que Dios decrete algo que ha de suceder».

Las dos partes pasaron la noche en guardia hasta que se hizo de día y el sol se mostró a la vista. Entonces, montaron a caballo en menos de un abrir y cerrar de ojos, el cuervo de la separación graznó y se observaron unos a otros. Se dispusieron en orden de guerra y de combate. El primero que comenzó las hostilidades fue al-Chamraqán, quien corrió arriba y abajo en busca de combate. Al-Chaland y sus hombres se disponían a atacar cuando vieron que se levantaba una nube de polvo que tapaba el horizonte y oscurecía el día; los cuatro vientos disolvieron la polvareda y debajo aparecieron caballeros con corazas, valientes héroes, espadas cortantes, lanzas afiladas y hombres que parecían fieras, incapaces de sentir temor o miedo. Los dos ejércitos renunciaron al combate en cuanto vieron la polvareda, y enviaron mensajeros para que averiguasen de qué se trataba y qué gentes eran las que llegaban levantando tanto polvo. Los correos fueron, se metieron debajo de la nube y se perdieron de vista. Después de un rato regresaron. El correo de los incrédulos informó que los recién llegados constituían un ejército musulmán mandado por su rey Garib. El correo de los musulmanes regresó e informó de la llegada del rey Garib y sus hombres. Se alegraron mucho de su llegada. Condujeron sus caballos al encuentro de su rey, se apearon, besaron el suelo ante él, lo saludaron y…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [lo saludaron y] se colocaron a su alrededor. Garib les dio la bienvenida contento porque estaban salvos. Llegaron a las tiendas, le levantaron un pabellón y colocaron los estandartes. El rey Garib se sentó en el trono del reino; los grandes se colocaron en torno suyo y le contaron todo lo que le había ocurrido a Sadán.

Por su parte los incrédulos buscaron a Achib, pero no lo encontraron ni entre ellos ni en sus tiendas. Informaron de su huida a al-Chaland b. Karkar y éste se sulfuró, se mordió los dedos y dijo: «¡Juro por el sol que da luz que es un perro traidor! ¡Ha huido con sus malditas gentes por la campiña y el desierto! Para rechazar a este enemigo va a ser necesario un duro combate. Estad seguros de vosotros mismos, fortificad vuestros corazones y estad en guardia ante los musulmanes».

El rey Garib dijo a sus hombres: «Estad seguros de vosotros mismos, fortificad vuestros corazones y pedid auxilio a vuestro Señor rogándole que os conceda la victoria sobre vuestro enemigo». Le contestaron: «¡Oh, rey! Verás lo que hacemos al cargar en la palestra, al encontrarnos en el campo de la guerra y el combate». Los dos bandos durmieron hasta que apareció la aurora, se hizo de día y salió el sol por encima de las colinas y las llanuras. Garib rezó dos arracas según la religión de Abraham, el Amigo (¡sobre el cuál sea la paz!), y escribió una carta que envió con su hermano Sahim a los incrédulos. Cuando llegó ante éstos le preguntaron: «¿Qué quieres?» «Deseo ver a quien os manda.» «Quédate aquí mientras vamos a preguntarle qué hay que hacer contigo.»

Sahim se quedó allí y dios fueron a ver a al-Chaland y le informaron de la situación. Dijo: «¡Traédmelo!» Lo condujeron ante él. Preguntó: «¿Quién te envía?» «El rey Garib al que Dios ha concedido el gobierno de los árabes y de los persas. Toma su carta y da tu contestación.» Al-Chaland cogió la carta, la desdobló, la leyó y vio que decía: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, Señor eterno, el Único grande, el que conoce todas las cosas, Señor de Noé, Salih, Hud y Abraham, Señor de todas las cosas. Salud a quienes siguen el recto camino, temen las consecuencias de la perdición y obedecen al Rey más excelso, siguen la buena senda y prefieren la última vida a la terrena». Y después: «Al-Chaland, no adores más que al Dios único, todopoderoso, creador de la noche y del día y de la esfera que gira; el que ha enviado a los píos profetas, hace correr los ríos, ha levantado el cielo, ha extendido la tierra, ha hecho brotar los árboles, ha concedido alimento a los pájaros en su nido y a las fieras en el desierto. Él es Dios, el Todopoderoso, el Indulgente, el que perdona, Aquél a quien las miradas no alcanzan y hace que el día suceda a la noche. Es quien ha mandado a los mensajeros y ha revelado las escrituras. Sabe, ¡oh, Chaland!, que no hay más religión que la de Abraham, el Amigo. Si te conviertes escapas a la espada cortante en esta vida y al tormento del fuego en la otra. Si no aceptas el Islam te prometo la destrucción, la ruina de tu país y la pérdida de todo rastro. Envíame a Achib, el perro, para que pueda vengar a mi padre y a mi madre». Al-Chaland, leída la carta, dijo a Sahim: «Di a tu dueño que Achib ha huido con sus hombres y que no sabemos adónde ha ido. Al-Chaland no renuncia a su religión y mañana combatiremos. El sol nos ayudará». Sahim volvió junto a su hermano, le informó de lo ocurrido y durmieron hasta que amaneció. Entonces, los musulmanes cogieron las armas de guerra, montaron en los veloces corceles y mencionaron públicamente al Rey conquistador, Creador del cuerpo y del alma. Pronunciaron en voz alta la fórmula «Dios es el más grande» y repicaron los tambores de guerra hasta que la tierra vibró. Los valientes caballeros y los nobles paladines hablaron y se dirigieron al combate haciendo temblar el suelo.

El primero que comenzó la lucha fue al-Chamraqán, quien condujo su corcel al campo de la lid y jugó con la espada y los dardos de tal modo que quedaron perplejos todos los poseedores de razón. Después gritó: «¿Hay algún luchador? ¿Hay algún combatiente? Que hoy no se presente ni el cansado ni el impotente: yo soy quien ha matado a al-Qurachán b. Chaland. ¿Quién sale a luchar para vengarlo?» Al-Chaland, al oír mencionar a su hijo, gritó a sus hombres: «¡Hijos de adulterinas! ¡Traedme ese caballero que ha matado a mi hijo para que coma su carne y beba su sangre!» Cargaron contra él cien campeadores: mató a la mayoría y puso en fuga a su Emir. Al-Chaland, al ver lo que había hecho al-Chamraqán gritó a sus hombres: «¡Cargad todos a la vez contra él!» Tremolaron el estandarte que asusta y las gentes se abalanzaron sobre las gentes. Garib y al-Chamraqán cargaron con sus hombres: los dos bandos chocaron como si se tratara de mares. Las espadas yemeníes y las lanzas desgarraron pechos y vientres y los contendientes vieron con sus propios ojos al ángel de la muerte. El polvo remontó hasta lo más alto del cielo; los oídos quedaron sordos, las lenguas callaron y la muerte se presentó en todos los lugares. Los valientes permanecieron firmes y los cobardes volvieron la espalda.

El combate siguió sin interrupción hasta que terminó el día y los tambores repicaron ordenando la separación de los contendientes. Se alejaron unos de otros y cada bando volvió a su tienda.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuarenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib se sentó en el trono de su reino, en la sede de su poderío. Sus amigos se alinearon en torno suyo. Dijo: «Estoy muy preocupado por la fuga de ese perro de Achib, pues no sé adónde ha ido: si no le alcanzo y tomo venganza, moriré de dolor». Su hermano Sahim al-Layl avanzó, besó el suelo y dijo: «¡Rey! Voy a dirigirme al ejército de los incrédulos y averiguaré algo de ese perro traidor que es Achib». «Ve y trae noticias verídicas de ese cerdo.» Sahim se vistió como los infieles y se dirigió a las tiendas de éstos. Los encontró dormidos, embriagados por la guerra y el combate; sólo permanecían despiertos los guardianes. Sahim cruzó por los pabellones y encontró al rey dormido sin que nadie estuviese a su lado. Se acercó a él, le hizo oler un narcótico y quedó como muerto. Sahim salió, tomó un mulo, enrolló al rey en un tapiz y lo colocó sobre el animal, poniendo encima una estera. Se puso en camino, llegó al pabellón de Garib y entró ante el rey. Los presentes no le reconocieron y preguntaron: «¿Quién eres?» Rompió a reír, se destapó la cara y le reconocieron. Garib preguntó: «¿Qué carga traes, Sahim?» «¡Rey! Éste es al-Chaland b. Karkar.» Lo desenrolló y Garib lo reconoció. Dijo: «¡Sahim! ¡Despiértalo!» Le hizo oler vinagre e incienso y Chaland expulsó el narcótico que tenía en la nariz, abrió los ojos y se encontró entre los musulmanes. Preguntó: «¿Qué pesadilla es ésta?», y volvió a cerrar los ojos y se durmió. Sahim le pegó diciendo: «¡Abre los ojos, maldito!» Preguntó: «¿Dónde estoy?» «¡Ante el rey Garib b. Kundamir, rey del Iraq!» Al-Chaland exclamó al oír estas palabras: «¡Rey! ¡Estoy bajo tu protección! Sabe que no tengo ninguna culpa y que ha sido tu hermano quien nos ha hecho salir a combatirte: nos ha puesto enfrente uno de otro y ahora ha huido». Garib preguntó: «¿Sabes su camino?» «¡Juro por el sol que da la luz que no sé adónde ha ido!» Garib mandó que lo cargaran de cadenas y que lo vigilasen.

Todos los jefes se dirigieron a sus tiendas. Al-Chamraqán se dirigió a sus hombres y les dijo: «¡Primos! Quiero hacer esta noche una acción que me conceda el reconocimiento del rey Garib». «¡Haz lo que quieras! —le replicaron—. Nosotros oiremos y obedeceremos tu orden.» «Coged vuestras armas. Yo os acompañaré. Andad suavemente de modo que ni las hormigas os descubran. Abríos en círculo alrededor de las tiendas de los incrédulos y cuando oigáis que grito: “¡Dios es el más grande!”, gritad: “¡Dios es el más grande!” Retiraos inmediatamente, dirigíos hacia la puerta de la ciudad y pediremos a Dios (¡ensalzado sea!) que nos conceda la victoria.» Sus hombres cogieron todas las armas y aguardaron la llegada de la medianoche. Formaron un círculo en torno de los incrédulos y esperaron un rato hasta que al-Chamraqán golpeó con la espada su escudo y dijo: «¡Dios es el más grande!» La voz resonó en el valle y sus hombres hicieron coro diciendo: «¡Dios es el más grande!» El eco recorrió todo el valle, los montes, las arenas, las colinas y todos los lugares algo elevados. Los incrédulos se despertaron aturdidos y se acometieron unos a otros. La espada corrió entre ellos; los musulmanes se retiraron, avanzaron sobre las puertas de la ciudad, mataron a los porteros, penetraron en la urbe y se apoderaron de todas las riquezas y de las mujeres. Esto es lo que ocurrió con al-Chamraqán.

El rey Garib, al oír el griterío de «Dios es el más grande», montó a caballo y lo mismo hizo el ejército, hasta el último soldado. Sahim se puso al frente y se aproximó al lugar del combate, viendo que los Banu Amir habían efectuado una incursión contra los infieles escanciándoles la copa de la muerte. Volvió atrás e informó a su hermano de lo que había. Éste rezó por al-Chamraqán, mientras los incrédulos seguían acometiéndose entre sí con la cortante espada, empleando sus mejores fuerzas, hasta que se hizo de día y la luz se extendió por todas partes. Entonces Garib chilló a sus gentes: «¡Hombres nobles! ¡Cargad! ¡Contentad al Rey omnisciente!» Las gentes puras cayeron sobre los libertinos y la cortante espada jugó su papel mientras la afilada lanza penetraba en el pecho de los hipócritas incrédulos. Éstos quisieron entrar en su ciudad, pero al-Chamraqán les salió al encuentro con sus primos y se encontraron cogidos entre dos filas de enemigos. Mataron un gran número y el resto se dispersó por el campo y el desierto.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que persiguieron espada en mano a los incrédulos, los dispersaron en la llanura y en la montaña y después regresaron a la ciudad de Omán. El rey Garib entró en el alcázar de al-Chaland, se sentó en el trono de su reino y sus compañeros formaron un círculo a su diestra y a su siniestra. Mandó que le llevaran a al-Chaland. Fueron por éste rápidamente y lo colocaron ante el rey Garib, quien le expuso los fundamentos del Islam. No quiso convertirse y mandó que lo crucificasen en la puerta de la ciudad. Lo asaetearon hasta dejarlo como un erizo. Garib, después, hizo regalos a al-Chamraqán y le dijo: «Tú eres el dueño de la ciudad, su gobernador, el señor que puede hacer y deshacer, ya que la has conquistado con tu espada y con tus hombres». Al-Chamraqán besó el pie del rey Garib, le dio las gracias e hizo votos para que sus victorias, bienes y poder fuesen duraderos. Más tarde Garib abrió los tesoros del rey al-Chaland, miró lo que contenían y lo distribuyó entre los jefes, abanderados y combatientes; también repartió a las muchachas y a los muchachos. Estuvo repartiendo riquezas durante diez días.

Cierta noche, mientras dormía, tuvo un sueño terrible. Se despertó sobresaltado y aterrorizado, y desveló a su hermano Sahim. Le dijo: «Me he visto, en sueños, en un valle muy espacioso. Se abalanzaban sobre nosotros dos pájaros, los más grandes que nunca haya visto. Tenían unas garras como lanzas. Caían sobre nosotros, que estábamos aterrorizados. Esto es lo que he visto». Sahim al oír estas palabras replicó: «¡Rey! Esto indica un gran enemigo. Permanece en guardia». Garib no consiguió dormir durante el resto de la noche. Al día siguiente, por la mañana, pidió su caballo y montó en él. Sahim le preguntó: «¿Adónde vas, hermano?» «He amanecido muy acongojado y quiero viajar durante diez días para distraerme.» «¡Llévate mil caballeros!» «¡No! Iremos tú y yo solos.»

Garib y Sahim recorrieron valles y prados y no pararon hasta llegar a un gran valle con muchos árboles y frutos, aromáticas flores y pájaros en las ramas, a los que contestaba el ruiseñor con sus mejores trinos; la tórtola llenaba el lugar con su voz; el ruiseñor con su canto desvelaba al que dormía; el mirlo tenía voz casi humana y el papagayo contestaba a la paloma de collar y al palomo del modo más elocuente. Las ramas de los árboles contenían toda clase de frutos comestibles en sus dos especies. Este valle les gustó. Comieron sus frutos, bebieron en sus arroyuelos y se sentaron a la sombra de los árboles. La modorra se apoderó de ellos y se durmieron. ¡Gloria a Aquel que no duerme! Mientras dormían aparecieron dos marids terribles, cada uno de los cuales agarró a un príncipe por el cuello y lo levantó hacia lo más alto del cielo, hasta colocarlos por encima de las nubes. Sahim y Garib se despertaron encontrándose entre el cielo y la tierra. Miraron a los que los trasladaban y vieron que eran dos genios: uno de ellos tenía cabeza de perro y el otro de mono y eran altos como palmeras. Su pelo se parecía a las cerdas de los caballos y sus garras eran como las de las fieras. Garib y Sahim al verse en esta situación dijeron: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios!»

La causa de todo esto era que un rey de los reyes de los genios, que se llamaba Maraas, tenía un hijo, de nombre Saiq, el cual amaba a una doncella de los genios que se llamaba Nachma. Saiq y Nachma estaban reunidos en aquel valle metamorfoseados en pájaros. Sahim y Garib los habían visto y creyéndolos pájaros los habían asaeteado. Pero sólo alcanzaron a Saiq, cuya sangre empezó a correr. Nachma se afligió, lo agarró, y echó a volar llena de terror temiendo que le ocurriese lo mismo que a Saiq. Voló sin descanso hasta depositar a éste en la puerta del alcázar de su padre. Los porteros lo transportaron hasta dejado ante el padre, Maraas. Éste, al ver a su hijo con un venablo en el costado exclamó: «¡Hijo! ¿Quién te ha hecho tal cosa? Arruinaré su país y apresuraré su fin aunque sea el más poderoso de los reyes de los genios». El muchacho abrió los dos ojos y respondió: «¡Padre mío! Es un ser humano el que me ha matado en el Valle de las Fuentes». Apenas hubo pronunciado estas palabras murió. El padre se abofeteó hasta que le salió sangre por la boca y gritó a dos marids: «Id al Valle de las Fuentes y traedme a todos los que se encuentren en él». Los dos marids corrieron hasta el Valle, descubrieron a Garib y Sahim durmiendo, los agarraron y los condujeron ante Maraas. Sahim y Garib, al despertarse, se encontraron entre el cielo y la tierra y exclamaron: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los dos genios los depositaron delante de Maraas, el cual estaba sentado en el trono de su reino. Parecía un monte enhiesto. Su cuerpo tenía cuatro cabezas: una de león, otra de elefante, la tercera de tigre y la cuarta de leopardo. Los dos genios colocaron a Garib y Sahim ante Maraas y dijeron: «¡Rey! Éstos son los dos que hemos encontrado en el Valle de las Fuentes». El rey los miró con ojos brillantes de cólera, resoplando y rugiendo; de su nariz salían chispas. Todos los presentes quedaron aterrorizados. Dijo: «¡Perros humanos! ¡Habéis matado a mi hijo y habéis puesto fuego en mis entrañas!» Garib preguntó: «¿Y quién era tu hijo, ése al que hemos matado? ¿Quién ha visto a tu hijo?» «¿No erais vosotros los que estabais en el Valle de las Fuentes? Visteis a mi hijo que estaba metamorfoseado en pájaro, lo asaeteasteis con el arco y ha muerto.» «¡Por el Señor, el Grande, el Único, el Eterno, el que es Omnisciente! ¡Juro por su amigo Abraham que no sé quién lo ha matado y que no hemos visto ningún pájaro ni tropezado con fieras ni aves!» Maraas al oír que Garib juraba por el nombre de Dios, por su poderío y por su Profeta Abraham, el amigo, se dio cuenta de que era musulmán. Maraas adoraba al fuego prescindiendo del Rey potente. Gritó a sus hombres: «¡Traedme a mi señor!» Le llevaron un horno de oro que colocaron delante de él. Encendieron fuego, colocaron sahumerios y se levantaron llamas: una verde, otra azul y una tercera amarilla. El rey y todos los presentes las adoraron, mientras Garib y Sahim proclamaban la unicidad de Dios (¡ensalzado sea!), le loaban y daban fe de que Dios es todopoderoso.

El rey levantó la cabeza y vio que Garib y Sahim permanecían en pie, que no se prosternaban. Exclamó: «¡Perros! ¿Qué os pasa que no os prosternáis?» Garib replicó: «¡Ay de vosotros, malditos! Las genuflexiones sólo son para el Dios que es adorado, que ha creado a todos los seres de la nada, que hace surgir el agua de la dura roca, que hace que el padre tenga compasión del recién nacido, del cual no se puede decir que está sentado o que está de pie, el Señor de Noé, Salih, Hud y Abraham, su amigo. Él es quien ha creado el Paraíso y el fuego, quien ha creado a los árboles y sus frutos. Él es Dios, el Único, el Todopoderoso». Los ojos de Maraas se desorbitaron al oír estas palabras y gritó a sus hombres: «¡Atad a estos dos perros! ¡Acercadlos a mi señor!» Ataron a Sahim y Garib y quisieron arrojarlos al fuego. En aquel preciso momento una de las almenas del palacio cayó en el brasero, que se rompió; el fuego se apagó y la ceniza voló por el aire. Garib exclamó: «¡Dios es el más grande! Hace conquistar y concede la victoria humillando a los incrédulos. Dios está por encima de los que adoran el fuego y prescinden del Rey todopoderoso». Maraas exclamó: «Tú eres un mago y has embrujado a mi señor para que le ocurriese esto». «¡Loco! —le refutó Garib—. Si el fuego tuviese el secreto y la prueba de su divinidad evitaría todo aquello que le perjudica.» Maraas, al oír estas palabras, blasfemó y juró por el fuego, exclamando: «¡Juro por mi religión que únicamente os daré muerte por medio del fuego!»

Mandó que los encarcelaran, llamó a cien marid y les ordenó que reuniesen mucha leña y le prendiesen fuego. Así lo hicieron y se levantó una gran hoguera, que permaneció encendida hasta la mañana. Entonces Maraas montó en un elefante que llevaba a cuestas un trono de oro montado de pedrería. A su alrededor se colocaron las tribus de genios que tenían las figuras más variadas. Después le llevaron a Sahim y Garib. Éstos, al ver la llama de fuego, pidieron auxilio al Único, al Todopoderoso, al Creador de la noche y del día, el Grande al que no llegan las miradas mientras él las alcanza, el Amable, el Bien informado. Rezaron sin cesar: una nube avanzó desde occidente hasta oriente dejando caer una lluvia tan copiosa como el mar proceloso. El fuego se apagó. El rey y sus soldados se asustaron y entraron en palacio. El rey se dirigió al visir y a los grandes del reino y les dijo: «¿Qué opináis de estos dos hombres?» «¡Rey! Si no dijesen la verdad no hubiesen ocurrido estas cosas. Nosotros decimos que tienen razón, que son sinceros.» El rey dijo: «Se me ha hecho manifiesta la verdad: carece de sentido adorar al fuego. Si fuese un dios hubiese impedido que la lluvia lo apagara y que la piedra rompiera su brasero transformándolo en cenizas. Creo en el que ha creado el fuego y la luz, las tinieblas y el calor. ¿Qué decís?» Le replicaron: «¡Oh, rey! Nosotros seguimos, oímos y obedecemos». El rey mandó llamar a Garib. Lo llevaron ante él. Le salió al encuentro, lo abrazó y lo besó en la frente y lo mismo hizo con Sahim. A continuación se agolparon los soldados alrededor de Sahim y Garib y les besaron las manos y la cabeza.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que más tarde el rey Maraas se sentó en el trono de su reino, colocó a Garib a su derecha y Sahim a su izquierda. Dijo: «¡Seres humanos! ¿Qué diremos para convertirnos en musulmanes?» Garib le contestó: «No hay dios sino el Dios de Abraham y éste es su amigo». El rey y todos sus súbditos se convirtieron interna y externamente. Garib les enseñó a orar. Después, acordándose de sus hombres suspiró. El rey de los genios le dijo: «¡La preocupación se ha ido y ha llegado la alegría y la satisfacción!» Garib le dijo: «¡Rey! Tengo muchos enemigos y temo que causen algún daño a los míos». Le explicó lo que le había ocurrido con su hermano Achib desde el principio hasta el fin. El rey de los genios replicó: «¡Rey de los hombres! Yo enviaré en tu lugar a alguien para que vea qué sucede a tu gente. No te dejaré marchar hasta que esté satisfecho de contemplar tu rostro». Llamó a dos genios terroríficos. Uno se llamaba Kaylachán y el otro al-Qurachán. Al llegar los dos genios besaron el suelo. Les dijo: «Id al Yemen y averiguad qué hacen los soldados de sus ejércitos». Contestaron: «Oír es obedecer». Los dos genios arrancaron a volar dirigiéndose hacia el Yemen. Esto es lo que hace referencia a Garib y a Sahim.

He aquí lo que se refiere al ejército de los musulmanes: Por la mañana se dirigieron al alcázar del rey Garib para servirle. Los criados les dijeron: «El rey y su hermano han montado a caballo al amanecer y han salido». Los jefes montaron y recorrieron valles y montes, siguiendo siempre las huellas, hasta llegar al Valle de las Fuentes. Hallaron las armas de Garib y Sahim abandonadas y a los dos corceles paciendo. Exclamaron: «¡Cierto! ¡El rey se ha perdido en este lugar! ¡Gloria al amigo de Abraham!» Se dividieron en varios grupos y buscaron por el Valle y los montes durante tres días. Pero no consiguieron ningún dato. Prepararon los funerales, mandaron ir a los correos y les dijeron: «Recorred campos, castillos y ciudadelas buscando nuevas de nuestro rey». «Oír es obedecer», respondieron. Se separaron y cada uno de ellos se dirigió a una región distinta. Achib se enteró por sus espías de que su hermano había desaparecido y que no encontraban sus huellas. Se alegró mucho, sacó buenos augurios y presentándose ante el rey Yaarib b. Qahtán, le pidió auxilio y éste se lo concedió dándole doscientos mil amalecitas. Achib avanzó con sus tropas hasta acampar ante la ciudad de Omán. Al-Chamraqán y Sadán le salieron al encuentro y presentaron combate: murieron muchísimos musulmanes; los restantes entraron en la ciudad, cerraron la puerta y pusieron las murallas en estado de defensa.

Entonces llegaron los dos genios al-Kaylachán y al-Qurachán: vieron que los musulmanes estaban sitiados y aguardaron la llegada de la noche. Entonces empezaron a atacar a los incrédulos con la cortante espada, con la espada de los genios: cada una medía doce brazos, de tal modo que si un hombre hubiese dado con ella en una piedra, la hubiese partido. Atacaron al grito: «¡Dios es el más grande! ¡Conquista, vence y humilla a los que no creen en la religión del Amigo de Abraham!» Cargaron contra los descreídos y mataron muchísimos. Su boca y su nariz despedían llamas. Los infieles, salidos de sus pabellones, vieron cosas tan prodigiosas que les hicieron poner carne de gallina, se atolondraron y perdieron la razón: agarraron sus armas y se acometieron entre sí mientras los dos genios seguían segando sus cuellos y gritaban: «¡Dios es el más grande! ¡Nosotros somos vasallos del rey Garib, amigo del rey Maraas, rey de los genios!» La espada siguió girando en ruedo hasta mediada la noche: los infieles imaginaban que todos los montes estaban llenos de genios: cargaron las tiendas, los fardos y las riquezas sobre sus camellos y emprendieron la marcha. El primero en huir fue Achib.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los musulmanes se reunieron, quedaron maravillados de cuanto ocurría a los infieles y temieron que las tribus de los genios les causasen daño. Los dos marids continuaron atacando a los incrédulos hasta que los dispersaron por los campos y el desierto: sólo escaparon a los genios cincuenta mil hombres de los doscientos mil que eran al principio; vencidos y heridos regresaron a su país. Los genios dijeron: «¡Soldados! El rey Garib, vuestro señor, y su hermano os saludan. Ambos son huéspedes del rey Maraas, rey de los genios, y dentro de poco volverán a vuestro lado». Los soldados al oír nuevas de Garib se alegraron muchísimo y replicaron: «¡Que Dios os pague con bien, nobles gentes!» Los dos genios regresaron, se presentaron ante los reyes Garib y Maraas y los encontraron sentados. Les contaron lo que había ocurrido y lo que habían hecho y los reyes les recompensaron. El corazón de Garib se tranquilizó. Entonces el rey Maraas dijo: «¡Hermano mío! Quiero que visites nuestra tierra: te mostraré la ciudad de Jafet, hijo de Noé, sobre el cual sea la paz». «¡Rey! ¡Haz lo que bien te parezca!» Maraas pidió dos corceles para los hermanos. Él, Garib y Sahim montaron y mil genios constituyeron su escolta. Se pusieron en camino como si fuesen un pedazo de montaña hendido a todo lo largo. Contemplaron valles y montes hasta llegar a la ciudad de Jafet, hijo de Noé (¡sobre él sea la paz!). Los habitantes de la ciudad, grandes y chicos, salieron a recibir a Maraas y éste entró en medio de un gran cortejo. Subió al palacio de Jafet, hijo de Noé, se sentó en el trono de su imperio que era de mármol con barras de oro incrustadas y una altura de diez escalones. Estaba tapizado con toda suerte de sedas policromas. Cuando los habitantes de la ciudad hubieron ocupado su sitio les dijo: «¡Descendientes de Jafet, hijo de Noé! ¿Qué es lo que han adorado vuestros padres y vuestros abuelos?» «Hemos visto que nuestros padres adoraban el fuego y los hemos imitado. Pero tú estás más informado.» «¡Gentes! Hemos visto que el fuego es una de las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!), el cual ha creado todas las cosas. Al darme cuenta de esto me he sometido al Dios único, el Todopoderoso, el Creador de la noche, del día y de la esfera que gira; Aquel a quien la vista no alcanza mientras que él ve las miradas. Él es el Sutil, el Bien informado. ¡Someteos! Os salvaréis de la ira del Omnipotente y en la vida futura del tormento del fuego.» Se convirtieron interna y externamente.

Maraas cogió a Garib de la mano y le mostró el alcázar de Jafet y de sus hijos; le enseñó los prodigios que contenía. Después lo llevó al arsenal y le mostró las armas de Jafet. Pudo ver una espada colgada de un clavo de oro. Garib preguntó: «¡Oh, rey! ¿A quién pertenece?» «Ésta es la espada de Jafet, hijo de Noé, con la cual acometía a hombres y genios. El sabio Chardum la templó y grabó en el dorso los grandes nombres: si se golpeara con ella un monte lo derruiría. Se llama al-Mahiq: destruye todo aquello que toca, sea hombre o genio.» Garib, al oír estas palabras que aludían a las virtudes de la espada, dijo: «Quiero examinada». «Puedes hacer lo que quieras», le replicó Maraas. Garib extendió la mano, cogió la espada y la sacó de la vaina: despidió un relámpago, la muerte se mostró y brilló por el filo. Tenía una longitud de doce palmos por una anchura de tres. Garib quiso empuñarla y el rey Maraas le dijo: «Si puedes luchar con ella, cógela». Garib replicó: «De acuerdo». La empuñó como si fuese un bastón. Los hombres presentes quedaron boquiabiertos y exclamaron: «¡Magnífico, señor de los caballeros!» Maraas le dijo: «Pon la mano en este tesoro por el cual han suspirado los reyes de la tierra, monta a caballo y te mostraré la ciudad». Garib y Maraas montaron y los hombres y los genios se pusieron a su disposición.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los siguieron a pie cruzando entre alcázares y casas vacías, por calles y puertas doradas. Salieron por las puertas de la ciudad y contemplaron jardines repletos de árboles frutales, de arroyuelos de agua corriente, de pájaros que cantaban la loa del Todopoderoso y Eterno. Pasearon hasta la llegada de la tarde y entonces regresaron y pasaron la noche en el alcázar de Jafet, hijo de Noé. Al llegar les acercaron la mesa y comieron. Garib se volvió al rey de los genios y dijo: «¡Oh, rey! Deseo volver junto a mis hombres y mis soldados. No sé qué es de ellos desde que me he marchado». Maraas contestó, al oír las palabras de Garib: «¡Hermano mío! ¡Por Dios! ¡No quiero separarme de ti y no te dejaré marchar hasta que haya transcurrido un mes completo durante el cual pueda contemplarte!» Garib no pudo contradecirle y permaneció un mes entero en la ciudad de Jafet comiendo y bebiendo. El rey Maraas le dio magníficos regalos, metales preciosos, joyas, esmeraldas, rubíes, diamantes, monedas de oro y plata, almizcle y ámbar, piezas de seda bordadas en oro; regaló a Garib y a Sahim sendos trajes de corte cosidos en oro y con bordados y dio a Garib una diadema ceñida de perlas y aljófares que no tenía precio. Colocó todo esto en cargas, llamó a quinientos genios y les dijo: «¡Preparaos para salir de viaje mañana, pues conduciréis al rey Garib y a Sahim a su país!» «Oír es obedecer», le replicaron. Pasaron la noche pensando en el momento de la partida. Pero llegado este momento aparecieron repentinamente caballos, tambores y añafiles armando una algarabía que ocupaba toda la tierra: eran setenta mil genios volantes y buceadores cuyo rey se llamaba Barqán.

La causa de la llegada de este gran ejército era un hecho admirable, emocionante, prodigioso que explicaremos ordenadamente.

Este Barqán era el dueño de la Ciudad del Coral encarnado y del Alcázar de Oro. Gobernaba la cumbre de cinco montañas en cada una de las cuales vivían quinientos mil genios. Él y sus súbditos adoraban el fuego prescindiendo del Rey Todopoderoso. Dicho rey era primo de Maraas. Entre los súbditos de éste había un genio incrédulo que se había hecho musulmán por hipocresía; después, separándose de sus compatriotas, se había marchado al Valle del Coral, entrado en el alcázar del rey Barqán y besado el suelo ante él. Tras hacer votos por la larga duración de su gloria y de sus bienes le había informado de la conversión de Maraas. Barqán preguntó: «¿Y cómo ha dejado su religión?» El hipócrita se lo refirió todo. El rey, al oír sus palabras resopló, resolló e injuriando al sol, a la luna y al fuego que desprende chispas, exclamó: «¡Juro por mi religión que mataré a mi primo, a sus súbditos y a ese hombre! ¡No perdonaré ni a uno de ellos!» Llamó a los genios, eligió setenta mil marids y se puso en camino con ellos hasta llegar a la ciudad de Chabarsa, cercándola conforme hemos dicho. El rey Barqán se detuvo enfrente de la puerta de la ciudad y levantó su tienda. Maraas llamó a un genio y le dijo: «Ve a ese ejército, averigua qué es lo que quiere y tráeme rápidamente noticias». El genio corrió y entró en la tienda de Barqán. Los marids se precipitaron sobre él y le preguntaron: «¿Quién eres?» «¡Un mensajero de Maraas!» Lo cogieron y lo colocaron ante Barqán. El mensajero se prosternó y le dijo: «¡Señor mío! Mi dueño me manda para saber qué ocurre». «Vuelve ante tu señor y dile: “Es tu primo Barqán que ha venido a saludarte”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el genio volvió junto a su señor y le informó. Éste dijo a Garib: «Siéntate en tu trono mientras voy a saludar a mi primo y regreso». Montó a caballo y se dirigió al campamento. Barqán había preparado una estratagema para hacer salir a Maraas y cogerlo. Los genios se reunieron a su alrededor y les dijo: «Cuando veáis que lo abrazo, cogedlo y atadlo». «¡Oír es obedecer!» Llegó el rey Maraas y entró en el pabellón de su primo. Éste le salió al encuentro y lo abrazó. Los genios se abalanzaron sobre él, lo sujetaron y lo encadenaron. Maraas miró a Barqán y le preguntó: «¿Qué es esto?» «¡Perro de los genios! —le replicó—. ¿Cómo abandonas tu religión, la religión de tus padres y de tus abuelos, y aceptas una religión que no conoces?» Maraas contestó: «¡Primo! Me he dado cuenta de que la religión de Abraham, el Amigo, es la verdadera, que no es falsa». «¿Quién te la ha expuesto?» «Garib, rey del Iraq. Él ocupa un puesto muy importante a mi lado.» «¡Juro por el fuego y la luz, por la sombra y el calor que os mataré a todos!» Barqán encarceló a Maraas.

El paje de éste, al ver lo que había sucedido a su dueño, huyó a la ciudad e informó a los hombres del rey Maraas de lo que había sucedido a su señor. Chillaron y montaron a caballo. Garib preguntó: «¿Qué ocurre?» Le explicaron lo que sucedía. Gritó a Sahim: «¡Ensíllame uno de los dos corceles que me ha regalado el rey Maraas!» «¡Hermano! ¿Vas a combatir contra los genios?» «Sí: los acometeré con la espada de Jafet, hijo de Noé, y pediré ayuda al Señor, al amigo de Abraham (¡sobre él sea la paz!). Él es el Señor y el Creador de todas las cosas.» Le ensilló un caballo bayo, escogido entre los de los genios; parecía una fortaleza. Cogió las armas, salió, montó y fue junto con los soldados; éstos llevaban puestas las armaduras. Barqán y sus hombres montaron a caballo y las dos partes se prepararon, alineándose para el combate. El primero en iniciar el encuentro fue el rey Garib: condujo su corcel al campo de batalla y desenvainó la espada de Jafet, hijo de Noé (¡sobre él sea la paz!). Ésta despidió un relámpago que ofuscó los ojos de todos los genios y llenó sus corazones de terror. Garib jugó con la espada de tal modo que el entendimiento de los genios quedó perplejo. Después gritó: «¡Dios es el más grande! Yo soy el rey Garib, del Iraq. No hay más religión que la religión de Abraham el Amigo».

Barqán exclamó al oír las palabras de Garib: «Éste es el que ha hecho cambiar de religión a mi primo. ¡Juro por mi fe que no volveré a sentarme en mi trono hasta que haya cortado la cabeza de Garib, hasta que no le haya hecho morir y mi primo y sus gentes recuperen la religión que tenían! Aniquilaré al que me contradiga». Montó en un elefante blanco como el papel que parecía una torre bien defendida. Chilló, le aguijoneó con una punta de acero y clavó ésta en sus carnes. El elefante barritó y avanzó hacia el campo de batalla, hacia el lugar del combate y del alanceo. Se acercó a Garib y le increpó: «¡Perro de hombre! ¿Qué te ha movido a meterte en nuestra tierra para pervertir a mi primo y a sus gentes hasta el punto de hacerles abandonar su religión? ¡Hoy es el último de tus días en este mundo!» Garib replicó: «¡Largo de aquí, oh el más ínfimo de los genios!» Barqán tomó un dardo, lo blandió y lo lanzó contra Garib. No hizo blanco. Tomó el segundo y lo lanzó. Garib lo agarró en el aire, lo blandió a su vez y lo devolvió en dirección del elefante. Penetró por un costado de éste y salió por el otro: el animal cayó muerto en el suelo: Barqán fue revolcado por tierra como si fuese una elevada palmera. Garib no le dio tiempo a moverse de su sitio: le acometió con la espada de Jafet, hijo de Noé, y le golpeó en el cuello. Barqán perdió el conocimiento. Los genios se abalanzaron y lo ataron. Los genios incrédulos, al ver lo sucedido a su rey, quisieron liberarlo: cargaron contra Garib. Los creyentes cargaron a su vez, al lado de éste. ¡Por Dios! ¡Qué excelente hombre fue Garib! Satisfizo al Señor que escucha y sació su sed de combate con la espada encantada que partía a todo aquel que tocaba; una vez muerto, el alma corría a transformarse en ceniza en el fuego. Los creyentes cargaron contra los genios incrédulos, lanzaron dardos de fuego y el humo se extendió por todas partes. Garib corría a izquierda y derecha mientras los enemigos se dispersaban ante él. El rey Garib llegó hasta el pabellón del rey Barqán, llevando a su lado a Kaylachán y a Qurachán. Mandó a éstos: «¡Libertad a vuestro dueño!» Lo pusieron en libertad y rompieron los grillos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey Maraas gritó: «¡Traedme mis armas y mi corcel volador!», pues el rey tenía dos caballos que volaban por el aire. Había regalado uno a Garib y se ‘había quedado con el otro. Se lo llevaron, y una vez que hubo revestido las armas cargó con Garib. Los dos corceles volaban y sus soldados les seguían gritando: «¡Dios es el más grande! ¡Dios es el más grande!» La tierra, los montes, los valles y las colinas hacían eco a su grito. Dieron fin a la persecución después de haber matado más de treinta mil genios y demonios. Regresaron a la ciudad de Jafet, hijo de Noé, y se sentaron en los puestos de honor. Mandaron buscar a Barqán, pero no lo encontraron. Esto sucedía porque después de haberlo hecho prisionero se habían despreocupado de él para consagrarse a la guerra. Uno de los efrits, paje suyo, había tropezado con él, lo había puesto en libertad y lo había conducido junto a sus hombres. Barqán había encontrado una parte muerta y la otra en fuga. Entonces remontó el vuelo hacia el cielo y descendió en la Ciudad del Coral, en el Palacio de Oro. El rey Barqán se sentó en el trono de su reino. Sus súbditos, los que habían escapado de la muerte, acudieron, entraron y lo felicitaron por haberse salvado. Les dijo: «¡Gentes! ¿Cómo me he salvado si ha perecido mi ejército, si me han hecho prisionero deshonrándome ante las tribus de los genios?» «¡Rey! Mientras haya reyes habrá vencidos y vencedores.» «¡No tengo más remedio que vengarme, que lavar mi afrenta! Si no lo hago quedaré avergonzado ante las tribus de los genios.» A continuación escribió cartas y envió mensajeros a las tribus de las fortalezas. Éstos, obedientes, acudieron armados. Barqán pasó revista y vio que disponía de trescientos veinte mil genios prepotentes y demonios. Le preguntaron: «¿Necesitas algo?» «¡Preparaos para salir de viaje dentro de tres días!» «¡Oír es obedecer!» Esto es lo que hace referencia al rey Barqán.

He aquí lo que hace referencia a Maraas: Al regresar y buscar a Barqán no lo encontró y esto le disgustó. Exclamó: «¡Si le hubiésemos hecho guardar por cien genios, no hubiese escapado! Pero ¿adónde habrá ido?» Maraas dijo a Garib: «Sabe, hermano mío, que Barqán es un traidor; no parará hasta haberse vengado. No hay duda de que reunirá sus hombres y que vendrá a nuestro encuentro. Me propongo alcanzarle ahora que está debilitado a consecuencia de su derrota». Garib contestó: «Ésta es una opinión certera y nada hay que oponer». Maraas añadió: «¡Hermano! Permite que los genios os conduzcan a vuestro país y déjame combatir a los infieles para lavar las ofensas que he hecho a Dios». «¡No! ¡Juro por el Indulgente, el Generoso, el Que está oculto, que no me iré de esta tierra hasta haber aniquilado a todos los genios incrédulos, hasta que Dios haya conducido sus almas al fuego (¡qué pésima morada es!)! Sólo se salvarán aquellos que adoren a Dios, el Único, el Todopoderoso. Pero voy a enviar a Sahim a la ciudad de Omán, pues tal vez así se cure de su enfermedad.»

Sahim estaba débil. Maraas gritó a los genios: «¡Llevad a Sahim, con todas estas riquezas y regalos, a la ciudad de Omán!» Contestaron: «¡Oír es obedecer!» Cogieron a Sahim y los regalos y se marcharon a la tierra de los hombres. Después, Maraas escribió cartas a sus castillos y a todos sus gobernadores. Acudieron en número de ciento sesenta mil y se prepararon y emprendieron la marcha en busca de la Ciudad del Coral y del Palacio de Oro. En un día recorrieron la distancia de un año. Entraron en un valle en el que acamparon para descansar. Permanecieron allí hasta que amaneció. Se disponían a marchar cuando avanzó la vanguardia enemiga, cuyos genios se acercaban chillando. Los dos ejércitos se encontraron en aquél valle. Cargaron unos contra otros y la muerte hizo acto de presencia entre ellos: el combate fue haciéndose cada vez más violento, el suelo temblaba, la situación fue empeorando, llegó el momento serio, desapareció el de la broma, dejóse de oír el «dijo» y «se dice», las vidas se acortaron y los infieles se encontraron en situación humillada y vil. Garib entró en combate proclamando al Único, el Adorado, al Que se pide ayuda. Cortó cuellos y las cabezas rodaron por el polvo.

Al atardecer habían muerto cerca de setenta mil infieles. En este momento repicó el tambor ordenando el cese del combate y se separaron unos de otros.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces Maraas y Garib se dirigieron a su tienda después de haber limpiado sus armas. Les llevaron la cena y comieron contentos por haber salido con vida, pues les habían matado más de diez mil genios.

Por su parte Barqán llegó a su tienda muy preocupado por los soldados que le habían matado. Dijo: «¡Gentes! Si seguimos combatiendo durante tres días, ésos nos aniquilarán hasta el último». «¿Qué haremos, oh rey?» «Atacarlos por la noche, cuando duerman. No quedará ni uno solo de ellos para dar noticia. Coged vuestras armas y cargad contra vuestros enemigos como si fuesen un solo hombre.» «¡Oír es obedecer!», le replicaron. Se prepararon para el combate. Entre ellos había un genio que se llamaba Chandal, cuyo corazón estaba inclinado al Islam. Al ver lo que los incrédulos se disponían a hacer, escapó y se presentó ante Maraas y el rey Garib y les informó de lo que fraguaban los infieles. Maraas se volvió a Garib y le preguntó: «¡Hermano mío! ¿Qué hay que hacer?» Contestó: «Caeremos esta noche sobre los incrédulos y los dispersaremos por el campo y el desierto gracias a la fuerza del Rey Todopoderoso». Llamó a los jefes de los genios y les dijo: «Coged los instrumentos de guerra y que hagan lo mismo vuestros hombres. Cuando caiga la noche marchad de cien en cien, por vuestro propio pie, a esconderos en el monte dejando las tiendas vacías. En el momento en que veáis al enemigo en vuestro campamento, caed sobre él desde todas partes. Sed decididos y confiad en vuestro Señor, pues venceremos. Yo estaré con vosotros».

Al llegar la noche, unos avanzaron a las tiendas pidiendo auxilio al fuego y a la luz. Cuando estuvieron en el campamento, los fieles cargaron sobre los incrédulos pidiendo auxilio al Señor de los mundos. Decían: «¡Oh, el más misericordioso de los misericordiosos! ¡Oh, creador de todas las criaturas!» Antes de llegar la aurora todos los enemigos estaban segados, muertos: los incrédulos eran sombras sin alma. Los que escaparon corrieron al campo, por las llanuras. Maraas y Garib regresaron victoriosos, triunfantes, saquearon las riquezas de los infieles y durmieron hasta que llegó el día. Entonces emprendieron la marcha en dirección a la Ciudad de Coral y el Palacio de Oro.

Por su parte, cuando Barqán vio que el combate giraba contra él y que le habían matado la mayoría de sus hombres, dio media vuelta y huyó con los soldados que le quedaban. Llegó a la ciudad, entró en el alcázar, reunió a sus súbditos y les dijo: «¡Hijos míos! Quien tenga alguna cosa que la coja y me siga al monte Qaf, a la residencia del rey al-Azraq, señor del castillo de Ablaq. Éste nos vengará». Cogieron su harén, sus hijos y sus bienes y se marcharon al monte Qaf.

Maraas y Garib llegaron después a la Ciudad de Coral y al Castillo de Oro. Vieron que las puertas estaban abiertas y que no había nadie que les informase. Maraas y Garib recorrieron la Ciudad de Coral y el Castillo de Oro. Los fundamentos de las murallas eran de esmeralda; sus puertas, de coral rojo con clavos de plata; el techo de las casas y de los alcázares, de áloe y sándalo. Pasearon, recorrieron sus calles y azucaques y así llegaron al Palacio de Oro. Pasaron de vestíbulo en vestíbulo y cuando llegaron al interior se encontraron ante un edificio de regio rubí cuyas baldosas eran esmeraldas y jacintos. Maraas y Garib entraron en el alcázar y quedaron boquiabiertos ante su hermosura. Pasaron de un sitio a otro y así cruzaron siete corredores. Al llegar al interior del palacio encontraron cuatro estrados, uno enfrente de otro, pero ninguno era igual. En el centro del alcázar había un surtidor de oro rojo en el cuál estaban esculpidos leones de oro y el agua salía por su boca. Vieron algo que dejaba perplejo el entendimiento: un pórtico cuya testera estaba cubierta de tapices tejidos con seda de colores. Había en él dos sillas de oro rojo incrustado de perlas y aljófares. Maraas y Garib se sentaron en el solio de Barqán y reunieron su gran corte en el Palacio de Oro.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib preguntó a Maraas: «¿En qué meditas?» «¡Rey de los hombres! He enviado cien hombres en busca de noticias del lugar en que se encuentra Barqán para poder ir tras él.» Permanecieron en el Palacio de Oro durante tres días. Los genios regresaron con la noticia de que Barqán se había dirigido al monte Qaf pidiendo la protección del rey al-Azraq. Éste se la había concedido. Maraas dijo a Garib: «¿Qué dices, hermano mío?» «Que si no los atacamos nos atacarán.» Maraas y Garib mandaron a los soldados que tomasen provisiones para un viaje de tres días. Se prepararon, y cuando estaban a punto de partir aparecieron los genios que habían transportado a Sahim y los regalos. Se aproximaron a Garib y besaron el suelo. Éste les preguntó por sus súbditos. Le contestaron: «Al huir del combate, tu hermano Achib se ha dirigido junto a Yaarib b. Qahtán, después ha seguido hasta la India, se ha presentado ante su rey y le ha referido todo lo que le había ocurrido con su hermano. Ha pedido protección y se la ha concedido. Este rey ha enviado cartas a todos sus gobernadores, ha reunido tropas que parecen el mar tempestuoso, que no tiene ni principio ni fin. Está resuelto a arruinar el Iraq». Garib exclamó oír estas palabras: «¡Perezcan los infieles! Dios (¡ensalzado sea!) hará vencer al Islam y yo les acometeré con la espada y la lanza». Maraas intervino: «¡Rey de los hombres! ¡Juro por el nombre supremo de Dios[250] que he de acompañarte a tu reino, aniquilar tus enemigos y hacerte conseguir tu deseo!» Garib le dio las gracias y pasaron la noche firmemente resueltos a partir.

Al día siguiente marcharon hacia el monte Qaf y avanzaron todo el día en dirección de la fortaleza al-Ablaq y de la Ciudad de Mármol. Toda esta ciudad estaba construida en piedra y mármol. La había levantado Bariq b. Faquí, padre de los genios; también había construido el castillo de al-Ablaq, al que había dado este nombre porque lo había edificado con adobes de plata y de oro; en ninguna otra región había un castillo como éste. Cuando se aproximaron a la Ciudad de Mármol y sólo les separaba de ella media jornada, hicieron alto para descansar. Maraas envió gente para que le informasen de la situación. El correo se ausentó, regresó y dijo: «¡Rey! En la Ciudad de Mármol hay tal número de genios que excede al de las hojas de los árboles y a las gotas de lluvia». Maraas preguntó: «¿Qué hemos de hacer, rey de los hombres?» «¡Rey! Divide tus fuerzas en cuatro partes que se situarán alrededor del campamento. Después chillarán: “¡Dios es el más grande!” Una vez pronunciada esta fórmula se retirarán. Esto se hará mediada la noche y verás lo que ocurre con las tribus de los genios.» Maraas llamó a sus hombres y los dividió conforme había dicho Garib. Tomaron las armas y aguardaron hasta la medianoche. Entonces se pusieron en marcha, se situaron alrededor del ejército enemigo y gritaron: «¡Dios es el más grande! ¡Gloria a la religión del amigo de Abraham, sobre el cual sea la paz!» Los incrédulos al oír estas palabras se despertaron aterrorizados, agarraron sus armas y combatieron entre sí hasta que apareció la aurora: había muerto su mayor parte. Garib gritó a los genios creyentes: «¡Cargad sobre los incrédulos restantes! ¡Yo estoy a vuestro lado! ¡Dios os concederá la victoria!» Maraas y las tropas de éste avanzaron. Garib desenvainó su espada al-Mahiq, que era una espada de los genios, y cortó narices, rompió filas, venció a Barqán, lo hirió y le quitó la vida: cayó del caballo teñido por su propia sangre. Lo mismo hizo con el rey al-Azraq. Por la mañana no quedaba en pie ni un infiel ni tan siquiera para dar noticias de la batalla.

Maraas y Garib entraron en el alcázar de al-Ablaq y vieron que sus paredes eran de adobes de oro y de plata; el dintel de las puertas era de cristal y de esmeraldas verdes; había allí un surtidor y una fuente cuyo suelo estaba recubierto por seda recamada con tiras de oro cuajadas de aljófares. Encontraron riquezas que no podían medirse ni describirse. A continuación entraron en un harén en el que encontraron hermosas mujeres. Garib recorrió todo el harén y entre las doncellas encontró una tan hermosa como jamás había visto otra igual. Llevaba puesta una túnica que costaba mil dinares y a su alrededor estaban cien esclavas que levantaban los faldones del traje con ganchos de oro: parecía la luna entre las estrellas. Garib perdió la razón al ver a esta muchacha, quedó perplejo y preguntó a unas doncellas: «¿Quién es esta adolescente?» Le contestaron: «Es Kawkab al-Sabah, la hija del rey al-Azraq».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Entonces le dijo su hermana:

—¡Hermana mía! ¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!

—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.

El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»

Cuando llegó la noche seiscientas cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Garib se volvió al rey Maraas y le dijo: «¡Rey de los genios! Quiero casarme con esta muchacha». Le contestó: «El palacio y todo lo que contiene —riquezas y genios— te pertenece, pues si tú no hubieras ideado la estratagema que ha aniquilado a Barqán, al rey al-Azraq y sus soldados, ellos nos hubiesen matado a todos. Las riquezas son tus riquezas y sus gentes son tus esclavos». Garib le dio las gracias por estas palabras tan hermosas. Se acercó a la muchacha, la miró atentamente y quedó tan enamorado que se olvidó de Fajr Tach, hija del rey Sabur, rey de persas y turcos, y de Mahdiyya. La madre de esa muchacha era hija del rey de la China. El rey al-Azraq la había raptado de su alcázar, violándola y dejándola encinta. Dio a luz a esa muchacha que por su belleza y su hermosura recibió el nombre de Kawkab al-Sabah: era la reina de las hermosas. Su madre murió cuando ella tenía cuarenta días y las nodrizas y los criados cuidaron de ella hasta que hubo cumplido los diecisiete años. Al llegar a esta edad ocurrió lo relatado, murió su padre y Garib se enamoró locamente de ella. Aquélla misma noche cohabitó con ella y vio que era virgen, que odiaba a su padre y que se alegraba de que hubiese muerto.

Garib mandó derruir el castillo de al-Ablaq y así lo hicieron. Garib lo repartió entre los genios y a él le tocaron veintiún mil ladrillos de oro y plata; la parte del dinero y de piedras preciosas que le correspondió es incalculable, innumerable. El rey Maraas, después, tomó consigo a Garib y le enseñó el monte Qaf y sus prodigios. Se pusieron en viaje hacia la fortaleza de Barqán. Al llegar a ella la derruyeron, repartieron sus riquezas y regresaron a la fortaleza de Maraas. Permanecieron en ésta durante cinco días. Después Garib quiso marchar a su país. Maraas le dijo: «¡Rey de los hombres! Yo iré a tu lado hasta dejarte en tu reino». «¡No, por el amigo de Abraham! No quiero que te fatigues. Sólo me llevaré a tus súbditos al-Kaylachán y al-Qurachán.» «¡Rey! Llévate también diez mil genios de a caballo. Estarán a tu servicio.» «No tomaré más que aquellos que te he dicho.» Maraas mandó a mil genios que transportasen la parte de botín que había correspondido a Garib y que acompañasen a éste a su reino; dio orden a al-Kaylachán y al-Qurachán para que marchasen con Garib y le obedeciesen, y ambos dijeron: «¡Oír es obedecer!» Garib dijo a los genios: «Coged las riquezas y a Kawkab al-Sabah». Garib estaba a punto de partir en el caballo volador cuando Maraas le dijo: «¡Hermano mío! Este corcel sólo puede vivir en nuestra tierra: si va a la tierra de los hombres, morirá. Pero tengo un caballo que corre más que cualquier otro del Iraq o de país alguno». Mandó que le llevasen dicho corcel. Se lo presentaron y Garib quedó satisfecho al verlo. Ataron el caballo, al-Kaylachán lo cogió, al-Qurachán cargó con todo lo que pudo y Maraas abrazó a Garib y rompió a llorar por tener que separarse de él. Dijo: «¡Hermano mío! Si te ocurre algo a lo que no puedas sobreponerte, manda a buscarme. Yo acudiré con mi ejército y juntos arruinaremos la tierra y todo lo que sostiene». Garib le dio las gracias por sus favores y por su fidelidad al Islam.

Los dos genios con Garib y el corcel viajaron durante dos días y dos noches durante los cuales recorrieron una distancia de cinco años llegando hasta las inmediaciones de la ciudad de Omán. Descendieron cerca de ella para descansar. Garib se volvió hacia al-Kaylachán y le dijo: «Ve y averigua qué hacen mis súbditos». El genio fue y volvió. Dijo: «¡Rey! Un ejército de infieles como el mar proceloso acomete a tu ciudad, ataca. Los tambores de guerra repican y al-Chamraqán ha salido al campo para combatir». Garib, al oír estas palabras, exclamó: «¡Dios es el más grande!» Añadió: «¡Kaylachán! ¡Ensíllame el caballo, dame las armas y la lanza! Hoy se verá clara la diferencia que hay en el campo de batalla y en la palestra entre el caballero y el cobarde». Al-Kaylachán le entregó lo que le había pedido. Garib cogió las armas, ciñó la espada de Jafet, hijo de Noé, montó en el caballo marino y avanzó hacia el ejército y los soldados. Al-Kaylachán y al-Qurachán le dijeron: «Tranquiliza tu corazón y deja que vayamos nosotros al encuentro de los incrédulos: los dispersaremos por el campo y el desierto de tal modo que no quedará ni uno con vida, ni siquiera para avisar al fuego. Todo ello con el auxilio de Dios, el Altísimo, el Todopoderoso». Garib les replicó: «¡Juro por el amigo de Abraham que no os dejaré combatir mientras yo me sostenga a lomos de mi caballo!»

La culpa de la presencia de aquél ejército la tenía Achib.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas sesenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que había llegado con el ejército de Yaarib b. Qahtán y había asediado a los musulmanes: Al-Chamraqán y Sadán, a los que se habían unido al-Kaylachán y al-Qurachán, le habían hecho frente, habían derrotado el ejército de los incrédulos y Achib había tenido que huir. Había dicho a sus contríbulos: «¡Gentes! Si regresamos junto a Yaarib b. Qahtán después de haber perdido sus tropas, dirá: “¡Hombres! Si no hubiese sido por vosotros, mis soldados no hubiesen muerto”, y nos matará hasta el último. Opino que hemos de dirigirnos a la India y presentarnos ante su rey, Tarkanán, para que éste nos vengue». Le contestaron: «¡Llévanos y que el fuego te bendiga!» Viajaron días y noches hasta llegar a la ciudad de la India. Pidieron audiencia al rey Tarkanán, y éste permitió a Achib que entrase. Pasó, besó el suelo, hizo los votos de rigor y dijo: «¡Oh, rey! Protégeme y el fuego que da chispas te protegerá y te guardará; protégeme y la noche te custodiará con sus oscuras tinieblas». El rey de la India miró a Achib y le preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué quieres?» «Soy Achib, rey del Iraq. Mi hermano me ha ofendido y se ha convertido al Islam; los súbditos le han seguido, se ha apoderado de mi país y me va expulsando de un sitio a otro. He llegado hasta aquí para pedir tu protección y tu favor.» El rey de la India se levantó, volvió a sentarse y dijo: «¡Juro por el fuego que te vengaré! ¡No consentiré a nadie que adore a algo distinto del fuego!» Llamó a su hijo y le dijo: «Hijo mío: haz tus preparativos, ve al Iraq, aniquila todo lo que encuentres allí, encadena a todos los que no adoren el fuego y castígalos para que sirvan de ejemplo. Pero no los mates. Tráemelos para que pueda atormentarlos de formas distintas, hacerles gustar la humillación y servir de escarmiento a todos los que reflexionan en nuestro tiempo». Escogió ochenta mil combatientes de a caballo, otros ochenta mil sobre jirafas; además les dio diez mil elefantes, cada uno de los cuáles llevaba un palanquín de sándalo con barras de oro y con chapas y clavos de oro y de plata. En cada palanquín había un estrado de oro y esmeralda. Envió con ellos literas de campaña en cada una de las cuales cabían ocho combatientes con todas sus armas.