HISTORIA DE CHAWDAR, HIJO DEL MERCADER UMAR, Y DE SUS DOS HERMANOS

TAMBIÉN me he enterado de que un mercader llamado Umar tenía tres hijos: uno se llamaba Sálim, el más pequeño Chawdar y el mediano Salim. Los había criado hasta que fueron hombres, pero amaba a Chawdar más que a sus dos hermanos. Cuando fue manifiesto que el padre amaba más a Chawdar, los otros dos hijos sintieron celos y odio contra él. El padre comprendió que odiaban a su hermano y, como tenía ya muchos años, temió que, cuando muriese, Chawdar tuviera dificultades con ellos. Por eso, mandó venir a algunos de sus parientes, así como a partidores de herencia reconocidos por el cadí, y cierto número de hombres de ciencia, y les dijo: «Traed mis riquezas y mis telas». Cuando se las trajeron, prosiguió: «Hombres, dividid estos bienes y estas telas en cuatro partes, según la xara», y cuando las hubieron repartido, a cada hijo le dio una parte y él se quedó con otra; pensó: «Éstos son mis bienes que he repartido entre ellos. Ahora ellos no han de recibir nada más de mí, ni ninguno ha de recibir nada de los demás. Así que si muero no surgirán discusiones entre mis hijos, pues he repartido mi herencia en vida. El dinero que me he reservado será para mi mujer, la madre de estos hijos, para que así ella pueda vivir».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después de poco tiempo murió el padre; pero ninguno estuvo contento con lo que había hecho Umar. Es más, los dos hermanos mayores le pidieron a Chawdar que su parte fuera aumentada y le dijeron: «Tú tienes el dinero de nuestro padre». Chawdar y sus hermanos se citaron ante los jueces, donde se presentaron los musulmanes que habían asistido a la partición y que depusieron diciendo lo que sabían, pero el juez declaró un no ha lugar para todos, y así Chawdar perdió parte de su haber y también sus hermanos salieron perdiendo en el pleito. Durante algún tiempo los dos dejaron en paz a Chawdar; pero luego volvieron a proceder con astucia contra él, se citaron de nuevo ante los jueces y los tres perdieron dinero por pagarles. Y así siguieron yendo de un juez a otro, perdiendo dinero los tres, hasta que hubieron consumido todo su haber y los tres quedaron pobres. Luego los dos hermanos de Chawdar se dirigieron a su madre, se burlaron de ella, se apoderaron de su fortuna, la golpearon y la expulsaron de la casa. Ella se dirigió a su hijo Chawdar y le dijo: «Tus hermanos han hecho conmigo tal y tal cosa, y se han apoderado de mi dinero», e invocó sobre ellos las maldiciones de Dios. «Madre —le dijo Chawdar—, no los maldigas, pues Dios los castigará por lo que han hecho. Pero, madre, yo soy pobre y también mis hermanos son pobres, pues los pleitos traen consigo pérdida de dinero. Muchas veces he tenido pleitos con ellos ante los jueces y no nos ha servido de nada; al contrario, hemos perdido todo lo que nos había dejado nuestro padre y la gente nos ha deshonrado con sus deposiciones. ¿Debo yo ahora pleitear por ti contra ellos y citarlos ante los jueces? Esto es algo que no se hará. Pero tú quédate en mi casa, y el mendrugo que yo como te lo dejaré. Y ruega a Dios por mí: Dios me dará de comer a mí y a ti, y déjales que Dios les dé el castigo por lo que han hecho y consuélate con el dicho:

Si un ignorante te oprime, déjale y espera el momento para vengarte del opresor.

Evita la injusticia perjudicial, pues si un monte oprimiese a otro, el opresor sería aniquilado.»

Y se puso a tranquilizar a su madre, hasta que ella quedó satisfecha y se quedó en su casa. Él se procuró una red y se dedicó a ir al mar, a los estanques y a todos los lugares en que había agua. Cada día iba a un lugar distinto. Un día sacaba diez, otro veinte, otro treinta monedas que gastaba para su madre, y comía y bebía bien. En cambio, sus hermanos no se dedicaban a ningún oficio ni a la compraventa, y así se vieron sumidos en la desgracia y la ruina. Gastaron todo lo que le habían arrebatado a su madre y se convirtieron en míseros mendigos, carentes de todo y pelados: se presentaban ante su madre y se humillaban mucho ante ella, quejándose de hambre. El corazón de la madre es compasivo: ella les daba pan enmohecido, y si había quedado algún alimento les decía: «Comed de prisa y marchaos antes de que vuelva vuestro hermano, porque se disgustaría al veros aquí y su corazón se endurecería conmigo, y así haríais que me avergonzara ante él». Y, por eso, ellos comían de prisa y se marchaban. Cierto día se presentaron ante su madre y ella les puso delante comida y pan para que comiesen; mas he aquí que entró su hermano Chawdar. La madre quedó avergonzada y se asustó, temiendo que se enojase con ella, e inclinó la cabeza hasta el suelo de vergüenza ante su hijo; pero éste les sonrió a la cara y les dijo: «¡Bien venidos seáis, hermanos míos! Éste es un día bendito. ¿Qué ha ocurrido para que vengáis a visitarme hoy?» Y al decir eso los abrazó, fue amable con ellos y continuó: «Ya sabía yo que no me dejaríais intranquilo por vuestra ausencia, que vendríais a mí y que no dejaríais pasar mucho tiempo sin vernos a mí y a vuestra madre». «¡Por Dios! —contestaron—. Nosotros, hermano, teníamos muchísimas ganas de verte; sólo nos retenía la vergüenza por todo lo ocurrido entre nosotros. Pero ahora nos hemos arrepentido; aquello era sin duda obra del diablo (¡Dios, ensalzado sea, le maldiga!). No podemos tener salud y bendición sino junto a ti y a nuestra madre.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la madre exclamó: «Hijo mío, ¡Dios blanquee tu cara y aumente tu prosperidad! Eres muy generoso». «Bien venidos —repitió Chawdar—, quedaos conmigo, pues Dios es generoso y yo gozo de mucha prosperidad.» Hizo las paces con ellos, y los dos pasaron la noche en su casa y cenaron con él. Al día siguiente, después de haberse desayunado, Chawdar cargó con la red y marchó confiando en la gracia de Aquel que abre las puertas de la prosperidad, mientras sus hermanos salían y permanecían ausentes hasta el mediodía. Cuando regresaron, su madre les dio de comer, y por la tarde volvió el hermano, trayendo carne y verdura. Durante un mes siguieron así: Chawdar pescaba, vendía los pescados y gastaba lo obtenido con su madre y sus dos hermanos, quienes comían y se divertían. Hasta que un día ocurrió que Chawdar tomó la red, se fue al mar, la echó y al retirarla salió vacía. Volvió a echarla, y de nuevo salió vacía. «En este lugar no hay peces», pensó, y se trasladó a otro lugar, en el que echó la red; pero también salió vacía. Se dirigió a otro sitio y desde la mañana hasta la tarde se fue trasladando sin lograr pescar ni siquiera un solo pez. «Es extraño —se dijo—. ¿El mar se ha vaciado de peces? ¿Cuál será la causa?» Cargó con la red al hombro, y regresó, preocupado y afligido por sus hermanos y su madre, pues no sabía qué les iba a llevar para la cena. Pasó ante una panadería, y vio que la gente se arremolinaba para comprar pan, con los dirhemes en la mano, mientras que el panadero no les prestaba atención. Se paró, suspirando, y el panadero le dijo: «Bien venido, Chawdar: ¿quieres pan?» Él calló, pero el panadero insistió: «Si no tienes dinero toma lo que necesites, tienes plazo para pagarme». «Dame por valor de diez medias monedas de cobre.» «Toma, ahí van otras diez monedas: mañana me darás pescado por valor de veinte.» «De mil amores», contestó Chawdar.

Tomó el pan y con las diez monedas compró carne y verdura, diciéndose: «Mañana Dios hará cesar todos los contratiempos»; se fue a su casa, donde su madre guisó los alimentos. Cenó y se fue a dormir. Al día siguiente tomó la red; pero cuando su madre le dijo: «Siéntate a desayunarte», le contestó: «Desayunaos tú y mis hermanos», y se dirigió hacia el mar, donde echó la red una, dos y tres veces, cambiando de un lugar a otro hasta el asr, pero sin pescar nada. Entonces cargó con la red, y echó a andar, afligido. Su camino pasaba forzosamente por delante de la panadería. Cuando el panadero vio a Chawdar, le preparó el pan y el dinero y le dijo: «Ven, toma y vete: si hoy no me traes pescado, ya me lo traerás mañana». Y como quisiera excusarse, el panadero añadió: «Ve tranquilo, no es preciso que te excuses. Si hubieses pescado algo, lo llevarías contigo. Por eso, cuando te vi con las manos vacías, comprendí que no habías pescado nada. Aunque mañana no pesques nada, ven sin apuro a buscar pan: tienes crédito». Al tercer día, Chawdar fue de estanque en estanque hasta el asr, mas como no lograse sacar nada, fue a la panadería y tomó pan y dinero. Y así siguió la cosa durante siete días.

Pero luego se halló en dificultad, y decidió ir aquel día al lago de Qarún. Cuando estaba a punto de echar la red, vio que se acercaba un magrebí montado en un mulo, y que llevaba puesto un vestido suntuoso. La mula llevaba una alforja tejida de oro, y de oro era también cuanto llevaba encima. El magrebí bajó de la mula y le dijo: «¡La paz sea sobre ti, oh, Chawdar!, ¡oh, hijo de Umar!» «¡Sobre ti sea la paz, mi señor peregrino!», contestó nuestro hombre. «Chawdar —prosiguió el magrebí—, te necesito: si me obedeces obtendrás mucho bien, serás mi amigo y proveerás a mis necesidades.» «Mi señor peregrino —respondió Chawdar—, dime qué hay en tu mente y te obedeceré. No tengo por qué contradecirte.» «Recita la fatiha.» Chawdar la recitó con él, y entonces el magrebí sacó un cordón de seda y le dijo: «Átame las manos a la espalda y aprieta bien el nudo, luego me echarás en el lago y esperarás un poco: si ves que saco la mano del agua antes de que yo aparezca, echa la red y sácame en seguida; pero si me ves sacar los pies, sabe que he muerto. Me dejarás, cogerás la mula y la alforja, irás al bazar de los mercaderes y allí encontrarás un judío llamado Sumaya: dale la mula y él te dará cien dinares. Cógelos, guarda el secreto de lo ocurrido y sigue tu camino». Chawdar le ató las manos bien prietas, mientras el magrebí seguía diciéndole que apretara bien. Luego añadió: «Empújame hasta echarme en el lago», y Chawdar le empujó, lo echó y él se hundió. Chawdar esperó un rato, y de repente aparecieron los pies del magrebí y así supo que había muerto. Cogió la mula, lo abandonó y se fue al bazar de los mercaderes. Allí vio a un judío sentado en una silla a la puerta de su almacén, que al ver la mula exclamó: «¡El hombre ha muerto!», y añadió: «¡Sólo la codicia le ha hecho perecer!» Tomó la mula de mano de Chawdar y le dio cien dinares, instándolo a que guardara el secreto. Chawdar tomó el dinero y se marchó. Le compró al panadero el pan que necesitaba, y le dijo: «Toma este dinar». El panadero le cobró lo que le debía y le dijo: «Aún debo darte pan durante dos días».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego Chawdar fue al carnicero, a quien entregó otro dinar y, tras recoger la carne, le dijo: «Quédate con el resto a cuenta». Compró verdura y marchó a su casa, donde se encontró con que sus hermanos le pedían a su madre algo de comer, mientras ella les decía: «Tened paciencia hasta que vuelva vuestro hermano, pues no tengo nada». Chawdar entró y dijo: «Tomad y comed». Ellos se lanzaron sobre el pan como dos ogros. Le dio a su madre el resto del oro, diciéndole: «Toma, madre. Si mis hermanos vinieran y te pidieran comida mientras yo esté ausente, dales dinero para que se la compren y puedan comer». Y luego se fue a dormir. Por la mañana cogió la red, se dirigió al lago de Qarún, se detuvo y cuando estaba a punto de echar la red, vio que se acercaba otro magrebí montado sobre una mula, mejor vestido que el que había muerto. Llevaba una alforja y dos arcas, una en cada bolsa. «¡La paz sea sobre ti, Chawdar!», le dijo. «¡Sobre ti sea la paz, mi señor peregrino!», fue la respuesta. «¿Se presentó ayer ante ti un magrebí montando una mula como ésta?», preguntó el recién llegado. Chawdar tuvo miedo y dijo que no, añadiendo que no había visto a nadie, pues temía que si le preguntaba dónde había ido y le contestaba que se había ahogado en el lago, quizás éste le acusaría de haberlo asesinado. Por eso, no hizo sino negar. «¡Miserable! —exclamó el magrebí—. Aquél era mi hermano y se me había adelantado.» «No sé nada.» «¿No le ataste las manos a la espalda y lo echaste al lago después de decirte él: “Si mis manos emergen, échame la red y sácame en seguida; pero si aparecen mis pies, significa que he muerto. Toma entonces la mula y llévasela al judío Sumaya; éste te dará cien dinares”? —preguntó el magrebí—. Pero salieron los pies —continuó—, y tú cogiste la mula y se la llevaste al judío, que te dio cien dinares.» «Puesto que sabes eso, ¿por qué me lo preguntas?», observó Chawdar. «Quiero que hagas conmigo lo mismo que hiciste con mi hermano.» Y al decir esto, sacó un cordón de seda y dijo: «Átame las manos a la espalda y échame al agua: si me ocurre lo que a mi hermano, coge la mula, llévasela al judío y cóbrale cien dinares». «Acércate», concluyó Chawdar. El magrebí se adelantó y Chawdar le ató las manos a la espalda y luego lo empujó hasta que cayó en el lago y se hundió. El pescador esperó un rato, hasta que surgieron los pies. «Murió y se fue al infierno —sentenció Chawdar—. Si Dios quiere, todos los días se me presentarán magrebíes, yo les ataré las manos a la espalda y ellos morirán. A mí me basta con sacar cien dinares por cada muerto.» Y, tras coger la mula, se marchó.

Cuando el judío le vio, exclamó: «¡El otro ha muerto!» «¡Ojalá puedas vivir tú!», le auguró Chawdar. «He aquí la recompensa de los codiciosos.» Y al cogerle la mula, el judío le dio cien dinares que Chawdar se embolsó. Luego se dirigió a su madre y se los dio. «Hijo mío —le preguntó su madre—, ¿de dónde los has sacado?» Cuando se lo hubo explicado todo, ella le dijo: «No volverás a ir al lago de Qarún, pues temo por ti a causa de los magrebíes». «Madre, yo no hago más que echarlos con su aprobación. ¿Qué he de hacer? Éste es un trabajo por el que todos los días sacamos cien dinares, y, además, yo vuelvo a casa pronto. Por Dios, no dejaré de ir al lago de Qarún hasta que desaparezca toda huella de magrebíes y hasta que ninguno de ellos quede con vida.» Al tercer día fue al lago, y mientras estaba allí apareció un magrebí montado en una mula, que llevaba una alforja, y estaba aún más adornado que los dos primeros. «¡La paz sea sobre ti, oh, Chawdar!, ¡oh, hijo de Umar!», le dijo. «¿De dónde me conocerán todos éstos?», se preguntó Chawdar, y correspondió a su saludo. «¿Pasaron por este lugar magrebíes?» «Dos», contestó Chawdar. «¿Y dónde han ido?» «Yo les até las manos a la espalda, los eché en este lago y se ahogaron: también tú seguirás la misma suerte.» El magrebí sonrió y dijo: «Infeliz, cada persona tiene su plazo señalado». Bajó de la mula y añadió: «Chawdar, haz conmigo lo mismo que hiciste con ellos», y al decir eso sacó el cordón de seda. «Pon las manos a la espalda —le dijo Chawdar—, para que te ate, pues tengo prisa y ya he perdido tiempo.»

El magrebí colocó las manos tras la espalda, y él se las ató y le empujó hasta que cayó en el lago. Se dispuso a esperar y he aquí que el magrebí sacó las manos y le dijo: «¡Infeliz! ¡Echa la red!» Chawdar echó la red y lo sacó a tierra: tenía agarrados dos peces de color rojo como el coral, uno en cada mano. «Abre las dos arcas», le dijo. Chawdar las abrió y el magrebí puso un pez en cada una, las cerró y abrazó a Chawdar contra su pecho, lo besó en las mejillas a derecha e izquierda, y exclamó: «¡Líbrete Dios de desgracia! Por Dios, si no me hubieses echado la red y me hubieses sacado, habría seguido agarrando estos dos peces a pesar de estar bajo agua y habría muerto sin poder salir». «Mi señor peregrino, en nombre de Dios —imploró Chawdar—, infórmame acerca de los dos que se ahogaron y dime la verdad acerca de esos dos peces y del judío.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el magrebí empezó: «Chawdar, sabe que los dos que se ahogaron eran mis hermanos: el uno se llamaba Abd al-Salam y el segundo Abd al-Ahad; yo me llamo Abd al-Samad. También el judío es hermano nuestro y se llama Abd al-Rahim: no es judío sino musulmán de rito malekí. Nuestro padre nos enseñó a resolver los encantamientos, a conquistar tesoros y a practicar la magia, y nosotros nos dedicamos a ella hasta que los marid y los efrit quedaron a nuestro servicio. Éramos cuatro hermanos, y nuestro padre, que se llamaba Abd al-Wadud, murió dejándonos muchas cosas. Nos repartimos los tesoros, bienes y talismanes hasta que llegó el turno de los libros. Los repartimos, pero surgieron diferencias entre nosotros acerca de un libro titulado: Relatos de los antiguos, un libro sin par, al que no podía ponérsele precio ni dársele equivalente en joyas, porque en él se citaban todos los tesoros y la manera de resolver los encantamientos. Nuestro padre lo utilizaba mucho y nosotros estudiábamos cada año un pequeño fragmento. Cada uno de nosotros quería poseerlo para poder conocer todo lo que contenía. Cuando surgió la discusión, a una de nuestras reuniones asistió el maestro de nuestro padre. Él lo había educado y le había enseñado la magia y la adivinación, y se llamaba al-Kahín al-Abtán.

»Nos dijo: “Entregadme el libro”, y cuando se lo hubimos dado, añadió: “Vosotros sois los hijos de mi hijo, y por ello no os puedo perjudicar a ninguno. Quien quiera este libro, que busque la manera de conquistar el tesoro de Samardal y que me entregue la esfera celeste, el recipiente de kuhl, el anillo y la espada. El anillo tiene a su servicio un genio llamado al-Raad al-Qasif, y ningún rey ni sultán puede resistir a quien posee este anillo, hasta el extremo de que si quisiera dominar a lo largo y lo ancho de la tierra podría hacerlo. En cuanto a la espada, si es desenvainada contra un ejército y quien la lleva la agita, el ejército queda derrotado, y si quien la posee, al mismo tiempo que la agita le ordenara: ‘Aniquila este ejército’, de aquella espada saldría un relámpago de fuego que mataría a todos los soldados de dicho ejército. Quien posee la esfera celeste y quiere ver todos los países, desde oriente a occidente, puede verlos y visitarlos permaneciendo sentado, con tal de que dirija la esfera hacia el lugar que quiere ver y mire dentro de ella: verá aquella región y todos sus habitantes como si estuvieran ante él. Además, si se enojase contra una ciudad y dirigiese la esfera hacia el sol con la intención de quemarla, se quemaría. En cuanto al recipiente de kuhl, quien se unte un poco podrá ver los tesoros de la tierra. Pero he de poneros una condición: quien no logre conquistar este tesoro no será digno de poseer el libro; en cambio, quien lo conquiste y me traiga esas cuatro cosas merecerá tenerlo”. Aceptamos la condición, y él nos dijo: “Hijos míos, sabed que el tesoro de Samardal se halla en poder de los hijos del rey Rojo. Vuestro padre me contó que había intentado conquistar ese tesoro, pero no lo pudo lograr. Es más, los hijos del rey Rojo se le escaparon a un lago de Egipto que se llama lago de Qarún, en el que se arrojaron. Él los siguió hasta Egipto, pero nada pudo contra ellos porque se le escaparon en dicho lago, que estaba encantado”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Kahín prosiguió: «“Vuestro padre] regresó, preocupado, sin haber logrado arrebatar el tesoro de Samardal a los hijos del rey Rojo. Cuando no pudo ya hacer nada contra ellos, vino a verme y se me quejó. Yo consulté los astros por él y vi que ese tesoro sólo podía ser conquistado por obra de un joven egipcio llamado Chawdar b. Umar (pues él haría posible el apoderarse de los hijos del rey Rojo), que aquel joven era pescador, que vuestro padre podría hallarle junto al lago de Qarún, así como que el hechizo sólo se desvanecería si Chawdar ataba las manos tras la espalda de aquel a quien le correspondía la suerte y lo echaba en el lago, donde podría combatir con los hijos del rey Rojo. Aquel a quien el destino señalase, podría apoderarse de los hijos del rey Rojo; en cambio, quien no estuviera predestinado a ello perecería, y sus pies aparecerían sobre el agua, mientras que asomarían las manos de aquel que había de salvarse, y entonces éste necesitaría que Chawdar le echase la red y lo sacase del agua”». Añadió: «Mis hermanos dijeron: “Nosotros iremos, aunque hayamos de perecer”, y yo dije: “Yo también iré”. Por el contrario, ese hermano nuestro que tiene aspecto de judío indicó que él no tenía motivo para hacerlo. Y así, acordamos que él marcharía a Egipto disfrazado de mercader judío y que si alguno de nosotros hallaba la muerte en el lago, él recogería la mula y la alforja que le ofreciese el pescador y le daría cien dinares.

»Cuando el primero de nosotros se presentó ante ti, los hijos del rey Rojo lo mataron, y también mataron a mi segundo hermano; pero no han podido conmigo y yo me he apoderado de ellos.» «¿Dónde están los que cogiste?», preguntó Chawdar. «¿No has visto que los metí en las arcas?» «¡Pero si eran peces!» «No son peces —prosiguió el magrebí—, sino efrits con aspecto de peces. Pero, sabe, Chawdar, que el tesoro sólo podrá ser conquistado por mediación de ti. ¿Me obedecerás y vendrás conmigo a las ciudades de Fez y Mequínez para que así conquistemos el tesoro? Yo te daré lo que me pidas y serás para siempre hermano mío —te lo prometo ante Dios—, y luego podrás regresar junto a tu familia con el ánimo contento.» «Mi señor peregrino —repuso Chawdar—, yo tengo a mi cargo a mi madre y a mis hermanos…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chawdar dijo: «Tengo a mi cargo a mi madre y a mis hermanos,] y soy yo quien provee a su sustento. Si me voy contigo, ¿quién les proporcionará pan para comer?» «Es una excusa fútil, pues si se trata de los gastos yo te daré mil dinares, que entregarás a tu madre para que los gaste hasta que tú regreses a tu país. Por otra parte, si te ausentas, volverás antes de cuatro meses.» Al oír hablar de mil dinares, Chawdar exclamó: «Dame los mil dinares, peregrino, para que pueda dejárselos a mi madre, y me iré contigo». Entonces el magrebí sacó los mil dinares y Chawdar, después de haberlos cogido, se presentó ante su madre y la informó de lo que habían hablado él y el magrebí, y añadió: «Toma estos mil dinares, y gasta de ellos para ti y para mis hermanos. Yo parto con el magrebí para el Occidente. Estaré ausente durante cuatro meses y obtendré mucha prosperidad. Ruega por mí, madre mía». «Hijo —le contestó la mujer—, me afliges y temo por ti.» «Madre, ningún mal puede ocurrirle a quien está protegido por Dios. Además, el magrebí es una buena persona.» Y empezó a elogiarle. «¡Dios haga bueno su corazón hacia ti! Vete con él, hijo mío, quizá te dé algo», concluyó la madre. Chawdar se despidió de ella y partió. Cuando llegó junto al magrebí Abd al-Samad, éste le preguntó: «¿Consultaste a tu madre?» «Sí, y ella ha rezado por mí.» «Entonces, monta detrás de mí.»

Chawdar montó a lomos de la mula y los dos anduvieron desde el zuhr hasta el asr. Chawdar tenía hambre, pero se dio cuenta de que el magrebí no llevaba nada de comer. «Mi señor peregrino —observó—, quizás olvidaste coger algo para que comiéramos durante el viaje.» «¿Tienes hambre?», preguntó el magrebí. «Sí.» Él y Chawdar desmontaron y el magrebí le mandó bajar la alforja, y así lo hizo. «¿Qué deseas, hermano?», preguntó entonces el magrebí. «Cualquier cosa.» «En nombre de Dios, dime qué deseas.» «Pan y queso.» «¡Infeliz! Pan y queso no son cosas adecuadas; pide algo bueno.» «En estos momentos cualquier cosa es buena para mí.» «¿Te gusta el pollo asado?» «Sí.» «¿Te gusta el arroz con miel?» «Sí.» «¿Te gusta tal plato y tal otro?» Y así siguió hablando hasta citar veinticuatro clases de guisos, hasta el extremo de que Chawdar pensó: «¿Estará loco este hombre? ¿De dónde va a traerme los platos que ha citado, pues no hay ni cocina ni cocinero? He de decirle que ya basta», y dijo en voz alta: «¡Basta! ¿Me haces apetecer estos manjares cuando no veo nada?» «Sé bien venido, Chawdar.» Y, metiendo mano en la alforja, sacó un plato de oro en el que había dos pollos asados calientes. Metió de nuevo la mano y sacó un plato de oro que contenía carne de cordero asada al asador, y así siguió sacando cosas de la alforja hasta completar los veinticuatro guisos que había mencionado. Chawdar quedó atónito. «Come, infeliz», le animó el magrebí. «Mi señor —observó Chawdar—, ¿pusiste en esta alforja cocina y gente que guise?» El magrebí sonrió y contestó: «Esta alforja está encantada y tiene un servidor. Si nosotros, en cualquier momento, pidiésemos mil clases de guisos, el servidor nos los traería preparándolos en un instante». «¡Qué magnífica alforja!», exclamó Chawdar.

Luego los dos comieron hasta hartarse y tiraron lo que les sobró. El magrebí colocó los platos vacíos en la alforja, metió la mano en ella y la sacó con una jarra de la que bebieron, hicieron las abluciones rituales y rezaron la oración del asr. Luego puso la jarra en la alforja, colocó también las dos arcas y después de haber cargado todo sobre la mula, montó en ella y dijo a Chawdar: «Monta. Reanudamos la marcha. ¿Sabes, Chawdar, cuánto camino hemos recorrido desde Egipto hasta aquí?» «Por Dios que no lo sé.» «Hemos recorrido el camino de un mes entero.» «¿Cómo puede ser?» «Chawdar, sabe que la mula que está debajo de nosotros es un marid, que puede recorrer en un día la distancia de un año; pero, por serte agradable, ha ido más despacio.» Espolearon al animal y prosiguieron el viaje hacia el Occidente. Por la noche, el magrebí sacó de la alforja la cena y a la mañana siguiente el desayuno, y durante cuatro días siguieron andando hasta la mitad de la noche de cada jornada. A medianoche desmontaban, dormían, y por la mañana reemprendían el viaje. Chawdar le pedía al magrebí lo que quería y éste se lo sacaba de la alforja.

Al quinto día llegaron a Fez y Mequínez[243], y entraron en la ciudad. Una vez dentro, todas las personas que veían al magrebí le saludaban y le besaban las manos. Siguieron adelante hasta llegar a una puerta a la que el magrebí llamó. La puerta se abrió y apareció una muchacha hermosa como la luna: «Rahma, hija mía —le dijo el magrebí—, ábrenos la puerta del palacio». «En seguida, padre», y entró moviendo las caderas de tal manera que Chawdar perdió la cabeza y se dijo: «Ésta es la hija de un rey». La muchacha la abrió, tomó la alforja de la mula y le dijo a ésta: «Vete, y Dios te bendiga». Y he aquí que el suelo se abrió, la mula se hundió y el suelo volvió a quedar como antes. «¡Dios protector! —exclamó Chawdar—. ¡Alabado sea Dios que nos salvó cuando estábamos sobre ella!» «No te asombres, Chawdar —le tranquilizó el magrebí—. Ya te dije que la mula era un efrit. Y ahora, pasa con nosotros.»

Una vez en la habitación, Chawdar quedó maravillado por la cantidad de tapices suntuosos que había en ella, así como por todos los objetos artísticos y pendientes de piedras preciosas y de joyas que vio. Cuando estuvieron sentados, el magrebí le dijo a la joven: «Rahma, trae aquel envoltorio de vestidos». La joven se levantó y regresó a poco con un envoltorio que puso ante su padre. Éste lo abrió, sacó de él un vestido que valía mil dinares, y dijo: «Póntelo, Chawdar, y sé bien venido». Se lo puso y quedó tan hermoso como un rey del Occidente. Luego el magrebí puso la alforja ante sí, metió la mano y sacó varios platos con diferentes guisos hasta dejar puesta una mesa de cuarenta platos. «Mi señor —le dijo entonces a Chawdar—, acércate, come y excúsanos…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el magrebí dijo a Chawdar: «… come y excúsanos,] pues no sabemos qué guisos deseas. Dinos lo que quieras y te lo prepararemos en seguida.» «Por Dios, mi señor peregrino, a mí me gustan todos los manjares y ninguno me disgusta. No me preguntes, pues, nada, y tráeme lo que se te ocurra: lo comeré.»

Chawdar permaneció veinte días en casa del magrebí, y cada día éste le mandaba ponerse un vestido nuevo, sacaba la comida de la alforja y no compraba ni carne ni pan y ni siquiera guisaba, sino que extraía de la alforja cuanto necesitaba, incluso varias clases de fruta. El vigesimoprimer día el magrebí le dijo a Chawdar: «Ven conmigo, pues hoy es el día señalado para conquistar el tesoro de Samardal». Chawdar partió con él, y anduvieron a pie hasta el límite de la ciudad. Una vez fuera de ella, cada uno montó en una mula y prosiguieron el camino hasta el mediodía, en que llegaron a un arroyo de agua fluyente, donde Abd al-Samad desmontó y le dijo: «Desmonta, Chawdar», y se apeó. Luego hizo una señal con la mano y llamó a dos esclavos, que cogieron las muías y se dirigieron cada uno por distinto camino y desaparecieron por poco tiempo. Luego uno de los esclavos se acercó con una tienda, que levantó, y el otro trajo una alfombra que extendió en la tienda poniendo alrededor cojines y almohadas. Luego uno de los esclavos fue a coger las arcas en que estaban metidos los dos peces, mientras que el otro traía la alforja. «Ven aquí, Chawdar», dijo el magrebí. Chawdar se sentó junto a él. El magrebí sacó de la alforja los platos de comida y comieron.

El magrebí, después de coger las dos arcas, pronunció conjuros encima, y desde su interior salieron dos voces que dijeron: «Estamos aquí para servirte, ¡oh adivino del mundo! ¡Ten piedad de nosotros!», y siguieron pidiendo ayuda mientras el magrebí seguía pronunciando conjuros hasta que las dos arcas se quebraron reduciéndose a pedazos, que volaron. Aparecieron entonces dos personas con las manos atadas a la espalda, que decían. «¡Ten piedad, oh adivino del mundo! ¿Qué quieres hacer de nosotros?» «Quiero quemaros —respondió el magrebí—, a menos de que os comprometáis a hacerme conquistar el tesoro de Samardal.» «Te lo prometemos; te haremos conquistar el tesoro con tal de que hagas venir a Chawdar el pescador, ya que el tesoro sólo puede ser conquistado por mediación de él y nadie sino Chawdar b. Umar puede entrar en él.» «Ya he traído al que mencionáis. Está aquí, os oye y os ve.» Entonces se comprometieron con el magrebí a hacerle conquistar el tesoro, y éste los dejó en libertad. Luego sacó un estuche cilíndrico y pedazos de coral rojo que colocó sobre el estuche. Tomó un incensario, puso carbón en él, sopló una vez y encendió fuego. Trajo luego incienso y le dijo a Chawdar: «Chawdar, yo voy a recitar los conjuros y a echar incienso; pero cuando empiece con los conjuros ya no podré hablar, pues serían nulos. Por ello, quiero enseñarte qué debes hacer para lograr tu propósito». «Enséñamelo», le contestó Chawdar.

«Sabe —continuó el magrebí— que cuando yo pronuncie los conjuros y esparza el incienso, el agua del arroyo se secará y aparecerá ante ti una puerta de oro tan grande como la de la ciudad, con dos aldabas de metal precioso. Baja hacia la puerta y llama suavemente; espera un poco, llama con la segunda aldaba un poco más fuerte que con la primera y espera otro poco. Luego llama tres veces, una tras otra, y cuando oigas que alguien te dice: “¿Quién llama a la puerta de los tesoros sin saber desligar los encantamientos?”, tú dirás: “Soy Chawdar el pescador, hijo de Umar”, y él te abrirá la puerta. Por ella saldrá una persona con una espada en la mano y te dirá: “Si tú eres ese hombre, ofrece el cuello para que te decapite”. Tú le ofrecerás el cuello: no temas, pues cuando él levante la mano con la espada y te golpee caerá ante ti y al cabo de un momento lo verás reducido a un ser sin alma, mientras que tú no sentirás ningún dolor por el golpe ni te ocurrirá nada. En cambio, si le desobedeces, te matará. Luego, cuando por haber obedecido hayas reducido a nada su hechizo, entra y sigue andando hasta que veas otra puerta. Llama y saldrá, montado sobre un corcel, un jinete con lanza al hombro, que te dirá: “¿Qué te ha traído hasta este lugar en el que no puede entrar ningún ser humano ni genio?”, y al decir eso agitará la lanza contra ti. Tú le mostrarás el pecho y él te golpeará, pero al instante caerá y verás cómo queda reducido a cuerpo sin alma; pero si te opones, te matará. Después entrarás por la tercera puerta: saldrá a tu encuentro un hombre armado de arco y flechas, que apuntará para herirte. Muéstrale el pecho: él te herirá, pero caerá ante ti reducido a cuerpo sin alma; mas si desobedeces, te matará. Luego llegarás ante la cuarta puerta…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el magrebí prosiguió: «… llegarás ante la cuarta puerta] y llamarás: te abrirán y saldrá un león de enorme tamaño que querrá asaltarte y abrirá las fauces para indicar que quiere comerte. No temas y no huyas, sino que cuando el león esté junto a ti, ofrécele la mano y él, después de mordería, caerá al instante muerto, mientras que a ti no te ocurrirá nada. Después entrarás por la quinta puerta y se te acercará un esclavo negro que te preguntará quién eres. Dile que eres Chawdar. “Si eres ese hombre —te contestará—, abre la sexta puerta.” Entonces acércate a la puerta y di: “¡Oh Jesús, di a Moisés que abra la puerta!” Y ésta se abrirá. Entra: Hallarás dos serpientes, una a la izquierda y otra a la derecha, cada una de las cuales tendrá las fauces abiertas y ambas se lanzarán inmediatamente sobre ti. Ofréceles las manos y cada una morderá una; pero si desobedeces, te matarán. Luego avanzarás hacia la séptima puerta y llamarás: aparecerá tu madre y te dirá: “Bien venido, hijo mío, acércate para que pueda saludarte”. Entonces tú habrás de contestarle: “Permanece lejos de mí y quítate los vestidos”.

»Ella observará: “Hijo mío, soy tu madre, tengo ciertos derechos por haberte amamantado y criado: ¿por qué quieres desnudarme?” Tú dile: “Si no te quitas los vestidos, te mataré”, y al decir eso, vuelve la vista hacia tu derecha y verás una espada colgada de la pared. Cógela, desenváinala y amenázala, diciéndole: “Desnúdate”. Ella empezará a adularte y a humillarse, pero tú no deberás tener compasión, y cada vez que ella se quite algo, le dirás: “Quítate el resto”, y sigue amenazándola con que la matarás hasta que se quite todo lo que lleve y caiga al suelo. Solo entonces habrás desligado los encantamientos, habrás inutilizado los hechizos y estarás salvado. Entra, pues, y hallarás en el tesoro oro a montones. No te preocupes de ello. En cambio, en el centro del lugar del tesoro verás un recinto cubierto por una tienda. Aparta la tienda y verás dormido en un lecho de oro al adivino Samardal, sobre cuya cabeza habrá una cosa redonda que brilla como la luna: es la esfera celeste. El adivino ceñirá espada, en un dedo llevará puesto un anillo y al cuello una cadena en la que está el recipiente de kuhl. Tráeme los cuatro tesoros. Procura no olvidar ninguna de las cosas que te he indicado, y no desobedezcas pues te arrepentirías y habría de temerse por tu vida.» Luego, el magrebí repitió por segunda, tercera y cuarta vez las instrucciones hasta que Chawdar dijo: «Ya lo aprendí. Pero, ¿quién podrá afrontar estos hechizos que me has citado y soportar tan terribles pruebas?» «Chawdar, no temas, se trata de fantasmas sin alma», y el magrebí siguió tranquilizándolo hasta que Chawdar concluyó: «Me encomendaré a Dios».

Entonces el magrebí Abd al-Samad esparció el incienso y estuvo recitando conjuros durante un rato: he aquí que el agua desapareció, se pudo ver el lecho del arroyo y apareció la puerta del tesoro. Chawdar bajó, llamó y oyó que alguien le decía: «¿Quién llama a las puertas de los tesoros sin saber desligar los encantamientos?» «Yo soy Chawdar b. Umar», respondió. La puerta se abrió y salió una persona con la espada desenvainada y le mandó que ofreciera el cuello. Él así lo hizo, y la persona le dio, pero cayó en seguida al suelo. Así ocurrió también con el segundo encantamiento, hasta que hubo acabado con los encantamientos de las siete puertas. Entonces salió su madre y le dijo: «Paz, hijo mío». «¿Quién eres?», preguntó Chawdar. «Soy tu madre y tengo ciertos derechos sobre ti por haberte amamantado y criado y por haberte llevado en mi seno durante nueve meses, hijo mío.» «¡Quítate los vestidos!» «Tú eres mi hijo, ¿cómo puedes desnudarme?» «Desnúdate o haré caer tu cabeza con esta espada.» Y, alargando la mano, tomó la espada, la desenvainó y la acercó a la mujer, insistiendo: «Si no te desnudas, te mataré.» La discusión entre ellos se prolongó; pero luego, como Chawdar la amenazase cada vez más, ella se quitó una prenda. ‘«Quítate el resto», le ordenó Chawdar. Y discutió durante un buen rato hasta que ella se quitó otra prenda. Y así siguió la cosa, mientras ella le decía: «¡Hijo mío, la educación que te di no ha dado fruto!» Le quedaba ya sólo la última prenda. «¡Hijo mío! —imploró entonces la mujer—, ¿acaso es de piedra tu corazón para que me ultrajes haciéndome descubrir mis desnudeces? Hijo mío, esto es pecado.» «Tienes razón: no te quites la última prenda», le contestó Chawdar. Apenas hubo pronunciado tales palabras, ella se puso a gritar diciendo: «¡Se equivocó! ¡Golpeadle!», y entonces llovieron sobre él muchos golpes, numerosos como gotas de lluvia. Los servidores del tesoro se lanzaron sobre él y le dieron un golpe en la nuca que él no olvidó nunca más en su vida. Lo echaron fuera por la puerta del tesoro, y las puertas se cerraron como estaban antes.

Cuando lo hubieron echado por la puerta, el magrebí lo cogió en seguida, mientras las aguas volvían a quedar como antes.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Abd al-Samad, el magrebí, leyó unas palabras mágicas por Chawdar, éste se repuso y volvió en sí del vapuleo. «¿Qué hiciste, infeliz?», le preguntó. «Superé todos los obstáculos —contestó Chawdar— y llegué ante mi madre. Tuvimos una larga discusión, hermano, y ella empezó a quitarse los vestidos hasta que sólo le quedó la última prenda. “No me hagas tal afrenta —me dijo—, porque es pecado descubrir las partes vergonzosas.” Y yo, compasivo, le dejé la última prenda. Entonces ella se puso a gritar: “¡Se equivocó! ¡Golpeadle!”, y varias personas, que no sé dónde estaban, se lanzaron sobre mí y me dieron tal golpe que estuve a punto de morir, y me echaron fuera. No sé qué me ocurrió después.» «¿No te dije que no desobedecieras? —le apostrofó el magrebí—. Nos has perjudicado a ti y a mí. Si se hubiese quitado la última prenda habríamos conseguido nuestro objetivo. Ahora, en cambio, deberás permanecer conmigo hasta el año próximo, hasta el mismo día que hoy.» En seguida llamó a los dos esclavos, que desmontaron la tienda, cargaron con ella y desaparecieron durante un rato, para regresar con las dos muías. Chawdar y el magrebí montaron cada uno en una mula y regresaron a la ciudad de Fez.

Chawdar se quedó en casa del magrebí, y comía bien y bebía bien, y cada día éste le regalaba un suntuoso vestido, hasta que el año pasó y llegó el día señalado. «Éste es el día señalado —le dijo el magrebí—. Ven conmigo.» «Sí», fue la respuesta. Salieron fuera de la ciudad y allí encontraron a los dos esclavos con las dos muías. Montaron en ellas y anduvieron hasta llegar al arroyo. Los dos esclavos levantaron la tienda, dispusieron las alfombras, el magrebí sacó el mantel, y, después de haberse alimentado, sacó el estuche y los trozos de coral como había hecho la primera vez; encendió fuego, preparó el incienso y le dijo a Chawdar: «Chawdar, quiero darte mis instrucciones». «Mi señor peregrino, si hubiese olvidado el golpe que recibí en la nuca, habría podido olvidar las instrucciones que me diste», observó Chawdar. «¿Las aprendiste bien?» «Sí.» «Ve con cuidado y no creas que la mujer sea tu madre, pues no es más que una aparición bajo aspecto de tu madre, que pretende que te equivoques. Si la primera vez saliste vivo, esta vez, si te equivocas, los servidores te dejarán muerto en el suelo.» «Si me equivocase merecería que me quemaran», concluyó Chawdar.

Entonces el magrebí esparció el incienso, formuló los conjuros y el arroyo se secó. Chawdar se adelantó hacia la puerta, llamó y la puerta se abrió. Superó los siete encantamientos hasta llegar ante su madre. «Bien venido, hijo mío», le dijo ésta. «¿De qué soy tu hijo, maldita? ¡Desnúdate!» Mas ella empezó a ponerle obstáculos y a quitarse una prenda tras otra hasta que sólo le quedó la última prenda. «¡Desnúdate, maldita!», le ordenó Chawdar. Y ella se quitó también la última prenda y se convirtió en fantasma sin alma. Chawdar entró y vio oro a montones, pero no se preocupó de ello. Llegó al recinto y vio al adivino Samardal dormido, ceñido de espada, con el anillo en el dedo y el recipiente de kuhl sobre el pecho, y vio también la esfera celeste sobre su cabeza. Se adelantó, le quitó la espada, cogió el anillo, la esfera celeste y el recipiente de kuhl, y salió. Entonces empezó a sonar una música para él, al mismo tiempo que los siervos le decían: «Chawdar, ¡felicidades por lo que has obtenido!» La música siguió sonando hasta que él salió del lugar del tesoro y llegó junto al magrebí que dejó de pronunciar conjuros y de esparcir incienso, se levantó, lo abrazó y lo saludó. Chawdar le entregó los cuatro tesoros, que él cogió. Llamó a los dos esclavos, que se llevaron la tienda y volvieron con las dos muías, sobre las que ellos montaron para regresar a la ciudad de Fez.

El magrebí mandó traer la alforja y empezó a sacar de ella platos con los distintos guisos, preparando la mesa ante él. «Hermano Chawdar, come», le dijo el magrebí. Y Chawdar comió hasta quedar satisfecho. El magrebí vació los guisos sobrantes en otros platos y volvió a colocar los vacíos en la alforja. «Chawdar —dijo en este momento el magrebí Abd al-Samad—, dejaste tu tierra y tu ciudad por nosotros, y nos has ofrecido lo que de ti necesitábamos. Por ello, tienes ante nosotros el derecho de expresar tus deseos: di lo que quieras, Dios (¡ensalzado sea!) te lo concederá y nosotros seremos la causa. Pide sin apuro lo que quieras, pues bien lo mereces.» «Mi señor —dijo Chawdar—, pido a Dios y luego a ti que me dé esta alforja.» Él se la ofreció: «Tómala, tuya es. Si algo más deseas, nosotros te lo daremos. Pero, infeliz, ésta sólo te servirá para proporcionarte comida, mientras que tú te has cansado por nosotros, que te habíamos prometido que volverías a tu ciudad con el ánimo consolado. Con esta alforja podrás comer. Pero te daremos otra alforja llena de oro y joyas, y te devolveremos a tu ciudad para que puedas convertirte en mercader y ganar para ti y para tu familia sin necesidad de gastar. Comed, tú y tu familia, del contenido de esta alforja. La manera de usarla es la siguiente: extiende la mano dentro y di: “Siervo de esta alforja, por los majestuosos nombres que te mandan, tráeme tal plato de comida”, y él te traerá lo que hayas pedido, incluso si cada día le pidieses mil platos.»

Acto seguido mandó venir a un esclavo con una mula, llenó para Chawdar una alforja: una parte de oro y la otra de joyas y metales preciosos. «Monta en esta mula —le dijo entonces—. El esclavo andará ante ti y te mostrará el camino hasta dejarte ante la puerta de tu casa. Cuando llegues a ella, toma las dos alforjas y entrégale la mula para que me la devuelva. No cuentes a nadie el secreto de la alforja. A Dios te encomendamos.» «¡Dios aumente tu prosperidad!», y, tras decir esto, Chawdar puso las dos alforjas sobre la mula, montó en ella y el esclavo echó a andar ante él. La mula siguió al esclavo durante todo aquél día y la noche. Al día siguiente, por la mañana, entró por Bab al-Nasr, donde vio a su madre sentada y que decía: «Dadme algo, por amor de Dios». Su mente se ofuscó, bajó de la mula y se echó en sus brazos. Ella, al verle, prorrumpió en sollozos. Chawdar la hizo montar en la mula, mientras él andaba a pie junto al estribo. Al llegar a su casa, hizo bajar a su madre, tomó las dos alforjas y dejó la mula al esclavo, que la cogió y marchó junto a su dueño. Tanto el esclavo como la mula eran genios.

Chawdar lamentó mucho que su madre se viera obligada a pedir limosna, y cuando entró en su casa le preguntó: «Madre mía, ¿están bien mis hermanos?» «Están bien.» «¿Por qué pides limosna en la calle?» «Porque tengo hambre, hijo mío.» «Antes de partir te di cien dinares el primer día, cien más el segundo y el día de mi partida te di mil más.» «Hijo mío, tus hermanos me engañaron y me los arrebataron, diciéndome que querían hacer compras. Me los quitaron y me echaron de casa. Por eso me he visto obligada a pedir limosna por las calles, pues tenía mucha hambre.» «Madre mía, puesto que he regresado no habrá de ocurrirte ningún mal, no te entristezcas por nada. ¡He aquí una alforja llena de oro y joyas: hay para gastar con profusión!» «¡Hijo mío, bendito seas! ¡Esté Dios contento de ti y aumente sus gracias para ti! Ve, hijo mío, y tráenos pan, porque yo voy a dormir con mucha hambre y sin cena.» Chawdar se rió y le dijo: «¡No faltaba más, madre! Pide lo que quieras comer y yo te lo ofreceré en seguida sin necesidad de ir a comprarlo al mercado y sin que sea preciso nadie para guisarlo.» «Hijo mío, no veo que traigas nada contigo.» «Tengo en la alforja toda clase de guisos.» «Hijo mío, cualquier cosa que me ofrecieran, satisfaría mi hambre.» «Has dicho verdad, pues cuando no hay nada el hombre se conforma con cualquier cosa por pequeña que sea; pero cuando lo hay, desea comer cosas ricas. Yo tengo muchas; pídeme lo que desees.» «Hijo mío, pan caliente y un pedazo de queso.» «Madre, esto no es propio de tu categoría.» «Tú bien conoces mi categoría. Dame, pues, de comer lo que sea digno de mi categoría.» «Para tu condición, madre, es preciso carne asada, pollo asado, arroz con pimienta. Y también intestinos rellenos, calabazas rellenas, cordero relleno, costillas rellenas, kunafa con almendras, miel de abeja con azúcar, qataif y baqlawa[244] Entonces ella, creyendo que su hijo le tomaba el pelo y se burlaba de ella, exclamó: «¡Ay, ay! ¿Qué te ocurre? ¿Estás soñando o te has vuelto loco?» «¿Cómo sabes que me he vuelto loco?» «Porque me estás citando toda clase de guisos suculentos. ¿Quién se los puede pagar? ¿Y quién sabe guisados?» «Por mi vida, te daré de comer en seguida todo lo que he mencionado», le contestó Chawdar. «¡Pero si no veo nada!» «Tráeme la alforja.» Se la trajo, la tocó, vio que estaba vacía y se la entregó. Chawdar metió las manos en ella y fue sacando platos llenos, hasta que hubo sacado todo lo que había dicho. «Hijo mío —observó la madre—, la alforja es pequeña y estaba vacía: no había nada en ella. Tú has sacado todos esos platos: ¿dónde estaban?» «Sabe, madre —dijo Chawdar—, que esta alforja me la dio el magrebí. Es una alforja encantada y tiene un criado, de manera que cuando se quiere algo y se le recitan los nombres mágicos, diciéndole: “Siervo de esta alforja, tráeme tal plato”, él lo trae.» «Entonces, ¿yo podría extender la mano y pedir algo?», preguntó la madre. «Extiéndela.» Ella alargó la mano y pronunció estas palabras: «Por los majestuosos nombres que te mandan, ¡oh, siervo de esta alforja!, tráeme costillas rellenas», y vio que el guiso estaba en la alforja. Acercó la mano, lo cogió y halló riquísimas costillas rellenas. Luego pidió pan y todos los platos que quería. «Madre —le dijo Chawdar—, cuando hayas acabado de comer, echa en otros platos lo que haya sobrado y vuelve a meter en la alforja los platos vacíos, porque sólo así se realiza el encantamiento. Y guarda cuidadosamente la alforja.» La madre sirvió los guisos y guardó la alforja, al mismo tiempo que su hijo le decía: «Madre, guarda el secreto y quédate con esta alforja. Siempre que quieras algo, sácalo de ella, da limosna y de comer a mis dos hermanos, tanto en mi presencia como estando yo ausente». Y al decir esto se pusieron a comer. Y he aquí que entraron sus dos hermanos.

Se habían enterado del hecho por una persona del barrio, que les había dicho: «Ha llegado vuestro hermano montado en una mula delante de la cual iba un esclavo, y llevaba un hermoso vestido sin par». Y ellos se dijeron: «¡Ojalá no hubiésemos hecho nunca ningún mal a nuestra madre! No cabe duda de que ella le contará lo que hemos hecho. ¡Qué avergonzados quedaremos ante él!» Pero uno de ellos había añadido: «Nuestra madre tiene buen corazón, y aunque le haya contado lo ocurrido, nuestro hermano aún tiene mejor corazón que ella para nosotros. Si le presentamos excusas, él las aceptará». Y así se habían dirigido a su presencia.

Chawdar se levantó al verlos, los saludó afectuosamente y les dijo: «Sentaos y comed», y ellos se sentaron y se pusieron a comer (estaban débiles por el hambre sufrida) y siguieron comiendo hasta hartarse. «Hermanos —les dijo Chawdar—, tomad los guisos que han sobrado y repartidlos entre los pobres y los desvalidos.» «Hermano —repusieron—, déjalos para la cena.» «Para la cena tendréis más aún», replicó Chawdar. Ellos sacaron fuera los guisos que habían sobrado, y a cada pobre que pasaba le decían: «Toma y come». Y así lo hicieron hasta que no quedó nada.

Luego devolvieron los platos y Chawdar le dijo a su madre que los pusiera en la alforja.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que por la noche entró en la habitación y sacó de la alforja un servicio de cuarenta platos. Se sentó entre sus dos hermanos y le indicó a su madre que trajera la cena, y ella, al entrar en la habitación, vio que los platos estaban llenos. Puso la mesa y fue trayendo los guisos hasta completar los cuarenta platos, y así comieron. Después de haber cenado, Chawdar les dijo a sus hermanos: «Tomad y dad de comer a los pobres y a los desvalidos». Ellos tomaron los guisos sobrantes y los repartieron. Después de haber acabado la cena, Chawdar sacó dulces. Comieron, y les indicó que ofrecieran los restantes a los vecinos. Lo mismo ocurrió al día siguiente al desayuno, y así durante diez días. «¿Cuál es la causa de todo eso? —le preguntó entonces Sálim a Salim—. Nuestro hermano nos da un banquete por la mañana, otro al mediodía y otro por la noche. Luego nos ofrece dulces, y todo lo que sobra lo distribuye entre los pobres. Esto sólo pueden hacerlo los sultanes. ¿De dónde le viene tanta dicha? ¿Por qué no le pedimos explicaciones acerca de estos distintos guisos y de los dulces? Además, observo que todo lo que sobra lo reparte entre los pobres y los desvalidos, y nunca le vemos comprar nada, ni encender fuego, y no tiene ni cocina ni cocinero.» «¡Yo no lo sé, por Dios! —le contestó su hermano—. Pero, ¿sabes quién puede informarnos de cómo están verdaderamente las cosas?» «Sólo nuestra madre puede informarnos», concluyó el otro. Y así trazaron un plan contra la madre y se presentaron ante ella mientras el hermano estaba ausente. «Madre, tenemos hambre», le dijeron. «¡Estad contentos!», respondió ésta, y entró en la habitación, pidió cuanto quería al siervo de la alforja y les ofreció comida caliente. «Madre —observaron los dos hermanos—, este guiso está caliente, pero tú no has guisado ni has encendido fuego.» «Todo esto procede de la alforja.» «¿Qué alforja es ésa?», le preguntaron los dos. «La alforja está encantada, y la petición que yo hago es un encantamiento.» Y les explicó el asunto diciéndoles que guardaran el secreto. «Guardaremos el secreto, madre, pero enséñanos cómo se hace eso.» Ella les enseñó y ellos alargaron la mano y empezaron a sacar todo lo que pedían. (Sin embargo, su hermano nada sabía de eso.)

Cuando estuvieron enterados de las cualidades de la alforja, Sálim le dijo a Salim: «Hermano, ¿hasta cuándo habremos de permanecer con Chawdar como siervos, comiendo gracias a su caridad? ¿Por qué no urdimos un plan contra él y le quitamos la alforja?» «¿Cuál es tu plan?» «Vendamos a nuestro hermano al capitán del mar de Suez.» «¿Cómo nos arreglaremos para venderlo?» «Vayamos a ver a ese capitán e invitémosle junto con dos de sus hombres, y tú confirmarás lo que yo le diré a Chawdar. Ya verás lo que haré al final de la tarde.» Puestos de acuerdo para vender a su hermano, fueron a casa del capitán del mar de Suez. Sálim y Salim entraron y le dijeron: «Capitán, hemos venido a verte por un asunto que te agradará». «Bien», contestó el capitán. «Somos dos hermanos —contaron—, y tenemos un tercer hermano, perverso e inútil. Nuestro padre murió y nos dejó cierta cantidad de dinero que repartimos: él tomó la parte que le correspondía de la herencia y la gastó en juergas y libertinajes. Cuando fuimos pobres, nos dominó y empezó a denunciarnos a los jueces diciendo que nos habíamos apoderado de su dinero y del dinero de su padre. Y así seguimos pleiteando ante los jueces hasta que perdimos nuestros bienes. Él esperó un poco y luego nos denunció por segunda vez hasta que logró empobrecernos, sin dejar de molestarnos. Ahora hemos agotado nuestra paciencia y queremos que nos lo compres.» «¿Podéis urdir un plan y traérmelo aquí? —preguntó el capitán—. Yo le enviaré en seguida al mar.» «No podemos traerlo aquí, pero tú serás nuestro invitado. Es más, tráete contigo dos personas, pero no más, de manera que cuando él se haya dormido, lo cogeremos entre los cinco y le pondremos una mordaza en la boca, y tú, con el favor de la noche, te lo llevarás fuera de la casa. Luego haz con él lo que quieras.» «De mil amores —respondió el capitán—. ¿Queréis venderlo por cuarenta dinares?» «Sí —aprobaron los dos hermanos—. Después de cenar ve a la calle tal y allí te esperará uno de nosotros.» «De acuerdo, podéis marchar», concluyó el capitán.

Entonces los dos hermanos se presentaron ante Chawdar, y al cabo de un rato Sálim se adelantó y le besó las manos. «¿Qué hay, hermano?», le preguntó Chawdar. «Sabe que tengo un amigo que, durante tu ausencia, me invitó varias veces a su casa y le debo las mil amabilidades que tuvo conmigo. Hoy lo saludé y me invitó, pero cuando yo le respondí que no podía dejar a mi hermano, añadió: “Tráelo también”. “No aceptará —le indiqué—. Pero si tú y tus dos hermanos (que estaban sentados junto a él) queréis ser nuestros invitados, nos haréis gran placer.” Y así los invité. Yo creía que no aceptarían la invitación; pero al invitarlo, a él y a sus hermanos, aceptó y me dijo que lo esperara junto a la Bab al-Zawiya, pues vendría con sus hermanos. Me temo, pues, que vengan, y tengo vergüenza ante ti. ¿Quieres hacerme el favor de agasajarlos esta noche? Tu prosperidad, hermano, es mucha. Si no aceptas, permíteme que los lleve a casa de algún vecino.» «¿Para qué llevarlos a casa de un vecino? ¿Acaso es estrecha nuestra casa o no tenemos qué darles de cenar? ¡Avergüénzate de haberme pedido mi parecer! Tú debes preparar para ellos ricos manjares y dulces en abundancia. Y si trajeses gente a casa mientras yo estuviera ausente, pídele a tu madre que te traiga comidas en abundancia. Ve y tráelos, para que las bendiciones recaigan sobre nosotros.»

Sálim le besó la mano, se marchó y por la tarde se sentó junto a la Bab al-Zawiya. Ellos se presentaron. Los recogió y los hizo entrar en su casa. «¡Bien venidos!», les dijo Chawdar al verlos, y los hizo sentar y se sentó con ellos sin saber lo que llevaban oculto en su mente. Pidió la cena a su madre y ella empezó a sacar platos de la alforja, mientras él decía: «Trae tal plato». Y así hasta tener ante sí cuarenta platos. Todos comieron a saciedad, y se levantó la mesa. Los marineros creían que todos esos honores se los debían a Sálim. Después del primer tercio de la noche, Chawdar mandó traer dulces. Sálim los iba sirviendo mientras Chawdar y Salim seguían sentados hasta que quisieron irse a dormir. Chawdar se levantó y todos marcharon a la cama. Él se durmió y entonces los otros, ayudándose unos a otros, agredieron a Chawdar, el cuál cuando despertó ya tenía la mordaza en la boca. Lo ataron, cargaron con él y salieron de la casa con el favor de la noche.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que lo enviaron a Suez, donde le pusieron grilletes en los pies, y allí empezó en silencio a servir, y durante un año entero estuvo trabajando como los prisioneros y los esclavos. Esto es lo que se refiere a Chawdar.

En cuanto a sus dos hermanos, por la mañana se presentaron ante su madre y le dijeron: «Madre, nuestro hermano Chawdar aún no se ha despertado». «Despertadlo.» «¿Dónde duerme?», preguntaron. «Con los huéspedes.» «Quizá se haya ido con ellos mientras dormíamos. Nuestro hermano, madre, había tomado gusto a los países extranjeros y le placía penetrar en los tesoros. Nosotros le oímos hablar con los magrebíes que le decían “Te vendrás con nosotros y te daremos el tesoro”.» «¿Ha estado con los magrebíes?», preguntó entonces la madre. «¿No fueron nuestros invitados?» «Entonces quizá se haya ido con ellos —concluyó la mujer—. Dios lo guiará en su camino, pues está protegido por una buena estrella y no cabe duda de que nos traerá mucha prosperidad.» Pero se echó a llorar porque le disgustaba estar separada de Chawdar. «¡Maldita! —exclamaron entonces los dos hermanos—. ¡Vaya cariño que sientes por Chawdar mientras que nuestra ausencia o presencia te es completamente indiferente! ¿No somos nosotros igual que Chawdar, hijos tuyos?» «Sois hijos míos, pero sois perversos y nunca me habéis hecho ningún bien. Desde que murió vuestro padre no he obtenido de vosotros nada bueno, mientras que Chawdar me ha dado mucho. Él me satisfizo y me trató con honor. Es, pues, justo que llore por él porque él ha hecho bien tanto a mí como a vosotros.»

Cuando los dos hermanos oyeron sus palabras, la insultaron y la golpearon. Entraron en la habitación y se pusieron a buscar la alforja hasta que dieron con ella. Tomaron las joyas de la primera bolsa de la alforja y el oro de la segunda, y también la alforja mágica, y le dijeron: «Éstas son cosas de nuestro padre». «¡No, por Dios! —exclamó la madre—. Son cosas de vuestro hermano Chawdar. Las trajo de las regiones del Occidente.» «Mientes, ya que se trata de cosas de nuestro padre y nosotros dispondremos libremente de ellas.» Y al decir eso, se repartieron el oro y las joyas; pero empezaron a discutir por la alforja mágica. Sálim decía: «Yo la cogeré», y Sálim decía: «La cogeré yo», y así surgió discusión entre ellos. «Hijos míos —intervino la madre—, la alforja de las joyas y del oro ya os la habéis repartido; pero ésta ni puede dividirse ni valorarse en dinero, y si fuese cortada en dos trozos, su magia cesaría. Dejádmela a mí: cuando queráis, sacaré para vosotros lo que queráis comer, y yo me conformaré con comer un bocado de pan. Si además me dais algo para vestirme, será por vuestra bondad, y cada uno de vosotros podrá tratar libremente con la gente. Sois hijos míos y yo soy vuestra madre. Dejadme en paz, pues quizá vuestro hermano vuelva y entonces pasaréis apuros con él.» Pero no aceptaron sus palabras y aquella noche siguieron discutiendo.

Un arquero del rey, que estaba invitado en una casa próxima a la de Chawdar, cuya puerta estaba abierta, los oyó, se asomó a la puerta y así pudo oír toda la discusión y también todas las palabras que pronunciaron acerca del reparto. Por la mañana el arquero se presentó ante el rey, que se llamaba Sams al-Dawla (que era rey de Egipto en aquellos días), y le contó lo que había oído. El rey mandó llamar a los dos hermanos de Chawdar, les hizo venir, los sometió a tortura y acabaron por confesar. Les arrebató las dos alforjas, después de haberlos encarcelado, al mismo tiempo que señaló a la madre de Chawdar una renta suficiente. Esto es lo que a ellos se refiere.

En cuanto a Chawdar, durante un año entero estuvo sirviendo en Suez. Al cabo del año, mientras se hallaba con otros en una nave, se levantó un viento que lanzó la embarcación en que se encontraba contra un escollo. La nave se rompió, y los que en ella iban naufragaron. Sólo Chawdar logró llegar a tierra, pues todos los demás perecieron. Una vez en tierra, Chawdar echó a andar y llegó a las tiendas de unos árabes nómadas que le preguntaron por su situación. Él les contó que era marinero de una nave, y les refirió su historia. En el campamento había un mercader de Chadda, que tuvo compasión de él y le preguntó: «¿Quieres entrar a mi servicio, egipcio? Yo te vestiré y te llevaré conmigo a Chadda». Y así Chawdar entró al servicio del mercader, partió con él y los dos llegaron a Chadda, donde el mercader le trató con mucha deferencia. Más tarde, el mercader, su dueño, partió en peregrinación y se lo llevó consigo a La Meca. Cuando entraron en la ciudad; Chawdar se dirigió al recinto sagrado para cumplir con las vueltas de ritual alrededor de la Kaaba. Pero cuando las estaba cumpliendo tropezó con su amigo el magrebí, Abd al-Samad, que también estaba cumpliendo con el ritual.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al verlo lo saludó, le preguntó por su estado y Chawdar se echó a llorar y le contó todo lo que le había ocurrido. Entonces el magrebí lo llevó a su casa, lo trató con honor, le dio un vestido que no tenía igual y le dijo que las desgracias habían acabado para él. Le adivinó su suerte por medio de arena y así se enteró de lo que les había acaecido a sus dos hermanos. «Sabe, Chawdar —le dijo entonces—, que a tus hermanos les ha ocurrido tal y tal cosa, y que ahora están encarcelados en las prisiones del rey de Egipto. Sé bien venido —añadió luego—, hasta que acabes tus prácticas religiosas. Ya verás que sólo te acontecerá bien.» «Permíteme, señor —replicó Chawdar—, que vaya a despedirme del mercader con el que estoy y luego volveré junto a ti.» «¿Tienes dinero?» «No.» «Ve a despedirte amablemente de él, ya que entre las gentes de bien quien nos da el pan tiene derechos sobre nosotros. Y vuelve en seguida.» Se fue a despedir del mercader, y le dijo: «Me he encontrado con mi hermano». «Ve a buscarlo y le ofreceremos un banquete.» «No lo necesita, pues está en buena posición y tiene mucha servidumbre.» Entonces el mercader, después de darle veinte dinares, añadió: «Quedas libre». Chawdar lo saludó y al alejarse de él vio a un pobre al que le dio los veinte dinares. Luego fue a casa del magrebí Abd al-Samad y se quedó con él hasta que dieron fin a las prácticas de la peregrinación.

El magrebí le dio el anillo que había cogido del tesoro de Samardal y le dijo: «Toma este anillo. Con él podrás obtener cuanto quieras, pues tiene un servidor llamado al-Raad al-Qasif. Cuando necesites cualquier cosa de este mundo, frota el anillo y aparecerá el servidor. Todo lo que le ordenes, él lo hará». Y frotó el anillo ante él. Apareció el servidor, que pronunció estas palabras: «Heme aquí, mi señor. Lo que pidas te traeré. ¿Quieres repoblar una ciudad en ruinas o quieres arruinar una ciudad floreciente? ¿Quieres matar a algún rey o derrotar un ejército?» «Raad —le dijo el magrebí—, éste ha pasado a ser tu dueño. A ti te lo confío», y, después de despedirlo, le dijo a Chawdar: «Frota el anillo y aparecerá su servidor: mándale lo que quieras y él no te desobedecerá. Vuelve a tu país y conserva el anillo, pues por mediación de él podrás derrotar a tus enemigos. No olvides el valor de este anillo». «Mi señor, con tu permiso, me volveré a mi tierra.» «Frota el anillo y se presentará ante ti el servidor. Monta sobre él y dile: “Llévame hoy mismo a mi tierra”, y no dejará de cumplir tu orden.» Chawdar se despidió de Abd al-Samad, frotó el anillo y apareció al-Raad al-Qasif, que le dijo: «Heme aquí: pide y se te dará». «Llévame a Egipto hoy mismo», mandó Chawdar. «Así se hará», y, después de cargarle sobre sí, se remontó por los aires con él; voló desde el mediodía hasta medianoche, en que bajó con él en casa de su madre, y luego desapareció. Chawdar se presentó ante su madre. Al verlo, ésta se puso en pie y llorando lo saludó y le contó lo que les había ocurrido a sus hermanos con el rey, y cómo éste los había mandado apalear y se había apoderado de la alforja mágica y también de la que contenía oro y joyas. Cuando Chawdar oyó todo eso, no tomó a la ligera el apuro de sus hermanos, y le dijo a su madre: «No te entristezcas por eso, pues en este mismo momento te enseñaré lo que voy a hacer: voy a traer aquí a mis dos hermanos». Frotó el anillo y apareció el servidor, que le dijo: «Heme aquí: pide y se te dará». «Te mando que me traigas a mis hermanos de las prisiones del rey.» El servidor se metió bajo tierra y salió a la superficie en medio de la cárcel.

Sálim y Salim estaban muy mal y muy afligidos por el dolor del encarcelamiento, y deseaban la muerte, tanto que el uno le decía al otro: «¡Por Dios, hermano, hace ya mucho que soportamos esta desgracia! ¿Hasta cuándo habremos de seguir en esta cárcel? La muerte sería un descanso para nosotros». Mientras se hallaban en tal situación, la tierra se abrió y de ella surgió al-Raad al-Qasif que cargó con ellos y volvió a meterse bajo tierra. Se desmayaron de miedo y cuando recuperaron el sentido se hallaron en su casa y vieron a su hermano Chawdar sentado junto a la madre. «¡Salud, hermanos! —les dijo Chawdar—. ¡Habéis venido!» Ellos bajaron el rostro hacia el suelo y se echaron a llorar. «No lloréis, pues fue el diablo y la codicia los que os impulsaron a hacer lo que hicisteis. ¿Cómo pudisteis venderme? Pero yo me consuelo pensando en José, a quien sus hermanos hicieron más de lo que vosotros habéis hecho conmigo, cuando lo echaron en el pozo…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chawdar prosiguió:] «… arrepentíos ante Dios y pedidle perdón. Él os perdonará pues Él es el indulgente, el misericordioso. Yo ya os he perdonado. Por tanto, sed bien venidos y no se os hará ningún mal.» Y les dirigió palabras amables hasta que se tranquilizaron. Luego les contó todo lo que había sufrido y lo que le había ocurrido hasta el momento en que se reunió con el jeque Abd al-Samad. Les informó también acerca del anillo. «¡Hermano, perdónanos esta vez! —imploraron los dos—. Si volviésemos a obrar como lo hicimos, haz con nosotros lo que quieras.» «No importa. Pero, decidme, ¿qué os hizo el rey?» «Nos apaleó, nos amenazó y se apoderó de las dos alforjas.» «¡Vamos a ver!», y frotó el anillo: apareció el servidor y, al verlo, sus hermanos tuvieron miedo por creer que Chawdar mandaría que los matara, por lo cual se acercaron a su madre y le dijeron: «Madre, a ti nos encomendamos. Madre, intercede por nosotros». «Hijos míos, no tengáis miedo», respondió la madre. Entretanto, Chawdar le había dicho al servidor: «Te ordeno que me traigas todas las joyas y todas las demás cosas que hay en la cámara del tesoro del rey, sin dejar nada. Tráeme también la alforja mágica y la alforja de las joyas que el rey arrebató a mis hermanos». «Oír es obedecer», respondió el servidor, y desapareció inmediatamente. Reunió cuanto había en la cámara del tesoro real y trajo las dos alforjas con todo su contenido, y después de poner cuanto había en la cámara del tesoro ante Chawdar, le dijo: «Mi señor, nada he dejado en la cámara del tesoro». Chawdar mandó a su madre que guardara la alforja de las joyas y, después de poner ante sí la mágica, le dijo al servidor: «Te mando que me construyas esta misma noche un elevado palacio y que lo decores con pinturas de oro y lo tapices suntuosamente. Antes de que amanezca habrás de haberlo acabado todo». «Tendrás lo que pides», y desapareció bajo tierra. Chawdar sacó comida, todos comieron y se fueron a dormir contentos.

Mientras tanto el servidor había reunido a sus ayudantes y les había mandado construir el palacio. Unos se pusieron a tallar piedras, otros a levantar paredes, otros a encalar, otros a esculpir y otros a tapizar. Todavía no había amanecido cuando el palacio estaba ya acabado y a punto. Entonces el servidor se presentó ante Chawdar: «Señor —le dijo—, el palacio está acabado y dispuesto. Si quieres, puedes ir a verlo». Chawdar, junto con su madre y sus hermanos, fue: y vieron que aquel palacio no tenía igual, que el entendimiento quedaba perplejo ante su magnífica distribución, por lo que Chawdar se sintió satisfecho. El palacio se alzaba en una calle de mucho tránsito, y a pesar de ello nada le había costado. «¿Quieres vivir en este palacio?», le preguntó Chawdar a su madre. «Sí, hijo mío.» Y rogó a Dios por él. Chawdar frotó el anillo y cuando el servidor le dijo: «Heme aquí», Chawdar le dijo: «Te mando que me traigas cuarenta jóvenes blancas y hermosas, cuarenta jóvenes negras, cuarenta mamelucos y cuarenta esclavos». «Así se hará», contestó el servidor; y con cuarenta de sus ayudantes marchó a la India, al Sind y a Persia: cada vez que veían una hermosa joven o un muchacho, lo raptaban. El servidor dio orden a otros cuarenta genios de que trajeran graciosas jóvenes negras; otros cuarenta trajeron los esclavos y todos juntos se dirigieron a casa de Chawdar. Se los presentaron y le gustaron. «Trae para cada uno un vestido muy suntuoso —mandó—. Trae también un vestido para mi madre y otro para mí.» El servidor le llevó todo lo que le había pedido. Y así vistió a las jóvenes y les dijo: «Ésta es vuestra dueña. Besadle la mano y no la desobedezcáis; blancos y negros la serviréis». Mandó vestir a los siervos, que le besaron la mano en señal de sumisión, y también hizo vestir a sus hermanos. Al final, Chawdar quedó semejante a un rey y sus dos hermanos fueron como visires. Como la casa era espaciosa, aposentó a Sálim y sus esclavas en un lado y a Salim y sus doncellas en otro, y él y su madre se alojaron en el nuevo palacio: cada uno se halló en el lugar que le había destinado, casi como un sultán. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia al tesorero del rey. Quiso coger de la cámara del tesoro una cosa que necesitaba y al entrar en ella no vio nada, sino que la encontró semejante al dicho de aquel poeta:

Eran colmenas florecientes, pero cuando las abejas se marcharon quedaron vacías.

Lanzó un grito y cayó sin sentido. Al volver en sí salió de la cámara del tesoro, dejando la puerta abierta. Se presentó ante el rey Sams al-Dawla y le dijo: «Emir de los creyentes, te comunico que esta noche la cámara del tesoro ha sido vaciada». «¿Qué has hecho de mis bienes que se hallaban en la cámara del tesoro?», le apostrofó el rey. «¡Por Dios! Nada he hecho de ellos —replicó el tesorero—. Ignoro por qué motivo está vacía. Ayer fui y estaba llena; pero hoy al entrar en ella la hallé vacía y sin nada. Las puertas estaban cerradas, no se había abierto ninguna galería ni los candados habían sido forzados, ni ningún ladrón entró en ella.» «¿Han desaparecido también las dos alforjas?», preguntó el rey. «Sí», contestó. Al oír la respuesta afirmativa casi perdió el sentido.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey se levantó y mandó al tesorero: «Ve delante de mí». Éste echó a andar, el rey lo siguió y así llegaron a la cámara del tesoro, pero nada hallaron en ella. El rey se afligió y exclamó: «¿Quién ha saqueado mi tesoro sin temer mi ira?»

Salió muy enojado y reunió el Consejo de Estado. Acudieron los jefes militares y cada uno creía que el rey estaba enojado con él. «Militares —empezó el rey—, sabed que esta noche mi tesoro ha sido saqueado. No sé quién lo ha hecho, robándome sin temor a mi ira.» «¿Cómo ocurrió?», preguntaron los presentes. «Preguntádselo al tesorero.» Interrogado, éste contestó: «Ayer la cámara del tesoro estaba llena, mientras que hoy al entrar la hallé vacía: ni se ha abierto ninguna galería ni la puerta está rota». Todos los militares quedaron asombrados ante tales palabras, pero ninguno de ellos supo dar respuesta. Pero el arquero que tiempo atrás había acusado a Sálim y a Salim se presentó ante el rey y le dijo: «¡Oh, rey de nuestro tiempo! Durante la noche he visto albañiles que trabajaban, y cuando fue de día contemplé un palacio que no tiene igual. Pregunté a algunas personas acerca de ello y me contaron que Chawdar regresó, construyó ese palacio y que posee siervos y esclavos; que trajo muchos bienes y que sacó a sus dos hermanos de la cárcel y que ahora se halla en su casa como si fuera un sultán». «Mirad en la cárcel», mandó el rey. Fueron a ver, pero no hallaron ni a Sálim ni a Salim.

Regresaron y comunicaron al rey lo que había ocurrido. «¡Ya hemos dado con mi adversario! —exclamó éste—, pues la misma persona que libró a Sálim y a Salim de la cárcel es la que ha saqueado mi tesoro.» «¿Quién es, mi señor?», preguntó un visir. «Su hermano Chawdar, y es él quien se ha apoderado de las dos alforjas. Visir, manda en seguida un Emir con cincuenta hombres para sellar todos sus bienes, y para que le detenga a él y a sus hermanos, y los traiga aquí a fin de que yo pueda colgarlos.» Pronunció estas palabras con gran cólera, y añadió: «¡Venga! ¡De prisa! Envía un Emir para que me lo traiga y pueda matarlo». «Ten compasión —aconsejó el visir—. Dios es misericordioso y no se apresura a castigar al esclavo que le ha desobedecido. En efecto, quien puede construir un palacio en una sola noche, como han contado, no puede ser comparado a nadie en el mundo. Temo, pues, que Chawdar le cause algún daño al Emir. Por lo tanto, ten paciencia hasta que yo pueda urdir un plan y puedas ver cómo están en realidad las cosas: de todos modos conseguirás lo que quieres, ¡oh, rey de nuestro tiempo!» «Piensa en lo que debe hacerse, visir.» «Manda al Emir a casa de Chawdar e invítalo. Yo, en tu interés, me dedicaré a él, le demostraré benevolencia y le pediré noticias de su situación. Y luego veremos: si es poderoso, habremos de valernos de la astucia; si no, lo arrestarás y harás con él lo que pretendes.» «Manda a invitarlo», concluyó el rey. Y dio orden a un Emir llamado Utmán para que fuera a casa de Chawdar, lo invitara y le dijera: «El rey te invita a un banquete», y añadió: «No regreses sino con Chawdar».

Aquel Emir era tonto y fatuo. Cuando bajó de su caballo, vio ante la puerta del palacio un eunuco sentado en una silla; pero éste, cuando el emir Utmán llegó, no se levantó e hizo como si nadie se hubiese acercado a él, a pesar de que con el emir Utmán venían cincuenta hombres. «Esclavo —dijo el emir Utmán apenas llegó—, ¿dónde está tu dueño?» «En el palacio», le contestó el esclavo, y siguió echado. El emir Utmán se indignó y exclamó: «Esclavo de mala hora, ¿no me tienes respeto? ¡Yo te hablo y tú permaneces echado como un sinvergüenza!» «Vete —le contestó el eunuco—, y no hables tanto.» Apenas oyó tales palabras, el Emir se sintió presa de gran cólera y sacó la maza con la intención de golpear al eunuco, sin saber que era un genio. Así que cuando el genio le vio sacar la maza, se levantó, se acercó a él, le arrebató la maza de la mano y le golpeó cuatro veces. Al verle hacer eso los cincuenta hombres se indignaron de que pegara a su señor, y desenvainaron las espadas con la intención de matar al esclavo. «¡Ah! ¿Conque desenvaináis las espadas, perros?» Y al decir eso el genio se lanzó contra ellos e hirió a todos los que tocó con la maza y los ahogó en su sangre; y así hasta que todos quedaron derrotados ante él. Los soldados huían, pero el genio les seguía pegando hasta que todos estuvieron lejos de la puerta del palacio. Sólo entonces regresó y se sentó en su silla, sin preocuparse de nada.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el emir Utmán y quienes le habían acompañado marcharon derrotados y apaleados. Al llegar ante el rey Sams al-Dawla le informaron de cuanto les había sucedido: «¡Oh rey de nuestra época! —contó el emir Utmán—, cuando llegué ante la puerta del palacio vi a un eunuco sentado en una silla de oro con aire altanero. Cuando vio que me acercaba a él, así como antes estaba sentado, se echó, despreciándome, y no se puso en pie. Le hablé, pero él siguió echado. Por eso, me enojé y empuñé la maza contra él para golpearle; pero el eunuco me arrebató la maza de la mano y con la misma me golpeó a mí y a mis soldados, echándolos por tierra, y huimos de él sin poder sujetarle». «¡Enviad contra él cien hombres!», mandó, indignado, el rey. Cuando llegaron cerca del genio éste se lanzó contra ellos con la maza y los golpeó hasta que desaparecieron de su presencia. Regresó y se sentó en la silla. Los hombres regresaron y al llegar ante el rey le contaron el asunto con las siguientes palabras: «¡Oh, rey de nuestro tiempo!, hemos huido de su presencia porque tuvimos miedo de él». «Que vayan contra el eunuco doscientos hombres», mandó el rey. Y fueron, pero el eunuco los derrotó y volvieron sobre sus pasos. Entonces el rey mandó llamar al visir: «Visir, te ordeno que vayas a luchar con quinientos hombres y que me traigas en seguida aquí a ese eunuco, a su dueño Chawdar y a los hermanos de éste». «¡Oh, rey de nuestro tiempo! —contestó el visir—, yo no necesito soldados: iré solo y sin armas.» «Ve, pues, y haz lo que mejor te parezca.»

El visir se despojó de sus armas, se puso un vestido blanco, tomó en la mano un rosario y echó a andar solo, sin compañía, hasta que llegó al palacio de Chawdar y halló al esclavo sentado. Al verlo, el visir se le acercó, sin armas, y educadamente se sentó junto a él y lo saludó: «¡La paz!» «La paz sea sobre ti, ser humano. ¿Qué quieres?» Al oírle decir: «Ser humano», el visir comprendió que e] esclavo era un genio y el miedo le puso carne de gallina; pero le contestó: «Mi señor, ¿está tu dueño Chawdar?» «Sí, está en el palacio.» «Mi señor, ve a decirle: “El rey Sams al-Dawla te invita, ha preparado un banquete, te manda saludar y te dice: ‘Tú debes honrar mi casa y asistir al banquete’”.» «Espera aquí: voy a consultarle acerca de lo que debo hacer», respondió el eunuco. El visir permaneció respetuosamente allí y el marid subió al palacio y le dijo a Chawdar: «Sabe, mi señor, que el rey te envió un Emir y yo le golpeé; venía con cincuenta hombres, a los que derroté. Luego mandó cien, a los que también desbaraté, y más tarde doscientos y los puse en fuga. Al fin ha enviado un visir desarmado para invitarte a que participes a un banquete. ¿Qué te parece?» «Ve y tráeme al visir», contestó Chawdar. El genio bajó y le dijo al visir: «Ven a hablar con mi señor». «De mil amores», y subió y se presentó ante Chawdar: y pudo ver que era más poderoso que un rey, pues estaba sentado en un diván como el rey no poseía ninguno igual. Su espíritu quedó turbado ante la belleza del palacio y ante la manera en que estaba decorado y tapizado, hasta el extremo de que él, comparado con Chawdar, parecía un pobre hombre. Besó el suelo y pronunció invocaciones a Dios en favor de Chawdar, que le preguntó: «¿Qué quieres, visir?» «Señor mío; el rey, Sams al-Dawla, tu amigo, te manda sus saludos y desea verte. Te ha preparado un banquete: ¿Quieres contentarlo?» «Puesto que dice ser mi amigo, salúdalo y dile que venga él a mi casa.» «Muy bien.»

Chawdar sacó el anillo, lo frotó y apareció el servidor. «Tráeme un vestido que sea de los mejores», y cuando el servidor se lo hubo traído, invitó al visir a que se lo pusiera, y así lo hizo. «Ve —añadió Chawdar— y cuéntale al rey lo que te he dicho.» El visir se fue con aquel vestido como el que nunca había llevado igual, y se presentó al rey a quien informó de las condiciones en que se hallaba Chawdar, y alabó su palacio y lo que contenía, y dijo: «Chawdar te ha invitado». «¡Soldados, levantaos!», mandó el rey. Todos los soldados se pusieron en pie y el rey prosiguió: «Montad sobre vuestros corceles y traedme el mío para ir a casa de Chawdar». El rey montó en su caballo y, con los soldados, se dirigió a casa de Chawdar.

Entretanto, Chawdar le había dicho al genio: «Quiero que me traigas genios de entre tus ayudantes, que tengan aspecto de hombres y que sean para mí como soldados, que permanezcan en el patio de la casa para que el rey los pueda ver y se quede tan asustado y atemorizado que le tiemble el corazón. Y así sabrá que mi ira es más terrible que la suya».

El genio trajo doscientos genios robustos y fuertes con aspecto de soldados, que llevaban armas suntuosas, y el rey cuando llegó y vio aquella gente de tan belicoso aspecto quedó asustado. Subió al palacio, se presentó ante Chawdar y lo halló sentado en medio de una opulencia que nunca han tenido reyes ni sultanes. Lo saludó, llevándose las manos a la cabeza en señal de reverencia; pero Chawdar ni se levantó ni lo recibió con el debido honor y ni siquiera lo invitó a sentarse, sino que lo dejó de pie.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey fue presa de tal temor que no pudo ni sentarse ni salir. Pensó: «Si me tuviera miedo no me trataría con tal desprecio. A lo mejor me castiga por lo que hice contra sus hermanos». «¡Oh rey del tiempo! —dijo finalmente Chawdar—, no es digno de persona de tu categoría oprimir a las gentes y arrebatarles sus bienes.» «Mi señor, no me reprendas —contestó el rey—, la codicia me empujó a hacer eso. El destino divino ha seguido su curso. Además, si no existiese el pecado no existiría el perdón», y siguió excusándose ante Chawdar por lo que había hecho, pidiéndole perdón y presentándole sus excusas, y entre las excusas recitó estos versos:

¡Oh, persona de nobles antepasados, de natural indulgente, no me reproches por lo que ha ocurrido por mi culpa!

Si has cometido un perjuicio, te perdonamos; y si soy yo quien lo cometió, perdóname tú.

Y siguió portándose sumisamente ante él. «¡Dios te perdone!», le dijo al fin Chawdar, y lo invitó a sentarse. El rey se sentó: Chawdar le regaló el vestido del perdón y mandó a sus hermanos que prepararan la mesa. Después de haber comido, dio vestidos a las personas del séquito real y las trató con deferencia. Hecho todo eso, el rey dio orden de partida y salió de casa de Chawdar. Todos los días iba al palacio de Chawdar y sólo celebraba las reuniones de su Consejo en su casa, y así nació entre los dos un fuerte afecto y siempre estaban juntos. Las cosas siguieron así durante mucho tiempo.

Un buen día, el rey, en un aparte con su visir, le dijo: «Visir, temo que Chawdar me mate y se apodere de mi reino». «¡Oh rey de nuestro tiempo! —le contestó el visir—, no tengas miedo de que te arrebate el reino: en el estado en que se halla, Chawdar es más poderoso que el rey y arrebatarte el reino sería una humillación para su grandeza. Si temes que te mate, piensa que tienes una hija: dásela por esposa y así tú y él seréis una misma cosa.» «Visir, haz de intermediario entre yo y él», contestó el rey. «Invítalo a tu palacio —sugirió el visir— y organizaremos una velada en un salón. Manda a tu hija que se arregle de la manera más elegante y que pase ante él por la puerta del salón. Cuando la vea se enamorará de ella. Si nos damos cuenta de que ocurre así, yo me inclinaré hacia él y le enteraré de que es tu hija; pero tú sigue hablando de cosas varias y diversas, como si no supieras nada de todo esto, hasta que él te la pida por esposa. Cuando le hayas dado a la joven por esposa, tú y él seréis una sola cosa, y podrás estar tranquilo por ti. Si luego muriese, heredarías muchas cosas.» «Has dicho bien, visir», concluyó el rey. Preparó la recepción tras invitar a Chawdar. Se presentó en el palacio del sultán y estuvieron sentados en un salón con gran cordialidad hasta el final del día.

Entretanto, el rey había mandado decir a su esposa que la joven se arreglase de la manera más elegante posible y que pasase con ella junto a la puerta del salón. La esposa hizo como le había mandado, pasó con la muchacha y así Chawdar la vio: era hermosa y atractiva, sin par. Después de haber fijado bien la mirada en ella, Chawdar lanzó un ¡oh! de asombro, sus miembros se derritieron y fue presa de pasión, ardiente deseo, violento amor y profundo enamoramiento, mientras la palidez se difundía por su rostro. «¡No te ocurra ningún mal! —le dijo el visir—. ¿Qué te sucede? Te veo alterado y dolorido.» «Visir, ¿de quién es hija esa muchacha? —preguntó Chawdar—. Me ha arrebatado el corazón y la mente.» «Es la hija del rey, tu amigo. Si te gusta, yo hablaré con el rey para que te la conceda por esposa.» «Visir, háblale, y yo, lo juro por mi vida, te daré lo que me pidas y le daré al rey como regalo nupcial lo que quiera: seremos amigos y nos convertiremos en yerno y suegro.» «Es absolutamente necesario que consiga tu propósito», concluyó el visir. En seguida le habló al rey en secreto y le dijo: «¡Oh rey de tu tiempo! Chawdar, tu amigo, quiere emparentar contigo y ha recurrido a mí para que te diga que le concedas la mano de tu hija, la princesa Ásiya. No me defraudes, acepta mi intercesión. Lo que pidas de dote, él te lo dará.» «El regalo nupcial ya me ha llegado, y a la muchacha la puede considerar como esclava a su servicio. Se la daré por esposa y el favor será suyo por haber aceptado.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que durmieron aquella noche y, cuando llegó el día, el rey reunió su Consejo en el que hizo participar tanto a los magnates como a la gente del pueblo; incluso se presentó el Sayj al-Islam[245], y Chawdar pidió la mano de la joven. «Ya he recibido la dote», dijo el rey. Y así establecieron el contrato matrimonial. Chawdar dio orden de que trajeran la alforja en que se hallaban las joyas y se la dio al rey como dote de la muchacha. Batieron los tambores, sonaron las flautas, se organizaron las distintas fases de la ceremonia nupcial, y Chawdar consumó el matrimonio; así el rey y él fueron una sola cosa. Vivieron con el rey durante algún tiempo. Luego el rey murió y los soldados invitaron a Chawdar a ser sultán, mas por mucho que ellos insistían él se negaba a serlo. Finalmente accedió y le nombraron sultán. Entonces Chawdar mandó construir una mezquita sobre la tumba del rey Sams al-Dawla, instituyendo una fundación pía. La tumba se halla en el barrio de los Ballesteros.

La casa de Chawdar se hallaba en el barrio de los yemeníes. Cuando fue elegido rey construyó allí palacios y una mezquita, y el barrio tomó su nombre y se llamó «Barrio de Chawdar». Reinó durante algún tiempo y nombró ministros a sus dos hermanos: Sálim ministro de la derecha y Sálim ministro de la izquierda. Y así siguieron las cosas durante un año exacto.

Cierto día Sálim le dijo a Salim: «Hermano, ¿hasta cuándo durará este estado de cosas? ¿Habremos de pasar toda nuestra vida como criados de Chawdar, sin gozar del señorío y felicidad, mientras Chawdar siga vivo?» «¿Y cómo vamos a matarlo para poderle arrebatar el anillo y la alforja?» «Tú sabes más que yo —le dijo Salim a Sálim—. Urde un plan para matarlo.» «Si urdiese un plan para matarlo, ¿aceptarías que yo fuera rey y tú ministro de la derecha, y que el anillo fuese mío y la alforja tuya?» «Aceptaría», contestó el hermano. Se pusieron de acuerdo en matar a Chawdar, impulsados por el afecto hacia las cosas terrenales y por el deseo de mandar.

Salim y Sálim, después de haber preparado su plan contra Chawdar, le dijeron: «Hermano, queremos vanagloriarnos de ti. Ven a nuestra casa, a comer a nuestra mesa: nos alegraremos de ello». Siguieron alabándolo y diciéndole que los contentara y comiera en su casa, hasta que Chawdar accedió. «De acuerdo —dijo—. ¿En casa de cuál de vosotros se celebrará el banquete?» «En mi casa —contestó Sálim—, y después de haber participado en mi banquete irás a la de mi hermano.» «Muy bien», concluyó Chawdar, y marchó con Sálim a su casa. Éste preparó un banquete poniendo veneno en la comida. Cuando lo comió, su carne y sus huesos se redujeron a pedazos. Sálim se lanzó a apoderarse del anillo; pero como éste se resistiera a salir, cortó con un cuchillo el dedo de su hermano. Frotó el anillo y se presentó el marid, que dijo: «Heme aquí. Pide lo que quieras». «Coge a mi hermano y mátalo. Luego coge a los dos, al envenenado y al interfecto, y arrójalos ante los soldados.» Cogió a Salim y lo mató. Cargó con los dos muertos, salió con ellos, y los arrojó ante los jefes del ejército que estaban sentados en la mesa de la sala de huéspedes de la casa. Éstos, cuando vieron a Chawdar y a Salim muertos, dejaron de comer y, asustados, le preguntaron al marid: «¿Quién hizo esto con el rey y con el ministro?» «Su hermano Sálim.» En aquel momento apareció Sálim, que les dijo: «Soldados, comed y alegraos. Yo me he apoderado del anillo de mi hermano Chawdar. A este genio, que es el servidor del anillo y que se halla ante vosotros, le he mandado matar a mi hermano Salim para que no contendiera conmigo por el reino, pues era un traidor y temía que me traicionase. Y éste es Chawdar, muerto. Ahora yo soy vuestro rey. ¿Me aceptáis como tal? Si no, frotaré el anillo y el servidor os matará a todos, grandes y pequeños».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los soldados contestaron: «Te aceptamos como rey y soberano». Luego Sálim mandó que sus hermanos fueran enterrados y que se reuniese el Consejo. A los funerales de Chawdar asistió mucha gente, mientras que otras muchas personas marcharon en cortejo ante Sálim. Cuando llegaron al lugar del Consejo, Sálim se sentó en el trono y todos le prestaron acatamiento formal como nuevo soberano. «Quiero extender el contrato matrimonial con la mujer de mi hermano», dijo el nuevo rey. «Espera a que acabe el período señalado por la ley»[246], le observaron. «Yo no conozco ni período ni nada. Juro por mi cabeza que esta noche consumaré el matrimonio con ella.» Se redactó el contrato matrimonial y se envió un mensajero a informar de ello a la esposa de Chawdar, la hija del rey Sams al-Dawla.

«Decidle que venga», dijo la joven. Y cuando llegó Sálim fingió estar contenta y le dio la bienvenida; pero le puso veneno en el agua y lo mató. Luego cogió el anillo y lo rompió para que nadie pudiera poseerlo, destruyó la alforja y mandó informar al Sayj al-Islam. También mandó decir a los soldados: «Elegíos un nuevo rey que sea vuestro sultán».

—Esto es —concluyó Sahrazad— punto por punto cuanto nos ha sido contado de la historia de Chawdar. Pero también me han relatado esta historia.