HISTORIA QUE TRATA DE LA ASTUCIA DE LAS MUJERES Y DE SU GRAN PICARDÍA

TAMBIÉN me han contado que en lo más antiguo del tiempo y en lo más remoto de las edades hubo un rey que tenía muchos soldados y auxiliares, y era generoso y rico; pero había llegado a cierta edad y no tenía ningún hijo varón. Preocupado por ello, se dirigió a Dios por mediación del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!) y le pidió, en nombre de la majestad de sus honorables profetas, santones y mártires próximos a Él, que le diera un hijo varón que heredase el reino después de su muerte y que fuese la niña de sus ojos. Acto seguido, se dirigió a la habitación en que vivía, mandó llamar a su prima, que era su esposa, y se unió a ella: la esposa, con la ayuda de Dios, quedó embarazada y así estuvo hasta el momento del parto. Entonces dio a luz un hijo varón, cuyo rostro era como el de la luna en su decimocuarta noche. El niño creció hasta la edad de cinco años.

En la corte de aquel rey había un hombre muy sabio y experto que se llamaba Sindibad. Le confió el niño. Cuando el niño tuvo diez años, el sabio le enseñó las ciencias y la literatura, de tal modo que en aquellos tiempos nadie podía competir con el muchacho en cuanto a conocimiento de las ciencias y de las letras, ni en inteligencia. Cuando su hijo alcanzó este grado, el rey mandó traer caballeros árabes para que le enseñaran la formación del caballero, y el muchacho llegó a ser tan hábil que atacaba y volteaba en los torneos, superando a sus contemporáneos y a los de su condición.

Un día, el sabio consultó los astros y levantó el ascendente del muchacho: si en el espacio de siete días, el muchacho pronunciaba una sola palabra, moriría. El sabio se dirigió al rey, padre del muchacho, y lo informó de ello. «¿Cuál es tu parecer y tu consejo, sabio?», le preguntó el padre. «Mi parecer, ¡oh, rey!, y lo que yo creo que debe hacerse —contestó el sabio—, es llevarlo a un lugar de placeres donde pueda oír música y donde pueda permanecer hasta que hayan pasado los siete días.» El rey mandó llamar a una de sus propias concubinas, la más hermosa, y le entregó el muchacho, diciéndole: «Acoge a tu señor en tu palacio y tenlo junto a ti, y que no baje del palacio hasta dentro de siete días». La joven tomó de la mano al príncipe, y lo instaló en su palacio, en el que había cuarenta habitaciones. En cada habitación había diez doncellas, cada una de las cuales tenía un instrumento musical: si una de las doncellas tocaba, el palacio bailaba al son de su música. Alrededor del palacio discurría un río, en cuyas orillas crecían toda clase de árboles frutales y olorosos.

El muchacho era de una belleza y armoniosidad indescriptibles. Pasó una noche en el palacio y, al verlo, el amor llamó al corazón de la favorita del rey, y no pudiendo dominarse se lanzó sobre él. «Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere —le dijo entonces el muchacho—, cuando salga y vaya a ver a mi padre, lo pondré al corriente de esto y te matará.» Entonces, la concubina se presentó ante el rey y se echó sobre él, llorando y sollozando. «¿Qué tienes? ¿Cómo está tu señor? ¿Acaso no está bien?» «Mi dueño —contestó la joven—, mi señor ha querido poseerme y matarme; yo me he negado, he huido y no quiero volver ni junto a él ni al palacio.» Al oír tales palabras, el padre del muchacho se enfureció, convocó a sus visires y les dio orden de que mataran a su hijo. «El rey —se decían los visires— ha decidido matar a su hijo; si lo mata, no cabe duda de que se arrepentirá, ya que lo quiere y el muchacho vino al mundo cuando el rey ya desesperaba. Luego os lo reprochará, diciendo: «¿Por qué no os ingeniasteis para impedir que lo matara?» Y los visires acordaron unánimemente que harían lo posible para impedir que el rey matase a su hijo. El primero de ellos se adelantó y dijo: «Hoy os defenderé yo del mal que pudiera hacer el rey». Se levantó y fue a ver al rey. Se colocó ante él, le pidió permiso para hablar y el rey se lo concedió. «Rey —le dijo—, aunque el destino te hubiera concedido mil hijos, tú no debieras querer matar ni siquiera a uno basándote en las palabras de una concubina, ya que ésta podría ser o verídica o mentirosa. Quizá se trate de una insidia suya contra tu hijo.» «¿Conoces alguna historia acerca de sus astucias?», le preguntó el rey.

«Sí, ¡oh rey!, sé de un soberano que sentía gran pasión por las mujeres. Un día, en que estaba solo en su palacio, su mirada se posó en una mujer hermosa y agradable que estaba en la azotea de su casa, y apenas la vio, no pudo evitar enamorarse de ella. Preguntó qué casa era y le contestaron: “Es la casa de fulano, tu ministro”. En seguida el rey mandó llamar a su ministro, y cuando lo tuyo ante sí le dio orden de que saliera a inspeccionar ciertas regiones del reino y de que luego regresara. Y el ministro partió siguiendo las órdenes del rey. Apenas hubo partido, el rey, por medio de astucias, entró en casa del ministro. Cuando la mujer lo vio, lo reconoció, se puso de pie, le besó manos y pies, le dio la bienvenida y se colocó lejos de él, deseosa de servirle. “Señor nuestro, ¿cuál es la causa de tu bendita presencia? Esto no es propio de una mujer como yo.” “El apasionado amor y el ardiente deseo que siento por ti me han conducido a esto.” Ella volvió a besar el suelo, y prosiguió: “Señor nuestro, yo sólo puedo ser concubina de los siervos del rey. ¿De qué procede esta gran suerte de gozar de tal consideración junto a ti?” El rey alargó su mano hacia ella, mas la mujer exclamó: “¡Aún no ha llegado el momento de esto! Ten paciencia, ¡oh, rey!, y quédate en mi casa todo el día de hoy para que pueda prepararte algo de comer”. El rey se sentó sobre el estrado de su ministro, y la mujer se levantó y le trajo un libro de máximas y de buena literatura para que fuese leyendo mientras ella preparaba la comida. El rey lo tomó, se puso a leer y en él encontró máximas y sentencias que le hicieron desistir de su idea de fornicar y le apartaron de sus intenciones de cometer pecado.

»Cuando la mujer hubo preparado la comida, que se componía de noventa platos, la puso ante él, y el rey empezó a comer una cucharada de cada plato. Aunque los guisos eran diferentes, el sabor era el mismo. El rey se asombró mucho, y le preguntó a la mujer: “Veo que los guisos son diferentes mientras que el sabor es el mismo”. “¡Dios haga feliz al rey! —exclamó la mujer—. Es un ejemplo que he querido darte para que puedas meditar sobre él.” “¿Y cuál es el motivo de ello?” “¡Dios haga prosperar el estado de nuestro señor, el rey! —prosiguió la mujer—. En tu palacio hay noventa concubinas de varias clases, y en cambio el sabor de ellas siempre es el mismo.” Al oír tales palabras el rey se avergonzó, se levantó en seguida y salió de la casa, sin hacerle mal alguno, en dirección a su palacio; pero, por la gran vergüenza que sentía, olvidó su sello bajo la almohada. Apenas se había sentado, se presentó su ministro, que se adelantó hacia él, besó el suelo y, después de darle los informes que le había enviado a recoger, se marchó. Al entrar en su casa, se sentó en su estrado, y, al meter su mano por debajo de los cojines, halló el sello del rey. Lo recogió y lo guardó junto a su corazón, y se mantuvo apartado de su mujer durante un año entero, sin ni siquiera hablarle, sin que ella pudiera comprender el motivo de su enojo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «Cuando hubo transcurrido mucho tiempo, como ella supiera la causa, mandó llamar a su padre, le contó lo ocurrido y le dijo que su marido se había mantenido apartado de ella durante un año entero. El padre le respondió que se quejaría del marido cuando éste estuviera ante el rey. Y, en efecto, un día en que fue a ver al rey encontró allí al ministro, y, en presencia del juez del ejército, se quejó del ministro con las siguientes palabras: “¡Dios haga prosperar al rey! Yo tenía un hermoso jardín que cultivaba con mis propias manos y en el que había gastado mi haber, por lo cual dio frutos y la cosecha fue buena. Lo regalé a ese ministro tuyo, que comió los frutos que le gustaron y luego lo dejó abandonado: no volvió a regarlo y por ello sus flores se marchitaron, su esplendor desapareció y sus condiciones cambiaron”. “Rey, este hombre ha dicho la verdad con sus palabras —contestó el ministro—. A mí me gustaba y comía sus frutos; pero un día en que fui a él observé las huellas del león, temí por mi persona y por eso me mantuve apartado.” El rey comprendió que la huella que el ministro había encontrado era su sello, olvidado en aquélla casa, y dijo: “Ministro, puedes regresar tranquilo y seguro a tu jardín, porque el león no se ha acercado a él. En efecto, me han contado que llegó hasta él; pero, te juro por mi padre y por mis antepasados, que no ha hecho ningún daño”. “Entonces, oír es obedecer”, contestó el ministro. Y regresó a su casa, mandó llamar a su mujer, hizo las paces con ella y tuvo confianza en su castidad.

»También he oído contar, rey, de un mercader que viajaba mucho y que tenía una mujer hermosa a la que quería mucho y de la que estaba celoso. Por ello compró un loro que informaba a su dueño de cuanto ocurría en su ausencia. Pero la mujer del mercader, mientras éste se hallaba en uno de sus viajes, se enamoró de un joven que iba a verla durante la ausencia del marido, le concedió sus favores y se unió a él. Cuando el marido regresó de su viaje, el loro le contó lo ocurrido, diciéndole: “Dueño mío, durante tu ausencia un joven turco acudía a casa de tu esposa, y ella lo trataba con gran deferencia”. El hombre quiso matar a su mujer; pero cuando ella se enteró le dijo: “¡Teme a Dios, hombre, y vuelve en ti! ¿Acaso un pájaro tiene entendimiento y puede comprender? Si quieres que te lo demuestre, para que puedas conocer cuándo dice verdad y cuándo miente, vete esta noche y duerme en casa de alguno de tus amigos. Al amanecer acércate al loro y hazle preguntas y así podrás saber si dice o no la verdad”.

»El hombre marchó a casa de un amigo, donde pasó la noche. Esa noche la mujer cogió un trozo de alfombra con el cual tapó la jaula del loro, luego se puso a verter agua sobre la alfombra, a dar viento con un abanico, al mismo tiempo que ponía junto al loro una lámpara para que pareciera el fulgor del relámpago, y estuvo dando vueltas a un molinillo hasta la mañana. Cuando volvió el marido, ella le dijo: “Señor mío, interroga al loro”. Él se acercó al animal para hablarle y hacerle preguntas acerca de la pasada noche. “Mi señor, ¿quién podía ver u oír nada la pasada noche?”, contestó el loro. “¿Por qué?” “Por la lluvia y el viento, y por los truenos y los relámpagos.” “Has mentido, porque nada de eso ocurrió la pasada noche.” “Yo no he dicho sino lo que yo mismo he visto y he oído.” El marido consideró que todo lo que había dicho acerca de su mujer era falso, y quiso hacer las paces con ella. “¡Por Dios! No haré las paces contigo hasta que no mates al loro que dijo mentiras acerca de mí”, repuso su mujer. Y entonces él mató al animal, y durante algunos días permaneció con su mujer. Pero un día vio cómo el joven turco salía de su casa y se dio cuenta de que el loro había dicho la verdad y que su mujer le había mentido, y se arrepintió de haber dado muerte al pájaro. En seguida se dirigió hacia su mujer y la mató, jurando que nunca más volvería a casarse con mujer alguna.

»Te he contado esto, ¡oh, rey! —concluyó el primer visir—, para que sepas cuán grande es la astucia de las mujeres y comprendas que la precipitación engendra arrepentimiento.»

Y el rey desistió de dar muerte a su hijo. Pero al día siguiente la concubina volvió a acercarse a él, besó el suelo y le dijo: «Rey, ¿cómo has olvidado mis derechos? Ahora, los reyes han oído decir que tú has mandado una cosa y tu visir no la ha cumplido. ¡La obediencia al soberano se demuestra cumpliendo sus órdenes! Todos saben que tú eres justo y equitativo. Por lo tanto, hazme justicia en relación con tu hijo.

»Me he enterado de que un hombre solía ir diariamente a las orillas del Tigris a lavar ropa. Iba allí con su hijo, el cual, mientras el padre lavaba, se dedicaba a nadar por el río sin que su padre se lo prohibiera. Pero un día, mientras estaba nadando, sus brazos se cansaron y estaba a punto de ahogarse. Su padre, al darse cuenta, se echó al agua para salvarlo; pero el chico, cuando su padre lo cogió, se agarró a él, y así padre e hijo se ahogaron juntos. Lo mismo te ocurrirá a ti, ¡oh, rey! Si no me proteges de tu hijo y me haces justicia respecto a él, temo que os ahoguéis ambos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «También me he enterado, acerca de la astucia de los hombres, de uno que se enamoró de una mujer hermosa y atractiva, que tenía marido al que amaba y él le correspondía. Aquella mujer era virtuosa y casta, y por ello el hombre que la amaba no halló medio de llegar hasta ella. Pensó que ya había pasado mucho tiempo y que era oportuno valerse de astucias. El marido de la mujer tenía un paje al que había educado en su casa y al que consideraba fiel. El enamorado fue a ver al paje y tanto lo aduló, con regalos y beneficios, que al fin el paje acabó por estar dispuesto a obedecerle en lo que le pidiera. Un día el enamorado le dijo: “Oye, ¿por qué no me dejas entrar en la casa cuando tu señora haya salido?” “De mil amores”, contestó el paje. Cuando su dueña salió para el baño y cuando su dueño partió para su tienda, el paje se presentó ante su amigo y lo llevó de la mano hasta meterlo en la casa y le enseñó todo lo que en ella había. El enamorado ya estaba decidido a valerse de la astucia para conquistar a la mujer, y por ello tomó la clara de huevo que había traído en un recipiente, se acercó a la cama del dueño de la casa y la derramó sobre ella sin que el esclavo lo viese, y luego salió de la casa y se marchó a sus quehaceres.

»Al cabo de un rato, el dueño regresó a su casa, y al echarse en la cama para descansar halló una cosa húmeda, que cogió con la mano. Al verla creyó que se trataba de esperma humano, y tras dirigir una mirada llena de ira al muchacho, le preguntó dónde estaba su dueña, a lo que éste contestó que había ido al baño y regresaría en breve. Pero la sospecha del hombre se había transformado en certeza y estaba convencido de que era esperma humano, por lo cual mandó a su esclavo: “Sal en seguida, y haz que vuelva tu dueña”. Cuando la mujer estuvo ante él, se abalanzó sobre ella, la golpeó violentamente, la cogió por los hombros e intentó degollarla, mas ella pidió auxilio a los vecinos y éstos acudieron. “Este hombre —les dijo— quiere matarme, pero yo no sé que haya cometido ninguna falta.” Los vecinos le dijeron al marido: “No tienes motivos para reprocharle nada: o la repudias o la guardas junto a ti, según está establecido, ya que nosotros conocemos su castidad por haber sido durante mucho tiempo vecina nuestra, y no sabemos que haya hecho nada malo”. “Yo he visto en mi cama esperma semejante al de los hombres, e ignoro la causa.” “Enséñame eso”, dijo uno de los vecinos, y después de haberlo visto añadió: “Tráeme fuego y un recipiente”. Cuando el hombre le entregó lo que le había pedido, el vecino tomó la clara de huevo, y la coció al fuego, la comió y también dio a los presentes que así estuvieron seguros de que se trataba de clara de huevo, y el hombre supo que había sido injusto con su mujer y que ella era inocente. Los vecinos intervinieron e hicieron las paces, después de que él la había repudiado, y así la malicia de aquel hombre, al urdir una estratagema contra la mujer sin que ella se enterase, resultó inútil.

»Sabe, pues, ¡oh, rey!, que esto tiene como origen la malicia masculina.»

Entonces el rey ordenó que dieran muerte a su hijo. Pero en aquel momento se adelantó el segundo visir, besó el suelo ante el rey y le dijo: «Rey, no te precipites en dar muerte a tu hijo, pues su madre lo echó al mundo cuando tú ya desesperabas de tener hijos varones, y nosotros esperamos que él constituya un tesoro para tu reino y conserve tus riquezas. Ten paciencia, rey, quizás él tenga una prueba de su inocencia y hablará para demostrarla. En cambio, si tú te apresuras a matarlo, te arrepentirás al igual que se arrepintió el mercader». «¿Cómo fue eso, y cuál es la historia?», preguntó el rey. «Me he enterado, ¡oh, rey!, de que un mercader que era avaro en el comer y en el beber partió un día hacia cierto país. Mientras iba por los mercados tropezó con una vieja que llevaba dos panes y le preguntó si quería vendérselos. “Sí”, contestó la vieja, y él, tras ofrecerle un precio bajísimo, se los compró, marchó a su domicilio y los comió aquel día. Al día siguiente volvió al mismo lugar y encontró a la vieja con dos panes, que le compró; y así siguió la cosa durante veinte días. Pero luego la vieja se ausentó. Preguntó por ella, pero nadie le supo dar razón. Cierto día, mientras andaba por una de las calles de la ciudad, la vio, se paró, la saludó y le preguntó el motivo de su ausencia y por qué había dejado de venderle los dos panes. Al oír sus palabras, la vieja no quería contestarle, pero la conjuró a que le informara. “Oye la respuesta, mi señor —dijo entonces la vieja—. Yo estaba al servicio de un individuo que tenía dolor de riñones. Tenía un médico que tomaba harina, la mezclaba con manteca y la dejaba durante toda la noche sobre el lugar dolorido. Por la mañana yo cogía la harina, hacía dos panes con ella y luego la vendía a ti o a otros. El hombre ha muerto, y yo he dejado de tener los dos panes.” “¡Nosotros somos de Dios y a Él hemos de regresar! —exclamó el mercader al oír aquellas palabras—. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «y no cesó de vomitar hasta que enfermó y se arrepintió, cuando su arrepentimiento de nada podía servirle.

»Y me he enterado, ¡oh, rey!, acerca de la astucia de las mujeres, que un hombre, que pertenecía al séquito de un rey, tenía una amante y la amaba. Cierto día el hombre, según lo convenido entre los dos, envió a su esclavo a casa de ella con un mensaje escrito. El esclavo permaneció junto a la mujer y empezó a jugar con ella; la joven se sintió inclinada hacia él y lo abrazó contra su pecho. Entonces el esclavo le pidió que se unieran, y ella accedió. Pero mientras se hallaban en tal situación, el dueño del esclavo llamó a la puerta y la muchacha cogió al esclavo y lo ocultó en un sótano que tenía la casa; luego abrió la puerta. Entró espada en mano y se sentó en la cama de la mujer. Ésta se puso a bromear y a juguetear con él, a abrazarlo contra su pecho y a besarlo y, al fin, se unió a él. Pero, de repente, el marido de la mujer llamó a la puerta. “¿Quién es?”, le preguntó el hombre. “Mi marido.” “¿Qué hago? ¿Qué estratagema he de adoptar?” “Levántate —le dijo la mujer—, desenvaina tu espada y colócate en el pasillo: allí me insultas y lanzas improperios contra mí, y cuando mi marido entre, vuelve la espalda y márchate.” Así lo hizo él. Cuando el marido entró, vio que el tesorero del rey estaba en pie, con la espada desenvainada en la mano, e insultaba y amenazaba a su mujer; pero cuando vio al marido de su amante se avergonzó, envainó la espada y salió de la casa. El hombre preguntó a su esposa: “¿Cuál es la causa de todo esto?”, y ella contestó: “¡Bendita sea la hora en que has venido! Has librado a un alma creyente de la muerte. Yo estaba sentada en la azotea, hilando, cuando un esclavo perseguido y fuera de sí entró en casa temblando de miedo de ser matado. Y ese hombre, con la espada desenvainada, corría tras él deseoso de cogerlo, por lo cual el esclavo se puso ante mí, me besó manos y pies y dijo: ‘Señora mía, líbrame de quien injustamente quiere matarme’. Y yo lo escondí en el sótano de nuestra casa. Cuando ese hombre entró con la espada desenvainada y me preguntó por el esclavo, negué haberlo visto y entonces él se puso a insultarme y a amenazarme según has visto. Alabado sea Dios que te ha traído a casa, porque yo estaba perpleja y no había nadie para salvarme”. “Sí, has hecho bien, mujer —le dijo el marido—. Dios te recompense por haber obrado rectamente.” A continuación se dirigió al sótano y llamó al esclavo: “Sal fuera —le dijo—, y no te ocurrirá nada malo”. Salió del sótano, muy asustado, mientras el hombre le decía: “Tranquilízate, no te sucederá nada malo”, al tiempo que se compadecía de lo que le había ocurrido. El esclavo dio las gracias, elevando plegarias a Dios por él, y salieron juntos, sin que el marido supiera lo que había urdido su mujer.

»Sabe, ¡oh, rey!, que todo esto forma parte de la malicia femenina. Por lo tanto, no te fíes de lo que dicen las mujeres.» Y el rey desistió de nuevo de dar muerte a su hijo.

Mas al tercer día la concubina volvió a presentarse ante él, besó el suelo y le dijo: «¡Oh, rey!, véngame de tu hijo y no te fíes de lo que dicen tus visires, pues los malos ministros no tienen nada de bueno. No seas como aquel rey que confió en uno de sus pérfidos ministros». «¿Cómo fue eso?» «¡Rey feliz y de recto consejo! Me he enterado de que un rey tenía un hijo al que amaba y honraba mucho y al que prefería a sus demás hijos. “Padre mío —le dijo un día este hijo—, quiero salir de caza.” El rey mandó hacer los preparativos, al mismo tiempo que daba orden a su visir de que acompañara a su hijo para servirle y ayudarle en lo que pudiera necesitar. El ministro tomó consigo todo lo que necesitaba el muchacho para el viaje: servidumbre, lugartenientes y pajes, y salieron de caza con ellos; así llegaron a un terreno muy verde, abundante en hierbas, pastos, agua y caza.

»El hijo del rey se acercó al ministro y le dijo que el sitio le había gustado, por lo cual todos permanecieron allí algunos días durante los cuales el hijo del rey se halló muy bien y a gusto. Cuando el príncipe dio orden de partir, pasó ante él una gacela que se había separado de sus compañeras, y quiso darle caza y ganarla. “Quiero seguir a esta gacela”, le dijo al ministro. “Haz lo que quieras”, respondió éste. El muchacho la persiguió solo y le dio caza durante todo el día, hasta que atardeció y se hizo de noche. La gacela había subido a un lugar desierto. La noche cerró sobre el muchacho y éste quiso volver atrás; pero como no sabía dónde ir siguió cabalgando, indeciso, hasta el amanecer. Siguió andando, con su temor a cuestas, hambriento y sediento, sin saber adónde se dirigía, hasta que llegó el mediodía y el calor fue grande. Entonces se halló frente a una ciudad, de casas elevadas y sólidas murallas, desierta y en ruinas, en la que sólo moraban búhos y cuervos. Mientras estaba parado ante la ciudad, maravillado de la forma en que estaba construida, su mirada se posó en una mujer bella y agradable que lloraba sentada junto a uno de los muros de la ciudad. Se acercó a ella y le preguntó quién era. “Soy la hija de Tamima, hija de Tabbaj, rey de la Tierra Gris. Cierto día en que salí para satisfacer una necesidad, un efrit de los genios me agarró y echó a volar llevándome entre cielo y tierra; pero como le cayó encima una llama de fuego y lo quemó, yo caí en este lugar, en el que estoy desde hace tres días, hambrienta y sedienta. Al verte ha renacido en mí el deseo de la vida.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «El hijo del rey se apiadó de ella, la hizo montar a caballo tras él y le dijo: “Tranquilízate y alégrate porque, si Dios me devuelve junto a mi pueblo y a mi familia, yo haré que vuelvas junto a los tuyos”. Tras decir esto se puso en marcha muy contento. La mujer que estaba sentada detrás de él le dijo: “Príncipe, déjame bajar junto a ese muro, pues tengo una necesidad”. Él se paró, la ayudó a bajar y la esperó mientras ella se escondía tras el muro. De allí mismo salió una detestable visión. Al hijo del rey, al verla, se le puso la piel de gallina, perdió la razón, se asustó de ella y cambió completamente su actitud. Aquella mujer dio un salto y montó a caballo detrás de él, conservando la peor figura que pudiera tener. “¿Por qué —le dijo— ha cambiado tu rostro?” “He recordado una cosa y estoy preocupado.” “Pide ayuda contra esta cosa a los ejércitos y a los valientes de tu padre.” “Lo que me preocupa ni se asusta ni teme a los ejércitos.” “Entonces, defiéndete mediante los bienes y los tesoros de tu padre.” “Lo que me preocupa no puede satisfacerse ni con bienes ni con tesoros.” “Vosotros sostenéis que hay en el cielo un Dios que ve sin ser visto y que es omnipotente sobre todas las cosas.” “Sí, sólo tenemos a Él.” “Dirígele tus plegarias, quizá pueda librarte de mí.” Entonces el hijo del rey alzó los ojos hacia el cielo y pronunció devotamente y de todo corazón la siguiente invocación: “¡Dios mío! Te pido ayuda contra esta cosa que me preocupa”, y señaló con la mano a la mujer, que cayó al suelo quemada como si fuese carbón. Él alabó a Dios, le dio las gracias y prosiguió la marcha, mientras Dios le hacía fácil la marcha y le indicaba el camino. Y así llegó a la vista de su ciudad y se reunió con el rey, su padre, después de haber perdido toda esperanza de vida. Todo esto le ocurrió a causa del parecer del ministro que había partido con él para hacerle morir durante el viaje. Pero Dios (¡ensalzado sea!) le ayudó.

»Te he explicado esto, ¡oh, rey!, para que sepas que los malos ministros no tienen buenas intenciones ni buenos deseos hacia su rey. Por lo tanto, ve con cuidado.»

El rey le hizo caso, escuchó sus palabras y dio orden de que mataran a su hijo.

Mas entró el tercer visir y dijo: «Hoy seré yo quien os evitará la mala acción del rey». Entró a presencia del rey, besó el suelo y le dijo: «¡Oh, rey!, yo soy tu consejero y te sirvo fielmente, a ti y a tu reino. Quiero darte un consejo acertado: no te precipites en dar muerte a tu hijo, niña de tus ojos y fruto de tu corazón, pues es posible que su culpa sea leve y que esta concubina la haya agrandado a tus ojos. Me contaron que los habitantes de dos pueblos se mataron por una gota de miel». «¿Cómo fue eso?» «Sabe, ¡oh, rey!, que un cazador fue a cazar fieras al campo. Entró un día en una cueva del monte y halló una oquedad llena de miel de abejas; recogió cierta cantidad en un odre que llevaba consigo, se lo cargó a la espalda y lo llevó a la ciudad. Le acompañaba un perro de caza al que quería mucho. El cazador se paró ante la tienda de un vendedor de aceite y le ofreció el odre de miel. Éste lo compró y lo abrió; pero al sacar la miel para verla, cayó una gota y un pájaro se lanzó sobre ella. Ahora bien, el vendedor de aceite tenía un gato, que se abalanzó sobre el pájaro; pero el perro del cazador lo vio, saltó sobre el gato y lo mató. Entonces el mercader de aceite la emprendió con el perro del cazador y le dio muerte, por lo cual el cazador se lanzó sobre el vendedor de aceite y le mató. El cazador y el mercader de aceite eran de dos pueblos distintos, cuyos habitantes, al enterarse de lo ocurrido, tomaron las armas y sus pertrechos de guerra y, movidos por la ira, se lanzaron unos contra otros. Los dos ejércitos se dieron batalla y guerrearon hasta que murieron muchísimos, cuyo número sólo Dios (¡ensalzado sea!) sabe.

»Por otra parte, acerca de la astucia de las mujeres me han contado que una mujer a la que su marido le había dado un dirhem para comprar arroz, tomó la moneda y se dirigió a un vendedor de arroz. Éste le dio el arroz y empezó a bromear con ella, a echarle miradas amorosas y a decirle: “El arroz sólo es bueno con azúcar. Si quieres azúcar, entra en mi casa durante un rato”. La mujer entró en su tienda y el mercader le dijo a su dependiente: “Pesa un dirhem de azúcar”, al mismo tiempo que le hacía una seña. El esclavo tomó el mandil de la mujer, vació el arroz y en su lugar puso tierra, y en vez de azúcar puso piedras. Luego ató el mandil y lo dejó junto a la mujer. Ésta, antes de salir de la tienda del mercader, cogió su mandil y marchó a su casa convencida de que contenía arroz y azúcar. Al llegar a su casa puso el mandil ante su marido, quien halló en él tierra y piedras, por lo cual, cuando la mujer vino con la olla, le dijo: “¿Acaso te dije que estaba construyendo una casa para que me trajeras tierra y piedras?” La mujer comprendió que el dependiente del vendedor la había engañado. Pero, mientras iba con la olla en la mano, le dijo a su marido: “Hombre, estaba preocupada y en lugar de traer la criba traje la olla”. “¿Y por qué estabas preocupada?”, le preguntó el marido. “El dirhem que llevaba se me cayó en el mercado y por vergüenza de ponerme a buscarlo ante la gente, pero sin resignarme a perderlo, recogí la tierra del lugar en que me cayó dispuesta a pasarla por un cedazo, e iba a traer la criba y en lugar de ella traje la olla.” A continuación fue a por la criba y se la entregó a su marido, diciéndole: “Críbala tú, ya que tu vista es mejor que la mía”. El hombre se puso a cribar la tierra, hasta que el rostro y la barba se le llenaron de polvo, sin que se diese cuenta de la astucia ni comprendiera lo ocurrido.

»Esto, ¡oh, rey!, forma parte de la astucia de las mujeres. Fíjate en el dicho de Dios (¡ensalzado sea!): “Su astucia es grande”[237], y también en sus palabras: “La astucia del diablo es poca cosa ante la de las mujeres”[238]

Después de haber escuchado las palabras del visir, que le satisficieron y lo convencieron, desistió de su propósito, y tras haber meditado acerca de los versículos que el visir le había recitado, el rey desistió de su decisión de dar muerte a su hijo, ya que el consejo le pareció bueno a su pensamiento y a su mente.

Pero al cuarto día, la concubina entró a presencia del rey, besó el suelo ante él y le dijo: «¡Rey feliz y de recto parecer! Yo te he expuesto claramente mi justo derecho, y tú me has tratado injustamente y has dejado de castigar a mi adversario, porque es tu hijo y es sangre de tu corazón. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) me ayudará contra ti de la misma manera que ayudó al hijo del rey contra el ministro de su padre». «¿Y cómo fue eso?» «Érase un rey antiguo que tenía un hijo único. Cuando este hijo llegó a edad viril, su padre le dio por esposa la hija de otro rey, que era hermosa y atractiva. Ésta tenía un primo que había pedido su mano al rey su padre, pero ella no había querido casarse con él. El primo, cuando se enteró de que se había casado con otro, se llenó de celos y decidió enviar regalos al ministro del rey con cuyo hijo ella se había casado. Y, en efecto, le envió numerosos regalos y mucho dinero, al mismo tiempo que le pedía que buscara la manera de matar al hijo del rey con algún ardid que le causara la muerte, o bien que le diera con algo que le hiciera renunciar a casarse con la mujer. Y, entre otras cosas, le mandó decir: “Visir, los celos que se han encendido en mí contra mi prima son los que me han inducido a esto”. Cuando los regalos llegaron al ministro, éste los aceptó y le contestó de la siguiente manera: “Tranquilízate, no te preocupes, obtendrás de mí cuanto pretendes”.

»Entretanto, el rey, padre de la muchacha, había enviado a decir al hijo del rey que se personara en su palacio para consumar el matrimonio con su hija. Cuando el escrito llegó al hijo del rey, su padre le dejó partir acompañado del ministro al que le habían enviado los regalos, y envió como escolta de ambos mil caballeros, portadores de regalos, palanquines, pabellones y tiendas. El ministro partió con el hijo del rey, llevando en la conciencia la intención de jugarle alguna mala pasada, y en el corazón el propósito de causarle daño. Al llegar al desierto, el ministro se acordó de que en cierta montaña había una fuente de agua conocida con el nombre de al-Zahra, y todo hombre que de ella bebía, se convertía en mujer. Acordándose de eso, el ministro mandó parar la comitiva en las proximidades de la fuente, montó a caballo y le dijo al hijo del rey: “¿Quieres venirte conmigo a ver una fuente de agua que hay por estos parajes?” El príncipe montó a caballo y echó a andar detrás del ministro de su padre: nadie iba con ellos, y él ignoraba lo que el otro había tramado en su interior. Anduvieron hasta llegar a aquella fuente. El hijo del rey desmontó, se lavó las manos, bebió, y quedó convertido en mujer. Cuando se dio cuenta de ello se puso a gritar y a llorar hasta que se desmayó. El ministro se le acercó, triste por lo ocurrido, y le preguntó qué le había pasado. El joven se lo explicó, y el ministro, al oír sus palabras, lo compadeció y se puso a llorar por lo que le había acaecido al hijo de su rey. “¡Dios (¡ensalzado sea!) te ayude en esta desgracia! —le decía—. ¿Cómo te ha ocurrido esta desgracia y tan gran desdicha precisamente en el momento en que nosotros, contentísimos, estamos en camino porque debes ir a consumar el matrimonio con la hija del rey? No sé si debemos o no ir junto a ella. Tú debes decidir: ¿qué me ordenas que haga?” “Regresa junto a mi padre y cuéntale lo ocurrido: yo no me moveré de aquí hasta que no me haya pasado esta calamidad o haya muerto de dolor.” Y, acto seguido, el joven escribió a su padre una carta en la que le informaba de lo ocurrido.

»El ministro tomó la carta y emprendió el regreso a la ciudad del rey, dejando a los soldados, al joven y a las tropas que les acompañaban, satisfecho en su interior de la mala jugada que había gastado al hijo del rey. Cuando entró a presencia del monarca le contó lo ocurrido y le entregó el escrito de su hijo. El rey se compadeció mucho de su hijo. Mandó llamar a los sabios y a los adivinos para que le explicasen la desgracia que había caído sobre el joven; pero nadie supo darle explicación. En cuanto al ministro, envió una nota al primo de la joven para darle la buena noticia de lo que le había ocurrido al hijo del rey. El primo, apenas recibió la carta, se alegró muchísimo, sintió grandes deseos de casarse con su prima y envió al ministro grandes regalos y mucho dinero, al mismo tiempo que le daba profundas gracias.

»Durante tres días y tres noches el hijo del rey permaneció junto a aquella fuente, sin comer ni beber, y se confió, en cuanto le había acaecido, a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!), que jamás ha defraudado a quien en Él se confía. La cuarta tarde se presentó ante él un caballero, que llevaba corona sobre la cabeza y parecía un hijo de rey, y que le preguntó: “Joven, ¿quién te trajo aquí?” El joven le contó lo ocurrido, es decir, que había emprendido viaje para encontrarse con su mujer y consumar el matrimonio, y que el ministro le había llevado hasta una fuente cuya agua había bebido y le había ocurrido lo que le había ocurrido: cada vez que el joven se ponía a hablar, le entraban ganas de llorar y sollozaba. Cuando el caballero hubo escuchado sus palabras, se compadeció de su situación y le dijo: “El ministro de tu padre es quien te ha causado esta desgracia, pues sólo un hombre y nadie más conoce esta fuente”. Acto seguido el caballero le mandó montar a caballo con él y el joven obedeció. “Vente conmigo a mi casa, serás mi huésped esta noche”, le dijo. “Dime quién eres para que pueda ir contigo”, le respondió el muchacho. “Yo soy el hijo del rey de los genios, y tú eres hijo de un rey de los hombres. Tranquilízate y deja de llorar, pues me es fácil lograr que cesen tus preocupaciones y tus sinsabores.” Y el joven, tras dejar su ejército y sus soldados, partió con él.

»Anduvieron desde el amanecer hasta medianoche. “¿Sabes cuánto camino hemos recorrido en este tiempo?”, le preguntó el hijo del rey de los genios. “No lo sé.” “Hemos recorrido lo que una persona a buen paso puede recorrer en un año.” El hijo del rey se asombró y le preguntó: “¿Qué haré? ¿Cómo podré regresar junto a mi familia?” “Esto no ha de preocuparte, es asunto mío. Cuando salgas de tu enfermedad, volverás junto a tu familia más de prisa que en un abrir y cerrar de ojos: esto es cosa sencilla para mí.” El joven, tras oír las palabras del genio, dio saltos de alegría y creyó estar soñando. “¡Alabado sea el Todopoderoso que puede hacer feliz a un desgraciado!”, exclamó, y quedó muy contento.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «Siguieron andando hasta el amanecer en que llegaron a un terreno verdeante y florido, en el que había elevados árboles, pájaros que gorjeaban, jardines maravillosos y hermosos palacios. El hijo del rey de los genios desmontó y mandó desmontar al joven. Cuando éste hubo bajado, lo tomó de la mano y los dos juntos entraron en uno de aquellos palacios. El príncipe vio un gran rey y un poderoso monarca, con el que permaneció aquel día, comiendo y bebiendo, hasta que llegó la noche. Entonces el hijo del rey de los genios se levantó, montó a caballo, hizo montar tras él al hijo del rey de los hombres, salieron de noche y cabalgaron sin cesar hasta el alba. Entonces se encontraron ante una tierra negra, sin cultivos, rocosa y con piedras _ negras como si se tratase de un pedazo de infierno. “¿Cómo se llama esta tierra?”, preguntó el hijo del rey de los hombres. “Se llama Tierra Negra y pertenece a uno de los reyes de los genios, que se llama Du-l-Chanahayin. Ningún rey puede pisarla ni entrar en ella sin su permiso. Quédate aquí hasta que le pidamos permiso para entrar.” El joven se quedó quieto y el otro desapareció durante un rato, y cuando regresó reemprendieron el camino y siguieron andando hasta llegar a una fuente de agua que brotaba de montes negros. “Desmonta”, le dijo al joven el caballero, y descabalgó. “Bebe de esta fuente.” El joven bebió y, en un instante, por obra del poder divino, volvió a ser hombre como antes. La alegría que sintió no podía ser mayor, y preguntó: “Hermano mío, ¿cómo se llama esta fuente?” “Se llama Fuente de las Mujeres, y la mujer que de ella bebe queda transformada en hombre. Eleva alabanzas a Dios y agradécele tu salvación, y luego monta en tu caballo.”

»El hijo del rey se prosternó para dar gracias a Dios (¡ensalzado sea!), luego montó a caballo y los dos prosiguieron ligeros la marcha durante el resto del día hasta llegar al país de aquel genio. El joven pernoctó en su casa, en la más feliz de las vidas, y los dos comieron y bebieron hasta que cayó la noche. “¿Quieres regresar esta noche junto a tu familia?”, le preguntó el hijo del rey de los genios. “Sí quiero, pues siento necesidad de ello.” Entonces, el hijo del rey de los genios llamó a uno de los esclavos de su padre, llamado Rachiz, y le dijo: “Toma y llévate a este joven, transpórtalo sobre tu cuello de tal manera que al amanecer esté sin falta junto a su suegro y a su esposa”. “Oír es obedecer. De mil amores”, le contestó Rachiz, y desapareció durante un momento para volver con aspecto de efrit. Cuando el joven lo vio se asustó y quedó indeciso. “Nada malo te ocurrirá —le dijo entonces el hijo del rey de los genios—; monta en tu caballo y luego montad ambos sobre su cuello.” “Subiré yo solo y dejaré el caballo aquí”, replicó el joven, y, después de bajar del caballo, montó sobre el cuello del efrit. “Cierra los ojos”, le dijo el hijo del rey de los genios. Cerró los ojos, y el efrit se echó a volar entre cielo y tierra y siguió volando sin que el joven se diera cuenta de nada, y cuando apenas había empezado el último tercio de la noche se halló en el palacio de su suegro. Al descender en el castillo el efrit le dijo: “Baja”, y cuando hubo bajado, añadió: “¡Abre los ojos! Éste es el palacio de tu suegro y de su hija”, y lo dejó y se fue. Al hacerse de día, cuando se calmó el temor del joven, bajó de la azotea del palacio, y su suegro, al verlo, se acercó a recibirlo y se maravilló de verlo sobre el castillo. “Estoy acostumbrado a ver que las personas entren por la puerta —observó—, y, en cambio, tú bajas del cielo.” “Ocurrió lo que quiso Dios (¡gloriado y ensalzado sea!)”, contestó el joven. El rey se asombró de ello y se alegró de su salvación, y cuando se levantó el sol mandó a su ministro que preparara grandes festines, y así se hizo.

»Se celebró la boda, el joven consumó el matrimonio y permaneció allí durante dos meses, al cabo de los cuales partió con su esposa camino de la ciudad de su padre. El primo de la mujer murió de envidia y de celos porque el hijo del rey había consumado el matrimonio y Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) le había ayudado contra él y contra el visir de su padre. El joven llegó con su esposa en las mejores condiciones y con perfecta alegría junto a su padre, que lo recibió con sus soldados y sus ministros. Y así yo, ¡oh, rey!, ruego a Dios (¡ensalzado sea!) que te ayude contra tus visires y pido que me hagas justicia en relación con tu hijo.»

Cuando el rey hubo oído todas estas cosas, dio orden de que mataran a su hijo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al cuarto día el cuarto visir entró a ver al rey, besó el suelo y le dijo: «¡Dios consolide al rey y lo apoye! ¡Oh, rey!, ve despacio en lo que has decidido hacer, pues las personas razonables nada hacen sin medir las consecuencias. Un autor de proverbios dice: “A quien no reflexiona en las consecuencias, el tiempo no es su amigo”. Y a quien hace algo sin meditarlo, le ocurre lo que le ocurrió al bañero con su mujer». «¿Qué le ocurrió al bañero con su mujer?», le preguntó el rey. «Me he enterado, ¡oh, rey!, que al empleado de un baño, al que concurrían personas notables y próceres, se le presentó un día un joven, hijo de un ministro, de hermoso aspecto, grueso y corpulento. El hombre se dispuso a servirle. Cuando el joven se desnudó, el bañero no pudo verle el miembro, que le desaparecía entre los-muslos dada su gordura, y sólo se veía una pequeña parte, del tamaño de una avellana. El bañero lo lamentó y batió palmas, ante lo cual el joven le preguntó: “¿Qué te ocurre?” “Mi señor —le respondió—, me lamento por ti, pues estás en gran inferioridad y a pesar de ser muy atractivo, bello y de buen aspecto, no tienes nada que te permita gozar como a los demás hombres.” “Tienes razón —le dijo el joven—, pero me has recordado algo en lo que no pensaba.” “¿Qué?” “Toma este dinar y tráeme una hermosa mujer para que pueda probar con ella.” El bañero tomó el dinar, fue a su mujer y le dijo: “Esposa, ha venido al baño un joven hijo de un ministro, hermoso como la luna llena, pero que no tiene miembro como el de los demás hombres, sino una cosa del tamaño de una avellana. Yo lo he lamentado, dada su juventud, y él me ha dado este dinar y me ha rogado que le llevara una mujer para probar con ella. Tú mereces más que ninguna otra este dinar; no puede ocurrimos ningún mal, puesto que yo estaré escondido y tú permanecerás un rato a su lado, riéndote de él, y conseguirás este dinar”.

»La mujer del bañero, que era una de las mujeres más hermosas de su época, tomó el dinar, se arregló, se puso sus mejores vestidos y salió con su marido, el cual la introdujo en una habitación vacía en la que se hallaba el hijo del ministro. Cuando entró a su presencia vio que era un joven hermoso, de buen aspecto, parecido a la luna llena, y quedó asombrada ante tanta belleza y gracia. Por su parte, cuando el joven la vio quedó con el ánimo en suspenso y desde aquel momento la deseó. Quedaron juntos, cerraron la puerta, y entonces el joven cogió a la mujer, la estrechó contra su pecho y la abrazó, hasta que salió un miembro del tamaño del de un asno, y así montó durante largo rato a la mujer del bañero, mientras ella lloraba y gritaba debajo de él, moviéndose y zarandeándose. De repente, el bañero empezó a llamarla y a decirle: “¡Basta ya, Umm Muhammad, sal! Tu niño de pecho ha estado demasiado tiempo sin ti”. El joven le decía que fuera junto a su hijo y que regresara luego, pero ella contestaba: “Si me apartara de tu lado, me moriría; en cuanto a mi hijo, lo dejaré morir de llanto, o bien, que crezca huérfano de madre”. Y así continuó con el joven hasta que éste se satisfizo en ella diez veces, mientras el marido chillaba al otro lado de la puerta, la llamaba, gritaba y lloraba y pedía auxilio sin obtenerlo. Y seguía diciendo: “¡Me ha matado!”, y no lograba llegar hasta su mujer. La aflicción y los celos del bañero fueron tales que subió a la azotea de la casa de baños, se tiró desde ahí y murió.

»También, ¡oh, rey!, me han contado otra historia acerca de la astucia de las mujeres.» «¿Qué te han contado?» «Un joven libertino vio una mujer, bella, elegante, graciosa y perfecta, que no tenía igual. Se enamoró de ella y sintió por ella una ardiente pasión; pero la mujer no había cometido jamás adulterio ni deseaba cometerlo. Sucedió que cierto día su marido partió para determinado país, y entonces cada día y varias veces el joven le enviaba mensajes, a los que ella no contestaba. Entonces el joven se presentó a una vieja que habitaba cerca de su casa, y, después de saludarla, se quejó del amor que se había apoderado de él y de la pasión que sentía por aquélla mujer, y le dijo que le gustaría poseerla. “Yo me comprometo a arreglar el asunto —dijo la vieja—; no te preocupes, pues yo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, lograré lo que deseas.” Al oírla hablar así, el joven le dio un dinar y se marchó. Por la mañana la vieja fue a ver a la mujer y reanudó las relaciones que había tenido con ella y empezó a visitarla diariamente, a comer y a cenar en su casa e incluso a aceptar alimentos para sus hijos. Aquella vieja siguió divirtiendo y entreteniendo agradablemente a la mujer, hasta el punto de que la corrompió y no podía separarse de ella ni un instante.

»Al salir de casa de la mujer, la vieja tomó durante algunos días la costumbre de untar un trozo de pan con grasa y pimienta y de dárselo a una perra, por lo que ésta empezó a seguirla por su clemencia y su bondad. Cierto día la vieja tomó mucha pimienta y grasa y se la ofreció: los ojos de la perra, después de haber comido, empezaron a lagrimear a causa del ardor de la pimienta. El animal iba tras ella llorando y la joven se asombró mucho y le dijo: “Madre mía, ¿por qué llora esta perra?” “Hija mía —le contestó la vieja—, esta perra tiene una extraña historia: era una mujer joven, graciosa, bella y agradable, amiga y compañera mía. Un joven del barrio se enamoró de ella y la amaba mucho y apasionadamente hasta el extremo de que se vio obligado a guardar cama, y varias veces al día le enviaba recados con la esperanza de que ella tuviera compasión de él; pero ella se negaba. Yo le aconsejé y le dije: ‘Hija mía, obedécele en todo lo que te diga, y ten piedad y compasión de él’. Mas ella no aceptó mis consejos, hasta que el joven perdió la paciencia y se quejó a unos amigos suyos que se valieron de magia con ella y transformaron su aspecto humano en canino.

»”La joven, al enterarse de lo ocurrido, ver el estado en que se hallaba y la transformación que había experimentado, y al no hallar ser humano sino yo que tuviera compasión de ella, se vino a mi casa a implorar mi benevolencia, besándome manos y pies, mientras lloraba y sollozaba. Yo al reconocerla, le dije: ‘Yo te aconsejé a menudo, pero mis consejos de nada te han servido’.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja prosiguió:] «“Pero, hija mía, cuando la vi en tal situación, me conmoví y la invité a quedarse conmigo. Ahora se halla en este estado, y cada vez que recuerda su anterior condición, llora.” Al oír las palabras de la vieja, la joven quedó aterrorizada y exclamó: “¡Madre mía! Por Dios, me has dado miedo con este relato”. “¿De qué tienes miedo?”, le preguntó la vieja. “Un hermoso joven me ama y me ha enviado muchas veces mensajes, pero yo los he rechazado. Ahora temo que me ocurra lo que le ocurrió a esta perra.” “Pues ten cuidado, hija mía, y no lo contraríes: temo mucho por ti. Si no sabes dónde está, descríbemelo y yo te llevaré junto a él, pero no permitas que nadie te quiera mal.” La joven se lo describió, y ella se hizo la indiferente y le hizo creer que no lo conocía. “Ahora iré a preguntar por él”, concluyó la vieja. Cuando se alejó, fue a ver al joven y le dijo: “Tranquilízate. Ya he engañado a la joven. Mañana al mediodía irás y te plantarás al principio de la calle hasta que yo vaya a buscarte y te lleve a su casa, donde podrás pasar feliz el resto del día y toda la noche”. El joven se alegró mucho, le dio dos dinares y añadió: “Cuando haya satisfecho mi deseo te daré diez dinares más”. La vieja regresó junto a la joven y le dijo: “Ya lo he encontrado y le he hablado de tu asunto; pero está muy indignado contra ti y resuelto a hacerte daño. Sin embargo, yo he insistido en que venga mañana a la hora de la oración del mediodía”. La mujer se alegró mucho y le dijo: “Madre mía, si se aplaca y viene mañana al mediodía te daré diez dinares”. “Cuando venga, recuerda que sólo a mí se deberá”, replicó la vieja.

»Al llegar el día la vieja le dijo: “Prepara la comida, embellécete, ponte tus mejores vestidos, mientras voy a buscarlo y lo traigo”. La joven empezó a embellecerse y a preparar la comida mientras la vieja salía a esperar al joven. Pero éste no se presentó, y ella se puso a buscarlo y al no hallarle se dijo: “¿Qué hago? ¿Habrá de perderse la comida que la joven ha preparado y los dinares que me ha prometido? No he de permitir que este ardid se frustre, sino que buscaré otro joven y se lo llevaré”. Y mientras daba vueltas por la calle vio a un joven hermoso y de buen ver, en cuyo rostro se apreciaban huellas de un viaje. Se acercó a él, lo saludó y le preguntó: “¿Quieres comer y beber y tener una joven dispuesta?” “¿Dónde está eso?”, preguntó el hombre. “En mi casa”, fue la respuesta; y el hombre se fue con ella. La vieja iba delante, sin saber que aquel hombre era el marido de la joven. Al llegar a la casa llamó, la joven abrió y corrió presurosa a vestirse y perfumarse. La vieja introdujo al joven en el salón, pues era muy astuta.

»Cuando entró la joven y su mirada se posó en su marido, junto al cual estaba sentada la vieja, con astucia y habilidad se apresuró inmediatamente a trazarse un plan. Se quitó el zapato del pie y apostrofó al marido: “¿Dónde está la fidelidad que nos juramos? ¿Cómo te atreves a traicionarme y a obrar conmigo de este modo? Cuando me enteré de que habías regresado quise poner a prueba tu fidelidad por medio de esta vieja, que te ha hecho caer en la trampa que te preparé. Ahora estoy segura acerca de ti: has violado el compromiso que había entre tú y yo. Creía que eras puro, antes de que te viera con mis propios ojos en compañía de esta vieja: tú te das a las mujeres perversas”. Y empezó a pegarle en la cabeza con el zapato, mientras él hacía protestas de inocencia jurándole que jamás la había traicionado ni había hecho nunca nada de lo que ella le acusaba. Él juraba en nombre de Dios (¡ensalzado sea!), pero ella seguía pegándole, al mismo tiempo que lloraba y gritaba, llamando: “¡Acudid, musulmanes!”, y cuando él le tapaba la boca, ella le mordía. El hombre estaba ya sumiso, le besaba manos y pies; pero ella no se contentaba y seguía pegándole con la mano. Luego, la mujer le hizo seña a la vieja de que le sujetase la mano. La vieja se adelantó y empezó a besarle manos y pies hasta que logró que los dos se sentaran. Una vez sentados, el marido se puso a besar la mano de la vieja, y a decirle: “¡Dios (¡ensalzado sea!) te recompense con toda clase de bienes, ya que me has salvado de ella!” Y la vieja quedó asombrada ante la astucia y el ingenio de aquella mujer. He aquí un ejemplo, ¡oh, rey!, de la astucia y del ingenio de las mujeres.»

Después de que el rey hubo oído al visir sacó la moraleja de su relato y renunció a dar muerte a su hijo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al quinto día la concubina volvió a presentarse llevando en la mano una copa de veneno: pidió ayuda, se abofeteó las mejillas y la cara, y le dijo: «¡Oh, rey!, o me haces justicia, vengándome de tu hijo, o me beberé esta copa de veneno y moriré; así mi culpa recaerá sobre ti hasta el día del juicio. Estos visires tuyos me tachan de astuta y redomada; mas no hay en el mundo gente más redomada que ellos. ¿No has oído nunca, ¡oh, rey!, la historia del orífice y la mujer?» «¿Qué les ocurrió, mujer?», preguntó el rey.

«Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que había un orífice que sentía pasión por las mujeres y el vino. Cierto día en que fue a casa de un amigo, al observar una de las paredes de la casa vio el retrato de una mujer como jamás se había visto más bella, más atractiva y agradable. El orífice la contempló largo rato y, maravillado ante la belleza de aquel retrato, se enamoró de la mujer, hasta el extremo de enfermar y estar a punto de morir. Un amigo fue a visitarlo y, después de sentarse, le preguntó por su estado y por qué se quejaba. “Hermano mío —le contestó—, toda mi enfermedad y todo lo que me ha ocurrido procede de un apasionado amor: me he enamorado de una figura pintada en la pared de la casa de fulano, amigo mío.” Su amigo le reprochó y le dijo: “La causa de esto es tu estupidez. ¿Cómo se te ocurre enamorarte de un retrato que no puede ni perjudicar ni ser provechoso, que ni ve ni oye, ni toma ni prohíbe?” “El pintor sólo puede haberlo pintado tomando modelo de una hermosa mujer.” “Quizá quien la pintó se la inventara.” “De todos modos, ahora yo muero de amor por ella y si hay en el mundo mujer que se asemeje a la del retrato, yo ruego a Dios (¡ensalzado sea!) que me prolongue la vida hasta que pueda verla.”

»Cuando los visitantes se marcharon, preguntaron por el autor de aquel retrato, y al enterarse de que había marchado hacia determinada ciudad, le escribieron una carta en la que le exponían el lamentable estado del amigo y le pedían detalles acerca de aquel retrato: cuál era el modelo, si lo había imaginado él o si había visto en el mundo una persona semejante. Les contestó así: “Pinté ese retrato tomando como modelo la cantante de cierto ministro que vive en la ciudad de Cachemira, en la India”. Cuando el orífice, que vivía en Persia, se enteró de la noticia hizo sus preparativos y emprendió viaje hacia la India, y llegó a aquella ciudad tras grandes fatigas. Entró y se estableció en ella. Un día fue a la tienda de un perfumista de la ciudad, que era hábil, inteligente y lleno de tacto, y le preguntó por el rey y por su vida. “Nuestro rey —le contestó el perfumista— es justo y lleva una vida recta, hace el bien a los habitantes de su reino y es equitativo con sus súbditos. A nadie en el mundo odia, excepto a los magos: si le cae entre manos un mago o una maga, lo manda echar a un pozo fuera de la ciudad y allí lo abandona hasta que muere de hambre.” A continuación, el orífice le hizo preguntas acerca de sus ministros, y el perfumista le contó la vida de cada uno de ellos y la situación en que se hallaba. Al fin, la conversación recayó en aquella cantante y el perfumista le dijo: “Está en casa de tal ministro”.

»El orífice tuvo paciencia durante algunos días, hasta que ideó una astucia. Y cuando llegó una noche de lluvia, de truenos y de vientos huracanados, el orífice salió, recabó los servicios de unos salteadores y se dirigió a casa del dueño de la joven, dispuso una escala de garfios y subió a lo más alto del palacio. De ahí bajó al patio y vio que todas las esclavas dormían, cada cual en su cama, y también vio un lecho de mármol sobre el cual se hallaba una joven semejante a la luna cuando surge en la noche decimocuarta del mes. Se acercó a ella, se sentó junto a la cabecera de la cama, tiró de la cortina y apareció otra cortina de oro. A la cabeza y a los pies de la cama había una vela en un candelabro de oro brillante, y las dos velas eran de ámbar. Debajo de la almohada y junto a la cabeza de la esclava había una caja de plata, cerrada, en la cual se hallaban todas sus joyas. El orífice sacó un cuchillo con el que hirió el trasero de la joven, haciéndole una herida muy visible. La joven despertó asustada y aterrorizada. Cuando le vio tuvo miedo de gritar, y calló. Luego, creyendo que quería apoderarse de sus joyas, le dijo: “Toma la caja con lo que en ella hay: de nada te serviría matarme. Me pongo bajo tu protección y a ti te confío mi honor”. El hombre tomó la caja con lo que en ella había, y se marchó.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «Por la mañana se vistió, tomó la caja en la que estaban las joyas, y fue a ver al rey de la ciudad. Después de besar el suelo ante él, le dijo: “¡Oh, rey!, soy un hombre que quiere aconsejarte. Soy nativo del Jurasán. He dejado mi patria y he venido a ti impulsado por la fama que se ha difundido acerca de tu buena conducta y de tu justicia para con tus súbditos. Por eso he querido ponerme bajo tu bandera. Al llegar a esta ciudad al terminar el día, encontré la puerta cerrada y me dispuse a dormir fuera. Mientras dormitaba vi cuatro mujeres, una de las cuales iba montada en una escoba y otra cabalgaba sobre un abanico, y me di cuenta, ¡oh, rey!, de que eran brujas que entraban en la ciudad. Una de ellas se me acercó, me empujó con el pie y me golpeó con una cola de zorra que llevaba en la mano; me hizo daño; pero yo pude darle de rechazo con mi cuchillo y con él la herí en el trasero, mientras ella escapaba. Al herirla, ella huyó ante mí y se le cayó esta caja con todo su contenido. La cogí, la abrí y en ella encontré estas preciosas joyas. Tómalas, yo no la necesito, pues soy un individuo que va deambulando por las montañas y en mi interior he rechazado el mundo, renunciando a él y a cuanto contiene: yo busco la faz de Dios (¡ensalzado sea!)”. Y, tras dejar la caja ante el rey, el orífice se marchó.

»Apenas hubo salido, el rey abrió la caja, sacó las joyas que había en su interior y las fue mirando: halló un collar que había regalado al ministro que era dueño de la joven. Lo llamó y cuando lo tuvo ante sí, le dijo: “¿Es éste el collar que te regalé?” El ministro, después de haberlo mirado e identificado, le contestó: “Sí. Yo se lo regalé a una esclava cantora que tengo”. “Pues dile que venga inmediatamente”, mandó el rey. Y cuando tuvo ante sí la esclava, el rey le dijo al ministro: “Destápale el trasero y mira si tiene o no una herida”. “Sí, mi señor, tiene una herida”, le dijo el ministro al rey, después de haber puesto al descubierto el trasero de la esclava y haber visto la herida de cuchillo. “¡No cabe duda ni vacilación de que ésta es la bruja de que me habló el asceta!”, exclamó el rey. Dio orden de que la echaran al pozo de los magos, y aquel mismo día la echaron en el pozo. Cuando llegó la noche y el orífice se hubo enterado de que su ardid había tenido éxito, fue a ver al guardián del pozo llevando una bolsa con mil dinares. Se sentó y estuvo charlando con él hasta el final del primer tercio de la noche. Luego empezó a hablar al guardián con las siguientes palabras: “Sabe, hermano mío, que esta joven es inocente de la culpa de que se le acusa, y yo soy el culpable de ello”, y así le fue contando toda la historia desde el principio hasta el fin, y concluyó: “Toma, hermano mío, esta bolsa en la que hay mil dinares y dame la joven para que yo pueda partir con ella hacia mi tierra. Estos dinares te serán más útiles que tener presa a la esclava: toma nuestra recompensa y los dos rezaremos pidiendo tu bienestar y tu paz”. Después de haber oído la historia, el guardián quedó asombrado ante tanta astucia y ante su éxito. A continuación, y después de haber cogido la bolsa con su contenido, le entregó la joven, pero con la condición de que no permaneciese con ella ni siquiera una hora en aquella ciudad. El orífice la cogió en seguida y partió raudo hasta que llegó a su tierra, conseguido su objetivo.

»¡Ya ves, ¡oh, rey!, de qué tipo es la picardía y la astucia de los hombres! Tus ministros te distraen de hacerme justicia. Pero mañana, ¡oh, rey!, tú y yo nos presentaremos ante un juez justo, para que Él me haga justicia de ti.»

El rey, al oír aquellas palabras, mandó matar a su hijo. Pero se presentó el quinto visir y, después de inclinarse ante él, le dijo: «¡Gran rey! Ve despacio y no te apresures en dar muerte a tu hijo, pues es posible que la prisa engendre arrepentimiento. Temo que debas arrepentirte como aquel hombre que no volvió a reír nunca más en su vida». «¿Cómo fue la cosa?», preguntó el rey.

«Me he enterado, ¡oh, rey!, de que un hombre que poseía varias casas y dinero, criados, esclavos e inmuebles, murió dejando un hijo pequeño. Cuando éste se hizo mayor se entregó a la comida y a la bebida, a escuchar músicas y canciones, a mostrarse generoso y a hacer regalos, y así acabó con los bienes que le había dejado su padre y no le quedó nada.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «Entonces vendió esclavos, concubinas e inmuebles, gastó todo lo que poseía gracias a su padre o a otros, y quedó pobre.

»Entonces se puso a trabajar con los obreros y en tal situación estuvo durante un año. Cierto día, mientras estaba sentado junto a una pared en espera de que alguien solicitase sus servicios, se le acercó un hombre bien vestido y de buen aspecto, que lo saludó: “¿Me conociste antes de ahora, tío?”, le preguntó el joven. “No te conocí, hijo mío, pero veo en ti señales de un pasado bienestar, mientras que ahora te hallas en esta situación.” “El destino divino siguió su curso. ¿Hay algo en que pueda servirte, tío de rostro amable?” “Quiero que me sirvas en una cosa muy sencilla, hijo mío.” “¿Cuál es, tío?” “En mi morada, en una sola casa, hay diez viejos, pero no hay quien pueda servirnos. Te daremos de comer y de beber hasta saciarte, y también te daremos dinero y otras cosas. Tal vez Dios, por medio de nosotros, te devuelva la felicidad.” “Oír es obedecer”, repuso el joven. “Pero debo ponerte una condición”, prosiguió el viejo. “¿Qué condición, tío?” “Que tú, hijo mío, guardes el secreto de lo que nos veas hacer, y que si nos ves llorar no nos preguntes la causa de nuestro llanto.” “De acuerdo, tío.” “Vente conmigo, con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!), hijo mío.” Y el joven siguió al viejo, que lo llevó a un establecimiento de baños, le hizo entrar, le mandó quitarse los harapos que llevaba y envió un hombre en busca de vestidos hermosos y de buena tela. El hombre volvió con un hermoso vestido de excelente tejido que el viejo le mandó ponerse, y luego marchó con él a su casa, junto a su grupo.

»Cuando el joven entró vio que era una casa alta, sólidamente construida, espaciosa, con salones y estancias unas frente a otras. En cada estancia había un surtidor sobre el cual cantaban pájaros, y ventanas que, por todas partes, daban a un hermoso jardín. El viejo le hizo entrar en uno de los salones, recubierto de mármol de colores, cuyo techo estaba incrustado de lapislázuli y oro brillante, y en el cual estaba extendida una alfombra de seda: diez viejos vestidos de luto, sentados uno frente a otro, lloraban y sollozaban. El joven se asombró y estuvo a punto de pedirle explicaciones al viejo; pero se acordó de la condición que le habían impuesto y retuvo su lengua.

»El viejo le dio al joven una caja con treinta mil dinares, al tiempo que le decía: “Hijo mío, gasta con precaución, para nosotros y para ti, el contenido de esta caja de la mejor manera posible. Tú, que eres persona de confianza, conserva lo que te he entregado”. “Oír es obedecer”, repuso el joven; y, en efecto, fue gastando para ellos durante cierto número de días y de noches. Luego, uno de ellos murió; sus compañeros lo cogieron, lo lavaron, lo envolvieron en la mortaja y lo sepultaron en el jardín que había detrás de la casa. La muerte se los fue llevando uno tras otro, hasta que sólo quedó el viejo que lo había contratado. Él y el joven siguieron en la casa, solos, durante cierto número de años. Luego, el viejo enfermó, y cuando el joven ya no tuvo esperanzas de que quedara en vida, se le acercó, le expresó su dolor y le dijo: “Tío, yo os he servido y no os he negado mis servicios ni un solo instante durante doce años. Os di consejos y os serví con toda mi buena voluntad y todas mis fuerzas”. “Sí, hijo mío, tú nos has servido hasta que Dios, Todopoderoso y Grande, llamó hacia Él a esos viejos: no podemos hurtarnos a la muerte.” “Mi señor, tú estás en peligro, y yo quiero que me informes de la causa de vuestros llantos, de vuestros continuos sollozos, de vuestra tristeza y de vuestra inquietud.” “Hijo mío, no es preciso que lo sepas, no me obligues a hacer lo que no puedo hacer. Yo he pedido a Dios (¡ensalzado sea!) que no le ocasione a nadie las desgracias que me ocurrieron a mí. Si quieres salvarte de los males que cayeron sobre nosotros, ¡no abras esa puerta! —y le señaló con la mano la puerta, poniéndole en guardia—. En cambio, si quieres que te ocurra lo que a nosotros, ábrela y así sabrás la causa de lo que nos viste hacer; pero te arrepentirás cuando el arrepentimiento ya no te sirva de nada.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «La enfermedad del viejo se agravó, y murió. El joven lo lavó con sus propias manos, lo amortajó y lo enterró junto a sus compañeros. Y se quedó en aquel lugar del que había pasado a ser dueño absoluto y definitivo; pero seguía preocupado y pensativo por el estado en que había visto a los viejos. Cierto día, mientras reflexionaba sobre las palabras del anciano y su advertencia de que no abriera la puerta, se le ocurrió ir a verla. Se acercó y buscó hasta dar con una puerta delgada sobre la que la araña había tejido su tela, y que estaba cerrada con cuatro candados de acero. Al verla se acordó de lo que le había dicho el viejo y se marchó, y aunque durante siete días su mente le impulsó a abrir la puerta, logró dominarla. Al octavo día su instinto lo venció y se dijo: “Yo he de abrir esa puerta y ver qué me ocurre una vez abierta: nada puede evitar que se cumpla la decisión de Dios (¡ensalzado sea!), y nada puede ocurrir si no es por su voluntad”. Se levantó y abrió la puerta, después de romper los candados. Una vez abierta, vio un estrecho pasillo por el que echó a andar y por el que anduvo durante tres horas, al cabo de las cuales salió a la orilla de un gran río. El joven quedó asombrado, pero se puso a andar por la orilla mirando a diestra y siniestra. De repente, una enorme águila bajó del cielo, agarró al joven entre sus garras y se echó a volar entre cielo y tierra hasta una isla en medio del mar en la que lo dejó caer, y luego desapareció volando. El joven estaba perplejo ante lo que le sucedía y no sabía dónde ir.

»Cierto día, mientras estaba sentado, apareció ante sus ojos, en el mar, como si fuera una estrella en el cielo, la vela de una embarcación. El ánimo del joven quedó pendiente de aquel barco, pensando que quizás en él se hallase su salvación, y siguió mirándolo hasta que llegó junto a él. Entonces se dio cuenta de que se trataba de un barco de marfil y ébano, cuyos remos eran de sándalo y áloe, recubierto de láminas de oro brillante y en el que iban diez mujeres vírgenes, hermosas como la luna. Las mujeres, al verlo, salieron de la embarcación, le besaron las manos y le dijeron: “Tú eres el rey esposo”. Una joven, hermosa como el sol que brilla en medio de un cielo sereno, que llevaba en la mano un mandil de seda que contenía un vestido real y una corona de oro incrustada con varias clases de jacintos, se le acercó, le puso el vestido, lo coronó y lo llevó en brazos a la embarcación, en la que el joven pudo apreciar varias clases de alfombras de seda de colores. A continuación las mujeres desplegaron las velas y pusieron rumbo a alta mar.

»El joven dijo: “Cuando partí con ellas creí que se trataba de un sueño. No sabía adónde me llevaban, pero cuando estuve cerca de tierra vi que estaba llena de soldados, cuyo número sólo Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) sabe, vestidos con corazas. Me presentaron cinco caballos marcados que llevaban sillas de oro incrustadas de perlas y piedras preciosas de fabuloso precio. Tomé uno, monté en él, mientras los otros cuatro andaban junto a mí. Cuando estuve a caballo, las banderas y los estandartes fueron desplegados por encima de mí y empezaron a batir tambores y timbales. Los soldados se alinearon a derecha e izquierda, y yo empecé a dudar de si dormía o estaba despierto. Seguí andando sin querer creer que me hallaba en tal cortejo, convencido de que soñaba, hasta que llegamos a la vista de un prado verde, en el que había palacios, jardines, árboles, ríos, flores y pájaros que alababan al Dios único y todopoderoso. Mientras todos se hallaban en tal situación, de entre los castillos y los jardines surgieron soldados, como si se tratara de un torrente impetuoso, hasta que el prado estuvo lleno. Al llegar junto a mí, los soldados se detuvieron, y uno de ellos, el rey, se adelantó solo, a caballo, delante de algunos nobles de su séquito que le seguían a pie”.

»Cuando el rey llegó junto al joven, descabalgó, y también el muchacho se apeó del caballo. Cambiaron los mejores saludos y luego, después de haber vuelto a montar, el rey le dijo al joven: “Ven con nosotros, eres mi huésped”. El joven se puso en marcha con él e iban charlando mientras el cortejo, bien formado, marchaba ante ellos, hasta el castillo del rey. Entonces desmontaron y entraron todos, mientras el rey y el joven iban cogidos de la mano.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ministro prosiguió:] «El rey hizo sentar al joven en una silla de oro y se sentó junto a él. Cuando se quitó el velo del rostro, he aquí que el rey era una joven bella como el sol cuando aparece en un cielo sereno, de buen ver, amable, elegante y perfecta, graciosa y maravillosa. El joven vio ante sí una gran ventura y felicidad, y quedó asombrado ante tal belleza y gracia: “Sabe, ¡oh, rey! —le dijo la reina—, que yo soy la reina de este país. Todos los soldados, los caballeros y los infantes que has visto son mujeres: no hay hombres entre ellos. Entre nosotros, los hombres labran y siembran la tierra, la siegan y cultivan, trabajan en hacer próspero el país y se ocupan de todos los menesteres de interés público. En cambio, las mujeres gobiernan, ocupan los cargos y forman el ejército”. El joven quedó muy asombrado de todo eso. Mientras así estaban, entró el ministro, era una vieja de cabello cano, respetable y de venerable aspecto. La reina le dijo: “Manda venir al juez y a los testigos”, y la vieja se marchó.

»Entonces da reina trató afablemente al joven y con palabras amables intentó eliminar su timidez. Luego se le acercó y le preguntó: “¿Quieres que sea tu esposa?” El joven se levantó, besó el suelo ante ella, mas ella se lo impidió. “Mi señora —le contestó el joven—, yo valgo menos aún que los siervos que están a tu servicio.” “¿No has visto todos los siervos, los soldados, los bienes, las arcas y los tesoros?” “Sí.” “Todo esto está a tu disposición: puedes disponer libremente de ello, y dar y regalar lo que te parezca bien.” Luego le señaló una puerta cerrada y le dijo: “De todo puedes disponer según tu voluntad, excepto de esta puerta: no la abras, pues si la abres te arrepentirás cuando ya el arrepentimiento no pueda servirte de nada”. Aún no había acabado de hablar, cuando se presentó el ministro acompañado del juez y de los testigos. Todos eran viejas, cuyos cabellos les caían sobre la espalda, mujeres de venerable aspecto.»

Refiere el narrador: «Cuando estuvieron ante la reina, ella les mandó que estipularan las condiciones del matrimonio, y el joven se casó con ella. Los banquetes fueron preparados y los soldados reunidos. Después de haber comido y bebido, el joven marchó con ella a consumar el matrimonio, comprobó que era virgen y le tomó su virginidad.

»Con ella permaneció durante siete años, en la vida más placentera y cómoda, feliz y lujosa que sea posible. Pero un día se acordó de la puerta que no debía abrir y pensó: “Si no llevase a tesoros más bellos y mejores de los que he visto no me habría prohibido que la abriera”. Fue y abrió la puerta: allí estaba el pájaro que lo había transportado desde la orilla del mar y lo había depositado en la isla. Al verlo, el pájaro le dijo: “¡No sea jamás bien venido este desdichado rostro!” Al ver al pájaro y oír sus palabras, el joven huyó; pero el pájaro lo persiguió, lo agarró y echó a volar con él entre cielo y tierra durante una hora, al cabo de la cual lo depositó en el lugar en que lo había cogido, y desapareció. El joven se sentó, volvió en sí, y al recordar la felicidad, el poder y el honor de que había gozado, al recordar que los soldados marchaban ante él y que mandaba y prohibía, se echó a llorar y sollozar. Durante dos meses permaneció en la orilla del mar en que lo había depositado el pájaro, en espera de poder regresar junto a su esposa.

»Una noche, mientras estaba desvelado, triste y pensativo, alguien, cuyas palabras oía pero al que no podía ver, le dijo: “¡Cuán grandes son las delicias! ¡Nunca, nunca se te devolverá lo que perdiste! ¡Entristécete más aún!” Cuando el joven lo oyó, perdió la esperanza de volver a ver a la reina y de reanudar la felicidad de que gozaba. Entró en la casa en la que habían vivido los viejos, y así supo que a ellos les había ocurrido lo que a él, y que ésa era la causa de su llanto y de su desazón, y les excusó. Luego, el malestar y la preocupación se apoderaron de él, entró en el salón y siguió llorando y sollozando. Dejó de comer y de beber, de usar buenos perfumes, y dejó de reír hasta que halló la muerte, y entonces lo enterraron junto a los viejos.

»Sabe, ¡oh, rey!, que el apresuramiento no es cosa loable, sino que engendra arrepentimiento. Yo te he dado este consejo.»

Cuando el rey hubo oído esas palabras, hizo caso, aceptó el consejo y renunció a dar muerte a su hijo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al sexto día la mujer volvió a presentarse ante el rey, llevando en la mano un cuchillo desenvainado. «Sabe, mi señor —le dijo—, que me mataré si no aceptas mi queja y no haces prevalecer mis derechos a que sea respetado tu honor contra quienes me atacaron, es decir, contra tus visires, que sostienen que las mujeres son astutas, pillas y engañosas, pues con ello pretenden hacerme perder cuanto me corresponde y quieren que el rey se olvide de considerar mi derecho. Yo ahora ante ti, por medio de la historia del hijo de un rey que se reunió con la mujer de un mercader, te demostraré que los hombres son más astutos que las mujeres.» «¿Qué le ocurrió al hijo del rey con aquella mujer?», preguntó el rey.

«Me he enterado que había un mercader celoso —contó la mujer— que tenía una mujer hermosa y atractiva. Eran tales su miedo y sus celos que él y su esposa no habitaban en la ciudad, sino que había levantado fuera de ella un palacio aislado de cualquier otro edificio. El mercader lo había construido sólido, con altos muros, puertas fortificadas, cerraduras resistentes; cuando se dirigía a la ciudad, cerraba las puertas y se llevaba las llaves, colgadas al cuello. Cierto día, mientras se hallaba en la ciudad, el hijo del rey de aquella comarca, que había salido fuera de las murallas a pasear y a solearse en la amplia llanura, al ver tanto espacio desierto estuvo mirando a su alrededor durante mucho rato, hasta que su mirada cayó sobre el palacio, y vio una hermosísima mujer asomada a una de sus ventanas. Al verla quedó perplejo ante su belleza y atractivo, y aunque quiso llegar a ella no le fue posible. Llamó entonces a uno de sus pajes, le mandó traer tintero y papel, sobre el cual escribió unas cuantas palabras en que explicaba el estado en que se hallaba por el amor que sentía hacia ella, fijó el mensaje en la punta de una flecha y la lanzó al interior del palacio. La flecha cayó mientras la mujer paseaba por el jardín. Mandó a una de sus doncellas que corriera a recoger aquel papel y, después de haber leído el escrito y de conocer el amor, el afecto y la pasión que el hijo del rey le manifestaba en él, le escribió la respuesta en la que le hacía saber que ella estaba aún más enamorada de él. A continuación lo buscó desde la ventana del palacio, lo divisó, le lanzó su respuesta y al verlo se sintió todavía más enamorada. Cuando el hijo del rey la vio, se colocó junto al palacio: “Échame una cuerda —le dijo—, para que pueda atar a ella esta llave, que tú guardarás”. La mujer le echó la cuerda, él ató la llave y después marchó a ver a sus ministros y les manifestó su amor hacia aquella mujer, y añadió que no podía esperar más para poseerla. Uno de sus ministros le preguntó por sus planes, y le pidió órdenes. “Quiero —le dijo el hijo del rey— que me metas en una caja, digas que contiene cosas tuyas y se la entregues en depósito a ese mercader para que la guarde en su palacio, hasta que yo, dentro de unos días, haya conseguido lo que deseo de aquélla mujer; luego le pedirás que te devuelva la caja.” “De mil amores”, repuso el ministro.

»El hijo del rey se dirigió a casa del ministro, se metió en una caja, que éste cerró y llevó al palacio del mercader. Cuando éste vio al visir, le besó las manos y le preguntó: “¿El ministro, mi señor, necesita algo en que pueda servirle?” “Quiero —le contestó— que coloques esta caja en el mejor lugar que tengas.” El mercader ordenó a los faquines que se llevaran la caja, la hizo transportar al palacio y la colocó en un depósito. Y luego se marchó. Entonces la mujer se dirigió hacia donde estaba la caja y la abrió con la llave que tenía: de la caja salió un joven hermoso como la luna. Después de verlo, ella se puso sus mejores vestidos y entró con él en el salón, donde permanecieron juntos, comiendo y bebiendo, durante siete días; pero cada vez que venía su marido, ella metía al príncipe en la caja y lo encerraba en ella. Al cabo de unos días el rey preguntó por su hijo, y el ministro, apresuradamente, fue a casa del mercader a pedirle la caja.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «Entretanto, el mercader, contra su costumbre, había regresado al palacio apresuradamente y había llamado a la puerta. Al oírlo, su mujer cogió al hijo del rey y lo metió en la caja, pero olvidó cerrarla. Cuando el mercader y los faquines llegaron al palacio, levantaron la tapa de la caja: allí estaba, dormido, el hijo del rey. El mercader lo vio y lo reconoció; se presentó al ministro y le dijo: “Entra tú mismo y coge al hijo del rey, pues ninguno de nosotros puede tocarlo”. El ministro fue, lo cogió y se marcharon todos. Cuando se hubieron marchado, el mercader repudió a su mujer y juró que no volvería a casarse.

»También me han contado, ¡oh, rey!, que una persona de elevada posición fue un día al mercado y encontró a un muchacho cuya venta se anunciaba; lo compró, se lo llevó a su casa y le encargó a su mujer que se ocupara de él. El muchacho permaneció en la casa durante cierto tiempo. Un buen día el hombre le dijo a su mujer: “Ve mañana al jardín a dar un paseo y a divertirte y distraerte”. “De mil amores”, le contestó su mujer. El muchacho, al oír estas palabras, cogió alimentos, que preparó aquella misma noche, así como bebidas, dulces y frutas, y luego se dirigió al jardín y depositó la comida bajo un árbol, las bebidas debajo de otro y los dulces y la fruta debajo de un tercero, junto al camino que habría de recorrer la mujer de su dueño.

»Por la mañana, el dueño mandó al muchacho que acompañara a su señora al jardín, y encargó que llevaran los manjares, las bebidas y la fruta que pudieran necesitar. La mujer salió a caballo junto con el muchacho y llegaron al jardín. Apenas entraron en él, un cuervo graznó y el muchacho le dijo: “Has dicho bien”. “¿Sabes qué ha dicho el cuervo?”, le preguntó la dueña. “Sí, mi señora”, fue la respuesta. “¿Y qué ha dicho?” “Mi señora, ha dicho: ‘Bajo este árbol hay comida: venid a comerla’.” “Veo que comprendes el lenguaje de los pájaros.” “Sí.” La mujer se acercó al árbol y halló la comida preparada. La comieron y la mujer quedó asombrada del muchacho, pues creyó que comprendía verdaderamente el lenguaje de los pájaros. Continuaron el paseo por el jardín. Otro cuervo graznó, y el muchacho repitió: “Has dicho bien”. “¿Qué dice?”, le preguntó su dueña. “Dice, mi señora, que debajo de aquel árbol hay un recipiente de agua perfumada con almizcle, y también vino rancio.” Ella se dirigió hacia allí, y hallaron el agua y el vino, con lo cual aumentó el asombro de la mujer y fue mayor su admiración por el muchacho. La mujer se sentó con él a beber, y después de haber bebido siguieron andando hacia cierto lugar del jardín. Un tercer cuervo graznó, y el muchacho volvió a decir: “Has dicho verdad”. “¿Qué dice?”, le preguntó la señora. “Dice que bajo aquel árbol hay fruta y dulces.” Fueron allí y encontraron fruta y dulces. Comieron una parte y luego prosiguieron su paseo por el jardín.

»Otro cuervo graznó, y el muchacho cogió una piedra y la lanzó contra él. “¿Por qué tiras contra él? ¿Qué ha dicho?”, preguntó la mujer. “Mi señora, dice ciertas palabras que no puedo repetirte.” “Dilas, no tengas vergüenza de mí: entre tú y yo no hay relaciones de las cuales debas avergonzarte.” El muchacho seguía negándose a hablar, y la mujer seguía insistiendo, hasta que ella lo convenció haciendo un juramento. Entonces el muchacho le contó: “El cuervo dice: ‘Haz con tu dueña lo que ella hace con su marido’”. Al oír tales palabras la mujer se echó a reír hasta caer de espaldas. “Esto es poca cosa —exclamó—, y yo no puedo negarme a ello.” Se colocó bajo uno de los árboles, extendió una alfombra y lo llamó para que satisficiese sus deseos. Pero he aquí que detrás del muchacho apareció el dueño, que lo estaba mirando. Lo llamó y le dijo: “¿Qué tiene tu dueña que está echada ahí y llora?” “Mi señor, cayó de un árbol y se mató, y el propio Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) le ha devuelto la vida; por eso se ha echado un poco, para descansar.” Cuando la mujer vio a su marido ante ella, se levantó fingiendo encontrarse mal y sentir dolores. “¡Ay, mi espalda! —decía—. ¡Ay, mi costado! ¡Venid, amigos, no permaneceré con vida!” Y así quedó burlado su marido. Llamó al muchacho, le mandó que trajera el caballo de su dueña y que la hiciera montar, y cuando hubo montado el marido tomó uno de los estribos, el muchacho tomó el otro, y le decía: “Dios te dará fuerzas y te curará”.

»Éste, ¡oh, rey!, es uno de los numerosos ejemplos de la astucia y de la picardía de los hombres. Por consiguiente, tus visires no deben hacerte desistir de la intención de ayudarme y vengarme.» Y se echó a llorar.

Cuando el rey la vio llorar, a ella, su concubina favorita, mandó que mataran a su hijo. Entonces entró el sexto visir, besó el suelo ante él y dijo: «Dios (¡ensalzado sea!) haga poderoso al rey. Yo te aconsejo y te recomiendo que vayas despacio en el asunto de tu hijo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Las cosas falsas se asemejan al humo, mientras que la verdad es firme y sólida y su luz hace desaparecer las tinieblas de la mentira. La picardía de las mujeres es grande. Dios dijo en su libro: “Vuestra astucia es grande”[239]. En efecto, me han contado la historia de una mujer que urdió contra los magnates del estado un ardid que no tuvo igual en el pasado.» «¿Cómo fue eso?», preguntó el rey.

«Me he enterado, ¡oh, rey!, que una mujer, hija de mercaderes, estaba casada con un hombre que viajaba mucho. Una vez, el marido partió para lejanas tierras y estuvo ausente durante mucho tiempo. Su ausencia empezaba a ser demasiado larga para ella, y así se enamoró de un hermoso joven, hijo de mercaderes. Lo amaba y era correspondida. Un día el joven se peleó con un hombre y éste se quejó de él ante el gobernador de la ciudad, que lo mandó encarcelar. La noticia llegó hasta su amante, la mujer del mercader, que se indignó sobremanera. Se puso sus mejores vestidos, fue a casa del gobernador y le entregó un escrito que decía: “Aquel a quien has encarcelado y reducido a prisión es mi hermano, fulano, que se ha peleado con mengano; pero las personas que testimoniaron contra él dieron falso testimonio, por lo cual ha sido encarcelado injustamente. Ahora bien, yo no tengo a nadie que mire y vele por mí. Por eso pido de la gracia de nuestro señor que mi hermano sea puesto en libertad”.

»Cuando el gobernador leyó el escrito, la miró, se enamoró de ella y le dijo: “Entra en la casa mientras yo le mando traer a mi presencia. Luego te llamaré y te lo podrás llevar”. “Mi señor —le contestó la mujer—, yo sólo puedo confiar en Dios (¡ensalzado sea!), pues soy extranjera y, por consiguiente, no puedo entrar en casa de nadie.” “No lo pondré en libertad hasta que hayas entrado en mi casa y yo haya satisfecho mis deseos en ti.” “Si es esto lo que quieres, sólo podrás conseguirlo viniendo a mi casa: allí te sentarás, dormirás y descansarás durante todo el día.” “¿Dónde está tu casa?” “En tal sitio.” Y tras decir esto salió, mientras el gobernador se quedaba con el corazón en llamas.

»La mujer, después de salir, se dirigió al juez del lugar y le habló así: “Señor nuestro, cadí”. “Aquí estoy.” “Examina mi causa, y ¡Dios te dará la recompensa!” “¿Quién te ha causado mal?”, preguntó el cadí. “Mi señor: tengo un solo hermano. Me ha encargado que venga a verte porque el gobernador lo ha encarcelado ya que dieron falso testimonio contra él diciendo que había cometido un abuso. Yo sólo te pido que intercedas por mí junto al gobernador.” El cadí la miró con atención, se enamoró de ella y le dijo: “Entra en casa junto a las mujeres y descansarás un rato con nosotros. Entretanto, yo mandaré decir al gobernador que ponga en libertad a tu hermano. Si supiera la cantidad que debe, la pagaría por satisfacer mi pasión contigo, pues tú, con tu hermosa manera de obrar, me has gustado”. “Si tú, nuestro señor, obras así, ya no pueden hacérsele reproches a nadie más.” “Si no quieres entrar en mi casa —prosiguió el cadí—, sigue tu camino.” “Si verdaderamente, mi señor, quieres que sea así, en mi casa la cosa será más disimulada y mejor que en la tuya, donde hay mujeres y criados y gentes que entran y salen. Yo soy una mujer inexperta en tales asuntos, pero la necesidad me obliga a hacerlo.” “¿Dónde está tu casa?”, le preguntó entonces el cadí. “En tal sitio”, le contestó la mujer; y le dio cita para el mismo día en que había citado al gobernador.

»Luego, tras salir de la presencia del cadí, fue a casa del visir, al que contó su historia y le expuso la necesidad que tenía de que pusieran en libertad a su hermano, al que el gobernador había encarcelado. El visir Ja solicitó y le dijo: “Hemos de satisfacer nuestros deseos en ti y luego mandaremos poner en libertad a tu hermano”. “Si sólo quieres eso, sea, pero en mi casa, donde la cosa estará más oculta para mí y para ti. La casa no está lejos y tú bien sabes cuánta limpieza y comodidad son necesarias.” “¿Dónde está tu casa?”, preguntó el visir. “En tal sitio”, y lo citó para el día de marras. Salió de ver al visir y se dirigió al rey de la ciudad, le expuso su caso y le pidió que pusiera en libertad a su hermano. “¿Quién lo encarceló?”, le preguntó el rey. “El gobernador.” Mientras escuchaba sus palabras, su corazón quedó preso de pasión por ella y le mandó entrar con él en el palacio hasta que hubiera enviado a decir al gobernador que pusieran en libertad a su hermano. “Esto, ¡oh, rey! —le dijo la mujer—, te es fácil obtenerlo sea con mi voluntad, sea contra ella. Si el rey quiere eso, yo me considero honrada; pero si el rey viene a mi casa, me honrará trasladando allí sus nobles pasos, como dice el poeta:

Mis dos amigos, ¿habéis visto u oído hablar de la visita de aquel cuyas nobles cualidades se han revelado junto a mí?”

»“No he de contrariarte en eso”, concluyó el rey. Y la mujer le señaló el mismo día que a los otros y le indicó dónde estaba su casa.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Al salir de la presencia del rey, fue a ver a un carpintero y le dijo: “Quiero que me hagas un armario de cuatro pisos, uno encima de otro, cada piso con puerta que cierre. Dime cuánto te debo y te pagaré”. “Cuesta cuatro dinares; pero si tú, respetable señora, me concedes tus gracias, esto es lo que yo quiero y nada más te cobraré.” “Si así ha de ser, entonces házmelo de cinco pisos, con sus correspondientes cerraduras.” “De mil amores”, le contestó el carpintero, y ella le pidió que le llevara el armario el día señalado. “Señora —observó el carpintero—, siéntate aquí y en seguida tendrás lo que necesitas. Luego yo iré a tu casa.” Ella se sentó en su casa hasta que acabó el armario de cinco pisos; luego se fue a su casa y lo puso en el salón. A continuación tomó cuatro vestidos, los llevó al tintorero y mandó que se los tiñera cada uno de un color distinto, y después se puso a preparar guisos, bebidas, perfumes, frutas y substancias olorosas. Cuando llegó el día de la cita, se puso su más lujoso vestido, se embelleció y se perfumó, extendió en el suelo del salón magníficas alfombras y se sentó a esperar al que llegara.

»El cadí llegó antes que los demás. Cuando lo vio, ella se levantó, besó el suelo ante él, y luego lo cogió y lo hizo sentar en el diván y se echó con él a divertirse. Mas cuando el cadí quiso satisfacer su deseo, ella le indicó: “Mi señor, quítate el vestido y el turbante y ponte esta túnica amarilla y este velo sobre tu cabeza. Entretanto, yo traeré comidas y bebidas, y después podrás satisfacer tu deseo”. Ella cogió sus vestidos y su turbante, mientras él se ponía la túnica y el velo sobre la cabeza. En aquel momento, alguien llamó a la puerta. “¿Quién llama a la puerta?”, le preguntó el cadí. “Es mi marido.” “¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde iré?” “No temas, te meteré en este armario.” “Haz lo que mejor te parezca”, concluyó el cadí. Y ella, entonces, lo tomó de la mano, lo introdujo en el piso inferior del armario y cerró la puerta. Acto seguido fue a abrir: era el gobernador. Cuando lo vio, besó el suelo ante él, lo cogió de la mano y lo hizo sentar en el diván, diciéndole: “Señor mío, ésta es tu casa y esta habitación es como si fuese la tuya: yo soy tu esposa y una de tus criadas. Todo el día de hoy estarás conmigo. Por lo tanto, quítate los vestidos que llevas y ponte este vestido encarnado, que es un vestido de noche”. Le puso en la cabeza un retal de trapo y, después de haber recogido sus vestidos, se echó en el diván junto a él; él jugó con ella y ella jugó con él, y cuando él alargó la mano hacia ella, ésta le dijo: “Señor nuestro, este día es tuyo por completo, nadie lo compartirá contigo. Pero, por tu gracia y favor, escríbeme una nota para que saquen a mi hermano de la cárcel y así yo quedaré tranquila”. “Oír es obedecer; me parece magnífico”, y escribió una carta a su tesorero en la que le decía: “Apenas recibas este escrito, pon en libertad a fulano sin dilación ni retraso, y no digas ni una palabra al portador de la presente”. Cuando la hubo sellado, ella la cogió y se puso de nuevo a jugar con él sobre el diván.

»En aquel momento alguien llamó a la puerta. “¿Quién será?”, le preguntó el gobernador. “Mi marido.” “¿Qué debo hacer?” “Métete en ese armario hasta que consiga echarlo y vuelva junto a ti.” Lo cogió y le hizo entrar en el segundo piso, y luego cerró la puerta. Todo esto ocurría mientras el cadí escuchaba lo que decía la mujer. Entonces ella se dirigió a la puerta y la abrió: el recién llegado era el visir. La mujer besó el suelo ante él, lo recibió, lo sirvió y le dijo: “Nos honras con tu visita a esta casa, señor nuestro. ¡Dios no nos estropee esta ocasión!”

»Lo hizo sentar en el diván y le dijo: “Quítate este vestido y el turbante y ponte este traje holgado”. Él se desvistió y la mujer le hizo ponerse una túnica azul con capucha roja. “Señor nuestro, quítate los vestidos de visir: en este momento éstos son los vestidos para el convite, para estar alegre y para dormir”. Cuando el visir se los hubo puesto, empezaron a juguetear sobre el diván, pero él quería satisfacer sus deseos, mientras que la mujer se Jo impedía. “Hay tiempo, mi señor”, le decía. Mientras estaban hablando, alguien llamó a la puerta. “¿Quién es?”, le preguntó el visir. “Mi marido”, contestó la mujer. “¿Qué vamos a hacer?” “Levántate y métete en ese armario hasta que yo pueda echar a mi marido y pueda volver junto a ti, y no temas”, y así le hizo entrar en el tercer piso del armario, y después de haberlo cerrado, salió a abrir: era el rey. Apenas lo vio, la mujer besó el suelo ante él, lo tomó de la mano y le hizo entrar en la testera del salón. Le mandó sentarse en el diván y le habló: “¡Me has honrado, oh, rey! Si te ofreciésemos el mundo y todo lo que contiene, eso no equivaldría ni a uno solo de los pasos que has dado para venir a verme”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Después de que el rey se hubo acomodado en el diván, la mujer le dijo: “Permite que te diga una sola palabra”. “Habla y di lo que quieras.” “Descansa, mi señor, y quítate el vestido y el turbante.” Los vestidos que el rey llevaba aquel día valían mil dinares, y la mujer, cuando se los hubo quitado, le puso un vestido usado que sólo valía diez dirhemes, ni uno más. Luego empezó a divertirse y a juguetear con él. Y todo esto ocurría mientras los que estaban en el armario oían lo que hacían los dos, pero no podían hablar. Cuando el rey alargó la mano hacia el cuello de la mujer, queriendo satisfacer sus deseos, ella observó: “Tiempo no nos falta. Yo ya te prometí todo eso, y obtendrás de mí lo que te alegrará.” Mientras estaban hablando, alguien llamó a la puerta. “¿Quién será?”, preguntó el rey. “Es mi marido.” “Échalo por las buenas, pues si no lo echaré yo por la fuerza.” “De ninguna manera, ¡oh, mi señor!: ten paciencia mientras lo echo valiéndome de mi experiencia.” “Y yo, ¿qué haré?” Entonces la mujer lo cogió de la mano y lo hizo entrar en el cuarto piso del armario y cerró tras él. Fue a abrir: era el carpintero. Una vez dentro, la saludó y ella preguntó: “¿Qué armarios son esos que me has hecho?” “¿Qué tiene, mi señora?” “Este piso es estrecho.” “Que no, es ancho.” “Entra tú mismo y échale una mirada: ya verás como no cabes en él.” “Caben cuatro personas”, y tras decir esto, el carpintero se metió en él, y ella cerró la puerta del quinto piso. Entonces la mujer cogió el mensaje del gobernador y fue a ver a su tesorero, que lo cogió, lo leyó, lo besó y puso en libertad al amante de aquella mujer. Ésta le contó cuanto había hecho, y él preguntó: “Y ahora, ¿qué vamos a hacer?” “Nos trasladaremos a otra ciudad: después de lo hecho no debemos permanecer aquí.” Prepararon lo que tenían, lo cargaron sobre camellos y acto seguido partieron para otra ciudad.

»Entretanto, las cinco personas permanecieron tres días en los compartimientos del armario sin comer, y tenían urgente necesidad de orinar, pues no lo hacían desde tres días atrás. Y así, el carpintero orinó sobre la cabeza del sultán, éste sobre la del visir, el visir sobre el gobernador, y el gobernador sobre el cadí. Este último empezó a gritar: “¿Qué es esta porquería? ¿No nos basta la situación en que nos hallamos para que os orinéis encima?” “Dios aumente tu recompensa, cadí”, dijo el gobernador, levantando la voz, y al oírle, el cadí reconoció que era el gobernador. Éste, a su vez, chilló: “¿Qué porquería es ésta?” “Dios aumente tu recompensa, gobernador”, exclamó en voz alta el visir. Y el gobernador, al oírle, reconoció que era el visir. Y éste también preguntó a gritos qué era aquella porquería, a lo cual el rey levantó la voz y dijo: “Dios haga aún mayor la recompensa para ti, visir”.

»Luego, cuando el rey hubo oído las palabras del visir, lo reconoció, calló y no reveló su personalidad. “Dios maldiga a esta mujer por lo que nos ha hecho —exclamó el visir—. Nos ha traído a su casa a todos los grandes dignatarios del Estado excepto al rey.” “Callad —replicó el rey al oírle hablar de este modo—; yo he sido el primero en caer en la red de esta perversa prostituta.” El carpintero, cuando oyó tales palabras, les dijo: “¿Y yo qué culpa tengo? Yo construí para ella este armario por cuatro dinares de oro y vine a cobrar el precio. Ella ha obrado astutamente conmigo y me ha hecho entrar en este compartimiento, y lo ha cerrado a mi espalda”. Y se pusieron a hablar entre sí y consolaron al rey y lograron hacerle olvidar su tristeza.

»Entretanto, los vecinos de la casa acudieron y hallaron la casa vacía. Pero uno de ellos observó, dirigiéndose a otro: “Ayer estaba nuestra vecina, la mujer de fulano; pero ahora no se oye la voz de nadie ni se ve a persona alguna. Derribad estas puertas y ved qué es lo que ocurre en realidad, para que el gobernador o el rey, cuando se enteren de esto, no nos metan en la cárcel y tengamos que arrepentimos de no haberlo hecho antes”. Y, en efecto, los vecinos echaron abajo las puertas, entraron y encontraron el armario de madera en el que había varios hombres que se quejaban de hambre y de sed. “¿Acaso hay genios en esta casa?”, se preguntaron. “Recojamos leña —dijo uno de ellos— y prendámosle fuego.” “No lo hagáis”, les gritó el cadí.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Los vecinos se decían: “Los genios toman forma humana y hablan como los hombres”. Cuando el cadí les oyó hablar así, recitó algunos versículos del noble Corán y les dijo: “Acercaos al armario en que nos hallamos”. Así lo hicieron y él continuó: “Yo soy fulano, y vosotros sois mengano y zutano. Aquí dentro estamos más de uno”. “¿Quién te trajo aquí? —preguntaron los vecinos—. Dinos cómo fue la cosa.” Entonces les informó del asunto, desde el principio hasta el fin, y los vecinos mandaron venir a un carpintero que abrió el compartimiento del cadí, y lo mismo hizo por el gobernador, el visir, el rey y el carpintero: cada uno llevaba el vestido que le había dado la mujer, y cuando estuvieron fuera se miraron y se rieron unos de otros. A continuación salieron y buscaron a la mujer; pero no vieron ni rastro de ella. Y como se había marchado con todo lo que llevaban encima, cada uno mandó a buscar un vestido a su casa. Los trajeron, se taparon y salieron a presencia de las gentes.

»Ves, pues, mi señor, de qué ardid se valió aquella mujer con aquella gente.

»También me han contado que un hombre deseó ver en vida la “noche del destino”[240]. Una noche dirigió su mirada hacia el cielo y vio los ángeles, las puertas del cielo (que estaban abiertas) y que cada cosa en su sitio se prosternaba. Después de esta visión le dijo a su mujer: “Mujer, Dios me ha mostrado la noche del destino. Me avisaron de que cuando la viera expresara tres deseos y éstos se cumplirían. Por ello te pido tu parecer: ¿qué debo decir?” La mujer respondió: “Di: ‘Dios mío, haz mayor mi miembro’.” Él lo dijo y su miembro se hizo tan grande como una calabaza, hasta el extremo de que el hombre no podía levantarse, por lo cual, cuando quería unirse a su mujer, ésta huía de una parte a otra. “¿Qué voy a hacer? —le dijo el hombre—. Y, sin embargo, es una cosa que tú has querido para satisfacer tu concupiscencia.” “¡Pero yo no quiero que sea tan largo!” El hombre alzó su cabeza hacia el cielo: “¡Dios mío! —exclamó—, ¡sálvame de este asunto y líbrame de él!” Y he aquí que el hombre quedó privado de miembro. Su mujer, al verlo, le apostrofó: “Ya no te necesito, puesto que ya no tienes miembro”. “La causa de todo esto —repuso el hombre— es tu desdichado parecer y tu mala manera de obrar: yo podía expresarle tres deseos a Dios, con los cuales habría conseguido todos los bienes en éste y en el otro mundo. Dos ya han pasado, y sólo me queda uno.” “Invoca a Dios para que vuelvas a ser como antes.” Él imploró a su Señor y volvió a ser como antes.

»Todo esto, ¡oh, rey!, ocurre a causa de la mala manera de obrar de la mujer. Yo te lo he recordado para que puedas darte mejor cuenta de la estulticia y de la estrechez de mente de las mujeres, así como de su perversa manera de obrar. No hagas caso a las palabras de la mujer y no des muerte a tu hijo, sangre de tu corazón, para no destruir después de tu muerte todo recuerdo de ti.» Y así, el rey desistió una vez más de mandar matar a su hijo.

Pero el séptimo día la concubina se presentó ante el rey, gritando. Había mandado encender un gran fuego que luego había llevado a presencia del rey teniendo cogida el asa del brasero. «¿Por qué haces eso?», le preguntó el rey. «Si no me haces justicia en relación con tu hijo, yo me arrojaré a ese fuego. Odio ya tanto la vida, que antes de venir aquí he escrito mi testamento, he hecho mandas con mis bienes y he decidido morir. Luego tú te arrepentirás de mala manera, como se arrepintió el rey por haber castigado a la guardiana del baño.» «¿Cómo es eso?», preguntó el rey. La mujer explicó: «Me he enterado, ¡oh, rey!, de que una mujer piadosa, continente y virtuosa, solía acudir al palacio de un rey, donde se disfrutaba de su bendita influencia y ella era tenida en gran consideración. Un día, según su costumbre, entró en el palacio y se sentó junto a la esposa del rey, la cual le dio un collar que valía mil dinares, diciéndole: “¡Oh, mujer!, toma este collar y guárdalo hasta que salga del baño y te lo pida”. El baño estaba en el palacio. La mujer tomó el collar y se sentó en un lugar de las habitaciones de la reina a esperar que ésta entrase en el baño y saliera de él. Luego puso el collar bajo la estera de oración y empezó a rezar. Pero mientras salía y regresaba de satisfacer sus necesidades, llegó un pájaro, tomó el collar y lo colocó en una grieta que había en un rincón del palacio. Cuando la reina salió del baño, pidió el collar a la guardiana, mas ésta no lo halló y por mucho que lo buscó no pudo ni dar con su rastro. “Por Dios, hija mía —decía la mujer—, nadie ha estado junto a mí. Cuando lo cogí lo puse debajo de mi estera de oración. Ahora bien, no sé si algún criado me ha visto hacer esto y aprovechando mi ensimismamiento mientras rezaba, lo ha cogido. Sólo Dios (¡ensalzado sea!) puede saberlo.” Cuando el rey oyó esto, mandó a su mujer que hiciera dar tortura a la guardiana por medio de fuego y de fuertes bastonazos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «Pero, a pesar de que la mujer fue torturada de varias maneras, nada confesó ni acusó a nadie. Entonces el rey mandó que la encarcelaran y le pusieran grilletes. Y fue encarcelada. Un día el rey se sentó en el centro de su palacio, que estaba rodeado de agua, y junto a él estaba su mujer. Su mirada se posó en un pájaro que sacaba el collar de una grieta que había en un rincón. Llamó en voz alta a una esclava, que atrapó al pájaro y le arrebató el collar. Y así supo el rey que había castigado injustamente a la guardiana, se arrepintió de lo hecho y mandó que la trajeran a su presencia. Cuando llegó, empezó a besarle la cabeza, a llorar y a pedirle perdón, declarando que estaba arrepentido de lo hecho, y mandó que le dieran dinero en abundancia, pero ella se negó a aceptarlo. Luego le pidió permiso al rey, y se marchó, jurándose que nunca más volvería a entrar en casa de nadie. Y así anduvo errando por los montes y por los valles, adorando a Dios (¡ensalzado sea!) hasta su muerte.

»En cuanto a la malicia de los hombres, también me han contado, ¡oh, rey!, que dos pichones, uno macho y otro hembra, habían recogido en su nido durante el invierno trigo y cebada. Al llegar el verano los cereales se empequeñecieron y disminuyeron de tamaño. Entonces el macho le dijo a la hembra: “¡Tú te has comido el grano!”, y ella le contestó: “No, por Dios, no he comido nada”. Pero él no la creyó, la golpeó con las alas y con el pico hasta matarla. Cuando volvieron los fríos, los granos recobraron su tamaño anterior y así el macho supo que había matado injustamente y sin merecerlo a su hembra, y se arrepintió de ello, pero cuando el arrepentimiento de nada podía servirle. Se dejó caer y se puso a emitir lamentos por ella y a llorar de pena. No volvió a acercarse a comida ni a bebida y fue debilitándose continuamente hasta que murió.

»En cuanto a la astucia de los hombres en relación con las mujeres, también me ha sido contada una historia aún más rara que todas éstas.» «Dime lo que sepas», pidió el rey. «Sabe, ¡oh, rey!, que la hija de un monarca, que no había en su época quien pudiera competir con ella en cuanto a belleza, hermosura, esbeltez de talle, equilibrio de proporciones, elegancia y distinción y en hacer perder la cabeza a los hombres, siempre solía decir: “En mi época no hay quien me iguale”. Todos los hijos del rey la pedían por esposa, pero ella no aceptaba a ninguno. Se llamaba Datmá. “No me casaré —decía— sino con quien consiga vencerme en un torneo, a espada y lanza. Si alguien logra vencerme yo me casaré con él de todo corazón; pero si le puedo, me apoderaré de su caballo, de sus armas y de sus vestidos, y escribiré sobre su frente: ‘Éste es el liberto de Fulana’.” Los hijos de reyes acudían de todas partes, lejanas o próximas, pero ella los vencía y los deshonraba, se apoderaba de sus armas y los marcaba a fuego.

»El hijo de un rey de Persia, llamado Bahram, oyó hablar de ella y desde su lejano país se puso en marcha llevando consigo dinero, caballos, hombres y tesoros reales, y llegó junto a ella. Apenas llegado, envió al padre de la princesa un magnífico regalo y el rey recibió al príncipe con muchos honores. Luego éste envió a decirle, por medio de uno de sus ministros, que quería casarse con su hija; pero el padre le contestó: “Hijo mío, yo no tengo ningún poder sobre mi hija Datmá, ya que ha jurado que sólo se casará con quien pueda vencerla en combate singular”. “Yo —dijo el príncipe— salí de mi ciudad sólo para esto.” “Mañana —replicó el rey— te encontrarás con ella.” Al día siguiente el padre envió un mensajero a su hija y la previno. Cuando ella lo supo se preparó para la lucha, se puso sus arreos de guerra y se dirigió al campo de batalla, mientras el príncipe se acercaba a ella. La gente que se había enterado de la noticia había acudido de todas partes. Datmá, que se había colocado su ceñidor y se había velado el rostro, avanzó. Entonces apareció el príncipe en plena forma, revestido de la más sólida armadura bélica y completamente equipado. Se lanzaron el uno contra el otro, y durante mucho tiempo voltearon, combatiendo y luchando. Datmá, viendo en el joven un valor y una caballerosidad que no había hallado en otros, tuvo miedo de que la pusiera en evidencia ante los presentes, completamente segura de que acabaría vencida. Por ello, quiso burlarle y valerse de astucia: se descubrió el rostro, que apareció más brillante que la luz de la luna. Al verlo, el hijo del rey quedó perplejo: sus fuerzas le fallaron y su voluntad se paralizó. Ella, entonces, lo desarzonó y lo tuvo entre sus manos cuál gorrión entre las garras del águila, mientras que el príncipe, asombrado ante su aspecto, no sabía lo que hacían de él. Ella se apoderó de su caballo, de sus armas y de sus vestidos, lo marcó a fuego, y lo soltó.

»Una vez repuesto de su asombro, el príncipe estuvo durante unos días sin comer ni beber ni dormir, a causa de la derrota sufrida, mientras el amor por la mujer se había alojado en su corazón. Mandó a un esclavo de su padre con una carta en la que le decía que no podía regresar a su país, pues había de lograr su propósito o morir. Cuando el escrito le llegó al padre, éste se entristeció y quería enviarle ejércitos y soldados; pero sus ministros impidieron que lo hiciera y le indujeron a tener paciencia. Entonces, el hijo del rey se valió de la astucia para lograr su propósito: se disfrazó de viejo decrépito y fue al jardín de la hija del rey, al que ella iba la mayoría de los días. Se acercó al encargado del jardín y le dijo: “Soy un extranjero de lejano país. En mi juventud, y todavía hoy, fui experto en agricultura y en el cultivo de plantas y flores y nadie sabe de ello tanto como yo”. El jardinero se alegró mucho al oírlo, le hizo entrar en el jardín, lo presentó a sus subalternos y así quedó empleado para cuidar de los árboles y de los frutos.

»Cierto día, mientras se hallaba en tal situación, los esclavos entraron en el jardín llevando mulos que transportaban alfombras y recipientes. Al preguntar de qué se trataba, le respondieron: “La hija del rey quiere pasear por este jardín”. Él se alejó, cogió parte de los vestidos y adornos que había traído de su país, los llevó al jardín, se sentó ante algunas de aquellas cosas preciosas y se puso a temblar como si esto fuera causado por su vejez.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la concubina prosiguió:] «Al cabo de un rato llegaron las doncellas y los criados, entre ellas la hija del rey, hermosa como luna entre las estrellas. Pasearon por el jardín, cogiendo frutos, y vieron a un hombre sentado bajo un árbol: era el hijo del rey. Se dirigieron hacia él y al verlo se dieron cuenta de que era un viejo cuyas manos y pies temblaban y ante el cual había vestidos, cosas preciosas y regalos. Al verle quedaron asombradas ante el estado en que se hallaba y le preguntaron qué hacía con aquellos vestidos y aquellas cosas preciosas. “Con estos vestidos quiero casarme con una de vosotras.” Se burlaron en sus barbas y le dijeron: “Si te casaras, ¿qué harías con ella?” “Le daría un beso, uno sólo, y después me divorciaría.” “Te doy por esposa a esta doncella”, dijo la hija del rey. Él se dirigió hacia la doncella, apoyado en su bastón, tembloroso y a trompicones, la besó y le dio aquellos vestidos y objetos preciosos. La doncella quedó satisfecha, todas juntas se rieron de él y se marcharon a su casa. Al día siguiente entraron en el jardín, se acercaron al viejo y lo hallaron sentado en el mismo sitio, y ante él había vestidos y objetos preciosos en mayor número que el día anterior. Se sentaron junto a él y le preguntaron: “Viejo, ¿qué haces con estos vestidos?” “Con ellos quiero casarme con una de vosotras, al igual que hice ayer.” “Te doy por esposa a esta doncella”, le respondió la hija del rey. Él se le acercó, la besó y le dio aquellos objetos preciosos, y ellas se marcharon a su casa.

»Cuando la hija del rey vio las joyas y los objetos preciosos que había dado a sus doncellas, pensó: “Yo los merezco más que ellas. Ningún mal puede venirme de esto”. Cuando fue de día, salió sola de su casa bajo la apariencia de una doncella, ocultándose hasta llegar junto al viejo. Y al llegar junto a él, le dijo: “Viejo, yo soy la hija del rey. ¿Quieres casarte conmigo?” “De mil amores.” Sacó para ella las joyas y los objetos preciosos de más valor y de mayor precio, se los dio y se levantó para besarla mientras ella estaba tranquila y segura. Mas cuando estuvo junto a ella, la cogió con fuerza, la estiró sobre el suelo y le robó su virginidad. Luego le dijo: “¿No me reconoces?” “¿Quién eres?” “Soy Bahram, el hijo del rey de Persia. He cambiado mi aspecto y me he alejado de mi familia y de mi reino por tu causa.” Ella se levantó de debajo de él, silenciosa, sin contestarle y sin decir ni palabra sobre lo que le había ocurrido, pensando: “Si le matara, ¿de qué me serviría haberlo matado?” Reflexionó un poco y se dijo: “Sólo me queda huir con él a su país”. Reunió sus riquezas y sus objetos preciosos y mandó avisarle de que también él recogiese lo que poseía. Se pusieron de acuerdo en cuanto a la noche en que partirían. Luego, tras haber montado en sendos corceles, se pusieron en marcha de noche y al surgir el día ya habían atravesado lejanos países. Prosiguieron el viaje hasta llegar a Persia, cerca de la ciudad del padre de él, quien, cuando se enteró de su llegada, fue a recibirlo con soldados y ejércitos, muy contento. Al cabo de unos días envió un magnífico regalo al padre de Datmá y le escribió una carta en la que le informaba de que su hija estaba con él, y solicitaba su ajuar nupcial. Cuando los regalos le llegaron al padre de Datmá, los aceptó, acogió con honor a quienes los habían traído y quedó muy contento. Luego mandó preparar los banquetes, hizo venir al cadí y a los testigos, escribió una carta al hijo del rey, regaló trajes de corte a los mensajeros que habían traído el escrito del rey de Persia y envió a su hija el ajuar. Y así, el hijo del rey de Persia permaneció con ella hasta la muerte.

»Ves, pues, ¡oh, rey!, hasta dónde llega la astucia de los hombres respecto a las mujeres. Yo no renunciaré a mi derecho hasta que muera.» Y, una vez más, el rey mandó que mataran a su hijo. Pero entonces se adelantó el séptimo visir, besó el suelo ante él y dijo: «¡Oh, rey!, dame tiempo para que pueda darte este consejo: quien tiene paciencia y obra con cautela ve colmadas sus esperanzas y consigue lo que desea; en cambio, quien se precipita, habrá de arrepentirse. Yo he visto lo que ha urdido esta mujer para inducir al rey a actos imprudentes. Este humilde siervo tuyo, inundado por tu gracia y magnanimidad, quiere aconsejarte. Yo soy, ¡oh, rey!, quien mejor conoce la astucia de las mujeres, yo sé lo que nadie sabe. Y sobre esto me han contado la historia de la vieja y del hijo del mercader.» «¿Cómo es esa historia, visir?», preguntó el rey.

«¡Oh, rey!, me han contado que un mercader rico tenía un hijo al que quería mucho. Un día, el joven le dijo a su padre: “Padre mío, quiero expresarte un deseo y si me lo concedes sentiré gran alegría”. “¿Cuál es, hijo mío? Dímelo para que pueda concedértelo, pues aunque se tratase de la luz de mis ojos cumpliría tu deseo.” “Quiero que me des algún dinero para que pueda marchar con los mercaderes camino de Bagdad, para verla y contemplar los palacios de los califas, pues los hijos de los mercaderes me han descrito todo eso y ardo en ganas de verlo.” “Hijo mío —le respondió el padre—, ¿quién podrá soportar tu ausencia?” “Te he dicho esto —prosiguió el hijo—, y tanto si quieres como si no, lo haré, pues ha nacido en mí un deseo tal que sólo cesará cuando yo haya llegado a Bagdad.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Cuando el padre se dio cuenta de que su hijo estaba decidido a partir, le preparó mercaderías por valor de treinta mil dinares y lo dejó partir con mercaderes de su confianza, a quienes lo confió. Y, tras despedirse de él, regresó a su casa. El muchacho realizó el viaje sin interrupción con sus compañeros, los mercaderes, hasta que llegaron a Bagdad, la Ciudad de la Paz. Una vez allí, el joven fue al mercado a alquilar una casa hermosa y agradable que había despertado su asombro y su admiración. Había en ella pájaros que gorjeaban y salones uno frente a otro; los suelos eran de mármol de colores y los techos estaban recubiertos de lapislázuli. Al preguntar al portero cuánto costaba el alquiler mensual, éste le contestó que diez dinares. “¿Lo dices en serio o te burlas de mí?”, preguntó el muchacho. “¡Por Dios! —replicó el portero—. ¡No digo más que la verdad! Y es que todos los que han vivido en esta casa sólo se han quedado una o dos semanas.” “¿Por qué?”, preguntó entonces el muchacho. “Hijo mío —prosiguió el portero—, cuantos la han habitado han salido de ella o enfermos o muertos. Esta casa ha cobrado esta fama entre la gente y nadie se atreve a vivir en ella. Por esto te he dicho que el alquiler es esa cantidad.” Cuando el joven hubo oído todo eso quedó muy asombrado y pensó que indudablemente en aquella casa había algo que daba lugar a muertes y enfermedades. Tras reflexionar, pidió a Dios ayuda contra Satanás (¡lapidado sea!), apartó de sí aquella preocupación y se quedó a vivir en ella, mientras se dedicaba a la compraventa. Y así pasaron unos días sin que a él, que vivía en aquella casa, le ocurriese nada de cuanto le había dicho el portero.

»Un día, mientras se hallaba sentado junto a la puerta de su casa, pasó una vieja de cabello gris que parecía una serpiente de aspecto repulsivo, la cual, alabando y bendiciendo a Dios, iba apartando las piedras y cualquier obstáculo que pudiera haber en la calle. Vio al joven sentado junto a su puerta, lo miró y manifestó su asombro de que se hallase allí. “Mujer —le preguntó el joven—, ¿me conoces, o ves en mí parecido con otra persona?” Al oír la vieja sus palabras se acercó a él, lo saludó y le preguntó: “¿Cuánto tiempo hace que vives en esta casa?” “Dos meses, madre.” “Por eso estoy asombrada. Ni yo, hijo mío, te conozco ni tú me conoces, y tampoco te pareces a nadie: estoy asombrada porque nadie ha vivido en esta casa sin salir de ella muerto o enfermo. Hijo mío, no me cabe duda de que tu juventud está en peligro. ¿No has subido nunca a la azotea del palacio, ni has observado desde el mirador que hay allí?” Y, tras decir esto, la vieja se marchó.

»Cuando la vieja hubo desaparecido, el joven se puso a meditar en sus palabras, diciéndose: “No he subido nunca a la azotea del palacio, ni sé que haya allí mirador alguno”. Entró en seguida en la casa, y empezó a dar vueltas hasta que en un rincón, entre los árboles, vio una hermosa puerta cubierta de telarañas, y se dijo: “Tal vez la araña tejió su tela sobre esta puerta porque la muerte está tras ella”. Dándose ánimo con el dicho de Dios: “No nos ocurrirá sino lo que Dios ha fijado”[241], abrió aquella puerta y empezó a subir por una hermosa escalera hasta llegar a lo alto: allí vio un mirador. Se sentó un momento para descansar y mirar a su alrededor y distinguió un hermoso lugar, limpio, encima del cual había un asiento que dominaba todo y que se asomaba a Bagdad. En aquel asiento había una mujer hermosa cual hurí, que le robó en seguida todo el corazón y le arrebató el sentido y el espíritu, sumiéndole en las dificultades con que tropezó Job y en la tristeza que había sentido Jacob. Cuando el joven la vio, tras observarla atentamente, pensó: “Quizá se diga que nadie puede vivir en esta casa sin morir o enfermar a causa de esta mujer. ¡Ojalá supiera cómo ingeniármelas para salvarme, puesto que he perdido la cabeza!” Bajó de la azotea del palacio pensando en su caso y se sentó. Pero apenas se había sentado, salió y se quedó a la puerta, perplejo ante lo que le sucedía. Y entonces vio avanzar a la vieja por la calle, mentando a Dios y alabándole. Al vería, el joven se levantó, la saludó y le dijo: “Madre, yo me encontraba bien con buena salud hasta que tú me dijiste que abriera la puerta: he visto el mirador. Lo he abierto y desde su parte superior he mirado y he visto cosas que me han dejado estupefacto. Pero creo que he de dormir y sé que nadie sino tú puede ser mi médico”.

»La vieja, al oírlo, se echó a reír y le dijo: “Ningún mal te ocurrirá, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere”. Al oír tales palabras, el joven entró en su casa y salió con cien dinares: “Tómalos, madre, y trátame como el dueño puede tratar a su esclavo; pero hazme llegar pronto a un fin, porque si yo muriese a ti te pedirían cuenta de mi sangre el día del juicio”. “De mil amores —respondió la vieja—; pero quiero que tú, hijo mío, me ayudes con habilidad y así podrás conseguir lo que pretendes.” “¿Qué quieres?” “Quiero que me ayudes yendo al mercado de la seda: pregunta por la tienda de Abu-l-Fath b. Qaydam. Cuando te hayan indicado quién es, siéntate en su tienda, salúdale y dile que te dé el velo femenino bordado de oro que él posee, que es el más hermoso que hay en su tienda. Cómpraselo, hijo mío, a elevado precio y guárdalo hasta mañana en que, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, iré a verte.” Y tras decir eso, la vieja se marchó.

»Aquella noche el joven durmió sobre ascuas. Al llegar el día cogió mil dinares, se dirigió al mercado de la seda, preguntó por la tienda de Abu-l-Fath y uno de los mercaderes se la indicó. Al llegar allí vio pajes, criados y eunucos. Era un hombre de venerable aspecto, rico y, para colmo de bienes, marido de aquella mujer que no tenía igual ni siquiera entre los hijos de rey. Al ver al mercader, el joven lo saludó, y éste le devolvió el saludo y lo invitó a sentarse. Se sentó junto al mercader y dijo: “Mercader, quisiera ver tal velo para examinarlo”. El mercader mandó al esclavo que fuera al fondo de la tienda y trajera el paquete de seda. Cuando lo tuvo ante sí, lo abrió y sacó de él algunos velos: el joven quedó asombrado ante su belleza y vio precisamente aquel velo. Se lo compró al mercader por cincuenta dinares y, contento, se marchó con él a su casa.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió:] «Entonces apareció la vieja. Cuando el joven la vio, se levantó y le entregó el velo. “Tráeme unas ascuas”, pidió la vieja, y cuando el joven se las trajo, ella acercó un extremo del velo al fuego, lo quemó y luego lo dobló como estaba antes. Lo cogió y marchó a casa de Abu-l-Fath. Al llegar allí, llamó a la puerta y la mujer del mercader, al oír su voz, se levantó y abrió, porque la vieja era la comadre de la madre de la joven, y precisamente la conocía por ser amiga de ella. “¿Qué quieres, madre mía? —le preguntó la joven—. Mi madre salió de aquí con dirección a su casa.” “Hija mía —repuso la vieja—, ya sé que tu madre no está aquí, porque yo estaba con ella en su casa; pero he venido a la tuya porque temía que pasase el momento de la oración. Quiero hacer en tu casa las abluciones porque sé que eres persona limpia y que tu casa es pura.” La mujer le permitió entrar en su casa y cuando la vieja estuvo dentro saludó a la dueña y rogó a Dios por ella. Luego tomó el aguamanil y fue al retrete. Allí hizo las abluciones rituales, rezó y volvió junto a la mujer y le dijo: “Hija mía, creo que en el sitio en que he hecho la oración han andado siervos y supongo que es impuro. Búscame, pues, otro lugar en que pueda rezar, pues creo que mi oración no ha sido válida”. La mujer la tomó de la mano y le dijo: “Madre mía, ven a rezar a mi cama, aquella en la que se sienta mi marido”. Cuando la vieja estuvo en la cama se puso a rezar y a pronunciar el nombre de Dios, haciendo las genuflexiones rituales; pero, aprovechando la distracción de la joven, puso, sin que la vieran, el velo bajo la almohada. Acabada su plegaria, invocó las bendiciones de Dios sobre la dueña de la casa y se marchó.

»Al final del día el mercader volvió a casa y se sentó en la cama. La mujer le trajo comida, de la que comió lo que necesitaba, se lavó las manos y, al apoyarse en la almohada, vio que bajo ella asomaba un extremo del velo. Lo sacó y, al verlo, lo reconoció y supuso que su mujer había cometido adulterio. La llamó y le preguntó: “¿De dónde has sacado este velo?” Ella le juró de la manera más solemne: “No ha entrado nadie más que tú”. El mercader, por miedo al escándalo, calló, diciéndose: “Si empezase a hablar de este tema quedaría deshonrado en Bagdad”, pues era contertulio del Califa, y por lo tanto no pudo hacer más que callar, sin decir ni palabra a su mujer.

»La mujer se llamaba Mahziyya. El marido la llamó y le dijo: “Me han dicho que tu madre está en cama y que no está bien del corazón, tanto que todas las mujeres están en su casa y lloran. Te mando que salgas y vayas a su casa”. La mujer fue a casa de su madre y al entrar vio que gozaba de salud, pero se sentó un momento. Y entonces vio entrar a los faquines que traían sus cosas desde casa del mercader y que trasladaban todos los enseres que había en casa de la mujer. La madre, al ver eso, preguntó: “¿Qué te ha ocurrido, hija mía?” Ella dijo que nada sabía y la madre se echó a llorar y se entristeció porque su hija se había separado de aquel hombre.

»Al cabo de unos días la vieja fue a ver a la joven mientras ésta se hallaba en casa de su madre, la saludó afectuosamente y le dijo: “Hija mía, querida, ¿qué te ha ocurrido? Tienes el espíritu descompuesto”. Luego fue a ver a la madre de la joven y le preguntó: “Hermana, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué le ha ocurrido a la chica con su marido? Me han dicho que la ha repudiado: ¿qué culpa ha cometido para hacer necesario todo eso?” “Quizá —le contestó la madre— por medio de tu baraca su marido regrese a ella. Ruega por mi hija, hermana, tú que cumples el ayuno y pasas las noches orando.” Al cabo de un tiempo, cuando la madre, la vieja y la joven se hallaban juntas de conversación, la vieja le dijo a la joven: “Hija mía, ¡no estés triste! Dentro de unos días yo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, te reuniré con tu marido”. Y, a continuación, se dirigió a casa del joven y le dijo: “Prepáranos un buen banquete, pues te traeré la joven esta noche”. El joven mandó traer comidas y bebidas para las dos mujeres y se dispuso a esperarlas.

»Entretanto, la vieja había ido a casa de la madre de la joven y le había dicho: “Hermana, en mi vecindad se celebra una fiesta nupcial. Deja que tu hija venga conmigo para que se divierta y así acaben sus preocupaciones y cavilaciones. Luego te la devolveré tal como la tomé”. La madre de la joven le mandó que se pusiera sus mejores vestidos, la atavió con sus mejores joyas y trajes de gala, y la joven salió con la vieja mientras la madre las acompañaba hasta la puerta y seguía recomendándole a la vieja: “Cuida de que ninguna criatura de Dios (¡ensalzado sea!) vea a la chica, porque tú bien conoces la posición de su marido junto al Califa. No tardes y regresa con ella a la mayor brevedad posible”. La vieja marchó con la joven, y ambas llegaron a casa del muchacho: la muchacha creía que aquélla era la casa en que se celebraba la boda. Cuando entró en ella y se halló en el salón…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió: «Cuando se halló en el salón] el joven corrió hacia ella, la abrazó y le besó manos y pies. Por su parte, la joven quedó maravillada ante la belleza del muchacho y creyó que aquel lugar y todas las substancias olorosas, así como los alimentos y bebidas que allí había, era un sueño. Cuando la vieja notó el asombro de la joven exclamó: “¡Sea el nombre de Dios sobre ti, hija mía! No temas, yo estoy aquí sentada y no te abandonaré ni un momento: tú haces para él y él hace para ti”. Entonces la joven se sentó, con gran vergüenza, pero el muchacho se puso a juguetear con ella, a hacerla reír y a entretenerla con poesías y relatos, hasta que ella quedó contenta y feliz, comió y bebió. Una vez satisfecha, tomó el laúd y se puso a cantar y se sintió inclinada y enternecida por la belleza del joven, el cual, al ver eso, se embriagó sin vino y perdió la cabeza. La vieja salió, y por la mañana, al regresar junto a ellos, les dio los buenos días y le preguntó a la joven: “¿Cómo has pasado la noche, señora mía?” “Bien, gracias a tu gran habilidad y a tus buenas artes de intermediaria.” “¡Ea!, vayamos junto a tu madre.” Pero cuando el joven oyó las palabras de la vieja, le dio cien dinares y le dijo: “Déjala en mi casa esta noche”.

»La vieja se marchó, fue a ver a la madre de la joven y le dijo: “Tu hija te saluda. La madre de la esposa la ha invitado a pasar esta noche con día”. “Hermana mía —le contestó la madre—, salúdalas de mi parte. Si la muchacha está contenta con eso, no hay ningún mal en que pase la noche ahí hasta que esté satisfecha. Vuelva, pues, cuando quiera. Yo sólo temo por los disgustos que le puede ocasionar su marido.” Y así, la vieja siguió valiéndose de un ardid tras otro con la madre, y la joven permaneció en aquella situación durante siete días, en cada uno de los cuales la vieja recibió cien dinares del joven. Pasados esos días, la madre de la joven le dijo a la vieja: “Tráeme en seguida a mi hija, pues mi corazón está preocupado por ella. La duración de su ausencia se ha prolongado y yo empiezo a estar intranquila”. La vieja salió indignada por sus palabras y fue a ver a la joven. La tomó de la mano y las dos mujeres se alejaron del joven mientras éste quedaba dormido en su lecho por la embriaguez del vino, y así llegaron junto a la madre de la joven. Aquélla se acercó, feliz y contenta, a su hija y tuvo gran satisfacción al verla: “Hija mía —le dijo—, mi corazón estaba preocupado por ti y dije a mi hermana, la vieja, palabras que la molestaron”. “Ve a besarle las manos y los pies —le sugirió la joven—, pues ella ha satisfecho todos mis deseos como un servidor. Si no haces lo que te mando, ya no seré tu hija ni tú serás mi madre.” Por ello, la madre se reconcilió inmediatamente con la vieja.

»Entretanto, el joven, al volver de su embriaguez, no vio a la joven, y sin embargo estaba contento por lo que había conseguido, pues había alcanzado su propósito. La vieja fue a ver al joven, lo saludó y le preguntó: “¿Qué opinas de lo que he hecho?” “¡Qué bien has pensado, qué bien has actuado!”, exclamó él. “Ahora, ven, arreglemos lo que hemos arruinado y devolvamos a esta joven a su marido, pues hemos sido nosotros la causa de su separación.” “¿Qué hacer?” “Debes ir a la tienda del mercader, saludarle y sentarte ahí. Yo pasaré por delante de la tienda y tú, cuando me veas, te levantarás en seguida y te acercarás a mí. Me cogerás, me tirarás del vestido, me insultarás, me asustarás, me pedirás el velo y le dirás al mercader: ‘Tú, mi señor, ¿recuerdas el velo que te compré por cincuenta dinares? Ha ocurrido, señor, que mi mujer se lo puso; mas por haberse quemado una de las puntas, se lo entregó a esa vieja para que se lo llevara a zurcir. Pero la vieja lo cogió y se marchó sin que la haya visto desde entonces’.” “De mil amores”, contestó el joven.

»Se dirigió inmediatamente a la tienda del mercader y cuando llevaba un rato sentado allí vio pasar por delante de la tienda a la vieja, que llevaba entre las manos un rosario[242] mediante el cual elevaba alabanzas a Dios. Cuando la vio, se puso en pie, la arrastró por el vestido y empezó a insultarla e injuriarla, mientras ella hablaba amablemente y le decía: “Hijo mío, tienes disculpa”. La gente del mercado se arremolinó alrededor de ellos, preguntando por lo ocurrido. “Señores —explicó el joven—, yo le compré a este mercader por cincuenta dinares un velo que mi mujer sólo llevó puesto durante una hora y se puso a incensarlo: saltó una chispa y quemó uno de sus extremos. Por ello, se lo entregamos a esta vieja para que lo llevase a arreglar y luego nos lo devolviese; pero desde aquel día no la volvimos a ver.” “¡Este joven ha dicho la verdad! —observó la vieja—. Sí, yo recogí el velo y entré en una de las casas en que suelo entrar y lo olvidé en cierto lugar, pero no sé en cuál. Yo soy una pobre mujer y tuve miedo del dueño del velo, por lo cual no quise volver a presentarme ante él.” Mientras ocurría todo eso, el mercader, marido de la mujer, escuchaba las palabras de ambos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir prosiguió: «… El mercader escuchaba las palabras] desde la primera a la última. Cuando el mercader se enteró del asunto que aquella vieja astuta había montado con el joven, se levantó y exclamó: “¡Dios es grande! Pido perdón a Dios excelso por mis pecados y por mis suposiciones”. Y, tras alabar a Dios que le había permitido descubrir la verdad, se adelantó y le dijo a la vieja: “¿Tú sueles venir a nuestra casa?” “Hijo mío, yo suelo ir a tu casa y a otras casas para pedir limosna; pero desde aquel día nadie me ha dado razón del velo.” “¿Le has pedido el velo a alguien de nuestra casa?”, preguntó entonces el mercader. “Mi señor, he ido a la casa y he preguntado, pero sus ocupantes me dijeron que el mercader había repudiado a su mujer. Por ello, me marché y, después de eso, no he vuelto a preguntar nada a nadie hasta hoy.” “Deja a esa vieja que siga su camino —concluyó el mercader dirigiéndose al joven— puesto que el velo lo tengo yo.” Lo sacó y lo entregó al zurcidor ante los presentes. Luego fue a ver a su esposa, le dio dinero y se la trajo consigo después de haberle dado un montón de excusas, además de haber pedido perdón a Dios, sin saber lo que había hecho la vieja.

»Esto, ¡oh, rey! —prosiguió el visir—, forma parte de la astucia de las mujeres.» Luego continuó: «¡Oh, rey!, también me he enterado de que un hijo de un rey salió solo a pasear y pasó junto a un jardín floreciente, lleno de árboles, fruta, pájaros y arroyuelos, que corrían a través de aquel jardín. Al muchacho le gustó el lugar, se sentó, sacó del bolsillo frutas secas que traía y se puso a comer. Mientras lo hacía, vio que de aquel lugar se levantaba hacia el cielo una gran columna de humo. El hijo del rey tuvo miedo y se subió a un árbol, en el que se escondió. Una vez en la copa, vio salir del arroyo un efrit que llevaba sobre su cabeza una caja de mármol cerrada con un candado. Depositó la caja en aquel jardín, la abrió y de ella salió una mujer hermosa como el sol cuando surge en el cielo por la mañana. El efrit la hizo sentarse ante sí para mirarla, luego apoyó la cabeza en su pecho y se durmió; pero ella le tomó la cabeza, la apoyó sobre la caja y se puso a pasear. Su mirada se posó en aquel árbol y en él vio al hijo del rey y le hizo señas de que bajara; pero él no quería, y entonces ella le conjuró diciendo: “Si no bajas y haces conmigo lo que yo te diga, despertaré al efrit de su sueño y le diré que estás ahí y te matará en seguida”. El muchacho tuvo miedo y bajó, y entonces ella le besó manos y pies y le invitó a que la satisficiera. Él accedió, y cuando hubo acabado la mujer le dijo: “Dame ese anillo que llevas en la mano”. Él le entregó el anillo, que la mujer ató en un pañuelo de seda que llevaba y en el que ya había cierto número de anillos, más de ochenta, y puso el anillo junto con los demás. “¿Qué haces con esos anillos?”, le preguntó el hijo del rey. “Este efrit —le contestó la mujer— me raptó del palacio de mi padre y me puso en esa caja, y luego la cerró con un candado. Dondequiera que va, me lleva sobre la cabeza y es tan celoso que no puede estar sin mí ni siquiera un instante y me impide hacer lo que yo quiero. Por ello, juré que no impediría a nadie que se uniera conmigo. Estos anillos son tantos como los hombres que se han unido a mí, pues a cada uno de ellos le pedí el anillo y lo puse en este pañuelo. Sigue tu camino —prosiguió la mujer— y así yo podré esperar a otra persona, pues él no se levantará por ahora”. El muchacho no se atrevía a creerlo, pero se marchó y llegó a casa de su padre.

»El rey ignoraba el ardid de que se había valido aquella mujer con su hijo, sin temer ni calcular las consecuencias. Por ello, cuando se enteró de que había perdido el anillo, dio orden de que mataran al muchacho; se levantó de donde estaba sentado y entró en su palacio. Pero los ministros le hicieron desistir del propósito de matar a su hijo, y una noche el rey los mandó llamar y cuando todos estuvieron presentes, se levantó a recibirlos y les dio las gracias por haberle hecho desistir de su propósito. También el muchacho les dio las gracias exclamando: “¡Qué bien habéis actuado con mi padre para que yo no perdiera la vida! Yo, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, os recompensaré con bien”. Acto seguido, el muchacho les explicó la causa de haber perdido el anillo y ellos, después de haber rogado a Dios que le diese larga vida y mucho poder, salieron de la sesión.

»Ves, pues, ¡oh, rey! —concluyó el visir—, cuánta es la astucia de las mujeres y lo que ellas hacen de los hombres.» Y así el rey renunció a dar muerte a su hijo.

Al octavo día, una vez amanecido, después de que el padre tomó asiento en la sala de audiencias, entró su hijo llevado de la mano por su preceptor Sindibad. Besó el suelo ante él y se puso a hablar con gran elocuencia. Dirigió alabanzas a su padre, a los visires, a los notables del Estado, y les dio las gracias, tras trazar su panegírico. Estaban presentes en la sesión los sabios, los príncipes, los militares y los nobles, y todos quedaron maravillados de la elocuencia y facilidad de palabra del hijo del rey, así como de la belleza de su elocución. Su padre, al oír todo eso, se sintió muy contento de él, lo llamó y lo besó en la frente. Luego llamó también a su preceptor Sindibad y preguntó cuál había sido la causa de que su hijo callara durante siete días. «Mi señor, era mejor que no hablase —contestó el preceptor—, pues yo tenía miedo de que muriese durante este período. Yo, mi señor, sabía eso desde el día de su nacimiento, pues cuando examiné su ascendente, me lo indicó. Pero, para felicidad del rey, ahora el mal está ya lejos del muchacho.» El rey quedó satisfecho y preguntó a sus visires: «Si yo hubiese matado a mi hijo, ¿de quién habría sido la culpa: mía, de la mujer o de Sindibad, el preceptor?» Los presentes callaron, sin dar respuesta. Y Sindibad, el preceptor del muchacho, le dijo al hijo del rey: «Responde tú, hijo mío».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el hijo del rey empezó: «Me he enterado de que a un mercader se le presentaron invitados en su casa. Mandó a su esclava con una jarra a que fuera al mercado a comprar leche. Ella recogió la leche y se dispuso a regresar a casa de su dueño; pero mientras iba por la calle pasó por encima de ella, volando, un buitre que llevaba una serpiente entre sus garras, con las que la atenazaba: una gota del veneno de la serpiente cayó en la jarra sin que la mujer se diese cuenta. Al llegar a casa, su dueño tomó la leche y la bebió, él y sus invitados; pero apenas habían ingerido, cayeron muertos todos. Mira, ¡oh, rey!, ¿de quién era la culpa en este caso?» Uno de los presentes consideró que la culpa era de los hombres que habían bebido la leche, mientras que para otro la culpa era de la mujer por haber dejado destapada la jarra, sin tapadera, y entonces Sindibad, el preceptor del muchacho, le preguntó: «¿Tú qué dices, hijo mío?» «Digo que la gente se equivoca. La culpa no es ni de la mujer ni de los hombres. Lo que ocurre es que había llegado el último fin de aquellas personas y de su vida, y el que murieran de aquella manera había sido decretado por el destino.» Cuando los presentes lo oyeron, quedaron asombrados y alzaron voces de plegaria por el hijo del rey, diciéndole: «Señor, tú nos has dado una respuesta que no tiene igual: eres el hombre más sabio de tu época». «Yo no soy sabio —dijo el hijo del rey después de haberlos escuchado—. El jeque ciego, el niño de tres años y el de cinco son más sabios que yo.» «Muchacho, cuéntanos la historia de esos tres que son más sabios que tú», pidieron las personas presentes.

«Me he enterado —relató el hijo del rey— que érase un mercader, muy rico, que viajaba mucho por todos los países, el cual, queriendo ir a determinada ciudad, preguntó a uno que había regresado de allí: “¿Qué mercancía es más apreciada allá?” “La madera de sándalo —le contestaron— se vende muy cara.” Entonces el mercader invirtió todo su dinero en comprar madera de sándalo y partió para aquella ciudad. Cuando llegó, el día estaba a punto de acabar y una vieja, que conducía su rebaño, le dijo al mercader: “¿Quién eres, hombre?” “Soy un mercader extranjero”, fue la respuesta. “¡Ten cuidado con los habitantes de este lugar! —prosiguió la vieja—. Son gente astuta y ladrona: engañan al extranjero para aprovecharse de él y despojarle de lo que posee. Ya estás advertido.” Y, tras decir esto, se marchó. Al llegar el día uno de los moradores de la ciudad lo encontró, lo saludó y le preguntó: “Señor, ¿de dónde vienes?” “De tal país.” “¿Qué mercancía traes contigo?” “Madera de sándalo, pues me he enterado de que tiene gran valor entre vosotros.” “¿Quién te dio esta errónea información? Nosotros encendemos el fuego bajo la olla con esa madera, y por eso vale entre nosotros lo mismo que la leña corriente.” Cuando el mercader oyó las palabras de aquel hombre se entristeció y se arrepintió, pero no sabía si creerle o no. A continuación, el mercader se paró en una posada de la ciudad y se dispuso a encender el fuego con sándalo y aquel hombre al verlo le dijo: “¿Quieres vender este sándalo? Por cada medida podrás obtener una llena de lo que quieras”. “Te lo vendo”, repuso el mercader, y el hombre transportó a su casa todo el sándalo que tenía aquél mientras que el vendedor pensaba exigir oro por la cantidad de leña que el comprador había retirado.

»Al día siguiente, mientras el mercader paseaba por la ciudad, un habitante, tuerto y de ojos azules, se tropezó con él. Miró al mercader y exclamó: “¡Tú eres quien me estropeó el ojo! ¡No he de dejarte libre jamás!” El mercader negó, alegando que ello no era posible; se reunió gente alrededor de ellos y le dijeron al tuerto que esperara hasta el día siguiente en que el mercader le pagaría el precio del ojo. El mercader buscó quien le garantizara y así le dejaron ir, y él se marchó. Ahora bien, durante la lucha que había sostenido con el ciego su sandalia se rompió, se vio obligado a pararse en la tienda de un zapatero, al que le entregó la sandalia diciéndole: “Arréglamela y con lo que te pagaré quedarás satisfecho”.

»Se marchó y se encontró con algunas personas que estaban sentadas jugando, y él estaba tan preocupado y afligido que se sentó junto a ellas. Le pidieron que jugase, y él se puso a jugar con ellas. Le ganaron, y le dejaron escoger entre dos cosas: o beberse el mar o ceder todo su dinero. “Dadme tiempo hasta mañana”, les pidió el mercader, y se marchó preocupado por lo que había hecho, sin saber qué sería de él. Pensativo, preocupado y afligido se sentó en cierto lugar y vio pasar a la vieja, la cual, volviendo el rostro hacia él, le preguntó: “¿Los habitantes de este lugar han podido contigo? Veo que estás preocupado por lo que te ha ocurrido”. Entonces él le contó de cabo a rabo todo lo que le había acaecido. “¿Quién montó el truco del sándalo? Entre nosotros el sándalo vale diez dinares por ratl. Pero yo te aconsejaré y espero que te sirva de salvación. Ve a tal puerta. Allí se sienta un viejo ciego que es un sabio, conoce todas las cosas y tiene mucha experiencia, tanto que la gente le pregunta lo que quiere y él les indica la solución acertada, pues es experto en astucias, magia y engaños, y es un pícaro. Por la noche todos los malhechores se reúnen en su casa. Ve, pues, a su casa, y ocúltate a los ojos de tus contrincantes, de manera que puedas oír sus palabras pero ellos no te puedan ver. Dado que él les pone al corriente de la parte vencedora y de la vencida, quizá puedas oírle algún argumento que te libre de tus contrincantes.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe prosiguió:] «El mercader dejó a la vieja, se dirigió al lugar que ella le había indicado, se escondió allí y miró al viejo, que se sentó cerca de él. Al cabo de un rato vinieron los hombres que recibían consejos de él, y cuando estuvieron ante el viejo, lo saludaron, se saludaron entre sí y se sentaron alrededor de él. Al mirarlos, el mercader se dio cuenta de que entre los recién llegados figuraban sus cuatro contrincantes. El viejo les dio comida de la que comieron, y luego cada uno se fue adelantando y contando lo que había ocurrido durante el día. Y así se adelantó el hombre de la madera de sándalo e informó al viejo de lo que le había ocurrido durante el día y cómo había comprado sándalo a un hombre sin pagar, pues la venta se había concertado a cambio de una medida llena de lo que el vendedor quisiera. “Tu contrincante te engañó”, observó el viejo. “¿Cómo puede haberme engañado?” “Si él te dijese: ‘Tomaré a cambio una medida llena de oro o de plata’, ¿se la darías?” “Claro que se la daría, y aún saldría yo ganando.” “Y si te dijese: ‘Tomaré una medida llena de pulgas, mitad machos y mitad hembras’, ¿qué harías?” Y así aquél se enteró de que podían pescarle. Luego se adelantó el tuerto: “Viejo, hoy he visto a un extranjero de ojos azules. He discutido con él, lo he agarrado y le he dicho: ‘Tú me estropeaste el ojo’, y no lo he soltado hasta que un grupo me garantizó que volvería y me daría satisfacción por mi ojo”. “Si quisiera vencerte, te vencería”, observó el viejo. “¿Cómo podría vencerme?” “Si te dijese: ‘Sácate el ojo, yo me sacaré el mío y los pesaremos; si el peso de mi ojo es igual que el del tuyo, tú habrás dicho la verdad’. Luego te pagaría el precio del ojo y mientras tú quedarías ciego él podría seguir viendo con su segundo ojo.” Y así se enteró de que el mercader le podría vencer con tal argumento.

»Luego se adelantó el zapatero y le dijo al jeque: “Viejo, hoy he visto a un hombre que me ha entregado su sandalia para que se la arreglase. ‘¿No me pagas?’ le pregunté. ‘Arréglala —me contestó— y obtendrás de mí lo que te satisfaga’. Ahora bien, a mí sólo me satisfarán todos sus bienes”. “Si él quisiera recoger su sandalia sin darte nada, podría recogerla”, observó el viejo. “¿Cómo?” “Te diría: los enemigos del sultán han sido derrotados, sus adversarios son débiles y ha aumentado el número de sus hijos y auxiliares: ¿estás satisfecho o no?’ Si tú le contestaras: ‘Estoy satisfecho’, recogería su sandalia y se marcharía, y si le dijeses que no, la cogería y con ella te golpearía en la cara y en la nuca.” Y así el zapatero se enteró de que había sido engañado. Luego se adelantó el hombre que había jugado juego de azar con él, y le dijo al jeque: “Viejo, me encontré con un hombre, jugamos, le gané y le dije: ‘Si te bebes el mar, te daré todo mi haber; pero si no lo bebes, habrás de darme tus bienes’”. “Si él quisiera vencerte —le respondió el viejo—, podría hacerlo.” “¿Cómo?” “Te diría: ‘Sostenme la desembocadura del mar con la mano y ofrécemela, y yo lo beberé’. Tú no podrás hacerlo, y de esta manera él te habrá ganado.” »Cuando el mercader hubo oído todo eso supo de qué argumentos podría valerse contra sus contrincantes. Después, todos se alejaron del viejo y también el mercader se fue. Al día siguiente vino a verle el que había jugado con él para que se bebiese el mar. “Sostenme la desembocadura del mar —le dijo el mercader— y me lo beberé.” Y al no poder hacerlo, el mercader lo venció y el jugador de ventaja se rescató por cincuenta dinares y se fue. Vino luego el zapatero, y al pedirle que le satisficiese, el mercader le dijo: “El sultán ha vencido a sus enemigos, ha destruido a sus adversarios y ha tenido numerosa descendencia: ¿estás satisfecho o no?” “Sí, lo estoy.” Y así pudo recoger su sandalia sin compensación, y el otro se marchó. A continuación se presentó el tuerto y le pidió el precio de su ojo. “Quítate el ojo y yo me quitaré el mío —le dijo el mercader— y los pesaremos. Si pesan lo mismo, tú has dicho verdad y podrás recoger el precio de tu ojo.” “Dame tiempo”, le respondió el tuerto; pero luego hizo las paces con el mercader por cien dinares y se marchó. Vino entonces el que le había comprado el sándalo. “¿Qué me das?” “Acordamos que por cada medida de sándalo yo te daría una medida de otra cosa. Si quieres, tómate la medida de oro y plata.” “Sólo la aceptaré llena de pulgas —repuso el mercader—, mitad machos y mitad hembras.” “¡Yo no puedo hacer cosas de este tipo!”, prorrumpió el hombre. Y así el mercader lo venció, y el comprador se rescató por cien dinares después de haberle devuelto el sándalo. El mercader vendió el sándalo como quiso, embolsó el dinero y salió de aquella ciudad en dirección a su tierra.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe prosiguió:] «En cuanto al niño de tres años —dijo el hijo del rey—, érase una vez un libertino a quien le gustaban las mujeres y que había oído hablar de una mujer hermosa y atractiva que vivía en una ciudad distinta de la suya. Partió, pues, en dirección a la ciudad en que ella moraba, se llevó consigo un regalo y le escribió un mensaje en el que le describía los grandes sufrimientos de amor y de afecto por ella y cómo el amor le había obligado a abandonar su ciudad para dirigirse a la de ella. Ésta le permitió que fuera a su casa y cuando él llegó y entró, ella se levantó, lo recibió con honor y respeto, le besó las roanos y lo agasajó magníficamente con comidas y bebidas. Ahora bien, ella tenía un niño de tres años al que dejó abandonado para dedicarse a guisar los manjares. “Anda, vámonos a la cama”, le dijo el hombre. “Mi hijo nos está mirando”, contestó ella. “Es un niño pequeño —añadió el hombre—, que ni entiende ni sabe hablar.” “Si tú supieras cuánto sabe, no hablarías de ese modo.” Cuando el niño comprendió que el arroz estaba ya cocido, se echó a llorar a lágrima viva. “¿Por qué lloras, hijo mío?”, le preguntó la madre. “Sírveme arroz y ponme también manteca.” La mujer se lo sirvió, le puso también manteca y el niño comió. Luego se echó de nuevo a llorar. “¿Por qué lloras, hijo mío?”, le preguntó la madre. “Madre —respondió el niño—, échame también azúcar.” “¡Tú no eres sino un niño maldito!”, exclamó entonces el hombre, enfurecido contra él. “¡Por Dios! —le dijo el niño—, tú eres el único maldito, pues te has tomado esta molestia y has abandonado tu ciudad en busca de adulterio. En cuanto a mí, mi llanto estaba causado por una cosa que tenía en el ojo y que he expulsado con mis lágrimas, y después de eso he comido arroz, manteca y azúcar, y estoy satisfecho. Por tanto, ¿quién de nosotros es el maldito?” El hombre se avergonzó ante las palabras de aquel niño pequeño: el sermón le hizo efecto y se arrepintió en seguida, no le hizo nada a la mujer, y regresó a su ciudad arrepentido hasta la muerte.

»En cuanto al niño de cinco años —siguió contando el hijo del rey—, me he enterado, ¡oh, rey!, de que cuatro mercaderes formaron sociedad por mil dinares, y después de haberíos reunido los metieron en una sola bolsa con la cual partieron para comprar mercancías. Por el camino vieron un hermoso jardín y entraron en él, dejando la bolsa a la guardiana de aquel jardín. Entraron, estuvieron paseando, comieron y bebieron, y se distrajeron. “Yo tengo perfume —dijo uno de ellos—, venid, lavémonos la cabeza con esta agua corriente y perfumémonos.” “Necesitamos un peine”, observó otro. “Pidámoslo a la guardiana —añadió un tercero—. Quizá tenga un peine.” Uno de ellos fue a ver a la guardiana y le dijo: “Dame la bolsa”. “No —repuso la guardiana—, si no venís todos juntos o si tus compañeros no me dan orden de que te la dé.” Sus compañeros estaban en un lugar en el que la guardiana podía verlos y oír sus palabras; por eso, el hombre les dijo a sus compañeros: “No quiere darme nada”. “¡Dáselo!”, le dijeron ellos. Y ella, tras oír sus palabras, le dio la bolsa, que el hombre tomó y salió huyendo.

»Cuando ellos vieron que tardaba, fueron a ver a la guardiana y le dijeron: “¿Por qué no quieres darle el peine?” “Él sólo me ha pedido la bolsa y yo se la he dado con vuestro permiso. Luego ha salido de aquí, siguiendo su camino.” Al oír las palabras de la guardiana se abofetearon el rostro, la agarraron y le dijeron: “Nosotros sólo te hemos dado permiso para que le dieras un peine”. Entonces cogieron a la mujer y la llevaron a presencia del cadí. Cuando estuvieron ante él le contaron su historia, y el cadí obligó a la guardiana a que indemnizara la pérdida de la bolsa, y para esa indemnización hubo de obligar a algunos de sus acreedores. La guardiana salió atónita…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche seiscientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe prosiguió: «La guardiana salió atónita] sin saber dónde iba. Un niño de cinco años se tropezó con ella, y al verla tan perpleja le dijo: “¿Qué te ocurre, madre?” Pero ella no le contestó, desdeñándole por su corta edad. El niño repitió la pregunta una, dos y tres veces, hasta que ella le contó: “Unas personas entraron en el jardín y me dejaron una bolsa que contenía mil dinares bajo condición de que no la entregaría a ninguno de ellos sino en presencia de todos. Entraron en el jardín, a pasear y solazarse, y luego uno de ellos salió y me dijo: ‘Dame la bolsa’. Yo le contesté: ‘Cuando vengan tus compañeros’. ‘Tengo permiso de ellos’, añadió. Pero yo no quise entregarle la bolsa. Entonces él se volvió hacia sus compañeros y les gritó: ‘No quiere darme nada’, y ellos me ordenaron: ‘¡Dáselo!’ Ellos estaban cerca de mí, y así yo le di la bolsa, que él recogió, y se marchó. Al ver que tardaba, sus amigos se acercaron a mí y me preguntaron: ‘¿Por qué no le das el peine?’ ‘¡No me ha hablado de peine; sólo se ha referido a la bolsa!’, exclamé, y entonces me cogieron y me llevaron ante el cadí, el cual me fuerza a devolver la bolsa”. “Dame un dirhem —le dijo entonces el niño—; con él podré comprarme golosinas, y te diré algo con que podrás salvarte.” La guardiana le dio un dirhem al tiempo que le decía: “¿Qué has de decirme?” “Vuelve al cadí —le aconsejó el niño— y dile que entre tú y ellos se había convenido que tú no darías la bolsa sino en presencia de los cuatro.” La guardiana regresó a presencia del cadí y le contó lo que le había sugerido el niño. “¿Era verdaderamente esto lo convenido entre vosotros y ella?”, les preguntó el cadí a los mercaderes. “Sí”, contestaron. “Entonces, traedme a vuestro compañero —sentenció el cadí— y tendréis la bolsa.” Y así la guardiana salió indemne sin que le ocurriera ningún perjuicio, y se marchó a sus asuntos».

Después de que el rey, los visires y todos los que asistían a aquella sesión hubieron oído las palabras del príncipe, todos le dijeron al rey: «Señor nuestro, el rey, este hijo tuyo es la persona más elocuente de su época». Y todos alzaron plegarias a Dios por el muchacho, y el rey abrazó a su hijo contra su pecho, lo besó entre los ojos y le preguntó lo que le había ocurrido con la mujer. El hijo del rey juró en nombre de Dios grande y de su noble profeta que había sido ella la que le había tentado. El rey le creyó y añadió: «Te doy carta blanca acerca de la mujer; si quieres, manda matarla, o haz lo que quieras». «Expúlsala de la ciudad», le dijo el muchacho a su padre.

Y así el hijo del rey vivió con su padre en la más cómoda y feliz de las vidas hasta que llegó a ellos el destructor de las dulzuras y el separador de los amigos.

Y éste es el final de lo que nos ha llegado acerca de la historia del rey, de su hijo, de La concubina y de los siete visires.