HISTORIA DE LOS GENIOS Y DEMONIOS ENCERRADOS EN JARROS DESDE LOS TIEMPOS DE SALOMÓN (¡SOBRE ÉL SEA LA PAZ!)

ME he enterado también, de que en lo más antiguo del tiempo y en las épocas y períodos pasados vivió en la ciudad de Damasco, en Siria, un rey, Califa, llamado Abd al-Malik b. Marwán. Cierto día en que estaba sentado con los grandes de su reino, con los reyes y los sultanes, se empezó a hablar de las naciones del pasado, se citaron hechos de nuestro señor, Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!) y del señorío y poder que Dios (¡ensalzado sea!) le había dado sobre hombres, genios, pájaros, animales salvajes y otros seres. Dijeron: «Hemos oído decir a quienes nos precedieron, que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) jamás ha hecho a ningún ser favores semejantes a los que concedió a Salomón. Éste llegó a hacer cosas que nadie ha podido repetir; por ejemplo encerró a los genios, espíritus y demonios en jarros de bronce que tapó con plomo, en el que imprimió su sello».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Talib refirió que un hombre había embarcado en un navío con un grupo de personas, dirigiéndose hacia la India. Navegaron sin cesar hasta que un viento tempestuoso los desvió hacia una de las tierras de Dios (¡ensalzado sea!). Esto ocurrió en medio de la negra noche. Cuando se hizo de día salieron de las cuevas que había en aquel lugar hombres de color negro, con el cuerpo desnudo: parecían salvajes y no comprendían las palabras de los viajeros. Uno de su misma raza era el rey, única persona que sabía el árabe. Al ver la nave y a los que en ella estaban, el reyezuelo, acompañado por unos cuantos de los suyos, se acercó, los saludó, los acogió bien y les preguntó qué religión tenían. Le explicaron quiénes eran. Les aseguró: «No os sucederá nada malo». Al insistir en cuál era su religión se dio cuenta de que cada uno de ellos pertenecía a distinta creencia. Les preguntó por el Islam y la misión de nuestro señor, Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!). Los navegantes le contestaron: «No sabemos qué es lo que dices ni tenemos noticia de tal religión». El rey les dijo: «Sois los primeros hijos de Adán que llegan hasta nosotros». Después los obsequió con carne de aves, de animales salvajes y de peces, ya que aquella gente no tenía otro tipo de comida. Los navegantes desembarcaron para visitar la ciudad y vieron que un pescador echaba la jábega en el mar para pescar. Al retirarla salió en su interior un vaso de bronce, cubierto de plomo, y precintado con el sello de Salomón b. David (¡sobre ambos sea la paz!). El pescador lo retiró, lo rompió y empezó a salir un humo azul que remontó hasta la cúspide del cielo.

«Entonces —refirió— oímos una voz terrible que decía: “¡Perdón! ¡Perdón, profeta de Dios!” El humo se transformó en una persona de aspecto espantoso, de talla muy elevada cuya cabeza alcanzaba al monte. Después lo perdieron de vista. Poco faltó para que los navegantes quedasen exánimes, mientras que los negros ni tan siquiera se preocuparon. El hombre en cuestión se dirigió al reyezuelo y le preguntó por lo ocurrido. Le contestó: “Ése es uno de los genios aprisionados por Salomón b. David. Cuando éste se enfadó con ellos los metió en estos jarros, los selló con plomo y los echó al mar. La mayor parte de las veces en que los pescadores arrojan la red sacan estos recipientes. Al romperlos escapan los genios, los cuales, creyendo que Salomón aún vive, se arrepienten y exclaman: ‘¡Perdón, profeta de Dios!’”»

El Emir de los creyentes, Abd al-Malik b. Marwán, se admiró de estas palabras y exclamó: «¡Gloriado sea Dios! ¡Qué gran poder tenía Salomón!» Al-Nabiga Dubyaní estaba entre los asistentes a la reunión y dijo: «Talib dice verdad en lo que cuenta, y la prueba está en las palabras del primer sabio:

Y acerca de Salomón cuando Dios le dijo: “Ocupa el poder y gobierna rectamente.

Honra, a quien te obedezca, por su sumisión; a aquel que te desobedezca, enciérralo a perpetuidad”.

»Por eso los encerró en jarras de bronce y los arrojó al mar.» Estas palabras gustaron al Emir de los creyentes. Dijo: «¡Por Dios! ¡Me gustaría ver uno de esos vasos!» Talib b. Sahl le contestó: «¡Señor! Tú puedes conseguirlo sin moverte de tu país. Envía a tu hermano, Abd al-Aziz b. Marwán, para que te los traiga de los países de Occidente: haz que escriba a Musa b. Nusayr ordenándole montar a caballo y recorrer el Occidente hasta llegar a ese monte del que hemos hablado. Te traerá todos los jarros que le pidas, ya que la tierra en la que termina su provincia se une a ese monte». El Emir de los creyentes encontró aceptable la idea y dijo: «Talib: has dicho verdad. Quiero que tú seas el mensajero que vaya a llevar la orden a Musa b. Nusayr. Tendrás bandera blanca y podrás coger todo el dinero, honores o cualquier otra cosa que desees. Yo me cuidaré de tu familia». Respondió: «¡De buen grado, Emir de los creyentes!» «¡Ve rápido con la bendición y el auxilio de Dios (¡ensalzado sea!)!»

El Califa mandó que le entregasen una carta para su hermano Abd al-Aziz, gobernador de Egipto, y otra para Musa, su representante en Occidente, en la que ordenaba a éste que se encargase personalmente de la búsqueda de las jarras salomónicas, dejando interinamente a su hijo como gobernador del país; que tomase guías, que gastase cuanto dinero fuera preciso; que llevase todos los hombres que quisiese y que lo hiciese todo sin entretenerse ni buscar excusas. Después selló las dos cartas, se las entregó a Talib b. Sahl, le mandó que fuese diligente y que desplegase las banderas por encima de su cabeza. El Califa le dio riquezas, caballeros y peones para que le sirviesen de ayuda en el camino y mandó que todos los gastos de su casa corriesen a su cargo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Talib b. Sahl y sus compañeros salieron de Siria, cruzaron las comarcas y llegaron a Egipto, en donde los recibió el gobernador de este país. Lo hospedó con él y lo trató con los máximos honores todo el tiempo que permaneció a su lado. Después le dio un guía que lo condujo hacia el Alto Egipto y hasta alcanzar al emir Musa b. Nusayr.

Cuando éste se enteró de su llegada salió a recibirle y se alegró mucho. Talib le entregó la carta; aquél la cogió, la leyó, comprendió lo que quería decir y colocándola encima de la cabeza dijo: «Oír es obedecer al Emir de los creyentes». Le pareció oportuno llamar a los más altos funcionarios. Cuando estuvieron reunidos expuso lo que le parecía la carta. Le contestaron: «¡Emir! Si buscas alguien que te indique el camino de ese sitio puedes llevar al jeque Abd al-Samad b. Abd al-Qaddus al-Samudí; es un hombre experto, que ha viajado mucho, en el desierto y en el mar; que conoce las personas, los prodigios de cada lugar, las tierras y las comarcas. Llévalo, pues te conducirá adonde quieras ir». Mandó que do llamasen y cuando lo tuvo delante vio que era un hombre muy anciano en el que habían hecho mella los años y el transcurso del tiempo.

El emir Musa lo saludó y le dijo: «¡Jeque Abd al-Samad! Nuestro señor, el Emir de los creyentes Abd al-Malik b. Marwán nos ha mandado esto y esto. Yo conozco poco esos países y esas pistas; ¿quieres intervenir en el cumplimiento de la voluntad del Califa?» El jeque contestó: «Sabe, Emir, que esa ruta es abrupta, muy escabrosa y tiene pocos caminos». «¿Qué distancia hay?» «Dos años y algunos meses, de ida, y otro tanto de vuelta. En el camino hay toda clase de dificultades, terrores, prodigios y maravillas. Pero tú eres un hombre dedicado a hacer la guerra santa, nuestro país está cerca del enemigo y tal vez los cristianos se aprovechen de tu ausencia. Es preciso que nombres lugarteniente a alguien que se ocupe de las cosas del reino.» «Tienes razón.» El Emir nombró lugarteniente a su hijo Harún, estableció con él un pacto y ordenó a los soldados que no le desobedeciesen, que hiciesen todo lo que les mandara. Escucharon sus palabras y le obedecieron, puesto que Harún era muy valiente, buen caballero y héroe perfecto.

El jeque Abd al-Samad le indicó que el lugar en que se encontraba lo que el Emir de los creyentes quería, distaba cuatro meses de camino; estaba situado a las orillas del mar y era formado por casas pegadas las unas a las otras, tenía yerbas y fuentes. Añadió: «¡Representante del Emir de los creyentes! Dios nos hará fácil el camino gracias a tu bendición». El Emir Musa le preguntó: «¿Crees que algún rey ha pisado esa tierra antes que nosotros?» «Sí, Emir de los creyentes: esta tierra pertenece a Darán, el griego, rey de Alejandría.» Viajaron sin cesar hasta que llegaron a un castillo. Dijo: «Adelántate conmigo hasta este castillo que constituye un ejemplo para el que se instruye». El emir Musa se acercó al castillo, acompañado por el jeque Abd al-Samad y sus principales compañeros. Llegaron a la puerta: estaba formada por largas columnatas y escaleras. Dos de éstas eran de mármol policromado sin igual; el techo y las paredes estaban hechos de oro, plata y pedrería; encima de la puerta había una lápida en la que había una inscripción griega. El jeque Abd al-Samad preguntó: «¿He de leerla, Emir de los creyentes?» (sic.) «Adelántate y léela con la bendición de Dios. En este viaje hemos tenido tu baraka.» La leyó. Se trataba de los siguientes versos:

Después de lo que hicieron, ves que las gentes lloran por la pérdida del imperio.

Este palacio constituye el fin de la historia de unos señores que se han reunido en el polvo.

La muerte los destruyó y los dispersó: la tierra se ha hecho cargo de todo lo que atesoraron.

Parece que hubiesen dejado sus monturas para descansar un instante y volver.

El emir Musa lloró hasta caer desvanecido. Exclamó: «¡No hay dios sino el Dios, el Viviente, el Eterno, el que nunca deja de ser!» Entró en el alcázar y contempló las estatuas y los frescos que contenía. Encima de la segunda puerta vio escritos unos versos. Dijo: «¡Acércate, jeque, y lee!» Se aproximó y leyó:

En lo más antiguo del tiempo, ¡cuántas gentes vivieron y pasearon por sus habitaciones!

Pero fíjate en lo que ha hecho el transcurso del tiempo:

Todos repartieron los bienes que habían reunido, legaron la suerte a ése y se marcharon.

¡Cuántos gozaron aquí sus bienes! ¡Cuántos comieron! Pero el polvo se los ha comido a todos.

El emir Musa lloró abundantemente y lo transitorio de esta vida le hizo palidecer. Exclamó: «¡Se nos ha creado para algo importante!» Recorrieron el palacio, que carecía de moradores, en donde no se veían ni huellas de vida: patios y habitaciones estaban vacíos. En el centro había una cúpula muy alta, que se encaramaba por los aires. A su alrededor había cuatrocientas tumbas. El emir Musa se acercó a éstas. Una de ellas, construida en mármol, tenía labrados estos versos:

¡Cuántas veces he luchado! ¡Cuántas veces he sido atrevido! ¡Cuántos seres he contemplado!

¡Cuánto he comido! ¡Cuánto he bebido! ¡A cuántas cantantes he escuchado!

¡Cuántas órdenes he dado! ¡Cuántas cosas he prohibido! ¡Cuántos castillos que eran inexpugnables, los he asediado, los he registrado y he sacado de ellos joyas para las bellas!

Pero en mi ignorancia transgredí los límites, procurando obtener una paz que ha sido caduca.

¡Muchacho! Haz bien tus cuentas antes de que tengas que apurar la copa de la muerte.

Dentro de poco arrojarán tierra encima de ti y te quedarás sin vida.

El emir Musa y quienes le acompañaban rompieron a llorar. Se aproximaron a una cúpula que tenía ocho puertas de madera de sándalo con clavos de oro; estaba cuajada de incrustaciones de plata que parecían astros y relucían en ella toda clase de aljófares. En la primera puerta se encontraban estos versos:

Lo que he dejado en herencia no lo he dejado por generosidad, sino a causa del destino y de un decreto que sigue su curso entre el género humano.

¡Cuánto tiempo viví feliz y contento, defendiendo mis bienes como el feroz león!

No tenía descanso; era tan avaro que ni aunque me echasen al fuego hubiese dado un grano de mostaza.

Pero el destino me tocó trayéndome el decreto de Dios, el Grande, el Creador;

Mi muerte fue repentina y a pesar de mi poder no puede detenerla;

ni los ejércitos que había reunido, ni el amigo ni el vecino me fueron de utilidad ni me sirvieron de auxilio.

Durante toda la vida me fatigué en un viaje, a veces fácil, a veces difícil, bajo la égida de la muerte.

Todas tus riquezas, antes del alba, pasarán a pertenecer a otro, mientras que a ti vendrán a buscarte el portador de las parihuelas y el sepulturero.

El día del juicio final te encontrarás solo ante Dios con una carga de pecados y faltas.

¡Procura que el mundo no te extravíe con sus falsas galas, y fíjate en lo que ocurre a tus familiares y vecinos!

Cuando el emir Musa oyó estas palabras rompió a llorar amargamente hasta caer desmayado. Al volver en sí entró en la cúpula y vio una tumba muy grande, de aspecto aterrador, encima de la cual había una lápida de hierro chino. El jeque Abd al-Samad se acercó y leyó: «En el nombre de Dios, Viviente y Eterno; en el nombre de Dios que ni engendra ni fue engendrado, que no tiene a nadie que sea su igual; en el nombre de Dios Todopoderoso y Fuerte; en nombre del Viviente, del que nunca muere».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd al-Samad leyó:] «Tú, que llegas a este lugar, medita en lo que ves, en el transcurso del tiempo y en la marcha de los acontecimientos. No te dejes extraviar por las galas, las falsedades, las calumnias, el relumbrón y las vanidades de este mundo: todo ello fascina, engaña y traiciona; sus cosas son un préstamo que en cualquier momento puede quitar el prestamista al prestado; es como la pesadilla para el que duerme o como el sueño para el que sueña; son lo mismo que el espejismo en la estepa, que para el sediento parece agua: el demonio hace que el hombre crea que son bellas hasta el momento de la muerte. Tales son las cualidades del mundo: no confíes ni sientas inclinación por ellas, pues traicionan a quien las aprecia y les pide ayuda. No caigas en sus redes ni te dejes ligar a sus faldones. Yo poseí cuatro mil caballos alazanes en un solo establo, me casé con mil muchachas vírgenes, de senos turgentes, que parecían lunas y eran hijas de reyes; tuve mil hijos que parecían leones feroces, y viví mil años sin preocupaciones de ningún género. Reuní riquezas que eran imposibles de conseguir para los demás reyes, mientras creía que el bienestar iba a ser eterno, sin tener fin. Pero, sin que me diese cuenta, llegó el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos, el que vacía las habitaciones y arruina las cosas florecientes haciendo morir a grandes y pequeños, a críos, muchachos y madres. En este castillo nos quedamos tranquilos hasta que descendió sobre nosotros el juicio del Señor de los mundos, Señor de los cielos y de la tierra. Entonces la voz de la verdad se hizo patente y nos cogió: cada día fueron muriendo dos de nosotros y así pereció una gran cantidad. Cuando vi que la muerte entraba en nuestra casa, que se aposentaba entre nosotros y que nos ahogábamos en el mar de la perdición, mandé llamar a un secretario y le ordené que escribiese estas poesías y estas reflexiones; dispuse que con ayuda del compás se grabasen en estas puertas, lápidas y tumbas. Yo tenía un ejército de mil veces mil caballeros armados con lanzas, cotas de malla, espadas afiladas y veloces caballos. Les mandé que vistiesen las largas cotas de malla, que ciñesen las cortantes espadas, que empuñasen las terribles lanzas y que montasen en los veloces caballos. Cuando el decreto del Señor de los mundos, del Señor de la tierra y de los cielos, descendió sobre nosotros les dije: “¡Soldados! ¡Militares! ¿Sois capaces de impedir que me suceda lo que me envía el Rey Todopoderoso?” Los soldados y los militares no pudieron hacerlo. Replicaron: “¿Cómo hemos de combatir a Aquel al que no puede ocultar ningún chambelán, a Aquel que tiene una puerta sin portero?” Les ordené: “¡Traedme mis riquezas!” Éstas consistían en mil pozos; en cada uno de éstos había mil quintales de oro rojo y toda clase de perlas y aljófares, plata blanca y tesoros que no podía poseer ningún otro rey de la tierra. Hicieron lo que les había mandado. Cuando hubieron dejado las riquezas ante mí les dije: “¿Podríais salvarme con todas estas riquezas? ¿Podrían comprarme un solo día de vida?” Como no pudieron hacerlo, se sometieron al Destino y a la Voluntad de Dios. Yo soporté con paciencia el Decreto y las aflicciones que Dios me mandaba hasta que cogió mi alma y me hizo habitar la tumba. ¿Preguntas cuál es mi nombre? Soy Kus b. Saddad b. Ad, el Grande.» En la lápida estaban escritos estos versos:

Si me recordáis después de mi vida, después del transcurso de los días y de los acontecimientos, sabed que soy Ibn Saddad, aquel que fue rey de todo el género humano, de toda la tierra y de todo lugar.

Todos los pueblos rebeldes de Egipto, de Siria y de Adnán se me sometieron.

Mi poder era tal que humillaba a sus reyes y todos los habitantes de la tierra me temían.

Tenía en mi mano tribus y ejércitos; las tierras y sus habitantes me temían.

Cuando montaba a caballo veía a mis tropas encima de sus corceles en número de miles de miles.

Poseí riquezas sin cuento y las guardé para hacer frente a las vicisitudes del tiempo.

Quise, en un momento, rescatar la vida con mis bienes.

Pero Dios rehusó apartarse de la ejecución de sus designios: aquí estoy solo, separado de mis hermanos.

Me llegó la muerte, aquella que separa a los hombres, y me transportó desde la gloria a la humillación.

He encontrado todo lo que con anterioridad hice: soy su rehén y soporto la culpa.

Cuida que tu alma esté en el buen camino y guárdate de la sucesión de los acontecimientos.

El emir Musa lloró hasta caer desmayado al ver la desgracia que había caído sobre esas gentes. Mientras recorrían los alrededores del castillo y contemplaban sus salones y lugares de recreo, encontraron una mesa con cuatro patas de mármol en la que estaba escrito: «en esta mesa comieron mil reyes tuertos y otros mil que tenían sanos los dos ojos. Todos han abandonado este mundo y residen en los sepulcros y en las tumbas». El emir Musa copió todo esto y no se llevó, al salir del castillo, más que la mesa.

Los soldados se pusieron en marcha y el jeque Abd al-Samad se colocó delante para mostrarles el camino. Así pasaron el primero, el segundo y el tercer día. Llegaron a una colina muy elevada y vieron en su cima a un jinete de bronce; en la punta de la lanza había una amplia lámina que brillaba tanto que casi deslumbraba la vista. En ella estaba escrito: «¡Oh tú que llegas a este lugar! Si no conoces el camino que conduce a la ciudad de bronce, frota la mano del jinete. Girará y después se parará. Sigue en la dirección que te indique y no temas ni te preocupes: te conducirá hasta la ciudad de bronce».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el emir Musa frotó la mano del caballero y éste giró como si fuese un relámpago cegador, dirigiéndose en una dirección distinta de la que llevaban los viajeros. Éstos se dirigieron por el camino que señalaba: era el buen camino. Lo recorrieron sin parar durante días y noches y atravesaron lejanos países. Cierto día, mientras iban andando, encontraron una columna de piedra negra en la cual había una persona sumergida en el suelo hasta los sobacos. Tenía dos grandes alas y cuatro manos, dos de las cuales se parecían a las manos de los hombres y otras dos a las del león, pues tenían garras. El cabello de su cabeza se parecía a la cola de los caballos y sus ojos eran dos carbones encendidos; tenía un tercer ojo en la frente que parecía ser el de un leopardo, y de él se desprendían chispas de fuego; era negro y largo y gritaba: «¡Gloria al Señor! ¡Él me ha condenado a este suplicio atroz, a este tormento doloroso hasta el día del juicio!» Los viajeros, al verle, perdieron el juicio y quedaron estupefactos al ver su forma: volvieron la espalda y huyeron.

El emir Musa preguntó al jeque Abd al-Samad: «¿Quién es éste?» «No lo sé.» «Acércate a él y averigua de qué se trata. Tal vez él nos descubra su secreto y tú puedas informarnos.» El jeque replicó: «¡Que Dios proteja al Emir! Tengo miedo». «¡No temáis! Él se abstendrá de atacaros dada la situación en que se encuentra.» El jeque Abd al-Samad se acercó y le preguntó: «¡Oh tú! ¿Cómo te llamas? ¿Qué es lo que te sucede? ¿Qué es lo que haces en este lugar y con esta figura?» Le contestó: «Yo soy un efrit y me llamo Dahis b. al-Amas y estoy aquí, inmovilizado por el poder de Dios, secuestrado por la fuerza de Dios y castigado hasta que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) quiera». El emir Musa dijo: «¡Jeque Abd al-Samad! Pregúntale por qué se encuentra encadenado a esta columna». Se lo preguntó y el efrit contestó: «Mi historia es prodigiosa: algunos hijos de Iblis tenían un ídolo de cornalina roja y yo estaba encargado de él. Lo adoraba un excelso rey del mar, grande y poderoso, que guiaba un ejército de miles de miles de soldados que ante él luchaban con las espadas y acudían a su llamada en los momentos de peligro. Los genios que le obedecían estaban bajo mis órdenes y bajo mis deseos; obedecían todo lo que les mandaba con mis palabras y todos se habían sublevado contra Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Yo entraba en el interior del ídolo y les mandaba y les prohibía.

»La hija de aquel rey se prosternaba frecuentemente ante el ídolo y lo adoraba: era la mujer más hermosa y más bella de aquel tiempo: su beldad y su resplandor eran extraordinarios. Yo se la describí a Salomón (¡sobre él sea la paz!). Éste envió un mensajero a su padre diciéndole: “Cásame con tu hija, destruye el ídolo de cornalina y atestigua que no hay dios sino el Dios y que Salomón es el Profeta de Dios. Si lo haces tendrás lo que tengamos y te faltará lo que nos falte. Si no aceptas, iré a buscarte al frente de un ejército al cuál no podrás resistir: prepara una contestación a mi pregunta y disponte a morir. Iré a por ti al frente de tal número de soldados que llenarán el espacio, y te dejaré como el ayer que ya ha transcurrido”. Cuando llegó el mensajero de Salomón (¡sobre él sea la paz!) el rey se indignó, se hizo el orgulloso y se creció. Dijo a sus ministros: “¿Qué es lo que opináis de Salomón, hijo de David? Me ha enviado un mensajero para exigirme que le dé mi hija en matrimonio, que rompa mi ídolo de cornalina y que acepte su religión”. Le replicaron: “¡Poderoso rey! ¿Es que Salomón puede obrar contigo así? Tú te encuentras en el centro de este mar inmenso. Si él viniese en tu busca no podría hacerte nada puesto que los genios rebeldes combatirían a tu lado y tú pedirías ayuda al ídolo que adoras y éste te prestaría su auxilio y su concurso. Lo justo es que consultes a tu señor (querían decir al ídolo de cornalina roja) y que escuches su respuesta. Si te dice que salgas a combatirlo, combátelo, y si no no lo hagas”. El rey salió inmediatamente y se dirigió al ídolo. Hizo las ofrendas y los sacrificios y después, prosternándose ante él, empezó a llorar y recitó:

¡Señor mío! Yo conozco tu poder. Salomón quiere romperte,

¡Señor mío! Pido tu auxilio. Manda y obedeceré tu orden.»

El efrit encadenado a la columna siguió diciendo al jeque Abd al-Samad: «Yo, ignorante y tonto de mí, me metí, sin reflexionar en el poder de Salomón, en el interior del vientre y recité:

Yo no le temo, pues conozco todas las cosas. Si me declara la guerra, me pondré en marcha y le arrancaré el alma.

»Al oír mi respuesta el corazón del rey se tranquilizó y se decidió a hacer la guerra y a combatir a Salomón, al Profeta de Dios (¡sobre él sea la paz!). Cuando llegó el mensajero de Salomón le dio una paliza muy dolorosa y una contestación terrible, enviándole amenazas con el mismo mensajero. Le hizo decir: “Te nutres de falsas esperanzas y me amenazas con vanas palabras. O vienes tú a mi encuentro o salgo yo al tuyo”. Al estar de nuevo el mensajero ante Salomón, contó a éste todo lo que le había ocurrido y sucedido. Al oírlo Salomón, el Profeta de Dios, se resolvió a marchar y su resolución fue firme: preparó sus ejércitos de genios, hombres, fieras, pájaros e insectos y dio orden a su visir Dimiryat, rey de los genios, de que reuniese a los efrits de todas las regiones: así reunió seiscientos millones de diablos. Mandó a Asaf b. Barajiya que movilizase sus ejércitos de hombres: el número ascendió a más de un millón. Preparó las armas y las municiones. Salomón y su ejército de genios y hombres montaron en la alfombra mágica: los pájaros volaron por encima de sus cabezas y los animales marcharon por el suelo. Descendió en el campamento del rey, rodeó la isla y llenó la tierra con sus ejércitos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el efrit prosiguió:] «Después mandó decir a nuestro rey: “Yo ya he venido: rechaza por la fuerza lo que ha llegado o sométete, reconoce mi misión, rompe tu ídolo, adora al Único, al Venerado, cásame con tu hija y tú y quienes te rodean pronunciad: ‘Doy testimonio de que no hay más Dios sino el Dios’ y ‘Doy testimonio de que Salomón es el Profeta de Dios’. Si dices esto tendrás la paz y la tranquilidad. Si no lo dices no encontrarás, en toda la isla, una fortaleza que te salve de mí. Dios (¡bendito y ensalzado sea!) ha puesto los vientos a mis órdenes. Yo les he mandado que me transporten hasta aquí en la alfombra mágica y voy a hacer contigo un escarmiento y un castigo ejemplares”. El mensajero se presentó ante el rey y le entregó el mensaje del Profeta de Dios, Salomón (¡sobre él sea la paz!). El rey replicó: “Lo que me pide no entra en mis cálculos. Dile que saldré a hacerle frente”. El mensajero volvió junto a Salomón y le entregó la respuesta.

»A continuación el rey mandó llamar a los habitantes de sus tierras, reunió un millón de genios que le obedecían y aun los reforzó con marids y demonios que habitaban las islas del mar y las cimas de los montes. A continuación preparó a sus tropas, abrió los depósitos de armas y las distribuyó entre sus soldados. Por su parte, el Profeta de Dios, Salomón (¡sobre él sea la paz!), puso en línea de combate a sus soldados y mandó a las fieras que se dividiesen en dos filas, una a la derecha y otra a la izquierda de sus tropas. Mandó a los pájaros que se colocasen sobre las islas y que, en el momento del ataque, arrancasen con sus picos los ojos de los combatientes, abofeteándoles al mismo tiempo con sus alas; dispuso que las fieras desgarrasen sus corceles, y aquéllas le contestaron: “Oír es obedecer a Dios y a ti, Profeta de Dios”. Salomón, el Profeta de Dios, se instaló en un trono de mármol que tenía incrustaciones de oro y estaba chapeado con láminas del mismo metal. Colocó a su derecha al visir Asaf b. Barajiya y a su izquierda al visir Dimiryat; los reyes de los hombres estaban a su derecha y los reyes de los genios a su izquierda; las fieras, las víboras y las serpientes estaban delante. A continuación cargaron contra nosotros todos a la vez y nos combatieron con ardor durante dos días en un amplio campo de batalla.

»Al tercer día cayó sobre nosotros la desgracia y se cumplió en nosotros el decreto de Dios (¡ensalzado sea!). Yo, con mis ejércitos, fui el primero en cargar contra Salomón. Exhorté a mis soldados: “¡Permaneced firmes en vuestros puestos hasta que yo me haya adelantado y desafiado a Dimiryat!” Éste avanzó como si fuese una ingente montaña: echaba llamas de fuego y el humo remontaba por el aire. Se acercó y me fulminó con un rayo de fuego; su flecha pudo más que mi fuego. Me dio un alarido terrible y yo imaginé que el cielo se caía; las mismas montañas temblaron al oír su voz. Luego dio órdenes a sus soldados y éstos cargaron contra nosotros todos a la vez; nosotros les salimos al encuentro chillando los unos a los otros. El fuego creció y el humo remontó por los aires; los corazones estaban a punto de despedazarse.

»La guerra adquirió toda su dureza mientras los pájaros combatían en el aire y las fieras chocaban en la tierra. Yo luchaba con Dimiryat hasta que los dos quedamos agotados, pero yo me debilité más rápidamente y mis amigos y mis soldados flaquearon; mis filas fueron deshechas. El Profeta de Dios, Salomón, gritó: “¡Coged ese enorme, nefasto y vituperable gigante!” Los hombres cargaron contra los hombres, los genios contra los genios, nuestro rey fue vencido y nosotros caímos prisioneros de Salomón. Las tropas de éste cargaron sobre nuestras fuerzas avanzando con los flancos protegidos por las fieras, mientras que los pájaros que sobrevolaban nuestras cabezas arrancaban los ojos a nuestros combatientes, unas veces con las garras y otras con el pico; de vez en cuando los abofeteaban con sus alas mientras que las fieras mordían a los caballos y despedazaban a los hombres. La mayoría de éstos quedó muerta de bruces como si fuesen troncos de palmera.

»Yo escapé de las manos de Dimiryat, pero éste me persiguió durante tres meses hasta darme alcance. Así caí en la situación en que me encuentro.»

HISTORIA DE LA CIUDAD DE BRONCE

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después de que el genio encadenado en la columna les hubo contado su historia desde el principio, le preguntaron: «¿Cuál es el camino que conduce a la Ciudad de Bronce?» Llegamos ante la ciudad: nos separaban de ella veinticinco puertas, pero ni una sola era visible ni se podía distinguir su emplazamiento en las murallas: parecía como si todo fuese un pedazo de monte o un hierro fundido en un único molde. Los viajeros, el emir Musa y el jeque Abd al-Samad se apearon y se afanaron en encontrar una puerta o un camino que condujese al interior. No lo consiguieron. El emir Musa dijo: «¡Talib! ¿Qué medio tenemos para entrar en esta ciudad? Hemos de encontrar una puerta por la que podamos pasar». Le contestó: «¡Que Dios proteja al Emir! Descansemos dos o tres días y buscaremos un medio (si Dios lo quiere) para llegar hasta la ciudad y entrar». Entonces el emir Musa mandó a uno de sus pajes: «Monta en un camello y da la vuelta a la ciudad. Tal vez encuentres el indicio de una puerta o una hendidura en el lugar en que se encuentre».

El paje dio la vuelta alrededor en dos días con sus noches, a pesar de llevar un buen paso y de no haberse detenido a descansar. Al tercer día se reunió con sus compañeros: estaba maravillado de lo largo y alto de la ciudad. Dijo: «¡Emir! El lugar mejor para entrar en la ciudad es éste en el que estáis acampados». El emir Musa tomó consigo a Talib b. Sahl y al jeque Abd al-Samad y juntos subieron a un monte que estaba enfrente de la ciudad y desde el cual se dominaba ésta. Una vez en la cima vieron una ciudad; jamás habían visto otra mayor ojos humanos: los palacios eran muy elevados, sus cúpulas relucientes; sus casas, hermosas, y los riachuelos corrían; sus árboles daban frutos, sus jardines eran perfumados: era una ciudad que tenía las puertas fortificadas, pero estaba vacía y abandonada, sin habitantes; el búho silbaba en sus barrios y los pájaros de presa volaban por sus plazas; los cuervos graznaban en sus manzanas y en sus calles llorando por aquellos que la habían habitado.

El emir Musa se detuvo lamentándose de que careciese de habitantes, de que estuviese arruinada y sin pobladores. Exclamó: «¡Gloria a Dios, al que no cambian ni las épocas ni los tiempos, Creador, con su poder, de las criaturas!» Mientras él alababa a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) se volvió hacia un lado y descubrió siete láminas de mármol blanco que brillaban a lo lejos. Se acercó a ellas. Había una inscripción grabada. Mandó que se leyese lo que estaba escrito. El jeque Abd al-Samad se adelantó, la contempló y leyó la exhortación, la amonestación y la advertencia que contenía para las personas dotadas de entendimiento. Sobre la primera lápida estaba escrito en lengua griega: «¡Hijo de Adán! No intentes distraerte de lo que tienes delante; ya te han distraído de ello tus años y tu edad. ¿Es que no sabes que la copa de la muerte se te está llenando y que pronto te la darán a beber? Obsérvate antes de bajar a la tumba. ¿Adónde han ido a parar los que dominaron los países, los que han poseído esclavos y han conducido ejércitos? ¡Por Dios! Cayó sobre ellos el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos, el que arruina las casas más florecientes, quien los trasladó desde los amplios alcázares a las estrechas tumbas». Debajo de la lápida estaban escritos estos versos:

¿Adónde han ido a parar los reyes constructores de la tierra? Se separaron de lo que habían construido y edificado.

Han pasado a ser, con sus mismas construcciones, rehenes de las tumbas; han pasado a ser huesos carcomidos.

¿Adónde han ido a parar sus ejércitos que no sirvieron de protección ni fueron útiles? ¿Adónde ha ido a parar lo que reunieron en la tierra, lo que atesoraron?

Les llegó, repentinamente, una orden del Señor del Trono, de la cual no les salvaron ni riquezas ni fortalezas.

El emir Musa sollozó y dejó resbalar las lágrimas sobre sus mejillas exclamando: «¡Por Dios! El ascetismo en este mundo constituye el mejor viático y la mejor conducta». Mandó que le diesen tintero y papel y escribió el contenido de la primera lápida. Después se acercó a la segunda lápida. En ella estaba escrito: «¡Hijo de Adán! ¿Qué te ha hecho distraer de pensar en la eternidad, qué te ha hecho olvidar la llegada de la muerte? ¿Es que no sabes que el mundo es morada de perdición en la que nadie queda eternamente? Mientras tú lo contemplas, te pierdes. ¿Dónde están los reyes que habitaban en Iraq y poseyeron todas las regiones? ¿Dónde están los que habitaron Isbahán y el país del Jurasán? Los llamó la muerte y le contestaron, el pregonero de la destrucción los invitó y ellos aceptaron. De nada les sirvió lo que construyeron y lo que edificaron; lo que atesoraron e inventariaron no les fue útil». Al pie de la lápida estaban escritos estos versos:

¿Dónde están aquellos que construyeron y edificaron palacios cual no existen otros?

Reunieron ejércitos y tropas temerosos de tenerse que inclinar ante el poder de Dios, y quedaron humillados.

¿Dónde están los sasánidas que poseían fuertes castillos? Abandonaron la tierra y es como si nunca hubiesen existido.

El emir Musa lloró y exclamó: «¡Por Dios! ¡Hemos sido creados para algo grande!» A continuación copió la inscripción. Se acercó a la tercera lápida…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el emir Musa se acercó a la tercera lápida] y vio que estaba escrito: «¡Hijo de Adán! Estás ofuscado por el amor al mundo y desobedeces la orden de tu Señor. Tú estás satisfecho y contento de cada día de tu vida que pasa, pero prepara el viático para el día del juicio y disponte a contestar a las preguntas delante del Señor de las criaturas». En la parte inferior de la lápida estaban escritos estos versos:

¿Dónde están los que han habitado todos los países, el Sind y la India, que pecaron y se enorgullecieron?

Los negros y los abisinios se sometieron a su poder y lo mismo hicieron los nubios cuando se pusieron insolentes y se crecieron.

No busques noticias en lo que hay en sus tumbas. ¡Ahí no encontrarás ningún indicio!

Los acontecimientos más nefastos los alcanzaron, no los salvaron los palacios que construyeron.

El emir Musa rompió a llorar amargamente. Se acercó a la cuarta lápida y vio que estaba escrito: «¡Hijo de Adán! ¿Cuánto tiempo te concederá aún tu Señor mientras tú te encuentras inmerso en el mar de tus pasiones? ¿Es que te ha sido revelado que no vas a morir? ¡Que tus días, tus noches y tus horas alegres no te extravíen! ¡Date cuenta de que la muerte constituye tu fin y que se encaramará a tus espaldas! Tras el día que transcurre sigue la mañana y la noche. Está en guardia frente al ataque de la muerte y prepárate para él. Me parece que has perdido tu tiempo. Escucha mis palabras: Confía en el Señor de los señores, pues el mundo es inconstante: el mundo es como una tela de araña». Vio escritos debajo de la lápida estos versos:

¿Dónde está el hombre que ha construido estas torres, que encargó su edificación y las elevó?

¿Dónde está la gente de los castillos, los que los habitaron? Todos se han marchado de esas ciudadelas.

Hoy son rehenes de sus tumbas, en espera de un día en que todos los pensamientos serán visibles.

Únicamente Dios (¡ensalzado sea!) es inmutable. Él ha sido siempre digno de los honores.

El emir Musa lloró y copió todo esto: bajó de lo alto del monte con una idea del mundo. Al reunirse con su ejército dedicaron todo el día a meditar en el modo de entrar en la ciudad. El emir Musa dijo a su visir Talib b. Sahl y a todo el séquito que tenía a su alrededor: «¿Qué medio hemos de emplear para conseguir entrar en la ciudad y ver sus maravillas? Tal vez encontremos lo que nos haga gratos ante el Emir de los creyentes». Talib b. Sahl dijo: «¡Que Dios conceda siempre sus bienes al Emir! Construiremos una escalera y subiremos por ella. Tal vez Dios permita que lleguemos a la puerta por el interior». «Esto es lo que se me había ocurrido —replicó Musa—; es una excelente idea.» Llamó a los carpinteros y herreros y les mandó que hiciesen madera y construyesen una escalera, chapeada con hierro. Así lo hicieron, la reforzaron y trabajaron en ella durante un mes entero. Los hombres se agruparon a su alrededor, la levantaron, la apoyaron en las murallas y quedó perfectamente ajustada como si hubiese sido hecha con anterioridad para tal fin. El emir Musa se admiró de ello y exclamó: «¡Que Dios os bendiga! La habéis hecho tan bien como si hubieseis tomado las medidas. ¡Vamos! ¿Quién de vosotros sube por esta escalera, trepa a lo alto de las murallas, las recorre e imagina el modo de bajar a la ciudad para ver lo que sucede y después nos informa de cómo se abren las puertas?» Uno de sus hombres dijo: «¡Emir! Yo subiré y bajaré a abrir». «¡Sube y que Dios te bendiga!»

Aquel hombre trepó por la escalera hasta llegar a lo alto. Después se puso de pie, miró a la ciudad, aplaudió con las manos y gritó desde lo alto: «¡Estupendo!», y se arrojó al interior: la carne se separó de sus huesos. El emir Musa exclamó: «Si esto lo hace una persona cuerda, ¿qué haría un loco? Si obramos de esta manera con todos nuestros compañeros no quedará ni uno y nos veremos imposibilitados de conseguir nuestro deseo y el del Emir de los creyentes. ¡Ensillad las monturas, que no tenemos por qué ver esta ciudad!» Uno de sus hombres le dijo: «Tal vez otro sea más firme que el anterior». Subieron un segundo, un tercero, un cuarto y un quinto, y no pararon de trepar hombres por la escalera, uno tras otro, hasta que hubieron subido doce: todos hacían lo mismo que había hecho el primero. El jeque Abd al-Samad dijo: «Eso sólo puedo hacerlo yo: el que ha probado hacer algo no es lo mismo que el que no lo ha probado». El emir Musa exclamó: «¡No lo hagas! No te dejaré que subas a esas murallas, ya que, si tú murieses, sería la causa de la muerte de todos nosotros: no quedaría ni uno solo con vida, ya que eres el guía de nuestra gente». El jeque replicó: «Tal vez yo lo consiga por la voluntad de Dios (¡ensalzado sea!)».

Todos los reunidos estuvieron conformes en que subiese. El jeque se separó, pronunció la fórmula «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso», y a continuación empezó a trepar por la escalera pronunciando constantemente el nombre de Dios y leyendo los versículos salvadores, aplaudió y quedó con la vista fija. Todos le gritaron: «¡Jeque Abd al-Samad! ¡No lo hagas! ¡No te eches abajo!», y añadieron: «¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos! Si el jeque se echa abajo moriremos todos». Abd al-Samad rompió a reír a carcajada limpia, se sentó un largo rato durante el cual meditó en Dios y recitó las aleyas de la salvación. Después se puso de pie y exclamó con su voz fuerte: «¡Oh, Emir! ¡No os ocurrirá nada malo! Dios, todopoderoso y excelso, gracias a su baraca, ha disipado las tentaciones y las zancadillas de Satanás. ¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso!» El Emir le preguntó: «¿Qué has visto, jeque?» «Al llegar a lo alto de la muralla he contemplado diez muchachas, parecían lunas, que…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd al-Samad prosiguió: «He contemplado diez muchachas que] haciendo señas con las manos me decían: “¡Ven con nosotras!”, al tiempo que me parecía que debajo se encontraba un mar de agua. Quise echarme de igual modo como habían hecho mis compañeros, pero al ver a éstos, muertos, me abstuve, recité una parte del libro de Dios (¡ensalzado sea!), y Éste alejó de mí sus tretas: la aparición se alejó, no me tiré abajo y Dios apartó sus añagazas y embrujos. No cabe duda de que esto es un ardid ideado por los habitantes de la ciudad para alejar de ella a quien desee contemplarla o apetezca entrar. Ahí están nuestros compañeros muertos en el suelo». Empezó a andar por las murallas hasta alcanzar las dos torres de bronce. Vio que guardaban dos puertas de oro sin cerradura ni señal alguna que hiciese sospechar que se podían abrir.

El jeque permaneció allí observando todo el tiempo que Dios quiso. En el centro de la puerta estaba dibujado un caballo de bronce que tenía una mano extendida como si indicase algo. Tenía una inscripción que el jeque leyó: «Aprieta el clavo que está en el ombligo del caballero por doce veces consecutivas: la puerta se abrirá». Se fijó en el caballero y vio que, en efecto, tenía un clavo fuerte y sólido en el vientre. Lo frotó doce veces y la puerta se abrió en el acto haciendo un ruido similar al del trueno. El jeque Abd al-Samad, que era un hombre virtuoso y entendido en multitud de lenguas y escrituras, cruzó la entrada y se encontró en un largo corredor. Bajó unas escaleras y se encontró en un lugar con hermosos estrados en los cuales se encontraban gentes muertas: encima de su cabeza había magníficos escudos, espadas afiladas, arcos tendidos y flechas preparadas. Detrás de la puerta había unas columnas de hierro, compartimientos de madera, buenas cerraduras y sólidos parapetos.

El jeque Abd al-Samad se dijo: «Tal vez las llaves las tengan estas personas». Los miró detenidamente y vio con sus propios ojos un jeque que parecía ser el que tenía más edad de todos los durmientes: se encontraba entre éstos, pero situado en un estrado. El jeque Abd al-Samad se dijo: «¿Cómo podría saber si las llaves de la ciudad las tiene este viejo? Tal vez sea el portero de la ciudad y todos esos sus ayudantes». Se le acercó, le levantó los vestidos y encontró las llaves colgadas de su cintura. Al verlas se puso muy contento y estuvo a punto de perder la razón por la gran alegría que experimentaba. Cogió las llaves, se acercó a las puertas, abrió las cerraduras, empujó las hojas, obstáculos y defensas: la puerta cedió con el estrépito de un trueno, de tan grande y fuerte como era.

El jeque y todos sus compañeros exclamaron: «¡Dios es el más grande!», quedando satisfechos. El emir Musa se puso muy contento al ver sano y salvo al jeque Abd al-Samad, que había abierto la puerta de la ciudad. Sus compañeros le dieron las gracias por lo que había hecho y los expedicionarios se apresuraron a entrar cruzando la puerta. El emir Musa les gritó: «¡Soldados! Si entramos todos y nos ocurre algo, nadie se salvará. Entraremos la mitad y la otra mitad nos aguardará». El emir Musa cruzó la puerta con la mitad de la tropa, que iba armada de pies a cabeza. Encontraron a los compañeros que habían muerto y los enterraron. Descubrieron porteros, criados, chambelanes y oficiales que dormían encima de lechos de seda: parecía como si estuviesen muertos. Entraron en el mercado de la ciudad: era grande y estaba encuadrado por soberbios edificios bien alineados. Las tiendas estaban abiertas, las balanzas colgadas, los bronces alineados y las tiendas repletas por toda clase de mercancías. Los comerciantes estaban muertos en sus propias tiendas: la piel se les había secado y los huesos estaban carcomidos: constituían una admonición para el que quisiese reflexionar.

Así encontraron cuatro distintos zocos cuyas tiendas estaban llenas de riquezas. Pasaron de largo y se dirigieron al mercado de los tejidos: estaba repleto de sedas, brocados y telas de todos los colores bordados en oro rojo y blanca plata; pero sus dueños estaban muertos y yacían tumbados en pedazos de cuero: parecía que estaban a punto de hablar. Los dejaron allí y se marcharon al zoco de los aljófares, perlas y jacintos. De aquí siguieron hacia la lonja y encontraron a todo el mundo muerto yaciendo encima de tejidos de seda: sus tiendas estaban repletas de oro y plata. Siguieron caminando hasta llegar al zoco de los perfumistas: sus tiendas estaban repletas de perfumes de todas clases, de vasijas de almizcle, ámbar, de madera de áloe, de ámbar gris, alcanfor y muchas otras cosas. Pero todos sus comerciantes estaban muertos, no tenían nada de comer.

Al salir del zoco de los perfumistas, encontraron cerca de él un palacio bien construido, sólido. Entraron y vieron las banderas desplegadas, las espadas desenvainadas, los arcos tendidos; los escudos sujetos con cadenas de oro y de plata, y los cascos dorados con oro rojo. En los vestíbulos de este palacio había bancos de marfil chapeado con oro brillante y cubiertos de seda. Estaban sentados unos hombres, cuya piel había quedado pegada a los huesos y de los que el ignorante hubiese creído que estaban dormidos, cuando en realidad habían muerto por falta de alimentos. El emir Musa se detuvo para glorificar y santificar a Dios (¡alabado sea!). Se fijaba en la hermosura del palacio, en lo bien hecho que estaba, en lo estupendo de su efecto y en la buena distribución de sus servicios. La mayor parte de su decoración era de lapislázuli verde y a su alrededor estaban escritos estos versos:

¡Oh, hombre! Fíjate en lo que ves y está en guardia antes de que llegue el momento de la partida.

Prepárate el viático lo mejor que puedas, pues toda persona que vive en una casa, habrá de marcharse.

Fíjate en éstos: Embellecieron su domicilio, pero ahora son polvo, son prisioneros de sus actos.

Construyeron y de nada les sirvieron sus edificios. Ahorraron y de nada les sirvieron sus riquezas cuando llegó el momento del fin de su vida.

¡Cuántas cosas, que no les estaban predestinadas, ansiaban tener! Pero se han marchado a la tumba sin que la esperanza les sirviese de nada.

Han sido abatidos desde las alturas de su poderío hasta la estrechez de la tumba. ¡Qué mala caída!

Después de haber sido sepultados llegó una persona que preguntaba: «¿Dónde están los tronos, las coronas y los brocados?

¿Dónde están esos rostros velados, ocultos a la vista por cortinas y velos?»

La tumba, en nombre de los difuntos, ha contestado a su interlocutor: «La rosa se ha separado de sus mejillas.

Durante mucho tiempo comieron y bebieron y ahora, después de la buena comida, son comidos».

El emir Musa lloró hasta caer desmayado y ordenó que copiasen esta poesía. Entró en el alcázar…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el emir Musa entró en el alcázar] y se encontró en una gran habitación que tenía cuatro pabellones muy altos, puestos unos enfrente de otros, amplios y con incrustaciones de oro y de plata de los más variados colores. En el centro había un gran mosaico de mármol, encima del cual se encontraba una tienda de brocado. Dichos pabellones tenían varias divisiones y en cada una de éstas había un surtidor muy historiado con cubetas de mármol y el agua fluía al pie de los pabellones. Los cuatro arroyuelos corrían a reunirse en una gran alberca de mármol policromado. El emir Musa dijo al jeque Abd al-Samad: «¡Entremos en este pabellón!» Entraron en el primero y vieron que estaba repleto de oro, de blanca plata, de perlas, de aljófares, de jacintos y de gemas preciosas. Hallaron cajas repletas de brocado rojo, amarillo y blanco. Pasaron después al segundo pabellón y abrieron sus armarios: estaban llenos de armas, de instrumentos de guerra, de cascos dorados, de cotas davidianas, de espadas indias, de lanzas de al-Jatt, de mazas de Jwarizm y otras muchas clases de armas de guerra y de combate. Pasaron al tercero y encontraron en él armarios cerrados con enormes candados que estaban disimulados con grandes cortinas adornadas con toda suerte de bordados. Abrieron uno de ellos y vieron que estaba lleno de armas con ornamentos de oro, plata y gemas.

Pasaron al cuarto pabellón en el que también encontraron armarios. Los abrieron y los encontraron llenos de vajillas confeccionadas con oro y plata: había vasos de cristal, copas incrustadas de perlas, vasos de coral, etc. Cogieron lo que más les gustaba y cada uno de los soldados cargó con lo que pudo. Cuando se disponían a salir de esta habitación descubrieron en el centro del palacio una puerta de madera de tekka con incrustaciones de marfil y de ébano y chapeada con reluciente oro. Estaba disimulada por una cortina corrida, de seda, cubierta de bordados de toda clase. La puerta estaba cerrada con candados de blanca plata que se abrían mediante una combinación, sin necesidad de llave. El jeque Abd al-Samad se acercó a las cerraduras y consiguió abrirlas gracias a su maestría, audacia y habilidad. Entraron todos en un vestíbulo de mármol a cuyos lados caían cortinas en las que estaban bordados toda clase de fieras y pájaros: todos eran de oro rojo y blanca plata; los ojos eran de perlas y jacintos, de tal modo que dejaban estupefactos a quienes los veían. A continuación pasaron a una habitación bien hecha. El emir Musa y el jeque Abd al-Samad se quedaron estupefactos al verla. La cruzaron y pasaron a otra que era de mármol pulido, con incrustaciones de perlas que hacían creer al que las contemplaba que se trataba de corrientes de agua, de tal modo que, si alguien hubiese pasado por ella, habría resbalado.

El emir Musa mandó al jeque Abd al-Samad que arrojase objetos encima del suelo para que pudiesen cruzar por él. Hizo lo que le mandaban y se las ingenió hasta el punto de que pudieron cruzar hasta una gran habitación construida con piedras chapeadas de oro rojo. Nadie recordaba haber visto jamás algo tan hermoso. En el centro de aquélla había otra, grande, de mármol, ceñida a su alrededor por una serie de ventanas en las que estaban incrustados bastones de esmeraldas de tal precio que ningún rey podía poseerlos. Había allí una tienda de brocado sostenida por columnas de oro rojo en la cual estaban dibujados pájaros cuyos pies eran de verdes esmeraldas; debajo de cada pájaro había una red de perlas relucientes. La tienda cubría un surtidor a cuyo lado se encontraba un lecho completamente incrustado de perlas, aljófares y jacintos. Encima se encontraba una adolescente que parecía ser el sol reluciente: nadie había visto jamás otra mujer más hermosa; llevaba puesto un traje repujado con perlas y tocaba su cabeza con una diadema de oro rojo y con turbante de aljófares; ceñía su garganta un collar de gemas en cuyo centro había una perla rutilante y a cada lado de ésta había otra cuya luz podía competir con la del sol: parecía que la mirasen y la contemplasen a derecha e izquierda.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el emir Musa quedó boquiabierto al ver su hermosura, perplejo al contemplar su belleza, el rubor de sus mejillas y la negrura de sus cabellos: cualquiera que la hubiese contemplado la hubiese creído con vida, no hubiese dicho que estaba muerta. Le dijeron: «¡Muchacha! ¡La paz sea sobre ti!» Talib b. Sahl hizo notar al Emir: «¡Que Dios te haga feliz en tus cosas! Esa joven está muerta, no tiene alma; ¿cómo, pues, ha de contestar al saludo?» Añadió: «¡Oh, Emir! Esa muchacha es una muñeca bien hecha. Después de su muerte le han vaciado los ojos, los han metido en un baño de mercurio y los han vuelto a colocar en su lugar: por eso brillan así, como si moviese las pestañas; por eso, quien la mira, cree que parpadea cuando en realidad está muerta». El emir Musa exclamó: «¡Gloria a Dios que ha sometido a todos los hombres a la muerte!» El lecho que reposaba la joven estaba encima de un estrado al que se llegaba a través de unos escalones. En ellos había dos esclavos: el uno blanco, y el otro, negro. Cada uno empuñaba con la siniestra un bastón de acero y con la diestra una espada incrustada de perlas que deslumbraba a quienes clavaban la vista en ella.

Delante de los esclavos había una placa de oro en la que se hallaba la siguiente inscripción: «¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! ¡Loado sea Dios, creador del hombre! ¡Él es el Señor de los señores, el causante de todas las causas! ¡En el nombre de Dios, el Eterno, el Imperecedero! ¡En el nombre de Dios que juzga y destina! ¡Oh, hombre! ¿Qué es lo que te hace confiar en la esperanza? ¿Qué es lo que te distrae de pensar en que te [legará el fin? ¿Es que no sabes que la muerte te llama y procura arrebatarte, cuanto antes, el alma? Prepara tus provisiones para el viaje y busca tu viático en este mundo, pues pronto has de separarte de él. ¿Dónde está Adán, padre del género humano? ¿Dónde está Noé y su descendencia? ¿Dónde están los reyes, los cosroes y los césares? ¿Dónde están los reyes de la India y del Iraq? ¿Dónde están los reyes de los países? ¿Dónde están los amalecitas y los gigantes? Sus casas quedaron desiertas y abandonaron a su familia y a su patria. ¿Dónde están los reyes de los persas y de los árabes? Todos murieron y se transformaron en carroña. ¿Dónde están los señores que ocupaban altos puestos? Todos murieron. ¿Dónde están Qarún y Hamán? ¿Dónde está Saddad b. Ad? ¿Dónde están Kannán y Du-l-Awtad? ¡Por Dios! Se los ha llevado Aquel que corta la vida y ha dejado desiertas sus mansiones. Pero ¿habían preparado el viático para el día de la cita? ¿Se habían dispuesto para contestar al Señor de las criaturas? ¡Visitante! Si no me conoces, yo te daré a conocer mi nombre y mi estirpe: soy Tarmuz, descendiente de los reyes amalecitas que gobernaron con justicia sus tierras, que fueron soberanos de lo que ningún rey jamás tuvo: he sido justa en los juicios, equitativa con mis súbditos; di y regalé. Viví muchísimo tiempo en medio de alegrías y en una vida muelle, libertando a esclavas y esclavos, hasta que se presentó ante mí la llamada de la muerte y la ruina se alojó en mí. Ocurrió así: Habíamos pasado siete años sin que cayese ni una gota de agua del cielo, sin que brotase ni una mala hierba sobre la faz de la tierra. Nos comimos los alimentos que teníamos; después nos abalanzamos sobre las bestias de carga y las devoramos y no nos quedó nada. Entonces mandé que me trajesen mis tesoros, los inventarié y se los entregué a hombres de confianza para que con ellos recorriesen los países, sin descuidar ni una sola ciudad, buscando algo de comer. Pero no lo encontraron y regresaron a nuestro lado después de una larga ausencia. Entonces sacamos nuestras riquezas y tesoros a la luz del día y cerramos las puertas de nuestra ciudad entregándonos a la voluntad de Dios, confiando nuestro asunto al rey: perecimos todos, como puedes ver, dejando en pie lo que construimos y lo que atesoramos. Esto es lo ocurrido. Una vez nos alcanza la muerte no queda de nosotros más que el recuerdo».

En la parte inferior de la lápida vieron escritos estos versos:

¡Hijo de Adán! No te dejes engañar por la esperanza. Bástete saber que tendrás que separarte de todo lo que reúnas.

Veo que buscas el mundo con sus espejismos. Antes que tú se han precipitado en pos de éstos las generaciones pasadas y los antiguos.

Acumularon bienes lícitos e ilícitos, pero el hado no los olvidó cuando llegó la hora.

Condujeron pelotones de soldados, amontonaron tesoros, construyeron palacios y partieron hacia la tumba, hacia una angostura de la tierra en la que quedaron dormidos, presos, por lo que hicieron.

Como si fuesen viajeros que en medio de la noche echasen pie a tierra delante de una casa que no admite huéspedes.

Su dueño diría: «¡Gentes! ¡No tengo sitio! ¡Volved a ensillar y partid!»

Todos, temerosos, no sabrían gozar ni del descanso ni del viaje.

Prepárate un viático de buenas obras que mañana te dará alegría, pues sólo el temor del Señor permite obras.

El emir Musa rompió a llorar al oír estas palabras. La lápida seguía: «¡Por Dios! El temor de Dios es el principio de todas las cosas y de la verdadera ciencia; es el Único punto de apoyo seguro. La muerte constituye una verdad manifiesta, una promesa cierta. Ella, ¡oh, visitante!, constituye el último objetivo, el único refugio. Escarmienta en los que te han precedido y que yacen, ya, en el polvo y apresúrate en el camino que conduce a la otra vida. ¿Es que no te das cuenta de que las canas te llaman a la tumba; de que tus cabellos blancos te anuncian la muerte? Está seguro de que has de partir y rendir cuentas. ¡Hijo de Adán! Tu corazón se ha endurecido. ¿Qué te ha extraviado del camino de Dios? ¿Dónde están las generaciones pasadas? ¡Sirvan de ejemplo para quien medita! ¿Dónde están los reyes de China, hombres valientes y poderosos? ¿Dónde está Ad b. Saddad y todo lo que construyó y edificó? ¿Dónde está Namrud que se mostró insolente y orgulloso? ¿Dónde está el Faraón que renegó de Dios y fue incrédulo? Todos han sido sometidos por la muerte y de ellos no queda más que el recuerdo: ésta no excluye ni pequeños ni grandes, ni mujeres ni hombres. El Deparador de la vida, el que cubre la noche con el día, se los ha llevado. ¡Oh, tú que has sabido llegar hasta aquí con tus compañeros! No os dejéis seducir por las cosas mundanales ni por su vanidad: todo engaña y traiciona. Este mundo es falaz y falso. Feliz el esclavo que conoce sus culpas, que teme a su Señor, hace buenas obras y prepara el viático para el día de la cita. Aquel que llegue a nuestra ciudad, entre en ella y Dios le facilite el camino, podrá coger todas las riquezas que quiera, pero no tocará nada de lo que hay encima de mi cuerpo, ya que cubre mis vergüenzas y constituye mi ajuar de cosas terrenas. ¡Que tema a Dios y no toque nada, pues perecería! Esto lo he escrito para que sirva de consejo a quien me visite y de legado al que entre. Y la paz. Ruego a Dios que os libre de la maldad de los países y las enfermedades».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al oír estas palabras el emir Musa rompió a llorar amargamente hasta que cayó desmayado. Al volver en sí puso por escrito cuanto había visto y meditó acerca de lo que había observado. Dijo a sus compañeros: «¡Traed las alforjas y llenadlas de todas estas riquezas, de estos vasos, objetos y pedrerías!» Talib b. Sahl dijo al emir Musa: «¡Oh, Emir! ¿Vamos a dejar a esa joven sin quitarle lo que lleva encima? No hay nada que pueda compararse con ello ni tan siquiera ahora. Cuantas más riquezas cojas mejor regalo podrás hacer para atraerte la buena voluntad del Emir de los creyentes». «¡Vaya! ¿Es que no has oído el consejo que nos da la joven en la lápida? Es necesario que seamos fieles; no hemos de ser unos traidores.» El visir Talib replicó: «¿Por unas palabras hemos de abandonar tales riquezas y semejantes gemas? Ella ya está muerta: ¿qué ha de hacer con aderezos propios de este mundo, que constituyen las delicias de los vivos? Un vestido de algodón basta para tapar a esta joven, pues; nosotros somos más dignos que ella de tener estas cosas». Se acercó a la escalera, subió los escalones y se colocó» entre las dos columnas y entre las dos personas. Una de: éstas lo alanceó por la espalda, y la otra, con la espada que tenía en la mano, le cortó la cabeza: Talib cayó muerto. El emir Musa exclamó: «¡Que Dios no se apiade de tu lecho de muerte! Estas riquezas bastaban, pero la avaricia pone en evidencia a quien la siente». Mandó a los soldados que entrasen y cargasen a los camellos con las riquezas y las joyas. A continuación les ordenó que cerrasen la puerta del mismo modo que estaba.

Volvieron a ponerse en marcha hasta llegar a un monte muy elevado desde el que se divisaba el mar. Ese monte tenía muchas cavernas en las que habitaban negros que se cubrían y tapaban la cabeza con pieles. Sus palabras, eran ininteligibles. Al ver a la columna se asustaron y huyeron en dirección de las cavernas, a cuyas puertas estaban sus mujeres y sus hijos. El emir Musa preguntó: «¡Jeque Abd al-Samad! ¿Qué gentes son éstas?» «Son los que busca el Emir de los creyentes.» Descabalgaron, plantaron las tiendas y descargaron las riquezas. Apenas habían tenido tiempo de instalarse en el lugar y ya el rey de los negros, que sabía árabe, descendía del monte y se acercaba a la columna. Al llegar ante el emir Musa lo saludó. Éste le devolvió el saludo y lo trató bien. El rey de los negros preguntó al Emir: «¿Sois hombres o genios?» «Somos hombres. Pero no cabe duda de que vosotros sois genios, pues vivís aislados en ese monte que está lejos del mundo habitado. Además tenéis una talla enorme.» El rey de los negros le replicó: «Somos seres humanos que descendemos de Cam, hijo de Noé (¡sobre él sea la paz!). Este mar es conocido con el nombre de Karkar». «¿Y cómo lo sabéis si no os ha llegado, hasta esta tierra, un Profeta al que le haya sido revelado?» «Sabe, Emir, que de este mar surge una persona que ilumina con su luz todo el horizonte. Con una voz que puede oír quien está próximo y quien está lejos, grita: “¡Hijos de Cam! ¿Os avergonzáis ante Quien ve y no es visto? Decid: ‘No hay dios sino el Dios. Mahoma es el enviado de Dios’. Yo soy Abu-l-Abbas al-Jidr”. Antes nos adorábamos a nosotros mismos, pero al-Jidr nos ha invitado a adorar al señor de las criaturas y hemos aprendido las palabras que debemos pronunciar.»

El emir Musa preguntó: «¿De qué palabras se trata?» «“No hay más dios que el Dios único, no tiene asociado alguno y a Él pertenece el poderío, a Él hay que alabar. Vivifica y mata y es Todopoderoso.” Sólo nos aproximamos a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) con estas palabras; no conocemos otras. La noche de los viernes se extiende una luz por la superficie de la tierra y oímos una voz que dice: “¡Loado y santificado sea el señor de los ángeles y del espíritu! Existe lo que Dios quiere, y lo que no quiere no existe. Todos los bienes proceden de Dios. No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande”.» El emir Musa le dijo: «Somos siervos del rey de los musulmanes, Abd al-Malik b. Marwán, y hemos venido en busca de unos vasos de cobre que se encuentran en vuestro mar. En su interior viven encadenados, desde la época de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!), unos demonios. Nos ha ordenado que le llevemos alguno de ellos para poderlo ver y contemplar». El rey de los negros contestó: «¡De mil amores!»

Invitó a sus huéspedes a comer pescado y mandó a los buzos que fuesen al mar a buscar algunos vasos de Salomón. Sacaron doce. El emir Musa, el jeque Abd al-Samad y los soldados se alegraron muchísimo por haber satisfecho el deseo del Emir de los creyentes. A continuación el emir Musa regaló muchísimas cosas e hizo grandes presentes al rey de los negros. Éste, a su vez, regaló al emir Musa uno de los portentos del mar: un pez con forma humana. Después dijo: «Seréis mis huéspedes durante tres días y os alimentaré con la carne de este pez».

El emir replicó: «Es necesario que nos llevemos alguno para que el Emir de los creyentes pueda verlo. Le va a gustar más que los vasos de Salomón». Se despidieron, emprendieron el regreso y viajaron sin interrupción hasta que llegaron a Siria. Se presentaron ante el Emir de los creyentes, Abd al-Malik b. Marwán, y Musa le contó todo lo que había visto, los versos que había leído y las máximas y exhortaciones que había aprendido. Le contó lo que había sucedido a Talib b. Sahl. El Emir de los creyentes exclamó: «¡Ojalá hubiese estado con vosotros para ver con mis propios ojos lo que habéis visto!» Cogió los jarros, mandó abrir uno detrás de otro y los genios fueron saliendo y exclamando: «¡Me arrepiento, Profeta de Dios! ¡Jamás volveré a hacer esto!» Abd al-Malik b. Marwán se admiró mucho de todo esto. Para las hijas del mar, aquellos peces cuya carne les había dado a comer el rey de los negros, construyeron un estanque de madera, lo llenaron de agua y las colocaron en él, pero murieron de calor. Después el Emir de los creyentes mandó que le acercasen las riquezas y las repartió entre los musulmanes…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa repartió las riquezas entre los musulmanes] diciendo: «Dios no ha concedido a nadie el poder que dio a Salomón, hijo de David». Musa pidió al Emir de los creyentes que nombrase a su hijo para sucederle en el gobierno de sus provincias, pues él quería marcharse a la noble Jerusalén para adorar a Dios. El Emir de los creyentes concedió el cargo a su hijo, y Musa se marchó a la noble Jerusalén, en la que murió.

Aquí termina la historia de la ciudad de bronce tal y como ha llegado hasta nosotros. Pero Dios es más sabio.